XVIII

ÍNDOLE DE CONSTANTINO - GUERRA GÓTICA - MUERTE DE CONSTANTINO - DIVISIÓN DEL IMPERIO ENTRE SUS TRES HIJOS - GUERRA PÉRSICA - MUERTES TRÁGICAS DE CONSTANTINO EL MENOR Y DE CONSTANTE - USURPACIÓN DE MAGNENCIO - GUERRA CIVIL - VICTORIA DE CONSTANCIO

La índole de un príncipe que trasladó el trono del gobierno y planteó tan trascendentales cambios en la constitución civil y religiosa de su país ha atraído la atención y dividido las opiniones de la humanidad. El entusiasta agradecimiento de los cristianos ha condecorado al libertador de la Iglesia con todos los atributos de un héroe, e incluso de un santo, mientras que el descontento del grupo vencido ha comparado a Constantino con los más aborrecidos tiranos cuyos vicios y crímenes deshonraron la púrpura imperial. Estas mismas pasiones, en algún grado, se perpetuaron en las generaciones siguientes; y aún hoy Constantino aparece como blanco de sátiras o de panegíricos. Uniendo imparcialmente los defectos confesados por sus más acalorados admiradores con las virtudes reconocidas por sus enemigos más implacables, esperamos delinear, de aquel hombre extraordinario, un justo retrato que la verdad y la franqueza de la historia puedan aceptar sin rubor.[1911] Pero pronto parecerá que el intento de mezclar matices tan opuestos y de reconciliar cualidades tan contradictorias produciría la figura de un monstruo más que la de un humano, a menos que se mire bajo diversas y apropiadas luces, con una cuidadosa separación, los diferentes períodos del reinado de Constantino.

La naturaleza enriqueció la persona y el entendimiento de Constantino con los más selectos atributos. Alta estatura, rostro majestuoso, conducta elegante, desplegaba su fuerza y actividad en todo ejercicio varonil, y desde su primera juventud hasta una etapa muy avanzada de su vida preservó el vigor de su constitución observando estrictamente las virtudes domésticas de la castidad y la abstinencia. Le gustaban la conversación llana y el trato placentero, y, aunque a veces bromeaba con menos reserva de la que requería la severa dignidad de su posición, la cortesía y liberalidad de su comportamiento le ganaban el corazón de quienes se le aproximaban. Desconfiaba de sus amistades, pero en algunas ocasiones mostró que no era incapaz de un cariño entrañable y duradero. La desventaja de una educación iletrada no le impidió estimar con justicia el valor del conocimiento, y las artes y las ciencias recibieron algún estímulo de la generosa protección de Constantino. Su diligencia era infatigable en el despacho de los asuntos, y su potencial intelectual estaba casi continuamente ejercitándose en la lectura, la escritura o la meditación, o bien dando audiencias a los embajadores o examinando las quejas de sus súbditos. Aun los que censuraban lo apropiado de sus disposiciones estaban obligados a reconocer que poseía magnanimidad para concebir, y paciencia para ejecutar, los planes más arduos sin que lo detuvieran los prejuicios de la educación ni los clamores de la muchedumbre. En campaña infundía su espíritu audaz a las tropas, que conducía con el talento de un general consumado, y a sus habilidades, más que a su suerte, debemos atribuir las señaladas victorias que obtuvo sobre los enemigos extranjeros y domésticos de la República. Amaba la gloria como el galardón, y quizá como el móvil, de sus afanes. La ambición ilimitada, que desde el momento en que aceptó la púrpura en York aparece como la pasión dominante de su alma, puede justificarse por el peligro de su propia situación, por el carácter de sus rivales, por la conciencia de la superioridad de sus méritos y por la perspectiva de que su éxito le permitiera restaurar la paz y el orden en el trastornado Imperio. En sus guerras civiles contra Majencio y Licinio atrajo las inclinaciones del pueblo, que comparaba los vicios desenfrenados de tales tiranos con el sistema de sabiduría y justicia que parecía dirigir el tenor general de la administración de Constantino.[1912]

Si Constantino hubiera caído en las orillas del Tíber o incluso en las llanuras de Adrianópolis, tal es el carácter que, con unas pocas excepciones, hubiera transmitido a la posteridad. Pero el remate de su reinado (según la moderada y aun afectuosa sentencia de un escritor contemporáneo) lo apeó de la jerarquía que se había granjeado entre los más beneméritos príncipes romanos.[1913] En la vida de Augusto observamos al tirano de la República convertido, casi por mínimos grados, en padre de su patria y del género humano. En la de Constantino podemos contemplar a un héroe que inspiró el amor de sus súbditos y el terror de sus enemigos, degenerando en cruel y disoluto monarca, corrompido por su fortuna, o elevado con la conquista sobre la necesidad del disimulo. La paz general que conservó en los últimos catorce años de su reinado fue un período de aparente esplendor más que de prosperidad real; y la vejez de Constantino quedó deshonrada por los vicios encontrados, pero reconciliables, de la rapacidad y la prodigalidad. Los caudales atesorados en los palacios de Majencio y de Licinio se consumieron generosamente, las variadas innovaciones del conquistador se atendieron con el aumento de los gastos; el costo de sus edificios, su corte y sus festivales requerían un suministro inmediato y cuantioso, y la opresión del pueblo era el único fondo que podía solventar la magnificencia del soberano.[1914] Sus indignos privados, enriquecidos con la liberalidad ilimitada de su soberano, usurpaban impunemente el privilegio de las rapiñas y la corrupción.[1915] Una decadencia secreta pero general se notaba en todos los ramos de la administración pública, y el mismo emperador, aunque conservaba la obediencia, perdió gradualmente el aprecio de sus súbditos. El traje y modales que eligió afectar hacia el final de su vida sólo sirvieron para degradarlo ante los ojos de los hombres. La pompa asiática, adoptada por la soberbia de Diocleciano, tomaba visos de blandura y afeminamiento en la persona de Constantino. Se lo representa con un peluquín de varios matices y esmeradamente acicalado por los artífices más diestros de aquella época, con una diadema de una moda nueva y costosísima, profusión de joyas y perlas, de collares y brazaletes, y un abigarrado y suelto ropaje de seda, prolijamente bordado con flores de oro. Con semejante indumentaria, apenas disculpable en la juventud y devaneo de Heliogábalo, no cabe descubrir la cordura de un monarca ya anciano y la sencillez de un veterano de Roma.[1916] Un ánimo tan relajado por la prosperidad y el lujo no podía elevarse a la magnanimidad que desdeña el recelo y se atreve a indultar. Las máximas de la política, tal como se enseñan en las escuelas de la tiranía, tal vez puedan justificar las muertes de Maximiano y Licinio; pero una reseña imparcial de las ejecuciones, o más bien matanzas, que mancharon la ancianidad de Constantino dará a nuestros más sinceros pensamientos la idea de un príncipe que sacrificaba sin reparo las leyes de la justicia y los sentimientos naturales a los dictados de sus pasiones o de su interés.

La misma suerte que tan invariablemente acompañó los pendones de Constantino parecía asegurar las esperanzas y consuelos de su vida doméstica. Los reinados más prósperos y duraderos, como el de Augusto, el de Trajano y el de Diocleciano, quedaron sin posteridad; y las revoluciones incesantes imposibilitaron a las familias imperiales crecer a la sombra de la púrpura. Pero la estirpe regia de los Flavios, entronizada primero por Claudio Gótico, descendió a través de varias generaciones, y el mismo Constantino había recibido de su padre los honores hereditarios que traspasó a sus hijos. El emperador se casó dos veces. Minervina, amada desconocida pero legítima de su juventud,[1917] le había dejado un solo hijo llamado Crispo. Con Fausta, hija de Maximiano, tuvo tres hijas y tres varones conocidos por los nombres familiares de Constantino, Constancio y Constante. Los sencillos hermanos del gran Constantino, Julio Constancio, Dalmacio y Hanibaliano,[1918] pudieron disfrutar de la jerarquía más honorable y de la fortuna más cuantiosa que podía caberle a su condición de privados. El menor de los tres vivió desconocido y murió sin dejar posteridad. Los dos hermanos mayores se casaron con hijas de senadores opulentos y propagaron ramas nuevas de la alcurnia imperial. Después, Galo y Juliano fueron los hijos más ilustres de Julio Constancio, el Patricio. Los dos hijos de Dalmacio, condecorados con el vano título de Censor, se llamaban Dalmacio y Hanibaliano. Las dos hermanas del gran Constantino, Anastasia y Eutropia, se casaron con Optato y Nepociano, dos senadores de noble nacimiento y dignidad consular. Su tercera hermana, Constancia, se distinguió por su grandeza y por su desdicha. Quedó viuda del vencido Licinio y fue por sus ruegos que un niño, el vástago de su matrimonio, conservó por un tiempo su vida, el título de César y una precaria esperanza de sucesión. Además de las mujeres y los aliados de la casa Flavia, diez o doce varones, a quienes el lenguaje de las cortes modernas daría el título de príncipes de la sangre, parecían destinados, según el orden de su nacimiento, a heredar o sostener el trono de Constantino. Pero en menos de treinta años, esta numerosa y creciente familia quedó reducida a las personas de Constancio y Juliano, los únicos que sobrevivieron a una serie de crímenes y calamidades como los que lamentan los poetas trágicos en los desgraciados linajes de Pélope y de Cadmo.

Historiadores imparciales presentan a Crispo, primogénito de Constantino y presunto heredero del Imperio, como un joven amable y cabal. Su educación, al menos la parte de sus estudios, corrió a cargo de Lactancio, el más elocuente de los cristianos, un admirable preceptor calificado para formar el gusto y labrar las virtudes de su esclarecido alumno.[1919] A los diecisiete años Crispo fue investido con el título de César y con el gobierno de las Galias, donde las correrías de los germanos le suministraron una temprana ocasión para sobresalir con proezas militares. En la guerra civil que estalló poco después, el padre y el hijo compartieron sus fuerzas; y esta misma historia ya celebró el valor y la conducta del último cuando forzó el estrecho del Helesponto, tan tenazmente defendido por toda la armada superior de Licinio. Esta victoria naval contribuyó para decidir el trance de la guerra, y los nombres de Constantino y de Crispo se unieron en las gozosas aclamaciones de los súbditos orientales, quienes proclamaron sonoramente que el mundo había sido avasallado, y estaba ahora gobernado, por un emperador dotado de todas las virtudes y por su ilustre hijo, príncipe predilecto del Cielo y la viva imagen de las perfecciones del padre. El cariño público, que raramente acompaña a la ancianidad, dio brillo a la juventud de Crispo. Merecía el aprecio y cautivaba el afecto de la corte, del ejército y del pueblo. Los súbditos suelen reconocer con renuencia los méritos del monarca reinante que ya experimentaron, y aun los niegan frecuentemente con murmullos parciales y descontentos; mientras que con los méritos florecientes del sucesor conciben ingenuamente esperanzas ilimitadas de felicidad pública y privada.[1920]

Esta peligrosa popularidad excitó la atención de Constantino, quien, como padre y rey, se impacientaba con un igual. En vez de esmerarse en afianzar la lealtad del hijo con los vínculos de la intimidad y el agradecimiento (año 324, octubre 10), intentó prevenir las temibles consecuencias de una ambición desairada. Pronto Crispo tuvo motivos para quejarse: mientras enviaban a su párvulo hermano a reinar con el título de César en las Galias,[1921] él, príncipe ya de edad madura, que acababa de hacer servicios tan señalados, en vez de ser elevado a la jerarquía suprema de Augusto, estaba confinado casi como un prisionero a la corte de su padre, y expuesto sin resguardo a cuantas calumnias pudiera inventar la maldad enemiga. Bajo tan penosas circunstancias, el joven regio no siempre era capaz de mantener la compostura y encubrir su descontento, y podemos estar seguros de que lo rodearían una serie de espías indiscretos y pérfidos, que asiduamente planeaban inflamar, y que tal vez tenían órdenes de traicionar, el incauto calor de su resentimiento. Un edicto de Constantino pregonado por ese tiempo (año 325, octubre 1°) muestra sus sospechas, reales o supuestas, de que se había fraguado una conspiración sigilosa contra su persona y gobierno. Ofrece el aliciente de ascensos y recompensas a los delatores de toda clase para acusar, sin excepción, a sus magistrados o ministros, a sus amigos o a los más íntimos privados, afirmando solemnemente que él mismo ha de oír las acusaciones y ha de vengar su injuria; y concluye con una plegaria, que muestra algún temor por el peligro, para que la providencia del Ser Supremo siga protegiendo la seguridad del emperador y del Imperio.[1922]

Los delatores que aceptaron esta invitación tan generosa eran suficientemente versados en las artes de la corte como para señalar a los amigos y allegados de Crispo como las personas culpables; tampoco hay razones para desconfiar de la sinceridad del emperador, que había prometido una demostración ejemplar de venganza y castigo. La política de Constantino siguió sin embargo aparentando miramientos y confianza con un hijo a quien empezaba a mirar (año 326, julio) como a su enemigo mortal. Se acuñaron medallas con los votos acostumbrados por el reinado largo y venturoso del joven César;[1923] y como el pueblo, ajeno a los secretos palaciegos, todavía amaba sus virtudes y respetaba su dignidad, un poeta, que implora el rescate de su destierro, adora con igual devoción la majestad del padre y la del hijo.[1924] Había llegado el momento de celebrar la augusta ceremonia del vigésimo año del reinado de Constantino, y, con este propósito, el emperador trasladó su corte de Nicomedia a Roma, donde se hacían los más espléndidos preparativos para su recibimiento. Todos los ojos y todas las lenguas parecían expresar un sentimiento de dicha general, y el velo de la ceremonia y el disimulo cubrió por un tiempo los más oscuros planes de venganza y asesinato.[1925] En medio de la ceremonia apresaron al desventurado Crispo por orden del emperador, quien dejó de lado el cariño de padre sin asumir la equidad de juez. El interrogatorio fue breve y reservado,[1926] y, como pareció decoroso ocultar a los ojos del pueblo romano la suerte del joven príncipe, lo enviaron con una fuerte guardia a Pola, en Istria, donde poco después le dieron muerte, ya fuese por mano del verdugo o por el medio más suave del veneno.[1927] La ruina de Crispo envolvió al César Licinio, un joven de amenos modales,[1928] y el adusto enojo de Constantino fue insensible a los ruegos y lágrimas de su hermana predilecta, que intercedió por la vida de un hijo cuya única culpa era su jerarquía, y a cuya pérdida no pudo sobrevivir largo tiempo. La historia de estos desdichados príncipes, la naturaleza y evidencia de su culpa, el modo de procesarlos y las circunstancias de su muerte fueron sepultados en una misteriosa oscuridad; y el obispo cortesano, que en un elaborado trabajo celebró la virtud y la piedad de su héroe, observa un prudente silencio acerca de tan trágicos acontecimientos.[1929] Un menosprecio tan arrogante de la opinión pública, mientras que estampa una mancha indeleble en la memoria de Constantino, no puede menos que recordarnos la conducta muy diferente de uno de los mayores monarcas de nuestro siglo. El zar Pedro, en plena posesión de su poder despótico, rindió ante el juzgado de Rusia, de Europa y de la posteridad las razones que lo obligaron a firmar la condena de un hijo criminal o al menos degenerado.[1930]

La inocencia de Crispo fue reconocida tan universalmente que los griegos modernos, que adoran la memoria de su fundador, se ven obligados a paliar la culpa del parricidio con la opinión común de que va en contra de la naturaleza humana. Afirman que cuando el afligido padre descubrió la falsedad de la acusación que tan fatalmente había engañado su credulidad, pregonó al mundo su desazón y arrepentimiento, que estuvo llorando cuarenta días, durante los cuales prescindió de bañarse y de las comodidades ordinarias, y que, para la instrucción de la posteridad, levantó una estatua de oro a Crispo, con este rótulo memorable: A mi hijo, condenado injustamente por mí.[1931] Un cuento tan moral e interesante merece ser apoyado por una autoridad más fundada; pero si consultamos a los escritores más antiguos y fidedignos, nos informarán que el arrepentimiento de Constantino sólo se manifestó con actos vengativos y sangrientos, y que se descargó de la muerte de un hijo inocente con la ejecución de una esposa quizá criminal. Atribuyen la catástrofe de Crispo a las arterías de su madrastra, Fausta, cuyo odio implacable o su amor decepcionado renovó en el palacio de Constantino la tragedia antigua de Hipólito y Fedra.[1932] La hija de Maximiano, como la de Minos, acusó a su hijastro de un intento incestuoso contra la castidad de su madrastra, y fácilmente obtuvo del celoso emperador la sentencia de muerte contra el joven príncipe, a quien consideraba, con razón, como el competidor más formidable de sus propios hijos. Pero Helena, la anciana madre de Constantino, lamentó y vengó el prematuro destino de su nieto; no mucho tiempo después se descubrió, real o pretendidamente, que la misma Fausta tenía trato deshonesto con un esclavo de las caballerizas imperiales.[1933] Sentenciarla y ajusticiarla fue consecuencia inmediata de la acusación, y la adúltera fue ahogada con el vapor de un baño que, con tal propósito, se había calentado en un grado extraordinario.[1934] Algunos opinarán que el recuerdo de un enlace conyugal de veinte años y el honor de su común descendencia, heredera del trono, debía enternecer el terco corazón de Constantino y persuadirlo de que su consorte, por más culpable que apareciese, purgase su delito en una prisión solitaria. Pero parece superfluo pesar la propiedad de un acto cuya verdad no puede constarnos y que viene acompañado de circunstancias confusas y dudosas. Quienes atacan y quienes defienden a Constantino han desatendido igualmente dos pasajes muy notables de dos oraciones pronunciadas en el reinado siguiente. El primero celebra las virtudes, la hermosura y la dicha de la emperatriz Fausta, hija, esposa, hermana y madre de tantos príncipes.[1935] El otro afirma terminantemente que la madre del joven Constantino, a quien mataron tres años después de la muerte del padre, sobrevivió para llorar el destino de su hijo.[1936] A pesar del testimonio positivo de varios escritores, tanto de la religión pagana como de la cristiana, hay siempre motivos para creer, o al menos para sospechar, que Fausta se liberó de la crueldad ciega y desconfiada de su marido. Las muertes del hijo y del sobrino, con la ejecución de un crecido número de amigos respetables y acaso inocentes[1937] que fueron envueltos en su caída, serán más que suficientes para justificar el descontento del pueblo romano, y explicar los versos satíricos clavados en la puerta del palacio, comparando los reinados esplendorosos y sangrientos de Constantino y de Nerón.[1938]

Con la muerte de Crispo, la herencia del Imperio recaía en los hijos de Fausta, mencionados ya bajo los nombres de Constantino, Constancio y Constante. Estos jóvenes príncipes fueron sucesivamente investidos con el título de César, y sus nombramientos pueden datarse a los diez, veinte y treinta años del reinado de su padre.[1939] Este procedimiento, aunque intentaba multiplicar los dueños futuros del mundo romano, podría excusarse por la parcialidad del cariño paterno; pero no es tan fácil entender los motivos del emperador cuando puso en peligro la seguridad de su familia y de su pueblo con el ascenso innecesario de sus dos sobrinos, Dalmacio y Hanibaliano. El primero, con el título de César, quedó nivelado con sus primos. En favor del segundo, Constantino inventó el título nuevo y singular de Nobilissimus;[1940] al que anexó la lisonjera distinción de un manto de púrpura y oro. Pero de toda la serie de príncipes romanos en cualquier época del Imperio, sólo Hanibaliano fue distinguido con el título de Rey, nombre que los súbditos de Tiberio detestaran como profanación y cruel insulto de tiranía caprichosa. El uso de aquel título, tal como aparece bajo el reinado de Constantino, es un hecho extraño e inconexo, que apenas puede admitirse, a pesar de la autoridad de las medallas imperiales y de los escritores contemporáneos.[1941]

Todo el Imperio estaba profundamente interesado en la educación de aquellos cinco jóvenes, sucesores ya reconocidos de Constantino. Los ejercicios corporales los preparaban para las fatigas de la guerra y para los deberes de una vida atareada. Quienes mencionan ocasionalmente la enseñanza y habilidades de Constancio concuerdan en que sobresalía en las artes gimnásticas del salto y la carrera, que era diestro arquero, un hábil jinete y un maestro en las diversas armas usadas en la caballería y la infantería.[1942] Se dedicaba el mismo ahínco, aunque quizá con menos éxito, a mejorar el entendimiento de los hijos y sobrinos de Constantino.[1943] Los catedráticos más afamados de la fe cristiana, de la filosofía griega y de la jurisprudencia romana acudieron a los agasajos del emperador, que tomó a su propio cargo la importante tarea de instruir a los jóvenes regios en la ciencia del gobierno y el conocimiento de la humanidad. Pero la experiencia y la adversidad habían formado el temple del mismo Constantino. En el libre trato privado, y entre los peligros de la corte de Galerio, aprendió a dominar sus propios impulsos, a contrarrestar los de sus iguales y a afianzar su seguridad actual y su grandeza futura en la prudencia y firmeza de su conducta personal. Sus sucesores forzosos tuvieron la desgracia de nacer y educarse bajo la púrpura imperial. Cercados a toda hora por una serie de aduladores, consumían su juventud en recreos lujosos y a la expectativa del trono; la dignidad de tan alta jerarquía tampoco les permitía descender de ese elevado rango, desde donde todos los caracteres humanos parecen llanos y uniformes. La condescendencia de Constantino les permitió alternar, desde muy tierna edad, en la administración del Imperio, y aprendieron el arte de reinar a costa del pueblo puesto a su cargo. El joven Constantino fue nombrado para sentar su corte en la Galia, y su hermano Constancio cambió ese ministerio, antiguo patrimonio de su padre, por los países más opulentos, pero menos aguerridos, del Oriente. Italia, Iliria occidental y África estaban ya habituadas a reverenciar a Constante, el tercer hijo y representante del gran Constantino. Colocó a Dalmacio en la raya gótica, a la cual incorporó el gobierno de Tracia, Macedonia y Grecia. Para la residencia de Hanibaliano se escogió la ciudad de Cesárea, y para formar el ámbito de su nuevo reino se designaron las provincias del Ponto, Capadocia y la Armenia Menor. A cada uno de estos príncipes se lo proveyó del personal adecuado y se le asignó una justa proporción de guardias, legiones y auxiliares para su respectiva dignidad y defensa. Constantino los rodeó de aquellos ministros y generales a quienes pudiera confiarles la asistencia, e incluso el control, de estos jóvenes soberanos en la delegación de su poder. En tanto crecían en años y experiencia, los límites de su autoridad se extendían gradualmente, pero el emperador siempre se reservó para sí el título de Augusto, y mientras mostraba los Césares a las provincias y ejércitos, mantenía cada parte del Imperio bajo igual obediencia hacia su cabeza suprema.[1944] El sosiego de los últimos catorce años de su reinado apenas fue levemente alterado por la rebelión de un arriero de camellos en la isla de Chipre[1945] y por la participación activa que la política de Constantino lo comprometió a asumir en las guerras de godos y sármatas.

Entre las diversas ramas del linaje humano, los sármatas tienen un matiz extraño, ya que parecen unir las costumbres de los bárbaros asiáticos con la figura y el aspecto de los antiguos habitantes de Europa. Según las alternativas de la paz o la guerra, de alianzas o conquistas, los sármatas se vieron a veces confinados a las orillas del Tanais, y otras veces se diseminaron por las inmensas llanuras que median entre el Vístula y el Volga.[1946] Pastorear su rebaño o manada, cazar, guerrear, o más bien saltear, eran las actividades que dirigían los movimientos errantes de los sármatas. Sus campamentos o pueblos móviles, el paradero habitual de sus mujeres e hijos, consistían sólo en grandes carros tirados por bueyes y cubiertos en forma de tiendas. Su fuerza militar se componía de caballería, y la costumbre de sus jinetes de conducir por su mano uno o dos caballos sobrantes les facilitaba avanzar o retirarse ágilmente, para sorprender o evitar a un enemigo distante.[1947] Su escasez de hierro los movió a inventar, con su ruda industria, un tipo de coraza capaz de resistir a la espada o la jabalina, aunque compuesta únicamente de cascos de caballo, cortados en porciones delgadas y pulidas, cuidadosamente dispuestas como escamas o plumas y zurcidas fuertemente sobre un forro de cañamazo.[1948] Las armas ofensivas de los sármatas eran dagas cortas, lanzones y un arco pesado, con su aljaba para las flechas. Para las puntas de sus armas tenían que valerse de espinas de pescado, pero el hábito de empaparlas en ponzoña para envenenar las heridas que causaban es suficiente para probar sus costumbres más salvajes, pues todo pueblo imbuido en sentimientos de humanidad hubiera aborrecido una práctica tan cruel, y cualquier nación capacitada en las artes de la guerra hubiera despreciado un recurso tan impotente.[1949] Cada vez que aquellos bárbaros salían de sus desiertos en busca de víctimas, sus desgreñadas barbas, sus mechones enmarañados, las pieles con que se tapaban de pies a cabeza y su fiero semblante que parecía manifestar la crueldad innata de sus ánimos provocaban consternación y horror entre las provincias civilizadas de Roma.

El tierno Ovidio, tras consumir su juventud disfrutando de la fama y el lujo, fue condenado a un desesperado exilio en las heladas márgenes del Danubio, donde estaba expuesto, casi sin defensa, a la furia de aquellos monstruos del desierto, con cuyo severo ánimo tenía que alternar su alma bondadosa. En sus patéticos y a veces mujeriles lamentos,[1950] retrata en vivos colores los trajes, costumbres, armas y correrías de getas y sármatas, asociados en sus intentos de destrucción; y, según noticias históricas, hay razones para creer que estos sármatas eran los jacijes, una de las tribus más crecidas y guerreras de la nación. El aliciente de la abundancia los impulsó a buscar un establecimiento permanente en las fronteras del Imperio. Poco después del reinado de Augusto, obligaron a los dacios, que vivían de la pesca en el río Teis o Tibisco, a internarse por una serranía y ceder a los sármatas victoriosos las fértiles llanuras de la alta Hungría, limitadas por el cauce del Danubio y el cerco semicircular de los montes Cárpatos.[1951] Situados tan favorablemente, acechaban o suspendían el momento del ataque según fueran agraviados con injurias o aplacados con presentes; gradualmente adquirieron habilidad en el uso de armas mucho más peligrosas, y, aunque nunca sonó el nombre de los sármatas por ninguna hazaña memorable, solían ayudar a sus vecinos de levante o de poniente, godos y germanos, con un cuerpo formidable de caballería. Vivían bajo la irregular aristocracia de sus caudillos;[1952] pero después de recibir en su seno a los vándalos fugitivos que se habían rendido ante el poder arrollador de los godos, parecen haber elegido un rey para esta nación, y de la alcurnia preeminente de los Astinjis, que habitaron por las playas del océano septentrional.[1953]

Esta hostilidad extremó los motivos de discordia que constantemente surgen en las fronteras de naciones guerreras e independientes (año 331). El temor y la venganza estimulaban a los príncipes vándalos, los reyes godos aspiraban a dilatar su dominio desde el Euxino hasta la frontera de Germania, y las aguas del Maros, riachuelo que desagua en el Teis, se tiñeron con la sangre de los bárbaros en guerra. Una vez que los sármatas comprobaron la superioridad en fuerza y en número de sus adversarios, imploraron el amparo del monarca romano, que contemplaba con placer la desavenencia entre estas naciones, pero que estaba alarmado, con razón, por los progresos de las armas godas. Tan pronto como Constantino se declaró favorable al grupo más débil, el arrogante Ararico, rey de los godos, en vez de aguardar el avance de las legiones, atravesó con audacia el Danubio y esparció el terror y la destrucción por la provincia de Mesia. El anciano emperador salió en persona a la batalla para contrarrestar las incursiones de esta multitud devastadora, pero en esta ocasión, su comportamiento o su suerte desmereció la gloria que había adquirido en tantas guerras contra enemigos extranjeros o domésticos. Tuvo la vergüenza de ver huir a sus tropas ante un cuerpo insignificante de bárbaros, quienes las acosaron hasta su campamento fortificado, obligándolo a buscar seguridad mediante una precipitada e ignominiosa retirada. Una segunda y más exitosa acción restituyó el honor del nombre romano, y después de una obstinada lucha prevaleció el poder del arte y la disciplina sobre los esfuerzos de un valor desordenado. La hueste vencida de los godos abandonó el campo de batalla, la provincia asolada y el tránsito del Danubio; y aunque al primogénito de Constantino se le permitió ocupar el lugar de su padre, todo el mérito de la victoria, que causó un júbilo universal, se atribuyó a las auspiciosas disposiciones del mismo emperador (año 332, abril 20).

Contribuyó, al menos, a utilizar esta ventaja para la negociación con el pueblo libre y aguerrido de Quersoneso,[1954] cuya capital, situada en la costa occidental de la Táurida o península de Crimea, conservaba todavía rastros de una colonia griega, y era gobernada por un magistrado perpetuo, asistido por un consejo de senadores llamados enfáticamente los Padres de la Ciudad. Los quersonitas fueron alentados contra los godos con el recuerdo de las guerras que en el siglo anterior habían sostenido, con fuerzas muy desiguales, contra los invasores de su país. Estaban conectados con los romanos por los beneficios mutuos del comercio, abasteciéndose del trigo y los artefactos de las provincias de Asia a cambio de sus únicos productos: sal, cera y pieles. Obedeciendo a la requisitoria de Constantino prepararon, bajo las órdenes de su magistrado Diógenes, una hueste considerable, cuya principal fuerza consistía en ballestas y carros militares. La marcha veloz y el intrépido ataque de los quersonitas para distraer la atención de los godos ayudó a las operaciones de los generales del Imperio. Los godos, vencidos por todos los flancos, fueron empujados a las montañas, donde se calcula que más de cien mil personas perecieron por el frío y el hambre en el decurso de una dura campaña. Sus humildes súplicas alcanzaron por fin la paz; el primogénito de Ararico fue aceptado como el rehén más valioso; y Constantino se esmeró por convencer a sus caudillos, mediante una generosa distribución de honores y premios, de cuán preferible era la amistad de los romanos a su rivalidad. Pero el emperador fue todavía más grandioso en la demostración de su agradecimiento hacia los fieles quersonitas. Satisfizo el orgullo de la nación otorgando condecoraciones espléndidas y casi reales para el magistrado y sus sucesores, y se estipuló una exención perpetua de toda deuda a cuantos bajeles suyos comerciaban por los puertos del mar Negro. Además, se les prometió un subsidio regular de hierro, trigo, aceite y cuanto abastecimiento pudiera ser provechoso en la paz o la guerra. Pero se creyó que los sármatas quedaban suficientemente premiados con liberarlos de su irremediable exterminio; y el emperador, tal vez con una economía muy estricta, dedujo una parte de los desembolsos de la guerra de la gratificación que se acostumbraba conceder a una nación tan turbulenta.

Exasperados por esta aparente negligencia, los sármatas pronto olvidaron, con la liviandad de los bárbaros, los servicios que acababan de recibir y el peligro que aún amenazaba su seguridad. Sus incursiones por el territorio del Imperio indignaron a Constantino (año 334), quien los dejó a su suerte y ya no se opuso a la ambición de Jeberico, un guerrero afamado y recién ascendido al trono de los godos. El rey vándalo Visumar, solo y sin ayuda, fue vencido y muerto al defender sus dominios con firme coraje en una batalla decisiva que guadañó la flor de la juventud sármata. Lo que quedaba de la nación acudió al desesperado recurso de armar a los esclavos, una resistente raza de cazadores y pastores, por cuyo tumultuoso auxilio vengaron su derrota y arrojaron al agresor de sus confines. Pero pronto descubrieron que habían cambiado al enemigo extranjero por el doméstico, más peligroso e implacable. Enfurecidos con su anterior servidumbre y ufanos con su gloria presente, los esclavos, bajo el nombre de limigantes, reclamaron y usurparon la posesión del país que habían salvado. Aquellos amos, incapaces de resistir a la furia desmandada del populacho, prefirieron las penalidades del destierro a la tiranía de sus esclavos. Algunos de los sármatas fugitivos solicitaron una dependencia menos ignominiosa bajo las banderas enemigas de los godos. Un bando más numeroso traspuso los montes Cárpatos y, entre los cuados, sus aliados germanos, fueron fácilmente admitidos para compartir los desechos de una tierra baldía. Pero la gran mayoría de la consternada nación volvía sus ojos hacia las fructíferas provincias de Roma. Imploraron el amparo y el perdón del emperador y prometieron solemnemente, como súbditos en la paz y soldados en la guerra, la lealtad más inviolable al Imperio, si los recibía amablemente en su seno. Adoptando las máximas de Probo y sus sucesores, se aceptaron con entusiasmo las ofertas de aquella colonia bárbara, e inmediatamente se le asignaron territorios en Panonia, Tracia, Macedonia e Italia, aptos para la vivienda y subsistencia de trescientos mil sármatas.[1955]

Constantino afianzó la majestad del Imperio Romano castigando el orgullo de los godos y aceptando el homenaje de una nación suplicante; y los embajadores de Etiopía, Persia y los países más remotos de la India celebraron la paz y prosperidad de su gobierno.[1956] Si contaba la muerte de su primogénito, de su sobrino y quizá de su esposa entre los favores de su suerte, disfrutó de una felicidad ininterrumpida, tanto pública como privada, hasta el trigésimo año de su reinado; un período que, desde Augusto, no había podido celebrar ninguno de sus antecesores. Constantino sobrevivió cerca de diez meses a tales festejos, pues a la edad ya madura de sesenta y cuatro años, tras una breve dolencia, terminó su memorable vida en el palacio de Aquirión, en los suburbios de Nicomedia (año 337, mayo 22), adonde se había retirado en busca de un aire más benéfico, esperanzado en recobrar sus exhaustas fuerzas con el uso de baños calientes. Las exageradas muestras de dolor, o por lo menos de luto, sobrepasaron cuanto se había practicado en ocasiones anteriores. A pesar de los reclamos del Senado y del pueblo de la antigua Roma, el cadáver del difunto emperador, según su último deseo, fue trasladado a la ciudad destinada a conservar el nombre y la memoria de su fundador. El cuerpo de Constantino, engalanado con los vanos emblemas de grandeza, la púrpura y la diadema, quedó depositado sobre un lecho de oro en uno de los salones del palacio, que había sido espléndidamente amueblado e iluminado para tal propósito. Las formas de la corte se mantuvieron estrictamente. Todas las madrugadas, los jefes del Estado, del ejército y de la servidumbre se aproximaban a la persona de su soberano arrodillándose con sereno ademán, y le ofrecían su respetuoso homenaje tan seriamente como si aún estuviera vivo. Por motivos políticos, esta representación teatral se consintió por un tiempo, y la adulación no desaprovechó la oportunidad de remarcar que sólo Constantino, por propio consentimiento del Cielo, había reinado después de su muerte.[1957]

Pero este reinado sólo podía subsistir en la pompa vacía, y pronto se descubrió que la voluntad del monarca más absoluto rara vez logra obediencia cuando sus súbditos ya no tienen nada que esperar de sus favores, o que temer de su resentimiento. Los mismos ministros y generales que se doblegaban con reverente acatamiento ante el exánime soberano se ocupaban en secretas consultas de excluir a los dos sobrinos, Dalmacio y Hanibaliano, de la parte que les habían asignado en la sucesión del Imperio. No estamos tan cabalmente informados sobre la corte de Constantino como para juzgar los motivos que impulsaban a los caudillos de la conspiración, a menos que supongamos que fueron movidos por un ánimo de envidia y venganza contra el prefecto Ablavio, un orgulloso valido que por largo tiempo había dirigido los consejos y abusado de la confianza del difunto emperador. Los argumentos con que solicitaban el apoyo de los soldados y del pueblo son más obvios: podían insistir, con tanto decoro como verdad, en la jerarquía superior de los hijos de Constantino, el peligro de multiplicar el número de los soberanos y los riesgos inminentes que amenazaban a la República por la desavenencia de tantos príncipes competidores que no estaban unidos por la tierna solidaridad del afecto fraterno. La intriga se condujo con celo y discreción, hasta que se consiguió de la tropa la fuerte y unánime declaración de que sólo toleraría a los hijos de su llorado monarca para reinar sobre el Imperio Romano.[1958] Se admite que Dalmacio, el menor, que estaba unido a sus parientes por los lazos de la amistad y del interés, había heredado gran parte de las habilidades del gran Constantino; pero en esta ocasión no parece haber coordinado ninguna medida para sostener por las armas el justo reclamo de lo que él mismo y su regio hermano recibieron de la generosidad de su tío. Atónitos y abrumados por la corriente de la furia popular, parecen haber permanecido, sin poder huir o resistirse, en las manos implacables de sus enemigos. Su exterminio se suspendió hasta la llegada de Constancio,[1959] el hijo segundo, y quizás el predilecto, de Constantino.

La voz del emperador moribundo había recomendado el cuidado de su funeral a la religiosidad de Constancio; y ese príncipe, por la cercanía de su colocación oriental, pudo fácilmente anticiparse a sus hermanos, residentes en sus gobiernos lejanos de Italia y Galia. Tan pronto como tomó posesión del palacio de Constantinopla, su primera preocupación fue disipar los temores de sus parientes con un solemne juramento por su seguridad. Su siguiente ocupación fue encontrar algún engañoso pretexto que pudiera liberar su conciencia de la obligación de tan imprudente compromiso. Las artes del fraude se supeditaron a los planes de la crueldad, y un personaje sagrado atestiguó una falsedad manifiesta. Constancio recibió un rollo infausto de manos del obispo de Nicomedia, que afirmaba que era el testamento genuino de su padre, en el cual el emperador expresaba sus sospechas de que había sido envenenado por sus hermanos, y conjuraba a sus hijos para que vengasen su muerte y cifrasen su propia seguridad en el castigo del culpable.[1960] Cualquier razón que pudiera haber sido alegada por los desventurados príncipes para defender su vida y honor contra tan increíble acusación fue silenciada por el furioso clamor de los soldados, que se declararon a un tiempo sus enemigos, jueces y ejecutores. Se violaron repetidamente el espíritu e incluso las formalidades del procedimiento legal en una promiscua masacre que envolvió a los dos tíos de Constancio, a siete de sus primos, entre los cuales Dalmacio y Hanibaliano fueron los más ilustres, al patricio Optato, casado con una hermana del difunto emperador, y al prefecto Ablavio, cuyo poder y riquezas le habían inspirado alguna esperanza de obtener la púrpura. Si fuera necesario agravar los horrores de esta escena sangrienta, podríamos agregar que el mismo Constancio se había desposado con la hija de su tío Julio, y que había casado a su hermana con su primo Hanibaliano. Estos enlaces que la política de Constantino, desentendiéndose de la predisposición pública,[1961] había formado entre las diversas ramas de la familia imperial, sólo sirvieron para convencer a los hombres de que estos príncipes eran tan fríos a las ternuras del afecto conyugal como insensibles a los vínculos de parentesco y a los ruegos conmovedores de la juventud y la inocencia. Galo y Juliano, los dos niños menores de Julio Constancio, fueron los únicos de tan crecida familia que lograron evitar las manos de los asesinos, hasta que su cólera, saciada con la matanza, disminuyó en alguna medida. El emperador Constancio, que, ausentes los hermanos, era el más odioso a la culpa y el reproche, manifestó en ocasiones posteriores algún leve y transitorio remordimiento por las crueldades que los pérfidos consejos de sus ministros y la violencia irresistible de la tropa le habían arrebatado en su inexperta juventud.[1962]

La masacre de la alcurnia Flavia fue sucedida por una nueva división de provincias, ratificada en una entrevista personal entre los tres hermanos (año 337, septiembre 11). Constantino, el mayor de los Césares, obtuvo, con cierta preeminencia en la jerarquía, la posesión de la nueva capital, que llevaba su propio nombre y el de su padre. Tracia y los países del Oriente se asignaron al patrimonio de Constancio; y Constante fue reconocido como soberano legítimo de Italia, África e Iliria occidental. Los ejércitos se sometieron al derecho hereditario, y ellos por fin condescendieron, tras alguna demora, a usar el título de Augustos que les confirió el Senado romano. Cuando asumieron el gobierno de sus reinos, el mayor de estos príncipes tenía veintiún años; el segundo, veinte; y el tercero, sólo diecisiete.[1963]

Mientras las naciones guerreras de Europa seguían las banderas de sus hermanos, Constancio, acaudillando las huestes afeminadas del Asia, tuvo que soportar el peso de la guerra pérsica. Al fallecimiento de Constantino ocupaba el trono de Oriente Sapor, hijo de Hormuz u Hormidas, y nieto de Narses, quien, después de la victoria de Galerio (año 310), había confesado humildemente la primacía del poder romano. Aunque Sapor estaba en el trigésimo año de su reinado, todavía estaba en el vigor de su juventud, porque la fecha de su ascenso, por extraña casualidad, antecedía a la de su nacimiento. La esposa de Hormuz estaba todavía embarazada a la muerte de su marido, y la incertidumbre del sexo y del alumbramiento esperanzó y conmovió a los príncipes de la casa de Sasan. Los temores de una guerra civil cesaron con el anuncio terminante de los magos de que la viuda de Hormuz había concebido y daría a luz felizmente a un varón. Obedientes a la voz de la superstición, los persas dispusieron sin demora la ceremonia de su coronación. En medio del palacio se exhibió un lecho imperial, donde la reina yacía pomposamente; la diadema se ubicó en el punto que puede suponerse que ocultaba al futuro heredero de Artajerjes, y los sátrapas postrados adoraron la majestad de su invisible e inconsciente soberano.[1964] Si se puede dar crédito a este maravilloso cuento, que, sin embargo, parecen aprobar las costumbres del pueblo y la duración extraordinaria de su reinado, tenemos que asombrarnos tanto de la dicha como del talento de Sapor. En medio de la aislada y suave educación de un harén persa, el joven regio pudo descubrir la importancia de ejercitar el vigor de su mente y de su cuerpo, y por sus méritos personales ya merecía el trono en el que se había sentado cuando era aún inconsciente de los deberes y tentaciones del poder absoluto. En su minoría de edad estuvo expuesto a las calamidades casi inevitables de la discordia doméstica; su capital fue sorprendida y saqueada por Thair, rey poderoso de Yemen o Arabia, y la majestad de la familia real se vio degradada con el cautiverio de una princesa, hermana del monarca difunto. Pero tan pronto como Sapor llegó a la madurez, el presuntuoso Thair, su nación y su país cayeron ante el primer intento del joven guerrero, quien usó la victoria con una combinación tan sensata de rigor y clemencia que mereció, del temor y agradecimiento de los árabes, el título de Dhoulacnaf, o protector de la nación.[1965]

La ambición del persa, a quien sus enemigos atribuyen las virtudes de un soldado y de un estadista, ansiaba vengar la desgracia de sus padres y arrebatar de las manos de los romanos las cinco provincias allende el Tigris. La fama militar de Constantino y la fuerza efectiva o aparente de su gobierno frenaron el ataque; y mientras la conducta hostil de Sapor provocaba el resentimiento de la corte imperial, sus astutas negociaciones entretenían su paciencia. La muerte de Constantino fue la señal de guerra,[1966] y el desamparo de las fronteras siria y armenia parecieron alentar a los persas con la posibilidad de un rico botín y una fácil conquista. El ejemplo de las masacres en el palacio difundieron un espíritu permisivo y sedicioso entre las tropas del Oriente, que ya no estaban restringidas por sus hábitos de obediencia a un caudillo veterano. La prudencia de Constancio, que después de la entrevista con sus hermanos en Panonia se apresuró a llegar a las orillas del Éufrates, fue restableciendo gradualmente el sentido del deber y la disciplina en las legiones; pero la temporada de anarquía había permitido que Sapor sitiara Nisibis y ocupara varias de las fortalezas más importantes de la Mesopotamia.[1967] El afamado Tirídates había estado disfrutando en Armenia de la paz y la gloria que mereció por su valor y lealtad a la causa de Roma. Su firme alianza con Constantino acarreó ventajas tanto espirituales como temporales; por su conversión el carácter de santo se aplicó al de héroe, la fe cristiana se predicó y estableció desde el Éufrates hasta las playas del Caspio, y Armenia se añadió al Imperio por el doble lazo de la religión y la política. Pero, como muchos nobles armenios todavía rehusaban abandonar la pluralidad de sus dioses y esposas, se alteró el sosiego público por una facción descontenta que insultaba la edad quebrantada de su soberano y esperaba impaciente la hora de su muerte. Falleció por fin tras un reinado de 56 años, y las dichas de la monarquía armenia expiraron con Tirídates. Su heredero legítimo fue desterrado, los sacerdotes cristianos fueron muertos o arrojados de sus iglesias, las tribus bárbaras de Albania descendieron de sus montañas, y dos de los gobernadores más poderosos, usurpando la soberanía regia, imploraron la asistencia de Sapor y abrieron las puertas de sus ciudades a las guarniciones persas. El partido cristiano, encabezado por el arzobispo de Artaxata, sucesor inmediato de san Gregorio el Iluminador, acudió a la religiosidad de Constancio. Después de unos tres años de problemas, Antíoco, uno de los jefes de palacio, ejecutó con éxito el encargo imperial de restablecer a Cosroes, hijo de Tirídates, en el trono de sus padres, repartir premios y honores entre los sirvientes leales de la casa de Arsaces y proclamar una amnistía general que fue aceptada por la mayor parte de los sátrapas rebeldes. Pero los romanos alcanzaron más honores que ventajas con esta revolución. Cosroes era un príncipe de poca estatura y de espíritu pusilánime. Inhábil para los afanes de la guerra y enemigo del trato humano, se retiró de la capital a un palacio solitario que edificó a las orillas del río Eleutero, y en el centro de una arboleda sombría consumía sus horas ociosas en los deportes rurales de la caza y la halconería. Para asegurarse esta indecorosa comodidad, aceptó cuantas condiciones de paz quiso imponerle Sapor: el pago de un tributo anual y el reintegro de la fértil provincia de Atropatene, que la valentía de Tirídates y las armas victoriosas de Galerio habían incorporado a la monarquía armenia.[1968]

Durante el largo período del reinado de Constancio (desde 337 hasta 360), las provincias orientales estuvieron acosadas por la plaga de la guerra pérsica. Las incursiones irregulares de las tropas ligeras derramaban alternativamente el terror y la devastación más allá del Tigris y del Éufrates, desde las puertas de Ctesifonte hasta las de Antioquía; y este servicio activo lo realizaban los árabes del desierto, que estaban divididos en sus intereses e inclinaciones, puesto que algunos caudillos independientes se alistaban en el partido de Sapor, mientras que otros daban su dudosa fidelidad el emperador.[1969] Las operaciones más serias e importantes de la guerra se conducían con igual vigor; y las huestes de Roma y Persia se encontraron en nueve batallas sangrientas, dos de las cuales fueron comandadas por Constancio en persona.[1970] Los eventos del día eran comúnmente adversos a los romanos, pero en la batalla de Síngara, su imprudente valor casi logra una victoria señalada y decisiva (año 348). Las tropas acuarteladas en Síngara se retiraron al aproximarse Sapor, quien atravesó el Tigris por tres puentes, y colocó junto a la aldea de Hilé un campamento aventajado, atrincherándolo en un solo día con hondas zanjas y elevadas murallas, por el trabajo de sus numerosos zapadores. Su formidable hueste, cuando se desplegaba en orden de batalla, cubría las orillas del río, las lomas adyacentes y toda la extensión de la planicie de más de doce millas [19 km], que mediaba entre ambas líneas. Ambos estaban igualmente impacientes por entablar combate, pero los bárbaros, tras una leve resistencia, huyeron en desorden, incapaces de contrarrestar, o deseosos de fatigar, las fuerzas de las pesadas legiones, que, aunque acosadas por el calor y la sed, los persiguieron por la llanura, y aun destrozaron una línea de caballería vestida con armaduras completas que había sido apostada ante las puertas del campamento para proteger la retirada. Constancio, que había sido apurado en la persecución, intentó sin efecto contener el ardor de sus tropas, manifestándoles el peligro de la noche inminente, y la certeza de completar su victoria al amanecer. Pero como confiaban mucho más en su propio valor que en la experiencia y habilidades de su caudillo, silenciaron con su clamor la medrosa reconvención y, apresurando con furia la carga, llenaron el foso, derribaron la muralla y se dispersaron por las tiendas para recomponer sus exhaustas fuerzas y disfrutar de la cosecha de su trabajo. Pero el prudente Sapor había vigilado el momento de la victoria. Su ejército, cuya mayor parte estaba colocada a resguardo en la altura mirando la acción, avanzó en silencio bajo las sombras de la noche, y los flecheros persas, guiados por las luminarias del campamento, vertieron una lluvia de flechas sobre la desarmada y licenciosa muchedumbre. La historia veraz[1971] relata que los romanos fueron vencidos con una horrorosa matanza, y que el resto fugitivo de las legiones se expuso a las más intolerables penalidades. Aun el panegírico apasionado, confesando que la gloria del emperador quedó mancillada por la desobediencia de sus soldados, elige echar un velo sobre el pormenor de esta triste retirada. Pero uno de esos oradores venales y tan celosos de la fama de Constancio refiere, con asombrosa frescura, un acto de tan increíble crueldad, que en el juicio de la posteridad imprimirá una marca mucho más profunda en el honor del nombre imperial. El hijo de Sapor, heredero de su corona, había sido cautivado en el campamento persa. El desdichado joven, que hubiera despertado la compasión del enemigo más salvaje, fue azotado, torturado y ejecutado públicamente por los despiadados romanos.[1972]

Por más ventajas que acompañasen a Sapor en sus campañas, y aunque nueve victorias repetidas difundieron entre las naciones la fama de su valor e inteligencia, no podía esperar éxito en la ejecución de sus planes mientras los pueblos fortificados de la Mesopotamia, y sobre todo la antigua y fuerte ciudad de Nisibis, permaneciesen en poder de los romanos. Por espacio de doce años, Nisibis, que desde el tiempo de Lúculo se había considerado merecidamente el baluarte de Oriente, sufrió tres sitios memorables (años 338, 346, 350) contra el poderío de Sapor; y el defraudado monarca, después de redoblar sus ataques por más de sesenta, ochenta y cien días, fue rechazado tres veces con bajas e ignominia.[1973] Esta importante y populosa ciudad estaba situada a dos jornadas del Tigris, en medio de una llanura fértil y agradable, al pie del monte Masio. Un foso profundo defendía su triple cerco de ladrillos,[1974] y la intrépida resistencia del conde Luciliano y su guarnición fue secundada por el valor desesperado del pueblo. Las exhortaciones del obispo[1975] animaban a los ciudadanos de Nisibis, habituados a las armas por la presencia de peligros y convencidos de que la intención de Sapor era plantar una colonia persa en ese lugar y llevarlos a un bárbaro y remoto cautiverio. El éxito de los dos sitios anteriores alentaba su confianza y exasperaba el espíritu arrogante del Gran Rey, que avanzaba por tercera vez sobre Nisibis, acaudillando las fuerzas reunidas de Persia y la India. Las máquinas comunes inventadas para derribar o socavar los muros eran ineficaces ante la destreza superior de los romanos; y ya habían transcurrido vanamente muchos días cuando Sapor tomó una resolución digna de un monarca oriental, que consideraba a los mismos elementos como súbditos de su poder. En la estación fija del derretimiento de las nieves en Armenia, el río Migdonio, que divide la llanura y la ciudad de Nisibis, forma, como el Nilo,[1976] una inundación sobre todo el país adyacente. El trabajo de los persas detuvo el curso del río más abajo de la población, encajonándolo por ambos lados con montículos de tierra. En este lago artificial, una escuadra de bajeles armados, llenos de tropa y de máquinas que arrojaban piedras de quinientas libras [230 kg], avanzó en orden de batalla y trabó combate casi al nivel de los defensores de las murallas. La irresistible fuerza de las aguas fue alternativamente fatal para cada una de las partes contendientes, hasta que por fin una porción de muralla, incapaz de soportar la presión acumulada, cedió de golpe y abrió una amplia brecha de ciento cincuenta pies [46 m]. Los persas fueron instantáneamente al ataque, y la suerte de Nisibis dependió de ese trance. La caballería pesada, que encabezaba la columna de vanguardia, quedó atascada en el lodo, y muchos se ahogaron en los hoyos invisibles que había llenado la corriente. Los elefantes, enfurecidos por sus heridas, aumentaron el desorden y pisotearon a miles de arqueros persas. El Gran Rey, que desde su empinado trono contemplaba el fracaso de sus armas, dispuso con reacia indignación el toque de retirada y suspendió por algunas horas la continuación del avance. Pero los desvelados ciudadanos aprovecharon la oportunidad de la noche, y el amanecer descubrió un nuevo muro de seis pies de altura [1,80 m], subiendo por momentos para cerrar la abertura. No obstante su decepción y la pérdida de más de veinte mil hombres, Sapor seguía presionando el sitio de Nisibis con una obstinada firmeza que sólo cedió ante la necesidad de defender las provincias orientales de Persia contra una invasión formidable de los masajetas.[1977] Alarmado por este aviso, renunció rápidamente al sitio y marchó con diligencia de las orillas del Tigris a las del Oxo. El peligro y las dificultades de la guerra escita lo obligaron poco después a firmar, o al menos a observar, una tregua con el emperador romano, hecho que agradecieron igualmente ambos príncipes, por cuanto Constancio mismo, después de la muerte de sus dos hermanos, se vio envuelto, por las revoluciones de Occidente, en una contienda civil que requería, y parecía exceder, el más vigoroso ejercicio de todas sus fuerzas.

Habían transcurrido casi tres años desde la partición del Imperio, cuando los hijos de Constantino parecieron impacientes por convencer a la humanidad de que eran incapaces de contentarse con sus respectivos dominios, aunque tampoco podían gobernarlos. El primogénito pronto se quejó de haber sido defraudado en la justa proporción de los despojos de sus parientes asesinados, y, aunque podía reconocer la culpa y mérito mayores de Constancio, exigía de Constante la cesión de sus provincias africanas, como un equivalente por los ricos países de Macedonia y Grecia que su hermano había adquirido con la muerte de Dalmacio. La falta de sinceridad que experimentó Constantino en esta negociación pesada e infructuosa exasperó la ferocidad de su temperamento, de modo que escuchó con entusiasmo a los privados que le sugerían que tanto su honor como su interés estaban comprometidos en esa disputa. A la cabeza de una banda tumultuosa, más idónea para la rapiña que para la conquista, irrumpió en los dominios de Constante por los Alpes Julianos, y los alrededores de Aquileia fueron los primeros en sentir los efectos de su resentimiento (año 340, marzo). Constante, que en ese momento residía en Dacia, tomó sus medidas con mayor prudencia y habilidad. Informado de la invasión del hermano, destacó un cuerpo selecto y disciplinado de su tropa iliria, dispuesto a seguirlo personalmente con el resto de sus fuerzas. Pero el desempeño de sus lugartenientes pronto terminó con aquella contienda antinatural. Aparentando mañosamente una huida, acorralaron a Constantino en una emboscada oculta en un bosque, donde el imprudente joven, con algunos acompañantes, fue sorprendido, rodeado y asesinado. Su cadáver, después de haber sido hallado en el arrinconado riachuelo de Alsa, mereció los honores de un sepulcro imperial; pero sus provincias traspasaron su lealtad al conquistador, quien rehusó compartir con Constancio, su hermano mayor, estas nuevas adquisiciones y conservó más de dos tercios del Imperio Romano.[1978]

El destino del propio Constante se dilató casi por diez años, y la venganza de la muerte del hermano quedó reservada para la mano menos decorosa de un traidor doméstico (año 350, febrero). La perniciosa tendencia del sistema introducido por Constantino se desplegó en la endeble administración de sus hijos, quienes, por sus vicios y debilidades, pronto perdieron la estima y el aprecio de su pueblo. El orgullo de Constante por el éxito inmerecido de sus armas se volvió más detestable por su falta de habilidad y aplicación. Su cariñosa debilidad por unos cautivos germanos, distinguidos sólo por el encanto de su juventud, fue objeto de escándalo para el pueblo;[1979] y Magnencio, un soldado ambicioso de ralea bárbara, fue alentado por el descontento público para afirmar el honor del nombre romano.[1980] Las cuadrillas selectas de jovianos y hercúleos, que reconocían a Magnencio como su líder, tenían el puesto más respetable e importante en el campamento imperial. La amistad de Marcelino, conde de las dádivas sagradas, abastecía con generosa mano los recursos de la sedición. Convencieron a los soldados, con argumentos engañosos, de que la República los llamaba a romper los vínculos de la servidumbre hereditaria, y que mediante la elección de un príncipe denodado y solícito debían premiar las mismas virtudes que habían elevado a los antepasados del degenerado Constante de la esfera privada al trono del mundo.

Tan pronto como la conspiración estuvo madura, Marcelino, pretendiendo festejar el cumpleaños de su hijo, dio un espléndido banquete a las ilustres y condecoradas personas de la corte de la Galia que residían en Autun. La fiesta se prolongó arteramente hasta altas horas de la noche, y los huéspedes inadvertidos fueron tentados a permitirse una peligrosa y culpable libertad en la conversación. Las puertas se abrieron repentinamente, y Magnencio, que se había retirado por un rato, retornó a la estancia investido con la diadema y la púrpura. Los conspiradores lo saludaron inmediatamente con los títulos de Augusto y de emperador. La sorpresa, el terror, la intoxicación, las ambiciosas esperanzas y el mutuo desconocimiento del resto de la asamblea los incitaron a unir sus voces en una aclamación general. Los guardias se apresuraron a prestar juramento de fidelidad, las puertas de la ciudad estaban cerradas, y antes del amanecer Magnencio se hizo dueño de las tropas, el tesoro, el palacio y la ciudad de Autun. Con su reserva y diligencia tenía alguna esperanza de sorprender a la persona de Constante, que, según su pasatiempo predilecto, estaba cazando en un bosque cercano, o quizá recreándose con algún placer de naturaleza más reservada y criminal. Sin embargo, la rápida difusión de la novedad le dio un momento para huir, si bien la deserción de soldados y súbditos le imposibilitó la resistencia. Antes de que pudiera alcanzar un puerto de España donde intentaba embarcarse, una partida de caballería ligera lo alcanzó cerca de Helena,[1981] al pie de los Pirineos, y su comandante, sin tener en cuenta la santidad de un templo, ejecutó su encargo matando al hijo de Constantino.[1982]

Una vez que la muerte de Constante decidió la fácil pero trascendental revolución, las provincias occidentales siguieron el ejemplo de la corte de Autun (año 350, 1.º de marzo). La autoridad de Magnencio fue reconocida en todo el ámbito de las dos grandes prefecturas de Italia y la Galia, y el usurpador dispuso todas las maneras de opresión para recolectar el caudal con que pagar la obligación de un inmenso donativo y cubrir los desembolsos de la guerra civil. Los países guerreros de Iliria, desde el Danubio hasta el extremo de Grecia, habían obedecido largo tiempo al gobierno de Vetranio, un general anciano y querido por la sencillez de sus costumbres, que había adquirido alguna reputación por su experiencia y servicios en la guerra.[1983] Unido por el hábito, por el deber y por la gratitud a la casa de Constantino, inmediatamente le dio al único hijo sobreviviente de su fallecido amo la mayor garantía de que dispondría, con inamovible fidelidad, de su persona y sus tropas para infligir una justa venganza sobre los traidores de la Galia. Pero las legiones de Vetranio fueron seducidas, más que provocadas, por el ejemplo de la rebelión; su caudillo pronto reveló carencia de firmeza o de sinceridad, y su ambición consiguió un engañoso pretexto con la aprobación de la princesa Constantina. Esa cruel y ambiciosa mujer, que había merecido de su padre, el gran Constantino, el tratamiento de Augusta, ciñó con sus propias manos la diadema en las sienes del general ilirio, y pretendió esperar de su victoria el logro de aquellas ilimitadas esperanzas que habían sido defraudadas con la muerte de su marido, Hanibaliano. Quizá fue sin el consentimiento de Constantina que el nuevo emperador formó una necesaria aunque indecorosa alianza con el usurpador de Occidente, cuya púrpura había sido manchada tan recientemente con la sangre de su hermano.[1984]

La noticia de estos importantes sucesos, que afectaban tan profundamente el honor y la seguridad de la casa imperial, hizo que Constancio retirara sus armas de la vergonzosa guerra pérsica. Dejó el Oriente a cargo de sus generales (año 350) y luego, de su primo Galo, a quien elevó de la cárcel al trono, y marchó a través de Europa con el ánimo agitado por el conflicto, con esperanza y temor, con dolor e indignación. Cuando llegó a Heraclea, en Tracia, dio audiencia a los enviados de Magnencio y Vetranio. El primer autor de la conspiración, Marcelino, que en cierta medida había conferido la púrpura a su nuevo señor, aceptó audazmente esta peligrosa comisión; y sus tres compañeros fueron seleccionados entre los personajes más ilustres del Estado y el ejército. Estos delegados tenían instrucciones de aplacar el resentimiento y fomentar los temores de Constancio. Estaban autorizados para ofrecer la amistad y la alianza de los príncipes de Occidente, para consolidar su unión con el doble enlace de Constancio con la hija de Magnencio, y del mismo Magnencio con la ambiciosa Constantina, y para reconocer en el mismo tratado la preeminencia de jerarquía que debía corresponder con justicia al emperador de Oriente. Si por altanería o por religiosidad equivocada rehusase estas equitativas condiciones, los embajadores tenían orden de explayarse sobre la inevitable ruina que le acarrearía su temeridad; si se aventuraba a provocar a los soberanos occidentales, debían ejercer su superioridad de poder y emplear contra él aquel valor, aquellas habilidades y aquellas legiones a las cuales la casa de Constantino debía tantos triunfos. Tales propuestas y razones parecían requerir la más seria atención; la respuesta de Constancio se aplazó para el día siguiente, y en cuanto hubo reflexionado sobre la importancia de justificar una guerra civil ante la opinión pública, se dirigió así a su consejo, que lo escuchó con credulidad efectiva o aparente: «La noche pasada», dijo, «cuando me retiré a descansar, la sombra del gran Constantino, abrazando el cadáver de mi hermano asesinado, se levantó ante mis ojos; su bien conocida voz me despertó para vengarlo, me prohibió desesperar de la República, y me aseguró el éxito y la gloria inmortal que coronaría la justicia de mis armas». La autoridad de tal visión, o más bien la del príncipe que la alegó, silenció todas las dudas y excluyó todas las negociaciones. Se menospreciaron los términos afrentosos de la paz. Uno de los embajadores del tirano fue despedido con la arrogante respuesta de Constancio; sus colegas, como indignos del privilegio de la ley de naciones, fueron encadenados, y los poderes contendientes se prepararon para una guerra implacable.[1985]

Ésa fue la conducta, y ésa era tal vez la obligación, del hermano de Constante hacia el pérfido usurpador de la Galia (año 350, diciembre 25). La índole y situación de Vetranio admitían medidas más benignas; y la política del emperador del Oriente se dirigió a desunir a sus antagonistas y a separar las fuerzas de Iliria de la causa rebelde. Era una tarea fácil engañar la franqueza y sencillez de Vetranio, quien, vacilando a veces entre el honor y el interés, exhibió al mundo la falsedad de su temperamento y fue cayendo insensiblemente en la trampa de una artera negociación. Constancio lo reconoció como un compañero legítimo e igual en el Imperio, bajo condición de que renunciara a su afrentosa alianza con Magnencio y de que señalara un lugar para entrevistarse en la frontera de sus respectivas provincias, donde pudieran juramentar su amistad con mutuos votos de fidelidad y definir de común acuerdo las operaciones futuras de la guerra civil. Como consecuencia de este convenio, Vetranio se adelantó hasta la ciudad de Sárdica[1986] capitaneando veinte mil caballos y un cuerpo mayor de infantería, un poder tan superior a las fuerzas de Constancio, que el emperador ilirio parecía comandar la vida y la suerte de su rival, quien, confiando en el éxito de sus negociaciones privadas, había seducido a las tropas y socavado el trono de Vetranio. Los caudillos, que secretamente se habían adherido al partido de Constancio, prepararon en su favor un espectáculo público, calculado para descubrir y enardecer las pasiones de la multitud.[1987] Se les ordenó a ambos ejércitos que se reunieran en una amplia planicie cercana a la ciudad. En el centro, según las reglas de la disciplina antigua, se colocó un tribunal militar, o más bien un tablado, desde donde los emperadores solían, en ocasiones solemnes o importantes, arengar a la tropa. Los romanos y los bárbaros, ordenados según sus jerarquías, con las espadas desenvainadas o enarbolando las lanzas, los escuadrones de caballería y las cohortes de infantería, que se destacaban por la variedad de sus armas e insignias, formaron un inmenso círculo alrededor del tribunal; y el atento silencio que mantenían se interrumpía a veces con fuertes estallidos de clamor o de aplausos. En presencia de tan formidable asamblea, los dos emperadores acudieron a explicar el estado de los negocios públicos: la prioridad de rango se cedió al nacimiento regio de Constancio, y, aunque era mediocre en las artes de la retórica, bajo tan difíciles circunstancias desempeñó su papel con firmeza, habilidad y elocuencia. La primera parte de su discurso pareció apuntada sólo contra el tirano de la Galia; pero cuando lamentó trágicamente el cruel asesinato de Constante, sugirió que nadie, excepto el hermano, podía reclamar el derecho de sucesión de su hermano. Ostentó complacidamente las glorias de su alcurnia imperial, y recordó a las tropas el valor, los triunfos y la generosidad del gran Constantino, a cuyos hijos les debían lealtad por un juramento que la ingratitud de sus sirvientes más favorecidos los había tentado a violar. La oficialidad, que cercaba el tribunal y había sido instruida para actuar su parte en esta extraordinaria escena, confesó el poder irresistible de tanta razón y elocuencia, y saludó al emperador Constancio como su legítimo soberano. La lealtad y el arrepentimiento se contagiaron de rango en rango, hasta que la llanura sárdica resonó con una aclamación universal: «¡Fuera esos usurpadores arribistas! ¡Larga vida y victoria al hijo de Constantino! ¡Sólo bajo sus banderas queremos pelear y vencer!». El grito de miles, sus gestos amenazadores, el sonido feroz de sus armas, sorprendieron y avasallaron el coraje de Vetranio, que quedó parado, en medio de la deserción de sus seguidores, en una ansiosa y callada incertidumbre. En vez de acudir al último refugio de una desesperación generosa, cedió dócilmente a su suerte, y tomando la diadema de su cabeza, a la vista de ambos ejércitos, se postró a las plantas del vencedor. Constancio usó su victoria con prudencia y moderación, y alzando del suelo al anciano suplicante, a quien llamó afectada y cariñosamente padre, le alargó la mano para descender del trono. Se señaló la ciudad de Prusa para el destierro o retiro del monarca destronado, que vivió seis años disfrutando de su comodidad y abundancia. Manifestó repetidamente su agradecimiento a la bondad de Constancio, y con afable sencillez recomendaba a su benefactor que depusiera el cetro del mundo y buscara el bienestar donde sólo puede encontrarse, en el pacífico retiro de la esfera privada.[1988]

El comportamiento de Constancio en esta memorable ocasión se celebró con alguna apariencia de justicia, y los palaciegos compararon el estudiado discurso con que un Pericles o un Demóstenes se dirigía al populacho de Atenas, con la elocuencia victoriosa que había persuadido a una multitud armada de desertar y deponer el objeto de su elección.[1989] La inminente contienda con Magnencio era de un género más serio y sangriento. El tirano avanzaba a marcha ligera al encuentro de Constancio, acaudillando un crecido ejército de galos y españoles, de francos y sajones, de aquellos provincianos que abastecían la fuerza de las legiones y de aquellos bárbaros temidos como los enemigos más formidables de la República. Las fértiles llanuras[1990] de la baja Panonia, entre el Drava, el Sava y el Danubio, presentaban un espacioso teatro; y las operaciones de la guerra civil se prolongaron durante los meses de verano con la habilidad o la timidez de los combatientes.[1991] Constancio había manifestado su intención de decidir la disputa en los campos de Cíbalis, un nombre que animaría a sus tropas con el recuerdo de la victoria alcanzada en ese auspicioso suelo por las armas de su padre Constantino. Pero, por las inexpugnables fortificaciones con las que el emperador cercó su campamento, parecía declinar más que invitar al combate general. El objetivo de Magnencio era tentar u obligar a su adversario para que renunciara a esa ventajosa posición; y a este fin empleó todas las marchas, evoluciones y estratagemas que podía suministrar la ciencia militar a un oficial experimentado. Tomó por asalto el importante pueblo de Siscia, avanzó sobre la ciudad de Sirmio, que caía a la espalda del campamento imperial, intentó forzar un paso a través del Sava hacia las provincias orientales de Iliria y destrozó un destacamento numeroso que había atraído hacia el paso estrecho de Adarno. Durante la mayor parte del verano el tirano de la Galia se mostró dueño del campo. Las tropas de Constancio fueron hostigadas y desanimadas; su reputación declinó a los ojos del mundo y su orgullo condescendió a ofrecer un tratado de paz que hubiera cedido al asesino de Constante la soberanía de las provincias más allá de los Alpes. La elocuencia de Filipo, embajador imperial, presentó estas ofertas, y tanto el consejo como el ejército de Magnencio estaban dispuestos a aceptarlas. Pero el arrogante usurpador, menospreciando las protestas de sus amigos, dio orden de que Filipo fuera detenido como un cautivo, o al menos como rehén, y envió a un oficial a reprochar a Constancio la flaqueza de su reinado, y a insultarlo con la promesa de indulto si abdicaba inmediatamente la púrpura. La única respuesta que el honor le permitió dar al emperador fue que confiaba «en la justicia de la causa y en el amparo de una deidad vengadora». Pero estaba tan sensible a las dificultades de su situación que ya no se atrevió a tomar represalia por la humillación infligida a su representante. La negociación de Filipo, sin embargo, no fue infructuosa, por cuanto determinó que el franco Silvano, un general de mérito y reputación, desertase con un cuerpo considerable de caballería, pocos días antes de la batalla de Mursa.

La ciudad de Mursa o Esek, famosa en la actualidad por su puente de barcas de cinco millas [8 km] de largo sobre el río Drava y sus pantanos contiguos,[1992] ha sido siempre considerada como un lugar de importancia para las guerras en Hungría. Magnencio dirigió su marcha a Mursa, incendió las puertas y, en un repentino asalto, casi escaló las murallas del pueblo. La guarnición apagó las llamas: la aproximación de Constancio no les dejaba tiempo para continuar con las operaciones del sitio; y pronto el emperador derribó el único obstáculo que podía ahogar sus movimientos, forzando un cuerpo de tropas apostado en un anfiteatro lindero (año 351, septiembre 28). El campo de batalla junto a Mursa era una planicie desnuda y elevada: en este terreno se formó el ejército de Constancio, con el Drava a su derecha; mientras que su izquierda, por su disposición o por la superioridad de su caballería, se extendía mucho más allá del flanco derecho de Magnencio.[1993] Las tropas de ambos lados permanecieron armadas y en una ansiosa expectativa durante la mayor parte de la mañana; y el hijo de Constantino, tras alentar a la tropa con un elocuente discurso, se retiró a una iglesia algo distante del campo de batalla, y asignó a sus generales las tareas de ese día decisivo.[1994] Correspondieron a su confianza por el valor y la habilidad militar que demostraron. Sabiamente comenzaron la acción sobre su izquierda, y adelantando en línea oblicua el ala entera de su caballería, la arrojaron repentinamente sobre el flanco derecho del enemigo, que estaba desprevenido para contrarrestar su impetuosa carga. Pero los romanos occidentales pronto se recuperaron gracias a sus hábitos de disciplina, y los bárbaros de Germania sostuvieron el renombre de su bravura nacional. Pronto se generalizó la pelea, que se sostuvo con variados y extraños cambios de suerte, y apenas cesó con la oscuridad de la noche. La victoria señalada que alcanzó Constancio se atribuye a las armas de su caballería. Se describe a sus coraceros como moles de acero, centelleando con su armadura escamosa, y quebrando con sus pesadas lanzas la formación maciza de las legiones galas. Tan pronto como éstas cedieron, los escuadrones más ligeros y ejecutivos de la segunda línea se abalanzaron, espadas en mano, por los claros y completaron el desorden. Mientras tanto, los enormes cuerpos de los germanos, casi desnudos, quedaron expuestos a la destreza de los arqueros orientales; y toda la tropa de esos bárbaros, impulsados por la angustia y la desesperación, debió precipitarse en la ancha y rápida corriente del Drava.[1995] El número de muertos se calculó en cincuenta y cuatro mil, y la matanza de los vencedores fue mayor que la de los vencidos,[1996] una circunstancia que prueba la obstinación de la contienda y justifica la observación de un antiguo escritor acerca de que las fuerzas del Imperio se consumieron en la fatal batalla de Mursa, por la pérdida de un ejército veterano suficiente para defender las fronteras o para añadir nuevos triunfos a la gloria de Roma.[1997] No obstante las invectivas de un orador servil, no hay ninguna razón para creer que el tirano haya desamparado su propio estandarte en el comienzo de la batalla. Parece haber mostrado las virtudes de general y de soldado hasta que vio irremediablemente perdido el trance y su campamento en manos del enemigo. Entonces Magnencio trató de ponerse a salvo, se despojó de las insignias imperiales y evitó con dificultad el alcance de la caballería ligera, que siguió incesantemente su rápida huida desde las márgenes del Drava hasta la falda de los Alpes Julianos.[1998]

La proximidad del invierno proporcionó a la indolencia de Constancio el pretexto para diferir la continuación de la guerra hasta la primavera siguiente. Magnencio había fijado su residencia en la ciudad de Aquileia, y parecía resuelto a disputar los pasajes de las montañas y pantanos que resguardaban los confines de la provincia veneciana. Ni aun la sorpresa de un castillo en los Alpes junto al paso secreto de los imperialistas lo hubiera determinado a renunciar a la posesión de Italia, si las inclinaciones del pueblo hubieran apoyado la causa de su tirano.[1999] Pero el recuerdo de las crueldades ejecutadas por sus ministros, tras la rebelión frustrada de Nepociano, había dejado una profunda impresión de horror y resentimiento en el ánimo de los romanos. Aquel joven temerario, hijo de la princesa Eutropia y sobrino de Constantino, había visto con indignación el cetro del Imperio occidental usurpado por un bárbaro alevoso. Con una desesperada tropa de esclavos y gladiadores, arrolló a la débil guardia doméstica de la tranquila Roma, recibió el homenaje del Senado, asumió el título de Augusto y reinó precariamente durante veintiocho días tumultuosos. La marcha de algunas fuerzas regulares puso fin a sus ambiciosas esperanzas: la rebelión se ahogó en la sangre de Nepociano, de su madre Eutropia y de sus allegados, y la proscripción se extendió a todos los que habían contraído una fatal alianza con el nombre y la familia de Constantino.[2000] Pero tan pronto como Constancio, después de la batalla de Mursa, se hizo dueño de las costas de Dalmacia, una banda de nobles exiliados, que se había aventurado a preparar una flota en algún puerto del Adriático, buscó protección y venganza en su campamento victorioso. Por medio de los contactos secretos con sus paisanos, lograron que Roma y las ciudades de Italia exhibieran la bandera de Constantino en sus muros. Los agradecidos veteranos, enriquecidos por la liberalidad del padre, se distinguieron por su reconocimiento y lealtad hacia el hijo. La caballería, las legiones y los auxiliares de Italia renovaron su juramento de fidelidad a Constancio; y el usurpador, alarmado por aquella deserción general, fue obligado a retirarse, con su remanente de tropas fieles, más allá de los Alpes, hacia las provincias de la Galia. Sin embargo, los destacamentos encargados de presionar o interceptar la huida de Magnencio se manejaron con la imprudencia habitual en el éxito (año 352), y en la llanura de Pavia le dieron una oportunidad para volver sobre sus perseguidores y complacer su desesperación con la carnicería de una victoria infructuosa.[2001]

El orgullo de Magnencio fue reducido, por repetidas desgracias, a suplicar, y a suplicar en vano, la paz. Primero envió a un senador en cuyas habilidades confiaba, y luego a varios obispos, cuyo carácter sagrado podría lograr una audiencia más favorable, con la oferta de resignar la púrpura y la promesa de consagrar el resto de su vida al servicio del emperador (año 353, agosto 10). Pero Constancio, aunque garantizó términos equitativos de perdón y reconciliación a todos los que abandonaron las banderas rebeldes,[2002] declaró su firme resolución de infligir un justo castigo a los crímenes de un asesino, a quien se disponía a abrumar por todos lados con sus armas victoriosas. Una flota imperial se posesionó fácilmente de España y de África, confirmó la vacilante fidelidad de las naciones moriscas y desembarcó una fuerza considerable, que pasó los Pirineos y avanzó hacia Lyon, el último y fatal paradero de Magnencio.[2003] El temperamento del tirano, que nunca se inclinó a la clemencia, fue obligado por las penurias a ejercer todo acto de opresión que pudiera arrancar un abastecimiento inmediato de las ciudades de la Galia.[2004] A la larga agotaron su paciencia, y Tréveris, el asiento del gobierno pretoriano, dio la señal de revuelta cerrando sus puertas contra Decencio, a quien su hermano había ascendido a la jerarquía de César o de Augusto.[2005] Decencio fue obligado a retirarse de Tréveris a Sens, donde pronto fue rodeado por un ejército de germanos, a quienes las perniciosas artes de Constancio habían introducido en las desavenencias civiles de Roma.[2006] Mientras tanto, las tropas imperiales forzaron el paso de los Alpes Cotianos, y en el combate sangriento del Monte Seleuco fijaron irrevocablemente el mote de rebelde al partido de Magnencio.[2007] Fue incapaz de poner otro ejército en campaña; la fidelidad de su guardia se corrompió y, cuando apareció en público para alentarla con sus palabras, fue saludado con el unánime grito de: «¡Larga vida al emperador Constancio!». El tirano percibió que se preparaban para conseguir indulto y galardones con el sacrificio del criminal más detestable, y evitó sus planes atravesándose con su espada;[2008] una muerte más fácil y más honorable que la que podía esperar obtener de manos de un enemigo cuya venganza sería exagerada con el pretexto de la justicia y el cariño fraternal. Decencio siguió el ejemplo de aquel suicidio y se ahorcó al saber de la muerte de su hermano. El autor de la conspiración, Marcelino, había desaparecido hacía mucho tiempo, en la batalla de Mursa,[2009] y la tranquilidad pública se confirmó con la ejecución de los líderes sobrevivientes de una facción culpable y vencida. Se realizó una severa investigación sobre todos aquellos que, por elección o por compulsión, habían estado envueltos en la causa rebelde. Paulo, apodado Catena por su habilidad en el ejercicio judicial de la tiranía, fue enviado a explorar los restos latentes de la conspiración en la provincia lejana de Bretaña. La honesta indignación manifestada por Martín, viceprefecto de la isla, se interpretó como testimonio de su propia culpa, y el gobernador se vio en la necesidad de volver contra su propio pecho la espada que había herido al ministro imperial por su provocación. Los súbditos más inocentes de Occidente fueron expuestos al destierro y la confiscación, a la muerte y a la tortura; y, como el tímido siempre es cruel, el ánimo de Constancio fue inaccesible a la clemencia.[2010]