VIII
ACERCA DEL ESTADO DE PERSIA DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN DE LA MONARQUÍA POR PARTE DE ARTAJERJES
Cuando Tácito se explaya en aquellas digresiones para retratar vívidamente las costumbres de los germanos o de los partos, su principal objetivo es distraer la atención de los angustiados lectores de tanta confusión de vicios y desventuras. Desde el reinado de Augusto hasta el de Alejandro Severo, los enemigos de Roma —los tiranos y la soldadesca— se habían cobijado en su seno, y poco le importaban a su prosperidad las revoluciones que pudieran ocurrir más allá del Rin y del Éufrates. Pero cuando la clase militar anárquicamente derribó el poderío del príncipe, las leyes del Senado y aun la disciplina de los campamentos, los bárbaros del Norte y el Este, que desde hacía mucho tiempo atravesaban las fronteras, se arrojaron denodadamente sobre las provincias de la debilitada monarquía. Sus aventuras pasajeras se convirtieron en recios ataques, y tras una larga alternativa de padecimientos para unos y otros, varias tribus de victoriosos invasores se establecieron en las provincias del Imperio Romano. Para obtener una imagen más clara de tan grandes acontecimientos, vamos a intentar formarnos de antemano una idea de la índole, las intenciones y el poderío de las naciones que lograron desagraviar a Aníbal y a Mitrídates.
En las épocas más tempranas de la humanidad, cuando la maleza que cubría a Europa albergaba a meros salvajes nómadas, los habitantes de Asia ya se habían establecido en populosas ciudades y agrupado en grandiosos imperios, fomentando las artes, el lujo y el despotismo. Los asirios reinaron en Oriente,[561] hasta que el cetro de Nino y de Semíramis cayó de las manos de sus indolentes sucesores. Los medos y los babilonios dividieron su poderío hasta desaparecer unos y otros bajo la monarquía de los persas, cuyas armas no pudieron quedar confinadas a los estrechos límites de Asia. Seguido, por lo que se dice, de dos millones de hombres, Jerjes, descendiente de Ciro, invadió Grecia. Los treinta mil soldados que comandaba Alejandro, hijo de Filipo, encargado por los griegos de volver por la gloria y el desagravio nacional, bastaron para sojuzgar a Persia. La casa de Seleuco usurpó y perdió el poder macedonio sobre Oriente; en la misma época en que, por un deshonroso tratado, cedían a los romanos todo el país de este lado del monte Tauro, eran expulsados por los partos —una oscura horda de origen escita— de todas las provincias del Asia superior. Aquel formidable poderío de los partos, que se extendió desde India hasta el confín de Siria, zozobró luego a manos de Ardaxir o Artajerjes, fundador de una nueva dinastía, que, con el nombre de Sasánidas, gobernó Persia hasta la invasión de los árabes. Esta gran revolución, cuya infausta trascendencia fue pronto conocida por los romanos, sobrevino en el cuarto año de Alejandro Severo y en el 226 de la era cristiana.[562]
Artajerjes había cobrado prestigio en las huestes de Artabán, el último rey de los partos, y fue lanzado a la rebelión y el exilio debido, al parecer, a la ingratitud real, frecuente recompensa del mérito ilustre. Su nacimiento era desconocido, y esta incertidumbre dio lugar tanto a las críticas de sus enemigos como a las alabanzas de sus allegados. Según el rumor que propagaron los primeros, Artajerjes nació de las relaciones ilícitas de la esposa de un curtidor con un soldado raso,[563] pero los segundos lo emparentaban con los antiguos reyes de Persia, suponiendo que el tiempo y los fracasos gradualmente habían reducido a sus antepasados a la humilde condición de meros ciudadanos.[564] Como heredero directo de la monarquía, proclamó su derecho al trono y se lanzó a la gallarda empresa de liberar a los persas de la opresión que los acosara por espacio de cinco siglos desde la muerte de Darío. Derrotados los partos en tres batallas campales, muerto el rey Artabán en la última de ellas y destruida la fuerza nacional,[565] la autoridad de Artajerjes quedó solemnemente reconocida en la asamblea general de Balkh [antigua Bactra] en Khorasán. Dos ramas menores de la casa real de Arsaces fueron vencidas, a la par que los demás sátrapas. Una tercera, ateniéndose más a su antigua grandeza que a la presente necesidad, con su numerosa comitiva de vasallos intentó recibir protección de su pariente, el rey de Armenia, pero este pequeño ejército de desertores fue interceptado y vencido por la vigilancia del vencedor,[566] quien osadamente se ciñó la doble diadema y se tituló rey de reyes, al igual que sus antecesores. Pero este pomposo título, en vez de halagar la vanidad del persa, sólo condujo a encomendarle sus obligaciones y enardecer su pecho con el afán de restablecer su antiguo esplendor a la religión y al imperio de Ciro.
I) Durante la dilatada subordinación de Persia bajo el yugo macedonio y parto, las naciones de Europa y Asia intercambiaron y corrompieron sus respectivas supersticiones. En efecto, los arsácidas practicaban el culto de los magos, pero lo deslucían y mancillaban con diversos rasgos de idolatría extranjera. La memoria de Zoroastro, el antiguo profeta y filósofo de los persas,[567] aún era reverenciada en Oriente, pero el obsoleto y misterioso lenguaje del Zend-Avesta [568] daba lugar a las contiendas de setenta sectas que explicaban de distinto modo las doctrinas fundamentales de su religión, y a la vez todas ellas eran blanco de mil escarnios de los infieles, que rechazaban el apostolado y los milagros del profeta. Para desalentar a los idólatras, hermanar a los cismáticos y escarmentar a los incrédulos, mediante la decisión infalible de un concilio general, el piadoso Artajerjes convocó a los magos de todas las regiones de sus dominios. Los sacerdotes, que durante tanto tiempo habían permanecido en la oscuridad y habían soportado el menosprecio, aceptaron la grata invitación, y en el plazo señalado se reunieron en un número de ochenta mil. Entre tantos concurrentes, era imposible que los coloquios y los altercados fueran dirigidos por la autoridad de la razón o por el arte de la política; por ese motivo, mediante repetidas operaciones el sínodo persa se fue reduciendo a cuarenta mil, a cuatro mil, luego a cien y por fin a siete magos, los más respetados por su saber y su piedad. Uno de ellos, Ardaviraf, un prelado joven pero muy devoto, recibió de manos de sus compañeros tres copas de vino soporífero. Las bebió rápidamente y de inmediato le sobrevino un sueño largo y profundo. Al despertar refirió, tanto al rey como a la crédula muchedumbre, su viaje al cielo y su íntimo coloquio con la deidad. Todos enmudecieron ante un testimonio tan sobrenatural, y los artículos de fe de Zoroastro quedaron establecidos con autoridad y precisión.[569] Resultará provechoso realizar un breve bosquejo de este renombrado sistema, no sólo para mostrar la índole de los persas, sino también para esclarecer los vínculos más importantes, tanto en la paz como en la guerra, entre ellos y el Imperio Romano.[570]
El mayor y fundamental elemento de ese sistema era la conocida doctrina de los dos principios, un audaz y poco juicioso intento de la filosofía oriental de concordar la existencia de los males físicos y morales con atributos benéficos de un Creador y Gobernador del mundo. El Ser primero y original en el cual —o por el cual— existe la naturaleza se denomina, en los escritos de Zoroastro, Tiempo Infinito, pero se debe comprender que esta sustancia infinita parece más una abstracción metafísica de la mente que un objeto positivo, dotado de conciencia o poseedor de perfección moral. De la operación a ciegas o a sabiendas del Tiempo Infinito, que guarda gran afinidad con el Caos de los griegos, salieron a luz, desde la eternidad, los dos principios, secundarios pero activos, del universo, Ormuz y Ahriman. Ambos están dotados de facultad creadora, pero la invariable naturaleza de cada uno de ellos le hace desempeñarla de un modo particular: el principio bondadoso resplandece en la luz, y el malvado yace en la lobreguez. La atinada benevolencia de Ormuz labró al hombre capaz de virtud, y surtió a manos llenas su morada de elementos de bienaventuranza. Su desvelado ahínco preserva el movimiento de los planetas, el orden de las estaciones y la equilibrada combinación de los elementos. Pero la malicia de Ahriman hace mucho tiempo perforó el huevo de Ormuz, o, dicho en otras palabras, trastornó la armonía de sus obras. Desde aquel infausto desconcierto, los mínimos elementos del bien y del mal están íntimamente mezclados y revueltos; el veneno más atroz brota en medio de las plantas más saludables; diluvios, terremotos e incendios manifiestan los vaivenes de la naturaleza; el breve mundo del hombre adolece perpetua y violentamente de vicios y desventuras. Mientras el resto de la humanidad se halla cautivo de las cadenas de su enemigo infernal, el fiel persa reserva su adoración fervorosa para su íntimo protector Ormuz, y bajo su estandarte de luz pelea con la confianza de que en sus postreros días ha de participar en tan esclarecido triunfo. En aquel sumo trance, la centellante sabiduría de la bondad ha de hacer predominar la potestad de Ormuz sobre la rabiosa maldad de su competidor. Ahriman y sus secuaces, desarmados y rendidos, se hundirán en su natural lobreguez, y la virtud conservará paz y eterna armonía en el universo.[571]
Los extranjeros lograban una oscura comprensión de la teología de Zoroastro, así como gran parte de sus propios discípulos, pero aun los observadores menos cuidadosos se asombraban por la sencillez del culto pérsico. «Este pueblo se desentiende de templos, altares y estatuas —dice Herodoto—,[572] y se sonríe ante el devaneo de aquellas naciones que imaginan dioses que surgen de la naturaleza humana o guardan alguna afinidad con ella. Eligen las cimas de las más altas montañas para realizar sus sacrificios, y sus ceremonias consisten principalmente en himnos y plegarias que se dirigen al Dios Supremo que llena todo el ámbito del cielo.» Pero al mismo tiempo, inducido por su politeísmo, los acusa de adorar a la tierra, el agua, el fuego, los vientos, el sol y la luna.
Pero los persas de todos los tiempos han negado este cargo, explicando la conducta equívoca que ha podido dar lugar a este error: los elementos, y especialmente el fuego, la luz y el sol, al que llamaban Mitra, eran sus objetos de reverencia religiosa, porque los consideraban los más puros símbolos, las más nobles producciones y los más poderosos agentes de la potestad divina y la naturaleza.[573]
Todo sistema religioso, para efectuar una impresión profunda y duradera en la mente humana, debe, por una parte, ejercitar nuestra obediencia, imponiendo prácticas de devoción a las que no podamos atribuirles razón alguna, y, por otra, cautivar nuestro aprecio, inculcando preceptos morales acordes con los impulsos de nuestro corazón. La religión de Zoroastro abundaba en las primeras, y no carecía de los segundos. En su pubertad, el fiel persa era investido con un misterioso cinturón, prenda de protección divina, y desde ese momento todas las acciones de su vida, aun las más insignificantes o las más necesarias, debían santificarse con plegarias especiales, arrebatos y genuflexiones, cuya omisión era un gravísimo pecado, con no menor culpa que la violación de los deberes morales. Sin embargo, las cualidades morales como equidad, generosidad, conmiseración, etc., eran indispensables para el alumno de Zoroastro que aspirase a eludir la persecución de Ahriman, para vivir con Ormuz en eterna bienaventuranza, donde el grado de felicidad es exactamente proporcional a los de virtud y religiosidad.[574]
Pero existen algunas situaciones especiales en las cuales el profeta Zoroastro abandona sus oráculos, se trueca en legislador y desentraña tal afectuosidad por la dicha pública y privada, que sólo excepcionalmente asoma en los desvaríos soñados y rastreros de la superstición. El ayuno y el celibato, medios vulgares para alcanzar el favor divino, están prohibidos por considerarse criminales muestras de menosprecio hacia los preciosos dones de la Providencia. En la religión maga, el santo debe engendrar hijos, plantar árboles útiles, destruir animales nocivos, llevar agua a las secas tierras de Persia y alcanzar su salvación ejercitando todas las faenas de la labranza. Citemos del Zend-Avesta una máxima atinada y benéfica que compensa sus muchos desatinos: «El que siembra su barbecho con esmero y acierto se granjea mayor porción de mérito que la que le correspondería por la repetición de diez mil plegarias».[575] Todas las primaveras se celebraba una festividad para representar la igualdad primitiva y el presente vínculo del género humano. Los encumbrados reyes de Persia, cambiando su insustancial esplendor por una grandeza más positiva, se mezclaban libremente con los súbditos más humildes pero más provechosos, y aquel día el labriego se sentaba a la misma mesa del monarca o el sátrapa. El rey admitía sus demandas, se informaba de sus padecimientos y tenía con él un franco coloquio. «De vuestros afanes —solía decir (y ciertamente con verdad, si no con sencillez)— pende nuestra subsistencia, y vosotros lográis el sosiego por nuestros desvelos; y así, puesto que mutuamente nos necesitamos, vivamos como hermanos en concordia y cariño.»[576] En un imperio opulento y despótico, esta festividad debió de ir degenerando en boato teatral, pero era siempre una farsa digna del auditorio regio, y que alguna vez lograría estampar una lección provechosa en el pecho de un joven príncipe.
Si Zoroastro tuviera tan grandiosos rasgos, merecería un lugar junto a Numa o Confucio, y su sistema valdría la destacada aceptación que logra de algunos de nuestros teólogos y de nuestros filósofos. Pero en esta contrastante composición, que es fruto de la razón y el apasionamiento, del entusiasmo y de motivos egoístas, ciertas verdades provechosas y sublimes se hallan dañadas por el lodo de la más abyecta y peligrosa superstición. Los magos —la orden sacerdotal— eran extremadamente numerosos, puesto que, como se ha dicho, acudieron al concilio general cerca de ochenta mil, y su fuerza era multiplicada por la disciplina. Se repartían jerárquicamente por todas las provincias de Persia, y acataban al Archimago, que residía en Balkh, como cabeza visible de la iglesia y sucesor legítimo de Zoroastro.[577] Sus propiedades eran considerables, pues, además de la envidiable posesión de las tierras más fértiles de Media,[578] cobraban un impuesto general sobre los haberes y la producción de los persas.[579] «Por más que vuestras buenas obras aventajen en número a las hojas de los árboles —decía el interesado profeta—, a las gotas de un aguacero, a las estrellas del cielo o a las arenas de las playas, inservibles os quedarán si no son aceptadas por el destur o sacerdote. Para lograrlo y encaminaros a la salvación, tenéis que pagar el diezmo de cuanto poseáis en alhajas, tierras o dinero. Satisfecho el destur, se librará vuestra alma de los tormentos infernales, y afianzaréis vuestras alabanzas en este mundo y la bienaventuranza en el próximo, pues los desturs son los maestros de la religión, lo saben todo y salvan a todos.»[580]
Estas convenientes máximas de acatamiento y fe a ciegas sin duda eran grabadas esmeradamente en la tierna niñez, puesto que los magos eran los ayos de toda Persia, y todos los jóvenes, aun los de la familia real, eran confiados a sus manos.[581] Los sacerdotes persas, de inquisitivas mentes, se aplicaban en lo más oculto de la filosofía oriental, y —gracias a sus luces aventajadas o a su extremado artificio— se granjearon la reputación de versados en ciencias ocultas, cuyo dictado se deriva de los magos.[582] Los más activos se entremezclaban con la gente en palacios y ciudades, y se ha observado que el régimen de Artajerjes estaba en gran medida dirigido por los consejos del orden sacerdotal, cuya dignidad, por devoción o por política, aquel príncipe restableció a su esplendor primitivo.[583]
El consejo supremo de los magos se correspondía con el carácter insociable de su fe,[584] con la práctica de los reyes antiguos[585] y aun con el ejemplo de su legislador, que murió víctima de una guerra de religión, suscitada por su propia intolerancia.[586] Un edicto de Artajerjes prohibió rigurosamente el culto de toda religión, excepto la de Zoroastro, y derrumbaron ignominiosamente los templos de los partos y las estatuas de sus monarcas divinizados.[587] La espada de Aristóteles (así denominaban los Orientales al politeísmo y la filosofía de los griegos) se quebró sin contraste;[588] luego, las teas de la persecución alcanzaron a los obstinados judíos y cristianos,[589] y ni siquiera fueron perdonados los herejes de su propia nación y creencia. La majestad de un Ormuz, celoso de competidores, descollaba con la protección del déspota Artajerjes, perseguidor de sus rebeldes, y los cismáticos de su dilatado imperio quedaron reducidos al escaso número de ochenta mil.[590] Este sistema perseguidor deshonraba a la religión de Zoroastro, mas al no producir conmociones civiles fortalecía a la nueva monarquía, aunando a los moradores de Persia con los lazos del fervor religioso.
II) Artajerjes arrebató, con su valor y conducta, el cetro de Oriente a la antigua familia real de Partia, pero le faltaba la empresa más ardua de establecer, en la totalidad del extenso territorio de Persia, una administración fuerte y uniforme. La débil indulgencia de los arsácidas había entregado a sus hijos y hermanos las principales provincias y responsabilidades del reino, a título de propiedades hereditarias. Se les permitió asumir un título real a los vitaxas —los 18 sátrapas más poderosos—, y la necia altanería del monarca se complacía con un señorío nominal sobre tantos reyes vasallos. Aun tribus bárbaras en sus serranías, y ciudades griegas del Asia superior,[591] en su interior apenas reconocían y casi nunca obedecían a algún jefe, y el imperio de los partos mostraba, con otros nombres, una viva imagen del sistema feudal[592] que luego predominó en Europa. Pero el activo vencedor, acaudillando su numeroso y disciplinado ejército, visitó personalmente a todas las provincias de Persia. Con la derrota de todos los rebeldes y la rendición de los más poderosos baluartes,[593] propagó el terror a su ejército y preparó el camino para una pacífica admisión de su autoridad. Los jefes que persistieron en su rebeldía fueron castigados, pero se recibió con indulgencia a los seguidores.[594] Una sumisión voluntaria lograba honores y riquezas, pero el prudente Artajerjes, sin consentir que nadie se titulase rey, destruyó todo poder intermedio entre su persona y el pueblo. Su reino, casi idéntico en extensión al de la actualidad, estaba rodeado por el mar o por caudalosos ríos: el Éufrates, el Tigris, el Araxes, el Oxo y el Indo, por el mar Caspio y el golfo Pérsico.[595] En el último siglo se computaban en ese país quinientas cincuenta y cuatro ciudades, sesenta mil aldeas y alrededor de cuarenta millones de habitantes.[596] Si comparamos el régimen de los sasánidas con el de la casa de Sefi, y la influencia política de la religión maga con la de la mahometana, fundadamente podemos inferir que el reino de Artajerjes comprendía por lo menos igual número de ciudades, pueblos y habitantes. Sin embargo, hay que manifestar que en todas las épocas la carencia de puertos en las playas y la escasez de manantiales en el interior han obstaculizado en gran manera el comercio y la labranza de los persas, quienes, en sus cálculos, parecen haber abandonado uno de los más comunes artificios de la vanidad nacional.
Después de vencer toda resistencia en su patria, el ambicioso Artajerjes comenzó a amenazar a las naciones limítrofes, que durante el dilatado adormecimiento de sus antecesores habían insultado impunemente a Persia. Logró fáciles victorias sobre los bravos escitas y los afeminados indios, mas los romanos eran enemigos tales que, por sus anteriores ofensas y su poderío actual, merecían la suma energía de sus armas. Luego de las victorias de Trajano se sucedieron cuarenta años de sosiego, fruto de su valor y su moderación. Durante el período intermedio, entre el advenimiento de Marco y el reinado de Alejandro, el Imperio Romano y el Imperio Parto se enfrentaron en dos guerras, y, aunque toda la fuerza de los arsácidas lidió con una sola porción del poderío de Roma, el éxito se inclinó a favor de los romanos. Es verdad que Macrino, impulsado por su situación precaria y su temperamento pusilánime, compró la paz a un precio de cerca de dos millones de nuestra moneda;[597] pero los generales de Marco, del emperador Severo y de su hijo erigieron muchos trofeos en Armenia, la Mesopotamia y Asiria. Entre sus hazañas, cuyo relato incompleto habría interrumpido intempestivamente la importante serie de revoluciones internas, sólo mencionaremos las repetidas calamidades de las grandiosas ciudades de Seleucia y Ctesifonte.
Seleucia, ubicada en la orilla occidental del Tigris y a cuarenta y cinco millas [72,4 km] al norte de la antigua Babilonia, era la capital de las conquistas macedónicas en el Asia superior.[598] Mucho tiempo después de la caída de su imperio, Seleucia conservaba genuinas características de una colonia griega, tanto por sus artes como por su valentía y su afán de independencia. Un Senado y trescientos nobles la gobernaban como república libre, y su población ascendía a seiscientos mil ciudadanos. Sus muros eran fuertes, y mientras prevaleció la armonía entre los diversos órdenes del Estado, miraban con menosprecio el poderío de los partos, pero el devaneo de la discordia los movió a pedir el peligroso auxilio del enemigo común que acechaba casi a las puertas de la colonia.[599] Los monarcas partos, al igual que los soberanos mongoles del Indostán, se embelesaban con la vida pastoril de sus antepasados escitas, y el campamento imperial solía establecerse en las llanuras de Ctesifonte, en la margen oriental del Tigris, a una distancia de sólo tres millas [4,8 km] de Seleucia.[600] Una innumerable comitiva ávida de lujo y despotismo acudía a la corte, y la pequeña aldea de Ctesifonte se convirtió en una ciudad populosa.[601] Los generales romanos de Marco se internaron hasta Seleucia y Ctesifonte (año 165). Fueron recibidos amistosamente por la colonia griega y atacaron los asientos reales de los partos, tratando siempre en iguales términos a ambos pueblos. El saqueo e incendio de Seleucia, con la matanza de trescientos mil habitantes, oscureció el esplendor del triunfo romano. Seleucia,[602] ya exhausta por la vecindad de un rival tan poderoso, naufragó a causa de ese golpe fatal, pero Ctesifonte, que se fue reconstruyendo durante unos treinta y tres años, fue capaz de sostener un sitio reñidísimo al emperador Severo (año 198). La ciudad, sin embargo, fue tomada por asalto; el rey, que la estaba defendiendo personalmente, huyó con rapidez, y cien mil cautivos y un rico botín recompensaron las fatigas de los soldados romanos.[603] A pesar de tales fracasos, Ctesifonte fue la sucesora de Babilonia y Seleucia, como una de las capitales sobresalientes de Oriente. En verano, el monarca de Persia disfrutaba de las frescas brisas de las montañas de Media, y la templanza del clima le hacía elegir Ctesifonte como residencia de invierno.
De estas victoriosas correrías, los romanos no obtenían beneficios reales o duraderos, y tampoco intentaban conservar conquistas tan distantes, separadas de las provincias del Imperio por un extenso desierto. La caída del reino de Osroene fue una adquisición por cierto menos esplendorosa, pero de consecuencias más sólidas. Este pequeño Estado se hallaba en la zona septentrional, más fértil, de la Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates. Más allá de este río descollaba la capital, Edesa, cuyos moradores, desde los tiempos de Alejandro, eran un conjunto de castas griegas, árabes, siríacas y armenias.[604] Los débiles soberanos de Osroene, colocados en el peligroso límite de dos imperios enemigos, eran afectos a Persia, mas la superioridad de Roma les imponía vasallaje, como aún lo atestiguan sus medallas. Cuando, en tiempos de Marco, concluyó la guerra contra los partos, consideraron acertado afianzar, con prendas de entidad, su fidelidad vacilante. En varios sitios se construyeron fuertes, y se colocó una guarnición romana en Nisibis, población bien resguardada. Al abrigo de las turbulencias que sobrevinieron tras la muerte de Cómodo, los príncipes de Osroene intentaron sacudir el yugo, mas la adusta política de Severo afianzó su dependencia[605] y la perfidia de Caracalla completó la fácil conquista. Abgaro, el último rey de Edesa (año 216), fue enviado prisionero a Roma, su señorío se redujo a una provincia y su capital fue dignificada con la jerarquía de colonia, y así los romanos, alrededor de diez años antes de la caída de la monarquía de Partia, obtuvieron un establecimiento poderoso y permanente más allá del Éufrates.[606]
Tanto la prudencia como la gloria habrían justificado una guerra por parte de Artajerjes (año 230), si su visión se hubiera limitado a la defensa o la obtención de una frontera útil. Pero el ambicioso persa abiertamente declaró una intención de conquista mucho más abarcadora, y se consideró capaz de sostener sus encumbradas pretensiones a la vez con las armas de la razón y del poderío. Alegaba que Ciro sojuzgó, y sus sucesores poseyeron durante largo tiempo, todo el ámbito de Asia hasta el Propóntide [actual mar de Mármara] y el mar Egeo; que las provincias de Caria y Jonia, parte de su Imperio, habían sido gobernadas por sátrapas persas, y que todo Egipto, hasta los confines de Etiopía, había reconocido su soberanía;[607] que sus derechos estaban suspendidos, mas no anulados, por una dilatada usurpación, y que no bien se ciñó la corona persa, puesta en sus sienes por su nacimiento y su triunfante valor, su primer desvelo le reclamaba que, por el honor de su trono, restableciese los antiguos límites y el esplendor de la monarquía. Por lo tanto, el Gran Rey —tal era el orgulloso estilo de sus embajadas al emperador Alejandro— ordenaba a los romanos que inmediatamente evacuasen todas las provincias de sus antepasados y, cediendo a los persas el imperio del Asia, se diesen por satisfechos con el goce pacífico de Europa. Los portadores del altanero mandato fueron cuatrocientos persas, de entre los más esbeltos y bellos, quienes mediante sus rozagantes alazanes, sus ostentosos aparejos y sus esplendorosas armas pregonaban el orgullo y la grandiosidad de su señor.[608] Tal embajada fue mucho menos un ofrecimiento de negociación que una declaración de guerra; tanto Alejandro Severo como Artajerjes, reuniendo las huestes de Roma y de Persia, decidieron dirigir personalmente sus ejércitos.
Si damos crédito al documento al parecer más auténtico de cuantos se conservan, un discurso que fue pronunciado por el mismo emperador ante el Senado, concederemos que la victoria de Alejandro Severo no desmereció a las más esclarecidas que el hijo de Filipo había alcanzado contra los persas. El ejército del Gran Rey consistía en ciento veinte mil caballos, con armaduras de acero, setecientos elefantes con torres de ballesteros sobre sus lomos y mil ochocientos carros armados de guadañas. Este ejército descomunal, que nunca había sido visto en la historia de Oriente, ni siquiera soñado en sus novelas,[609] fue arrollado en la batalla campal (año 233), donde el romano Alejandro mostró ser un soldado valeroso y un general intachable. El Gran Rey huyó ante su denuedo, y los inmediatos frutos de tan destacada victoria fueron un inmenso botín y la conquista de la Mesopotamia. Tales son las circunstancias de aquella relación ostentosa e inverosímil, resultado al parecer de la vanidad del monarca, engalanada por el desvergonzado servilismo de sus aduladores y recibida sin oposiciones por un Senado lejano y obsequioso.[610] Lejos de creer que las armas de Alejandro vencieron incontrastablemente a los persas, nos inclinamos a recelar que todo este resplandor de gloria imaginaria se inventó para ocultar un fracaso real.
Confirma nuestra sospecha la autoridad de un historiador contemporáneo, que se refiere con respeto a las virtudes de Alejandro y con sinceridad a sus yerros. Describe el atinado plan trazado para el desempeño de la guerra, en virtud del cual tres ejércitos romanos debían invadir al mismo tiempo Persia por diversos caminos. Pero las operaciones de la campaña, si bien fueron inteligentemente concertadas, no se llevaron a cabo ni con habilidad ni con éxito. Apenas el primer ejército llegó a las pantanosas llanuras de Babilonia, cerca de la confluencia artificial del Tigris con el Éufrates,[611] quedó acorralado por fuerzas superiores y fue destruido por las flechas de sus enemigos. Con la alianza de Cosroes, rey de Armenia,[612] y al amparo de una zona montañosa que imposibilitaba el avance de la caballería persa, el segundo de los ejércitos romanos pudo internarse en Media. Su esforzada tropa atravesó las provincias inmediatas y, con varias acciones exitosas contra Artajerjes, proporcionó cierto brillo a la vanagloria del emperador. Pero la retirada de este ejército victorioso fue imprudente, o por lo menos desafortunada, porque, al regresar por las sierras, muchos soldados fenecieron a causa de lo intransitable de los caminos y la crudeza del invierno. Se había acordado que, mientras estas dos huestes se internaban por los extremos opuestos de Persia, el cuerpo principal, al mando del mismo Alejandro, sostendría aquel avance, invadiendo el centro del reino, pero el inexperto joven, influido por los consejos de su madre o tal vez por sus propios temores, descuidó sus selectas tropas así como la halagüeña perspectiva de la victoria y, después de pasar en la Mesopotamia un verano inactivo y desprovisto de gloria, volvió sobre Antioquía con un ejército debilitado por las enfermedades y airado por la decepción. El desempeño de Artajerjes fue muy distinto; apresurándose desde las sierras de Media hasta los pantanos del Éufrates, por dondequiera se enfrentó personalmente a los invasores, y en todos los vaivenes de la guerra, unió la capacidad a la más valerosa determinación. Pero en varios reñidos encuentros con las veteranas legiones de Roma, el monarca persa perdió la flor de sus tropas. Incluso sus victorias debilitaron su poder. Las oportunidades que brindó la ausencia de Alejandro y los trastornos que sucedieron a la muerte de ese emperador se presentaron en vano a su ambición, pues en vez de expulsar a los romanos de Asia, como pretendía, se vio imposibilitado de arrebatarles la pequeña provincia de Mesopotamia.[613]
El reinado de Artajerjes, que duró sólo catorce años desde la derrota de los partos (año 240), constituyó una etapa memorable de la historia de Oriente, e incluso de la de Roma. Su carácter descuella con aquellos rasgos intrépidos y poderosos que por lo general distinguen a un príncipe conquistador de los que se limitan a heredar un imperio. Hasta el último período de la monarquía persa su código legal fue respetado, como base de su política civil y religiosa.[614] Aún se conservan algunas de sus sentencias, y una en particular demuestra su agudísima perspicacia sobre la constitución del gobierno: «La autoridad del príncipe —decía Artajerjes— debe ser defendida por una fuerza militar; ésta sólo puede costearse con impuestos, que en última instancia siempre recaen sobre la agricultura, la cual nunca puede florecer sino bajo los auspicios de la justicia y de la moderación».[615] Artajerjes dejó a Sapor —hijo dignísimo de tan gran padre—, juntamente con el Imperio, sus intentos contra los romanos, mas esos planes eran excesivos para el poderío de Persia, y sólo condujeron a sumir a ambas naciones en guerras interminables y calamitosas.
Los persas, civilizados y estragados desde hacía mucho tiempo, y desprovistos de la independencia batalladora y del arrojado brío de cuerpo y alma que entronizó a los bárbaros del Norte sobre el orbe entero, mal podían progresar, como todos los orientales, en la ciencia bélica, que constituía —al igual que actualmente en Europa— la potestad incontrastable de Grecia y Roma. Los persas ignoraban las evoluciones artísticas que entonan y provocan a la revuelta y desmandada muchedumbre, e igualmente desconocían el sistema de construir, sitiar y defender fortificaciones regulares, fiados más bien en su número que en su denuedo, y en éste más que en la disciplina. Su infantería se reducía a un tropel de campesinos sin brío y casi desarmados, alistados precipitadamente con el cebo de la rapiña, y tan pronto dispersados por una victoria como por una derrota. Los reyes y los nobles trasladaban al campamento el boato y los devaneos de un serrallo, y entorpecían los movimientos militares con un sinnúmero de mujeres, eunucos, caballos y camellos, y en medio de una campaña aventajada las huestes persas solían huir o perecer a causa de un hambre repentina.[616]
Mas en el regazo de su lujo y despotismo, la nobleza conservaba sus gallardos impulsos de coraje personal y de honor nacional. A la edad de siete años se aprendía a decir siempre la verdad, a cabalgar y disparar el arco, y, según el concepto general, descollaron en estos dos ejercicios.[617] Los niños más ilustres eran educados a la vista del soberano, practicaban sus ejercicios a la puerta del palacio, y en sus largas y trabajosas cacerías se los habituaba rigurosamente a la obediencia y la templanza. En las provincias, los sátrapas remedaban esta enseñanza militar, y los nobles (tan natural es la idea de las posesiones feudales) recibían de las manos del rey haciendas y casas, pagadas con el servicio militar. Se hallaban prontos a montar al primer aviso, con su marcial y esplendorosa comitiva de secuaces, y a incorporar a la cuantiosa guardia, elegida con esmero entre los esclavos más robustos y los aventureros más valerosos de Asia. Estas huestes de caballería ligera y pesada, tan formidables por el ímpetu de su avance como por la velocidad de sus movimientos, amenazaban como lóbregas nubes las provincias orientales del menoscabado Imperio Romano.[618]