XIX

CONSTANCIO EMPERADOR ÚNICO - GLORIFICACIÓN Y MUERTE DE GALO - PELIGROS Y ASCENSO DE JULIANO - GUERRAS SÁRMATAS Y PÉRSICAS - VICTORIAS DE JULIANO EN GALIA

La victoria de Constancio unió a las provincias divididas del Imperio; pero como aquel débil príncipe carecía de méritos militares y políticos y era receloso de los generales y desconfiado de los ministros, el triunfo de sus armas redundó tan sólo en establecer el reinado de los eunucos en el orbe romano. Aquellos entes desventurados, antiquísimo aborto de los celos y el despotismo de Oriente,[2011] se fueron introduciendo en Grecia y Roma con el contagio del lujo asiático.[2012] Los eunucos, que habían sido aborrecidos en tiempo de Augusto como comitiva monstruosa de una reina egipcia,[2013] progresaron con rapidez y fueron acogidos por matronas, senadores e, incluso, por los mismos emperadores.[2014] Restringidos con los severos edictos de Domiciano y de Nerva,[2015] agasajados por el orgullo de Diocleciano, reducidos a una humilde condición por la prudencia de Constantino,[2016] se fueron multiplicando en los palacios de sus degenerados hijos e, imperceptiblemente, se fueron internando, primero en el conocimiento, y después en las decisiones de las disposiciones reservadas de Constancio. El rencor y menosprecio que siempre manifestaron los hombres contra esta especie imperfecta parece que ha redundado en mayor bastardía suya, imposibilitándoles abrigar algún afecto honorable.[2017] Pero los eunucos estaban entrenados en lisonjas y maquinaciones, y dominaban alternativamente el ánimo de Constancio con sus miedos, su indolencia y su vanidad.[2018] Mientras veía en un engañoso espejo la vistosa perspectiva de la prosperidad pública, les permitía interceptar las quejas de las provincias perjudicadas, acumular inmensos tesoros con la venta perpetua de justicia y honores, deshonrar los destinos más importantes al darles a los compradores el poder para tiranizar,[2019] y satisfacer su encono contra los pocos espíritus independientes que gallardamente se desentendían del padrinazgo de los esclavos. Descollaba entre ellos el mayordomo Eusebio, dominador tan absoluto del monarca y de su palacio que, según el sarcasmo de un historiador desapasionado, Constancio merecía algún favoritismo de su valido.[2020] Con su mañosa persuasión, logró que el emperador firmase la condena del desventurado Galo, y añadiese una nueva brutalidad a la dilatada lista de matanzas sacrílegas que deshonran el nombre de la casa de Constantino.

Cuando los dos sobrinos de Constantino, Galo y Juliano, lograron salvarse de la furia de los soldados, el mayor tenía doce años y unos seis el menor; y, como se consideraba al primero de complexión endeble, obtuvieron con menos dificultad una vida precaria y dependiente de la compasión afectada de Constancio, quien se encargó de que la ejecución de tan desvalidos huérfanos fuera conceptuada por todos como un acto de deliberada crueldad.[2021] Les señalaron varias ciudades de Jonia y Bitinia para su destierro y su educación; pero tan pronto como llegaron a la juventud provocaron los celos del emperador, quien juzgó más prudente internarlos en el fuerte castillo de Macellum, junto a Cesárea. El trato que les cupo en los seis años de su encierro fue en parte decoroso y esmerado, y en parte como dispuesto por un tirano receloso.[2022] Su cárcel era un antiguo palacio de los reyes de Capadocia: su situación era amena; el edificio, majestuoso, y el recinto, espacioso. Continuaron estudiando y practicando sus ejercicios al cuidado de maestros consumados, y la crecida servidumbre, o más bien guardia, que estaba cuidando a los sobrinos de Constantino correspondía a su nacimiento. Mas no se les podía ocultar a ellos mismos que carecían de haberes, de libertad y de resguardo; estaban alejados de sus íntimos y reducidos a la sociedad con esclavos que respondían a las órdenes de un tirano que los había perjudicado demasiado para que cupiese una reconciliación. Finalmente, los conflictos del Estado obligaron al emperador, o más bien a los eunucos, a investir a Galo con el título de César y a afirmar este enlace político con su casamiento, a los veinticinco años de edad, con la princesa Constantina (5 de marzo de 354). Después de una entrevista formal, en la cual los dos príncipes se comprometieron a no emprender nunca acciones en perjuicio del otro, volvieron sin demora a sus respectivas residencias. Constancio continuó su marcha hacia Occidente, y Galo fijó su mansión en Antioquía, desde donde, por medio de subalternos, regía las cinco grandes diócesis de la prefectura oriental.[2023] En este cambio afortunado, el nuevo César no olvidó a su hermano Juliano, quien obtuvo los honores de su jerarquía, la apariencia de libertad y la devolución de su amplio patrimonio.[2024]

Todos los escritores que favorecen la memoria de Galo, y aun el mismo Juliano, aunque ansioso por encubrir las nulidades de su querido hermano, se ven obligados a confesar su incapacidad para gobernar. Trasladado de la cárcel al trono, carecía de la suficiente competencia y docilidad que supliese su falta de conocimiento y experiencia. Su temperamento violento, en vez de tranquilizarse, se enconó más con la soledad y el desconsuelo; el recuerdo de sus padecimientos lo estimulaba al rencor más que al cariño, y los ímpetus de su ira solían resultar fatales para quienes lo rodeaban o lo obedecían.[2025] Su consorte Constantina es retratada, más que como mujer, como furia infernal, insaciablemente sedienta de sangre humana.[2026] En lugar de tranquilizarlo prudentemente con su influjo, continuamente enardecía los ímpetus bravíos de su esposo; era tan vanidosa y arisca que bastaba un collar de perlas para sobornarla y conseguir el asesinato de cualquier personaje inocente o virtuoso.[2027] La crueldad de Galo sobresalía en ejecuciones violentas y desembozadas, civiles y militares, pero también se valía del disfraz de la ley y de las formalidades judiciales. Las casas privadas y los espacios públicos de Antioquía abundaban de espías y delatores, incluso el mismo César, disfrazado con traje plebeyo, solía desempeñar tan indecoroso papel. Las estancias del palacio estaban adornadas con aparatos de tortura y muerte, y el terror se difundía por la capital de Siria. El príncipe de Oriente, consciente de cuanto debía temer y de cuán ajeno estaba de merecer el mando, elegía como objetos de su encono a sujetos acusados de traiciones imaginarias, y a sus mismos cortesanos, sospechosos con más fundamento de encolerizar con correspondencias reservadas al medroso y aprensivo Constancio. Sin embargo, olvidaba que se estaba privando del verdadero apoyo, que era el afecto del pueblo; al tiempo que daba pábulo a la hostilidad de sus enemigos para que, con informes verídicos, exhortasen al emperador a privarlo de la púrpura, y aun de la vida.[2028]

Mientras la guerra civil mantenía en vilo el destino del orbe romano, Constancio disimuló su conocimiento del régimen tan torpe y cruel que su elección había impuesto al Oriente (año 354), y el descubrimiento de algunos asesinos enviados secretamente a Antioquía por el tirano de Galia fue aprovechado para convencer al público de que un mismo interés hermanaba al emperador y al César, y que los enemigos de ambos eran los mismos.[2029] Pero cuando la guerra estaba decidida a favor de Constancio, su subalterno resultó ser menos útil y menos importante. Cualquier circunstancia de su conducta era severamente examinada, y se acordó reservadamente despojar a Galo de su púrpura, o bien removerlo de la lujuriosa indolencia de Asia y enviarlo a los peligros y privaciones de una guerra en Germania. La muerte de Teófilo, cónsul de la provincia de Siria, que en una escaramuza había fenecido a manos de los antioquenos, con la anuencia y casi la instigación de Galo, se consideró fundadamente como una extremada y antojadiza crueldad, un insulto ominoso para la majestad suprema de Constancio. Dos ministros de la jerarquía ilustre, Domiciano, prefecto oriental, y Moncio, cuestor del palacio, fueron los enviados especiales para fiscalizar y reformar el Estado del Oriente. Se les encargó comedimiento y atención para con Galo, y que con gentileza lo persuadieran de que complaciera a su hermano y compañero. Malogró tan prudentes medidas el temerario prefecto, quien aceleró su propia ruina, como también la de su enemigo. Al llegar a Antioquía, Domiciano pasó desdeñosamente por delante de las puertas de palacio, alegó pretextos de indisposición leve, permaneció algunos días en su adusta posición, y dispuso un informe desaforado que envió a la corte imperial. Finalmente cedió a las instancias vehementes de Galo y tomó asiento en el consejo, pero su primer paso fue notificar un mandato lacónico y altanero, ordenando que el César se presentara rápidamente en Italia, y amenazando con que él mismo castigaría toda indecisión o demora, suspendiendo el suministro al palacio entero. El sobrino y la hija de Constancio, azorados ante el descaro de un súbdito, manifestaron su enojo poniendo a Domiciano a cargo de una guardia. Posiblemente se hubiera solucionado el trance, pero lo impidió la imprudencia de Moncio, un estadista cuyos alcances y experiencia solían ser traicionados por la ligereza de su ánimo.[2030] Altivamente, el cuestor reconvino a Galo: un príncipe apenas con facultades para deponer a un magistrado municipal no podría animarse a encarcelar a un prefecto del pretorio. Convocó una reunión de empleados civiles y militares y les requirió, en nombre de su soberano, que defendiesen a las personas y la jerarquía de sus representantes. Esta temeraria declaración de guerra precipitó a Galo hasta la desesperación. Puso su guardia sobre alerta, convocó al pueblo de Antioquía, y encargó a su celo el salvamento y la venganza que necesitaba. Con harta desdicha suya fue obedecido, pues se abalanzaron desaforadamente sobre el prefecto y el cuestor, los amarraron por las piernas, los arrastraron por las calles de la ciudad, descargaron miles de insultos y golpes sobre las desventuradas víctimas, y finalmente arrojaron sus cuerpos destrozados y exánimes a la corriente del Orontes.[2031]

Tras un hecho tan grave, cualesquiera que fuesen los intentos de Galo, sólo en un campo de batalla podría afianzar esperanzadamente su inocencia. Pero su ánimo era alternativamente cautivado por la flaqueza y la violencia; y en lugar de enarbolar el título de Augusto y de emplear en su defensa las tropas y los tesoros del Oriente, se dejó engañar con el sosiego estudiado de Constancio, quien, dejándolo en el boato insustancial de una corte, fue sacando disimuladamente las legiones veteranas de las provincias de Asia. Pero como seguía siendo arriesgado el arresto de Galo en su capital, resultaron exitosas las artes lentas pero seguras de la disimulación. La frecuente y vehemente correspondencia de Constancio estaba llena de solemnes demostraciones de intimidad, exhortándolo a desempeñar sus encumbradas obligaciones, a aligerar al compañero de parte de sus tareas públicas y a favorecer a Occidente con su presencia, consejos y armas. Luego de tantos agravios mutuos, Galo debía vivir temeroso y desconfiado; pero había perdido las oportunidades de huida o resistencia; se dejó seducir por las seguridades lisonjeras del tribuno Escudilo, que sabía encubrir con su imagen de duro soldado las insinuaciones más artificiosas. Dependiente tan sólo de la protección de su mujer Constantina, el fallecimiento intempestivo de ella completó la ruina en que lo habían envuelto los ímpetus de su consorte.[2032]

Tras largas demoras y muy a pesar suyo, el César se encaminó a la corte imperial. Atravesó, desde Antioquía hasta Adrianópolis [actual Edirne], el dilatado ámbito de sus dominios con una ostentosa comitiva, y empeñado en ocultar sus miedos a todos y quizás a sí mismo, halagó al pueblo de Constantinopla con una función de juegos en el circo. Sin embargo, las novedades de su tránsito pudieron haberlo desengañado. En todas las ciudades se encontró con ministros de confianza comisionados para hacerse cargo de los destinos del gobierno, observar sus acciones y prevenir los ímpetus repentinos de su desesperación. Las personas enviadas para asegurar las provincias que dejaba atrás lo pasaban de largo con fríos saludos o afectado desdén, y la tropa acantonada en la carretera se fue desviando a su llegada, por disposición de quien temía que fuera tentada a ofrecer sus espadas al servicio de una guerra civil.[2033] Tras el descanso de algunos días que Galo se permitió en Adrianópolis, recibió una orden altanera y terminante para que su lujosa comitiva hiciese alto allí, y para que el mismo César, con sólo diez carruajes de posta, acudiese prontamente a la residencia imperial de Milán. En este viaje atropellado, el rendido respeto que correspondía al hermano y compañero de Constantino terminó transformándose en áspera familiaridad; y Galo, que fue descubriendo en los rostros de sus acompañantes que se consideraban ya sus guardas, y podían ser luego sus verdugos, empezó a zaherir su propia temeridad y a recapacitar despavorida y dolorosamente sobre la conducta fatal que le había acarreado aquella suerte. Depusieron ya todo disimulo en Petovio, Panonia. Lo llevaron a un palacio en los suburbios, donde el general Barbatio, con un destacamento selecto, que era incapaz de condolerse y de comprarse, estaba esperando la llegada de su víctima ilustre. Lo arrestaron en la noche, lo despojaron vergonzosamente de las insignias de César y lo encerraron atropelladamente en Pola de Istria, en la misma mazmorra recién manchada con sangre real. Lo horrorizó ante todo la sospecha de su enemigo implacable, el eunuco Eusebio, que asociado con un notario y un tribuno (diciembre de 354), procedió a interrogarlo acerca de su desempeño en el Oriente. El César se desmayó de pesar y vergüenza, confesó todos los delitos y engaños que le atribuían; e, imputándolos al dictamen de su mujer, exasperó la ira de Constancio, que fue registrando con apasionado empeño los extractos del proceso. El emperador se convenció fácilmente de que su existencia era incompatible con la vida del primo: firmó la sentencia de muerte, que fue enviada y ejecutada; y el sobrino de Constantino, maniatado a la espalda, fue degollado en la cárcel como el más vil forajido.[2034] Quienes pretenden solapar las crueldades de Constancio afirman que luego se apiadó y se empeñó en revocar el sangriento decreto; pero que el mensajero, segundo portador de la contraorden, fue detenido por los eunucos, temerosos de la índole vengativa de Galo, y ansiosos de incorporar a su Imperio las ricas provincias de Oriente.[2035]

Fuera del mismo emperador, sólo Juliano sobrevivía de la numerosa prole de Constancio Cloro, y la mala ventura de su regia cuna lo arrolló en la catástrofe de Galo. Fue conducido a Milán a buen recaudo desde la bella región de Jonia. Durante siete meses estuvo languideciendo en la corte, con el miedo incesante de enfrentar la muerte deshonrosa que diariamente presenciaba de los amigos y allegados de su acosada familia. Sus miradas, sus ademanes, su silencio eran vigilados con maligna curiosidad, y a toda hora era asaltado por enemigos a quienes jamás había agraviado, y con artimañas que le eran absolutamente desconocidas.[2036] Pero en la escuela de la adversidad, Juliano adquirió insensiblemente las virtudes de la entereza y la discreción. Resguardó su pundonor y su vida de las complicadas asechanzas de los eunucos, que se empeñaban en desentrañar sus íntimos sentimientos; y mientras ocultaba sus quebrantos y resentimientos, se desentendía con nobleza de toda lisonja al tirano, sin darle ninguna muestra de aprobación por el asesinato de su hermano. Juliano atribuye devotamente a la protección de los dioses el milagro que eximió su inocencia del fallo exterminador contra la casa impía de Constantino.[2037] Instrumento eficaz de su destino fue la emperatriz Eusebia,[2038] dama de tesón heroico, de amistad generosa, de hermosura y de méritos, cuyo predominio en el ánimo de su esposo contrapesó hasta cierto punto la conspiración poderosa de los eunucos. Gracias a la intercesión de su protectora, se admite a Juliano ante la presencia imperial: aboga con decoro por su propia causa; se lo oye con agrado; pese a los esfuerzos de sus enemigos, que resaltan el peligro de contemplar a un vengador de la sangre de Galo, prevalece el dictamen graciable de Eusebia en el consejo. Pero los eunucos temen los resultados de la segunda entrevista y a Juliano se le aconseja que se marche por un tiempo a las cercanías de Milán, hasta que el emperador decide asignarle la ciudad de Atenas como destino de su honorable destierro. Desde su temprana juventud se destacó por su propensión o más bien pasión por la lengua, las costumbres, la literatura y la religión griegas, y así obedeció con gusto una orden tan halagüeña para sus anhelos. Lejos del alboroto de las armas y de las asechanzas palaciegas, se explayó seis meses por las arboledas de la Academia, en trato llano y desahogado con los filósofos de aquel siglo, quienes se esmeraban en cultivar el numen, realzar la vanagloria y enardecer la devoción de su regio alumno. No se malogró su labor, y Juliano abrigó siempre aquel aprecio que se engendra en todo ánimo generoso para con el país donde nacieron y se ejercitaron sus mayores atributos. La cariñosa afabilidad de sus modales, propia de su índole y de su situación, cautivaba imperceptiblemente el afecto de cuantos extranjeros y ciudadanos trataba. Tal vez algún condiscípulo observaba su conducta con algún prejuicio, pero en general Juliano arraigó en las escuelas de Atenas un concepto favorable a sus virtudes y alcances, que luego se fue dispersando por todo el Imperio.[2039]

Mientras pasaba sus horas en el retiro y el estudio, la emperatriz, decidida a coronar el grandioso intento que había emprendido, no perdía de vista el cuidado de su fortuna. La muerte del último César había dejado a Constancio revestido con el mando único y abrumado con el redoblado peso de un Imperio poderoso. Antes de que cicatrizaran las heridas de tanta desavenencia civil, diluviaron bárbaros y arrasaron las provincias de Galia. Los sármatas atravesaron la frontera del Danubio y la impunidad de sus rapiñas agravió más y más a los salvajes isaurios, salteadores que se bajaban de sus montañas para asolar las campiñas de la falda; incluso habían intentado, aunque sin éxito, sitiar la populosa ciudad de Seleucia, defendida por una guarnición de tres legiones romanas. Ante todo, el monarca persa, envalentonado con la victoria, nuevamente amenazaba la paz del Asia, y la presencia del emperador resultaba imprescindible, tanto en Oriente como en Occidente. Por primera vez Constancio reconoció sinceramente que su fuerza sola no era suficiente para abarcar tal inmensidad de cuidados y de señorío.[2040] Sordo a las voces aduladoras, que le aseguraban que su virtud todopoderosa y su sobrehumana suerte seguirían superando todos los obstáculos, escuchó gustoso el consejo de Eusebia, que halagaba su indolencia sin ofender su altanería asombradiza. Consciente de que el emperador no olvidaba la memoria de Galo, acertó a fijar su atención en el temple opuesto de ambos hermanos, que desde su infancia se habían comparado con los de Tito y Domiciano.[2041] Fue acostumbrando a su marido a considerar a Juliano como un joven de temple apacible y poco ambicioso, cuya lealtad y agradecimiento podría afianzarse con el agasajo de la púrpura, capaz de desempeñar un cargo subalterno, sin lidiar por el mundo ni empañar las glorias de su soberano y benefactor. Luego de una porfiada, aunque secreta competencia, la oposición de los eunucos fue cediendo al ascendiente de la emperatriz, y se acordó que Juliano, luego de casarse con Helena, hermana de Constancio, sería designado, con el título de César, para reinar sobre los países más allá de los Alpes.[2042]

Si bien la orden para volver a la corte probablemente iba acompañada con alguna indicación de lo acordado, apela al pueblo de Atenas para que atestigüe sus lágrimas y su desconsuelo, al verse arrancado tan a su pesar de aquel retiro querido.[2043] Temía por su vida, por su fama y aun por su virtud; su única confianza provenía de la convicción de que Minerva inspiraba todas sus acciones y de que estaba protegido por una guardia invisible de ángeles, que para ella la diosa habría tomado en préstamo del Sol y la Luna. El candoroso joven se horrorizó al ver el palacio de Milán y no pudo encubrir su ira al ser recibido con falso y servil respeto por los asesinos de su familia. Eusebia, regocijada con el éxito de sus benévolos planes, lo abrazó con cariño de hermana y procuró con su insistencia y sus halagos desvanecer sus miedos y reconciliarlo con su prosperidad, pero el ceremonial de rasurarlo y su torpe desaliño al trocar el manto de filósofo griego por el traje militar de un príncipe romano, divirtió durante algunos días la liviandad de la corte imperial.[2044]

Los emperadores de la época de Constantino ya no se dignaban a acudir al Senado para la elección de un compañero; mas esperaban que su nombramiento mereciese la ratificación del ejército. En tan solemne ocasión, la guardia y demás tropas acantonadas en las cercanías de Milán se presentaron con las armas, y subió Constancio al encumbrado tribunal, llevando de la mano a su primo Juliano, que cumplía entonces veinticinco años.[2045] El emperador, en un estudiado discurso, concebido y expresado con toda pompa, manifestó los diversos peligros que amenazaban la prosperidad de la república, la necesidad de nombrar un César para la administración de Occidente, y su intención, si fuese del agrado de todos, de realzar con el honor de la púrpura las virtudes del sobrino de Constantino. Los soldados prorrumpieron en muestras de aprobación con un murmullo reverente: clavaron sus miradas en el garbo varonil de Juliano, y repararon complacidamente en que el fuego de sus ojos penetrantes se templaba con el sonrosado de su modestia, al verse así por la vez primera expuesto a la publicidad del orbe todo. Terminada la ceremonia de la investidura, habló Constancio a tenor de su preeminencia en edad y jerarquía, exhortando al nuevo César a honrar con gestos heroicos la excelsitud propia de aquel nombramiento; luego se comprometió a profesarle una larga amistad, a pesar de las mayores distancias en sus respectivas residencias. Concluido el discurso, los vitoreó la tropa golpeando sus broqueles contra las rodillas,[2046] mientras la oficialidad que rodeaba la tribuna manifestaba con decoroso miramiento el aprecio que le merecían las virtudes del representante de Constancio (6 de noviembre de 355).

Regresaron ambos príncipes a su palacio en un mismo carruaje, y durante la lenta procesión Juliano fue repitiendo para sí un verso de su predilecto Homero, que tanto podía aplicarse a su fortuna como a sus miedos.[2047] En los veinticuatro días que pasó Juliano en Milán tras su investidura, y en los primeros meses de su reinado en Galia, vivió sentenciado a cautiverio estrecho, aunque esplendoroso, y aquel honor no podía equivaler a la independencia.[2048] Acechaban sus pasos, interceptaban su correspondencia, y tenía que privarse, por seguridad, de las visitas de sus íntimos. Sólo cuatro sirvientes le quedaron de los anteriores: dos pajes, su médico y su bibliotecario, muy atareado en el arreglo y cuidado de una colección preciosa, regalo de la emperatriz, tan apasionada por las inclinaciones como por los intereses de su amigo. En lugar de sus criados leales, se le asignó una servidumbre, cual correspondía en verdad a un César, que se componía de una caterva de esclavos, ajenos y tal vez incapaces de todo apego a su nuevo amo, para quien eran generalmente desconocidos o sospechosos. Su inexperiencia tal vez necesitara la asistencia de un consejo atinado; mas los pormenores de su mesa y el reparto de sus horas eran más propios de un alumno bajo la tutela de sus ayos que de un príncipe encargado de manejar una guerra de suma trascendencia. Ansioso de cautivar a los súbditos, lo atemorizaba la posibilidad de quedar mal con su soberano, y aun los frutos de su lecho nupcial se malograban con los artificios celosos de la misma Eusebia,[2049] quien, sobre este punto, parece que se desentendió del cariño del sexo y de la generosidad de su índole. La memoria de su padre y de sus hermanos y la suerte reciente e indigna de Silvano le recordaban a Juliano su propio peligro. En el verano anterior a la asunción de su noble cargo (septiembre de 355), se nombró a aquel general para que liberara Galia de las manos de los bárbaros; pero luego Silvano se dio cuenta de que sus enemigos mortales estaban en la corte imperial. Un astuto delator, cercano a otros ministros principales, se procuró de él algunas cartas de recomendación, les borró todo el contenido, excepto la firma, y llenó el pergamino de párrafos graves y alevosos. Mediaron amigos eficaces, se descubrió la maldad, y fue reconocida la inocencia de Silvano en un gran concilio de jefes civiles y militares, celebrado en presencia del mismo emperador. Pero el descubrimiento fue muy tardío, pues la noticia de tamaña calumnia y el atropellado embargo de sus fincas precipitaron, desde luego, al caudillo a la rebelión de la que tan injustamente lo culpaban. Asumió la púrpura en sus cuarteles de Colonia y su actividad bien conocida estaba ya amenazando a Italia con una invasión y a Milán con un sitio. En este conflicto, Ursicino, general de la misma graduación, recobró, con una traición, el privilegio que había perdido por sus ilustres servicios en Oriente. Exasperado como le cabía aparentar con iguales agravios, acudió rápidamente con algunos secuaces al pabellón de su crédulo amigo para abusar de su confianza. Allí fue asesinado Silvano, tras un reinado de veintiocho días: la soldadesca, que sin culpable intención había seguido ciegamente a su caudillo, volvió inmediatamente; y los aduladores de Constancio alabaron la sabiduría y felicidad de un monarca que había resuelto una guerra civil sin el trance de una batalla.[2050]

El resguardo de la frontera de Retia y la persecución de la Iglesia católica detuvieron a Constancio en Italia dieciocho meses después de la partida de Juliano, pero antes de regresar a Oriente quiso halagar su vanidad y su curiosidad visitando la antigua capital.[2051] Marchó de Milán a Roma por las carreteras Emilia y Flaminia, y, al acercarse a cuarenta millas [64,36 km] de la ciudad, la llegada de un príncipe que jamás venció a un enemigo extranjero asumió la apariencia de una triunfal procesión. La esplendorosa comitiva estaba compuesta de todo lo que realzara el lujo excesivo, pero en una época de paz iba acompañada de las armas centelleantes de crecidos escuadrones de guardias y coraceros. Sus tremolantes banderas de seda recamada de oro y con figuras de dragones flameaban en torno del emperador. Iba solo Constancio sentado en un trono en un altísimo carruaje enchapado de oro con incrustaciones de perlas, y, excepto cuando tenía que agacharse al pasar por las puertas de los humildes pueblos del camino, se mantenía erguido con gravedad inflexible. Los eunucos habían introducido en el palacio imperial la severa disciplina de los jóvenes persas; y era tal la paciencia que le habían inculcado, que en su pausada y calurosa marcha nunca movió su diestra hacia el rostro, y ni siquiera inclinó la vista a diestra o siniestra. Lo recibieron los magistrados y el Senado de Roma, y el emperador fue registrando con atención los honores civiles de la República y las imágenes consulares de las familias esclarecidas. Una gran muchedumbre cubría las calles, vitoreando y demostrando su júbilo al contemplar, después de treinta y dos años de ausencia, la sagrada persona de su soberano, y el mismo Constancio, con afectada extrañeza y cierta cortesía, estuvo mirando al mundo entero encogido en tan reducido recinto. El hijo de Constantino se hospedó en el palacio antiguo de Augusto: presidió el Senado, arengó al pueblo desde la tribuna donde Cicerón tantas veces había subido, asistió con indecible agrado a las funciones del circo, y aceptó las coronas de oro, como también los panegíricos preparados para la ceremonia por los diputados de las principales ciudades. Dedicó su corta visita de treinta días a registrar los monumentos del arte y del poder, desparramados por las siete colinas y los valles intermedios. Se admiró de la enorme majestad del Capitolio, de la vasta extensión de los baños de Caracalla y Diocleciano, de la sencillez severa del Panteón, de la grandiosidad maciza del anfiteatro de Tito, de la elegante arquitectura del teatro de Pompeyo y del templo de la Paz, y ante todo de la suntuosa estructura del Foro y de la columna de Trajano, reconociendo que la fama, tan propensa a inventar y encarecer, había escaseado sus admiraciones con la metrópoli del mundo. El viajero que contempla las ruinas de la antigua Roma podrá figurarse, aunque no cabalmente, los grandiosos impulsos que debían infundir, cuando erguían su frente con toda la gloria de su belleza primitiva.

La complacencia que cupo a Constancio en su viaje lo estimuló a conceder, con generosa emulación, a los romanos una memoria de su agradecimiento y munificencia. Su primer pensamiento fue imitar la estatua ecuestre y colosal que había visto en el Foro de Trajano; mas luego de recapacitar detenidamente sobre lo arduo de la empresa,[2052] acordó embellecer la capital con el regalo de un obelisco egipcio. En tiempos remotos, pero cultos, y anteriores al parecer al invento del sistema alfabético, los antiguos soberanos de Egipto habían erigido una gran cantidad de aquellos obeliscos en las ciudades de Tebas y Heliópolis, fundadamente esperanzados de que la sencillez de su hechura, con una sustancia tan dura, contrarrestaría los embates del tiempo y de la violencia.[2053] Augusto y sus sucesores habían hecho llevar a Roma varias de aquellas columnas descomunales, como los monumentos más duraderos de sus victorias y poderío;[2054] mas quedaba un obelisco que, por su corpulencia y santidad, se había salvado de la vanidad arrebatadora de los vencedores. Constantino lo había destinado a realzar su nueva ciudad,[2055] y luego de haber sido removido del pedestal donde se erguía ante el templo del Sol en Heliópolis, se lo trasladó Nilo abajo hasta Alejandría. Con la muerte de Constantino se suspendió la ejecución de su proyecto, y éste fue el obelisco que su hijo destinó a la antigua capital del Imperio. Se habilitó un bajel de gran capacidad para cargar con tan enorme peso de granito, de no menos de ciento quince pies [35 m] de largo, desde las márgenes del Nilo hasta las del Tíber. El obelisco de Constancio se desembarcó a tres millas [4,83 km] de la ciudad, y se levantó con arte y trabajo en el gran Circo de Roma.[2056]

La salida de Constancio de Roma fue apresurada por la alarmante noticia de la situación angustiosa y el peligro que se vivía en las provincias ilirias. Las calamidades de la guerra civil y el descalabro irreparable de las legiones en la batalla de Mursa dejaron indefensos a aquellos países y los expusieron a las correrías de la caballería bárbara, especialmente a las incursiones de los cuados, nación bravía y poderosa, que al parecer trocó las costumbres de los germanos por las armas y artes de sus aliados los sármatas.[2057] Las guarniciones fronterizas no eran demasiado fuertes para detenerlos, y el indolente monarca finalmente tuvo que juntar de los extremos de sus dominios la flor de las tropas palatinas, salir en persona al campo, y emplear toda una campaña, desde el otoño anterior y la primavera siguiente, para formalizar la continuación de la guerra. El emperador atravesó el Danubio por un puente de barcas, arrolló cuanto iba encontrando, se internó hasta el corazón del país de los cuados y los escarmentó con tremendas represalias de los estragos que habían causado por las provincias romanas. Exánimes, los bárbaros tuvieron luego que implorar la paz, ofreciendo la restitución de sus cautivos, una indemnización por lo pasado y los sujetos más nobles como rehenes. La generosa cortesía que se guardó con los principales caudillos que imploraron la clemencia de Constancio estimuló a los más medrosos o pertinaces a seguir su ejemplo, y se agolparon en el campamento príncipes y embajadores de las tribus más lejanas, que moraban por las llanuras de Polonia Menor [ahora Pequeña Polonia] y que podían considerarse escudadas tras los montes Cárpatos. Al imponer Constancio la ley a los bárbaros de más allá del Danubio, se condolió especialmente de los desterrados sármatas, arrojados de su patria por la rebeldía de sus esclavos, y que componían un refuerzo de entidad para el poderío de los cuados. Con un sistema generoso y estudiado, Constancio liberó a los abatidos sármatas de su dependencia humillante, y los restableció por un tratado aparte a la jerarquía de nación unida bajo el gobierno de un rey, amigo y aliado de la república. Manifestó su ánimo de afianzarles la justicia de su causa y la paz de las provincias, con el exterminio o al menos con el destierro de los limigantes, cuyas costumbres adolecían siempre de la vileza de su origen, intento cuya ejecución acarreó más trabajo que gloria. El Danubio defendía el territorio de los limigantes contra los romanos, y el Teis, contra los bárbaros enemigos. El terreno pantanoso que mediaba entre aquellos ríos, y que solía anegarse, era una maleza enmarañada, penetrable sólo para los naturales que conocían sus recónditos senderos y fortalezas inaccesibles. Ante la cercanía de Constancio, los limigantes apelaron al recurso de las plegarias, del engaño y de las armas; pero él desechó seriamente sus ruegos, desbarató sus asechanzas y rechazó con tino y entereza sus desaforados ataques. Una de sus tribus más belicosas, establecida en la isla que forman la confluencia del Teis y el Danubio, ideó pasar el río con ánimo de sorprender al emperador durante la seguridad de una conferencia amistosa; mas fueron víctimas de su premeditada perfidia. Rodeados por todas partes, atropellados por la caballería, degollados por las espadas de las legiones, desdeñaron pedir conmiseración, y con tesón incontrastable aún empuñaban sus armas en las agonías de la muerte. Tras esta victoria, desembarcó un cuerpo considerable de romanos en la orilla opuesta del Danubio; los taifales, tribu goda alistada en el servicio del Imperio, embistió a los limigantes por la parte del Teis, y los antiguos dueños, los sármatas, enardecidos con la esperanza del desagravio, se internaron por la serranía en el corazón de sus antiguas posesiones. Las chozas de los bárbaros fueron incendiadas, emboscadas por la maleza, y ya el soldado peleaba confiadamente sobre el terreno que antes le había resultado peligroso pisar.

En este trance, los más valientes de los limigantes acordaron morir peleando antes que rendirse; mas prevaleció el dictamen más benigno, corroborado por la autoridad de los mayores, y la horda suplicante, seguida por mujeres y niños, acudió al campamento imperial para oír de boca del vencedor su postrera suerte. Después de jactarse de su propia clemencia, propensa a indultar a nación tan criminal, les señaló Constancio por destierro un país remoto, donde pudieran gozar seguro y honrado descanso. Obedecieron a su pesar los limigantes, pero antes de acercarse, o al menos de asentarse en su destino, se volvieron a las orillas del Danubio, exagerando su conflicto y pidiendo con fervor de fidelidad que el emperador los agraciase con un establecimiento sosegado en el ámbito de las provincias romanas. Constancio, en vez de atenerse a su propia experiencia acerca de aquella incurable ingratitud, quiso oír a sus aduladores, quienes se esmeraron en manifestarle el honor y el provecho de admitir una colonia de soldados, cuando a la vez era mucho más fácil obtener las contribuciones pecuniarias que el servicio militar de los sujetos del Imperio. Se franqueó a los limigantes el paso del Danubio, y el emperador dio audiencia a la muchedumbre en un llano anchuroso junto a la moderna ciudad de Buda. Rodearon el solio, y escucharon al parecer con acatamiento aquella exhortación halagüeña y decorosa, cuando uno de los bárbaros prorrumpió a viva voz: «¡Marha! ¡Marha!», expresión retadora, y tirando el calzado al aire todos correspondieron a la señal de alboroto. Velozmente se arrojaron todos sobre la persona del emperador; agarraron con sus manos toscas el trono y el almohadón imperial; pero la defensa leal de su guardia, que feneció a sus plantas, le proporcionó ágilmente un caballo veloz y logró salvarlo de la revuelta. La desgracia padecida por una sorpresiva traición pudo ser repelida por el número y la disciplina de los romanos, y el final de la refriega fue el exterminio total del nombre y la nación de los limigantes. Se repuso a los sármatas en la posesión de su antiguo solar, y aunque desconfiaba Constancio de su ligereza, tenía la esperanza de que el agradecimiento redundaría en mejora de su conducta. Había reparado en la gallarda estatura y el afán obsequioso de Zizais, uno de sus caudillos más sobresalientes. Lo tituló rey, y Zizais demostró que no era inhábil para reinar, con su apego duradero al benefactor, quien, tras éxito tan esplendoroso, mereció el título de sarmático entre las aclamaciones de su ejército victorioso.[2058]

Mientras el emperador romano y el monarca persa, distantes tres mil millas [4827 km], estaban defendiendo los extremos de sus linderos contra los bárbaros del Danubio y del Oxo (año 358), la frontera intermedia estaba padeciendo las vicisitudes de una guerra sorda y de una tregua precaria. Dos de los ministros orientales de Constancio, el prefecto pretorio Musoniano, que desairaba su desempeño con sus hipocresías y falsedades, y Casiano, duque de Mesopotamia, soldado veterano y duro, entablaron reservadamente una negociación con el sátrapa Tamsapor.[2059] Esta propuesta de paz, traducida al idioma rendido y servil de Asia, llegó al campamento del Gran Rey, quien determinó manifestar por medio de un embajador los términos en que se avendría a un acuerdo con los demandantes romanos. Narses, revestido de aquel dictado, fue honoríficamente recibido en su paso por Antioquía y Constantinopla; llegó por fin a Sirmio, tras su dilatado viaje, y en su primera audiencia fue respetuosamente desenvolviendo el velo y la seda que recubría la carta arrogante de su soberano. Sapor, rey de reyes, y hermano del Sol y de la Luna (tales eran los encumbradísimos títulos que entonaba la vanidad oriental), se manifestaba complacido de que su hermano Constancio César hubiese ganado cordura con la adversidad. Como sucesor legítimo de Darío Histaspes, afirmaba Sapor que el río Estrimon, en Macedonia, era el verdadero y antiguo límite de su imperio; sin embargo, en testimonio de su moderación, manifestó que se contentaba con las provincias de Armenia y Mesopotamia que engañosamente habían quitado a sus antepasados. Declaraba que sin el reintegro de aquellas provincias litigadas, era imposible plantear tratado alguno sobre base sólida y permanente, y con gesto arrogante protestaba que si su embajador volvía desairado, ya estaba dispuesto para salir en campaña en primavera y sostener la justicia de su empeño con la fuerza de sus armas. Dotado Narses de finos modales, se esmeró, cuanto pudo, en suavizar la aspereza del mensaje.[2060] Su sustancia y estilo se tuvieron en cuenta en el concilio imperial, y se contestó: «Constancio tiene derecho de desentenderse de la oficiosidad de sus ministros, que habían procedido sin encargo especial del trono; pero es tan indecoroso como desatinado proponer al emperador único y victorioso del orbe romano las idénticas condiciones de paz que había ya airadamente desechado cuando su poder estaba reducido a la estrechez de Oriente: el trance de las armas era incierto, y Sapor debía recapacitar que si alguna vez fueron vencidos los romanos en las batallas, casi siempre les había sido favorable el final de la guerra». A pocos días de la partida de Narses, se enviaron tres embajadores a la corte de Sapor, que ya había vuelto de su expedición contra los escitas a su residencia acostumbrada de Ctesifonte. Un conde, un notario y un sofista fueron los escogidos para este encargo trascendental; Constancio, deseoso en su interior de la conclusión de la paz, tenía esperanzas de que la jerarquía del primero de sus enviados, la astucia del segundo y la elocuencia del tercero[2061] lograrían del monarca persa alguna mitigación en sus demandas. Pero los pasos de la negociación fueron contrarrestados por las artes hostiles de Antonino,[2062] súbdito romano de Siria que había huido por exceso de opresión y que alternaba en los consejos de Sapor y aun en la mesa real, donde, según costumbre de los persas, se solían ventilar los principales negocios.[2063] El astuto fugitivo acertaba a encaminar su propio interés por el mismo rumbo que su venganza. Aguijoneaba más y más la ambición de su nuevo monarca para que aprovechara la coyuntura en que las más selectas tropas palatinas estaban empleadas en una guerra distante en el Danubio. Presionaba a Sapor para que invadiese las provincias exhaustas e indefensas de Oriente, con los numerosos ejércitos de Persia, reforzada con la alianza y la incorporación de los bárbaros más feroces. Los embajadores de Roma se retiraron sin éxito, y otra embajada de todavía mayor jerarquía quedó detenida en estricto confinamiento, amenazada de muerte o destierro.

El historiador militar,[2064] encargado de observar el ejército persa que iba a construir un puente de barcas sobre el Tigris (año 359), estuvo observando la llanura de Asiria, cubierta de hombres, caballos y armas hasta el horizonte. Asomaba al frente Sapor, esplendoroso con la brillantez de la púrpura. A su izquierda, que entre orientales es la más honorífica, Grumbates, rey de los chionitas, ostentaba la adustez de un antiguo y afamado guerrero. Colocó el monarca al rey de los albanos a su derecha, que acaudillaba a sus tribus independientes desde las playas del mar Caspio. Los sátrapas y los generales iban repartidos según sus diversas jerarquías, y todo el ejército, fuera del crecido boato del lujo oriental, se componía de más de cien mil hombres efectivos, inmunes a la fatiga y seleccionados de las naciones más valientes de Asia. El desertor romano, que era el alma de los consejos de Sapor, había opinado prudentemente que, en vez de consumir el estío en arduos y dilatados sitios, se debía marchar directamente al Éufrates, y adelantarse más y más sin demora para alzarse con la endeble y riquísima metrópoli de Siria. Mas apenas se internaron los persas por las llanuras de Mesopotamia, descubrieron la suma cautela con que se habían dispuesto mil tropiezos para entorpecer sus avances y frustrar sus intenciones. Los moradores y sus ganados estaban a buen recaudo, se habían quemado de extremo a extremo los forrajes, y los vados se habían obstaculizado con agudas estacas; había máquinas militares en la orilla opuesta, y una crecida oportuna del Éufrates retrajo a los bárbaros de intentar el tránsito ordinario por el puente de Tapsaco. El consumado guía, variando su plan de movimientos, fue conduciendo el ejército por un camino más dilatado, pero por un mejor terreno, hacia el nacimiento del Éufrates, donde el gran río es un mero riachuelo. Sapor pasó de largo la fortificada Nisibis con prudente desdén, pero al llegar a los muros de Amida quiso experimentar si la majestad de su presencia asombraría y rendiría a la guarnición. El desacato sacrílego de rozarle la tiara con un flechazo descarriado le sirvió de desengaño, y el airado monarca escuchó desabridamente el consejo de sus ministros, que lo instaban a que no malograse el éxito de la campaña por un impulso de ira. Al día siguiente se adelantó Grumbates con un cuerpo selecto hacia el pueblo y lo intimó a rendirse, como el único desagravio admisible por tal extremo de temeridad e insolencia. Una descarga general fue la contestación; y su hijo único, joven hermoso y valiente, fue atravesado en el corazón por una jabalina disparada por una ballesta. Se celebraron las exequias según el ritual de su país, y el pesar del padre se mitigó un poco con la solemne promesa de Sapor de que el pueblo criminal de Amida serviría de pira funeraria para purgar la muerte y eternizar la memoria de su hijo.

La antigua ciudad de Amid o Amida,[2065] que lleva a veces el nombre de su provincia, Diarbekir,[2066] está situada ventajosamente en una llanura exuberante, regada por las acequias y los brazos del Tigris, cuya corriente va en parte cercando en semicírculo la porción oriental de la ciudad. Acababa el emperador Constancio de nombrar honoríficamente a Amida con su propio nombre, fortificándola con recias murallas y encumbrados torreones. Estaba surtida de máquinas militares y se le había reforzado la guarnición ordinaria con siete legiones, cuando la cercaron las armas de Sapor.[2067] Sus esperanzas primeras y más optimistas dependían del éxito de un asalto general. Se repartieron las distintas postas a las diversas naciones que seguían su estandarte; el Sur a los vertas, el Norte a los albanos, el Este a los chionitas, enfurecidos de pesar y de ira; el Oeste a los segestanos, los más valientes de sus guerreros, que defendían su frente con una línea formidable de elefantes indios.[2068] Por todas partes iban los persas reforzando sus conatos y enardeciendo su denuedo, y aun el monarca mismo, desatendiendo su jerarquía y el peligro, descolló durante todo el sitio con los ímpetus de la juventud. Los bárbaros, tras reñidísima refriega, fueron rechazados; volvían siempre a la carga y siempre eran vencidos con horrorosos estragos. Dos legiones rebeldes de Galia, desterradas a Oriente, sobresalieron desordenadamente con su heroísmo, durante una escaramuza nocturna hasta el centro del campamento enemigo. En uno de los repetidos y más encarnizados asaltos, la ciudad fue vendida por la traición de un desertor, que mostró a los bárbaros una escalerilla oculta y sin resguardo, labrada en un peñasco que se descuelga sobre la corriente del Tigris. Setenta arqueros selectos de la guardia real treparon al tercer piso de un torreón encumbrado que se asomaba sobre el acantilado; hicieron flamear la bandera persa, señal de arrojo para los sitiadores y de abatimiento para los sitiados, y si aquella sacrificada cuadrilla hubiera podido conservar un tiempo más su posición, sus vidas habrían costeado la rendición de la plaza. Tras la frustración de tanta pujanza y ardid, Sapor recurrió a las operaciones más seguras, aunque lentas, de un sitio regular, cuyas disposiciones corrían a cargo de los desertores romanos. Se abrió la trinchera a una distancia conveniente, y la tropa destinada al ataque se adelantaba al resguardo de reforzados zarzos, para terraplenar los fosos y socavar los muros. Se construyeron torres de madera móviles sobre ruedas, hasta que los soldados, provistos con todo tipo de armas arrojadizas, pudieran pelear en pie de igualdad con los defensores de las almenas. Cuanto pudo inventar el arte y cuanto cupo ejecutar con denuedo se empleó en la resistencia de Amida, y repetidas veces ardieron las obras de Sapor a manos de los contrarios. Pero los recursos de toda plaza sitiada se acaban; los persas repararon sus daños y adelantaron más y más sus avances; el ariete abrió finalmente una gran brecha, y la pujanza de la guarnición tuvo que rendirse, menguada por el acero y la dolencia, al ímpetu del asalto. Soldados, vecinos, mujeres y niños, todos los que no acertaron a escapar por la puerta opuesta fueron masacrados.

Mas el exterminio de Amida fue la salvación de las provincias romanas, pues no bien decayó el júbilo de la victoria, Sapor se dio cuenta de que, con el escarmiento de una ciudad insolente, había malogrado la flor de su tropa y la posición adecuada para la conquista.[2069] Treinta mil veteranos murieron ante las murallas de Amida, en los setenta y tres días de su sitio, y el desairado monarca se volvió a su capital con ínfulas de triunfador y con entrañable congoja. Es también de suponer que los inconstantes aliados bárbaros hallaron motivos para desentenderse de la guerra en que iban tropezando con tantas dificultades, y que el anciano rey de los chionitas, satisfecho ya de venganza, se desvió luego horrorizado ante una acción que había defraudado las esperanzas de su familia y de su nación. Ni las fuerzas ni el denuedo del ejército con que Sapor salió a campaña la primavera siguiente estaban a la altura de su ambición desenfrenada. En vez de aspirar a la conquista del Oriente, tuvo que contentarse con la rendición de dos ciudades fortificadas de Mesopotamia, Síngara y Bezabde,[2070] una situada en medio de un yermo arenoso y la otra en una península, cercada casi por todas partes por la corriente rápida y profunda del Tigris. Cinco legiones romanas, del tamaño al que habían sido reducidas en la época de Constantino, fueron hechas prisioneras y enviadas a los extremos remotos y opuestos de Persia. Arrasó el vencedor las murallas de Síngara y abandonó aquel paraje solitario y encerrado; pero restableció esmeradamente las fortificaciones de Bezabde, y situó en aquel punto importante una guarnición o colonia de veteranos, bien equipados de pertrechos, pero ante todo leales y honorables. Pero, al cerrarse la campaña, las armas de Sapor fueron vencidas en su avance contra Virta o Tecrit, fortaleza aventajada y, según se conceptuaba generalmente hasta el tiempo de Tamerlán, inexpugnable de los árabes independientes.[2071]

La defensa de Oriente contra las armas de Sapor requería el desempeño del general más consumado, y parecía una dicha para el Estado que fuese a la sazón la provincia del bravo Ursicino, que reunía en sí la confianza de la tropa y del pueblo. Ante el peligro, Ursicino[2072] fue removido por las tramas de los eunucos, y mediante las mismas técnicas se encargó el mando militar del Oriente a Sabiniano, un guerrero rico y astuto, que adolecía de los achaques, sin haberse granjeado la experiencia de la edad. Una segunda orden, proveniente de los mismos consejos, siempre celosos e inconstantes, mandaba a Ursicino a las fronteras de Mesopotamia, sentenciado a desempeñar los oficios de la guerra, cuyas glorias se trasladaban a su indecoroso competidor. Sabiniano edificó su apoltronada mansión dentro de las murallas de Edesa, y mientras se estaba entreteniendo con la farsa del ejercicio militar, moviéndose al compás aflautado de la danza pírrica, la defensa pública se dejó en manos de su denodado y eficaz antecesor. Pero cuando Ursicino recomendó un plan rápido de operaciones, cuando propuso ir con una división ligera y desvelada tras la falda de una serranía para apresar los convoyes del enemigo, u hostilizar la larga frontera persa para revertir el desastre de Amida, el tímido y envidioso caudillo alegaba que tenía órdenes terminantes de no exponer la seguridad de la tropa. Finalmente se tomó Amida; los esforzados defensores que se salvaron de la espada enemiga vinieron al campamento romano para fenecer a manos del verdugo; y el mismo Ursicino, después de superar la afrenta de ser procesado injustamente, padeció, por los desaciertos de Sabiniano, hasta la degradación militar. Pero luego Constancio experimentó el cumplimiento de la predicción que el agraviado había pronunciado con justa indignación: que mientras prevaleciesen tales máximas en el gobierno, el mismo emperador iría viendo cuán difícil sería resguardar sus dominios orientales de las invasiones extranjeras. Sojuzgados o contenidos una vez los bárbaros, Constancio se dirigió pausadamente hacia Oriente, y tras haber llorado sobre los escombros todavía humeantes de Amida, emprendió el sitio de Bezabde con un ejército poderoso. Se estremecieron las murallas ante los repetidos embates de arietes descomunales, y el pueblo se vio reducido a extremados apuros, pero la guarnición lo defendió con pujanza sufrida y denodada, hasta que al comenzar la estación lluviosa el emperador tuvo que levantar el sitio y retirarse desairadamente a pasar el invierno en Antioquía.[2073] El orgullo de Constancio y la ingeniosidad de sus cortesanos carecían de materias para entonar panegíricos a los acontecimientos de la guerra Pérsica; mientras la gloria de su primo Juliano, encargado del mando militar de las provincias de Galia, fue proclamada al mundo en la narrativa sencilla y concisa de sus hazañas.

Constancio, en la furia ciega de la guerra civil, había abandonado los ámbitos de Galia, rendida a la autoridad de su rival, a los bárbaros de Germania. Con regalos y promesas, invitó a un enjambre de francos y alamanes para que cruzaran el Rin y se posesionasen, con el cebo de los despojos, y para siempre, de cuanto terreno alcanzasen a sojuzgar.[2074] Mas el emperador, que tan torpemente había incitado la rapacidad innata de los bárbaros por un servicio temporal, se enteró y lamentó de lo arduo que le resultaba deshacerse de tan formidables huéspedes, cebados ya con el halago del suelo romano. Sin pararse a deslindar la lealtad o la rebeldía, aquellos salteadores indisciplinados trataban como a sus enemigos naturales a todos los súbditos del Imperio poseedores de algún objeto que ellos desearan. Cuarenta y cinco ciudades florecientes —Tongres, Colonia, Tréveris, Worms, Espira, Estrasburgo, etc.—, y un mayor número de pueblos y aldeas, fueron saqueadas y en gran parte reducidas a cenizas. Los bárbaros de Germania, siempre fieles a las máximas de sus antepasados, se horrorizaban con el encierro de murallas, a las cuales solían odiosamente llamar cárceles o sepulcros; y al establecer sus poblados en las orillas del Rin, del Mosela y del Mosa, se resguardaban contra todo peligro de sorpresa con un parapeto tosco, hecho rápidamente, de árboles gruesos atravesados en las rutas. Los alamanes se establecieron en las actuales provincias de Alsacia y Lorena, los francos ocuparon la isla de los Bátavos y una porción importante de Brabante, llamada entonces Toxandria,[2075] que puede conceptuarse como el asiento primitivo de la monarquía gala.[2076] Desde las fuentes hasta la desembocadura del Rin, las conquistas de los germanos se extendían hasta más de cuarenta millas [64,36 km] al oeste de aquel río, sobre un territorio poblado de colonias de su mismo nombre y nación, y el campo de sus estragos se extendía tres veces más que sus conquistas. A mucha mayor distancia, las poblaciones indefensas de Galia iban quedando desiertas, y los habitantes de las ciudades fortificadas, que confiaban en su fortaleza y vigilancia, tenían que contentarse con los escasos abastos de trigo que podían criar en los espacios vacantes de su recinto. Las legiones, ya reducidas y sin víveres ni paga, sin armas ni disciplina, temblaban al acercarse los bárbaros, y aun ante su nombre.

En tan infaustas circunstancias, un joven inexperto fue el encargado de salvar y regir las provincias de Galia, o más bien, como se expresa él mismo, de representar la farsa de la pompa imperial. La educación escolar y retirada de Juliano, en la que estuvo más dedicado a los libros que a las armas, a los difuntos que a los vivos, lo dejó en la más completa ignorancia acerca de la práctica de la guerra y del gobierno, y cuando se estaba imponiendo en algún ejercicio militar que por su atraso tenía que aprender, exclamaba suspirando: «¡Ay Platón, Platón, qué tarea para un filósofo!». No obstante, aquella misma filosofía, que los hombres de negocios aparentan menospreciar, le había dado a Juliano los preceptos más nobles y los más esclarecidos ejemplos, y lo animó a amar la virtud, a desear la fama y a sobreponerse a la muerte. La continua templanza, tan ponderada en las escuelas, es aún más esencial en todo campamento y en la disciplina militar. Las meras urgencias naturales regulaban el alimento y el sueño. Desechando con enfado los manjares que acercaban a su mesa, satisfacía el apetito con la ración vulgar y tosca del ínfimo soldado. En la crudeza de un invierno de Galia, jamás admitió fuego en su dormitorio, y tras descansar a ratos breves sobre una alfombra tendida en el suelo, se levantaba a mitad de la noche para despachar algún negocio preciso, acudir a sus rondas o, si le cabía disponer de algunos momentos, a sus estudios predilectos.[2077] Los preceptos de elocuencia que hasta entonces había estado practicando sobre puntos ideales de ejercicio tenían aplicación más provechosa, enardeciendo o refrenando los ímpetus de una muchedumbre armada; y aunque Juliano, por la temprana costumbre de sus conversaciones y su literatura, estaba más versado en los primores de la lengua griega, se había ido ejercitando en el idioma latino.[2078] Puesto que Juliano primitivamente no se inclinaba a la carrera de la legislación y la judicatura, es de suponer que la jurisprudencia romana no le había merecido particular atención; mas sus estudios filosóficos le infundieron una pasión sincera por la justicia, templada por su inclinación a la clemencia y el conocimiento de los principios fundamentales de la equidad y de la evidencia, con la detención esmerada para ir desenmarañando los puntos más intrincados que tenía que ventilar. Las disposiciones políticas y las operaciones militares tenían que sujetarse a las variaciones de personas y de circunstancias, y el escolar inexperto se quedaría muchas veces perplejo frente a la aplicación de las teorías más perfectas. Sin embargo, Juliano aprehendió esta importante ciencia gracias al activo vigor de su propio genio, como también a la sabiduría y experiencia de Salustio, oficial de graduación que se prendó entrañablemente de un príncipe tan digno de su intimidad y cuya integridad sabía expresar las verdades más amargas sin lastimar la delicadeza de un oído regio.[2079]

Revestido con la púrpura en Milán, salió Juliano hacia Galia con la escasa comitiva de trescientos sesenta soldados. En Viena, donde pasó un invierno atareado y doloroso (año 356) en manos de los ministros a quienes había encargado Constancio la dirección de su conducta, supo el César del sitio y rescate de Autun. Aquella ciudad grandiosa y antigua, protegida únicamente por una muralla desmantelada y una guarnición desvalida, se salvó por el denuedo generoso de algunos veteranos que volvieron a las armas por la defensa del país. En su marcha desde Autun por el interior de Galia, Juliano aprovechó con ardor la primera coyuntura de sobresalir con su arrojo; a la cabeza de un reducido cuerpo de flecheros y de caballería pesada, prefirió entre dos caminos el más breve, aunque más peligroso; luego de evitar y, en algunas ocasiones, de enfrentar los ataques de los bárbaros que estaban dominando la campiña, llegó a salvo y gallardamente al campamento cercano a Reims, donde las tropas romanas tenían orden de reunirse. La presencia de este joven príncipe revivió el ánimo cansado de la tropa, y marchó de Reims en busca del enemigo con una confianza que estuvo a punto de serle fatal. Los alamanes, familiarizados con el terreno, fueron reuniendo secretamente sus tropas desparramadas y, aprovechando un día lóbrego y lluvioso, se abalanzaron repentinamente sobre la retaguardia de los romanos. Antes de rehacerse, dos legiones fueron destruidas, y Juliano aprendió por experiencia que la cautela y el desvelo son las lecciones más importantes en el arte de la guerra. En una segunda acción, más venturosa, recobró y afianzó su concepto militar; pero como la agilidad de los bárbaros imposibilitó su avance, la victoria no fue sangrienta ni decisiva. Sin embargo, avanzó hasta las orillas del Rin, estuvo mirando las ruinas de Colonia, se convenció de lo arduo de la guerra y se retiró a inicios del invierno, descontento con la corte, con el ejército y con su propio resultado.[2080] El poder de los enemigos estaba casi intacto, y apenas había separado las tropas y establecido sus cuarteles en Sens, en el centro de Galia, cuando se vio cercado por una crecida hueste de germanos. Reducido en tan decisivo trance a los recursos de su propio entendimiento, demostró una prudente intrepidez que acertó a compensar las nulidades de la plaza y de la guarnición; tanto que los bárbaros tuvieron que retirarse luego de un mes, despechados con su fracaso.

El orgullo de Juliano, que debía únicamente a su espada tan señalado desempeño (año 357), se afligía al recapacitar sobre su situación: desamparado, vendido y quizás empujado al precipicio por los mismos que estaban obligados a auxiliarlo por los vínculos del honor y de la lealtad. Marcelo, general en jefe de la caballería en Galia, se atuvo estrechamente a las órdenes celosas de la corte, desatendió los apuros de Juliano y disuadió a la tropa a su mando de acudir al socorro de Sens. Si el César no prestaba atención a tan peligroso desacato, exponía su persona y autoridad al menosprecio del mundo, y si quedaba impune un proceder tan criminal, el emperador habría confirmado las sospechas, que recibían un viso capcioso por su conducta anterior para con los príncipes de la familia Flavia. Finalmente, Marcelo fue convocado y cortésmente removido de su cargo.[2081] En su lugar fue nombrado Severo, general de la caballería, soldado aguerrido, valeroso y leal, capaz de aconsejar comedidamente y de ejecutar con eficacia, y que se avino sin reparo al mando supremo que acababa de obtener Juliano, por influjo de su siempre protectora Eusebia, sobre los ejércitos de Galia.[2082] Se ideó un plan atinado para las operaciones de la próxima campaña. El mismo Juliano, capitaneando los restos de la tropa veterana y de algunos reclutas que se le permitió llevar, se internó denodadamente en el medio de los acantonamientos germanos, y repuso esmeradamente las fortificaciones de Saverna, en sitio aventajado, para contener las correrías o cortar la retirada al enemigo. Al mismo tiempo, Barbatio, general de la infantería, avanzaba desde Milán con un ejército de treinta mil hombres, y luego de atravesar las montañas dispuso un puente para atravesar el Rin en las cercanías de Basilea. Era de esperar que los alamanes, acosados por todos los flancos por las armas romanas, tendrían que evacuar sin más las provincias de Galia para acudir a la defensa de su patria; pero fracasaron los planes de la campaña por la incapacidad, la envidia o las instrucciones reservadas de Barbatio, quien obró como enemigo del César y aliado de los bárbaros. El abandono con que toleró que unas pandillas de saqueadores pasasen a sus anchas y volviesen cargadas por delante de las puertas de su campamento podía achacarse a incapacidad, mas la alevosa acción de quemar una parte de los barcos y unos abastos sobrantes, que hubieran sido muy útiles para el ejército de Galia, estaba demostrando sus intenciones hostiles y criminales. Los germanos despreciaron a unos contrarios incapaces o sin voluntad de incomodarlos, y la retirada indecorosa de Barbatio privó a Juliano del esperado auxilio, y lo dejó desamparado en una situación arriesgada, donde no podía permanecer a salvo ni retirarse airosamente.[2083]

Libres ya de todo miedo de invasión, trataron los alamanes de escarmentar al joven romano que intentaba disputarles la posesión de aquel país que clamaban como suyo por derecho de conquista y por los tratados. Emplearon tres días con sus noches en transportar sobre el Rin todo su poderío militar (agosto de 357). El fiero Chnodomarius, blandiendo el pesado lanzón que había enristrado victoriosamente contra el hermano de Magnencio, acaudillaba la vanguardia de los bárbaros y contenía el ardor que infundía su mismo ejemplo.[2084] Lo seguían otros seis reyes y diez príncipes, también reales, con gran comitiva de esforzados nobles y treinta y cinco mil valientes de las tribus de Germania. La confianza que provocaba ver tanta fuerza suya aumentó gracias al aviso de un desertor de que Juliano se hallaba, con el pequeño ejército de trece mil hombres, a veintiuna millas [33,79 km] en su campamento de Estrasburgo. Con esa fuerza tan desventajosa, Juliano decidió marchar en busca del ejército bárbaro, y prefirió enfrentar una acción general que la operación fatigosa e incierta de ir hostilizando separadamente las fracciones dispersas de los alamanes. Los romanos iban formados en dos columnas, la caballería a la derecha y la infantería a la izquierda, y quedaba ya tan escaso día al avistarse, que Juliano estaba con ánimo de diferir la batalla hasta la madrugada, y de dejar a la tropa el tiempo necesario para rehacerse con alimento y sueño. Sin embargo, con cierto fastidio, cedió al clamor de los soldados, y aun al dictamen de su consejo, y los estimuló a justificar con su desempeño la impaciencia, que, en caso de padecer derrota, se tildaría de temeraria presunción. Sonó el clarín, atronó el grito militar por la campiña, y se abalanzaron con igual ímpetu ambos ejércitos. El César condujo en persona su ala derecha, fiado en la destreza de sus arqueros y la defensa de sus enormes coraceros. Mas la formación fue rápidamente rota por un avance revuelto de caballería e infantería ligera, y padeció el perjuicio de ver la huida de seiscientos de sus coraceros más afamados.[2085] Los fugitivos se detuvieron y rehicieron ante la presencia y autoridad de Juliano, quien, despreciando el peligro, se puso al frente de ellos, los amenazó con la afrenta y los volvió a todos contra el enemigo ya victorioso. La pelea entre ambas líneas de infantería era porfiada y sangrienta. Los germanos aventajaban en estatura y brío; los romanos, en disciplina y serenidad. Pero como los bárbaros que seguían las banderas del Imperio reunían ambas ventajas, su denodado empuje, dirigido por un inteligente caudillo, vino por fin a decidir la batalla. Los romanos perdieron cuatro tribunos y doscientos cuarenta y tres soldados en esta memorable batalla de Estrasburgo, tan gloriosa para el César[2086] como saludable para las provincias acosadas de Galia. ¡Murieron seis mil alamanes en el campo, además de los ahogados y malheridos a flechazos al cruzar el río a nado![2087] El mismo Chnodomarius fue cercado y hecho prisionero con tres de sus esforzados compañeros, que se comprometieron a seguir en vida y en muerte los trances de su caudillo. Lo recibió Juliano con honores militares en el consejo de sus oficiales y, condoliéndose generosamente de su humillación, ocultó su menosprecio interior por la rendición rastrera de su prisionero. En lugar de exhibir al rey vencido de los alamanes como un grandioso espectáculo a las ciudades de Galia, tributó atentamente aquel espléndido trofeo de su victoria a las plantas del emperador. Chnodomarius logró un trato honorífico, pero el bárbaro impaciente no pudo sobrevivir largo tiempo a su derrota, a su prisión y a su destierro.[2088]

Luego de que los alamanes fueran expulsados de las provincias del Alto Rin, volvió Juliano sus armas contra los francos, establecidos cerca del océano, en los confines de Galia y Germania, los que por su número y su denuedo se consideraban los más formidables de todos los bárbaros.[2089] Aunque muy apasionados por la rapiña, tenían aún más afición por la misma guerra, que colocaban en la cumbre de la dicha humana, y estaban tan habituados de cuerpo y alma a su vida activa que, según la agudeza de un orador, tan halagüeñas eran para ellos las nieves del invierno como las flores de la primavera. En el mes de diciembre siguiente a la batalla de Estrasburgo (año 358), Juliano atacó a un cuerpo de seiscientos francos que se habían encerrado en dos castillos inmediatos al Mosa.[2090] Sostuvieron, en lo más crudo de la estación, un sitio de cincuenta y cuatro días, hasta que al fin, famélicos y atentos a que la vigilancia de sus enemigos en ir quebrando el hielo del río les quitaba toda esperanza de huir, los francos desistieron, por primera vez, de la ley que les mandaba morir o vencer. El César envió inmediatamente sus prisioneros a la corte de Constancio, quien los recibió como regalo apreciable,[2091] y celebró la posibilidad de incorporar otros tantos campeones en la tropa selecta de su guardia palaciega. La resistencia tenaz de aquella cuadrilla de francos manifestó a Juliano lo arduo de la expedición que estaba planeando para la primavera próxima contra todo el cuerpo de la nación. Su marcha veloz dejó atónitos a los bárbaros. Mandó a sus soldados abastecerse de galleta para veinte días; repentinamente asentó su cuartel junto a Tongres, mientras el enemigo lo suponía aún en su cuartel de invierno de París, esperando el pausado arribo de los convoyes de Aquitania. Sin dar tregua a los francos para juntarse ni para deliberar, repartió sabiamente sus legiones desde Colonia hasta el Océano, y, tanto por el terror como por sus aciertos, redujo luego a las tribus a implorar la clemencia y obedecer las órdenes de su vencedor. Los camavios se retiraron rendidos a sus antiguas moradas allende el Rin; mas se les permitió a los salios un nuevo establecimiento en Toxandria, en clase de súbditos y auxiliares del Imperio Romano.[2092] Se ratificó el tratado por medio de solemnes juramentos y se nombraron celadores perpetuos para residir entre los francos y fiscalizar con autoridad la observancia de los pactos. Se cuenta un incidente, de por sí interesante y nada ajeno de la índole de Juliano, que planteó la trama y el desenlace de la tragedia. Cuando los camavios imploraron la paz, Juliano exigió el hijo del rey como único rehén de su confianza. Un silencio angustiado, alternado de sollozos y gemidos, retrataba vivamente el desconsuelo de los bárbaros, y el anciano caudillo se lamentó con un lenguaje patético de que su pérdida personal atormentaba a todos como una calamidad general. Los camavios yacían postrados a los pies del trono, cuando el cautivo real, que creían muerto, se apareció inesperadamente a la vista de todos; en cuanto la bulla jubilosa se apaciguó y trocó en atención, el César habló en los términos siguientes: «Mirad al hijo, al príncipe que estáis llorando. Lo habéis perdido por vuestra culpa; pero Dios y los romanos os lo han devuelto. Conservaré y educaré al joven, más como testimonio de mi honor que como prenda de vuestra lealtad. En cuanto sea rota la fe jurada, acudirán las armas de la República al desagravio de tamaña ingratitud, no contra el inocente, sino contra los criminales». Se retiraron los bárbaros, hondamente impresionados de gratitud y admiración.[2093]

A Juliano no le bastaba haber dejado a las provincias de Galia liberadas de los bárbaros de Germania, pues aspiró a la gloria de competir con el primero y más esclarecido de los emperadores, y compuso también, a su imitación, comentarios propios sobre la Guerra de las Galias.[2094] Julio César escribió con vanidad de qué modo había atravesado el Rin dos veces; por su parte, Juliano podía jactarse de que, antes de asumir el título de Augusto, había llevado las águilas romanas allende el Rin en tres expediciones acertadas.[2095] Para la primera (año 357) lo alentó el terror de los germanos tras la batalla de Estrasburgo: y la resistencia de la tropa cedió luego a la persuasiva elocuencia de un caudillo que alternaba en los afanes y peligros con el soldado raso. Las aldeas de ambas orillas del Meno, ricas de trigo y ganadería, padecieron los estragos de una hueste invasora. Las casas principales, construidas con cierta imitación de la elegancia romana, fueron consumidas por las llamas, y el César se internó más de diez millas [16,09 km], hasta que lo detuvo una selva lóbrega e impenetrable, minada de caminos subterráneos, que amenazaban con emboscadas y trampas secretas todos los pasos de los salteadores. Estaba el suelo nevado y Juliano, luego de instalarse en un antiguo castillo construido por Trajano, concedió una tregua de diez meses a los bárbaros sumisos. Cumplido el plazo, emprendió una segunda expedición allende el Rin para doblegar el orgullo de Surmar y Hortario, dos reyes de los alamanes que habían estado en la batalla de Estrasburgo. Prometieron devolver cuantos cautivos romanos vivían, y como el César había dispuesto que todos los pueblos y aldeas de Galia formalizasen un estado de cuantos vecinos faltaban, descubrió sus engaños con tanto esmero y perspicacia que se granjeó el concepto de tener entendimiento sobrehumano.

La tercera expedición fue aún más certera e importante que las anteriores. Los germanos reunieron su poderío militar, se movieron por la orilla opuesta del río, intentaron destruir el puente y prevenir el tránsito de los romanos; pero tan atinado intento quedó desbaratado con una llamada oportuna. Trescientos soldados briosos con armas ligeras se embarcaron calladamente en cuarenta barcazas río abajo y desembarcaron a cierta distancia de los apostaderos enemigos; ejecutaron sus órdenes con tal denuedo y presteza, que estuvieron a punto de sorprender a los caudillos bárbaros al volver confiadamente y casi ebrios de una de sus fiestas nocturnas. Sin repetir la relación uniforme y desabrida de matanzas y devastación, bastará apuntar que Juliano dictó condiciones de paz a seis de los más altaneros reyes alamanes, e incluso les permitió a tres de ellos presenciar la estrecha disciplina y la pompa marcial del campamento romano. El César cruzó el Rin en compañía de veinte mil cautivos rescatados de los grilletes de los bárbaros, terminando así una guerra cuyo éxito ha merecido parangonarse con las antiguas glorias de las victorias púnicas y címbricas.

Afianzada ya una temporada de paz con su denuedo y desempeño, Juliano se dedicó a otro intento más genial para su índole humana y filosófica. Las ciudades de Galia que habían sufrido las incursiones bárbaras se repararon diligentemente; se mencionan particularmente siete puntos importantes entre Metz y el desagüe del Rin como restablecidos y fortificados por las órdenes de Juliano.[2096] Los germanos vencidos fueron sometidos a la condición equitativa, pero humillante, de disponer y aprontar los materiales necesarios; la eficacia de Juliano enardecía la continuación de la obra; y fue tal el afán que supo comunicar a la tropa que los mismos auxiliares, desentendiéndose de sus exenciones en cierta clase de fatigas, porfiaban en los trabajos ínfimos con el empeño de los soldados romanos. El abastecimiento y la defensa de los habitantes y las guarniciones corrían a cargo del César, pues el abandono de los hogares de los primeros y el amotinamiento de los segundos debieron haber sido las fatales consecuencias del hambre. Las tierras de labranza de las provincias de Galia estaban desoladas por las calamidades de la guerra; pero la escasez de cosecha en el continente era suplida con la colmada abundancia de la isla cercana. Seiscientas barcas enormes, fabricadas en el bosque de Ardenas, hicieron varios viajes a la costa de Britania y, cargadas de trigo a la vuelta, navegaban río arriba para repartir sus cargamentos a los pueblos y fortalezas por las orillas del río.[2097] Las armas de Juliano restablecieron la navegación expedita y segura, que Constancio intentó comprar indecorosamente por medio de un tributo voluntario de dos mil libras de plata [907 kg]. Negaba mezquinamente el emperador a sus soldados las sumas que su mano trémula y pródiga brindaba a los bárbaros, y la entereza de Juliano se vio en amargo trance al tener que entrar en campaña con un ejército descontento que llevaba ya dos años sin paga ni donativos extraordinarios.[2098]

El afán por la paz y la dicha de los súbditos era al parecer el móvil dominante del régimen de Juliano.[2099] Dedicó el ocio de sus cuarteles de invierno a todos los ramos del gobierno civil, y aparentaba complacerse más en su desempeño como magistrado que como general. Antes de salir de campaña, devolvió a los gobernadores de provincia la mayoría de las causas públicas y privadas que se habían remitido a su tribunal; pero a su regreso se esmeró en fiscalizar sus procedimientos, mitigó los rigores de la ley y falló segunda sentencia sobre los mismos jueces. Sobreponiéndose a la última tentación de un pecho virtuoso, el indiscreto afán tras la justicia, refrenó con sosiego y dignidad el acaloramiento de un abogado que acosaba por extorsión al presidente de la provincia Narbonesa. «¿Quién será el culpable —exclamó el impetuoso Delfidio— si basta con negar?» «¿Y quién podrá ser inocente —replicó Juliano—, si es suficiente con afirmar?» En la administración general de la guerra o de la paz, el interés del soberano viene a ser el del pueblo; pero hubiera sido un enorme agravio para Constancio que la virtud de Juliano lo defraudara de alguna parte del tributo que exprimía al país oprimido y desangrado. El príncipe revestido con las insignias reales podía cada tanto animarse a refrenar la insolencia de los agentes inferiores, a manifestar sus cohechos y a plantear otro sistema un tanto más llano y equitativo de recaudación. Mas el manejo de las finanzas fue encargado, para más seguridad, a Florencio, prefecto pretorio de Galia, tirano afeminado ajeno a todo remordimiento; pero el altivo ministro clamaba contra la más blanda y decorosa oposición, mientras el mismo Juliano propendía a denunciar su propia templanza. El César rechazó un mandato que creaba un impuesto extraordinario, un nuevo derecho que el prefecto presentó para su firma, y el retrato fiel de la miseria pública con el que justificó su rechazo ofendió a la corte de Constancio. Podemos leer gustosos los sentimientos de Juliano y el desahogo de su enfado, en una carta a uno de sus amigos más íntimos. Después de relatarle su conducta, continúa en los términos siguientes: «¿Cabía que el discípulo de Platón y Aristóteles obrase de otro modo? ¿Podía yo desamparar a los desventurados súbditos confiados a mis desvelos? ¿No me competía resguardarlos contra estos empedernidos ladrones? El tribuno que abandona su puesto merece muerte y privación de sepultura. ¿Con qué asomo de justicia podría yo fallar su sentencia si en el trance crítico me desentendiera de una obligación mucho más sagrada e importante? Dios me colocó en este lugar encumbrado; su providencia me escudará con eficaz auxilio. Si estoy sentenciado a padecer, tengo para mi consuelo el testimonio de mi conciencia pura y justificada. ¡Pluguiera al cielo que atesorase todavía un consejero como Salustio! Si tienen por conveniente enviarme un sucesor, desde luego lo acepto, y más gustoso me emplearía en la breve oportunidad de hacer bien que en disfrutar una impunidad larga y duradera de mis maldades».[2100] La situación subordinada y precaria de Juliano sacó a la luz sus virtudes y encubrió sus defectos. No podía el joven héroe, sostenedor del trono de Constancio en Galia, reformar el gobierno, pero tenía la posibilidad de aliviar y compadecer las ruinas del pueblo. Mientras no alcanzase a resucitar la marcialidad romana, o a introducir las artes de la industria y el refinamiento entre sus salvajes enemigos, no podía racionalmente esperar el afianzamiento del sosiego público con la paz o la conquista de Germania. Sin embargo, las victorias de Juliano suspendieron por algún tiempo las incursiones de los bárbaros y retrasaron la ruina del Imperio occidental.

Su influjo saludable restableció las ciudades de Galia, acosada tanto tiempo por las discordias civiles, la guerra contra los bárbaros y la tiranía propia; y revivió el afán industrioso con la esperanza de disfrutarlo. Agricultura, manufacturas y comercio fueron floreciendo al resguardo de las leyes, y los gremios o curias volvieron a estar formados por individuos provechosos y respetables; la juventud dejó de ser aprehensiva al matrimonio y los casados volvieron a procrear; las funciones públicas y privadas se celebraban con la pompa acostumbrada, y la comunicación frecuente y segura entre las provincias ofrecía el cuadro de la prosperidad nacional.[2101]

Un pecho como el de Juliano latiría complacidamente al presenciar la felicidad general, cuyo autor era él mismo; pero gustaba particularmente de la ciudad de París, el sitio de su residencia invernal y objeto de un afecto especial.[2102] Aquella ciudad esplendorosa, cuyos ámbitos anchurosos se extienden en ambas orillas del Sena, estaba primitivamente reducida a la islita de en medio del río, de donde tomaba el pueblo un agua cristalina y saludable. La corriente bañaba el pie de los muros, y se llegaba al ejido por dos puentes de madera. Una selva cubría la orilla del Norte; mas por el Sur el terreno, ahora llamado de la Universidad, se fue poblando imperceptiblemente y se realzó con un palacio, un anfiteatro, baños, un acueducto y un Campo de Marte para el ejercicio de la tropa romana. La crudeza del clima era atemperada con la cercanía del océano, y, gracias a las precauciones que la experiencia había ido enseñando, podían cultivarse viñedos e higos. Pero en inviernos rigurosos, el Sena se helaba profundamente, y los grandes trozos de hielo que flotaban por la corriente eran similares a las grandiosas piezas de mármol blanco que se extraían de las canteras de Frigia. La corrupción y el desenfreno de Antioquía recordaban a Juliano las costumbres austeras y sencillas de su amada Lutecia,[2103] que desconocían y menospreciaban los espectáculos teatrales. Se indignaba al contraponer a los siríacos afeminados con la sencillez honrada y valerosa de los galos, y casi les perdonaba la destemplanza, único defecto del carácter celta.[2104] Si se asomase ahora Juliano a la capital de Francia, y pudiera conversar con genios eminentes, capaces de entender y aun de instruir a un alumno de los griegos, disculparía acaso los devaneos traviesos y agraciados de una nación cuya gallardía marcial no decayó jamás con los excesos del lujo, y seguramente aplaudiría la perfección de aquel arte imponderable que suaviza, realza y embellece el trato humano.