XV
PROGRESOS DE LA RELIGIÓN CRISTIANA, Y OPINIONES, COSTUMBRES, NÚMERO Y ESTADO DE LOS CRISTIANOS PRIMITIVOS
Una reseña franca pero racional del establecimiento y progresos del cristianismo puede considerarse como una parte esencial de la historia del Imperio Romano. Mientras aquel gran cuerpo era invadido por una violencia abierta o socavado por una lenta decadencia, una religión pura y humilde se fue internando mansamente en los ánimos, creció en silencio y en la oscuridad, se robusteció con la oposición, y finalmente enarboló la insignia triunfadora de la Cruz sobre los escombros del Capitolio. La influencia del cristianismo no se ciñó siquiera a la época ni a las fronteras del Imperio Romano. Después de una revolución de trece o catorce siglos, esa religión todavía se profesa en las naciones de Europa, la parte más destacada de la humanidad tanto en artes y ciencias como en armas. Por la diligencia y el esmero de los europeos se ha difundido extensamente por las playas más remotas de Asia y África; y a través de sus colonias se ha arraigado desde Canadá hasta Chile, en un mundo desconocido para los antiguos.
Pero esta tarea, aunque amena y provechosa, va acompañada de dos dificultades peculiares. Los escasos y sospechosos materiales de la historia eclesiástica raramente nos permiten disipar la oscura nube que cubre los primeros tiempos de la Iglesia. La ley fundamental de la imparcialidad muy a menudo nos obliga a poner de manifiesto las imperfecciones de los maestros y discípulos del Evangelio; y a un lector inadvertido puede parecerle que sus yerros oscurecen la fe que profesaban. Pero el escándalo del beato cristiano, y el falaz triunfo del infiel, deben cesar tan pronto como observen no sólo por quién, sino igualmente a quiénes fue dada la Revelación Divina. El teólogo puede permitirse la agradable tarea de retratar la religión tal como bajó del Cielo, realzada con su nativa pureza. Una tarea más triste se le impone al historiador. Tiene que descubrir la inevitable mezcla de errores y corrupción que la fueron adulterando durante su larga existencia en la tierra, entre una endeble y degenerada raza de seres.
Nuestra curiosidad, naturalmente, desea averiguar los medios que proporcionaron a la fe cristiana una victoria tan señalada sobre las religiones ya arraigadas sobre la tierra. Esta pregunta puede responderse de una manera obvia pero insatisfactoria: que fue debido a la convincente evidencia de la doctrina misma y a la Providencia dominante del Sumo Hacedor. Mas como la verdad y la razón rara vez encuentran una recepción favorable en el mundo, y como la sabiduría de la Providencia condesciende con frecuencia a usar las pasiones del corazón humano y las circunstancias generales de la humanidad como instrumentos para ejecutar su propósito, se nos permitirá preguntar, con la adecuada obediencia, no ciertamente cuál fue la primera, sino cuáles fueron las causas secundarias del rápido crecimiento de la Iglesia cristiana. Se verá, tal vez, que fue favorecida y asistida de una manera muy eficaz por las cinco causas siguientes: I) el inflexible y, si se nos permite la expresión, intolerante celo de los cristianos, heredado, es verdad, de la religión judía, pero purificado del espíritu estrecho e insociable que, en lugar de atraer, disuadía a los paganos de abrazar la ley de Moisés; II) la doctrina de la vida venidera, mejorada con cuantas circunstancias pudieran dar peso y eficacia a tan importante verdad; III) el poder milagroso atribuido a la Iglesia primitiva; IV) la moralidad austera y pura de los cristianos; V) la unión y disciplina de la república cristiana, que gradualmente formó un Estado próspero e independiente en el corazón del Imperio Romano.
I) Ya hemos descrito la armonía religiosa del mundo antiguo, y la facilidad con que las naciones más diversas y aun hostiles admitían, o al menos respetaban, sus mutuas supersticiones. Un solo pueblo rehusó unirse a este trato común de la humanidad. Los judíos, quienes bajo las monarquías asiria y persa habían languidecido por muchos años como la parte más despreciada de sus esclavos,[1331] salieron a la luz con los sucesores de Alejandro, y se multiplicaron en tal admirable grado en Oriente y luego en Occidente, que excitaron la curiosidad y el asombro de otras naciones.[1332] La huraña obstinación con que mantuvieron sus ritos peculiares y costumbres antisociales parecía señalarlos como una especie particular de gente que profesaba denodadamente, o encubría apenas, su aborrecimiento implacable hacia los demás hombres.[1333] Ni la violencia de Antíoco, ni las artes de Herodes, ni el ejemplo de las naciones circundantes, llegaron jamás a persuadir a los judíos de asociar las instituciones de Moisés con la elegante mitología de los griegos;[1334] mas los romanos, atendiendo a la máximas de tolerancia universal, protegieron una superstición que despreciaban.[1335] La cortesía de Augusto condescendió a mandar que se ofreciesen sacrificios por su prosperidad en el templo de Jerusalén,[1336] mientras el último de los descendientes de Abraham, que debería haber tributado el mismo homenaje al Júpiter del Capitolio, hubiera sido, en tal caso, objeto de aborrecimiento para sí mismo y para sus hermanos. Pero la moderación de los conquistadores fue insuficiente para aplacar los celosos prejuicios de sus súbditos, que se alarmaban y escandalizaban ante las insignias del paganismo que aquellos introducían necesariamente en una provincia romana.[1337] La descabellada tentativa de Calígula de colocar su propia estatua en el templo de Jerusalén quedó contrarrestada por la resolución unánime de un pueblo que temía mucho menos a la muerte que a semejante idolatría y profanación.[1338] Su apego a la ley de Moisés era igual a su aversión a las religiones ajenas. La corriente de celo y devoción, cuanto más se estrechaba su canal, corría con la fuerza, y a veces con la furia, de un torrente.
Esta perseverancia inflexible, tan odiosa o ridícula para el mundo antiguo, asume un carácter más atroz desde que la Providencia se dignó revelarnos la historia misteriosa de su pueblo escogido. Pero esa adhesión devota e incluso escrupulosa a la religión mosaica, tan descollante entre los judíos que vivieron bajo el segundo templo, se hace más asombrosa cuando se compara con la terca incredulidad de sus antepasados. Cuando la ley tronó sobre el monte Sinaí, cuando las aguas del océano y el curso de los planetas se detenían en beneficio de los israelitas, cuando las recompensas o castigos temporales eran consecuencia inmediata de su piedad o desobediencia, ellos volvían a rebelarse contra la majestad visible de su Divino Rey, colocando los ídolos de las naciones en el santuario de Jehová, e imitando todas las ceremonias fantásticas que se practicaban en las tiendas de los árabes o en las ciudades fenicias.[1339] A medida que el Cielo desapadrinaba merecidamente a esa casta desagradecida, su fe adquirió altos grados de vigor y pureza. Los contemporáneos de Moisés y de Josué vieron con indiferencia los milagros más portentosos. Bajo la presión de varias calamidades, la creencia en esos milagros preservó a los judíos posteriores de contagiarse con la idolatría universal; y, contraponiéndose a todo principio humano, aquel pueblo extraño parece haber dado un asentimiento más fuerte e inmediato a las tradiciones de sus remotos antepasados que a la demostración palpable de sus propios sentidos.[1340]
La religión judía estaba admirablemente preparada para la defensa, pero jamás planeó una conquista, y es probable que el número de prosélitos nunca haya sido mucho mayor al de los apóstatas. Originalmente, las promesas divinas eran hechas, y el ritual distintivo de la circuncisión era disfrutado, por una sola familia. Cuando la posteridad de Abraham se multiplicó como las arenas del mar, la deidad, de cuya boca recibieron un sistema de leyes y ceremonias, se declaró a sí misma el Dios propio y nacional de Israel, y con el cuidado más celoso separó a su pueblo predilecto de todos los demás hombres. Las circunstancias tan asombrosas y sangrientas que acompañaron la conquista de la tierra de Canaán pusieron a los judíos victoriosos en un estado de hostilidad irreconciliable con todos sus vecinos. Se les mandó extirpar algunas de las tribus más idólatras, y la ejecución de la voluntad divina rara vez se entorpeció con las flaquezas de la humanidad. Todo enlace e intimidad con las demás naciones les estaba vedado, y esta prohibición de admitirlas en su regazo, que en algunos casos era perpetua, siempre se extendía al menos hasta la tercera, séptima y aun décima generación. La obligación de predicar la fe de Moisés a los paganos jamás se expresó como precepto de la ley, ni se inclinaban los judíos a imponérsela voluntariamente. En cuanto a la incorporación de nuevos ciudadanos, aquel pueblo insociable actuaba con la engreída vanagloria de los griegos más que con la generosa política de Roma. Los descendientes de Abraham estaban halagados con la opinión de que ellos solos eran los herederos de la alianza, y eran reacios a disminuir el valor de su herencia distribuyéndola muy fácilmente con cualquier extranjero. Un amplio contacto con la humanidad extendió sus relaciones sin reformar sus prejuicios, y siempre que el Dios de Israel se granjeaba nuevos devotos, se debía mucho más al humor inconstante del politeísmo que al celo eficaz de sus propios misioneros.[1341] La religión de Moisés parecía haber sido instituida para una sola nación y para un país determinado; y si la disposición de que todo varón debía presentarse tres veces al año ante el Sumo Jehová se hubiera cumplido estrictamente, habría sido imposible que los judíos se extendieran más allá de los reducidos límites de la tierra prometida.[1342] La destrucción del templo de Jerusalén removió, por cierto, ese obstáculo, pero la mayor parte de la religión judía quedó envuelta en esa destrucción; y los paganos, atónitos con la noticia inaudita de un santuario vacío,[1343] tenían curiosidad por descubrir el objeto y los instrumentos de un culto destituido de templos, aras, sacerdotes y sacrificios. Mas los judíos, en medio de su postración, todavía afirmando sus altos y exclusivos privilegios, rechazaban a las sociedades extranjeras en vez de buscar su aceptación. Aún insistían, con un rigor inflexible, en aquella parte de la ley que les cabía practicar. Sus distinciones particulares de días y manjares, con un sinfín de observancias tan fútiles como gravosas, eran objeto de repugnancia y aversión para las demás naciones, cuyos hábitos y prejuicios eran diametralmente opuestos. Solamente el doloroso e incluso peligroso rito de la circuncisión era suficiente para retraer a todo prosélito voluntario del umbral de la sinagoga.[1344]
Bajo estas circunstancias, el cristianismo se ofreció al mundo pertrechado con la fuerza de la ley mosaica y despojado de sus grilletes. El celo exclusivo por la verdad de su religión y la unidad de Dios quedó cuidadosamente inculcado tanto en el nuevo sistema como en el antiguo, y cuanto se reveló entonces al mundo acerca de la naturaleza y los designios del Ser Supremo incrementaba la reverencia hacia su misteriosa doctrina. La autoridad divina de Moisés y los profetas fue admitida, e incluso establecida, como la base más firme del cristianismo. Desde los comienzos del mundo, una serie continua de predicciones había anunciado y preparado el arribo tan esperado del Mesías, quien, acorde a las toscas aprensiones de los judíos, había sido representado más frecuentemente como Rey o Conquistador que como Profeta, Mártir o Hijo de Dios. Con su sacrificio expiatorio, los sacrificios imperfectos del templo quedaron a un tiempo consumados y abolidos. La ley ceremoniosa, que consistía sólo en tipos y figuras, fue sucedida por un culto puro y espiritual, igualmente avenible con todo clima y condición de la humanidad; y la iniciación por la sangre se reemplazó con una más inocente iniciación por el agua. La promesa de los favores divinos, en vez de limitarse a la posteridad de Abraham, se proclamó universalmente para el ciudadano y el esclavo, el griego y el bárbaro, el judío y el pagano. Cuantos privilegios podían encumbrar al prosélito de la tierra al Cielo, enardecer su devoción, asegurar su felicidad y aun halagar su engreimiento secreto que, con la apariencia de la devoción, se entromete en el pecho humano, quedaban todavía reservados para los miembros de la Iglesia cristiana; pero, al mismo tiempo, todo el linaje humano tenía permitido, y aun se le solicitaba, aceptar esa gloriosa distinción, que ya no sólo se repartía como favor, sino que se imponía como obligación. La obligación más sagrada de un iniciado era difundir entre sus amigos y relaciones la inestimable bendición que había recibido y advertirlos contra el rechazo, que se castigaría severamente como una desobediencia criminal a la voluntad de una deidad benevolente pero todopoderosa.
La liberación de la iglesia de los vínculos que la unían a la sinagoga fue, sin embargo, una tarea algo más dilatada y trabajosa. Los judíos conversos, que reconocían en Jesús los atributos del Mesías predicho en los oráculos antiguos, lo acataban como a un profético maestro en virtud y religiosidad, pero adherían con obstinación a las ceremonias de sus antepasados, y ansiaban imponerlas a los paganos que continuamente aumentaban el número de creyentes. Estos cristianos judaizantes parecen haber argüido, con algún acierto, el origen divino de la ley mosaica y la perfección inalterable de su Autor. Afirmaban que si el Ser, siempre idéntico por toda la eternidad, hubiera dispuesto abolir los sagrados ritos que distinguían al pueblo elegido, su revocación debía haber sido no menos clara y solemne que su primera promulgación; que, en vez de tan repetidas manifestaciones que suponían o corroboraban la perpetuidad de la religión mosaica, se hubiera ofrecido como un sistema interino ideado para regir hasta la llegada del Mesías, que instruiría a la humanidad en un modo más perfecto de creencia y de culto;[1345] que el Mesías mismo y los discípulos que conversaron con él sobre la tierra, en vez de recomendar con su ejemplo las más mínimas observancias a la ley mosaica,[1346] hubieran pregonado por el mundo la abolición de esas ceremonias obsoletas e inservibles, sin consentir que el cristianismo estuviese por tan largo plazo confundido entre las sectas de la iglesia hebrea. Tales son los argumentos que parecen haber sido usados para defender la causa moribunda de la ley mosaica; pero la agudeza de nuestros sabios teólogos explicó abundantemente el ambiguo lenguaje del Antiguo Testamento, y la ambigua conducta de los maestros apostólicos. Era pues el caso desplegar punto por punto la doctrina del Evangelio, y pronunciar con absoluta cautela y miramiento una sentencia condenatoria que repugnaba tanto a la inclinación y los prejuicios de los creyentes judíos.
La historia de la iglesia de Jerusalén nos da una prueba palpable de la necesidad de estos reparos, y de la profunda impresión que la religión judía había causado en el ánimo de sus adherentes. Los quince primeros obispos de Jerusalén fueron todos judíos circuncisos, y la congregación que presidían hermanaba la ley de Moisés con la doctrina de Cristo.[1347] Era natural que la tradición de una iglesia fundada tan sólo cuarenta días después de la muerte de Cristo, y administrada casi otros tantos años bajo la inspección inmediata de sus apóstoles, fuera recibida con el estatuto de la ortodoxia.[1348] Las iglesias lejanas solían apelar a la autoridad de su venerada Madre, y aun aliviar sus apuros con cuantiosas remesas de limosnas. Pero cuando numerosas y opulentas hermandades se establecieron en las ciudades populosas del Imperio —Antioquía, Alejandría, Éfeso, Corinto y Roma—, fue menguando imperceptiblemente el respeto que Jerusalén había inspirado en todas las colonias cristianas. Los judíos convertidos, o, como se llamaron después, nazarenos, que habían fundado la iglesia, se vieron luego arrollados por la creciente multitud, de todas las ramas del politeísmo, que se iba alistando bajo las banderas de Cristo; y los paganos, que, con el beneplácito de su apóstol particular se habían descargado del peso intolerable del ceremonial mosaico, denegaron finalmente a sus hermanos la misma tolerancia que antes habían pedido rendidamente para su propia práctica. Los nazarenos se conmovieron con la ruina del templo, de la ciudad y de la religión pública de los judíos, por cuanto en sus costumbres, aunque no en su creencia, aún mantenían una estrecha intimidad con sus impíos coterráneos, cuyas desdichas achacaban los paganos al menosprecio, y los cristianos, más atinadamente, a la ira de su Deidad Suprema. Los nazarenos se retiraron de los escombros de Jerusalén al pequeño pueblo de Pela, más allá del Jordán, donde aquella antigua iglesia subsistió más de sesenta años exánime y desconocida.[1349] Disfrutaban todavía del consuelo de visitar con frecuencia la Ciudad Santa, y también de la esperanza de verse algún día restablecidos en el solar que su naturaleza y su culto les habían enseñado a querer y reverenciar. Mas al fin, en el reinado de Adriano, el fanatismo desesperado de los judíos colmó la medida de sus calamidades; y los romanos, airados con sus repetidas rebeldías, ejecutaron los derechos de la victoria con un rigor inusual. El emperador fundó, bajo el nombre de Elia Capitolina, una nueva ciudad sobre el monte Sion,[1350] con los privilegios de una colonia; y amenazando con penas ejemplares a cuantos judíos osaran asomar por su recinto, fijó como vigilante guarnición una cohorte romana para que se ejecutaran sus órdenes. Un solo camino quedaba a los nazarenos para eximirse de la proscripción general, y, en esta ocasión, la influencia de ventajas temporales colaboró con la fuerza de la verdad. Eligieron para obispo a Marco, prelado de estirpe pagana, y probablemente nacido en Italia o en alguna provincia latina. Por su persuasión, la mayor parte de la congregación renunció a la ley mosaica, en cuya práctica habían perseverado por más de un siglo, y, con este sacrificio de hábitos y prejuicios, se franquearon la libre admisión en la colonia de Adriano y estrecharon su hermandad con la Iglesia católica.[1351]
Cuando el nombre y los honores de la iglesia de Jerusalén se restablecieron en el monte Sion, se aplicaron los delitos de cisma y herejía a los restos arrinconados de los nazarenos que se negaron a seguir al obispo latino. Preservaron su antiguo establecimiento en Pela, se diseminaron por las aldeas cercanas a Damasco y formaron una pequeña iglesia en la ciudad de Bercea o, como se llama ahora, Alepo, en Siria.[1352] El nombre de nazarenos se juzgó demasiado honorable para aquellos cristianos judíos, y pronto recibieron, por la supuesta pobreza de su entendimiento y de su condición, el epíteto despectivo de ebionitas.[1353] A los pocos años del regreso de la iglesia de Jerusalén, se suscitó la duda y la contienda sobre si quien reconocía sinceramente a Jesús como el Mesías, y seguía sin embargo observando la ley de Moisés, podía tener esperanza de salvación. La índole bondadosa de Justino Mártir lo inclinó a responder a esta pregunta afirmativamente, y, aunque se expresó con recato, se aventuró a resolverla en favor del imperfecto cristiano que, al practicar las ceremonias mosaicas, no pretendía abogar por su uso o necesidad general. Pero cuando Justino fue presionado para manifestar el dictamen de la Iglesia, confesó que había muchos cristianos ortodoxos que no sólo desesperanzaban a sus hermanos judaizantes de toda salvación, sino que huían del roce con ellos en las relaciones de amistad, hospedaje y vida social.[1354] La opinión más rigurosa prevaleció, como era natural esperar, sobre la benigna, y se alzó una valla eterna entre los discípulos de Moisés y los de Cristo. Los desdichados ebionitas, arrojados de una religión como apóstatas, y de otra como herejes, tuvieron que tomar una decisión, y aunque se pueden descubrir algunos rasgos de esa obsoleta secta hasta el cuarto siglo, luego se fue fundiendo imperceptiblemente en la iglesia o en la sinagoga.[1355]
Mientras la iglesia ortodoxa preservaba un justo medio entre la veneración extremada y el menosprecio violento de la ley mosaica, varios herejes se extraviaban por los iguales pero opuestos extremos de error y extravagancia. A partir de la verdad reconocida del judaísmo, los ebionitas argüían que nunca podía abolirse; a partir de sus supuestas imperfecciones, los gnósticos afirmaban que jamás podía haber sido planteada por una Sabiduría Divina. Hay objeciones contra la autoridad de Moisés y los profetas que se presentan fácilmente a todo entendimiento escéptico, aunque sólo pueden derivarse de nuestra ignorancia de la antigüedad remota y de nuestra incapacidad para juzgar adecuadamente las disposiciones divinas, pero en estos reparos se fundaba la vanidosa ciencia de los gnósticos.[1356] Como estos herejes eran, en su mayor parte, enemigos de toda sensualidad, zaherían la poligamia de los patriarcas, los galanteos de David y el serrallo de Salomón. No podían reconciliar la conquista de la tierra de Canaán y el exterminio de sus desprevenidos nativos con las nociones corrientes de humanidad y justicia; pero cuando recapacitaron sobre la sangrienta lista de asesinatos, ejecuciones y masacres que tiñen todas las páginas de los anales judíos, reconocieron que los bárbaros de Palestina habían manifestado tanta compasión con sus enemigos idólatras como con sus amigos y paisanos.[1357] Pasando de los seguidores de la ley a ella misma, daban por imposible que una religión que consistía sólo en sacrificios sangrientos y fútiles ceremonias, y cuyos premios y castigos eran todos de naturaleza carnal y temporal, pudiera inspirar el amor a la virtud y contener la impetuosidad de la pasión. Trataban con profano escarnio el relato mosaico de la creación y caída del hombre, pues no escuchaban con paciencia el descanso de la deidad tras los seis días de trabajo, la costilla de Adán, el jardín de Edén, los árboles de la vida y de la ciencia, la serpiente parlante, el fruto vedado y la condena pronunciada contra el linaje humano por la venial ofensa de sus progenitores.[1358] Retrataban impíamente al Dios de Israel como un ser propenso a la pasión y al error, caprichoso en sus favores, implacable en sus enconos, ruinmente celoso de su adoración supersticiosa, y confinando su parcial providencia a un solo pueblo y a esta vida pasajera. En tal carácter no podían descubrir ningún rasgo del sabio y omnipotente Hacedor del Universo.[1359] Concedían que la religión judía fuese algo menos criminal que la idolatría pagana, mas su dogma fundamental era que Cristo, a quien adoraban como el primero y más esclarecido destello de la Divinidad, apareció en la tierra para rescatar al hombre de sus muchos errores y revelar un nuevo sistema de verdad y perfección. Los padres más instruidos, con una condescendencia muy extraña, han seguido de manera imprudente los sofismas de los gnósticos. Consideran que todo sentido literal repugna a cualquier principio tanto de fe como de racionalidad, y se juzgan a resguardo e invulnerables tras el amplio velo de la alegoría, que tienden cuidadosamente sobre las partes más delicadas de la revelación mosaica.[1360]
Se ha afirmado, con más agudeza que realidad, que antes de los reinados de Trajano y Adriano la virginal pureza de la Iglesia nunca había sido mancillada por cismas ni herejías, esto es, durante un siglo después de la muerte de Cristo.[1361] Pero podemos observar con mayor propiedad que durante ese período los discípulos del Mesías disfrutaron de una indulgencia, tanto en su creencia como en la práctica, como jamás se ha concedido en los siglos posteriores. Como los vínculos de la comunidad se fueron estrechando y la autoridad espiritual del partido dominante aumentaba su severidad, muchos de los individuos más respetables, en vez de renunciar, fueron impulsados a persistir en sus opiniones privadas, a perseguir las consecuencias de sus equivocados principios, y a alzar abiertamente el estandarte de la rebelión contra la unidad de la Iglesia. Los gnósticos se distinguían como los más cultos, instruidos y adinerados de los cristianos, y esa opinión general, que expresaba cierta superioridad de conocimiento, o bien fue asumida por su propio engreimiento, o irónicamente otorgada por la envidia de sus adversarios. Eran, casi sin excepción, de alcurnia pagana, y sus fundadores principales parecen haber sido nativos de Siria o Egipto, donde el calor del clima dispone al cuerpo y al alma a la devoción indolente y contemplativa. Los gnósticos mezclaban la fe de Cristo con varios fundamentos sublimes pero oscuros, que derivaban de la filosofía oriental, e incluso de la religión de Zoroastro, concernientes a la eternidad de la materia, la existencia de dos principios y la jerarquía misteriosa del mundo invisible.[1362] Tan pronto como se lanzaron a ese vasto abismo, se entregaron a los consejos de una imaginación desordenada, y, como los caminos del error son variados e infinitos, los gnósticos se fueron subdividiendo en más de cincuenta sectas diversas,[1363] de las cuales las más nombradas parecen haber sido las de los basilidianos, los valentinianos, los marcionitas y, en un período posterior, los maniqueos. Cada una de estas sectas podía presumir de sus obispos y congregaciones, de sus doctores y mártires;[1364] y en vez de los cuatro Evangelios admitidos por la Iglesia, los herejes produjeron un sinnúmero de historias donde las acciones y discursos de Cristo y los apóstoles eran adaptados a sus respectivos fundamentos.[1365] El éxito de los gnósticos fue rápido y extenso.[1366] Cubrieron Asia y Egipto, se establecieron en Roma, y a veces se internaron en las provincias de Occidente. La mayor parte surgió en el siglo segundo, florecieron en el tercero, y fueron suprimidos en el cuarto y quinto por el predominio de otras controversias más vigentes y por la superioridad del poder reinante. Aunque alteraban continuamente la paz y deshonraban a menudo el nombre de la religión, contribuyeron a fomentar más que a detener los progresos del cristianismo. Los paganos convertidos, cuyos mayores reparos iban dirigidos contra la ley de Moisés, lograban cabida en muchas hermandades cristianas que no requerían de su mente inculta la creencia en revelaciones anteriores. Su fe se fue robusteciendo y expandiendo, y la Iglesia finalmente se benefició con las conquistas de sus enemigos más inveterados.[1367]
Pero cualesquiera fueran las diferencias de opinión que pudieran subsistir entre los ortodoxos, los ebionitas y los gnósticos sobre la divinidad y la obligación de la ley mosaica, a todos los animaba el mismo celo exclusivo y el mismo aborrecimiento a la idolatría que han distinguido a los judíos de las otras naciones en el mundo antiguo. El filósofo que consideraba el sistema politeísta como un hacinamiento de embustes y patrañas podía disfrazar una sonrisa de menosprecio bajo una máscara de devoción, sin recelar que la mofa o la avenencia lo expusiera a la ira de alguna potestad invisible o, en su opinión, imaginaria. Pero los primitivos cristianos veían las religiones establecidas del paganismo bajo una luz más odiosa y formidable. El sentimiento general, tanto de la Iglesia como de los herejes, consideraba a los demonios como autores, padrinos y objetos de la idolatría.[1368] Aquellos espíritus rebeldes que habían sido degradados del rango de ángeles y arrojados al pozo infernal, todavía tenían permitido vagar por la tierra, martirizar los cuerpos y seducir las almas de los pecadores. Los demonios pronto se enteraron de la propensión natural del corazón humano a la devoción, robaron arteramente la adoración del hombre a su Creador, y usurparon el lugar y los honores de la Deidad Suprema. Con el éxito de sus malvados ardides, además de satisfacer su vanagloria y su venganza, conseguían el único consuelo que les cabía, la esperanza de implicar a la especie humana en su culpa y su miseria. Se confesaba, o al menos se suponía, que se habían repartido entre sí los papeles principales del politeísmo; un demonio asumía el nombre y los atributos de Júpiter, otro, los de Esculapio; un tercero, los de Venus; y un cuarto, tal vez, los de Apolo;[1369] y que, con la ventaja de su larga experiencia y su aérea naturaleza, estaban facultados para ejecutar, con suficiente destreza y dignidad, las partes que desempeñaban. Se escondían en los templos, instituían festividades y sacrificios, pronunciaban oráculos, y aun se les permitía a menudo ejecutar milagros. Los cristianos, que con la mediación de los espíritus malignos descifraban tan prontamente toda aparición sobrenatural, estaban dispuestos y aun deseosos de admitir las ficciones más disparatadas de la mitología pagana. Pero la creencia cristiana estaba acompañada del horror. La más leve muestra de respeto al culto nacional se consideraba un homenaje directo rendido al demonio y un acto de rebeldía contra la majestad de Dios.
Como consecuencia de esta opinión, el primer deber, aunque el más arduo, de todo cristiano era mantenerse puro e incontaminado de toda práctica de idolatría. La religión de las naciones no era meramente una doctrina especulativa profesada en las escuelas o predicada en los templos. Las numerosas deidades y ritos del politeísmo estaban estrechamente entrelazados con cualquier circunstancia de trabajo o de placer de la vida pública o privada, y parecía imposible desentenderse de su observancia sin renunciar, al mismo tiempo, al trato con la humanidad y a todos los oficios y entretenimientos de la sociedad.[1370] Las importantes transacciones en la paz y en la guerra se preparaban y concluían con solemnes sacrificios que el magistrado, el senador o el soldado estaban obligados a presidir o en los que tenían que participar.[1371] Los espectáculos públicos eran parte esencial de la placentera devoción pagana, y se suponía que los dioses aceptaban, como la ofrenda más agradecida, los juegos que el príncipe y el pueblo celebraban en honor de su festividad particular.[1372] Los cristianos, que con piadoso horror evitaban las abominaciones del circo y del teatro, se veían cercados con lazos infernales en cada cordial diversión, toda vez que sus amigos, invocando a los dioses tutelares, derramaban libaciones por su mutua felicidad.[1373] Cuando la novia, forcejeando con bien remedada resistencia, era forzada a trasponer el umbral de su nueva morada,[1374] o cuando la procesión melancólica de un difunto marchaba pausadamente hacia la hoguera fúnebre,[1375] todo cristiano, en estas interesantes ocasiones, tenía que alejarse de sus personas más queridas, antes que cargar con la culpa inherente a tan impías ceremonias. Cualquier arte o negocio relacionado remotamente con la fabricación o adoración de ídolos quedaba tiznado con la mancha de la idolatría;[1376] un severo fallo, puesto que sentenciaba a eterna desdicha a la mayor parte de la comunidad, dedicada a las profesiones mecánicas o liberales. Si echamos una mirada a los numerosos restos de la antigüedad percibiremos que, frente a las representaciones inmediatas de los dioses y los instrumentos sagrados del culto, las elegantes formas y agradables ficciones consagradas por la fantasía griega se habían introducido como los ornamentos más ricos de las casas, los trajes y el mobiliario de los paganos.[1377] Incluso las artes de la música y la pintura, de la elocuencia y la poesía, fluían del mismo e impuro origen. En el modelo de los padres, Apolo y las Musas eran órganos del espíritu infernal; Homero y Virgilio, sus sirvientes mayores, y la bella mitología que penetraba y animaba el genio de sus composiciones estaban destinados a celebrar la gloria de los demonios. Incluso el idioma corriente en Grecia y en Roma abundaba en expresiones familiares, pero impías, que el cristiano imprudente podía proferir descuidadamente u oír con sobrado sufrimiento.[1378]
Las peligrosas tentaciones que se emboscaban por todos lados para sorprender al incauto creyente lo asaltaban con mayor violencia en los días de fiestas solemnes. Estaban tan ingeniosamente ideadas y dispuestas a lo largo del año, que la superstición siempre llevaba la apariencia de recreo y aun de virtud.[1379] Algunas de las funciones sacrosantas del ritual romano se dedicaban a saludar las nuevas calendas de enero con plegarias de felicidad pública y privada, a satisfacer el piadoso recuerdo de vivos y muertos, a afianzar los límites inviolables de la propiedad, a aclamar, en el retorno de la primavera, los afables poderes de la fecundidad; a perpetuar las dos épocas memorables de Roma, la fundación de la ciudad y la de su República; y a restablecer, durante la humana licencia de las Saturnales, la primitiva igualdad del linaje humano. Podemos concebir alguna idea del aborrecimiento de los cristianos hacia tan impías ceremonias por la escrupulosa delicadeza que exhibían en ocasiones mucho menos alarmantes. En los días de festividad general, los antiguos tenían la costumbre de engalanar sus puertas con lámparas y ramas de laurel, y ceñir sus sienes con guirnaldas de flores. Estas inocentes y elegantes prácticas podían tal vez tolerarse como meras instituciones civiles, pero por desgracia los dioses penates apadrinaban las puertas, el laurel estaba consagrado al amante de Dafne, y las guirnaldas, aunque simbolizaban a menudo tanto el duelo como el regocijo, habían estado en su origen al servicio de la superstición. Los trémulos cristianos, que en esa instancia habían sido persuadidos de cumplir con la costumbre del país y el mandato de los magistrados, se abrumaban bajo los temores más lóbregos por los remordimientos de su propia conciencia, la censura de la Iglesia y las señales de venganza divina.[1380]
Tales eran las afanosas atenciones que se requerían para resguardar la pureza del Evangelio del aliento infecto de la idolatría. Los seguidores de la religión establecida observaban sin cuidado, por costumbre o por educación, las supersticiones de los ritos públicos y privados; pero cada vez que se repetían estaban ofreciendo a los cristianos una oportunidad para manifestar y confirmar su celosa oposición. Su adhesión a la fe se fortalecía con estas frecuentes protestas, y cuanto más se incrementaba su celo, batallaban con mayor ardor y éxito en la sagrada guerra que habían emprendido contra el Imperio de Satanás.
II) Los escritos de Cicerón retratan en los más vivos colores la ignorancia, los errores y la incertidumbre de los filósofos antiguos en cuanto a la inmortalidad del alma.[1381] Cuando desean armar a sus discípulos contra el terror a la muerte inculcan, como una obvia pero melancólica posición, que el golpe mortal nos rescata de las calamidades de la vida, y que no puede ya padecer quien no existe. Pero hubo algunos sabios en Grecia y Roma que concibieron una idea más elevada y, en algún sentido, más justa de la naturaleza humana, aunque es necesario confesar que, en esta sublime investigación, su razón solía guiarse por su imaginación, y su imaginación solía moverse por su vanidad. Cuando miraban con complacencia la amplitud de sus alcances intelectuales, cuando ejercitaban las variadas facultades de la memoria, de la imaginación y del juicio, en las especulaciones más profundas o en los trabajos más importantes, y cuando reflexionaban sobre el anhelo de nombradía, que los transportaba a las edades futuras, mucho más allá de la muerte y la sepultura, no estaban dispuestos a confundirse con las bestias del campo, o a suponer que un ser por cuya dignidad tenían la más sincera admiración pudiera estar limitado a un solo lugar de la tierra y a unos pocos años. Con estas premisas favorables, llamaban en su ayuda a la ciencia, o más bien al lenguaje, de la metafísica. Pronto descubrieron que, como ninguna de las propiedades de la materia puede aplicarse a las operaciones del entendimiento, el alma humana ha de ser por consiguiente una sustancia distinta del cuerpo, pura, sencilla, espiritual, indisoluble y susceptible de un grado mucho mayor de virtud y felicidad después de su rescate de la cárcel corporal. De estos engañosos y nobles principios, los filósofos que caminaban por las huellas de Platón dedujeron una conclusión injustificable, en tanto afirmaron no sólo la inmortalidad venidera, sino la eternidad anterior del alma humana, que se inclinaban a considerar como un efluvio del espíritu infinito y preexistente por sí mismo, que penetra y sostiene el universo.[1382] Una doctrina tan ajena al alcance de los sentidos y de la experiencia del hombre puede servir para entretener el ocio del pensamiento filosófico, o, en la soledad silenciosa, puede a veces llevar un rayo de consuelo a la desanimada virtud; pero la escasa impresión que causaba en las escuelas quedaba pronto desvanecida por el comercio y las tareas de la vida. Estamos suficientemente enterados de los sujetos eminentes que florecieron en tiempo de Cicerón y de los primeros Césares, con sus gestiones, sus índoles y sus motivos, como para asegurarnos de que su conducta en esta vida nunca dependió de una seria convicción respecto de premios o castigos en un estado venidero. En el Foro o en el Senado de Roma, los oradores más hábiles no sintieron aprensión por ofender a sus oyentes exponiendo esta doctrina como una opinión ociosa y extravagante, rechazada con menosprecio por cualquier hombre de educación y entendimiento liberales.[1383]
Por tanto, puesto que los esfuerzos más sublimes de la filosofía no alcanzan más que a apuntar escasamente el deseo, la esperanza o, cuando más, la probabilidad de un estado venidero, absolutamente nada, fuera de la revelación divina, puede cerciorarnos de la existencia y describirnos la condición de aquel país invisible destinado a recibir el alma tras su separación del cuerpo. Pero podemos ver varios defectos inherentes a las religiones populares de Grecia y Roma que las hacían poco aptas para tan ardua tarea: 1.º el sistema general de su mitología carecía de pruebas terminantes, y los paganos más cuerdos se habían ya desentendido de su autoridad usurpada; 2.º la descripción de las regiones infernales había sido abandonada a la fantasía de pintores y poetas, que las poblaron de tantos fantasmas y monstruos, tan injustos en el reparto de sus premios y castigos, que una verdad solemne, la de mayor afinidad con el corazón humano, estaba abatida y deshonrada con esa absurda mezcla de ficciones inconexas;[1384] 3.º los devotos politeístas de Grecia y de Roma no solían considerar a la doctrina de un estado venidero como artículo fundamental de fe. La providencia de los dioses, referida a los Estados más que a los individuos en particular, se desplegaba principalmente en el teatro visible del mundo presente. Las demandas presentadas en las aras de Júpiter o de Apolo manifestaban el afán de sus plegarias por logros temporales, y su ignorancia o indiferencia por la vida venidera.[1385] La verdad trascendental de la inmortalidad del alma se inculcó con mayor esmero y éxito en la India, Asiria, Egipto y Galia, y, puesto que no cabe achacar aquella diferencia a un conocimiento superior de los bárbaros, debemos atribuirla al predominio de un sacerdocio arraigado que empleaba los motivos de la virtud como instrumentos de su ambición.[1386]
Podemos naturalmente presumir que un principio tan esencial para la religión estaría claramente revelado al pueblo selecto de Palestina y que debía confiarse al sacerdocio hereditario de Aarón. Adorar las disposiciones de la Providencia es nuestra incumbencia forzosa, y más al ver que la doctrina de la inmortalidad del alma se pasó por alto en la ley de Moisés;[1387] los profetas la insinúan oscuramente, y, en el largo período que medió entre la servidumbre egipcia y la babilónica, tanto las esperanzas como los temores de los judíos parecen ceñirse al estrecho alcance de la vida presente.[1388] Después de que Ciro permitió a la nación desterrada el regreso a la tierra prometida, y cuando Ezra hubo restablecido los recuerdos antiguos de su religión, dos afamadas sectas, los saduceos y los fariseos, fueron de a poco asomando en Jerusalén.[1389] Los primeros, sacados de la clase más pudiente y distinguida de la sociedad, se ceñían al estricto sentido literal de la ley mosaica y rechazaban religiosamente la inmortalidad del alma, como una opinión que carecía de toda aprobación en el libro divino, al que reverenciaban como la norma única de su creencia. Los fariseos añadían a la autoridad de las Escrituras la de la tradición, y admitían bajo este nombre varios conceptos especulativos sacados de la filosofía o la religión de las naciones orientales. Las doctrinas del destino o la predestinación, de los ángeles y espíritus, y de un estado venidero de premios y castigos, eran parte de los nuevos artículos de creencia; y como los fariseos, por sus costumbres austeras, tenían a su favor a la mayoría del pueblo judío, fue prevaleciendo la opinión de la inmortalidad del alma en el reinado de los príncipes y pontífices asmoneos. El temperamento de los judíos era incapaz de contentarse con un tibio y lánguido asentimiento, como el que podía satisfacer el ánimo de un politeísta; y tan pronto como admitieron la idea de un estado futuro, la profesaron con el celo que fue siempre el distintivo de la nación. Su celo, sin embargo, no implicaba una evidencia o siquiera una probabilidad, y todavía era necesario que la doctrina de la vida y la inmortalidad que había sido dictada por la naturaleza, aprobada por la razón y admitida por la credulidad, obtuviera la sanción de verdad divina por la autoridad y el ejemplo de Cristo.
No es extraño que, cuando se les propuso a los hombres la promesa de una felicidad eterna bajo el pacto de admitir la fe y cumplir con los preceptos del Evangelio, tan ventajosa oferta haya sido aceptada por numerosa gente de toda religión, clase y provincia del Imperio Romano. Los antiguos cristianos estaban animados por el menosprecio de su existencia presente y por una fundada confianza en la inmortalidad, de la que la fe dudosa e imperfecta de los tiempos modernos no puede darnos una noción adecuada. En la Iglesia primitiva, se robustecía poderosamente el influjo de la verdad con una opinión que, si bien merece algún respeto por su provecho y antigüedad, no se ha corroborado con la experiencia. Se creía universalmente que el fin del mundo y el reino de los cielos estaban ya cercanos. Los apóstoles habían predicho la proximidad inmediata de ese pavoroso acontecimiento; sus primeros discípulos preservaron aquella tradición, y cuantos entendían literalmente los discursos del propio Cristo estaban obligados a esperar la segunda y gloriosa llegada del Hijo del Hombre en las nubes, antes de que se extinguiese la generación que estuvo viendo su condición humilde sobre la tierra y que podía aún presenciar las desventuras de los judíos en los reinados de Vespasiano o Adriano. El plazo de diecisiete siglos nos ha enseñado a no pegarnos tanto al misterioso lenguaje de las profecías y la revelación; pero mientras, por sabios propósitos, se le permitió a este error subsistir en la Iglesia, produjo los más saludables efectos en la fe y la práctica de los cristianos, que vivían en la ansiosa expectativa del momento en que el mismo globo, y todas las diversas especies de la humanidad, temblaran ante la aparición del Juez divino.[1390]
La doctrina antigua y popular del Milenio estaba íntimamente vinculada con la segunda venida de Cristo. Como las obras de la creación se habían acabado en seis días, su duración en el estado presente, según una tradición atribuida al profeta Elías, se fijaba en seis mil años.[1391] En virtud de la misma analogía, se infería que al largo período de afanes y contiendas que estaba ya por terminar[1392] lo seguiría inmediatamente un sábado placentero de mil años; y que Cristo, acaudillando el coro triunfador de los santos y elegidos preservados de la muerte o milagrosamente resucitados, vendría a reinar sobre la tierra hasta el punto señalado para la resurrección postrera y general. Tan placentera era esta esperanza para el ánimo de los creyentes que la nueva Jerusalén, el solar de ese reino venturoso, se adornó rápidamente con todos los alegres colores de la imaginación. Una felicidad que consistiera solamente en placeres puros y espirituales hubiera parecido demasiado refinada para sus habitantes, que todavía estaban en posesión de su naturaleza y sensaciones humanas. Un paraíso del Edén, con los recreos de una vida pastoril, no era muy apropiado para el avanzado estado de la sociedad que prevaleció bajo el Imperio Romano. Por lo tanto, se erigió una ciudad de oro y piedras preciosas, y una sobrenatural abundancia de cosechas y vinos en los territorios adyacentes; y el feliz y benévolo pueblo jamás sería restringido en el libre aprovechamiento de sus producciones espontáneas por ninguna ley exclusiva de propiedad.[1393] Una serie de padres, desde Justino Mártir[1394] e Ireneo, que conversaron con los discípulos directos de los apóstoles, hasta Lactancio, que fue ayo del hijo de Constantino,[1395] inculcaron cuidadosamente el Milenio. Aunque no era universalmente admitido, parece haber sido el sentimiento reinante entre los creyentes ortodoxos; y está tan bien adaptado a los deseos y temores del hombre que debe haber contribuido en un grado muy considerable al progreso de la fe cristiana. Pero cuando el edificio de la Iglesia estuvo casi completo, el apoyo temporal quedó a un lado. La doctrina del reinado de Cristo sobre la tierra fue tratada primero como una alegoría profunda, luego se consideró como una dudosa e inservible opinión, y finalmente fue rechazada como una absurda invención de la herejía y el fanatismo.[1396] Una profecía misteriosa, que aún forma parte de los sagrados cánones, pero que se creyó favorable al dictamen ya rechazado, ha escapado por poco a la proscripción de la Iglesia.[1397]
Mientras se ofrecía la dicha y la gloria de un reinado temporal a los discípulos de Cristo, se amenazaba con las más horrendas calamidades al mundo no creyente. El edificio de la nueva Jerusalén debía ir prosperando por los mismos pasos que la destrucción de la mística Babilonia, y en tanto que los emperadores que precedieron a Constantino persistieron en su idolatría, se aplicó el nombre de Babilonia a la ciudad y al Imperio de Roma. Se preparó una serie periódica de cuantos estragos físicos y morales pueden aquejar a toda nación floreciente: discordias intestinas y la invasión de los bárbaros más bravíos de las desconocidas regiones del norte, peste y hambre, cometas y eclipses, terremotos e inundaciones.[1398] Todos éstos no eran más que anuncios de alarma y preparatorios de la gran catástrofe de Roma, cuando la patria de los Escipiones y de los Césares fuera abrasada con el fuego del Cielo, y la ciudad de los siete cerros, con sus palacios, sus templos y sus arcos triunfales, quedase sepultada en un gran lago de llamas y azufre. Sin embargo, la vanagloria romana podía encontrar algún consuelo en que el plazo de su Imperio fuese el mismo que el del mundo entero, el cual, tras haber fenecido ya una vez bajo el elemento del agua, estaba destinado a padecer un exterminio más rápido con el elemento del fuego. En la opinión de una quema universal, la fe de los cristianos coincidía muy adecuadamente con las tradiciones del Oriente, la filosofía estoica y la analogía de la Naturaleza; e incluso el país que, por motivos religiosos, había sido elegido como el origen y teatro principal del incendio era, por causas físicas y naturales, el que más se adaptaba a este propósito, por sus hondas cavernas, capas de azufre y numerosos volcanes, entre los cuales el Etna, el Vesubio y el Lípari eran una representación muy imperfecta. El escéptico más calmo e intrépido no podía dejar de reconocer que la destrucción del actual sistema del mundo por el fuego era en sí extremadamente probable. El cristiano, que fundaba su creencia mucho menos en los argumentos engañosos de la razón que en la autoridad de las tradiciones y en la interpretación de las Escrituras, lo estaba aguardando con pavor y confianza, como un acontecimiento cierto y cercano; y, como su mente estaba de continuo ocupada con ese gran pensamiento, consideraba cada desastre que sucedía en el Imperio como síntoma infalible de un orbe ya moribundo.[1399]
La condena de los paganos más sabios y virtuosos a causa de su ignorancia o incredulidad sobre la verdad divina repugna a la razón y a la humanidad del siglo presente;[1400] pero la Iglesia primitiva, cuya fe era mucho más firme, enviaba sin dudarlo a la eterna tortura a la mayor parte de la humanidad. Podía tal vez mediar alguna esperanza caritativa en favor de Sócrates y de algún otro sabio de la antigüedad, que habían consultado la luz de la razón antes que apareciera la del Evangelio.[1401] Pero se afirmaba unánimemente que cuantos habían persistido tercamente en su culto diabólico después del nacimiento o la muerte de Cristo, ni merecían ni podían esperar conmiseración de un Dios justiciero y enojado. Estos rígidos sentimientos, desconocidos en el mundo antiguo, parecen haber infundido rencor en un sistema de amor y armonía. Las diferencias en cuanto a la fe religiosa solían rasgar los lazos de sangre o de amistad; y los cristianos, que en este mundo se hallaban oprimidos bajo el poder de los paganos, eran seducidos a veces por el resentimiento y el orgullo espiritual, como para deleitarse con la perspectiva de su futuro triunfo. «Sois aficionados a los espectáculos», exclama el adusto Tertuliano, «esperad el espectáculo supremo, el juicio final y sempiterno del universo. Cómo me gozaré, me reiré, complaceré, ufanaré, al mirar a tantos engreídos monarcas y dioses de fantasía sollozando en el abismo más profundo de la oscuridad; tantos magistrados, que persiguieron el nombre del Señor, derritiéndose en fuegos más intensos que cuantos encendieron contra los cristianos; tantos sabios filósofos enrojeciendo entre las llamas con sus engañados alumnos; tantos celebrados poetas trémulos ante el tribunal, no de Minos, sino de Jesucristo; tantos dramaturgos, más melodiosos en la expresión de sus propios padecimientos; tantos bailarines». Pero la humanidad de los lectores me permitirá tender un velo sobre lo restante de esta descripción infernal, que el celoso africano compone con una gran variedad de afectadas e insensibles agudezas.[1402]
Sin duda, sobrarían cristianos primitivos de índole más adecuada a la mansedumbre y caridad de su creencia. Había quienes sentían una sincera compasión por el peligro que corrían sus amigos y paisanos, y quienes se preocupaban con bondad para rescatarlos de su inminente destrucción; pero el desprevenido politeísta, asaltado por nuevos e inesperados terrores contra los cuales ni sus sacerdotes ni sus filósofos lo escudaban, quedaba frecuentemente amenazado y sometido por la amenaza de torturas eternas. Sus temores podían ayudar al progreso de su fe y de su razón, y una vez que se avenía a sospechar que la religión cristiana pudiera ser cierta, se hacía muy fácil convencerlo de que el partido más seguro y prudente se cifraba en abrazarla.
III) Los dones sobrenaturales que aun en vida se atribuían a los cristianos sobre todos los demás hombres serían muy conducentes para su provecho, y a veces para el convencimiento de los infieles. Fuera de los ocasionales prodigios que solía acarrear la mediación de la Divinidad, cuando suspendía las leyes naturales en beneficio de la religión, la Iglesia cristiana, desde el tiempo de los apóstoles y de sus primeros discípulos,[1403] ha afirmado una serie incesante de poderes milagrosos: el don de lenguas, de previsión y de profecía, la facultad de expulsar a los demonios, de sanar a los enfermos y de resucitar a los difuntos. El conocimiento de idiomas extranjeros se comunicó a menudo a los contemporáneos de Ireneo, aunque él mismo tuvo que batallar con las dificultades de un dialecto bárbaro mientras estuvo predicando el Evangelio a los naturales de la Galia.[1404] La inspiración divina, ya fuera transmitida su visión en el sueño o en la vigilia, se describía como un favor muy liberal, otorgado a toda clase de fieles, tanto mujeres como ancianos, tanto niños como obispos. Cuando sus devotos ánimos estaban suficientemente preparados con una serie de plegarias, de ayunos y de desvelos para recibir el extraordinario estímulo, se los privaba de sus sentidos y articulaban en éxtasis la inspiración, siendo meros portadores del Espíritu Santo, tal como la zampoña o la flauta respecto de quien la sopla.[1405] Debemos añadir que el propósito de estas visiones era, en su mayor parte, o revelar la historia venidera, o disponer el régimen actual de la Iglesia. Expulsar a los espíritus del cuerpo de las personas a quienes se les había permitido atormentar se consideraba como un signo, aunque usual, del triunfo de la religión, y los antiguos apologistas lo esgrimen repetidamente como la evidencia más convincente de la verdad del cristianismo. La horrible ceremonia se solía ejecutar en público y en presencia de un gran número de espectadores; el paciente era liberado por el poder o la habilidad del exorcista, y se escuchaba confesar al vencido demonio que era uno de los dioses fabulosos de la antigüedad que había usurpado impíamente la adoración de los hombres.[1406] Pero la curación milagrosa de las dolencias más inveteradas y de especies nunca vistas no debe asombrarnos si recordamos que en tiempo de Ireneo, hacia el final del siglo segundo, la resurrección de los muertos estaba lejos de considerarse un evento poco común; que el milagro se ejecutaba frecuentemente en las ocasiones necesarias, por medio de ayunos rigurosos y plegarias mancomunadas de la iglesia del paraje, y que las personas revividas con estas súplicas habían vivido después entre ellos por largos años.[1407] En aquella época, cuando la fe podía presumir de tantas maravillosas victorias sobre la muerte, parece difícil dar cuenta de aquellos filósofos que todavía rechazaban y se burlaban de la doctrina de la resurrección. Un griego noble redujo toda la contienda a un solo terreno, y ofreció a Teófilo, obispo de Antioquía, que si lo complacían con la vista de un solo individuo realmente resucitado, abrazaría inmediatamente la religión cristiana. Hay que remarcar que el prelado de la primera iglesia del Oriente, aunque ansioso por la conversión de su amigo, pensó que era conveniente rechazar aquel justo y razonable reto.[1408]
Los milagros de la Iglesia primitiva, tras tantos siglos de ratificación, han sido atacados últimamente en una muy libre e ingeniosa investigación[1409] que, si bien ha merecido el favor del público, parece haber provocado un escándalo general entre los teólogos de las iglesias protestantes, tanto en este país como en los demás de Europa.[1410] Nuestros diversos dictámenes sobre este punto son menos hijos de argumentos particulares que de nuestros hábitos, estudios y reflexiones, y, ante todo, del grado de evidencia que solemos requerir en todo acontecimiento milagroso. El deber del historiador no es interponer sus juicios privados en esta sutil e importante controversia, pero tampoco puede evadir la dificultad de formular una teoría que reconcilie el interés de la religión con el de la razón, de aplicar apropiadamente esa teoría, y de definir con precisión los límites de aquel feliz período, exento de engaño y de error, al cual tenemos que ceñir el don sobrenatural de los portentos. Desde el primer padre hasta el último papa, la sucesión de obispos, santos, mártires y milagros es continua; y los progresos de la superstición fueron tan graduales y casi imperceptibles, que no alcanzamos a particularizar el eslabón donde se rompe la cadena de la tradición. Cada siglo pregona los acontecimientos maravillosos que lo distinguieron, y su testimonio parece no menos terminante y respetable que el de la generación anterior, hasta que imperceptiblemente llegamos a ver nuestra propia inconsistencia si, en el siglo octavo o duodécimo, negamos al venerable Beda y a San Bernardo el mismo grado de confianza que en el siglo segundo tributábamos tan liberalmente a Justino e Ireneo.[1411] Si la veracidad de cualquiera de esos milagros se juzga por su aparente utilidad y conveniencia, todo siglo tiene incrédulos que convencer, herejes que refutar y naciones idólatras que convertir; y siempre hay suficientes motivos para justificar la mediación del Cielo. Puesto que todo amante de la revelación da por sentada la potestad milagrosa y que todo sujeto racional está convencido de su cesación, es evidente que hubo algún período en que, repentina o gradualmente, se despojó de ella a la Iglesia cristiana. Cualquier época que se escoja para tal propósito, la muerte de los apóstoles, la conversión del Imperio Romano o la extinción de la herejía arriana,[1412] la insensibilidad de los cristianos contemporáneos es siempre materia del mayor asombro, pues seguían sosteniendo sus pretensiones cuando habían perdido su poder. La credulidad hacía las veces de fe, al fanatismo se le permitía asumir el lenguaje de la inspiración y los efectos de accidentes o artimañas se atribuían a causas sobrenaturales. La experiencia todavía reciente de los milagros genuinos debía encaminar el mundo cristiano por el sendero de la Providencia, y habituar sus ojos (si podemos usar una expresión muy inadecuada) al estilo del Artífice sobrehumano. Si el pintor más diestro de la Italia moderna condecorara pretenciosamente sus endebles imitaciones con los nombres de Rafael o de Correggio, el insolente fraude pronto sería descubierto y rechazado con indignación.
Sea cual fuere la opinión en que se tengan los milagros de la Iglesia primitiva desde el tiempo de los apóstoles, aquella irresistible suavidad de carácter, tan visible entre los creyentes del segundo y el tercer siglos, redundó accidentalmente en beneficio de la causa de la verdad y la religión. En los tiempos modernos, los temperamentos más piadosos guardan un escepticismo latente e incluso involuntario. Su admisión de las verdades sobrenaturales es mucho menos una afirmación activa que un tibio y desentendido consentimiento. Nuestra razón, o al menos nuestra imaginación, acostumbrada desde hace largo tiempo a observar y respetar el orden invariable de la Naturaleza, no está suficientemente preparada para admitir la acción palpable de la Divinidad. Pero en los primeros siglos del cristianismo, la situación del hombre era muy diferente. Los paganos más curiosos, o los más crédulos, se convencían de incorporarse a una sociedad que afirmaba su derecho real a las facultades milagrosas. Los cristianos primitivos vagaban incesantemente por místicas regiones, y sus mentes estaban ejercitadas en el hábito de creer los acontecimientos más extraordinarios. Sentían o imaginaban que por cualquier lado los asaltaban los demonios; se consolaban con visiones, se instruían con profecías y se liberaban asombrosamente de peligros, dolencias, y aun de la misma muerte, con las súplicas de la Iglesia. Los prodigios reales o imaginarios, de los que se solían considerar objeto, instrumento o espectadores, los disponían a adoptar con soltura, pero con mayor fundamento, las auténticas maravillas de la historia evangélica; y así, milagros que no excedían la medida de su propia experiencia les infundían la más viva seguridad frente a los misterios que sobrepasaban los límites de su entendimiento. Este profundo convencimiento de las verdades sobrenaturales es lo que ha sido tan celebrado en nombre de la fe; un estado de ánimo que es la garantía más segura del favor divino y de la felicidad futura, y recomendado como el primero y tal vez el único mérito de un cristiano. Según los doctores más escrupulosos, las virtudes morales, que pueden igualmente practicar los infieles, carecen de valor o eficacia en el intento de justificarnos.
IV) Pero el cristiano primitivo demostraba su fe por sus virtudes, y se daba fundadamente por supuesto que la persuasión divina, que despejaba o rendía el entendimiento, debía al mismo tiempo purificar el corazón y dirigir las acciones del creyente. Los primeros apologistas del cristianismo que acreditan la inocencia de sus hermanos, y los escritores más modernos que encarecen la santidad de sus antepasados, retratan con vivos matices la reforma de costumbres que se planteó en el orbe con la prédica del Evangelio. Pero como mi intención es remarcar sólo aquellas causas humanas que secundaron la influencia de la revelación, apuntaré muy de paso dos motivos que hicieron que la vida de los cristianos primitivos fuera mucho más pura y más austera que la de sus contemporáneos paganos o la de sus degenerados descendientes: el arrepentimiento de sus yerros y el loable deseo de respaldar la reputación de la sociedad en la que se habían alistado.
Es muy antiguo el reproche, sugerido por la ignorancia o malicia de los infieles, de que los cristianos atraían hacia su partido a los criminales más atroces, quienes, a los primeros asomos de remordimiento, se avenían fácilmente a lavar en las aguas bautismales la culpa de su conducta pasada, para la cual no hallaban expiación en los templos de sus dioses. Pero este reproche, cuando se libera de tergiversaciones, contribuye tanto al honor como contribuyó al crecimiento de la Iglesia.[1413] Los amantes del cristianismo pueden reconocer sin rubor que muchos de sus santos más eminentes habían sido, antes del bautismo, los más inmorales pecadores. Aquellas personas que en el mundo habían seguido, aunque imperfectamente, los dictados del decoro y la benevolencia, lograban una calma tan satisfactoria del convencimiento de la propia rectitud, que se volvían mucho menos susceptibles a las súbitas emociones de vergüenza, de dolor y de terror, sentimientos que habían dado origen a tantas maravillosas conversiones. Después del ejemplo de su Divino Maestro, los misioneros evangélicos no desdeñaban la sociedad con hombres, y especialmente con mujeres, acosados por la conciencia, y muchas veces por los efectos, de sus vicios. Al emerger del pecado y la superstición a la gloriosa esperanza de la inmortalidad, resolvían consagrarse a una vida no sólo virtuosa, sino penitente. El deseo de perfección se volvía la pasión dominante de sus almas; y es bien sabido que, mientras que la razón se inclina por una tibia mediocridad, nuestras pasiones nos impulsan con rápida violencia por el espacio que media entre opuestos extremos.
Cuando los nuevos convertidos habían sido alistados en el número de los fieles y habían admitido los sacramentos de la Iglesia, los inhibía de toda reincidencia un miramiento, si no espiritual, al menos inocente y respetable. Cualquier sociedad particular que se ha desprendido del cuerpo de la nación, o de la religión, inmediatamente se vuelve el objeto de una observación tan universal como envidiosa. El carácter de la sociedad, en proporción con lo reducido de su número, puede ser afectado por las virtudes o vicios de las personas que la componen; y cada miembro está obligado a vigilar con la mayor atención su propia conducta y la de sus hermanos, ya que debe sufrir parte de la vergüenza común tanto como disfrutar una cuota de la reputación conjunta.
Cuando los cristianos de Bitinia fueron llevados ante el tribunal de Plinio el Joven, aseguraron al procónsul que, lejos de estar ocupados en alguna conspiración ilícita, estaban solemnemente obligados a abstenerse de cometer crímenes que perturbaran la paz pública o privada de la sociedad, como robos, adulterios, perjurios y fraudes.[1414] Cerca de un siglo después, Tertuliano pudo jactarse, con honesto orgullo, de que eran muy pocos los cristianos ajusticiados, excepto a causa de su religión.[1415] Su vida seria y retirada, ajena a la liviandad placentera de su siglo, los habituaba a la castidad, la templanza, la economía y otras virtudes sobrias y domésticas. Como la mayoría eran artesanos o tratantes, les incumbía, mediante la más estricta integridad y los tratos más justos, alejar las suspicacias que los profanos estaban tan dispuestos a concebir contra la apariencia de santidad. El menosprecio del mundo los ejercitaba en el hábito de la humildad, la mansedumbre y la paciencia. Cuanto más se los perseguía, más se acercaban unos a otros. Su mutua caridad y abierta confianza les merecieron el aprecio de los infieles, y muy a menudo eran víctimas de amigos desleales.[1416]
Es una circunstancia muy honorable para la moral de los cristianos primitivos que incluso sus faltas, o más bien sus errores, derivaran de su exceso de virtud. Los obispos y doctores de la Iglesia, cuyo testimonio acreditaba, y cuya autoridad podía recomendar las profesiones, principios e incluso las prácticas en sus contemporáneos, habían estudiado las Escrituras con menos inteligencia que devoción, y solían recibir literalmente aquellos rígidos preceptos de Cristo y los apóstoles que la cordura de comentaristas posteriores interpretó de una manera más suelta y figurada. Con el afán de exaltar la perfección del Evangelio sobre la sabiduría de los filósofos, los celosos padres llevaron los preceptos de la automortificación, de la pureza y de la paciencia hasta un punto casi inasequible, y ante todo insubsistente en nuestro estado actual de flaqueza y corrupción. Una doctrina tan extraordinaria y sublime debía inevitablemente imponer veneración al pueblo, pero estaba mal calculada para obtener la adhesión de aquellos filósofos mundanos que, en su conducta por esta vida pasajera, sólo atendían a los impulsos naturales y a los intereses de la sociedad.[1417]
En las índoles más liberales y virtuosas se distinguen dos inclinaciones naturales: el amor al placer y el amor a la acción. Si la primera se refina con arte e instrucción, si se mejora con el encanto del trato social y se corrige con un justo cuidado en la economía, la salud y la reputación, produce la mayor parte de la felicidad en la vida privada. El amor a la acción es un principio de una naturaleza mucho más fuerte y equívoca. Suele encaminar a la ira, la ambición y la venganza; pero cuando lo guían el decoro y la benevolencia, es el padre de todas las virtudes, y cuando esas virtudes van acompañadas de igual capacidad, una familia, un Estado o un imperio pueden deber al firme coraje de un solo hombre su seguridad y prosperidad. Podemos adscribir al amor al placer la mayoría de las cualidades agradables, y al amor a la acción, la mayoría de las provechosas y respetables. Un carácter en el cual ambos se unieran y armonizaran parecería constituir la idea más perfecta de la naturaleza humana. Una disposición insensible e inactiva, que se supondría destituida de ambos, quedaría desechada, por consentimiento general de la humanidad, como totalmente incapaz de proporcionar felicidad al individuo o beneficio público al mundo. Pero los cristianos primitivos no estaban en este mundo para intentar ser agradables o provechosos.
Adquirir instrucción, ejercitar el entendimiento o la fantasía y conversar placentera y desahogadamente pueden ocupar el ocio de un ánimo liberal. Tales recreos, sin embargo, eran rechazados con aborrecimiento o admitidos con la más extrema cautela por los padres, que despreciaban todo estudio que no fuera útil a la salvación y que consideraban cualquier liviandad en las palabras como un abuso criminal contra el don del habla. En el estado presente de nuestra existencia, el alma es tan inseparable del cuerpo que parece lícito disfrutar, con inocencia y moderación, de los placeres a los que este fiel compañero es susceptible. Nuestros devotos antepasados razonaban de manera muy distinta; en tanto aspiraban a imitar la perfección de los ángeles, despreciaban, o aparentaban despreciar, todo placer corpóreo y terreno.[1418] Algunos de nuestros sentidos, por cierto, son necesarios para nuestra conservación; otros, para la subsistencia; y otros, para la instrucción; y así, era imposible rechazar su uso. Pero la primera sensación de placer estaba marcada como el primer momento de su abuso. El insensible candidato al Cielo estaba preparado no sólo para resistirse al más tosco atractivo del gusto y del olfato, sino incluso para tapar sus oídos frente a la armonía profana de los sonidos y para mirar con indiferencia las producciones más acabadas del arte humano. Se suponía que una vistosa indumentaria, una casa suntuosa y un elegante mobiliario encerraban la doble culpa de soberbia y de sensualidad: una apariencia sencilla y mortificada se adecuaba más al cristiano, que siempre tenía la certeza de sus pecados y la duda de su salvación. Los padres eran extremadamente minuciosos y detallistas en sus censuras contra el lujo;[1419] y entre los varios artículos que excitan su piadosa indignación podemos enumerar el cabello postizo, ropas de cualquier color excepto el blanco, instrumentos musicales, vasijas de oro y plata, almohadones mullidos (puesto que Jacob reposó su cabeza sobre una piedra), pan blanco, vinos extranjeros, saludos en público, baños templados y el hábito de afeitarse la barba, que, según expresiones de Tertuliano, es un embuste contra nuestros propios rostros y un intento impío contra las obras ya perfectas del Creador.[1420] Cuando el cristianismo se introdujo entre las personas ricas y educadas, la observancia de tan extrañas leyes se dejó, como sucedería ahora, para los pocos que aspiraban a una santidad superior. Pero para las clases inferiores de los hombres siempre es tan fácil como agradable reclamar un mérito para el menosprecio de aquella pompa y placer que la suerte alejó de sus alcances. La virtud de los cristianos primitivos, como la de los primeros romanos, se basaba con frecuencia en su ignorancia y pobreza.
La severa castidad de los padres en lo relacionado con la comunicación entre ambos sexos procedía del mismo principio: el aborrecimiento de todo placer que pudiera gratificar la sensualidad y degradar la naturaleza espiritual del hombre. Su opinión predilecta era que si Adán hubiese conservado su obediencia al Creador, habría vivido para siempre en un estado de pureza virginal, y que algún método candoroso de vegetación podría haber poblado el paraíso con una casta de seres inocentes e inmortales.[1421] El enlace matrimonial se concedió únicamente a su posteridad ya caída, como un arbitrio necesario para continuar la especie humana, y como una restricción, aunque imperfecta, a la naturaleza licenciosa del deseo. La indecisión de los casuistas ortodoxos sobre un punto tan importante muestra la incertidumbre de quienes se resisten a aprobar una institución que estaban obligados a tolerar.[1422] El recuento de las caprichosas leyes que impusieron con el mayor detalle sobre el lecho nupcial provocaría una sonrisa en los jóvenes y rubor en las bellas. La opinión unánime era que un solo enlace era suficiente para los propósitos de la naturaleza y de la sociedad. El vínculo sensual se fue refinando hasta remedar la unión mística de Cristo con la Iglesia, y se declaró indisoluble aun por el divorcio o la muerte. Las segundas nupcias se marcaron con el nombre de adulterio legal, y las personas que eran culpables de tan escandalosa ofensa contra la pureza cristiana eran inmediatamente excluidos de los honores e incluso de los brazos de la Iglesia.[1423] Puesto que el deseo se imputaba como un crimen y que el matrimonio se toleraba como una imperfección, el estado de celibato se consideraba, en acuerdo con el mismo principio, como la aproximación más cercana a la perfección divina. La antigua Roma sostuvo con la mayor dificultad la institución de las seis vestales,[1424] pero la Iglesia primitiva contaba con muchísimos individuos de ambos sexos que se consagraban a la profesión de una castidad perpetua.[1425] Algunos de ellos, entre los cuales se cuenta el sabio Orígenes, juzgaron más prudente desarmar al tentador.[1426] Unos eran insensibles y otros invencibles con los asaltos carnales. Menospreciando una huida ignominiosa, las vírgenes del clima ardiente de África encontraban al enemigo en la cerrada batalla, permitían a sacerdotes y diáconos compartir sus lechos y blasonaban de su tersa pureza en medio de las llamas. Pero la ofendida naturaleza volvía a veces a reivindicar sus derechos, y este nuevo género de martirio sólo servía para mancillar a la Iglesia con otro escándalo.[1427] Sin embargo, entre los cristianos ascéticos (nombre que les cupo a causa de su penoso ejercicio) muchos eran menos presuntuosos y probablemente más certeros. La mengua de los placeres sensuales se suplía y compensaba con el orgullo espiritual. Incluso el vulgo de los paganos tendía a estimar el mérito del sacrificio por su aparente dificultad; y en alabanza de estas castas esposas de Jesucristo los padres derramaron el turbio raudal de su elocuencia.[1428] Tales son los rasgos tempranos de los principios y las instituciones monásticos, que en tiempos posteriores han contrapesado todas las ventajas temporales del cristianismo.[1429]
Los cristianos no eran menos opuestos a los quehaceres que a los deleites del mundo. No sabían cómo reconciliar la defensa de nuestras personas y propiedades con la paciente doctrina que imponía el perdón ilimitado de los agravios pasados y requería la repetición de nuevos insultos. El uso de los juramentos, la pompa de las magistraturas y la atención incesante de la vida pública ofendían su sencillez, y no podía convencerse su humana ignorancia de que fuera lícito en algunas ocasiones derramar la sangre de nuestros hermanos con la espada de la justicia o de la guerra, aunque sus atentados u hostilidades comprometiesen la paz y la seguridad de toda la comunidad.[1430] Consideraban que, bajo una ley menos perfecta, la potestad judía había sido ejercida, con aprobación del Cielo, por profetas inspirados y reyes ungidos. Los cristianos sentían y confesaban que tales instituciones podían ser necesarias en el sistema actual del mundo, y se avenían gustosos a la autoridad de los gobernadores paganos. Pero mientras inculcaban las máximas de rendida obediencia, rehusaban tomar parte activa en la administración civil y en la defensa militar del Imperio. Tal vez podían tener alguna indulgencia con aquellas personas que, antes de su conversión, ya estaban comprometidas en tan violentas y sanguinarias ocupaciones;[1431] mas era imposible que los cristianos, sin quebrantar otra obligación más sagrada, asumieran el carácter de militares, magistrados o príncipes.[1432] Esta indolencia, o incluso criminal indiferencia hacia la seguridad pública, los exponía al menosprecio y vituperio de los paganos, que les solían preguntar cuál sería el destino del Imperio, acosado más y más por los bárbaros, si todos se atuvieran a las pusilánimes opiniones de la nueva secta.[1433] A esta pregunta insultante los apologistas cristianos daban oscuras y ambiguas respuestas, como si fueran reacios a revelar la causa secreta de su seguridad: la expectativa de que, antes de completarse la conversión del linaje humano, se aniquilarían la guerra, el gobierno, el Imperio Romano y el mundo mismo. Puede observarse que, también en este punto, la situación de los primeros cristianos coincidía dichosamente con sus escrúpulos religiosos, y que su aversión a la vida activa conducía más a eximirlos del servicio que a excluirlos de los honores del Estado y el ejército.
V) Pero la índole humana, aunque pueda exaltarse o deprimirse por un entusiasmo temporal, volverá gradualmente a su nivel natural, y retomará esas pasiones que parecen más adecuadas a su condición presente. Los cristianos primitivos yacían muertos para los negocios y deleites mundanos, pero su amor a la acción, que nunca se extinguió completamente, pronto revivió y encontró una nueva ocupación en la administración de su Iglesia. Una sociedad aislada, que atacaba a la religión establecida del Imperio, tenía que formar su policía interna y nombrar a sus empleados, no sólo para el desempeño de sus funciones espirituales, sino también para el gobierno temporal de la república cristiana. Su resguardo, su decoro y su crecimiento produjeron, aun en los ánimos más piadosos, ciertos sentimientos patrióticos, como los que manifestaron los primeros romanos por su república, y a veces la misma indiferencia en cuanto a los medios conducentes a sus intentos. La ambición de encumbrar a sus amigos o a sí mismos a los honores y cargos de la Iglesia se disimulaba con la loable intención de consagrar al servicio público el poder y la consideración que, sólo para tal propósito, se volvía su deber solicitar. A menudo tenían que esmerarse en el desempeño de sus cargos para detectar los errores de la herejía, o los ardides de algún bando, oponerse a los planes de hermanos alevosos, estigmatizar su carácter con merecida afrenta, o expulsarlos del gremio de una sociedad cuya paz y felicidad intentaban trastornar. Los caudillos eclesiásticos de los cristianos se esmeraban por unir la prudencia de la serpiente con la mansedumbre de la paloma, pero mientras aquélla se perfeccionaba, ésta se iba corrompiendo imperceptiblemente con el ejercicio de sus mandatos. En la Iglesia, como en el mundo, los sujetos colocados en algún puesto público sobresalían por su tesón y elocuencia, por su trato con la gente y por su habilidad en los negocios; y mientras escondían a los demás, y quizás a sí mismos, los móviles reservados de su conducta, solían muy a menudo reincidir en las turbulentas pasiones de la vida activa, teñidas por el rencor y la obstinación que les infundía el celo espiritual.
El gobierno de la Iglesia ha sido el asunto, tanto como el premio, de contiendas religiosas. Los batalladores opuestos de Roma, París, Oxford y Ginebra han luchado igualmente por reducir el modelo primitivo y apostólico[1434] a las normas respectivas de sus sistemas. Los pocos que se han internado en esta investigación, más sencilla e imparcialmente,[1435] opinan que los apóstoles se desentendieron de legislar, o más bien se avinieron a la tolerancia de escándalos y desavenencias parciales, antes que imposibilitar a los cristianos venideros la facultad de ir variando la constitución del gobierno eclesiástico según los tiempos y las circunstancias. El esquema político que, con su aprobación, se adoptó en el primer siglo, se comprueba en la práctica de Jerusalén, de Éfeso y de Corinto. Las asociaciones instituidas en las ciudades del Imperio Romano se enlazaban únicamente con los vínculos de la fe y la caridad, pues la independencia y la igualdad eran las bases de su régimen interno. El atraso en disciplina e instrucción se suplía con la asistencia oportuna de los profetas,[1436] que se habilitaban para estas funciones sin distinción de sexo, edad o desempeño, y que, en cuanto sentían sus divinos raptos, derramaban las ráfagas del Espíritu en la reunión de los fieles. Pero estos maestros proféticos solían abusar de sus extraordinarios dones. Los ostentaban de manera intempestiva, trastornaban presuntuosamente los ejercicios de la junta, y con su soberbia o su celo equivocado introdujeron, particularmente en la Iglesia apostólica de Corinto, una larga y triste serie de desórdenes.[1437] Cuando la institución de los profetas se volvió inservible, y aun perniciosa, se les retiraron sus poderes y se abolió su cargo. Las funciones generales de la religión se confiaron solamente a los ministros de la Iglesia, obispos y presbíteros, dos títulos que, en su origen, parecen haber designado el mismo cargo y la misma clase de sujetos. El nombre de presbítero expresaba su edad, o más bien su circunspección y sabiduría. El título de obispo denotaba su examen respecto de la fe y costumbres de los cristianos puestos a su cuidado. Según la cantidad de fieles, un número mayor o menor de estos presbíteros episcopales guiaba a cada nueva congregación con autoridad igual y mancomunada.[1438]
Pero siempre, aun en medio de la igualdad más equilibrada, se requiere la dirección de un magistrado superior, y el orden de las deliberaciones públicas pronto introdujo el cargo de un presidente, investido con la autoridad de recoger los votos y ejecutar las resoluciones de la junta. El afán de su sosiego público, que no podía menos que alterarse con las elecciones anuales o intermedias, movió a los cristianos primitivos a plantear una magistratura honorífica y perpetua, y nombrar a uno de los más sabios y santificados presbíteros para desempeñar, durante su vida, el cargo de gobernador eclesiástico. En esta coyuntura, el título altisonante de obispo comenzó a elevarse por sobre el humilde apelativo de presbítero; y así como éste quedó como distintivo natural para los individuos de cada Senado o cabildo cristiano, el otro resultó apropiado para la dignidad del nuevo presidente.[1439] Las ventajas de esta forma episcopal de gobierno, planteada al parecer hacia el fin del primer siglo,[1440] fueron tan obvias y trascendentales para la futura grandeza del cristianismo y para su sosiego en ese momento, que se generalizó sin demora entre las sociedades diseminadas por todo el Imperio, mereció en un período muy temprano la sanción de la antigüedad,[1441] y está todavía reverenciada por las iglesias más poderosas de Oriente y Occidente como un establecimiento primitivo y aun divino.[1442] No es necesario observar que los piadosos y humildes presbíteros que primero fueron honrados con el título episcopal no podían poseer, y probablemente hubieran rechazado, el poder y el boato que ahora rodea la tiara del pontífice romano o la mitra de un prelado alemán. Pero vamos a definir en pocas palabras los estrechos límites de su primera jurisdicción, que era sobre todo de una naturaleza espiritual, aunque en algunos casos también temporal.[1443] Consistía en la administración de los sacramentos y en la disciplina de la Iglesia, la superintendencia de las ceremonias, que gradualmente crecieron en número y variedad, la consagración de los ministros eclesiásticos, a quienes el obispo señalaba sus respectivas funciones, el manejo de los fondos públicos y el arreglo de aquellos altercados que los fieles no gustaban de patentizar en los estrados de un juez idólatra. Estas facultades se ejercitaron, durante un corto período, con el dictamen del colegio presbiteral y con la anuencia y aprobación de la junta de los cristianos. El obispo primitivo se consideraba como el primero entre sus iguales y como el honrado sirviente de un pueblo libre. Siempre que la silla episcopal quedaba vacante por muerte, el presidente se elegía entre los presbíteros por el voto de la congregación entera, cuyos miembros se suponían revestidos de carácter sagrado y sacerdotal.[1444]
Tal era el sistema llano y apacible con que se gobernaron los cristianos más de cien años después de la muerte de los apóstoles. Cada gremio formaba una república separada e independiente, y aunque los más distantes de estos pequeños Estados mantenían una mutua y amistosa correspondencia de cartas y mensajes, el orbe cristiano todavía no se vinculaba bajo una autoridad suprema o cuerpo legislativo. Como los fieles se multiplicaban de día en día, descubrieron las ventajas que resultarían de la íntima unión de miras e intereses. Hacia el fin del segundo siglo, las iglesias de Grecia y Asia adoptaron la provechosa institución de los sínodos provinciales, y se puede suponer fundadamente que tomaron el modelo del consejo representativo de los celebrados ejemplos de sus propios países, como los Anfictiones, la Liga Aquea y las juntas de las ciudades jónicas. Pronto se estableció, como una costumbre y como una ley, que los obispos de las iglesias independientes se juntaran en la capital de la provincia en los períodos indicados de la primavera y el otoño. Los consejos de algunos presbíteros señalados colaboraban en las deliberaciones, que eran moderadas por la presencia de un auditorio crecido.[1445] Sus decretos, llamados cánones, regulaban las importantes controversias de la fe y la disciplina, y era natural creer que una ráfaga abundante del Espíritu Santo se derramaba sobre la reunión general de los delegados de la cristiandad. El establecimiento de sínodos era tan apropiado a la ambición personal y al interés público, que en pocos años quedaron instituidos en todo el Imperio. Se entabló una correspondencia periódica entre los concilios provinciales para comunicarse y aprobarse mutuamente sus respectivas actas, y pronto la Iglesia católica asumió la forma y adquirió la fuerza de una gran república federativa.[1446]
Como la autoridad legislativa de las iglesias particulares iba reemplazándose gradualmente por el uso de los concilios, los obispos obtuvieron con su alianza una porción mucho mayor de potestad ejecutiva y arbitraria, y, tan pronto como se vincularon por el sentido de su interés común, se permitieron atacar los derechos primitivos del clero y de sus feligreses. Los prelados del tercer siglo fueron variando su lenguaje de la exhortación al mando, esparcieron la semilla de las usurpaciones venideras, y suplieron sus deficiencias en razón y fuerza con alegorías bíblicas y retórica hinchada. Exaltaban el poder y la unidad de la Iglesia, en tanto estaba representado en el cargo episcopal, del que cada obispo gozaba de una porción igual e indivisa.[1447] Los príncipes y magistrados, se repite a menudo, pueden jactarse de sus dominios terrestres y de su señorío transitorio; sólo la autoridad episcopal fue derivada de la Divinidad, y se extiende sobre este mundo y el otro. Los obispos eran lugartenientes de Cristo, sucesores de los apóstoles y sustitutos místicos del sumo sacerdote de la ley mosaica. Su privilegio exclusivo de conferir carácter sacerdotal invadió la libertad de las elecciones clerical y popular; y si, en la administración de la Iglesia, consultaban el dictamen de los presbíteros o la inclinación del pueblo, se esmeraban en remarcar el mérito de tan voluntaria condescendencia. Los obispos reconocían la autoridad suprema de la junta de los hermanos, mas cada cual, en el gobierno de su propia diócesis, requería de su rebaño la misma y rendida obediencia, como si esta metáfora predilecta fuese literalmente adecuada, y como si el pastor fuese de una naturaleza más exaltada que la de sus ovejas.[1448] Sin embargo, esta obediencia no fue impuesta sin esfuerzo por una parte y resistencia por la otra. La parte democrática de la constitución era, en muchas partes, sostenida fervientemente por la oposición celosa o interesada del clero inferior. Pero por su patriotismo recibían el ignominioso epíteto de facciosos o cismáticos, y la causa episcopal le debió su rápido progreso al trabajo de varios prelados eficaces, quienes, como Cipriano de Cartago, podían reconciliar las artes del más ambicioso estadista con las virtudes cristianas que parecen adaptarse al carácter de un santo o de un mártir.[1449]
Las mismas causas que al principio destruyeron la igualdad de los presbíteros introdujeron entre los obispos sus preeminencias de rango. Apenas entablaban sus sínodos provinciales en la primavera o el otoño, sobresalía la diferencia de mérito o nombradía entre los miembros de la asamblea, y la sabiduría o elocuencia de unos cuantos daba la ley a la muchedumbre. Pero el orden de las sesiones públicas requería una distinción más regular y menos individual; se confirió el cargo de presidentes perpetuos en los concilios de cada provincia a los obispos de la ciudad principal, cuyos prelados aspirantes, que pronto adquirieron los dictados altisonantes de metropolitanos y primados, se preparaban secretamente para usurpar a sus hermanos episcopales la misma autoridad que los obispos acababan de asumir sobre el colegio de los presbíteros.[1450] No mucho tiempo después, los mismos metropolitanos se disputaron aquella preeminencia y poderío, esmerándose por ostentar, con los más pomposos términos, los honores temporales y ventajas de las ciudades que presidían, el número y haberes de los cristianos que estaban a su cargo, los santos y mártires que habían tenido, y el esmero con que conservaban la tradición de la fe, tal como había sido transmitida a través de una serie de obispos ortodoxos, desde los apóstoles o discípulos apostólicos fundadores de sus respectivas iglesias.[1451] Por motivos civiles y eclesiásticos, era fácil prever que Roma debía merecer el respeto, y pronto había de requerir la obediencia, de las provincias. El gremio de los fieles guardaba proporción con la capital del Imperio, y la Iglesia romana era la mayor, la más numerosa y la más antigua del cristianismo en Occidente, donde muchas recibieron la religión por el trabajo piadoso de sus misioneros.
En vez de un fundador apostólico, que era la mayor jactancia de Antioquía, Éfeso y Corinto, se suponía que las orillas del Tíber habían sido honradas con la prédica y el martirio de dos de los más eminentes apóstoles;[1452] y los obispos de Roma reclamaban atinadamente la herencia de cuantas regalías se tributaban a la persona y al cargo de san Pedro.[1453] Los obispos de Italia y de las provincias estaban dispuestos a reconocerles la primacía de orden y asociación (tal era su expresión exacta) en la aristocracia cristiana.[1454] Pero su poderío monárquico se rechazaba con aborrecimiento; y el ansia trepadora de Roma padeció, por parte de Asia y África, una resistencia más tenaz hacia su dominio espiritual que la que habían mostrado antes hacia el temporal. El patriota Cipriano, que regenteó despóticamente la iglesia de Cartago y los sínodos provinciales, contrarrestó con resolución y éxito la ambición del pontífice romano, vinculó arteramente su propia causa con la de los obispos orientales y, como Aníbal, buscó nuevos aliados en el centro de Asia.[1455] Si esta guerra púnica se realizó sin derramamiento de sangre fue gracias a la flaqueza, más que a la moderación, de los prelados beligerantes. Sus armas se reducían a invectivas y excomuniones, pero mientras duró toda la contienda, las utilizaban unos contra otros con igual furia y devoción. La dura necesidad de censurar a un papa, a un santo o a un mártir desconsuela a todo católico moderno, siempre que tienen que relatar las particularidades de una controversia en la que los adalides de la religión se permitieron pasiones propias de un Senado o de un campamento.[1456]
Los progresos de la autoridad eclesiástica dieron nacimiento a la distinción memorable entre seglares y clero, desconocida antes entre griegos y romanos.[1457] El primero de estos nombres comprendía al cuerpo del pueblo cristiano; y el último, según la significación de la voz, correspondía a la parte selecta, destinada al servicio de la religión, una celebrada clase de individuos que han suministrado asuntos de suma importancia, aunque no siempre edificantes, para la historia moderna. Sus mutuas hostilidades perturbaban la paz de la Iglesia naciente; pero su celo y afán se unían en la causa común, y el ansia de mando que (bajo disfraces muy estudiados) se insinuaba en los pechos de obispos y de mártires los estimulaba a incrementar el número de feligreses y a ensanchar los límites del imperio cristiano. Carecían de fuerza temporal, y durante largo tiempo fueron oprimidos y desalentados, más que ayudados, por los magistrados civiles; pero habían adquirido y ejercían en su propia sociedad los dos móviles más pujantes de todo gobierno: premios y castigos; los primeros derivados de una piadosa liberalidad, y los últimos, de los temores devotos de los fieles.
I) La comunidad de bienes, que entretuvo agradablemente la fantasía de Platón,[1458] y que hasta cierto punto reinaba en la secta austera de los esenios,[1459] se adoptó por un corto tiempo en la Iglesia primitiva. El fervor de los novicios los movía a vender bienes mundanos que menospreciaban para rendir su importe a los pies de los apóstoles, y se contentaban con recibir una parte igual en el reparto general.[1460] Los progresos de la religión cristiana relajaron, y gradualmente abolieron, esta generosa costumbre, que, en manos menos puras que las de los apóstoles, se había corrompido por el egoísmo de la naturaleza humana; y así, a los recién convertidos se les permitía retener su patrimonio, recibir legados y herencias, y acrecentar sus propiedades particulares por los medios legítimos del comercio y la industria. En vez de aquel sacrificio absoluto, los ministros evangélicos admitían una porción moderada, y en sus juntas semanales o mensuales, cada feligrés, según la urgencia de la ocasión y la medida de su riqueza y su piedad, hacía su ofrenda para el caudal común.[1461] Nada se rechazaba, aun lo inconsiderable, pero se inculcaba diligentemente que, en el artículo del diezmo, la ley mosaica era todavía una obligación divina, y puesto que los judíos, bajo una disciplina menos perfecta, tenían que pagar la décima parte de sus haberes, correspondía a los discípulos de Cristo distinguirse con un grado superior de liberalidad,[1462] y adquirir algún mérito resignando un tesoro superfluo que pronto sería aniquilado con el orbe entero.[1463] No es necesario observar que la renta de cada iglesia particular, de un carácter tan incierto y fluctuante, debía variar con la pobreza u opulencia de los fieles, extendidos por aldeas arrinconadas o reunidos en las ciudades populosas del Imperio. En tiempo del emperador Decio, los magistrados opinaban que los cristianos de Roma poseían cuantiosas riquezas, que usaban para su culto religioso vasos de plata y oro, y que muchos de sus prosélitos habían vendido sus tierras y sus casas para acrecentar los haberes públicos de la secta, a costa, es verdad, de sus desventurados hijos, que eran mendigos porque sus padres habían sido santos.[1464] Debemos desconfiar de lo que sospechan los extranjeros y los enemigos; pero en este caso la acusación tiene una probabilidad más poderosa por las dos circunstancias siguientes, las únicas que han llegado a nuestra noticia, y que especifican las sumas y proporcionan una clara idea: casi en la misma época, el obispo de Cartago, de una hermandad menos acaudalada que la de Roma, recogió cien mil sestercios (más de ochocientas cincuenta libras esterlinas) en un repentino llamado a la caridad para rescatar a los hermanos de Numidia, cautivados por los bárbaros del desierto.[1465] Como cien años antes del reinado de Decio, la Iglesia romana había recibido, en una sola entrega, la suma de doscientos mil sestercios de un extranjero de Ponto que trataba de establecer su residencia en la capital.[1466] La mayoría de estas ofrendas se hacían en metálico, pues la hermandad cristiana no deseaba ni era capaz de cargar, en un grado considerable, con haciendas. Estaba estipulado por severas leyes, promulgadas bajo el mismo concepto que nuestros estatutos sobre manos muertas, que ninguna finca se concediese o pasase a gremio alguno sin privilegio especial o exención particular del emperador o del Senado,[1467] quienes rara vez se mostraban propensos a otorgarlos a favor de una secta, que primero era objeto de su menosprecio y luego, de sus temores y su envidia. Sin embargo, durante el reinado de Alejandro Severo aparece un contrato que demuestra cómo se burlaba o se suspendía a veces la restricción, y que se les permitía a los cristianos solicitar y poseer tierras en el mismo recinto de Roma.[1468] El crecimiento del cristianismo y las revueltas civiles del Imperio contribuyeron a relajar la severidad de las leyes, y a fines del tercer siglo se otorgaron grandiosos Estados a las opulentas iglesias de Roma, Milán, Cartago, Antioquía, Alejandría y demás ciudades populosas de Italia y de las provincias.
El obispo siempre administraba la iglesia, se le confiaba el caudal sin cuenta ni control; se confinaba a los presbíteros a sus funciones espirituales, y la clase más dependiente de los diáconos se empleaba únicamente en el manejo y reparto de las rentas eclesiásticas.[1469] Si damos crédito a las vehementes declamaciones de Cipriano, había demasiados hermanos en África que en el ejercicio de su cargo violaban todo precepto, no sólo de perfección evangélica, sino incluso de virtud moral. Algunos de estos infieles administradores dedicaban las riquezas de la Iglesia al regalo de su sensualidad, otros las invertían en especulaciones privadas, en compras dolosas y en usura insaciable.[1470] Pero mientras la contribución del pueblo cristiano fue libre y voluntaria, no se abusaría en gran manera de su confianza, y el uso general de su liberalidad era honroso. Una porción decorosa se reservaba para el mantenimiento de obispo y clero; se utilizaba una cantidad suficiente para los gastos del culto público, del cual los festejos de amor, o agapae, como se los llamaba, constituían parte considerable, y todo lo restante era patrimonio sagrado de los menesterosos. Según el criterio del obispo, se distribuía para el mantenimiento de viudas y huérfanos, cojos, enfermos y ancianos de la hermandad, se ayudaba a los forasteros y peregrinos, se aliviaban los quebrantos de presos y cautivos, especialmente cuando sus padecimientos procedían de su tesón en materias religiosas.[1471] Una generosa correspondencia de caridad unía a las más remotas provincias, y las hermandades menores recibían auxilios de hermanos pudientes.[1472] Tal práctica, que atendía menos a los méritos que al conflicto del paciente, era muy beneficiosa para los progresos del cristianismo. Los paganos que abrigaban impulsos de humanidad, mientras que escarnecían la doctrina, reconocían la benevolencia de la nueva secta.[1473] La perspectiva de auxilio inmediato y de amparo venidero atraía hacia su generoso regazo a muchos de aquellos infelices que la negligencia del mundo desamparaba en las desdichas de la escasez, la enfermedad y la ancianidad. Otra razón igualmente creíble era que un sinnúmero de niños abandonados por sus padres, según la práctica inhumana de aquel tiempo, eran rescatados de la muerte, bautizados, educados y mantenidos por la conmiseración de los cristianos a expensas del tesoro público.[1474]
II) Es indudable el derecho de toda sociedad a excluir de su cuerpo y beneficios a cuantos individuos se desentienden de sus estatutos, planteados antes por consentimiento general. Las censuras de la Iglesia cristiana en el ejercicio de esta potestad iban dirigidas en su mayoría contra los pecadores escandalosos, en especial los homicidas, los estafadores y lujuriosos, contra los autores o secuaces de alguna opinión herética que ya había sido condenada por el orden episcopal y contra aquellos desventurados que voluntaria o forzadamente, después de su bautismo, se habían mancillado con algún acto de idolatría. Las consecuencias de la excomunión eran tanto de naturaleza espiritual como temporal. El cristiano contra quien se pronunciaba quedaba privado de toda ofrenda. Se disolvían los vínculos de intimidad privada y religiosa; se volvía un objeto desechado y aborrecido por los sujetos que lo habían apreciado y a quienes apreciaba, y en tanto esa expulsión de una sociedad respetada le imprimía una marca de desgracia, era rechazado o sospechado por toda la gente. La situación de aquellos infelices desterrados era en sí misma penosa y amarga, pero, como suele suceder, sus temores excedían a sus sufrimientos. Los beneficios de la hermandad cristiana eran los de una vida eterna, y nadie podía borrarles la idea de que la Divinidad había entregado las llaves del infierno y del paraíso a los mismos superiores eclesiásticos que los habían condenado. En realidad, los herejes que se escudaban tras su conciencia serena y tras la esperanza lisonjera de que sólo ellos habían descubierto el sendero seguro para la salvación, se esmeraban en recobrar en sus juntas separadas el consuelo, tanto temporal como espiritual, que un tiempo antes recibían de la hermandad general de los cristianos. Pero cuantos a su pesar se habían rendido al poder del vicio y de la idolatría sentían su condición perdida y deseaban ansiosamente verse reintegrados a los beneficios de la comunidad cristiana.
Dos opiniones opuestas, una justiciera y otra misericordiosa, dividían a la Iglesia primitiva en cuanto al trato debido a dichos penitentes. Los casuistas más adustos e inflexibles rehusaban, para siempre y sin excepción, darles el menor lugar en la hermandad santa que habían deshonrado y abandonado, los dejaban entregados a sus propios remordimientos y sólo les concedían una remota esperanza de que tal vez el Ser Supremo se dignaría aceptar su contrición en la vida y en la muerte.[1475] Las iglesias cristianas más candorosas y respetables abrazaron, tanto en la práctica como en la teoría, un sentimiento más afable.[1476] Rara vez se cerraban las puertas de la reconciliación y del Cielo al ansioso penitente; pero también se instituyó una planta solemne y severa de disciplina que a la vez que servía para expiar sus crímenes, disuadía a los espectadores de imitar su ejemplo. El penitente, abatido por su confesión pública, demacrado por el ayuno y vestido de arpillera, yacía postrado a la puerta de la asamblea, implorando lloroso el perdón de sus ofensas y solicitando las plegarias de los fieles.[1477] Si el pecado era atroz, aun años enteros de penitencia no se consideraban suficientes para el desagravio de la justicia divina, y sólo lenta y penosamente podían el pecador, el hereje o el apóstata reincorporarse al seno de la Iglesia. Sin embargo, siempre quedaba reservada una sentencia de excomunión perpetua contra ciertos delitos descomunales, y particularmente contra aquellos reincidentes ya indisculpables que habían alcanzado y abusado de la clemencia de los superiores eclesiásticos. La disciplina cristiana variaba con el criterio de los obispos, según las circunstancias y el número de los delincuentes. Por entonces se celebraron los concilios de Ancira y de Ilíberis, uno en Galacia, y otro en España, pero sus respectivos cánones, que todavía existen, parecen tener espíritus muy distintos. El galaciano que después del bautismo había hecho repetidamente sacrificios a los ídolos obtenía su perdón con una penitencia de siete años, y si había inducido a otros a imitar su ejemplo, se agregaban sólo tres años a su exilio. Pero el desafortunado español que había incurrido en la misma ofensa quedaba privado de toda reconciliación aun en el trance de la muerte, y su idolatría encabezaba la lista de otros diecisiete delitos, contra los cuales una sentencia igualmente aterradora estaba ya pronunciada. Entre ellos podemos distinguir la culpa inexpiable de calumniar a un obispo, a un presbítero o incluso a un diácono.[1478]
En la bien templada mezcla de liberalidad y rigor, en el atinado reparto de premios y castigos, de acuerdo con las máximas de administración y justicia, se cifraba la fuerza humana de la Iglesia. Los obispos, cuyo desvelo paternal abarcaba el gobierno de ambos mundos, eran sensibles a la importancia de estas prerrogativas, y, cubriendo su ambición con el justo pretexto de su amor al orden, sentían celos de cualquier rival que intentara competir en el desempeño de una disciplina tan necesaria para evitar deserciones en las tropas alistadas bajo las banderas de la Cruz, y cuyo número iba creciendo día a día. De las imperiosas declaraciones de Cipriano se infiere claramente que las doctrinas de excomunión y penitencia constituían la parte fundamental de la religión, y que era menos riesgoso para los discípulos de Cristo ser negligentes con sus deberes morales que despreciar las censuras y la autoridad de sus obispos. A veces podemos imaginarnos que estamos oyendo la voz de Moisés cuando mandaba a la tierra que se abriese y se tragase con llamas abrasadoras la ralea rebelde que desobedecía al sacerdocio de Aarón, y otras veces supondríamos que estamos oyendo a un cónsul romano clamando por la majestad de la República y declarando su resolución inflexible de extremar el rigor de la ley. «Si tales errores se consienten» —así es como reconviene el obispo de Cartago a sus compañeros por tanta blandura—, «si tales errores se consienten, hay un fin para la fuerza episcopal;[1479] un fin para la sublime y sobrehumana potestad de gobernar la Iglesia, un fin para el propio cristianismo». Cipriano había renunciado a los honores temporales que probablemente nunca obtuviera; pero la adquisición de un mando tan absoluto sobre la conciencia y el entendimiento de una congregación, aunque arrinconada y menospreciada por todo el mundo, halaga más el corazón y el orgullo humanos que el poder más despótico impuesto por las armas sobre un pueblo enemigo.
En el decurso de esta investigación tal vez tediosa, pero importante, mi intención ha sido exponer las causas segundas que tan eficazmente ayudaron a la verdad de la religión cristiana. Si aparecen entre ellas algunos ornamentos artificiales, circunstancias accidentales o cualquier mezcla de error y pasión, no parecerá sorprendente que el hombre se impresione por motivos que agradan a su naturaleza imperfecta. Fue con la ayuda de estas causas —el ahínco exclusivo, la expectativa cercana de otro mundo, el alegato de milagros, la práctica de una rígida virtud y la constitución de la Iglesia primitiva—, que el cristianismo se extendió con tanto éxito por el Imperio Romano. Los cristianos debieron a la primera su valor invencible, que desdeñó toda capitulación con el enemigo que estaban resueltos a vencer. Las tres causas siguientes le suministraron a su valor armas formidables. La última unió su valentía, dirigió sus armas y dio a su esfuerzo el peso irresistible que incluso un pequeño bando de intrépidos y bien entrenados voluntarios ha alcanzado a veces contra una muchedumbre indisciplinada, ignorante del motivo y descuidada del paradero de la guerra. En las diversas religiones del politeísmo, algunos fanáticos errantes de Siria y Egipto, que se dedicaban a la crédula superstición del populacho, fueron quizá los únicos sacerdotes[1480] que fundaron todo su respaldo y crédito en su profesión, y que se interesaban profundamente en la seguridad y prosperidad de sus deidades tutelares. Los ministros del politeísmo, tanto en Roma como en las provincias, solían ser hombres bien nacidos y acaudalados que merecían, por distinción honorífica, el cuidado de un templo famoso o de un sacrificio público, celebrando, frecuentemente a sus expensas, los juegos sagrados,[1481] y con una fría indiferencia realizaban los ritos antiguos, según las leyes y la moda de su patria. Dedicados a las ocupaciones ordinarias de la vida, su celo y devoción rara vez era animado por el sentido del interés o por hábitos de carácter eclesiástico. Confinados en sus respectivos templos y ciudades, quedaron sin enlace de gobierno o disciplina, y mientras que reconocían la jurisdicción suprema del Senado, del colegio pontificio y del emperador, estos magistrados civiles se contentaban con la fácil tarea de mantener en paz y decoro el culto general de la humanidad. Ya hemos visto lo variados, relajados e inciertos que eran los sentimientos religiosos del politeísmo. Estaban abandonados, casi sin control, al funcionamiento natural de una fantasía supersticiosa. Las circunstancias accidentales de su vida y su situación determinaban el objeto y el grado de su devoción, y mientras su adoración se prostituía sucesivamente ante mil deidades, era poco probable que su corazón pudiera sentir una pasión viva y sincera por ninguna de ellas.
Cuando el cristianismo llegó al mundo, aun aquellas leves e imperfectas impresiones habían perdido mucho de su poder original. La razón humana, incapaz de percibir los arcanos de la fe, ya había obtenido un fácil triunfo sobre los devaneos del paganismo, y cuando Tertuliano y Lactancio se afanan por exponer su falsedad y extravagancia, tienen que acudir a la elocuencia de Cicerón y a la agudeza de Luciano. El contagio de estos escritos escépticos se había difundido mucho más allá del número de lectores. La moda de la incredulidad se comunicó de los filósofos a los hombres de placer o de negocios, del señor al plebeyo, y del amo al esclavo que lo servía en la mesa y escuchaba con entusiasmo la libertad de la conversación. En las ocasiones públicas, las personas afilosofadas aparentaban tratar con respeto y decencia a las instituciones religiosas de su país, pero su secreto menosprecio asomaba sobre el delgado y torpe disfraz, e incluso la plebe, cuando descubría que aquellos cuyo entendimiento y jerarquía estaba acostumbrada a reverenciar rechazaban y se mofaban de sus deidades, se llenaba de dudas y temores en cuanto a la verdad de aquellas doctrinas que habían creído a ciegas. La decadencia de las antiguas preocupaciones expuso a una parte numerosa de la humanidad a los peligros de una situación dolorosa y desconsolada. Un estado de escepticismo e incertidumbre puede entretener a algunas mentes curiosas. Pero la práctica de la superstición congenia con la multitud que, si se la fuerza a despertar, todavía lamenta la pérdida de su agradable visión. Su amor por lo maravilloso y lo sobrenatural, su curiosidad con respecto a los acontecimientos futuros, su fuerte propensión a extender sus esperanzas y temores más allá del límite del mundo visible, fueron las principales causas que favorecieron el establecimiento del politeísmo. La necesidad de creencia entre el vulgo es tan urgente, que la caída de cualquier sistema mitológico será muy probablemente sucedida por la introducción de algún otro modo de superstición. Alguna otra deidad de una casta más reciente y elegante hubiera ocupado pronto los templos desiertos de Júpiter y Apolo si, en el momento decisivo, la sabiduría de la Providencia no hubiera interpuesto una revelación genuina, capaz de inspirar la estima y la convicción más racional, mientras, al mismo tiempo, era adornada con todo lo que podía cautivar la curiosidad, el asombro y la veneración del pueblo. En aquella coyuntura, cuando muchos estaban casi desprendidos de sus prejuicios artificiales, pero igualmente propensos y deseosos de una adhesión devota, objetos más despreciables hubieran sido suficiente para llenar el vacío de sus pechos y satisfacer el afán incierto de su pasión. Quienes estén inclinados a seguir esta reflexión, en vez de ver con asombro los rápidos progresos del cristianismo, se sorprenderán tal vez de que su éxito no haya sido aún más rápido y general.
Se ha señalado correctamente que las conquistas de Roma prepararon y facilitaron las del cristianismo. En el segundo capítulo de este trabajo intentamos explicar de qué modo las provincias más civilizadas de Europa, Asia y África fueron unidas bajo el dominio de un solo soberano, y gradualmente vinculadas por los lazos más íntimos de leyes, costumbres e idioma. Los judíos de Palestina, que ansiaban un libertador temporal, se mostraron tan indiferentes con los milagros del divino profeta, que se consideró innecesario publicar, o al menos preservar, cualquier evangelio hebreo.[1482] La historia auténtica de los actos de Cristo se compuso en griego, a una considerable distancia de Jerusalén y cuando los convertidos paganos eran ya numerosos.[1483] Una vez que aquella historia fue traducida a la lengua latina, fue perfectamente inteligible para todos los súbditos de Roma, excepto los campesinos de Egipto y Siria, para quienes luego se hicieron versiones particulares. Las carreteras construidas para el uso de las legiones franqueaban tránsito a los misioneros cristianos desde Damasco hasta Corinto y desde Italia hasta los extremos de España y Bretaña; y tampoco encontraban aquellos conquistadores espirituales los obstáculos que usualmente atrasan o imposibilitan la introducción de una religión extraña en países remotos. Hay fuertes razones para creer que antes de los reinados de Diocleciano y Constantino ya se había predicado la fe de Cristo en todas las provincias y ciudades populosas del Imperio; pero la fundación de cada hermandad, el número de fieles que las componían y su proporción respecto de la multitud no creyente son absolutamente desconocidos o desfigurados con declamaciones o ficciones. Sin embargo, procederemos ahora a relatar las imperfectas circunstancias que han llegado a nuestra noticia acerca del crecimiento del nombre cristiano en Asia y en Grecia, en Egipto, en Italia y en el Occidente, sin desatender los aumentos reales o imaginarios ocurridos más allá del confín del Imperio.
Las ricas provincias que se extienden desde el Éufrates hasta el mar Jónico fueron el teatro principal donde el apóstol de los gentiles exhibió su afán y su religiosidad. Sus discípulos cultivaron esmeradamente las semillas del Evangelio que derramó sobre ese terreno fértil, y parecería que, en los dos primeros siglos, el cuerpo más considerable de cristianos estaba comprendido entre aquellos límites. Entre las hermandades de Siria ninguna era más antigua e ilustre que las de Damasco, Berea o Alepo, y Antioquía. La introducción profética del Apocalipsis describió e inmortalizó a las siete iglesias de Asia —Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiátira,[1484] Sardes, Laodicea y Filadelfia—, y pronto sus colonias se difundieron por aquel populoso país. En un período muy temprano, las islas de Chipre y Creta, y las provincias de Tracia y Macedonia, recibieron favorablemente la nueva religión, y pronto se fundaron repúblicas cristianas en las ciudades de Corinto, Esparta y Atenas.[1485] La antigüedad de las iglesias griegas y asiáticas contó con suficiente tiempo para su incremento y multiplicación, y aun aquel enjambre de gnósticos y herejes diferentes sirven para mostrar la condición floreciente de la iglesia ortodoxa, puesto que el nombre de herejes recayó siempre sobre el grupo menos numeroso. Podemos añadir a estos testimonios domésticos la confesión, quejas y temores de los mismos profanos. Sabemos por los escritos de Luciano, filósofo que estudió al hombre y describió vivamente sus costumbres, que en el reinado de Cómodo, el Ponto, su país nativo, estaba lleno de epicúreos y cristianos.[1486] Ochenta años después de la muerte de Cristo,[1487] el humano Plinio lamenta los alcances del mal que vanamente intentó erradicar. En su curiosísima carta al emperador Trajano, afirma que los templos estaban casi desiertos, que rara vez se presentaban compradores para las víctimas sagradas, y que la superstición no sólo había infectado las ciudades, sino que se había diseminado por las aldeas y campos del Ponto y de Bitinia.[1488]
Sin pararse a definir las expresiones y motivos de aquellos escritores que celebran o lamentan los progresos del cristianismo en Oriente, puede observarse en general que ninguno de ellos nos ha dejado datos para estimar con fundamento el número de fieles en aquellas provincias. Sin embargo, se conserva afortunadamente una circunstancia que parece arrojar alguna luz sobre un asunto tan interesante como oscuro. Bajo el reinado de Teodosio, cuando ya la Cristiandad había disfrutado durante más de sesenta años del favor imperial, la antigua e ilustre iglesia de Antioquía constaba de cien mil individuos, tres mil de ellos mantenidos con las ofrendas públicas.[1489] El esplendor y dignidad de la reina del Oriente, el reconocido vecindario de Cesárea, Seleucia y Alejandría y la destrucción de doscientas cincuenta mil almas en el terremoto que desplomó a Antioquía en tiempo de Justino el Mayor[1490] comprueban que el total de sus habitantes no bajaba de medio millón, y que los cristianos, aunque multiplicados por el fervor y el poderío, no pasaban de la quinta parte de aquella gran ciudad. ¡Cuán diferente la proporción que debemos adoptar si comparamos la iglesia perseguida con la triunfadora, el Occidente con el Oriente, aldeas arrinconadas con ciudades populosas, y países recién convertidos a la fe con el sitio donde los creyentes se llamaron por primera vez cristianos! No hay que ocultar, sin embargo, que en otro pasaje Crisóstomo, a quien debemos esta útil información, calcula la muchedumbre de los fieles aun superior a la de judíos y paganos.[1491] Pero la solución de esta aparente dificultad es fácil y obvia. El orador elocuente traza un paralelo entre la constitución civil y eclesiástica de Antioquía, entre la lista de los cristianos que se habían ganado el Cielo con el bautismo, y la de los ciudadanos con derecho a participar de los repartos públicos. La primera abarcaba a los esclavos, extranjeros y niños, que quedaban excluidos de la segunda.
El amplio comercio de Alejandría y su proximidad con Palestina facilitaban el ingreso a la nueva religión. En principio fue abrazada por los terapeutos o esenios, del lago Mareotis, secta judía que había perdido mucho de su reverencia a las ceremonias mosaicas. La vida austera de los esenios, sus ayunos y excomuniones, la comunidad de bienes, el celibato, su afán por el martirio, y el fervor, no la pureza, de su fe, ya ofrecían una viva imagen de su primitiva disciplina.[1492] La forma científica de la teología cristiana parece haberse pautado en la escuela de Alejandría; y cuando Adriano visitó Egipto halló una iglesia compuesta de judíos y griegos suficientemente importante como para merecer la atención de aquel príncipe curioso.[1493] Pero los progresos del cristianismo estuvieron por largo tiempo confinados a los límites de una sola ciudad, que venía a ser una colonia extranjera, y hasta fines del segundo siglo los antecesores de Demetrio eran los únicos prelados de la iglesia egipcia. Él consagró con sus manos a tres obispos, cuyo número ascendió hasta veinte con su sucesor Heraclas.[1494] Todos los nativos, un pueblo que se distinguía por la hosca inflexibilidad de su temperamento,[1495] recibían la nueva doctrina con frialdad y renuencia, y, aun en tiempo de Orígenes, rara vez se hallaba un egipcio que se sobrepusiera a su preocupación primitiva a favor de los animales sagrados de su país.[1496] Pero, tan pronto como el cristianismo ascendió al trono, el celo de aquellos bárbaros siguió el impulso dominante, y las ciudades del Egipto se llenaron de obispos, y los desiertos de la Tebaida hirvieron de ermitaños.
Una oleada incesante de extranjeros y provincianos se agolpó en el amplio seno de Roma. Todo lo extraño y aborrecible, todo criminal o sospechoso, tenía esperanza de evitar la ley en la inmensidad de la capital. En tan variada sima de naciones, todo maestro, real o fingido, todo fundador de hermandades malvadas o virtuosas, podía fácilmente multiplicar sus discípulos o cómplices. Ya Tácito representa a los cristianos de Roma, en tiempos de la fortuita persecución de Nerón, como una gran muchedumbre,[1497] y el lenguaje de aquel gran historiador es muy parecido al de Tito Livio cuando refiere la introducción y el exterminio de los ritos de Baco. Después de que las bacanales despertaran la severidad del Senado, se temía igualmente que una gran multitud, como si fuera otro pueblo, hubiera sido ya iniciada en tan aborrecidos misterios. La cuidadosa pesquisa demostró que los delincuentes no pasaban de siete mil, un número en verdad alarmante si se lo considera como objeto de la justicia pública.[1498] Tenemos que interpretar las vagas expresiones de Tácito con esta inocente concesión, y en un caso anterior las de Plinio, cuando exageran la cantidad de fanáticos engañados que abandonaron el culto establecido. Indudablemente, la iglesia de Roma era la primera y la más populosa del Imperio; y poseemos un padrón auténtico que manifiesta el estado de la religión en aquella ciudad a mediados del tercer siglo y tras una paz de treinta y ocho años. En ese tiempo, el clero se componía de un obispo, cuarenta y seis presbíteros, siete diáconos, otros tantos subdiáconos, cuarenta y dos acólitos y cincuenta lectores, exorcistas y porteros. El número de viudas, enfermos y pordioseros alimentados por las ofrendas de los fieles ascendía a mil quinientos.[1499] Por un cómputo prudencial y correlativo al de Antioquía, podemos estimar los cristianos de Roma en unos cincuenta mil. Tal vez no puede afirmarse exactamente la población de aquella gran capital, pero el cálculo más moderado no podrá reducirla a menos de un millón de habitantes, de los cuales los cristianos constituían como máximo la veinteava parte.[1500]
Las provincias de Occidente parecen haber recibido el conocimiento del cristianismo de la misma fuente que les había suministrado el idioma, el pensamiento y las costumbres de Roma. En este importante punto, tanto África como la Galia imitaron gradualmente a la capital. Y aunque los misioneros romanos tuvieron varias ocasiones favorables para visitar las provincias latinas, tardaron mucho en traspasar el mar o los Alpes;[1501] tampoco podemos descubrir en aquellos grandes países ningún rastro de fe o persecución que se remonte más allá del reinado de los Antoninos.[1502] El lento progreso de los Evangelios en el frío clima de la Galia fue muy diferente del afán con que parecen haber sido recibidos en las arenas ardientes de África. Los cristianos africanos se transformaron pronto en uno de los principales miembros de la Iglesia primitiva. La práctica, corriente en aquella provincia, de nombrar obispos para pueblos insignificantes y aun para aldeas arrinconadas, contribuyó a multiplicar el esplendor y la importancia de sus sociedades religiosas, que durante el tercer siglo florecieron con el afán de Tertuliano, bajo la dirección de Cipriano y con la elocuencia de Lactancio. Pero si, por el contrario, volvemos la vista a la Galia, tenemos que contentarnos, en tiempo de Marco Antonino, con las congregaciones endebles y hermanadas de Lyon y Viena; y mucho más tarde, en el reinado de Decio, estamos seguros de que sólo en unas cuantas ciudades —Arles, Narbona, Tolosa, Limoges, Clermont, Tours y París—, algunas iglesias dispersas se solventaban con la devoción de un pequeño número de cristianos.[1503] El silencio se vincula, en efecto, con la devoción; pero, como pocas veces es compatible con el fervor, podemos percibir y lamentar el lánguido estado del cristianismo en aquellas provincias que habían cambiado el idioma céltico por el latín, pues en los tres primeros siglos no dieron a luz ni un solo escritor eclesiástico. La Galia, que fundadamente aspiraba a la preeminencia en instrucción y autoridad entre todos los países a este lado de los Alpes, vislumbró débilmente la luz del Evangelio por las provincias lejanas de España y Bretaña; y si damos crédito a las terminantes afirmaciones de Tertuliano, habían ya recibido el primer destello de la fe cuando dedicó su Apología a los magistrados del emperador Severo.[1504] Pero el origen oscuro y equívoco de las iglesias occidentales de Europa ha sido anotado con tanta negligencia que, si quisiéramos relatar las fechas y los pormenores de su fundación, deberíamos suplir el silencio de la antigüedad con las leyendas que la codicia y la superstición fueron dictando a los monjes en el ocio tenebroso de sus conventos.[1505] De tantas novelas sagradas, tan sólo la del apóstol Santiago, por su singular extravagancia, merece mencionarse. De ser un pacífico pescador del lago de Jenezareth, se vio trasformado en un valeroso caballero que capitaneaba la caballería española en sus batallas contra los moros. Los historiadores más circunspectos celebraron sus hazañas; el sagrario milagroso de Compostela ostentó su poderío y la espada de una orden militar; junto a los terrores de la Inquisición, fue suficiente para eliminar cualquier objeción de crítica profana.[1506]
El cristianismo traspuso los ámbitos del Imperio Romano, y según los padres primitivos, que suelen explicar los hechos con profecías, la nueva religión, un siglo después de la muerte de su divino fundador, ya había peregrinado por todas las partes del globo. «No hay pueblo», dice Justino Mártir, «griego, bárbaro o de otra ralea, del nombre o las costumbres que fuere, por más idiota en artes o labranza que sea, que habite bajo tiendas o vague en carruajes cubiertos, en el cual no se ofrezcan plegarias, en nombre de Jesús Crucificado, al Padre y Creador de todo».[1507] Pero esta espléndida exageración, que aun ahora mismo se haría difícil reconciliar con el estado actual de los hombres, debe considerarse sólo como efecto del entusiasmo de un escritor devoto y temerario, que medía su creencia por sus deseos. Pero ni la creencia ni los deseos de los padres pueden alterar la verdad de la historia. Y siempre quedará como un hecho indudable que los bárbaros de Escitia y Germania, que luego derribaron la monarquía romana, estaban sumidos en la lobreguez del paganismo, y que incluso la conversión de Iberia, de Armenia y de Etiopía no se intentó con éxito hasta que el cetro estuvo en manos de un emperador ortodoxo.[1508] Antes, las vicisitudes de la guerra y del comercio pueden, en efecto, haber difundido un conocimiento imperfecto del Evangelio entre las tribus de Caledonia[1509] y entre los ribereños del Rin, del Danubio y del Éufrates.[1510] Más allá de este último río, Edesa se distinguió por su temprano y decidido apego a la fe.[1511] Desde Edesa, los principios del cristianismo se introdujeron fácilmente en las ciudades griegas y sirias que obedecían a los sucesores de Artajerjes; pero no impresionó hondamente a los persas, cuyo sistema religioso, con el afán de su organizada categoría sacerdotal, se había fundado más sólida y artificiosamente que la incierta mitología de Grecia y Roma.[1512]
Por esta imparcial aunque escasa reseña de los progresos del cristianismo, puede tal vez parecer que el número de prosélitos se ha magnificado excesivamente por temor de un lado y por devoción del otro. Según el testimonio irrecusable de Orígenes,[1513] la cantidad de fieles era insignificante comparada con la muchedumbre de un mundo incrédulo; pero, como carecemos de datos terminantes, es imposible determinar, y difícil incluso conjeturar, el número efectivo de los cristianos primitivos. El cómputo favorable, sin embargo, que puede inferirse de los ejemplos de Antioquía y de Roma nos obliga a considerar que sólo una vigésima parte de los súbditos del Imperio se habría alistado bajo las banderas de la Cruz antes de la conversión de Constantino. Mas sus hábitos de fe, de ahínco y de unión parecían multiplicar su número, y las mismas causas que colaboraron en su incremento futuro sirvieron para mostrar su actual poderío como más grandioso y formidable.
La constitución de la sociedad civil es tal que, mientras que unos pocos se distinguen por su riqueza, honor y sabiduría, el gran cuerpo del pueblo es condenado a la oscuridad, ignorancia y pobreza. La religión cristiana, que se dirigía a toda la humanidad, debía necesariamente recolectar a la mayoría de sus prosélitos de la clase más baja. Esta inocente y obvia circunstancia acarreó una odiosa acusación, que parece haber sido negada con menos vehemencia por los apologistas de la fe que lo que fue impulsada por sus adversarios, a saber, que la nueva secta de los cristianos se llenaba de la hez del populacho, de labriegos, menestrales, niños y mujeres, pordioseros y aun esclavos, que solían ser los introductores de los misioneros en las familias ricas y nobles a las que servían. Estos maestros confusos (pues así los calificaba la malicia y la infidelidad) son tan mudos en público como locuaces y dogmáticos en privado. Mientras huyen cautelosamente del peligroso encuentro con los filósofos, se mezclan con la chusma grosera e iletrada, y atraen a aquellas mentes cuya edad, sexo o educación las dispone mejor para impresionarse por terrores supersticiosos.[1514]
Esta desfavorable pintura, aunque no carente de alguna débil semejanza, revela, por su negro colorido y su distorsionado aspecto, el lápiz del enemigo. Cuando la humilde fe de Cristo se fue difundiendo por el mundo, la profesaron individuos que tenían algunas ventajas de cuna y haberes. Arístides, que presentó su elocuente apología al emperador Adriano, era un filósofo ateniense.[1515] Justino Mártir buscó la divina sabiduría en las escuelas de Zenón, de Aristóteles, de Pitágoras y de Platón, hasta que dichosamente fue abordado por el anciano, o más bien el ángel, que inclinó su atención hacia el estudio de los profetas judíos.[1516] Clemente de Alejandría fue muy versado en escritos griegos y Tertuliano, en los latinos. Julio Africano y Orígenes poseían una parte muy considerable de la erudición de su tiempo, y aunque el estilo de Cipriano es muy diferente del de Lactancio, casi puede descubrirse que ambos fueron catedráticos de retórica. Incluso el estudio de la filosofía se introdujo a la larga entre los cristianos, mas no siempre redundó en efectos saludables, pues el conocimiento solía ser padre tanto de la herejía como de la devoción; y la descripción que retrata a los secuaces de Artemón puede con igual propiedad aplicarse a las variadas sectas que se oponían a los sucesores de los apóstoles. «Presumen de alterar las Sagradas Escrituras, de abandonar las antiguas reglas de la fe y de ajustar sus opiniones a las sutilezas de la lógica. Abandonan la ciencia de la Iglesia por el estudio de la geometría, y se desentienden del Cielo para dedicarse a medir la tierra. Manosean sin cesar a Euclides. Aristóteles y Teofrasto son los objetos de su admiración, y manifiestan sumo respeto por las obras de Galeno. Sus errores proceden del abuso de las artes y ciencias de los infieles, y corrompen la sencillez del Evangelio con los refinamientos de la razón humana.»[1517]
Tampoco se puede afirmar que las ventajas de cuna y haberes se hallasen siempre separadas del cristianismo. Llevaron a varios ciudadanos de Roma ante el tribunal de Plinio, y pronto descubrió que un gran número de sujetos de todas clases en Bitinia había abandonado la religión de sus mayores.[1518] Su desconocido testimonio debe, en este caso, merecer más crédito que el arrojado reto de Tertuliano, cuando apela tanto a los temores como a la humanidad del procónsul de África, asegurándole que si insiste en sus crueles intenciones tiene que diezmar a Cartago, y hallará entre los culpables a muchos de su propia categoría, senadores y matronas de encumbrada esfera, y amigos o deudos de sus mayores íntimos.[1519] Parece, sin embargo, que cuarenta años después el emperador Valeriano estaba persuadido de la verdad de aquella proposición, pues en uno de sus escritos se hace evidente que suponía a senadores, damas de posición y caballeros romanos comprometidos con la creencia cristiana.[1520] La Iglesia continuó creciendo en esplendor y perdiendo su pureza interior; en el reinado de Diocleciano, el palacio, los tribunales y el ejército mismo encubrían una multitud de cristianos, afanados en hermanar los intereses de la vida presente con los de la venidera.
Sin embargo, estas excepciones son muy pocas y recientes en la época como para deshacer absolutamente el cargo de ignorancia y arrinconamiento que con arrogancia se hace a los primeros prosélitos del cristianismo. En vez de acudir para nuestra defensa a las ficciones de tiempos muy posteriores, será más acertado convertir ese motivo de escándalo en fundamento de aprecio. Nuestro serio pensamiento nos indicará que la Providencia eligió a los mismos apóstoles entre los pescadores de Galilea, y que cuanto más rebajemos la condición temporal de los primeros cristianos, encontraremos más razones para admirar sus merecimientos y sus triunfos. Nos incumbe recordar cuidadosamente que el Reino de los Cielos fue prometido a los pobres de espíritu, y que los ánimos acosados por la calamidad y el menosprecio de los hombres escuchan placenteramente la oferta divina de una bienaventuranza venidera; mientras que, por el contrario, los dichosos se dan por satisfechos con la posesión de este mundo, y los sabios devanean sin término con sus dudas y disputan su vana superioridad de razón y conocimiento.
Tenemos que acudir a estas reflexiones para rehacernos de la pérdida de algunos personajes ilustres que, en nuestro concepto, eran los más dignos a los dones celestiales. Los nombres de Séneca, de ambos Plinios, de Tácito, Plutarco, Galeno, del esclavo Epícteto y del emperador Marco Antonino adornaron la época en que florecieron y exaltaron la dignidad de la naturaleza humana. Llenaron de gloria sus respectivos cargos, tanto en la vida activa como contemplativa; el estudio perfeccionó sus excelentes entendimientos; la filosofía purificó sus almas de los prejuicios de la superstición popular, y dedicaron sus días a buscar la verdad y practicar la virtud. Pero todos estos sabios (no es menos doloroso que extraño) pasaron por alto o rechazaron la perfección de la religión cristiana. Su palabra o su silencio descubren igualmente su menosprecio hacia aquella secta creciente, que en su tiempo se había difundido por todo el Imperio Romano. Los que condescienden a nombrar a los cristianos los consideran como entusiastas obstinados y perversos que se empeñan en requerir una exacta e implícita sumisión a sus doctrinas misteriosas, sin ser capaces de alegar una sola razón que pueda llamar la atención de los hombres sensatos e instruidos.[1521]
Es dudoso que alguno de estos filósofos hubiese leído las apologías que los cristianos primitivos publicaban repetidamente en defensa de sí mismos o de su religión, pero es mucho más lastimoso que semejante causa no fuera defendida por abogados más capaces. Exponen con una agudeza y elocuencia superfluas las extravagancias del politeísmo. Invocan nuestra compasión exponiendo la inocencia y los padecimientos de sus hermanos injuriados. Pero cuando quieren demostrar el origen divino del cristianismo, insisten mucho más sobre las predicciones que anunciaron la aparición del Mesías que sobre los milagros que la comprobaron. Su argumento predilecto podía servir para corroborar a un cristiano o convertir a un judío, puesto que ambos reconocen la autoridad de aquellas profecías, y tienen que reconocer con veneración su sentido y su cumplimiento. Pero este género de persuasión pierde mucho de su fuerza e influencia cuando se dirige a aquellos que no entienden ni respetan la revelación de Moisés ni el estilo profético.[1522] En las torpes manos de Justino y los apologistas subsiguientes, el concepto sublime de los oráculos hebreos se evapora en remotos símbolos, pretendida vanidad y frías alegorías; e incluso su autenticidad se volvía sospechosa para un profano lego por la mezcla de piadosas falsificaciones que, bajo los nombres de Hermes, Orfeo y las Sibilas,[1523] se intercalaban con el mismo valor que las genuinas inspiraciones del Cielo. La adopción de fraudes y sofismas en defensa de la revelación nos recuerda el poco juicioso desempeño de aquellos poetas que abruman a sus héroes invulnerables con el peso inservible de frágiles e incómodas armaduras.
¿Pero cómo disculparíamos la total falta de atención del mundo pagano y afilosofado hacia los testimonios que les estaba mostrando la diestra del Todopoderoso no a su razón, sino a sus sentidos? Innumerables prodigios confirmaban en el siglo de Cristo, de los apóstoles y de sus primeros discípulos la doctrina que predicaban. El tullido caminaba, el ciego veía, el enfermo sanaba, el difunto resucitaba, se expulsaba a los demonios y las leyes de la naturaleza se suspendían en beneficio de la Iglesia. Pero los sabios de Grecia y Roma daban la espalda a tan augusto espectáculo y, siguiendo las ocupaciones ordinarias de su vida y sus estudios, se mostraban ajenos a toda alteración en el régimen físico o moral del universo. En el reinado de Tiberio, toda la tierra,[1524] o al menos una provincia famosa del Imperio Romano,[1525] estuvo envuelta durante tres horas en una oscuridad sobrenatural. Incluso este milagroso evento, que debería haber provocado el asombro, la curiosidad y la devoción de los hombres, pasó inadvertido en un siglo de ciencias y de historia.[1526] Esto ocurrió en vida de Séneca y de Plinio el Viejo, que debieron experimentar los efectos inmediatos o recibir prontas noticias del milagro. Ambos filósofos, en trabajosas obras, han ido anotando todos los grandes fenómenos de la naturaleza —terremotos, meteoros, cometas y eclipses— que su infatigable curiosidad logró recoger.[1527] Ambos omitieron mencionar el fenómeno más grandioso que presenció el hombre desde la creación del globo. Plinio dedica un capítulo aparte[1528] a los eclipses de naturaleza extraordinaria y duración inusual, pero se contenta con describir el singular defecto de luz que siguió al asesinato de César, cuando el disco del sol apareció, casi durante un año, macilento y pálido. Esta temporada de oscuridad, que seguramente no puede compararse con la lobreguez sobrenatural de la pasión, ya había sido celebrada por la mayoría de los poetas[1529] e historiadores de aquel siglo memorable.[1530]