VII
ASCENSO Y TIRANÍA DE MAXIMINO - REBELIÓN EN ÁFRICA Y EN ITALIA, BAJO LA AUTORIDAD DEL SENADO - GUERRAS CIVILES Y SEDICIONES - MUERTES VIOLENTAS DE MAXIMINO Y SU HIJO, DE MÁXIMO Y BALBINO, Y DE LOS TRES GORDIANOS - USURPACIÓN Y JUEGOS SECULARES DE FILIPO
De cuantas formas de gobierno han asomado en el mundo, la monarquía hereditaria es al parecer la que ofrece más anchuroso campo al escarnio. ¿Cabe por ventura referir, sin airada sonrisa, que, al fallecimiento de un padre, la finca de toda una nación, como un rebaño vacuno, ha de recaer en su pequeño hijo, aún desconocido para el mundo y para sí mismo, y que los guerreros descollantes y los más sabios estadistas, sin hacer valer su obvio derecho al Imperio, se acerquen a la cuna regia hincando la rodilla y declarando su lealtad inviolable? La sátira y la declamación pueden describir estos vulgares tópicos con vivos colores, pero nuestros pensamientos más serios respetarán el provechoso prejuicio que establece una línea de sucesión independiente de las pasiones de la humanidad, y aceptamos gozosos un sistema que imposibilita a la muchedumbre su poder peligroso, y por cierto ideal, de elegir su propio dirigente.
Aislados sosegadamente en nuestra estancia, nos resulta fácil idear imaginarias formas de gobierno en que el cetro se confíe invariablemente al más merecedor, con los votos libres e incorruptibles de la sociedad entera. Pero la experiencia vuelca de un soplo estos castillos en el aire, y nos demuestra que, en una sociedad extensa, la elección del monarca jamás puede estar en manos de la parte más sabia o más numerosa del pueblo. Sólo el ejército es un cuerpo hermanado para opinar unidamente, y harto poderoso para descollar sobre todos los demás ciudadanos, pero la índole de toda milicia, enviciada a un tiempo por la violencia y la servidumbre, la inhabilita para resguardar una constitución legal o meramente civil, pues la equidad, la humanidad y la ciencia gubernativa son prendas que desconocen en el interior de su fuerza y, por consiguiente, menosprecian en los demás. El valor logrará su estima y la generosidad adquirirá su sufragio, pero el primero de esos méritos muchas veces está encerrado en el pecho más salvaje, y el segundo sólo podrá ponerse en práctica a expensas de los fondos públicos; y uno y otra pueden aunarse en manos de un competidor denodado contra el poseedor del trono.
La preeminencia del nacimiento, corroborada por el tiempo y el concepto popular, es la gala más vistosa y menos envidiada entre la gente. Aquel derecho ya reconocido ataja los intentos facciosos, y la seguridad retrae de toda crueldad al monarca, de modo que al arraigo tenaz de esta aprensión somos deudores de la sucesión pacífica y del régimen apacible de las monarquías europeas, y a su carencia tenemos que atribuir la frecuencia de guerras civiles por cuyos estragos un déspota asiático ha de subir al solio de sus padres. Pero, aun en Oriente, la esfera de la contención suele limitarse a los príncipes de la casa reinante, y tan pronto como el más venturoso competidor le ha quitado el aliento con la espada o la soga, ya no tiene celos de sus ínfimos súbditos. Pero en el Imperio Romano, anegada la autoridad del Senado en el cieno del menosprecio, todo era vaivén y desconcierto. Las familias reales o ilustres de las provincias hacía tiempo realzaban la carroza triunfal de los altaneros republicanos; las familias ilustres de Roma yacían sepultadas bajo la tiranía de los Césares, y, al verse éstos maniatados con las formalidades republicanas o frustrados repetidamente por su ansiada posteridad,[502] no cabía en los ánimos la menor esperanza de sucesión permanente, pues el derecho al trono, que nadie podía alegar por su nacimiento, se lo apropiaban todos por sus méritos. Tomó vuelo la ambición, liberada de los lazos de la ley y de las preocupaciones, y lo ínfimo del linaje humano podía sin devaneo esperar ascensos en el ejército debidos a su valor o su fortuna, pues con un solo atentado podía arrancar el cetro del mundo a su endeble y malquisto dueño. Muerto Alejandro Severo y encumbrado Maximino, ya ningún emperador podía considerarse afianzado en el solio, y todo bárbaro fronterizo tenía en su mano la posibilidad de aspirar a un asiento tan augusto como peligroso.
Alrededor de treinta y dos años antes de este acontecimiento, cuando el emperador Severo regresaba de una expedición en Oriente, se detuvo en Tracia para celebrar con juegos militares el cumpleaños de Geta, su hijo menor. El gentío se agolpó a raudales para contemplar a su soberano, y un bárbaro, joven de estatura gigantesca, solicitó con ahínco, en su tosco lenguaje, que se le permitiese competir en la lucha. Puesto que podía herirse el orgullo de la milicia si un campesino tracio vencía a un soldado romano, lo enfrentaron a los más robustos, que, uno por uno, hasta la cantidad de dieciséis, quedaron tendidos en el suelo. Se premió el triunfo del campesino con varios regalos y el permiso de alistarse en la tropa. Sabedor de que había llamado la atención del emperador descollando entre un sinnúmero de reclutas al danzar al estilo de su país, corrió hasta el caballo imperial y lo fue siguiendo a pie sin el menor asomo de cansancio en su larga y velocísima carrera. «Tracio —le dijo Severo—, ¿estás en disposición de luchar después de tu corrida?»; «Sí, señor», replicó el incansable mozo, y en seguida derrotó a siete de los soldados más robustos del ejército. Premiaron su fornida habilidad con un collar de oro, y luego entró a servir en la guardia de caballería que a toda hora acompañaba al soberano.[503] Maximino —éste era su nombre—, aunque nacido en territorio del Imperio, era de una casta mixta de bárbaros, pues su padre era godo, y su madre, de la nación alana. Su denuedo corría siempre parejo a su pujanza, y su natural bravura se fue amansando, o bien disfrazando, mediante el trato con el mundo. En los reinados de Severo y de su hijo ascendió a centurión, gracias al favor y el aprecio de ambos príncipes, el primero de los cuales percibía muy atinadamente el mérito verdadero. La gratitud disuadió a Maximino de servir bajo el asesino de Caracalla, y el honor lo desvió de la afeminación insultante de Heliogábalo. Con el advenimiento de Alejandro, volvió a la corte, y mereció un destino correspondiente a su desempeño y su carrera. Siendo tribuno de la cuarta legión, la disciplinó sobre todas las del ejército; al eco de los soldados que lo llamaban Áyax y Hércules, fue ascendiendo hasta el sumo mando,[504] y si sus modales no hubieran sido toscos, quizás el emperador habría dado a su propia hermana en matrimonio al hijo de Maximino.[505]
Tantas finezas, en vez de afianzar su lealtad, inflamaron más y más la ambición del campesino tracio, que consideraba que su fortuna no era adecuada a sus méritos mientras estuviera obligado a reconocer a un superior. Aunque ajeno a la verdadera sabiduría, su instinto natural le hacía ver que el emperador había desmerecido el afecto de la tropa, y que él podía aumentar esa aversión en su propio provecho. Es sencillo, para la facción y la calumnia, derramar su veneno sobre la administración del mejor de los príncipes, y acusar incluso a sus virtudes, confundiéndolas arteramente con sus vicios rayanos. La soldadesca acogió halagüeñamente a los emisarios de Maximino, avergonzada de su ignominiosa tolerancia, que por espacio de 13 años había sobrellevado la disciplina impuesta por un sirio afeminado, medroso esclavo de su madre y del Senado. Ya era tiempo, clamaban, de abandonar aquel vestigio inservible de la potestad civil, y encumbrar para príncipe y general a un guerrero de cuenta, criado en los campamentos y práctico en la guerra, que afirmara la gloria y repartiese entre sus compañeros los tesoros del Imperio. Por entonces había un enorme ejército a orillas del Rin, bajo el mando del emperador en persona, que al regresar de la guerra pérsica había tenido que marchar contra los bárbaros de Germania. Encargaron a Maximino el importante trabajo de entrenar y evaluar a los reclutas, y un día (19 de marzo de 235), al entrar en el recinto de los ejercicios, la tropa, sea por impulso propio o por efecto de alguna conspiración, lo aclamó emperador, acalló con los vítores su reñida resistencia y marchó atropelladamente a consumar su rebelión con la muerte de Alejandro Severo.
Hay diversos relatos de las circunstancias de su ejecución, pues los escritores, que suponen que cuando murió no se había enterado de la ingratitud ambiciosa de Maximino, afirman que, después de tomar un refrigerio en presencia del ejército, se recogió a su siesta alrededor de las dos de la tarde, y que una parte de su propia guardia arrolló la tienda imperial y con múltiples heridas asesinó a príncipe tan virtuoso y confiado.[506] Si damos crédito a un relato más verosímil, Maximino, vestido con la púrpura por un crecido destacamento a una distancia de algunas millas del cuartel general, contó para su logro más bien con los reservados intentos que con las demostraciones públicas del ejército reunido. Alejandro tuvo harta tregua para reinfundir en su tropa sentimientos, aunque involuntarios, de lealtad, que luego arrolló Maximino con su presencia, apadrinando declaradamente a la clase militar, y de forma unánime quedó reconocido como emperador de los romanos por las legiones bulliciosas. El hijo de Mamea se retiró, vencido y desamparado, a su tienda, ansioso por resguardarse al menos de los desacatos de la muchedumbre, pero lo siguieron de cerca un tribuno y algunos centuriones portadores de la muerte, y, en vez de recibir con tesón varonil el golpe inevitable, sus rendidas súplicas e infructuosos alaridos afearon los postreros momentos de su vida y trocaron en menosprecio parte de la justa piedad que debía infundir su desventurada inocencia. Con el hijo feneció la madre, Mamea, a cuya altanería y avaricia acusó él mismo de su exterminio. Sus amigos más fieles fueron sacrificados por la primera furia de la feroz soldadesca; otros fueron reservados para la más deliberada crueldad del usurpador, y los que experimentaron el trato más suave fueron arrancados de sus empleos y arrojados afrentosamente de la corte y del ejército.[507]
Los tiranos antiguos, Calígula, Nerón, Cómodo y Caracalla, eran todos jovenzuelos bisoños y disolutos,[508] criados en la púrpura y corrompidos por el orgullo del Imperio, el boato de Roma y la traidora voz de los halagos. Otra era la fuente de las crueldades de Maximino, a saber, el temor al menosprecio, pues aunque se afianzaba en el amor de sus soldados que se le prendaban por la semejanza de su carácter, le constaba que sus orígenes bárbaros y soeces, su aspecto bravío y su absoluta ignorancia de las artes e instituciones de la vida civil[509] se contraponían desfavorablemente a los modales halagüeños del desventurado Alejandro. Recordaba que, en sus días más humildes, solía pararse ante los umbrales de los altaneros nobles de Roma, rechazado por la insolencia de sus esclavos; recapacitaba también en las finezas de los pocos que lo habían amparado y esperanzado en su ínfima situación, pero tanto los esquivos como los favorecedores del tracio eran responsables del mismo delito, esto es, el conocimiento de su origen oscuro. Fenecieron muchos por esta culpa, y, con la ejecución de sus bienhechores, Maximino publicó, con caracteres de sangre la imborrable historia de su ruindad y su ingratitud.[510]
Ante la más leve sospecha, el alma lóbrega y exterminadora del tirano siempre se manifestaba contra los súbditos más ilustres por sus virtudes o su nacimiento, y a la mínima señal de traición se sobresaltaba con ilimitada y empedernida crueldad. En una conspiración imaginada o verdadera contra su vida, Magno, senador consular, le pareció el principal responsable, y sin testigos, ni pruebas ni asomo de defensa, fue muerto con cuatro mil de sus supuestos cómplices. Una nube de espías y delatores emponzoñaba Italia y el Imperio todo, y, con la más leve acusación, la primera nobleza romana, que había gobernado provincias, mandado ejércitos y se había realzado con blasones consulares o triunfales, salía prisionera en carruajes públicos y arrastrada hasta la presencia del emperador. La confiscación, el destierro o sencillamente la muerte se consideraban peregrinos rasgos de suavidad, pues a veces mandaba coser a las víctimas en pieles de animales muertos recientemente, echar otras a las fieras, o bien acabarlas a mazazos. No se dignó a visitar Roma ni Italia en los tres años de su reinado, pues en su campamento, alternativamente a las orillas del Rin o del Danubio, se erguía el solio de su despotismo, que pisoteaba toda ley o justicia y estaba sostenido por el poderío entronizado de la espada.[511] En el gobierno civil no lo acompañaba sujeto alguno de ilustre nacimiento, de prendas o de ciencia, y la corte de un emperador romano ofrecía el remedo de aquellos antiguos capataces de esclavos o gladiadores, cuyo montaraz poderío todavía dejaba en los ánimos huellas de pavor y de aborrecimiento.[512]
Mientras Maximino ciñó sus crueldades a la jerarquía de los senadores o de denodados aventureros, que en la corte o bien en las huestes enfrentan los antojadizos vaivenes de la suerte, el pueblo en su conjunto observaba sus padecimientos con desapego, cuando no con placer, mas la codicia del tirano, espoleada por los insaciables anhelos de la soldadesca, asaltó por fin la propiedad pública. Cada ciudad del Imperio poseía sus rentas propias, destinadas a abastecerse de trigo y costear los juegos y recreos generales, y todo ese caudal quedó, mediante un solo acto de absolutismo, incorporado al tesoro imperial. Los templos perdieron todas sus ofrendas de plata y oro, y las estatuas de dioses, héroes o emperadores se fundieron y se usaron para acuñar moneda. Mas estas desaforadas disposiciones no podían llevarse a cabo sin alborotos y matanzas, y en varios parajes el pueblo prefirió morir en defensa de sus aras que, en medio de la paz, ver sus ciudades expuestas a la rapiña y la crueldad de la guerra. Los mismos soldados que participaban de tan sacrílego saqueo se avergonzaban, y, por más encallecidos que estuviesen por sus violentas demasías, temían las fundadas reconvenciones de amigos y deudos. El furioso alarido estalló de extremo a extremo, implorando venganza contra el común enemigo del linaje humano, y finalmente, por una mera tropelía privada, una provincia apacible y destruida se arrojó a tremolar contra él su estandarte de rebelión.[513]
El procurador de África era un sirviente apropiado para tal dueño, que graduaba las multas y las confiscaciones de los ricos como el ramo más productivo de la renta imperial. Bajo este concepto se pronunció una inicua sentencia contra algunos jóvenes opulentos del país (abril de 237), que iba a despojarlos de gran parte de su patrimonio; en esta situación límite, la desesperación les hizo tomar una decisión que iba a evitar o bien a consumar su exterminio. Durante la tregua de tres días concedida a duras penas por el insaciable tesorero, aprontaron de sus mismas haciendas un sinnúmero de esclavos y labradores rendidos al albedrío de sus dueños en forma ciega, y armados rústicamente con hoces y mazas. Los caudillos de la empresa, recibidos en audiencia por el procurador, lo atravesaron con sus dagas que habían encubierto con sus ropajes, y, con la protección de sus allegados en tropel, se apoderaron del pueblecillo de Tisdro[514] y enarbolaron el pendón de su rebeldía contra el soberano de todo el Imperio. Esperanzados en el odio general contra Maximino, y acordes en contraponer al aborrecido tirano un emperador cuyas prendas apacibles le habían ya granjeado el cariñoso aprecio de los romanos y cuya trascendencia en la provincia proporcionaba sumo peso a la empresa, se sorprendieron de que Gordiano, su procónsul y el objeto de su elección, rehusase con sincero tesón aquel peligroso ensalzamiento, y les pidiese muy lloroso que le permitieran acabar en paz su larga e inocente carrera, sin mancillar su quebrantada ancianidad con la sangre civil. Las amenazas lo obligaron a aceptar la púrpura imperial, que ya era su único resguardo contra la celosa crueldad de Maximino, puesto que, según las deducciones de todo tirano, quienes se consideran acreedores al trono son reos de muerte, y cuantos se ponen a deliberar son ya rebeldes.[515]
La familia de Gordiano era una de las más esclarecidas del Senado, pues por la línea paterna descendía no menos que de los Gracos, y por la materna, del emperador Trajano. Sus extensas posesiones le proporcionaban el esplendor correspondiente a la dignidad de su nacimiento, y, al disfrutarlo, demostraba buen gusto y rasgos benéficos. El palacio de Roma, antigua morada del gran Pompeyo, había sido durante varias generaciones propiedad de la familia de Gordiano,[516] y descollaba con grandiosos trofeos de victorias navales y con el realce de pinturas exquisitas. Su quinta sobre la carretera de Preneste era muy elogiada por los hermosos y anchísimos baños, por tres magníficos salones de 100 pies de longitud y por un suntuoso pórtico, afianzado sobre doscientas columnas de cuatro tipos del mármol más caro y original.[517] Los espectáculos costeados por él, que agasajaban al pueblo con centenares de fieras y gladiadores,[518] excedían al parecer los alcances de un súbdito, y mientras la esplendidez de otros magistrados se limitaba a pocas funciones en el recinto de Roma, el garboso Gordiano las extendía a todos los meses del año, y luego, durante su consulado, a las principales ciudades de Italia. Obtuvo ese cargo dos veces, por parte de Caracalla y de Alejandro, pues tenía la habilidad de granjearse el aprecio de los príncipes honorables sin despertar los celos de los tiranos. Dedicó su larga vida al estudio y el desempeño pacífico de los empleos de Roma, y, hasta ser nombrado procónsul de África por aclamación del Senado y aprobación de Alejandro,[519] al parecer se desentendió juiciosamente del mando de los ejércitos y del gobierno de las provincias. Mientras vivió aquel emperador, África fue venturosa con su régimen, y después de que el trono fuera usurpado por el bárbaro Maximino, Gordiano alivió los padecimientos que no podía evitar. Pasaba de los ochenta años cuando aceptó dolorosamente la púrpura, postrera e inestimable reliquia de la época de los Antoninos, cuyas virtudes retrató con su conducta y celebró en un poema de 30 cantos. Quedó igualmente declarado emperador su hijo, que lo acompañó como teniente a África. Sus costumbres no eran tan acendradas, pero su carácter era tan amigable como el de su padre. Veintidós amantes declaradas y 62 000 volúmenes acreditan la variedad de sus propensiones, y se puede observar por sus escritos que unas y otros eran más para su ejercicio que para mera ostentación.[520] El pueblo de Roma rastreaba en las facciones del joven Gordiano las de Escipión el Africano, se complacía en recordar que su madre era nieta de Antonino Pío y tenía esperanzas en aquellas virtudes que hasta entonces —suponía afectuosamente— habían estado encubiertas por el ocio y el boato de su vida privada.
Una vez que se pacificó el tumulto de la elección popular, los Gordianos se trasladaron a Cartago. Fueron aclamados por los africanos que honraban tanta virtud y que, desde la visita de Adriano, jamás habían contemplado la majestad de un emperador, pero este bullicio insustancial no fortalecía ni ratificaba el nombramiento, y así, por sistema y por interés, acordaron solicitar la aprobación del Senado y enviar sin demora a Roma una delegación de los más nobles provinciales para describir y justificar la conducta de sus compatriotas, que, después de sufrir pacientemente durante mucho tiempo, estaban por fin resueltos a actuar con vigor. Las cartas de los nuevos príncipes eran modestas y respetuosas; ocultaban la presión que los había obligado a aceptar el título imperial, y sometían su elección y su suerte al supremo juicio del Senado.[521]
El acuerdo del Senado fue unánime y terminante, pues el origen de los Gordianos y sus alianzas con la nobleza los vinculaban a las más ilustres casas de Roma. Su fortuna les había proporcionado muchos adeptos en aquel cuerpo, y sus méritos, un gran número de amigos. Su apacible administración abrió la halagüeña perspectiva del restablecimiento, no sólo del gobierno civil, sino también del republicano. El terror a la prepotencia militar, que primero obligó al Senado a olvidar el asesinato de Alejandro, y después, a ratificar la elección de un labriego bárbaro,[522] ahora producía el efecto contrario, y lo animaba a desagraviar los lastimados derechos de libertad y humanidad. El odio de Maximino al Senado era tan manifiesto como implacable: ni la mayor sumisión habría logrado apaciguarlo, ni la más cautelosa inocencia hubiera podido desvanecer sus recelos. Incluso la preocupación por su propia seguridad los obligaba a compartir una empresa de cuyo daño serían las primeras víctimas. Estas particularidades, juntamente con otras más reservadas, se debatieron en una reunión preliminar entre el cónsul y los magistrados. Una vez que se han puesto de acuerdo, convocan a todo el Senado en el templo de Cástor, con el sigilo del sistema antiguo,[523] calculado para despertar su atención y encubrir sus decretos. «Padres conscriptos —dice el cónsul Silano—, los dos Gordianos, ambos consulares, el uno vuestro procónsul y el otro vuestro teniente, se han declarado emperadores con avenencia general de África. Demos gracias —continuó denodadamente— a la juventud de Tisdro, démoselas al leal pueblo de Cartago, que nos ha liberado de un monstruo tan horroroso. ¿Por qué causa me estáis oyendo tan tibia, tan medrosamente? ¿A qué vienen esas recíprocas miradas, tan ansiosas? ¿Por qué titubear? Maximino es enemigo público, ¡y así fenezca luego su enemistad con él, y así gocemos por largo plazo de la cordura y la felicidad de Gordiano el padre, y del arrojo y tesón de Gordiano el hijo!»[524] El ímpetu bizarro del cónsul se lleva tras de sí el Senado entero, y, por un decreto unánime, queda ratificada la elección de los Gordianos; Maximino, su hijo y sus allegados son declarados enemigos de la patria, y se ofrecen cuantiosas recompensas a quienes tengan el arrojo y la dicha de acabar con ellos.
En ausencia del emperador, permanecía en Roma un destacamento de la guardia pretoriana para defender, o más bien sojuzgar, a la capital. El prefecto Viteliano se había destacado por su fidelidad a Maximino, al cumplir y aun anticipar los mandatos más crueles del tirano, y sólo con su muerte cabía salvar la autoridad del Senado y las vidas de sus integrantes en trance tan congojoso. Encargaron a un cuestor y a varios tribunos quitarlos de en medio, antes que se conociese el arrojado acuerdo. Ejecutaron la orden con idénticos arrojo y logro, y enarbolando las dagas ensangrentadas, corrieron por las calles proclamando al pueblo y a la tropa la venturosa revolución. El entusiasmo de la libertad fue secundado por promesas de cuantiosos donativos en tierras y dinero; las estatuas de Maximino fueron derribadas; la capital del Imperio, gozosa, aclamó la autoridad del Senado y de ambos Gordianos,[525] y la Italia entera siguió el ejemplo de Roma.
Ahora descollaba el valor en aquella Asamblea cuya prolongada tolerancia había estado padeciendo las ofensas de un despotismo antojadizo y del desenfreno militar. El Senado tomó con decoroso brío las riendas del gobierno y se preparó para desagraviar con las armas la causa de la libertad. No fue difícil escoger, entre los senadores de ilustre mérito e íntimos de Alejandro, hasta 20 de acreditado desempeño en la paz y en la guerra. Se les confió la defensa de Italia, haciendo que cada uno se apropiara de su distrito, autorizándolos a alistar y disciplinar a la juventud italiana, y recomendándoles ante todo la fortificación de los puertos y las carreteras contra la inminente invasión de Maximino. Al mismo tiempo, se envió un gran número de senadores y caballeros descollantes, en calidad de delegados, a los gobernadores de las provincias, a fin de que los amonestaran con ahínco para que acudieran al amparo de la patria, y recordaran a las naciones los antiguos vínculos de hermandad con el Senado y el pueblo romanos. El respeto con que, por lo general, se recibió a estos diputados, y el afán de Italia y las provincias a favor del Senado, prueban sobradamente que los súbditos de Maximino se hallaban en el apuro de un pueblo que tiene más que temer a la opresión que a la resistencia, y el convencimiento de tan amarga verdad infundió un furor tenaz, que apenas asoma en las guerras civiles fomentadas astutamente en beneficio de un bando o de sus caudillos.[526]
Sin embargo, mientras este ahínco por la causa de los Gordianos se iba explayando, ellos ya no existían (3 de julio de 237). La endeble corte de Cartago se sobresaltó a causa de la rápida llegada de Capeliano, gobernador de Mauritania, quien, con un destacamento de veteranos y una desaforada hueste de bárbaros, embistió a una provincia leal pero poco aguerrida. El joven Gordiano se arrojó sobre el enemigo, capitaneando su escasa guardia y una muchedumbre indisciplinada, educada en el lujo y la afeminación de Cartago, y así su infructuoso denuedo tan sólo le proporcionó una muerte ilustre en el campo de batalla. Su anciano padre, cuyo reinado no pasó de treinta y seis días, puso fin a su vida a la llegada de esa noticia. Cartago, indefensa, abrió sus puertas al vencedor, y así vino a quedar África a merced de un esclavo, obligado a saciar la inhumanidad de su dueño con una larguísima serie de tesoros y de sangre.[527]
Despavorida quedó fundadamente Roma a causa del final que sufrieron los Gordianos. El Senado, reunido en el Templo de la Concordia, aparentó despachar los negocios corrientes, soslayándose al parecer con trémula congoja de arrostrar el peligro general y el suyo propio. Prevaleció en la Asamblea una consternación silenciosa, hasta que un senador, del nombre y la familia de Trajano, arengó a sus exánimes compañeros. Les dijo que ya no les cabía el tomar medidas pausada y cautelosamente; que Maximino, de suyo implacable y ahora exacerbado con tan sumos agravios, se encaminaba a Italia, acaudillando la milicia entera del Imperio; que se hallaban reducidos a la alternativa de salirle al encuentro valientemente en el campo de batalla o aguardar con sumisión los martirios y la muerte afrentosa correspondientes a una rebeldía desventurada. «Se han malogrado —continuó— dos príncipes preciosos, pero, a menos que nos desahuciemos a nosotros mismos, con los Gordianos no fenecieron las esperanzas de la República. Varios son los senadores capaces de sostener con su virtud y desempeño la dignidad imperial; nombremos, pues, dos emperadores, uno para acaudillar la guerra contra el enemigo público, y el otro para desempeñar en Roma los negocios civiles; desde luego, cargo sobre mí todo el peligro del caso, proponiendo a Máximo y a Balbino. Ratificad en fin mi propuesta, padres conscriptos, o nombrad en su lugar otros más dignos del Imperio.» La zozobra de la situación acalló los celos; se reconoció sin oposición el mérito de los candidatos, y resonó el consistorio con aclamaciones entrañables: «¡Vivan y triunfen los emperadores Máximo y Balbino! ¡Sed tan dichosos en vuestro desempeño como lo sois ya en el concepto que merecéis del Senado!».[528]
Las virtudes y la fama de los nuevos emperadores correspondían a las más optimistas esperanzas de los romanos. La variada naturaleza de sus habilidades los destinaba a las diversas responsabilidades de la paz y la guerra, sin dar cabida a celosas competencias. Balbino descollaba en la oratoria y en la poesía, y se acreditó igualmente como magistrado, ejercitando con desprendimiento y aceptación el gobierno civil en casi todas las provincias interiores del Imperio. Su origen era hidalgo;[529] sus riquezas, grandiosas, y sus modales, finos y expresivos, con decorosa afición a los recreos, sin menoscabo de sus alcances en todo género de negocios. Más denodada era la índole de Máximo, pues, ascendido por su denuedo e inteligencia desde su humilde cuna a lo sumo de la milicia y del Estado, sus victorias sobre los sármatas y los germanos, la austeridad de su vida y la estricta imparcialidad de su forma de administrar justicia cuando era prefecto de la ciudad lo encumbraron al aprecio entrañable del pueblo, a pesar de que éste estimaba al amable Balbino. Ambos ya habían sido cónsules (y Balbino, hasta tres veces); eran de los veinte nuevos tenientes del Senado, y puesto que uno tenía sesenta años y el otro, setenta y cuatro,[530] se hallaban ya igualmente en la madurez de la edad y de la experiencia.
Después de que el Senado puso en manos de Balbino y de Máximo igual porción de las potestades consular y tribunicia, con el título de Padres de la Patria y la unida dignidad de sumos pontífices, subieron al Capitolio para dar gracias a los dioses protectores de Roma.[531] Una sedición popular perturbó los solemnes ritos del sacrificio, pues la muchedumbre desmandada no apetecía la entereza de Máximo ni respetaba la mansedumbre de Balbino. El gentío se agolpó junto el templo de Júpiter, clamando por su derecho de intervención para el nombramiento del soberano, y pedía, con moderación aparente, que, además de los dos emperadores elegidos por el Senado, se nombrase otro de la familia de los Gordianos, como remuneración a los príncipes que habían sacrificado sus vidas por la República. Máximo y Balbino intentaron someter a los alborotados al frente de las guardias urbanas y de la juventud del orden ecuestre, pero la muchedumbre los rechazó con palos y piedras hasta el Capitolio. Es sensato condescender cuando la contienda, prescindiendo de su éxito, ha de redundar en daño de ambas partes; un niño de trece años, nieto del Gordiano mayor y sobrino del menor, fue presentado al pueblo con las insignias y el título de César. Con esta fácil concesión se aplacó el alboroto, y ambos emperadores, ya reconocidos pacíficamente en Roma, comenzaron a prepararse para neutralizar en Italia al enemigo común.
Mientras en Roma y en África las revoluciones se sucedían con asombrosa rapidez, el pecho de Maximino se agitaba a causa de las más furiosas pasiones. Cuentan que recibió la noticia de la rebelión de los Gordianos y el decreto del Senado contra él, no con la destemplanza de un hombre, sino con la saña de una fiera, y, como no podía cebarla en el remoto Senado, amenazaba de muerte a su hijo, a sus amigos y a cuantos se atrevían a acercársele. A la grata noticia de la muerte de los Gordianos siguió de inmediato el conocimiento de que el Senado, dejando a un lado toda esperanza de indulto o convenio, los había reemplazado con dos emperadores de cuyos méritos Maximino estaba enterado. El único alivio para su desesperación era la venganza, y la venganza sólo se podía alcanzar por medio de las armas. Alejandro había reunido la fuerza de las legiones de todos los puntos del Imperio, y tres aventajadas campañas contra los germanos y los sármatas habían encumbrado la fama de aquéllas, robustecido su disciplina e incluso aumentado su número, pues se le agregó la flor de la juventud bárbara. La vida de Maximino había sido únicamente guerrera, y una historia veraz no puede menos que retratarlo como soldado valeroso y caudillo experto y entendido.[532] Era de suponer que un príncipe de tal índole, en vez de dar tregua a la rebelión para que ésta pudiera acrecentarse, se apurase desde las márgenes del Danubio hasta las del Tíber, y que su hueste victoriosa, estimulada por su desprecio al Senado y ansiosa por apoderarse de la rica presa de Italia, ansiara en el alma llevar a cabo tan fácil y lucrativa conquista. Mas, en cuanto cabe atenerse a la oscura cronología de aquella época,[533] parece que las operaciones de alguna guerra externa postergaron la expedición a Italia hasta la primavera siguiente. Por la conducta atinada de Maximino se puede inferir que las facciones bravías de su estampa fueron recargadas por una mano apasionada; que sus impulsos, aunque arrebatados, se avenían a los dictámenes de la razón, y que al bárbaro le cupieron en parte algunas prendas de Sila, quien sojuzgó a los enemigos de Roma antes de acudir a su propio desagravio.[534]
Cuando el ejército de Maximino llegó, en excelente orden, a la falda de los Alpes Julianos, todos quedaron despavoridos por el silencio y el desamparo que reinaban en las fronteras de Italia, pues aldeas y pueblos yacían desiertos; los rebaños habían sido desviados; las provisiones, trasportadas o consumidas; los puentes estaban destrozados, y no había asomo de abrigo ni subsistencia para el invasor. Tal fue la atinada disposición de los generales del Senado, cuyo intento era postergar la guerra, destruir el ejército de Maximino mediante el hambre y frustrar su poderío con los sitios de las principales ciudades de Italia, que surtieron de gente y provisiones del país desamparado. Aquileya recibió y resistió el primer embate, y las dos corrientes que descienden de las cumbres del golfo Adriático, incrementadas a causa del derretimiento de las nieves de invierno,[535] atajaron inesperadamente a Maximino. Por fin, sobre un extraño puente construido sobre enormes toneles, trasladó su ejército a la margen opuesta, arrancó los vistosos viñedos de las cercanías de Aquileya, arrasó sus suburbios y empleó la madera de sus edificios en las máquinas y los torreones con los cuales embistió a la ciudad en todos sus sitios. Los muros, abatidos durante la seguridad de una paz dilatada, fueron reparados rápidamente para el repentino trance, pero la poderosa defensa se cifraba en el tesón de los habitantes, que unánimemente, en vez de apocarse, se enardecieron con lo sumo del peligro y el conocimiento del empedernido carácter del tirano. Sostenían y amaestraban su denuedo Crispino y Menófilo, dos de los veinte tenientes del Senado que, con un destacamento de veteranos, habían entrado en la plaza sitiada. La hueste de Maximino fue rechazada en repetidos avances, y sus máquinas, destruidas por cascadas de artificiales fuegos; el bizarro entusiasmo de los aquileyos se exaltó confiadamente con el convencimiento de que Beleno, su deidad tutelar, estaba peleando en persona en defensa de sus malparados devotos.[536]
El emperador Máximo se adelantó hasta Ravena, para afianzar aquella importante plaza y avivar los preparativos militares, y contempló el desarrollo de la guerra en el más confiable espejo de la razón y la política. Era harto manifiesto que un pueblo aislado mal podía neutralizar el embate de un ejército grandioso, y Máximo temía que el enemigo, prescindiendo de Aquileya por su aferrado tesón, levantase de improviso aquel infructuoso sitio y se encaminase precipitadamente a Roma. El destino del Imperio y la causa de la libertad dependían entonces del trance de una refriega, y ¿con qué armas podía enfrentar a las veteranas legiones del Rin y el Danubio? Con alguna tropa recién formada por la juventud generosa, pero desvalida, de Italia, y un cuerpo de germanos auxiliares, de cuya entereza era peligroso depender en un momento crítico. En medio de estos sobresaltos, una conspiración interna castigó las maldades de Maximino y liberó a Roma y al Senado de los desastres que forzosamente iba a acarrear la victoria de un furioso bárbaro.
Aquileya no había experimentado los quebrantos de todo sitio, y en el ámbito de su recinto aún poseía provisiones almacenadas y fuentes que le proporcionaban agua fresca a raudales, mientras que los soldados de Maximino adolecían de intemperies, epidemias y hambre, pues el país estaba asolado, y los ríos, teñidos de sangre y emponzoñados con cadáveres. Un espíritu de desesperación y hostilidad embargó a las tropas, y como se hallaba por completo atajada, supuso que todo el Imperio había abrazado la causa del Senado y que ellas habían sido dejadas en holocausto ante las murallas de Aquileya. La índole bravía del tirano estaba más y más airada con sus malogros, que atribuía a la cobardía de los suyos, y sus arbitrarias e intempestivas crueldades, en vez de amedrentar, infundían odio y deseo de venganza. Una porción de la guardia pretoriana, que estaba en zozobra por sus esposas y sus hijos en el campamento de Alba, cerca de Roma, ejecutó la sentencia del Senado. Maximino, desamparado por su guardia, fue muerto en su tienda con su hijo Anulino —a quien había asociado en la púrpura—, el prefecto y demás ministros de su tiranía.[537] La vista de sus cabezas enarboladas sobre picas hizo manifiesto para los aquileyos el final del sitio. Abrieron de par en par sus puertas y abastecieron con su abundantísimo mercado a las hambrientas tropas de Maximino, hermanándose con sus vehementes declaraciones de lealtad al Senado y el pueblo de Roma, y a sus legítimos emperadores Máximo y Balbino.
Éste fue el merecido paradero de un ser irracional, ajeno a cuanto ensalza a un ser civilizado, e incluso a una criatura humana. Su cuerpo era acorde con su alma. La estatura de Maximino excedía los ocho pies, y se refieren particularidades casi increíbles de su fuerza y su apetito,[538] al punto que, si hubiera vivido en un siglo menos ilustrado, la tradición y la poesía lo habrían descrito como uno de esos monstruosos gigantes cuyo poderío sobrenatural se encarnizaba en el exterminio de la raza humana.
Aventaja a toda descripción el regocijo del orbe romano con la muerte de aquel monstruo; la noticia, según dicen, llegó de Aquileya a Roma en cuatro días. Al llegar Máximo en triunfal procesión, le salieron al encuentro su compañero y el joven Gordiano, y los tres príncipes hicieron su entrada en la capital con la comitiva de enviados de todas las ciudades de Italia. Fueron agasajados con esplendorosas ofrendas de agradecimiento y de superstición, y recibidos con entrañables aclamaciones del Senado y el pueblo, que pensaron que había llegado la edad de oro, tras la ya acabada edad de hierro.[539] La conducta de ambos emperadores correspondió a esta expectativa, pues administraban justicia personalmente y la entereza del uno se doblegaba a la clemencia del otro. Los violentos impuestos de Maximino sobre herencias y sucesiones fueron anulados o reducidos; se restableció la disciplina, y los ministros imperiales, ansiosos por reponer una constitución civil sobre las ruinas de la tiranía militar, con dictamen del Senado promulgaron varias leyes atinadas. «¿Qué recompensa podemos esperar por liberar a Roma de un monstruo?», fue la pregunta de Máximo en un momento de libertad y confianza, y Balbino le contestó sin titubear: «El cariño del Senado, del pueblo y de todo el linaje humano». «¡Ay! —le replicó su compañero, más perspicaz— ¡Ay de mí! Estoy temiendo el odio de la soldadesca y las infaustas consecuencias de su encono.»[540] Sus aprensiones estuvieron sobradamente justificadas por los acontecimientos.
Mientras Máximo se preparaba para resguardar a Italia contra el enemigo común, Balbino, en Roma, se empeñaba en escenas sangrientas y de discordias internas. El Senado adolecía de celos y desconfianza, y hasta en los templos donde se juntaban los senadores solían llevar sus armas, patentes o encubiertas. En medio de sus deliberaciones, dos veteranos de la guardia, a impulsos de su curiosidad o de algún motivo siniestro, tuvieron la osadía de internarse en el consistorio, más allá del ara de la victoria. Galícano, senador consular, y Mecenas, senador pretoriano, miraron con ira a los intrusos, sacaron sus dagas y dejaron muertos a los espías —pues por tales los conceptuaron— al pie del altar. Luego avanzaron hasta el umbral del Senado y exhortaron desatinadamente a la muchedumbre para que acabase con los pretorianos, como allegados secretos del tirano. Los que se salvaron de aquella desbaratada furia se refugiaron en su campamento, que defendieron aventajadamente contra los redoblados embates del pueblo, que estaban apoyados por varias cuadrillas de gladiadores que pertenecían a los nobles más opulentos. La guerra civil duró algunos días, con sumo quebranto y trastorno por ambas partes. Las cañerías que daban agua al campamento fueron cortadas, lo que dejó apuradísimos a los pretorianos, mas luego eran ellos los que salían arrojadamente sobre la ciudad, incendiaban casas y regaban las calles con sangre ciudadana. El emperador Balbino se esmeró, mediante edictos y treguas infructuosas, en hermanar los partidos de Roma, pero la ojeriza, aunque primero amainó un tanto, luego se desenfrenó con mayor violencia. La soldadesca, aborreciendo al Senado y al pueblo, menospreciaba la debilidad de un príncipe que carecía de aliento o de potestad para imponer obediencia a los súbditos.[541]
Tras la muerte del tirano, aquella formidable hueste reconoció, más por necesidad que por elección, la autoridad de Máximo, que de inmediato se trasladó al campamento ubicado junto a Aquileya. Después de que los soldados prestaran juramento, les habló con sobriedad y mansedumbre; se lamentó, sin acusar, de los desaforados extravíos de la época, y les aseguró que, de toda su conducta anterior, el Senado tan sólo recordaría su separación generosa del tirano y su voluntario regreso al cumplimiento de sus obligaciones. Máximo corroboró su exhorto con un cuantioso donativo, purificó solemnemente el campamento con un sacrificio expiatorio y los fue despidiendo para varias provincias, embargados, tal como él esperaba, de sentimientos de gratitud y de obediencia.[542] Mas no cabía doblegar la altanería de los pretorianos, pues si bien escoltaron a los emperadores en el día memorable de su entrada grandiosa en Roma, en medio de tanta aclamación, el semblante abatido y adusto de la guardia manifestaba a las claras que se consideraban ellos mismos el objeto, y no los partícipes del triunfo. Reunido el cuerpo todo en el campamento, tanto los que habían estado a las órdenes de Maximino como los que habían permanecido en Roma, gradualmente se fueron comunicando sus cuitas y querellas. Los emperadores nombrados por la tropa fenecieron con afrenta y seguían imperando los elegidos por el Senado,[543] y la dilatada desavenencia entre la potestad militar y la civil se había zanjado con una guerra que fue victoriosa para la segunda. Ahora los soldados debían aprender una nueva doctrina de sumisión al Senado, y, por más clemencia que aparentase este cuerpo político, temían una lenta venganza con el grandioso nombre de disciplina, y encubierta con el pretexto vistoso del bien público. Mas su destino todavía se hallaba en sus propias manos, y, si tenían coraje para menospreciar el pavor de una república desvalida, era muy fácil convencer al orbe entero de que aquellos que eran dueños de las armas también lo eran del mando del Estado.
Al nombrar el Senado sus dos príncipes, es verosímil que, además de la razón manifiesta de acudir a las diversas urgencias de la paz y de la guerra, haya influido en él un reservado anhelo de quebrantar, mediante esa división, el despotismo del magistrado supremo. La política fue eficaz, mas redundó en daño de los emperadores y también del Senado. Celosos a causa de la competencia del poderío, aquéllos se enemistaron más y más por la contraposición de sus temperamentos, pues Máximo menospreciaba a Balbino como a noble lujoso, y éste le correspondía en su desdén por considerarlo un soldado del populacho. Esta discordia era más comprendida que vista,[544] pero esa mutua percepción les imposibilitaba aunarse para tomar efectivas disposiciones contra el enemigo común, el campamento pretoriano. Cuando toda la ciudad estuvo ocupada en los juegos capitolinos, los emperadores quedaron solos en su palacio, y de improviso los asaltó un tropel de malvados asesinos. Ajenos uno y otro a sus pasos y sus intentos, por habitar viviendas muy separadas, malograron el trance con sus contiendas insustanciales y sus acusaciones infructuosas. Los pretorianos zanjaron la fútil reyerta; apresaron a los emperadores del Senado, pues así los apodaban con malvado menosprecio, los despojaron de sus ropajes y los fueron arrastrando por las calles, con el fin de darles una muerte lenta e inhumana. El temor a que los fieles germanos de la guardia imperial los rescatasen acortó su martirio, y sus cadáveres, lisiados con miles de heridas, quedaron expuestos al escarnio o la compasión de la plebe.[545]
Acuchillados seis príncipes en el espacio de pocos meses, Gordiano, titulado ya César, fue el único individuo que se ofreció ante la soldadesca como adecuado para ocupar el solio vacante.[546] Lo arrebataron al campamento, y unánimemente lo aclamaron emperador y Augusto. Su nombre era grato al Senado y al pueblo; su tierna edad prometía impunidad al desenfreno militar, y la avenencia de Roma y las provincias al nombramiento de la guardia pretoriana salvó a la República, a costa en verdad de su independencia y señorío, de las atrocidades de otra guerra civil en el corazón de la misma capital.[547]
Como el tercer Gordiano sólo tenía diecinueve años al momento de su muerte, la historia de su vida, aun cuando nos constase con la precisión que nos falta, sólo se extendería a los pormenores de su educación y a la conducta de los ministros que alternativamente guiaron su candorosa juventud o abusaron de ella. Después de nombrado, quedó en manos de los eunucos de su madre, aquella ponzoñosa carcoma de Oriente que desde los días de Heliogábalo plagaba el palacio de Roma. A causa de la recóndita conspiración de estos miserables, se tendió un velo densísimo entre el inocente príncipe y sus acosados súbditos; la propensión honorable de Gordiano quedó frustrada, y los honores del Imperio fueron vendidos sin su noticia, aunque públicamente, a la rematada bastardía. Ignoramos por qué venturoso azar el emperador pudo liberarse de tan afrentosa servidumbre y depositar su confianza en un ministro cuyos atinados consejos se orientaban a la gloria del soberano y la dicha del pueblo. Parecería que el afán por el estudio proporcionó a Misiteo la privanza de Gordiano. El joven príncipe se desposó con la hija de su maestro de retórica y encumbró al suegro a los primeros empleos del Imperio. Nos quedan todavía dos cartas asombrosas, en las que el ministro, con el señorío de la virtud, se congratula con Gordiano por su redención de la tiranía de los eunucos,[548] y mucho más por conceptuar él mismo el valor de tanto logro, y el emperador reconoce con agraciado rubor los yerros de su desgobierno y llora con sumo tino el desconsuelo de un monarca a quien una cuadrilla venal de palaciegos se afana por encubrir la verdad.[549]
Misiteo se había dedicado a las letras, y nunca a las armas, mas, tan flexible era el ingenio de aquel sabio, que al ser nombrado prefecto pretoriano desempeñó la parte militar de su cargo con acertada entereza. Los persas habían invadido la Mesopotamia y estaban amenazando a Antioquía; persuadido por su suegro, el joven emperador dejó la comodidad de Roma, abrió, por la última vez mencionada en la historia, el templo de Jano y se dirigió a Oriente. A su llegada con la poderosa hueste, los persas retiraron cuantas guarniciones habían ido dejando en los puntos conquistados, y transpusieron el Éufrates en dirección al Tigris. Gordiano logró la complacencia de participar al Senado la primera ventaja de sus armas, atribuyéndola con decorosa modestia y gratitud a la sabiduría de su padre y prefecto. En la expedición, Misiteo celaba el resguardo y la disciplina del ejército, evitando sus peligrosas murmuraciones con el abasto cumplido del campamento y acopiando colmadamente vinagre, jamones, paja, cebada y trigo en todos los pueblos rayanos.[550] Mas la prosperidad de Gordiano llegó a su fin juntamente con Misiteo, quien murió de un flujo, y no sin vehementes sospechas de veneno. Filipo, sucesor suyo en la prefectura, era árabe de nacimiento, y por lo tanto salteador de profesión en sus primeros años, y su ensalzamiento de aquella estrechez hasta los primeros cargos del Imperio parece demostrar que era un conductor intrépido y capaz, pero su denuedo le dio alas para aspirar hasta al trono, y su habilidad se dedicó a derribar y no a servir a su bondadoso dueño. La soldadesca se encolerizó a causa de una escasez artificial en el campamento, fraguada por su maldad, y la necesidad de la tropa se atribuyó a la juventud e insuficiencia del príncipe. No cabe rastrear ahora los estudiados pasos de la conspiración oculta y de la asonada manifiesta que finalmente derrocaron a Gordiano. Se alzó un monumento sepulcral a su memoria, en el sitio[551] donde fue muerto, cerca de la confluencia del Éufrates con el riachuelo Aboras.[552] El venturoso Filipo, encumbrado por los votos de los soldados al Imperio, halló pronta obediencia en el Senado y en las provincias.[553]
No podemos menos que citar la descripción ingeniosa, aunque un tanto imaginativa, de un célebre escritor de estos tiempos sobre el gobierno militar del Imperio Romano. «Lo que entonces se denominaba Imperio Romano era tan sólo una república desmandada, parecida a la aristocracia[554] de Argel,[555] donde la milicia, árbitra de la soberanía, nombra o depone un magistrado al que llaman rey. Quizás en verdad se puede dar por sentado que un gobierno militar es a ciertas luces más republicano que monárquico. Y no cabe el decir que los soldados sólo participaban del gobierno por su desobediencia y rebeldía, pues ¿los razonamientos que les dedicaban los emperadores no eran, en suma, del mismo temple que los pronunciados primitivamente al pueblo por los cónsules y tribunos? Aunque los ejércitos no tuviesen su sitio y forma de reunirse; aunque sus debates fuesen breves; su acción, repentina, y sus acuerdos casi nunca fueran el resultado de una reflexión sosegada, ¿no disponían con control absoluto de la fortuna pública? Y finalmente, ¿qué era el emperador sino el ministro de un gobierno violento y elegido para el provecho peculiar del ejército?
»Cuando el ejército nombró a Filipo prefecto del pretorio del tercer Gordiano, este último pidió que lo dejasen único emperador, y no lo pudo conseguir; instó a que la potestad se repartiese entre ambos, y la tropa no quiso darle oídos. Consintió en ser degradado hasta el rango de César; tampoco hubo lugar. Solicitó que al menos se lo nombrase prefecto pretoriano; le negaron igualmente su demanda. Abogó, en fin, por su vida… El ejército, en todos estos fallos, se constituyó en magistrado supremo.» Según el historiador, de cuya dudosa narración se apropió el presidente De Montesquieu, Filipo, que en todo el trance estuvo adustamente silencioso, propendía a conservar la vida de su bienhechor, mas, recapacitando acerca de que el orbe romano podría condolerse de tanta inocencia, no atendió a sus angustiosos alaridos y dispuso que lo maniatasen, lo desnudasen y lo condujesen ejecutivamente a la muerte, y, tras una breve suspensión, se ejecutó bárbaramente la sentencia.[556]
A su regreso a Roma desde Oriente, ansioso por borrar la memoria de sus atentados y cautivar los ánimos del pueblo, Filipo celebró los juegos seculares con sumo boato y magnificencia. Desde su establecimiento o renovación por Augusto,[557] los habían celebrado Claudio, Domiciano y Severo, y se repetían ahora por quinta vez, al cumplirse los mil años de la fundación de Roma. Todas las circunstancias de aquellos juegos cuadraban cumplidamente con el afán de infundir vehementes impulsos de superstición en los corazones y una profunda y solemne reverencia. Sus dilatados intermedios excedían[558] el plazo de la vida humana, y, como ninguno de los presentes los había visto, a nadie tampoco cabía el jactarse de estar por presenciarlos nuevamente. Los sacrificios místicos se oficiaban por espacio de tres noches sobre las márgenes del Tíber, y el campo de Marte, iluminado con innumerables lámparas y antorchas, retumbaba con el estruendo de las músicas y danzas, de las que estaban excluidos los esclavos y los extranjeros. Un coro de veintisiete muchachos y otras tantas doncellas, de familias ilustres y cuyos progenitores estaban vivos, rogaban a los dioses que se propiciasen con la generación presente y esperanzasen la venidera, suplicándoles con himnos religiosos que, según la fe de sus oráculos antiguos, se dignasen a mantener la virtud, la prosperidad y el Imperio del pueblo romano.[559] La magnificencia de los espectáculos y los recreos de Filipo embelesó a la muchedumbre, pues los devotos se afanaban por el desempeño de sus ritos supersticiosos, mientras unos pocos, más reflexivos, recapacitaban ansiosamente acerca de la historia anterior y la suerte venidera del Imperio.
Ya habían pasado diez siglos desde que Rómulo, con un grupo de pastores y bandoleros, se fortificó en los cerros inmediatos al Tíber;[560] y en los cuatro primeros, los romanos, en la laboriosa escuela de la pobreza, aprendieron las virtudes de la guerra y del gobierno. A impulsos de estas prendas, favorecidos por la suerte, alcanzaron, en el transcurso de los tres siglos siguientes, imperio absoluto sobre un sinnúmero de países en Europa, Asia y África, mas ya se habían consumido tres nuevas centurias en prosperidad aparente y menoscabo interior. Aquella nación de guerreros, magistrados y legisladores que componía las treinta y cinco tribus del pueblo romano se disolvió en la masa común de la humanidad y se confundió con millones de provinciales serviles que se aunaron en el nombre, más no en el brío, de los romanos. Una hueste mercenaria, conformada por los súbditos o los bárbaros fronterizos, era la única clase de individuos que gozaban y abusaban de su independencia. Llevaban alborotadamente a un siríaco, un godo o un árabe al trono de Roma, invistiéndolo de despótico poderío sobre las conquistas y la patria de los Escipiones.
Los confines del Imperio Romano aún se extendían desde el océano occidental hasta el Tigris, y del monte Atlas al Rin y el Danubio. Para el negado vulgo, Filipo se manifestaba como un monarca no menos poderoso que Adriano o Augusto. Así aparecía en el exterior, mas su sanidad y su fuerza habían fenecido. Desalentada y exhausta la industria del pueblo a causa de la dilatada opresión, aquellas legiones, en cuya disciplina, perdidas las demás prendas, aún estribaba la grandiosidad del Estado yacían estragadas por la ambición o desfallecidas por la flaqueza de los emperadores, y finalmente el resguardo de las fronteras, que se cifró siempre en las armas y no en las fortificaciones, se fue menoscabando, y así las provincias más aventajadas estaban expuestas a la rapacidad o a la ambición de los bárbaros, que pronto descubrieron la decadencia del Imperio Romano.