XX
MOTIVOS, PROGRESOS Y EFECTOS DE LA CONVERSIÓN DE CONSTANTINO - ESTABLECIMIENTO LEGAL Y CONSTITUCIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA
El establecimiento del cristianismo puede considerarse como una de las revoluciones internas más trascendentes que aún hoy provoca interés y proporciona una valiosa enseñanza. Si bien las victorias y la política de Constantino ya no influyen en el estado actual de Europa, una gran parte del mundo sigue impresionada por la conversión de aquel monarca al cristianismo, y las instituciones eclesiásticas de su reinado todavía se encuentran indisolublemente conectadas con las opiniones, las emociones y los intereses de la generación actual.
Al internarnos en un asunto que nos cabe examinar con imparcialidad, pero sin indiferencia, una dificultad inesperada surge inmediatamente: puntualizar la verdadera fecha de la conversión de Constantino. El elocuente Lactancio, palaciego suyo, se muestra impaciente[2105] por pregonar al mundo el glorioso ejemplo del soberano de Galia, quien, desde el principio de su reinado, reconoció y adoró la majestad del único y verdadero Dios.[2106] El erudito Eusebio atribuye la fe de Constantinopla a la señal milagrosa que se desplegó por el cielo (año 312), mientras estaba planeando y disponiendo su expedición a Italia.[2107] El historiador Zósimo afirma solapadamente que el emperador se había manchado las manos con la sangre de su primogénito antes de renegar públicamente (año 326) de los dioses de Roma y de sus antepasados.[2108] La perplejidad producida por la diversidad de fuentes deriva de la conducta del mismo Constantino. De acuerdo con el rigor del discurso eclesiástico, el primero de los emperadores cristianos no mereció este epíteto hasta el trance de su muerte, puesto que fue durante su última enfermedad cuando recibió, como catecúmeno, la imposición de manos[2109] (año 337) y luego, con los ritos bautismales, fue admitido entre los fieles.[2110] El cristianismo de Constantino se corresponde con otro concepto más vago y deslindado, y se requiere una esmerada exactitud para ir escudriñando los lentos y casi imperceptibles pasos por los cuales el monarca se declaró protector y, luego, prosélito de la Iglesia. Una ardua tarea fue la de erradicar los hábitos y los prejuicios de su educación para poder así reconocer la potestad divina de Cristo y entender que la verdad de su revelación era incompatible con el culto de los dioses. Los obstáculos que probablemente había experimentado en su propia mente lo ayudaron a proceder cautamente en ese importante cambio de la religión nacional; y así, pausadamente, fue revelando sus nuevas opiniones, hasta que pudo realizarlas y sostenerlas con seguridad. Durante todo su reinado, la oleada del cristianismo fue creciendo con suave, aunque acelerado, movimiento; sin embargo, su dirección general a veces fue frenada y, otras veces, desviada por las circunstancias accidentales de los tiempos y por la prudencia o, quizá, por el capricho del monarca. Los ministros podían manifestar las intenciones de su soberano en un lenguaje más adecuado a sus propios principios,[2111] y él mismo equilibró ingeniosamente los temores y las esperanzas de sus súbditos, publicando en el mismo año (321) dos edictos: el primero imponía la observancia solemne del domingo[2112] y el segundo regulaba las consultas rituales de los arúspices.[2113] Mientras esta revolución tan trascendente permanecía pendiente, cristianos y paganos acechaban la conducta de su soberano con igual ansiedad, pero con sentimientos opuestos. Los primeros, que estaban incitados por su fervor y su vanidad, ponderaban aún más sus favores y exageraban las evidencias de su fe; los otros, hasta que sus fundados recelos terminaron en rencor y desesperación, se esmeraban en ocultar al mundo y a sí mismos que los dioses de Roma ya no podían contar al emperador en el número de sus veneradores. El mismo empeño e idénticos prejuicios han movilizado a los apasionados escritores de la época a conectar la profesión pública del cristianismo con el glorioso o ignominioso reinado de Constantino.
Por más muestras de piedad cristiana que asomasen en sus palabras o acciones, hasta cerca de los cuarenta años Constantino perseveró en la práctica de la religión establecida;[2114] y la misma conducta, que podía adjudicarse al miedo en la corte de Nicomedia, sólo es atribuible a la propensión o a la política del soberano de Galia. Por su generosidad, restableció y enriqueció los templos de los dioses; las medallas acuñadas en la ceca imperial tenían estampadas las figuras, con sus atributos, de Apolo, Marte, Hércules y Júpiter, y su cariño filial reforzó la corte del Olimpo con el solemne endiosamiento de su padre, Constancio.[2115] Sin embargo, la devoción de Constantino se vinculaba peculiarmente al numen del Sol, el Apolo de la mitología griega y romana, y éste fue complacido al ser representado con los símbolos de la luz y de la poesía. Los flechazos certeros de aquel dios, la brillantez de sus ojos, su guirnalda de laureles, su belleza inmortal y sus primorosos realces parecen señalarlo como el patrono del joven héroe. Las ofrendas votivas de Constantino coronaron los altares de Apolo, y se convenció a la muchedumbre crédula de que el emperador estaba contemplando con ojos mortales la majestad visible de su divinidad tutelar y que, despierto o en una visión, él fue bendecido con los prósperos presagios de un reinado largo y victorioso. El Sol fue celebrado universalmente como guía invencible y protector perpetuo de Constantino, y quizá los paganos, fundadamente, esperaban que este dios injuriado acosaría con venganza implacable a su impío y desagradecido favorito.[2116]
Mientras la soberanía de Constantino permanecía ceñida a las provincias de Galia (años 306-312), los súbditos gozaron del amparo de la autoridad y, quizá, de las leyes de un príncipe que dejaba sensatamente a los dioses la responsabilidad de su propio desagravio. Si hemos de dar crédito al mismo Constantino, él fue un indignado espectador de las bárbaras crueldades que los soldados romanos infligieron a unos ciudadanos cuyo único crimen era profesar su religión.[2117] Tanto en Oriente como en Occidente, había estado palpando los diversos resultados de la severidad y de la indulgencia; y como la primera se le hacía aún más odiosa por el ejemplo de Galerio, su enemigo implacable, el consejo y la autoridad de un padre moribundo recomendaron la benignidad. El hijo de Constancio suspendió y revocó inmediatamente los edictos de persecución y concedió la libertad de culto a cuantos ya se habían profesado miembros de la Iglesia. Luego se los alentó a contar con el favor y la justicia de su soberano, quien estaba impresionado por la sincera veneración por el nombre de Cristo y por el Dios de los cristianos.[2118]
Aproximadamente cinco meses después de la conquista de Italia, el emperador hizo una solemne y auténtica declaración de sus opiniones en el célebre Edicto de Milán (año 313), que restauró la paz para la Iglesia Católica. En la entrevista personal de los dos príncipes occidentales, Constantino, distinguiéndose en trascendencia y poderío, obtuvo pronta conformidad de Licinio; ya hermanados, detuvieron el ímpetu de Maximino, y, muerto el tirano de Oriente, el Edicto de Milán fue ley vigente y fundamental del mundo romano.[2119] La sabiduría de los emperadores permitió la restitución de todos los derechos civiles y religiosos de los que los cristianos habían sido injustamente privados. Se dispuso que todos los solares del culto y terrenos comunales confiscados se devolviesen a la Iglesia sin contienda, sin demora y sin desembolso; y este mandato terminante fue acompañado con la graciable promesa a los compradores del reintegro por parte del tesoro imperial. El saludable convenio que afianzaba el sosiego venidero a los fieles se fundaba en los principios de una imparcial tolerancia; tal igualdad ha sido interpretada por una secta moderna como una distinción ventajosa y honorífica. Ambos emperadores pregonaron a la faz del mundo que ellos habían otorgado, a los cristianos y a todos los demás, la libre y absoluta potestad de profesar la religión que cada cual elija por parecerle más eminente y provechosa. Explicando esmeradamente las voces dudosas, solucionaron toda excepción y requirieron de los gobernadores de las provincias un puntual cumplimiento del sentido sencillo y verdadero de un edicto encaminado a plantear y afianzar, sin el menor límite, los ensanches de la libertad religiosa. Ambos se dignaron a especificar dos poderosas razones que motivaron la concesión de aquella tolerancia universal: la afectuosa intención de abogar por el sosiego y la felicidad del pueblo, y la esperanza piadosa de que, con tal procedimiento, se enternecía y propiciaba a la Deidad cuyo solio está en el Cielo. Reconocieron agradecidamente las abundantes pruebas que habían recibido como señales del favor divino, y confiaban en que la misma Providencia siempre seguiría amparando la prosperidad de los príncipes y del pueblo. De estas expresiones vagas y generales de religiosidad pueden inferirse tres supuestos de distinto tipo, pero no incompatibles. El ánimo de Constantino estaba fluctuando entre la religión pagana y la cristiana. Según la amplitud y avenencia de ideas del politeísmo, el emperador pudo reconocer al Dios de los cristianos como una de las muchas divinidades que componían el congreso celestial o, tal vez, se atuvo a la filosófica y agradable consideración de que, en medio de tal variedad de nombres, ritos y opiniones, todas las sectas y todas las naciones humanas se aunarían para adorar al Padre común y Creador del universo.[2120]
Sin embargo, las disposiciones de los príncipes suelen estar más influenciadas por ventajas temporales que por verdades recónditas y especulativas. Todo el favoritismo que obtuvieron los cristianos de Constantino estaba fundado en el aprecio que se ganaban por su moralidad y en el concepto de que la propagación del Evangelio inculcaría las virtudes públicas y privadas. Por más amplitud que un monarca intente disfrutar en su peculiar desempeño, por más que se empeñe en soltar la rienda a sus impulsos, innegablemente su interés consiste en que todos los súbditos respeten las obligaciones naturales y civiles de la sociedad. Las leyes más atinadas surten escaso y trivial efecto; suelen infundir poquísimas virtudes y enfrenar aún menos vicios; no alcanzan a vedar lo que desaprueban ni a castigar los deslices que prohíben. Los legisladores antiguos acudieron, entonces, a la ayuda de la educación y del sentir general, pero los principios en los que alguna vez estribaba la fuerza nacional de Esparta y de Roma estaban desarticulados en un Imperio decaído y despótico. La filosofía todavía ejercitaba halagüeñamente la mente humana, pero la virtud contaba con el frágil apoyo de la superstición pagana. En medio de circunstancias tan desalentadoras, el prudente magistrado quizá se haya complacido con el auge de una religión que difundía entre el pueblo un sistema de moral pura, entrañable y generalizada, adaptado a todo deber y a toda situación de la vida, recomendado como el hacer y el razonar de la Deidad suprema, e impuesto con el móvil de recompensas y castigos sempiternos. La experiencia de la historia griega y romana no podía informar al mundo que el sistema de valores y costumbres nacionales quizá sea reformado o mejorado por los preceptos de una revelación divina, y Constantino escuchó con algún fundamento las aseveraciones halagüeñas y racionales de Lactancio. Al parecer, el elocuente panegirista esperaba —y casi se apresuró a prometer— que el establecimiento del cristianismo restituiría la inocencia y la bienaventuranza primitivas; que el culto del verdadero Dios expelería la guerra y las desavenencias entre cuantos se considerasen como parte de una prole con un mismo Padre; que todo ímpetu rebelde y todo anhelo impuro quedarían refrenados con el conocimiento del Evangelio, y que, desde luego, podía envainar la espada de la justicia en un pueblo imbuido en afectos de pureza y de religiosidad, de justicia y de moderación, de armonía cariñosa y universal.[2121]
Para un monarca absoluto, la obediencia pasiva y mansa que se doblega al yugo de la autoridad e, incluso, de la servidumbre descollaba como la más esclarecida y provechosa de todas las virtudes evangélicas.[2122] Para los antiguos cristianos, la institución del gobierno civil no derivaba del consentimiento del pueblo, sino que provenía del Cielo. El emperador reinante, aunque había usurpado el cetro por medio de la traición y el asesinato, asumió inmediatamente el carácter sagrado de representante de Dios. Sólo a la divinidad le correspondía juzgarlo por el abuso de su poder, y los súbditos quedaron indisolublemente sometidos por el juramento de fidelidad a un tirano que había violado todas las leyes naturales y civiles. El humilde cristiano fue mandado en todo el mundo como oveja entre lobos y, como no se les permitía usar la fuerza ni en defensa de su religión, si derramaban la sangre de algunos conciudadanos por vanos privilegios o por las torpes posesiones de esta vida pasajera, se constituían en criminales al extremo. Fieles a la doctrina del apóstol que, durante el reinado de Nerón, predicaba la sumisión incondicional, los cristianos de los tres primeros siglos conservaron su conciencia pura e inocente respecto del delito de secreta conspiración o de manifiesta rebelión. Mientras fueron acosados con la persecución, jamás se rebelaron hasta el punto de oponerse hostilmente a sus tiranos ni de alejarse despechadamente hasta los parajes más remotos del orbe.[2123] Los protestantes de Francia, Alemania y Britania, que tan denodada y tenazmente sostuvieron su independencia civil y religiosa, han sido humillados al compararse su conducta con la de aquellos antiguos cristianos.[2124] Quizás, el atinado sistema de nuestros antepasados merezca alabanzas, en vez de censura; ellos estaban convencidos de que no le correspondía a la religión abolir los fueros inalienables de la naturaleza humana.[2125] Tal vez, la resignación de la antigua Iglesia pueda ser atribuida a su debilidad y a su virtud. Una secta de plebeyos inexpertos, sin armas, líderes ni fortalezas, seguramente hubiese sido destruida al oponerse temeraria e infructuosamente al dueño de las legiones romanas; pero los cristianos, para amansar la ira de Diocleciano y merecer el favor de Constantino, podían alegar, con verdad y confianza, que durante tres siglos, siguiendo su principio asentado en la obediencia pasiva, su conducta fue pacífica y absolutamente invariable. Tal vez, ellos hayan añadido que el trono de los emperadores se establecería sobre una base firme y permanente si los súbditos, abrazando la doctrina cristiana, se atuviesen al sistema de sufrimiento y obediencia.
La Providencia acordó que príncipes y tiranos se considerasen como ministros del Cielo, destinados a gobernar o castigar a las naciones de la Tierra; pero la historia sagrada muestra varios y esclarecidos ejemplos de intervención más inmediata de la Divinidad en el gobierno de su pueblo escogido. Moisés, Josué, Gedeón, David y los macabeos empuñaron cetro y espada; sus heroicas virtudes fueron causa o efecto del favor divino y, con el éxito de sus armamentos, lograron la liberación o el triunfo de la Iglesia. Si los jueces de Israel fueron magistrados eventuales, los reyes de Judea, ungidos ritualmente como sus excelsos antepasados, disfrutaban de un derecho hereditario e irrevocable que no podía ser perdido por sus propios vicios ni por la voluntad de los súbditos. La misma extraordinaria Providencia, que ya no se ceñía al pueblo judío, pudo encumbrar a Constantino y a su familia al protectorado del mundo cristiano, y el devoto Lactancio pregonó proféticamente las glorias venideras de un reinado tan largo como universal.[2126] Galerio, Maximino, Majencio y Licinio fueron los rivales que compitieron con el predilecto del Cielo en la posesión del Imperio. El trágico destino de Galerio y Maximino satisfizo el resentimiento y colmó las esperanzas de los cristianos. El éxito de Constantino contra Majencio y Licinio removió a los dos formidables antagonistas que todavía se oponían al triunfo del segundo David, cuya causa, al parecer, requería la peculiar intervención de la Providencia. El carácter del tirano Licinio ofendía la púrpura y la naturaleza humana y, por más que los cristianos disfrutasen de su ligero favoritismo, vivían siempre expuestos, como los demás súbditos, a los efectos de su desatinada crueldad. La conducta de Licinio pronto reveló que éste había aceptado con fastidio las sensatas y humanas disposiciones del Edicto de Milán. Vedó la convocatoria de concilios provinciales en sus dominios; afrentosamente despidió a sus oficiales cristianos y, aunque evitó el yerro o el peligro de una persecución general, sus parciales opresiones fueron más horrorosas porque implicaron la infracción de un compromiso voluntario y solemne.[2127] Mientras Oriente, según la expresión aguda de Eusebio, yacía en la lobreguez de las tinieblas infernales, las ráfagas halagüeñas de la lumbre celestial bañaban y esclarecían las provincias de Occidente. La religiosidad de Constantino era una prueba irreprochable de la justicia de sus armas, y el uso de su victoria corroboró el concepto de los cristianos de que su héroe marchaba inspirado y conducido por el Señor de los Ejércitos. La conquista de Italia acarreó un edicto general de tolerancia (año 324) y, con la derrota de Licinio, Constantino obtuvo el dominio del mundo romano. Inmediatamente, por medio de cartas circulares, exhortó a todos los súbditos para que siguiesen sin demora su ejemplo y abrazasen las verdades divinas del cristianismo.[2128]
Creyendo que el ensalzamiento de Constantino se relacionaba con los intentos de la Providencia, los cristianos abrazaron dos opiniones que, por diversos rumbos, condujeron al cumplimiento de la profecía. La lealtad condujo las acciones de los hombres, quienes esperaban seguramente que tan pujante esfuerzo fuese recompensado con alguna ayuda divina y milagrosa. Los enemigos de Constantino pensaban que la alianza con la Iglesia católica respondía a motivos interesados, ya que contribuyó aparentemente al logro de la ambición del emperador. A principios del siglo IV, la cantidad de cristianos era desproporcionada respecto del total de habitantes del Imperio; de modo irresponsable, el pueblo miraba el cambio de dueños con el despego de esclavos; el brío y la hermandad de una religión quizá puedan ayudar al líder popular, en cuyo servicio, a impulsos de su conciencia, cifraba su vida y sus haberes.[2129] El ejemplo de su padre le enseñó a Constantino a apreciar y premiar a los cristianos, y, en el reparto de los destinos públicos, robusteció ventajosamente su gobierno con ministros y generales en cuya lealtad firme podía fundar su confianza. Por la influencia de estos misioneros condecorados, los allegados a la nueva secta se multiplicaron en la corte y en el ejército; los bárbaros de Germania que llenaban las filas de las legiones seguían, indiferentes y sin reparos, la religión del caudillo, y se supone que un gran número de los soldados, al pasar los Alpes, ya había consagrado sus espadas al servicio de Cristo y de Constantino.[2130] Los hábitos y los intereses religiosos de las personas fueron reduciendo sucesivamente el horror de la guerra y el derramamiento de sangre, que prevaleció por largo tiempo entre los cristianos; y en los concilios reunidos bajo la graciable protección de Constantino, se acudía oportunamente a la autoridad de los obispos para que ratificasen el juramento militar y aplicasen la pena de excomunión al soldado que tomara sus armas cuando estaba la Iglesia en paz.[2131] Mientras Constantino fomentaba en sus dominios el aumento y la ambición de sus allegados leales, contaba con el apoyo de una facción poderosa en esas provincias que aún poseían o usurpaban sus rivales. Cierta enemistad secreta se propagó entre los cristianos súbditos de Licinio y de Majencio; y el resentimiento que el primero no trató de ocultar sirvió al interés de su rival. La correspondencia incesante que hermanaba a los obispos de las provincias más distantes les daba espacio para comunicar sus anhelos y sus intentos, para notificar avisos trascendentes e, incluso, para incrementar contribuciones religiosas al servicio de Constantino, quien declaró públicamente que había tomado las armas para la liberación de la Iglesia.[2132]
El entusiasmo que inspiró a las tropas y, quizás, al mismo emperador afilaba los aceros mientras halagaba las conciencias. Marcharon al combate con la confianza de que el mismo Dios, que franqueó el tránsito del Jordán a los israelitas y que volcó las murallas de Jericó al eco de los clarines de Josué, descollaría con su majestad y señorío en la victoria de Constantino. El testimonio de la historia eclesiástica afirma que sus esperanzas fueron justificadas por el milagro visible de la conversión del primer emperador al cristianismo. La causa, efectiva o soñada, de tan grandioso acontecimiento merece y demanda la atención de la posteridad; por mi parte, me esmeraré en justipreciar la ponderada visión de Constantino, considerando separadamente el estandarte, el sueño y el signo celeste, y deslindando la parte histórica, la natural y la maravillosa de esta historia tan extraordinaria que, al conformar un argumento falaz, se ha armado ingeniosamente como un conjunto vidrioso y relumbrante.
I) A todo ciudadano de Roma le horrorizaba aquel instrumento dedicado al tormento de esclavos y extranjeros: la cruz era un objeto que inseparablemente traía consigo la aprensión de castigo, delito y afrenta.[2133] A causa de su religiosidad, más que de su humanidad, Constantino abolió en sus dominios la pena que el Salvador del mundo se dignó a padecer;[2134] el emperador estaba acostumbrado a desechar los prejuicios de su educación y los de su pueblo: podía ensalzar en medio de Roma su propia estatua con una cruz en la diestra y con un rótulo en el que la victoria de sus armas y el rescate de Roma se vinculaban a la virtud de aquel signo que se constituía como símbolo innegable de la fuerza y el coraje.[2135]
El mismo emblema santificaba las armas de los soldados de Constantino; centelleaba la cruz esculpida en los morriones, estampada en los escudos y entretejida en las banderas; los ornamentos del emperador también estaban simbolizados y se destacaban sólo por la riqueza de los materiales y el primor de la hechura.[2136] El estandarte principal que enarbolaba el triunfo de la cruz se llamó labarum, término oscuro en cuanto a su origen,[2137] aunque célebre, que infundadamente ha tenido derivación en casi todos los idiomas del mundo. El lábaro fue descrito[2138] como una larga asta con un travesaño del cual pendía un velo de seda esmeradamente adornado con las estampas del monarca reinante y de su prole. En la cima del asta, se sostenía una corona de oro con un misterioso monograma que mostraba la forma de la cruz y, al mismo tiempo, las iniciales del nombre de Cristo.[2139] La seguridad del lábaro estuvo a cargo de cincuenta guardias de experimentado valor y lealtad, que disfrutaban de condecoraciones y sobresueldos; y, por algún venturoso evento, se expandió la opinión de que, mientras la guardia del lábaro estuviese desempeñando sus funciones, éste permanecería seguro e invulnerable en medio de los flechazos enemigos. En la segunda guerra civil, Licinio temió y experimentó el efecto de esta bandera sagrada, que, al ser vista por los soldados de Constantino durante la batalla, los alentaba con un entusiasmo incontrastable, mientras acobardaba y aterraba a las filas contrarias.[2140] Los emperadores cristianos, que respetaban el ejemplo de Constantino, flameaban el estandarte de la cruz en todas sus expediciones militares; pero cuando los corrompidos sucesores de Teodosio dejaron de capitanear personalmente sus huestes, el lábaro fue depositado, como reliquia inútil, aunque sacrosanta, en el palacio de Constantinopla.[2141] Sus honores aún se conservan en las medallas de los Flavios, cuya agradecida devoción facilitó la colocación del monograma de Cristo en las insignias de Roma. Los solemnes títulos de «salvación de la República», «gloria del ejército» y «restablecimiento de la felicidad pública» se aplicaban tanto a los trofeos religiosos como a los militares; y aún se conserva una medalla del emperador Constancio en la que aparece el estandarte del lábaro junto a estas memorables palabras: «Vencerás por este signo».[2142]
II) En todo conflicto, la práctica de los antiguos cristianos fue fortalecer el cuerpo y el ánimo con la señal de la cruz, que también hacían en todos los ritos eclesiásticos y en las continuas ocurrencias de la vida como protección infalible contra todo daño temporal o espiritual.[2143] La autoridad de la Iglesia bastaba para justificar la devoción de Constantino, quien, racional y gradualmente, fue reconociendo la verdad y adoptando el símbolo del cristianismo. Sin embargo, el testimonio de un escritor contemporáneo, que en un tratado ha desagraviado la causa de la religión, ensalza la religiosidad del emperador con más augustos atributos. Afirma, con la más cabal confianza, que en la noche anterior a la última batalla con Majencio, Constantino recibió en sueños el aviso de rotular los escudos de sus soldados con el signo celestial de Dios, el sagrado monograma del nombre de Cristo; según el escritor, Constantino cumplió el mandato del Cielo, y su valentía y obediencia fueron premiadas con la victoria decisiva del puente Milvio. Algunas consideraciones quizá sean sospechosas para una mente escéptica, que desconfiaría del tino o de la veracidad de un retórico cuya pluma, por fervor o por interés, estaba vinculada a la causa del bando ya dominante.[2144] Parece que, luego de tres años de la victoria romana en Nicomedia, este escritor publicó Sobre la muerte de los perseguidores; pero la distancia en tiempo y espacio tal vez haya abierto el campo a la inventiva de los declamadores, a la credulidad de su bando y a la aprobación tácita del mismo emperador, quien pudo muy bien oír sin desconcierto un relato maravilloso que encumbraba su nombradía y celebraba sus intentos. El mismo autor relató una visión similar, pero esta vez a favor de Licinio, que aún estaba disimulando su antipatía hacia los cristianos: un ángel le comunicó el mensaje bajo la forma de plegaria y lo extendió por todo el ejército antes de trabar batalla con las legiones del tirano Maximino. La repetida mención de milagros sirve para despejar la racionalidad de la gente, cuando no la avasalla;[2145] pero, examinando detalladamente, el sueño de Constantino puede ser explicado por la política o por el entusiasmo del emperador. Con la zozobra del próximo día, en el que se iba a decidir la suerte del Imperio, un breve embeleso le sobrevino; se le apareció la forma de Cristo y el símbolo de su religión, encendiendo la fogosa fantasía de un príncipe que reverenciaba el nombre del dios de los cristianos y que, tal vez, haya implorado por su poder secretamente. Como un estadista consumado que apela a una de sus estratagemas militares, así realiza el engaño religioso, del que también se valieron, con éxito y maña, Filipo y Sertorio.[2146] Las naciones de la Antigüedad admitieron el origen sobrenatural de los sueños, y una porción considerable del ejército galo estuvo dispuesta a colocar su confianza en el signo benéfico de la religión cristiana. La secreta visión de Constantino sólo podía ser refutada por el acontecer, y el héroe valeroso que tramontó los Alpes y los Apeninos tal vez haya considerado, con ofuscada desesperación, las consecuencias de una derrota bajo las murallas de Roma. El Senado y el pueblo, regocijándose con el rescate de una odiosa tiranía, consideraron la victoria de Constantino como superior a los alcances humanos, sin propasarse a insinuar que había sido obra de los dioses. El arco triunfal, alzado tres años después del hecho, pregona, en términos ambiguos, que, por la grandiosidad de su numen y por instinto o impulso divino, Constantino había salvado y desagraviado a la República romana.[2147] El orador pagano que más tempranamente se esforzó en enaltecer las señales del vencedor dio por supuesto que sólo él estaba íntima y secretamente relacionado con el Ser Supremo que delegaba el cuidado de los mortales a las deidades subalternas; esto lo lleva a dar una razón plausible de por qué los súbditos de Constantino no debían profesar la nueva religión de su soberano.[2148]
III) El filósofo que se detiene a examinar con sosegada desconfianza sueños, agüeros, milagros y portentos en la historia profana e, incluso, en la eclesiástica, quizá, se cerciora de que, si los circunstantes fueron engañados con el fraude, la farsa suele mofarse mucho más de los lectores. Todo acontecimiento, apariencia o peripecia que se descamina del rumbo corriente de la naturaleza se ha atribuido temerariamente a la intervención ejecutiva de la divinidad, y la fantasía de la atónita muchedumbre dio cuerpo, color, habla y movimiento a los fugaces y extraños meteoros de la atmósfera.[2149] Nazario y Eusebio son los oradores más célebres que se han ocupado, en sus esmerados panegíricos, de ensalzar la gloria de Constantino. A los nueve años de la victoria romana (año 321), Nazario describe una hueste de guerreros sobrehumanos[2150] que, al parecer, descendía del firmamento; puntualiza su hermosura, su brío, su hechura agigantada, las ráfagas de resplandor que emitían sus armaduras celestes, su cortesía al dejarse ver y oír por los mortales, y el mensaje de que eran enviados y que volaban en auxilio del gran Constantino. Para garantizar el portento, el orador apela a toda la nación gala, en cuya presencia estaba hablando, y se muestra esperanzado de que las apariciones antiguas[2151] han de ser creídas con aquel reciente y público acontecimiento. La fábula cristiana de Eusebio —que pudo surgir, luego de veintiséis años, del sueño mencionado (año 338)— es más fina y primorosa. Cuenta que, en una de sus marchas, Constantino contempló, sobre el sol del meridiano, el trofeo esclarecido de la cruz rotulado con las palabras: «Por esto vencerás». Tal objeto en el cielo asombró al ejército y al mismo emperador, quien aún estaba indeciso sobre su religión; pero la sorpresa redundó en fe con el sueño de la noche siguiente. Se le apareció Jesucristo enarbolando el mismo signo de la cruz; le encargó a Constantino disponer un estandarte igual y marchar engreídamente a la victoria contra Majencio y todos sus enemigos.[2152] El docto obispo de Cesárea se encargó de que esta maravilla recién descubierta causara alguna extrañeza y desconfianza, incluso entre sus lectores más piadosos. Sin embargo, en vez de deslindar terminantemente las circunstancias de tiempo y lugar —que son siempre las que revelan la falsedad o las que establecen la certidumbre—,[2153] en vez de recoger esmeradamente el testimonio de aquellos que, aun estando vivos, presenciaron el asombroso milagro,[2154] Eusebio se contenta con alegar una singular declaración: la del mismo Constantino ya difunto, quien, muchos años después del acontecimiento, en la libertad de una conversación, había hecho referencia a tan extraordinario suceso, afianzando su veracidad por medio de un solemne juramento. La prudencia y el agradecimiento del sabio prelado le impidieron sospechar del testimonio de su victorioso soberano, pero manifiesta sin disimulo que, sobre un hecho de aquella clase, se hubiese negado a ratificar a una autoridad inferior. Este motivo de creencia no podría sobrevivir al poder de los Flavios; y el signo celeste, que los infieles luego deshonraron,[2155] fue desentendido por los cristianos de la época siguiente a la conversión de Constantino.[2156] No obstante, la Iglesia católica, tanto en Oriente como en Occidente, estuvo dispuesta a acoger un portento que favorecía, o al menos parecía hacerlo, el culto popular de la cruz. La visión de Constantino descolló en las leyendas de la superstición, hasta que la valiente y perspicaz crítica osó desestimar el triunfo y señalar la falta de veracidad del primer emperador cristiano.[2157]
Los críticos y reflexivos lectores de nuestro tiempo se inclinarán a creer que, al referir su propia conversión, Constantino juró solemnemente para comprobar una falsedad premeditada; considerarán sin reparo que, en la elección de una religión, su albedrío obró a impulsos del interés y que —según la expresión de un poeta profano—[2158] se valió de la Iglesia como si fuera una gradería adecuada para entronizarse sobre el Imperio. Sin embargo, esta terminante y violenta conclusión no concuerda con la naturaleza humana de Constantino ni con la de la cristiandad. En época de fervor religioso, se observa que hasta los estadistas más atinados están abrigando el mismo entusiasmo que infunden a los demás, y hasta los más ortodoxos santos asumen el peligroso privilegio de abogar por la verdad con las armas de la falsedad y del engaño. El interés personal suele ser la norma de nuestra creencia y de nuestros pasos, y los motivos de ventaja temporal que pudieron encarrilar la conducta pública de Constantino dispondrían imperceptiblemente su ánimo a abrazar una religión tan favorable a sus logros y su nombradía. Su vanidad fue satisfecha con la lisonjera certeza de que él era el escogido por el Cielo para reinar sobre la Tierra: éxito que justificaba sus títulos divinos para el solio, fundados especialmente en la verdad de la revelación cristiana. A veces, aplausos desmerecidos suelen descubrir virtudes verdaderas, y la simulada religiosidad de Constantino, si al principio era meramente fingida, al impulso de alabanza, hábito y ejemplo, terminó en fe veraz y devoción ferviente. Los obispos y los doctores de la nueva secta, cuyas ropas y modales desmerecían toda residencia palaciega, solían sentarse a la mesa imperial y acompañar al monarca en sus expediciones; y uno de ellos, egipcio o español,[2159] consiguió tal influencia sobre sus pensamientos que los paganos la atribuían a los efectos de la magia.[2160] Lactancio, que engalanó los mandatos del Evangelio con elocuencia ciceroniana,[2161] y Eusebio, que dedicó la erudición y la filosofía de los griegos al servicio de la religión,[2162] llegaron a merecer la confianza e, incluso, un trato familiar de su soberano. Aquellos maestros de la argumentación aguardaban los ratos propicios para la persuasión y otorgaban al príncipe los argumentos más apropiados a su carácter y comprensión. Por más ventajas que la adquisición de un catecúmeno imperial pudiera implicar, éstas se obtenían más de la brillantez de la púrpura que de la superioridad de virtud o sabiduría sobre los millares de súbditos que habían abrazado la doctrina cristiana. No parece increíble que el entendimiento de un soldado ignorante se rindiese ante la evidencia que luego avasalló la razón de un Grocio, un Pascal o un Locke. En medio de las incesantes tareas de tan sublime cargo, aquel soldado solía dedicar las horas de la noche, o lo aparentaba, a leer atentamente las Escrituras y a componer discursos teológicos que, luego, pronunciaba en presencia de un auditorio abundante y adulador. En uno de estos extensos discursos, que aún conservamos, el predicador imperial se explaya sobre las diversas pruebas de la religión, pero insiste complacidamente en los versos sibilinos[2163] y en la cuarta égloga de Virgilio.[2164] Cuarenta años antes del nacimiento de Cristo, el poeta mantuano, inspirado por la musa celestial de Isaías y con todo el esplendor de las metáforas orientales, entonó el regreso de la Virgen, la caída de la serpiente, el futuro alumbramiento de un niño sobrehumano, descendiente del gran Júpiter, que purgaría los delitos del linaje terrestre y gobernaría el pacífico universo con las virtudes del padre; también hizo referencia al ascenso y la aparición de una familia celestial, a la primitiva nación del mundo entero y al restablecimiento progresivo de la inocencia y bienaventuranza durante la edad de oro. El poeta tal vez desconocía el sentido recóndito y el objeto de aquellas sublimes predicciones que tan indecorosamente se aplicaron al hijo de un cónsul o de un triunviro;[2165] y, si otra interpretación más grandiosa y más fiel a la cuarta égloga contribuyó a la conversión del primer emperador cristiano, Virgilio merece que se lo encumbre con los misioneros más sobresalientes del Evangelio.[2166]
Los terribles misterios de la fe y del culto cristianos se escondían de la vista de extraños e, incluso, de catecúmenos con tan atenta discreción que se estimuló el embeleso y la curiosidad general;[2167] pero aquellas reglas de tirante disciplina, planteadas por los obispos con suma sabiduría, tenían que aplacarse ante un discípulo imperial, a quien era importante atraer al regazo de la Iglesia por medio de leves concesiones; así, Constantino pudo disfrutar de muchas regalías, sin contraer ninguna de las obligaciones de los cristianos. En vez de retirarse de la congregación cuando la voz del diácono despedía a la muchedumbre profana, él oraba con los fieles, disputaba con los obispos, predicaba sobre los asuntos más importantes y complejos de la teología, solemnizaba con ritos sagrados la vigilia de Pascua y se declaraba públicamente no sólo partícipe, sino también sacerdote y hierofante de los misterios cristianos.[2168] El orgullo de Constantino quizás asuma —y por sus servicios la ha merecido— alguna distinción extraordinaria; una severidad intempestiva podría haber descartado los frutos mal sazonados de su conversión y, si las puertas de la Iglesia se hubiesen cerrado a un príncipe que desertaba de las aras de sus dioses, el dueño del Imperio habría quedado excluido de toda forma de culto religioso. En su última visita a Roma, renegó de la superstición de sus antepasados y la insultó al no querer dirigir la procesión militar de la orden ecuestre ni realizar las ofrendas al Júpiter del Capitolio.[2169] Muchos años antes de su bautismo y muerte, Constantino había pregonado al mundo que ni su persona ni su imagen se verían jamás en el recinto de un templo idólatra, y repartió por las provincias una gran variedad de medallas y cuadros, en los que el emperador se aparecía en el ademán humilde y suplicante de la devoción cristiana.[2170]
La indiferencia de Constantino hacia las prerrogativas de un catecúmeno no puede ser explicada ni disculpada fácilmente; pero la demora de su bautismo puede justificarse por las máximas y la práctica de la antigüedad cristiana. El mismo obispo, con asistencia de su clero, administraba constantemente el sacramento del bautismo[2171] en la catedral de su diócesis durante los cincuenta días que median entre la Pascua y el Pentecostés; y este sagrado plazo implicaba una crecida grey de niños y adultos en el regazo de la iglesia. Los obispos antiguos sabiamente solían aplazar el bautismo de los niños hasta que éstos pudieran alcanzar las obligaciones que con él contraían; eran tan rigurosos que requerían de los recién convertidos un noviciado de dos o tres años, y estos últimos, por motivos temporales o espirituales, se mostraron lo suficientemente juiciosos como para manifestar impaciencia por asumir el carácter de cristianos iniciados y perfectos. Se suponía que el sacramento del bautismo expurgaba todo pecado y, así, el alma era restaurada a su pureza original y se hacía merecedora de la promesa de la salvación perpetua. Entre los discípulos del cristianismo, muchos consideraban imprudente precipitar un rito saludable que no admitía repetición, y malograr un privilegio inestimable que no podía ser recuperado. Con la demora del bautismo, las pasiones de este mundo se podían satisfacer libremente, mientras se retenía en las manos los medios de una absolución segura y fácil.[2172] La teoría sublime del Evangelio había impresionado débilmente el pecho de Constantino; pero no sucedía lo mismo con su entendimiento. Continuó con su ambición por los senderos lóbregos y sangrientos de la política y de la guerra, y después de la victoria se arrojó descomedidamente a los abusos de su prepotencia. Durante su madurez, en vez de mostrarse superior al imperfecto heroísmo y a la profana filosofía de Trajano y de los Antoninos, Constantino perdió la reputación que había ganado en la mocedad. Mientras iba progresando en el conocimiento de la verdad, menguaba más y más en la práctica de la virtud; y el año en el que convocó al Concilio de Nicea quedó mancillado con la ejecución o, más bien, el asesinato de su primogénito. Basta la fecha para refutar los torpes y maliciosos apuntes de Zósimo,[2173] quien afirma que, muerto Crispo, el padre, por remordimiento, aceptó de los ministros cristianos el perdón que no podía alcanzar de los sacerdotes paganos. En la época de la muerte de Crispo, el emperador ya no podía vacilar sobre la elección de una religión; no ignoraba que la Iglesia poseía un remedio infalible, pero fue dilatando su aplicación hasta que los asomos de la muerte alejaron la tentación y el peligro de la reincidencia. Los obispos que entonces convocó al palacio de Nicomedia quedaron conmovidos por el fervor con que demandó y recibió el sacramento del bautismo, por la promesa solemne de que, durante el resto de su vida, sería digno de un discípulo de Cristo y por su propósito de renunciar a la púrpura imperial luego de llevar las ropas blancas del inocente. El ejemplo y la nombradía de Constantino autorizaron, al parecer, la demora del bautismo.[2174] Los posteriores tiranos creyeron confiadamente que toda la sangre inocente que pudieran derramar en un largo reinado quedaba lavada con el agua de la regeneración; y el abuso de la religión fue socavando, de modo peligroso, el cimiento de la moralidad.
La gratitud de la Iglesia ha ido exaltando las virtudes y dispensando los deslices de Constantino, generoso protector que colocó el cristianismo en el solio del mundo romano; y los griegos, que celebraban la festividad del santo imperial, rara vez lo nombran sin añadir el título de «igual a los apóstoles»;[2175] parangón que, refiriéndose al carácter de aquellos misioneros divinos, debe adjudicarse a la extravagancia de una impía lisonja. No obstante, si el cotejo se limita a la extensión y la cantidad de sus victorias evangélicas, quizás el éxito de Constantino se iguale al de los mismos apóstoles. Con sus edictos de tolerancia abrió el campo de la maleza que entorpecía los progresos del cristianismo, y sus crecidos y eficaces ministros recibieron el permiso, como grata responsabilidad, para predicar las verdades saludables de la revelación con los argumentos que sirvan para impresionar el ánimo y la religiosidad de la gente. Momentáneamente se mantuvo el esmerado equilibrio de ambas religiones; luego, la vista perspicaz de la ambición y de la codicia fue descubriendo que la profesión del cristianismo podía contribuir a fomentar los intereses tanto de la vida actual como de la venidera.[2176] La esperanza de honores y riquezas, el ejemplo de un emperador, sus exhortos y su sonrisa irresistible convencían a la venal y rendida grey palaciega. Las ciudades que intentaban sobresalir derribaron voluntariamente sus templos, lo que las hacía merecedoras de distinciones municipales y del galardón de donativos populares; y la nueva capital de Oriente, al no haberse profanado nunca con el culto de los ídolos, se jactaba de su singular ventaja.[2177] Como casi siempre las clases más bajas suelen ser imitadoras, la muchedumbre de súbditos se convirtió al cristianismo siguiendo a los que poseyeron eminencia por su nacimiento, su poder o sus riquezas.[2178] La salvación de la plebe se compró sin dificultad y a bajo costo si es cierto que en un solo año se bautizaron hasta doce mil en Roma, sin contar mujeres ni niños, y que se prometieron veinte piezas de oro junto al vestido blanco de todo converso.[2179] La influencia poderosa de Constantino no se limitó al corto plazo de su vida ni al ámbito de sus dominios. La educación que concedió a sus hijos y sobrinos le aseguraba el Imperio a una casta de príncipes cuya fe era más ardiente y entrañable, ya que durante su niñez se impregnaron del espíritu o, al menos, de la doctrina del cristianismo. La guerra y el comercio habían esparcido el conocimiento del Evangelio más allá de los límites de las provincias romanas; y los bárbaros, que habían desdeñado a una secta humilde y proscrita, pronto aprendieron a estimar una religión que recientemente había sido abrazada por el monarca más glorioso y por la nación más civilizada del globo.[2180] Los godos y los germanos que se alistaron bajo los estandartes de Roma reverenciaban la cruz centellante enarbolada al frente de las legiones, y sus paisanos bravíos recibieron, al mismo tiempo, lecciones de fe y de humanidad. Los reyes de Iberia y de Armenia adoraron al Dios de su protector. Luego, sus súbditos, que invariablemente habían seguido mereciendo el nombre de cristianos, entablaron una alianza sagrada y perpetua con sus hermanos de Roma. Se sospechó que, en tiempos de guerra, los cristianos de Persia anteponían su religión a su patria; pero, cuando reinó la paz entre ambos imperios, el afán perseguidor de los magos fue refrenado eficazmente por la mediación de Constantino.[2181] Las ráfagas del Evangelio iluminaron las costas de India; y, aunque las colonias de judíos internadas en Arabia y Etiopía[2182] se oponían a los adelantos del cristianismo, los conocimientos previos sobre la revelación mosaica facilitaron la tarea de los misioneros; y Abisinia aún hoy venera la memoria de Frumencio, quien en tiempo de Constantino consagró su vida a la conversión de aquellas recónditas regiones. Bajo el reinado de su hijo Constancio, Teófilo,[2183] de origen indio, fue revestido con el carácter de embajador y, al mismo tiempo, de obispo. Embarcándose en el mar Rojo con doscientos caballos castizos de Capadocia —enviados por el emperador al príncipe de los sabeos u homeritas— y llevando varios obsequios primorosos para asombrar y halagar a los bárbaros, empleó algunos años en visitar pastoralmente las iglesias de la tórrida zona.[2184]
El poder irresistible de los emperadores romanos se demostró en el importante y peligroso cambio de la religión nacional. Los paganos enmudecieron ante el terror de la prepotencia militar, y cabía esperar que la sumisión placentera del clero y del pueblo cristianos fuera el fruto de la conciencia y del agradecimiento. Desde hacía tiempo, se había establecido como máxima fundamental de la constitución romana que todas las clases de ciudadanos estaban igualmente subordinadas a las leyes y que el cuidado de la religión era derecho y deber del magistrado civil. Constantino y sus sucesores no podían considerar que su conversión implicase la pérdida de algunas de sus prerrogativas imperiales ni que fueran incapaces de reglamentar una religión que profesaban y apadrinaban. Por lo tanto, los emperadores siguieron ejerciendo su jurisdicción suprema (años 312-438) sobre la orden eclesiástica; el libro XVI del Código Teodosiano manifiesta en varios de sus títulos la autoridad que asumieron en el gobierno de la Iglesia católica.
No obstante, la distinción entre la potestad temporal y la espiritual,[2185] que nunca fue posible en el espíritu libre de Grecia y Roma, se introdujo y fue confirmada con el establecimiento legal del cristianismo. El cargo de sumo pontífice, que desde Numa hasta Augusto siempre había sido desempeñado por alguno de los senadores más eminentes, quedó por fin fusionado a la dignidad imperial. Siempre que la superstición o la política lo requerían, el primer magistrado del Estado desempeñaba él mismo las funciones sacerdotales;[2186] ni en Roma ni en las provincias se encontraba algún sacerdote que se animara a presumir del carácter más sagrado entre los hombres o la comunicación más íntima con los dioses. Sin embargo, en la Iglesia cristiana —que fía el servicio del altar a una sucesión inagotable de ministros consagrados—, el monarca, cuya jerarquía espiritual es menos honorable que la del ínfimo diácono, se sentaba detrás de las verjas del santuario, confundiéndose con la muchedumbre de los fieles.[2187] Tal vez, el emperador fuera saludado como padre de su pueblo; pero tenía que doblegarse con acatamiento filial ante los sacerdotes de la Iglesia, y los mismos miramientos que dedicó Constantino a santos y confesores fueron exigidos luego por la orgullosa orden episcopal.[2188] Un conflicto secreto entre la jurisdicción civil y la eclesiástica entorpecía los pasos del gobierno romano, y un piadoso emperador se hubiese sobresaltado por la culpa y el peligro de tocar el arca del testamento. La separación de individuos en dos clases, religiosos y laicos, fue común en varias naciones antiguas, y los sacerdotes de India, Persia, Asiria, Judea, Etiopía y Egipto vinculaban a su origen celestial el poderío temporal y cuantos bienes habían acaudalado. Estas veneradas instituciones lentamente se habían ido asemejando a las costumbres y el gobierno de sus respectivos países;[2189] pero la contraposición e, incluso, el menosprecio a la potestad civil permitieron consolidar la disciplina de la antigua Iglesia. Los cristianos estaban obligados a nombrar a sus propios magistrados para recoger y distribuir sus propias rentas y para regular la política interior de su gobierno con un código de leyes ratificadas por el consentimiento del pueblo y la práctica de trescientos años. Cuando Constantino abrazó la fe de los cristianos, al parecer contrajo una alianza perpetua con una sociedad ajena e independiente; y los privilegios concedidos o revalidados por aquel emperador y sus sucesores no se recibían como favores pasajeros de una corte, sino como derechos justos e inalienables de la orden eclesiástica.
La Iglesia católica se regía por la jurisdicción espiritual y legal de mil ochocientos obispos;[2190] de los cuales mil residían en las provincias griegas del Imperio, y ochocientos, en las latinas. La extensión de cada diócesis se había ido precisando de modo variado y accidental, según el esmero y el éxito de los primeros misioneros, los deseos del pueblo y la propagación del Evangelio. Las sillas episcopales abundaban por las orillas del Nilo, la costa de África, Asia proconsular y las provincias meridionales de Italia. Los obispos de Galia, Hispania, Francia y Ponto dominaban ámbitos espaciosos y subdelegaban en dependientes rurales las obligaciones subalternas del cargo pastoral.[2191] Una diócesis cristiana podía abarcar una provincia o ceñirse a una aldea; pero todos los obispos gozaban del mismo e indisoluble carácter, pues relacionaban su potestad y sus privilegios con los de los apóstoles, el pueblo y las leyes. Mientras que la profesión civil y la militar fueron separadas por Constantino, en la Iglesia y en el Estado se estableció un nuevo y perpetuo orden de ministros eclesiásticos, siempre respetables y a veces arriesgados. Una importante reseña de sus funciones y atributos puede vincularse a los siguientes encabezamientos:
I) elección de obispos,
II) ordenamiento del clero,
III) propiedad,
IV) jurisdicción civil,
V) censura espiritual,
VI) ejercicio de la oratoria pública,
VII) privilegio de las asambleas legislativas.
I) La libre elección de obispos se mantuvo largo tiempo después del establecimiento del cristianismo;[2192] y, en la Iglesia, los súbditos de Roma continuaron disfrutando del privilegio —que habían perdido en la república— de nombrar los magistrados a quienes tenían que obedecer. Al fallecimiento de un obispo, el arzobispo expedía a uno de sus dependientes el encargo de gobernar la sede vacante y de disponer, en determinado plazo, la elección venidera. El derecho a votar fue concedido al clero inferior, que era considerado como el más calificado para juzgar el mérito de los candidatos; a los senadores, los nobles, los pudientes y los sujetos eminentes de la ciudad, y luego al pueblo en general, que acudía, el día señalado, en oleadas que provenían de todos los ámbitos de la diócesis[2193] y, a veces, atropellaba con su alborotada vocinglería la razón y las leyes de la disciplina. Estas aclamaciones podían recaer en el más digno —algún antiguo presbítero o santo monje— como en algún laico que se haya distinguido por su afán y religiosidad; pero la silla episcopal, más como dignidad temporal que espiritual, se solicitó fundamentalmente en las grandes y opulentas ciudades del Imperio. Las miras interesadas, las pasiones egoístas y rencorosas, las artimañas encubiertas y alevosas, la corrupción secreta y la violencia manifiesta e, incluso, sangrienta, que mancillaron la libertad de elección en las repúblicas de Grecia y de Roma influyeron con demasiada frecuencia en los nombramientos de los sucesores de los apóstoles. Mientras un candidato se jactaba de los honores de su alcurnia, otro intentaba influir a sus jueces con las delicias de una mesa abundante, y un tercero, más criminal que los demás, ofrecía compartir el botín de la Iglesia con los cómplices de sus sacrílegas esperanzas.[2194] Las leyes civiles y eclesiásticas trataron de excluir al pueblo de actos tan solemnes. Los cánones de la antigua disciplina, especificando varios requisitos episcopales de edad, jerarquía, etcétera, pudieron enfrenar, hasta cierto punto, el caprichoso desvío de los electores. La autoridad de los obispos provinciales, reunidos en la iglesia vacante para consagrar al electo por el pueblo, se interpuso para moderar sus pasiones y corregir sus desaciertos; pues los obispos podían negarle la consagración a un prelado indigno, y el enfurecimiento de los partidos enfrentados a veces prefería su mediación imparcial. La sumisión o la resistencia del clero y del pueblo acarreó, en varios casos, ciertos precedentes que luego se transformaron en leyes positivas y costumbres provinciales;[2195] pero en todas partes se admitió, como máxima fundamental de política religiosa que ningún obispo podía entrometerse en una iglesia católica sin el beneplácito del pueblo. Los emperadores, como celadores del sosiego público y como los primeros ciudadanos de Roma y de Constantinopla, podían manifestar explícitamente su voluntad para la elección de un prelado; pero aquellos monarcas absolutos respetaron la libertad de los nombramientos eclesiásticos y, mientras ellos repartían o retiraban los honores del Estado y de la milicia, consentían en que mil ochocientos magistrados perpetuos recibiesen sus importantísimos cargos del voto libre del pueblo.[2196] En correspondencia con la escrupulosidad de la justicia, tales magistrados no debían desamparar una jerarquía tan honorífica e inapeable; pero la sabiduría de los concilios se esmeró, con mayor o menor éxito, en precisar la residencia y en evitar los traslados de los obispos. En realidad, la disciplina era más severa en Occidente que en Oriente; pero las mismas pasiones que hacían estas disposiciones indispensables frustraban sus resultados, y las reconvenciones que los prelados se lanzaban mutua y airadamente manifiestan su relajación común y su indiscreción recíproca.
II) Los obispos sólo poseyeron la facultad de la generación espiritual, pero este extraordinario privilegio bien podía compensar, hasta cierto punto, el riguroso celibato[2197] que se les imponía como una virtud, un deber y, finalmente, una obligación positiva. Las religiones de la Antigüedad, que plantearon una clase separada de sacerdotes, conformaban familias, tribus o linajes sagrados al servicio perpetuo de los dioses.[2198] Estas instituciones estaban fundadas más para ser poseídas que para ser alcanzadas. La prole de los sacerdotes disfrutaba, engreída e indolentemente, su sagrada herencia, y el fogoso entusiasmo disminuía con los desvelos, los deleites y las lisonjas de la vida corriente. Sin embargo, el santuario cristiano se abría de par en par a todo aspirante a las promesas celestiales o a las posesiones terrestres. La carrera sacerdotal, como la militar o la forense, se ejercía denodadamente por aquellos cuyo carácter y desempeño los habían incitado a abrazar la profesión eclesiástica, o bien por los elegidos de un obispo atinado para engrandecer la gloria y los intereses de la Iglesia.[2199] Los obispos —hasta que la prudencia de las leyes venció el abuso— podían forzar al reacio y amparar al desvalido, y la imposición de manos concedía algunas de las prerrogativas más apreciables de la sociedad civil. Todo el cuerpo del clero católico, quizá más numeroso que el de las legiones, quedó exento, por decisión de los emperadores, de todo servicio público o privado, de cargas municipales, de todo tipo de impuesto o contribución personal, que recayeron como un peso insufrible sobre los demás conciudadanos; y las obligaciones de su profesión sagrada se aceptaron como un desempeño cabal de sus relaciones con la República.[2200] Cada obispo adquirió un derecho absoluto e irrevocable a la obediencia perpetua de su ordenado; el clero de cada iglesia episcopal componía una sociedad formal y permanente, y las catedrales de Constantinopla[2201] y de Cartago establecieron[2202] una peculiar institución de quinientos ministros eclesiásticos. Sus grados[2203] y su número fueron creciendo progresivamente junto con la superstición de los tiempos, que introdujeron en la Iglesia las esplendorosas ceremonias de los templos judíos o paganos. Un cúmulo grandioso de sacerdotes, diáconos, subdiáconos, sacristanes, exorcistas, lectores, cantores y porteros contribuían, desde sus respectivas funciones, a exaltar la pompa y la armonía del culto religioso. La celebridad y los privilegios del clero se extendieron a muchas hermandades piadosas, que devotamente sostenían el solio eclesiástico.[2204] En Alejandría, seiscientos parabolanos visitaban a los enfermos; en Constantinopla, mil cien copiate o sepultureros enterraban a los difuntos, y la muchedumbre de monjes que remontaron el Nilo se extendieron y poblaron todos los ámbitos del mundo cristiano.
III) El Edicto de Milán aseguró la renta y la paz de la Iglesia.[2205] Los cristianos (año 313) no sólo recobraron las fincas confiscadas por las perseguidoras leyes de Diocleciano, sino que obtuvieron un título cabal de las posesiones que habían disfrutado por el consentimiento de los magistrados. Tal vez, al ser el cristianismo la religión del emperador y del Imperio, el clero nacional haya reclamado un mantenimiento honorífico y decoroso. El pago de un impuesto anual podría haber aliviado al pueblo del tributo más opresivo que la superstición impone a sus secuaces; sin embargo, como las necesidades y los gastos de la Iglesia iban creciendo tanto como su prosperidad, las ofrendas de los fieles sostuvieron y enriquecieron el orden eclesiástico. Ocho años después del Edicto de Milán (año 324), Constantino concedió a todos sus súbditos el libre y universal permiso de legar sus fortunas a la santa Iglesia católica;[2206] su devota generosidad, que durante su vida había tocado el límite entre el lujo y la codicia, se derramaba a raudales al asomo de la muerte. Los cristianos acaudalados siguieron el impulso de su soberano. Un monarca absoluto y rico, aunque sin patrimonio, puede ser caritativo sin que esto implique mérito alguno: es obvio que Constantino creyó que tenía asegurados los beneficios del Cielo si mantenía a los haraganes a expensas de los laboriosos; por ello, repartió entre los santos las riquezas de la República. El mismo mensajero que llevó la cabeza de Majencio a África podía llevar una carta a Ceciliano, obispo de Cartago. En ellas, el emperador informaba que los tesoreros de la provincia han de poner en sus manos la suma de tres mil folles —unas dieciocho mil libras esterlinas— y que han de atenerse a sus posteriores demandas para socorrer a las iglesias de África, Numidia y Mauritania.[2207] La generosidad de Constantino crecía a la par de su fe y de sus vicios. En todas las ciudades, asignó una concesión regular de trigo a los fondos de la caridad eclesiástica, y las personas de ambos sexos que profesaban la vida monástica merecieron el favoritismo exclusivo de su soberano. Los templos cristianos de Antioquía, Jerusalén, Alejandría, Constantinopla, etcétera, ostentaban la lujosa piedad de un príncipe ansioso por igualar en aquel decadente siglo las perfectas obras de la Antigüedad.[2208] La estructura de estos edificios religiosos era sencilla y rectangular, aunque, a veces, se expandía formando un cimborrio y, otras, siguiendo la figura de una cruz. Se construían con maderas de cedro del Líbano; el techo era de mosaicos y, a veces, de bronce dorado; las paredes, las columnas y el pavimento estaban revestidos de mármol jaspeado. Los hermosos adornos de oro, plata, seda y gemas sobresalían profusamente en el servicio del altar, y esta vistosa magnificencia descansaba sobre el sólido y perpetuo cimiento de la propiedad territorial. En el término de dos siglos, desde el reinado de Constantino hasta el de Justiniano, con las dádivas frecuentes e inalienables del soberano y del pueblo, se enriquecieron las mil ochocientos iglesias del Imperio. La renta anual de los obispos era de seiscientas libras esterlinas, lo que los colocaba en el límite entre la riqueza y la escasez;[2209] no obstante, esta cuota fue creciendo imperceptiblemente con el señorío y la opulencia de las ciudades que regían. Un plano auténtico, pero imperfecto,[2210] de rentas especifica algunas casas, tiendas, huertos y fincas pertenecientes a las tres basílicas del Imperio —San Pedro, San Pablo y San Juan Laterano— en las provincias de Italia, África y Oriente. Además de la ganancia reservada en aceite, lino, pimienta, etcétera, producían una renta líquida anual de veintidós mil piezas de oro (doce mil libras esterlinas). En tiempos de Constantino y de Justiniano, los obispos ya no lograban ni, quizá, merecían la confianza entrañable de su clero y del pueblo. Las rentas eclesiásticas de cada diócesis se dividían en cuatro porciones: una para el mismo obispo, otra para el clero inferior, otra para los necesitados y la última para el culto; y el abuso de esta confianza sagrada fue amplia y repetidamente verificado.[2211] El patrimonio de la Iglesia estaba todavía sujeto a las cargas públicas del Estado.[2212] El clero de Roma, Alejandría y Tesalónica quizás haya solicitado con ahínco la exención parcial, pero la anticipada tentativa del gran Concilio de Rímini, que aspiró a la franquicia universal, fue resistida por el hijo de Constantino.[2213]
IV) El clero latino, que erigió su tribunal sobre las ruinas de la ley general y civil, aceptó comedidamente, como dádiva de Constantino,[2214] la inmunidad, fruto del tiempo, de la eventualidad y de su propia habilidad; pero la generosidad de los emperadores cristianos, en realidad, le había concedido ciertas prerrogativas legales que afianzaban y engrandecían el carácter sacerdotal.[2215] 1) Bajo un gobierno despótico, únicamente los obispos podían gozar del imponderable privilegio de ser juzgados sólo por sus iguales. Incluso en las causas capitales, un sínodo de sus hermanos conformaba el juzgado que debía fallar su culpa o su inocencia. Semejante tribunal, si no era enardecido por el resentimiento personal o la discordia religiosa, seguramente se inclinaba, con parcialidad, hacia el orden sacerdotal; pero Constantino daba por sentado que la oculta impunidad debía de ser menos perniciosa que el escándalo público,[2216] y el Concilio de Nicea fue constituido con su declaración pública de que, si se llegara a sorprender a un obispo en el acto de adulterio, su manto imperial se tendería sobre el pecador episcopal. 2) La jurisdicción privativa de los obispos implicaba un privilegio y, a la vez, una restricción de la orden eclesiástica, cuyas causas civiles fueron excluidas decorosamente del conocimiento de los jueces seglares. Así, las venialidades no se hacían públicas ni padecían una pena vergonzosa; la suave reprimenda, como la que puede tolerar un joven de su padre o tutor, era el castigo que imponía la entereza templada de los obispos. Sin embargo, si el clero cometía un delito que merecía un castigo mayor que la deposición de un estado honorífico y provechoso, entonces el magistrado romano esgrimía la espada de la justicia sin ninguna consideración a la inmunidad eclesiástica. 3) Una ley positiva ratificó el arbitraje de los obispos: los jueces debían ejecutar sin apelación ni demora los decretos episcopales, cuya validez había dependido hasta entonces del consentimiento de las partes. La conversión de los mismos magistrados y de todo el Imperio quizás haya removido los temores y los escrúpulos de los cristianos. Sin embargo, ellos siempre acudieron al tribunal de los obispos, cuya importancia e integridad fueron apreciadas; y el venerable Agustín, con gozo, lamentaba interrumpir continuamente el desempeño de sus funciones para cumplir con la tarea temporal de fallar sobre la pertenencia de oro, plata, fincas o ganado. 4) El antiguo privilegio de santuario se trasladó a los templos cristianos, y se extendió al espacio del terreno sagrado gracias a la generosa piedad de Teodosio el Menor.[2217] El fugitivo, incluso culpable, podía implorar como suplicante la justicia o la misericordia de Dios o de sus ministros. La mediación sosegada de la Iglesia puso fin a los arrebatos violentos del despotismo, y las vidas y las haciendas de los súbditos más eminentes quizás hayan prosperado al resguardo eficaz de los obispos.
V) El obispo era el eterno censor de las costumbres de su pueblo. La disciplina penitencial se reglamentó en un sistema de jurisprudencia canónica,[2218] en el que esmeradamente se definían las obligaciones de las confesiones públicas y las privadas, las reglas de la mayor o menor evidencia, los grados de la criminalidad y la medida del castigo. Al sacerdote cristiano que castigaba los pecados de la muchedumbre y respetaba los evidentes vicios y los demoledores delitos de los magistrados le resultaba difícil desempeñar esta censura espiritual; pero fiscalizar la conducta de los magistrados implicaba tropezar con el régimen civil del gobierno. Algunas consideraciones sobre la religión, la lealtad o la zozobra protegieron a los emperadores del fervor y el encono de los obispos; éstos censuraron y excomulgaron denodadamente a los tiranos subalternos que carecían del resguardo de la púrpura. San Atanasio excomulgó a uno de los ministros de Egipto, y la interdicción de agua y fuego que pregonó se trasladó solemnemente a las iglesias de Capadocia.[2219] Bajo el reinado de Teodosio el Menor, el sabio y elocuente Sinesio, uno de los descendientes de Hércules,[2220] ocupaba la silla episcopal de Tolemaida, cerca de las ruinas de la antigua Cirene;[2221] el inteligente obispo sobrellevaba decorosamente la tarea que con hastío había asumido.[2222] Venció al monstruo de Libia, el gobernador Andrónico, que abusó de la autoridad de un empleo venal inventando nuevas técnicas de rapiña y de tormento y agravando el delito de opresión con el de sacrilegio.[2223] Tras su intento infructuoso de reducir al altanero magistrado con amonestaciones blandas y religiosas, Sinesio le impuso la última sentencia de la justicia eclesiástica,[2224] por la que entregó a Andrónico, con sus allegados y su familia, al odio del Cielo y de la Tierra. Los pecadores impenitentes, más crueles que Fálaris o Senequerib, más asoladores que la guerra o una nube de langostas, fueron privados de poseer el nombre de cristianos y sus privilegios, de la participación de los sacramentos y de la esperanza del Paraíso. El obispo exhortaba al clero, a los magistrados y al pueblo a desvincularse de los enemigos de Cristo, a excluirlos de sus casas y mesas, y a desentenderse de ellos en todos los aspectos de la vida cotidiana e, incluso, de los ritos decorosos del entierro. La iglesia de Tolemaida, por más marginada y despreciable que parezca, encaminaba esta declaración a todas las iglesias hermanas del universo, y el profano que osara infringir sus decretos quedaba vinculado a la maldad y al escarmiento de Andrónico y de sus impíos secuaces. Estas disposiciones espirituales se robustecieron con un hábil exhorto a la corte bizantina; el trémulo gobernador imploró la piedad de la Iglesia, y el descendiente de Hércules tuvo la satisfacción de levantar del suelo a un tirano postrado.[2225] Estos principios y ejemplos preparaban el triunfo de los pontífices romanos, que luego pisotearon las cabezas de los reyes.
VI) Todo gobierno popular ha experimentado los efectos de la tosca y artificiosa oratoria; la naturaleza más indiferente suele animarse; la razón más empedernida se ablanda al impulso de la vertiginosa comunicación, y cada oyente se arrebata con sus propias pasiones y las del resto del auditorio. Los demagogos de Atenas y Roma enmudecieron ante la ruina de la libertad civil, y la costumbre de predicar —arte muy notable, al parecer, de la devoción cristiana— no tuvo cabida en los antiguos templos. Los oídos de los monarcas no escucharon el torpe eco de la elocuencia popular hasta que los sagrados oradores, que poseyeron ventajas desconocidas por sus profanos antecesores, ocuparon los púlpitos del Imperio.[2226] Argumentos y retórica eran confrontados por hábiles y resueltos contrincantes, y la verdad y la razón podían engalanarse y robustecerse en el conflicto de pasiones hostiles. El obispo o algún presbítero, que era cuidadosamente elegido para delegarle los poderes de predicar, arengaba a la muchedumbre conmovida y avasallada con el augusto ceremonial de la religión, sin peligro de interrupción o refutación. La estricta subordinación de la Iglesia católica era tal que, en centenares de púlpitos de Italia o de Egipto, podían sonar a un tiempo los mismos acordes[2227] entonados por la voz de un primado romano o alejandrino. La estructura de esta institución era loable, pero no siempre sus resultados fueron saludables. Los predicadores recomendaban la práctica de las obligaciones sociales; pero ponderaban la perfección de la virtud monástica, que es demasiado trabajosa para el individuo e inútil para la humanidad. Sus exhortaciones caritativas evidenciaron el recóndito afán de que el clero fuese el administrador de las riquezas de los fieles en beneficio de los necesitados. Las sublimes representaciones de las leyes y los atributos de Dios solían mancillarse con sofisterías, ritos pueriles y soñados milagros, y se exaltaban, con ferviente afán, por el mérito religioso de odiar a los contrarios y obedecer a los ministros de la Iglesia. Cuando las herejías o los cismas desgarraban el sosiego público, los oradores sagrados fomentaban la discordia y, a veces, las sediciones. Al juntarse, sus razones quedaban enmarañadas con los misterios, sus pasiones se enardecían con las ofensas, y en los templos de Antioquía o de Alejandría se preparaban para padecer o causar el martirio. Los estragos del gusto y del idioma se observan en las declamaciones vehementes de los obispos latinos; pero las composiciones de Gregorio y de Crisóstomo han merecido compararse con los modelos más esplendorosos de la elocuencia ática o, al menos, de la asiática.[2228]
VII) Los representantes del gobierno cristiano solían juntarse todas las primaveras y otoños, y estos concilios difundían el sistema de la disciplina y la legislación eclesiástica por las ciento veinte provincias del mundo romano.[2229] Las leyes autorizaban al arzobispo o metropolitano a convocar a los obispos dependientes de su provincia, fiscalizar su conducta, justificar sus derechos, pregonar su fe y examinar el mérito de los candidatos nombrados por el clero y el pueblo para entrar en las vacantes del colegio episcopal. Los primados de Roma, Alejandría, Cartago, Antioquía y, luego, Constantinopla, que ejercían una jurisdicción más amplia, unificaron la numerosa asamblea de sus obispos dependientes; pero la convocatoria de grandiosos y extraordinarios concilios era una prerrogativa vinculada sólo al emperador. Cuando las emergencias de la Iglesia requirieron esta medida decisiva, el emperador enviaba una perentoria citación a los obispos o diputados de las provincias, una orden para el uso de los caballos de postas y un libramiento para costear el viaje. En los tiempos en que Constantino era el favorito más que el discípulo del cristianismo (año 314), remitió la controversia africana al Concilio de Arles, donde los obispos de York, Tréveris, Milán y Cartago se hallaron como amigos y hermanos para debatir en su lengua nativa los intereses generales de la Iglesia occidental.[2230] Después de once años (año 325), en Nicea, Bitinia, se realizó una reunión más numerosa y ponderada para extinguir, con su sentencia final, las sutiles contiendas originadas en Egipto sobre el tema de la Trinidad. Asistieron trescientos dieciocho obispos, obedeciendo la intimación del graciable soberano; los eclesiásticos de toda jerarquía, secta o denominación se calcularon en dos mil cuarenta y ocho;[2231] también se contó con la presencia de griegos, y los legados del pontífice romano expresaron el consentimiento de los latinos. El emperador solía honrar las sesiones, que duraron aproximadamente dos meses, con su presencia. Dejando su guardia a la puerta, Constantino se sentaba —con el permiso del concilio— sobre un taburete bajo en medio del salón, desde donde escuchaba pacientemente o hablaba con modestia. Mientras influía en las contiendas, él humildemente profesó que no era juez, sino ministro de los sucesores de los apóstoles, establecidos como sacerdotes y como dioses sobre la Tierra.[2232] Este rendido acatamiento de un monarca absoluto a una endeble y desarmada asamblea compuesta por sus propios súbditos sólo puede ser comparado con el tratamiento que el Senado había recibido de los príncipes romanos, quienes se atuvieron a la política de Augusto. En el lapso de medio siglo, un espectador atento a las vicisitudes humanas podría estar contemplando a Tácito en el Senado de Roma y a Constantino en el Concilio de Nicea. Tanto los Padres del Capitolio como los de la Iglesia corrompieron las virtudes de sus fundadores; pero, como la imagen de los obispos estaba profundamente arraigada en la opinión pública, pudieron sostener su dignidad con decoroso orgullo y, a veces, contrarrestar con espíritu varonil los caprichos del soberano. Medió el tiempo, se propagó la superstición y se fueron borrando de la memoria la flaqueza, el destemple e, incluso, la ignorancia que deshonraban a estos sínodos eclesiásticos. El mundo católico se sometió unánimemente a los infalibles decretos[2233] de sus concilios generales.[2234]