XIII
REINADO DE DIOCLECIANO Y DE SUS TRES ASOCIADOS MAXIMIANO, GALERIO Y CONSTANCIO - RESTABLECIMIENTO GENERAL DEL ORDEN Y LA PAZ - GUERRA PÉRSICA VICTORIA Y TRIUNFO - RENUNCIA Y RETIRO DE DIOCLECIANO Y MAXIMIANO
Cuanto más esclarecido fue el reinado de Diocleciano con respecto a los de sus antecesores, tanto más ruin y rastrero había sido su nacimiento. Grandes donativos o la violencia arrolladora solían contener las prerrogativas más o menos soñadas de la nobleza; sin embargo, una frontera infranqueable separaba siempre a los libres de los esclavos en todo el género humano. Los padres de Diocleciano habían sido esclavos en la casa de Anulino, senador romano, y su mismo apellido provenía del pequeño pueblo de Dalmacia de donde era originaria su madre.[1094] No obstante, es probable que el padre haya logrado la libertad de su familia, y que luego obtuviera para sí el cargo de notario, que generalmente era ejercido por sujetos de su clase.[1095] Oráculos propicios, o más bien la íntima convicción de su superioridad, incitaron al hijo a seguir la carrera de las armas, tras sus sueños de fortuna; y sería muy interesante observar el desarrollo de las destrezas y peripecias que finalmente le permitieron cumplir aquellos oráculos y demostrar ese mérito al mundo. Diocleciano fue sucesivamente promovido al gobierno de Mesia, a los honores del consulado y a la importante jefatura de la guardia del palacio. Sobresalió con su desempeño en la guerra pérsica, y, luego de la muerte de Numeriano, el esclavo, a juicio y testimonio de sus competidores, fue declarado el más digno al trono imperial. La maldad del celo religioso, al censurar la salvaje ferocidad de su compañero Maximiano, se ha esmerado en provocar la sospecha sobre el valor personal de Diocleciano.[1096] No debería ser fácil persuadirnos sobre la cobardía de un soldado ansioso, que jamás desmereció el aprecio que se había granjeado con las legiones, ni el favor que se había ganado entre tantos príncipes guerreros; pero la calumnia sabe descubrir sagazmente los puntos débiles y atacarlos. El valor de Diocleciano siempre se correspondió con los trances que enfrentó, aunque no tuviera la osadía y el espíritu generoso del héroe que enfrenta los riesgos y la fama, que se desentiende de artificios y que reta la competencia de sus iguales. Sus habilidades eran más útiles que centelleantes: un entendimiento cabal realzado por la experiencia y el estudio de la idiosincrasia humana; destreza y aplicación en los negocios; una atinada mezcla de liberalidad y economía, de agrado y de entereza; una profunda discreción bajo el disfraz del desembozo militar; tesón en pos de sus objetivos; flexibilidad para variar sus métodos y, ante todo, una habilidad sin par para someter su propio entusiasmo —y el ajeno— en función del logro de sus metas, así como para pintar su ambición con vistosas galas de justicia y de utilidad pública. Como Augusto, puede considerarse a Diocleciano el fundador de un nuevo Imperio. Al igual que el hijo adoptivo de César, descolló también más como estadista que como guerrero, y ni uno ni el otro debieron recurrir a la violencia para alcanzar sus fines políticos.
La victoria de Diocleciano sobresalió por su extremada benignidad. Aquel pueblo, habituado a aplaudir la clemencia del vencedor cuando las usuales penas de muerte, destierro y confiscación se iban imponiendo con cierto grado de recato y equidad, miró con placentero asombro cómo era apagado el fuego de la guerra civil en el campo de batalla. Diocleciano admitió en su círculo de confianza a Aristóbulo, ministro principal de la casa de Caro, respetó vidas, haberes y dignidades de sus contrarios, y mantuvo en sus respectivas funciones a la mayor parte de los sirvientes de Carino.[1097] Es muy probable que los motivos de la prudencia ayudaran a la humanidad del astuto dálmata, pues varios de los sirvientes habían comprado su favor con secretas traiciones, mientras que en otros apreció la lealtad al amo desventurado. La perspicacia de Aureliano, Probo y Caro había ido dotando los distintos departamentos del Estado y el ejército con oficiales consumados, cuya separación dañaba al servicio público sin favorecer al sucesor. Así, su conducta ofreció al orbe romano una vistosa perspectiva para el nuevo reinado, y el mismo emperador se esmeraba en corroborar aquel concepto favorable, expresando que, entre todas las virtudes de sus antecesores, deseaba ante todo imitar la humana filosofía de Marco Antonino.[1098]
Su primer acto de importancia puso en evidencia su sinceridad y su moderación. Siguiendo el ejemplo de Marco, buscó un colega en Maximiano, a quien primero le dio el título de César y después el de Augusto (1.º de abril de 286).[1099] Pero el motivo de su disposición y el objeto de su preferencia fueron muy distintos de los que movieron a su admirado antecesor. Al investir con la púrpura a un joven licencioso, Marco cumplió con los deberes de agradecimiento privado a costa, efectivamente, del interés del Estado; en cambio, al asociar a un amigo y camarada a las tareas del gobierno en una época de peligro público, Diocleciano reforzó la defensa de Oriente y de Occidente. Maximiano había nacido en el territorio de Sirmio y, como Aureliano, era hijo de campesinos. Desconocedor de las bellas artes,[1100] ajeno a toda ley, sus modales rústicos, aun en medio de su encumbramiento, manifestaban la bajeza de su alcurnia, y que la única profesión que podía ejercer era la de la guerra. Había descollado en su larga carrera por todas las fronteras del Imperio, y, aunque su desempeño cuadraba mejor para súbdito que para caudillo —si bien quizá nunca llegó a consumarse en el mando—, su valor, tesón y experiencia lo habilitaban para la ejecución de las más arduas empresas. Incluso sus defectos vinieron a redundar en ventaja de su bienhechor. Insensible a la compasión y sin temor por las consecuencias, era el instrumento ejecutivo de todos los actos de crueldad que pudiera sugerirle la política del astuto príncipe. Así como un sacrificio de sangre era ofrecido a la prudencia o a la venganza, Diocleciano intercedía oportunamente, salvaba los escasos restos que nunca había querido castigar, tachaba la severidad de su adusto compañero y disfrutaba de la comparación entre la edad de oro y la de hierro que solía aplicarse a sus máximas de gobierno resistidas. A pesar de las diferencias de carácter, ambos emperadores conservaron en el trono la misma intimidad que tenían en su vida privada. La altanería belicosa de Maximiano, tan perniciosa luego para él mismo y para el sosiego público, se doblegó siempre ante el talento de Diocleciano, y reconoció el predominio de la razón sobre la violencia irracional.[1101] Ya sea por altivez o por superstición, los dos emperadores tomaron nuevos nombres, uno el de Jovio, y el otro el de Herculio, y, mientras la omnisciente sabiduría de Júpiter dirigía el movimiento del mundo (tales eran las alabanzas de sus oradores venales), el brazo invencible de Hércules iba despejando la tierra de monstruos y de tiranos.[1102]
Mas no alcanzó la omnipotencia misma de Jovio y de Herculio para sobrellevar el peso de la administración pública. La sensatez de Diocleciano lo llevó a considerar que el Imperio, asediado por los bárbaros en todas las fronteras, requería en cada frente la presencia de un emperador con su poderosa hueste. Con este objetivo, decidió subdividir tan descomunal poderío y conferir el título inferior de César a dos generales de notorio desempeño, a quienes dio igual cabida en la autoridad soberana (1.º de marzo de 292).[1103] Galerio, apellidado Armentario por su profesión primitiva de vaquero, y Constancio, llamado Cloro[1104] a causa de su palidez, fueron los dos personajes revestidos en segundo lugar con la púrpura imperial. Al retratar a Herculio, quedan ya estampadas la patria, la alcurnia y los modales de Galerio, a quien solían llamar, no impropiamente, Maximiano el menor, aunque en varias oportunidades aventajó al mayor por sus virtudes y su habilidad. El nacimiento de Constancio fue menos oscuro que el de sus compañeros: su padre era Entropio, uno de los principales nobles de Dardania, y su madre era sobrina del emperador Claudio.[1105] Aunque dedicó su juventud a las armas, tenía un carácter manso y cariñoso, y ya mucho antes la voz popular lo estuvo aclamando acreedor al solio. Para fortalecer más y más sus vínculos políticos, cada emperador se constituyó padre de su respectivo César: Diocleciano de Galerio y Maximiano de Constancio; al mismo tiempo, los obligaron a repudiar a sus esposas, y cada emperador casó a su hija con su hijo adoptivo.[1106] Los cuatro príncipes se repartieron los ámbitos del Imperio Romano. Se confió a Constancio la custodia de Galia, Hispania[1107] y Britania; Galerio se ubicó a orillas del Danubio, como defensa contra Iliria; Italia y África le correspondieron a Maximiano, mientras que Diocleciano se reservó Tracia, Egipto y los ricos países de Asia. Cada cual era soberano en su región, pero su autoridad unida se dilataba por toda la extensión del Imperio, y todos estaban siempre alertas para apoyar a los compañeros con su presencia y sus consejos. Los Césares, pese a su encumbrado rango, seguían reverenciando la majestad de los emperadores, y los tres príncipes jóvenes reconocían inalterablemente, con su gratitud y obediencia, al padre común de sus fortunas. Los celos no alteraban la armonía, y la dicha singular de su concordia se comparaba a un coro de música, cuya melodía estribaba en la maestría del sumo concertante.[1108]
Este arreglo tan trascendental sólo ocurrió unos seis años después de la incorporación de Maximiano, y ese período no careció de novedades memorables; sin embargo, hemos querido aclarar el asunto al comienzo de la descripción del sistema certero de Diocleciano, para luego referirnos a las gestiones de su reinado por su orden natural más que por las fechas de una cronología muy poco segura.
La primera proeza de Maximiano, aunque es mencionada en unas pocas palabras por nuestros escasos escritores, merece ser recordada por su extrañeza en la historia de las costumbres humanas. Exterminó a los campesinos galos, quienes, con el nombre de bagaudos,[1109] se habían sublevado por entero, en una insurrección general como las que asolaron a Francia e Inglaterra en el siglo XIV.[1110] Parece que muchas de estas instituciones, que fueron incorporadas rápidamente por el sistema feudal, procedían de los bárbaros celtas. Cuando César dominó Galia, aquella grandiosa nación se dividió en las tres clases: clero, nobleza y plebe. La primera gobernaba por medio de la superstición; la segunda, con las armas, mientras que la tercera no tenía el mínimo peso en las decisiones generales. Era muy natural para los plebeyos, acosados por deudas o temerosos de tropelías, implorar la protección de algún caudillo poderoso que adquiría derechos absolutos sobre sus personas y propiedades, como los amos sobre sus esclavos entre los griegos y romanos.[1111] De este modo, la mayoría de la nación quedó reducida a mera servidumbre, y debía trabajar noche y día en las tierras de los nobles galos, clavados al terruño, ya materialmente con grilletes, ya con los lazos no menos crueles y violentos de las leyes. En el dilatado vaivén de turbulencias que atravesaron la Galia desde el reinado de Galieno hasta el de Diocleciano, la suerte de aquellos siervos era en extremo lastimosa, y se veían acosados de un lado y del otro por la tiranía de sus señores, de los bárbaros, de los soldados y de los recaudadores de impuestos.[1112]
Tanto padecimiento llevó a la desesperación. Por todas partes surgían multitudes, equipadas con armas rústicas y con una furia desenfrenada. El labriego se transformó en soldado de infantería, el pastor se hizo de caballería, incendiaron pueblos y aldeas, y los estragos de los campesinos igualaron a los de los bárbaros más violentos.[1113] Reafirmaron los derechos naturales de los hombres con la crueldad mas bravía, y la nobleza gala se guareció en sus ciudades fortificadas o huyó rápidamente de aquel teatro de atroz anarquía. Los sublevados reinaban sin control, y dos de sus caudillos más osados tuvieron la extravagancia y la osadía de asumir las insignias imperiales.[1114] Su poder se disipó frente a las legiones, pues la potencia de la armonía y la disciplina venció fácilmente a una muchedumbre dividida y desmandada.[1115]
El escarmiento ejemplar aplicado a los sublevados armados bastó para que los demás huyeran a sus hogares, y su fracasado esfuerzo por obtener libertad redundó en mayor recargo de servidumbre. Tan fuerte y uniforme es el caudal de los ímpetus populares, que podríamos aventurar, aun con escasísimos materiales, el relato pormenorizado de esta guerra, pero no estamos dispuestos a creer que dos de sus principales líderes, Eliano y Amando, fuesen cristianos,[1116] ni a insinuar que la sublevación, como sucedió en tiempos de Lutero, procediese del abuso de los principios benévolos del cristianismo, que proclama la libertad natural del linaje humano.
Tan pronto como recuperó Galia de manos de los campesinos, Maximiano perdió Britania (año 287) por usurpación de Carausio. Tras la empresa temeraria y acertada de los francos bajo el reinado de Probo, sus osados compatriotas construyeron escuadrillas de bergantines, con los que asolaban incesantemente las provincias adyacentes al océano.[1117] Fue necesario crear una potencia naval para contrarrestar aquellas piraterías, y esta atinada medida se dispuso con prudencia y vigor. El emperador escogió Gessoriacum (actual Boulogne), sobre el Canal de la Mancha, para el apostadero de la escuadra romana, encargando su comandancia a Carausio, menapio de baja alcurnia;[1118] pero de descollante valor como soldado y de gran destreza como piloto. Sin embargo, la integridad del nuevo almirante no correspondió con sus habilidades, pues al salir los piratas germanos de sus ensenadas los dejó pasar, pero estuvo alerta para apresarlos a su regreso y apropiarse —para sí mismo— de gran parte del botín que llevaban consigo. En esta ocasión, la riqueza de Carausio se consideró como testimonio de su culpabilidad, y ya Maximiano había decretado su muerte. Sin embargo, el astuto menapio previó y evitó el castigo del emperador: gracias a sus dádivas comprometió a la flota que comandaba y se aseguró el apoyo de los bárbaros. Parte hacia Britania, soborna a la legión y a los auxiliares que guarnecían la isla y atrevidamente toma el nombre de Augusto, asume la púrpura imperial y reta a la justicia y las armas de su ofendido soberano.[1119]
Cuando Britania se separó del Imperio, se percibió sobremanera su importancia y se lamentó su pérdida. Los romanos ponderaron y quizá magnificaron la extensión de esta noble isla, favorecida con ventajosos fondeaderos, clima benigno y suelo fértil, tan adecuado para sembrar cereales como viñedos; con cuantiosos metales, praderías cubiertas de innumerables rebaños y bosques exentos de fieras y serpientes. Sobre todo, los atormentaba el crecido rédito de Britania, puesto que consideraban que llegaría a transformarse en el asiento de una monarquía independiente.[1120]
Carausio la tuvo por espacio de siete años, y la suerte seguía abrigando una rebeldía defendida con brío y astucia. El emperador bretón defendió las fronteras contra los caledonios del Norte, invitó a varios artífices del continente y exhibió en las diversas monedas, que aún existen, su gusto y su opulencia. Nacido en los confines del territorio franco, galanteó a ese pueblo tan formidable imitando su vestimenta y sus costumbres. Alistaba sus jóvenes más valientes en las fuerzas de mar y tierra, y, en pago de su alianza provechosa, fue instruyendo a los bárbaros en las peligrosas artes militares y navales. Carausio seguía en posesión de Boulogne y su comarca. Sus escuadras surcaban el canal, dominaban las desembocaduras del Sena y del Rin, asolaban las costas del océano, y el terror de su nombre sobrepasó las columnas de Hércules. Bajo su mando, Britania, destinada a imperar sobre los mares en el futuro, alcanzó ya la jerarquía natural de potencia marítima.[1121]
Luego de apoderarse de la escuadra de Boulogne (año 289), Carausio privó a su jefe de los medios para perseguirlo y castigarlo, y cuando, tras una gran pérdida de tiempo y gasto, lograba botar al agua un nuevo armamento,[1122] las tropas imperiales, bisoñas en aquel elemento, resultaban burladas y vencidas por los marineros veteranos del usurpador. El fin de este fallido esfuerzo fue un tratado de paz, pues Diocleciano y su compañero, justamente temerosos de la osadía de Carausio, le resignaron la soberanía de Britania y lo admitieron como partícipe, muy a su pesar, en los honores imperiales.[1123] Sin embargo, la adopción de los Césares dio nuevo vigor a las armas romanas, y mientras Maximiano resguardaba el Rin con su presencia, Constancio, su valeroso socio, se encargó de la guerra con Britania. Su primera acción fue el sitio de la importante plaza de Boulogne. Con un malecón descomunal obstruyó la entrada de su bahía y cortó toda esperanza de auxilio. El pueblo se rindió tras una porfiada defensa (año 292), y parte considerable de la fuerza naval de Carausio cayó en manos de los sitiadores. Durante los tres años que empleó en disponer una flota adecuada para la conquista de Britania, Constancio aseguró la costa de Galia, invadió el país de los francos y privó al usurpador de aquel aliado poderoso.
Antes de ultimar sus preparativos, Constancio se enteró de la muerte del tirano (año 294), lo cual consideró como presagio positivo de la cercana victoria. Los sirvientes de Carausio imitaron el ejemplo de traición que les había dado: lo asesinó su primer ministro Alecto, quien lo sucedió en el poder y en el peligro, mas carecía de similares habilidades para ejercitar el poder y rechazar las contingencias. Alecto observó con angustioso pavor cómo se cubrían las playas opuestas del continente de armas, tropa y bajeles, pues Constancio había dividido atinadamente sus fuerzas para dividir igualmente la atención y la resistencia del enemigo.
Finalmente, el ataque estuvo a cargo del escuadrón principal (año 296), bajo el mando del prefecto Asclepiodoto, oficial de distinguido mérito que se había congregado en la desembocadura del Sena. En aquellos tiempos era tan imperfecta el arte de la navegación que los oradores celebraron el audaz denuedo de los romanos en lanzarse al mar con un viento de través y en día tormentoso. El temporal favoreció la empresa, pues en medio de una densa niebla se escaparon de la escuadra de Alecto, que estaba apostada fuera de la isla de Wight para atajarlos; atracaron a salvo en alguna parte de la costa oeste, y demostraron a los bretones que no siempre la superioridad naval alcanzará para proteger su patria de toda invasión extranjera. En cuanto desembarcó, Asclepiodoto quemó sus naves, y, como prosperaba su expedición, su heroísmo era celebrado por todos. El usurpador esperaba cerca de Londres el avance formidable de Constancio, que estaba personalmente al mando de la escuadra de Boulogne; pero el descenso de un nuevo enemigo requirió su presencia en el Occidente. La larga marcha fue tan precipitada que se topó con las fuerzas enteras del prefecto con unas tropas cansadas y desmoralizadas. La breve refriega terminó en derrota y con la muerte de Alecto. Una sola batalla, como se ha repetido ya varias veces, decide la suerte de tan grande isla, y al arribar Constancio a las playas de Kent, corre el gentío desaladamente, lo aclama en coro, y las virtudes del conquistador nos inclinan a creer que todos se regocijaron sinceramente con una revolución que, tras una separación de diez años, reincorporó Britania al Imperio Romano.[1124]
Britania sólo tenía que temer a enemigos internos, pues, con gobernadores leales y tropas disciplinadas, las correrías de los salvajes desnudos de Escocia e Irlanda no podían nunca afectar la seguridad de la provincia. La paz del continente y la defensa de los ríos principales que servían de límites al Imperio eran objeto de mayor dificultad e importancia. La política de Diocleciano, aconsejado por sus socios, favorecía el afianzamiento del sosiego público, ya desaviniendo a los bárbaros entre sí, ya robusteciendo las fortificaciones de la línea romana.
En Oriente conformó un cordón de campamentos desde Egipto hasta los dominios persas, y en cada uno instituyó un cuerpo permanente, bajo el mando de sus jefes respectivos, pertrechado con todo tipo de armas traídas de los nuevos arsenales de Antioquía, Emesa y Damasco.[1125] No tomó menos recaudos contra la bien conocida bravura de los bárbaros europeos: se fueron restableciendo eficazmente las antiguas ciudades, fortalezas y campamentos desde la desembocadura del Rin hasta la del Danubio, y en los puntos más expuestos se levantaron nuevas y estudiadas fortificaciones; se estableció una estricta vigilancia entre todas las guarniciones de la frontera, echando mano de cuanto fuera necesario para reforzar la cadena de fortificaciones y hacerla impenetrable.[1126] La barrera fue violada raramente, y los bárbaros tuvieron que desfogar mutuamente su frustrada ira.
Godos, vándalos, gépidos, borgoñones y alamanes estuvieron luchando entre sí, y quienquiera que venciera, vencía también a los enemigos de Roma. Los súbditos de Diocleciano contemplaban gozosos el espectáculo sangriento, congratulándose todos de que la plaga de la guerra civil se extendiese únicamente entre los bárbaros.[1127]
A pesar de las políticas de Diocleciano, era imposible sostener esa tranquilidad apacible por un reinado de 20 años y una frontera de centenares de millas, pues a veces los bárbaros se hermanaban y la vigilancia relajada de las guarniciones dejaba paso a su destreza o a su fuerza. Cada vez que las provincias eran invadidas, alzaba Diocleciano su faz serena; reservaba su presencia para las ocasiones dignas de su interposición, sin aventurar su persona ni su reputación en peligros innecesarios, afianzaba su éxito por cuantos medios aconseja la prudencia, y luego ostentaba las consecuencias grandiosas de la victoria. En guerras más arduas e intrincadas empleaba el denuedo bronco de Maximiano, y el soldado leal se avenía a rendir sus triunfos a las plantas de su consejero, maestro y benefactor.
Luego de nombrar a los Césares, los mismos emperadores se retiraron de la palestra y pusieron en manos de sus hijos adoptivos la defensa del Rin y del Danubio. Jamás el desvelado Galerio tuvo que vencer ejército alguno de bárbaros en el territorio romano.[1128] El activo y valeroso Constancio libertó Galia de una embestida furiosa de los alamanes, y sus victorias de Langres y Vindonisa aparecen como refriegas peligrosas y de trascendencia. Atravesando un terreno abierto con poca guardia, se vio repentinamente rodeado por un sinnúmero de enemigos. Se retrajo trabajosamente hacia Langres, pero, en medio de la consternación general, los ciudadanos se negaron a abrir las puertas, y subieron al príncipe herido desde la muralla colgado de una cuerda. Cuando las tropas romanas se enteraron de su aflicción; desde todas partes fueron en su auxilio y, antes del anochecer, quedó de sobras desagraviado con la muerte de 6000 alamanes.[1129] Entre los monumentos de aquella época pueden rastrearse algunas otras victorias contra los sármatas y los germanos, mas esta pesquisa tediosa redundaría en poco recreo y menos instrucción.
Diocleciano y sus socios imitaron la conducta del emperador Probo en relación con los vencidos. Los bárbaros capturados, que compraron sus vidas con la servidumbre, se repartieron por las provincias y distritos (en Galia, particularmente, fueron asignados los territorios de Amiens, Beauvais, Cambrai, Tréveris, Langres y Troyes)[1130] que habían quedado casi despoblados por las calamidades de la guerra. Los emplearon como pastores y labradores provechosamente, excluyéndolos del ejercicio de las armas, excepto en los trances de alistarlos para el servicio militar. Los emperadores tampoco les rehusaron la propiedad de las tierras, con un arrendamiento menos servil, en tanto los bárbaros solicitaran la protección de Roma. Se recibieron carpos, bastarnos y sármatas como pobladores de varias colonias y, con peligrosa condescendencia, se les consintieron sus costumbres y su independencia nacional.[1131] Se celebró con júbilo esta noticia en las provincias, pues los aterradores bárbaros se transformaban en labriegos o en mayorales conductores de los rebaños a las ferias, y contribuían con sus faenas a la abundancia pública. Se agradecía aquel refuerzo de súbditos y soldados, pero tanto ciudadanos como emperadores olvidaban que estaban dejando entrar en las entrañas del Imperio a millares de enemigos secretos, indignos de los favores o peligrosos sediciosos contra la opresión.[1132]
Mientras los Césares ejercitaban su coraje en las márgenes del Rin y del Danubio, la presencia de los emperadores fue requerida en los confines meridionales del orbe romano. Desde el Nilo hasta los montes Atlas, África estaba levantada en armas. Una confederación de cinco naciones moriscas provenientes del desierto había invadido las pacíficas provincias.[1133] Juliano había asumido la púrpura en Cartago[1134] y Aquileo en Alejandría, mientras los blemios renuevan o, más bien, continúan sus incursiones por el Alto Egipto. Apenas ha quedado algún relato de las hazañas de Maximiano por la parte occidental del África, pero parece, por el éxito, que guerreó veloz y decisivamente, que venció a los bárbaros más fieros de Mauritania y que los expulsó de los riscos, cuya inaccesibilidad les daba ínfulas para ejercer una vida de rapiña y violencia.[1135]
Por su parte, Diocleciano comenzó la campaña con el sitio de Alejandría, cortó los acueductos que transportaban el agua del Nilo a todos los barrios de aquella ciudad inmensa,[1136] y, haciendo su campamento inexpugnable para las excursiones de la sitiada muchedumbre, ejecutaba sus ataques con cautelosa energía. Alejandría, acosada a hierro y fuego, a los ochos meses imploró la clemencia del vencedor, quien la trató con la mayor severidad. Millares de ciudadanos fenecieron en una matanza general, y apenas hubo algún sospechoso en Egipto que se eximiese de la muerte o por lo menos del destierro.[1137] El destino de Busiris y Coptos fue aún más aciago: estas orgullosas ciudades, la primera distinguida por su antigüedad y la segunda enriquecida por el tránsito del comercio de la India, fueron arrasadas enteramente por las armas y las órdenes terminantes de Diocleciano.[1138] Sólo el carácter de la nación egipcia, tan ingrata como medrosa, justificaría el excesivo rigor. Las sediciones de Alejandría solían comprometer el sosiego e, incluso, la subsistencia de Roma, y, desde la usurpación de Firmo, el Alto Egipto, continuamente en estado de rebelión, se había aliado con los salvajes de Etiopía. Aunque eran pocos los blemios desparramados entre la isla de Meroe y el mar Rojo, poco dispuestos a la guerra y toscamente armados,[1139] en los desórdenes públicos aquellos bárbaros que la Antigüedad, horrorizada con su monstruosidad, casi excluía de la especie humana, se envalentonaron y se levantaron como enemigos de Roma.[1140] Habían sido los ruines aliados de los egipcios y, como el gobierno estaba ocupado en guerras más trascendentales, seguían siempre atropellando a la provincia. Con el objetivo de contrarrestar dignamente a los blemios, Diocleciano persuadió a los nubios de que emigrasen de sus desiertos de Libia, cediéndoles un territorio dilatado, pero inservible, entre Siene [actual Asuán] y las cataratas del Nilo, con la condición de que siempre respetarían y defenderían la frontera del Imperio. El tratado fue muy duradero, y hasta el establecimiento del cristianismo, que introdujo creencias más estrictas en el culto religioso, se ratificaba anualmente con un sacrificio en la isla Elefantina, donde romanos y bárbaros adoraban las mismas potestades visibles e invisibles del universo.[1141]
Al mismo tiempo que castigaba sus antiguos delitos, Diocleciano proveyó a los egipcios, para su resguardo y felicidad venidera, de varios reglamentos que se fueron revalidando y robusteciendo en los reinados sucesivos.[1142] Uno de los principales edictos, que en vez de condenarse como hijo de una celosa tiranía merece, al contrario, celebrarse como un acto de cordura y de humanidad.
Dispuso que se hiciesen las más eficaces pesquisas «de todos los libros antiguos que tratasen sobre el arte de fabricar plata y oro, y los arrojó sin conmiseración a las llamas, temeroso, dicen, de que la opulencia de los egipcios los inspirara a rebelarse de nuevo contra el Imperio».[1143] Sin embargo, si Diocleciano hubiera estado convencido de la realidad de aquel arte imponderable, en lugar de decretar su exterminio, habría aplicado sus cuantiosos productos al aumento del erario público. Resulta mucho más verosímil que su buen tino le puso de manifiesto la insensatez de tan grandiosas pretensiones, y que estaba deseoso de disuadir a sus súbditos de esa práctica irracional y dañina.
Es conveniente recordar que aquellos libros antiguos, atribuidos sin reparo a Pitágoras, a Salomón o a Hermes, eran fraudes místicos de creyentes más modernos, pues los griegos desatendieron siempre el uso y el abuso de la química. En aquel repertorio inmenso donde Plinio depositó los descubrimientos, artes y errores del género humano, no se hace mención alguna de trasmutación de metales, y la persecución de Diocleciano es el primer suceso auténtico en la historia de la alquimia. La conquista de Egipto por los árabes difundió aquella vana ciencia por el mundo. Coincidente con la avaricia del corazón humano, su estudio cundió por la China y por Europa, con idéntico afán e igual éxito. La lobreguez de la Edad Media, que favoreció la atención sobre todo tipo de maravillas, y luego el renacimiento del aprendizaje dieron nuevo vigor a las esperanzas y ofrecieron nuevas artes para el engaño. La filosofía y la experiencia han desterrado por fin la alquimia, y la edad actual, enamorada de las riquezas, se aviene a galantearlas por el camino llano y seguro del comercio y la industria.[1144]
Luego de vencer a Egipto, se emprendió la guerra pérsica. El triunfo se alcanzó durante el reinado de Diocleciano, y la poderosa nación fue obligada a confesar, desde los sucesores de Artajerjes, la majestad predominante del Imperio Romano.
Ya habíamos visto que bajo el reinado de Valeriano Armenia fue sojuzgada por la traición y las armas de los persas, y que luego del asesinato de Cosroes la lealtad de sus más fieles amigos puso a salvo al niño Tirídates, su hijo y heredero, educado luego bajo la tutela de los emperadores. Con su destierro, Tirídates logró el brillo que jamás hubiera alcanzado en el trono de Armenia, por su temprano conocimiento de la adversidad, del género humano y de la disciplina romana. Se destacó en su juventud por actos de valentía, y ostentó su incomparable destreza y fortaleza en todos los ejercicios marciales, e incluso en las contiendas menos honoríficas de los Juegos Olímpicos.[1145] Lució más noblemente sus atributos luchando por su benefactor Licinio,[1146] quien, en la sedición que terminó en la muerte de Probo (año 282), se expuso a gran peligro, y cuando la irascible soldadesca ya se dirigía hacia su tienda, el brazo único del armenio atajó a la multitud. Aquel agradecimiento de Tirídates contribuyó luego para su restablecimiento. En todos sus ascensos, Licinio fue siempre camarada de Galerio, cuyo mérito conocía bien Diocleciano, incluso mucho antes de alcanzar la jerarquía de César. Finalmente, en el tercer año del gobierno de este emperador, Tirídates fue investido con el reino de Armenia: la justicia de esta medida evidenciaba su propiedad, pues era ya hora de rescatar de la usurpación del monarca persa un territorio de suma importancia, que, desde el reinado de Nerón, el Imperio concedía a la rama menor de la casa de Arsaces.[1147]
Cuando Tirídates llegó a la frontera de Armenia (año 286), fue recibido con expresiones de júbilo y lealtad, pues en aquellos 26 años el país había estado soportando todas las penurias reales o imaginarias de un yugo extranjero. Los monarcas persas engalanaban su nueva conquista con edificios ostentosos, pero el pueblo los aborrecía pues habían sido levantados a expensas de su esclavitud.
El temor a la rebelión provocaba cautelas extremadas: la opresión se agravaba con el insulto, y la conciencia del odio popular había ido abortando medidas que lo podrían haber hecho más implacable. Ya conocemos la intolerancia de la religión maga: las estatuas de los reyes divinizados de Armenia y las sagradas imágenes del sol y de la luna fueron quebradas por los conquistadores, y se encendió y conservó el fuego perpetuo de Ormuz en el altar erigido en la cima del monte Bagaván.[1148]
Es natural que un pueblo exasperado con tantas injurias se arme fervorosamente en defensa de su religión, su independencia y su soberano hereditario. El torrente volteó todos los obstáculos y las guarniciones persas emprendieron la retirada ante esa furia incontrastable. La nobleza armenia hizo flamear el estandarte de Tirídates, alegando méritos anteriores, ofreciendo sus futuros servicios y solicitando al nuevo rey aquellos honores y recompensas de los que habían sido usurpados por el gobierno invasor.[1149] Le otorgaron el mando del ejército a Artavasdes, cuyo padre había sido el salvador de la niñez de Tirídates, y cuya familia había sido asesinada por acción tan generosa. Por su parte, el hermano de Artavasdes recibió el gobierno de una provincia. El sátrapa Otas, sujeto comedido y valeroso, recibió el principal cargo militar; le presentó su hermana al rey junto con una cuantiosa fortuna, que Otas había conservado intactas en una fortaleza lejana.[1150]
Entre la nobleza armenia surgió un aliado cuyas acciones no deben ser olvidadas. Su nombre era Mamgo; de origen escita, estaba al mando de una horda que unos años antes había acampado en los confines del Imperio Chino,[1151] que por entonces se extendía hasta las inmediaciones de la Sogdiana.[1152] Mamgo, enemistado con su señor, se retiró con sus secuaces a las orillas del río Oxo [actual Amu Darya], donde imploró el amparo de Sapor. El emperador de China reclamó al fugitivo en virtud de su derecho de soberanía. El monarca persa abogó por las leyes de la hospitalidad, y trabajosamente pudo evitar la guerra, prometiendo desterrar a Mamgo al extremo occidental, castigo, según su descripción, no menos horroroso que la muerte. Se eligió Armenia para su destierro, y allí se le asignó una gran región a la horda escita, donde pudiera pastorear sus ganados lanares y vacunos, e ir trashumando según el cambio de las estaciones. Los escitas fueron usados para rechazar la invasión de Tirídates, pero el caudillo, luego de pesar obligaciones y agravios de parte del monarca persa, decidió abandonar su posición. Cuando el príncipe armenio se enteró del mérito y la potestad de Mamgo, lo agasajó sobremanera y, al admitirlo dentro de su círculo de confianza, se ganó un servidor valeroso y leal, que contribuyó eficazmente a su restablecimiento.[1153]
La suerte le sonrió por algún tiempo a la esforzada valentía de Tirídates. No sólo expulsó a los enemigos de su familia y su patria de todo el ámbito de Armenia, sino que, en el afán de su desagravio, se internó hasta el corazón de Asiria. El historiador que rescató del olvido la memoria de Tirídates va describiendo con entusiasmo nacional sus proezas personales y, a la manera de una novela oriental, cuenta los gigantes y elefantes que caen bajo la fuerza de su brazo invencible. Por otra fuente descubrimos la confusa situación de la monarquía persa, que favoreció bastante al rey de Armenia. Dos hermanos disputaban ambiciosamente el trono, y Hormuz, tras aplicar sin éxito la fuerza de su propio partido, buscó la peligrosa ayuda de los bárbaros instalados en las orillas del mar Caspio.[1154] Sin embargo, la guerra civil terminó rápidamente, ya mediante una victoria o un convenio. Narsés, que había sido reconocido por todos como rey de Persia, dirigió todas sus fuerzas contra el enemigo extranjero. Se desniveló así la contienda, y la valentía del héroe armenio no fue suficiente para contrarrestar el poderío del monarca. Tirídates, expulsado del trono de Armenia por segunda vez, se refugió de nuevo en la corte imperial. Luego Narsés restableció su autoridad sobre la sublevada provincia, y, clamando contra el amparo concedido por los romanos a los rebeldes y fugitivos, aspiraba a la conquista de Oriente.[1155]
Ni la prudencia ni el honor podían permitir que los emperadores abandonaran la causa del rey de Armenia, y así se dispuso utilizar toda la fuerza del Imperio en la guerra pérsica (año 296). Diocleciano, con la sosegada dignidad que de continuo lo acompañaba, se estableció en la ciudad de Antioquía, desde donde organizó y dispuso las operaciones militares.[1156] Se encargó el mando de las legiones a la intrepidez de Galerio, quien se trasladó para ello desde las orillas del Danubio a las del Éufrates. Los ejércitos se enfrentaron en las llanuras de Mesopotamia; las dos primeras escaramuzas tuvieron un resultado dudoso, pero el tercer choque fue más formal y aun decisivo, y el ejército romano fue completamente derrotado a causa de la imprudencia de Galerio, que embistió a las numerosas tropas de los persas con un reducido regimiento.[1157] Sin embargo, la delineación del terreno suministra una causa más obvia para la derrota. El sitio del encuentro ya era famoso por el fallecimiento de Craso y la matanza de diez legiones. Era una llanura de más de sesenta millas [unos 100 km] entre las colinas de Caria y el río Éufrates, un desierto de arena, todo aridez lisa y estéril, sin una loma, sin un árbol ni un manantial de agua fresca.[1158] La maciza infantería romana, exánime por el calor y la sed, ni podía aspirar a la victoria conservándose cerrada, ni abrir sus filas sin exponerse a un exterminio. En esa situación, el número superior del enemigo la fue acorralando, hostigándola más y más con sus rápidos giros y con las flechas de su caballería. El rey de Armenia descolló en la batalla, y alcanzó la gloria personal pese a la desdicha pública. Perseguido hasta el Éufrates y herido su caballo, parecía imposible que se librase del enemigo victorioso. En aquel trance, Tirídates aprovechó el único refugio que tenía a la vista: se apeó y se arrojó a la corriente; la coraza era pesada, el río era caudaloso y muy ancho por aquella parte;[1159] mas tal era su brío y su destreza, que logró ponerse a salvo en la margen opuesta.[1160] En cuanto al general romano, ignoramos las particularidades de su escapada; pero, al regresar a Antioquía, Diocleciano lo recibió, ya no con el cariño de un amigo y un compañero, sino con la ira de un soberano agraviado. Aquel personaje tan altanero, revestido con la púrpura, pero agobiado con la ruina de su error y su fracaso, tuvo que seguir la carroza del emperador más de una milla [1,6 km] a pie, y estar allí mostrando ante la corte y el ejército el espectáculo de su desventura.[1161]
Luego de desahogar su íntimo resentimiento y afirmar la majestad del poder supremo, Diocleciano accedió a las humildes peticiones de Galerio, y le permitió volver por su honor y el de las armas romanas (año 297). En lugar de las tropas endebles del Asia que componían probablemente su primera expedición, se organizó un segundo ejército con los veteranos y reclutas de la frontera iliria y un cuerpo considerable de auxiliares godos a sueldo del Imperio.[1162] Galerio, a la cabeza de una hueste selecta de veinticinco mil hombres, volvió a cruzar el Éufrates; pero en vez de llevar sus legiones indefensas por las llanuras de Mesopotamia, avanzó por las montañas de Armenia, donde halló moradores afectos a su causa y un país tan favorable para los movimientos de la infantería como adverso para las operaciones de la caballería.[1163] La adversidad confirmó la disciplina romana, mientras que los bárbaros, engreídos con sus triunfos, se relajaron y adormecieron en tanto grado, que, cuando menos lo esperaban, fueron sorprendidos por Galerio, quien, sin más escolta que la de dos mil caballos, había ido reconociendo todo su campamento. Cualquier sorpresa, y más nocturna, solía ser fatal para las huestes persas. «Los persas tenían los caballos atados e, incluso, trabados para evitar que se escaparan, y si ocurría una alarma, tenían que ajustarse los cascos, embridar los caballos y ponerse las corazas antes de poder montar.»[1164]
En esta ocasión, la embestida repentina de Galerio desbarató y desalentó el campamento entero de los bárbaros. Tras una leve resistencia, la matanza recrudeció y, en el desconcierto general, el monarca herido (pues Narsés comandaba sus ejércitos en persona) huyó hacia los desiertos de Media. Sus tiendas lujosas y las de sus sátrapas fueron el gran botín del vencedor, y aún se recuerda cierta particularidad que demuestra la ignorancia rústica pero marcial de las legiones en las elegantes superficialidades de la vida. Cayó en manos de un soldado un saquillo de tafilete lleno de perlas; guardó esmeradamente el saco y arrojó su contenido, pues consideraba que no tenía ningún valor lo que no era de provecho.[1165] Pero la pérdida principal de Narsés era más sensible, pues quedaron cautivas en la derrota varias mujeres suyas, hermanas y niñas que iban en la comitiva; pero aunque la índole de Galerio guardaba poca semejanza con la de Alejandro, imitó, tras su victoria, la amable conducta del macedonio con la familia de Darío. Resguardadas de todo saqueo y tropelía, escoltadas a buen recaudo las mujeres y niñas de Narsés, se las trató con todo el respeto y agasajo debidos por un enemigo generoso a su edad, su sexo y su regia jerarquía.[1166]
Mientras Oriente esperaba ansioso el resultado de esta gran contienda, el emperador Diocleciano reunía en Siria un poderoso ejército de observación y ostentaba el poderío romano, reservándose a sí mismo para el esfuerzo final de toda la guerra. Enterado de la victoria, decidió avanzar hasta la frontera para detener con su presencia y consejos la jactancia de Galerio. El encuentro de los príncipes romanos en Nisibis fue acompañado de respeto por una parte y de aprecio por la otra; y luego dieron allí mismo audiencia a los ministros del Gran Rey.[1167] Quebrantado el poderío, o al menos su ánimo con la última derrota, Narsés consideró imprescindible una paz inmediata. Comisionó a su privado Afarban para negociar un tratado, o más bien avenirse a cualesquiera condiciones que impusiera el vencedor. Afarban comenzó su conferencia expresando el agradecimiento de su amo por el generoso agasajo que merecía su familia, y solicitó la libertad de tan ilustres cautivos. Celebró la valentía de Galerio sin minar la reputación de Narsés, y no sintió vergüenza al reconocer la superioridad del César victorioso sobre un monarca que sobrepasaba en gloria a todos los príncipes de su raza. Pese a la justicia de la causa persa, traía credenciales para poner todas sus diferencias en manos de los mismos emperadores, convencido de que no olvidarían, aun en medio de su prosperidad, las vicisitudes de la suerte. Afarban terminó a la manera de las alegorías orientales, expresando que las monarquías romana y persa eran los dos ojos del mundo, el cual quedaría mutilado e imperfecto si alguno de los dos desaparecía.
«Por cierto que les corresponde a los persas —contestó Galerio con un rapto de saña que le estremeció todo su cuerpo— explayarse sobre las idas y vueltas de la suerte y venir tranquilamente a darnos lecciones sobre las virtudes de la moderación. Recuerden su propia moderación con el desventurado Valeriano, a quien vencieron con traiciones y lo trataron de manera indignante. Lo tuvieron detenido hasta el fin de su vida en una prisión deshonrosa, y luego expusieron su cadáver al perpetuo oprobio.» Luego de calmarse, Galerio le dijo al embajador que nunca los romanos golpeaban al enemigo caído, y que en este caso procederían con su acostumbrado decoro y no como lo merecían los persas. Le prometió a Afarban que luego le haría saber a Narsés las condiciones que podría obtener de la clemencia de los emperadores para firmar una paz duradera, con la restitución de sus mujeres y niños. En esta conferencia se puede ver el arrebatamiento de Galerio, así como su acatamiento a la sabiduría y autoridad de Diocleciano. El primero ya se lanzaba a la conquista de Oriente y proponía incorporar Persia a las demás provincias, pero la cordura del otro, afecto a la política moderada de Augusto y de los Antoninos, aprovechó la coyuntura propicia para coronar una guerra venturosa con una paz honorífica y aventajada.[1168]
Los emperadores, en cumplimiento de su oferta, nombraron después a Sicorio Probo, uno de sus secretarios, para informar a la corte de Persia su resolución final. Como embajador de paz, fue recibido con cortesía y amabilidad; mas, como pretexto de proporcionarle el descanso necesario tras su dilatado viaje, la audiencia de Probo se fue posponiendo día tras día, y siguiendo los pausados movimientos del rey, hasta que por fin fue recibido junto al río Asprudo, en Media. El secreto motivo de Narsés para la demora había sido ir juntando fuerzas para negociar en mejores condiciones, aunque sinceramente estaba ansioso por alcanzar la paz. Sólo tres individuos participaron de tan importante conferencia: el ministro Afarban, el prefecto de la guardia y un oficial que había estado como comandante en la frontera armenia.[1169] La primera condición propuesta por el embajador no era muy clara: pidió que se nombrase la ciudad de Nisibis como punto de intercambio mutuo; en otras palabras, como centro del comercio entre ambos imperios. Esto iba de acuerdo con la intención de los príncipes romanos de mejorar sus rentas con algunas restricciones sobre el comercio, pero, como Nisibis estaba en sus dominios y eran dueños de entradas y salidas, tales trabas corresponderían más bien a una ley nacional que a un tratado extranjero; y para realizarlas se requerían probablemente ciertos pactos con el rey de Persia. Sin embargo, parece que esto correspondía con su interés o su dignidad, y no pudieron persuadirlo de que firmara. Y como éste fue el único punto al que negó su beneplácito, no se insistió más en él, y los emperadores abrieron el comercio a sus conductos naturales, o se contentaron con ir restringiéndolo como cabía a su propia autoridad.
Superada esta dificultad, se firmó solemnemente la paz y quedó ratificada entre ambas naciones. Las condiciones de un tratado tan glorioso para el Imperio Romano y tan preciso para Persia merecen particular atención, pues la historia de Roma no suele ofrecer transacciones de similares proporciones, en tanto la mayoría de las guerras habían terminado en conquistas absolutas o se habían emprendido contra bárbaros analfabetos.
I) El Abora o, como le llama Jenofonte, Araxes [actual Araks] delimitaba ambas monarquías.[1170] Este río, que nace junto al Tigris, recibía poco más abajo de Nisibis al riachuelo Migdonio, bañaba los muros de Síngara y desaguaba en el Éufrates en Circesio, pueblo fronterizo fortificado con esmero por Diocleciano.[1171] La Mesopotamia, que había sido objeto de tantas guerras, quedó incorporada al Imperio, y los persas, en este tratado, renunciaron a toda pretensión sobre aquella gran provincia.
II) Los persas cedieron a los romanos cinco provincias más allá del Tigris,[1172] cuya situación formaba una frontera provechosa, y más con las mejoras que el arte y la práctica militar añadieron a sus ventajas naturales. Cuatro de ellas, al norte del río, eran unos distritos pequeños y olvidados: Intilino, Zabdiceno, Arzaneno y Moxoeno; pero al este del Tigris, el Imperio adquirió el gran territorio montañoso de Cardueno, el antiguo territorio de los carducios, quienes preservaron por largos siglos su libertad en el mismo corazón de las monarquías despóticas del Asia. Los diez mil griegos atravesaron su país en una marcha trabajosa, o más bien en una confrontación de siete días; su caudillo confesó, en su incomparable relato de la retirada, que padecieron más por los flechazos de los carducios que por todo el poderío del Gran Rey.[1173] Sus descendientes, los kurdos, con una pequeña alteración del nombre y las costumbres, están reconociendo nominalmente la soberanía del sultán turco.
III) Casi es innecesario añadir que Tirídates, el aliado leal de Roma, fue restablecido en el trono de sus padres, y que los derechos de la supremacía imperial quedaron protegidos y asegurados. Los límites de Armenia se extendieron hasta la fortaleza de Sinta, en Media, y este aumento de dominio fue más bien obra de justicia que de liberalidad, puesto que de las provincias ya citadas más allá del Tigris, las cuatro primeras se habían separado de la corona de Armenia gracias a los partos.[1174] Cuando los romanos tomaron posesión de ellas, estipularon, a costa de los usurpadores, una amplia compensación que incrementaba los territorios de su aliado con la fértil y dilatada comarca de Atropatene [también llamada Atropates]. Su ciudad principal, quizás en el mismo lugar de la moderna Tauris [actual Tabriz], solía ser la residencia de Tirídates, y, como a veces se llamaba también Ecbátana, imitaba, en edificios y fortificaciones, la esplendorosa capital de los medos.[1175]
IV) El país de Iberia era estéril y sus habitantes eran rudos y salvajes. También eran aguerridos y separaban el Imperio de otros bárbaros aún más feroces y formidables. Las gargantas del Cáucaso estaban en sus manos, y eran quienes admitían o rechazaban las tribus errantes de Sarmacia, cuando su afán rapaz las incitaba a internarse por los ricos climas del Sur.[1176] El nombramiento de los reyes de Iberia, cedido por el monarca persa a los emperadores, redundó en fortaleza y seguridad del poderío romano en Asia.[1177] Oriente disfrutó de un profundo sosiego por espacio de 40 años, y el tratado entre las monarquías rivales fue observado hasta la muerte de Tirídates, cuando una nueva generación, impulsada por distintos puntos de vista y diferentes anhelos, lo sucedió en el gobierno del mundo, y el nieto de Narsés emprendió una guerra larga y memorable contra los príncipes de la casa de Constantino.
De esta manera se logró rescatar al acongojado Imperio de las manos tiránicas y bárbaras de una serie de campesinos ilirios. En el vigésimo aniversario de su reinado (20 de noviembre de 303), Diocleciano solemnizó aquella época memorable, como también el éxito de sus armas, con la pompa de un triunfo romano.[1178] Maximiano, quien compartía con él su poder, fue su compañero único en aquel día esplendoroso. Los dos Césares habían peleado y vencido, mas el mérito de sus hazañas, según las máximas rigurosas y antiguas, se cifraba completamente en los auspicios benéficos de sus padres y emperadores.[1179] Quizás el triunfo de Diocleciano y Maximiano no haya sido tan magnífico como los de Aureliano y Probo, pero por diversas circunstancias fue recordado con mayor fama y mejor fortuna. África y Britania, el Rin, el Danubio y el Nilo suministraron sus respectivos trofeos, pero su gala descollante era de naturaleza más singular: una victoria pérsica acompañada de grandiosa conquista. Las representaciones de ríos, montes y provincias eran arrastradas tras la carroza imperial, y las imágenes de las mujeres, hermanas y niños del Gran Rey, cautivos todos, cebaban placenteramente la vanidad del pueblo.[1180] La posteridad ha recordado este triunfo por una distinción menos honorable: fue el último que vio Roma, pues, tras esta temporada, dejaron ya de vencer los emperadores y Roma dejó de ser la capital del Imperio.
El solar fundacional de Roma fue consagrado por ceremonias antiguas y milagros imaginados. La presencia de un dios o la memoria de algún héroe vivificaba cada punto de la ciudad, y el imperio del mundo era prometido al Capitolio.[1181] Los romanos percibían y exhalaban el halagüeño embeleso, heredado ya de sus abuelos, fomentado por sus más viejas costumbres y hasta cierto punto protegido por la confianza de su trascendencia política. La forma y el asiento del gobierno iban de la mano, y era inconcebible trasladar uno sin destruir a la otra.[1182] Mas aquella soberanía de la capital se fue desplomando con la extensión de las conquistas; las provincias se fueron nivelando con ella, y las naciones vencidas adquirieron el nombre y las prerrogativas, sin absorber las preocupaciones peculiares de los romanos. Sin embargo, durante largo tiempo, los restos de la constitución y la fuerza de la costumbre preservó la dignidad de Roma, y hasta los emperadores, aunque fueran africanos o ilirios, respetaban a su patria adoptiva como el sitial de su poderío y el centro de sus grandiosos dominios. Los trances de la guerra solían requerir su presencia en las fronteras, pero fueron Diocleciano y Maximiano los primeros príncipes romanos que se establecieron en las provincias, y su conducta, aunque movida de razones personales, se ajustaba a los dictámenes de la política. La corte del emperador de Occidente solía residir en Milán, cuya situación al pie de los Alpes parecía más adecuada que la de Roma para vigilar los movimientos de los bárbaros de Germania. Así, Milán fue asumiendo los esplendores de una ciudad imperial: sus palacios eran grandes y bien construidos; los modales de la gente eran finos y esplendorosos. Circo, teatro, casa de moneda, alcázar y baños llevaban el nombre de su fundador Maximiano; pórticos adornados de estatuas y un recinto doble de murallas embellecían la nueva capital, sin que al parecer la desairase la misma Roma con su cercanía.[1183] Era tanto el afán de Diocleciano de competir con la majestad de Roma, que dedicó sus ocios y las riquezas de Oriente al realce de Nicomedia [actual Ízmit], ciudad ubicada en el confín de Asia y Europa, casi a igual distancia entre el Danubio y el Éufrates. Con la afición del monarca y a expensas del pueblo, Nicomedia descolló en pocos años con tan brillante magnificencia, que vino a ser una segunda Roma, Antioquía o Alejandría en extensión y población.[1184] La vida de Diocleciano y de Maximiano fue una vida de acción, y una gran parte se desarrollaba en campamentos o en largas y frecuentes marchas; pero cuando las ocupaciones públicas les daban respiro, parece que reposaban placenteramente en sus residencias predilectas de Milán o de Nicomedia. No consta que Diocleciano, hasta el año vigésimo de su reinado, cuando celebró su triunfo romano, hubiese jamás asomado por la antigua capital del Imperio, y aun con tan plausible motivo no pasó allí ni dos meses. Disgustado con la familiaridad insolente de la plebe, dejó Roma precipitadamente, trece días antes que, según se esperaba, se apareciese en el Senado investido con las insignias de la dignidad consular.[1185]
El desagrado que manifestó Diocleciano con Roma y con su libertad no provenía de un capricho momentáneo, sino de su estudiada política. El astuto príncipe había formado un nuevo sistema de gobierno imperial, que luego sería completado por la familia de Constantino; y, así como se conservaba en el Senado la estampa casi sagrada de la constitución antigua, acordó privar a aquel cuerpo de los escasos restos de su realce y poder. Podemos aquí recordar, ocho años antes de la asunción de Diocleciano, la grandeza pasajera y las esperanzas descompasadas del Senado romano. Mientras prevaleció aquel entusiasmo, varios nobles ostentaron su interés en la causa de la libertad; pero, luego que los sucesores de Probo se retiraron del partido republicano, los senadores no pudieron disimular su impotente pesadumbre. Maximiano, como soberano de Italia, se encargó de refrenar estos anhelos, más incómodos que temibles, y su cruel temperamento era harto adecuado para el intento. Acusó de complotar a los prohombres del Senado que Diocleciano trataba con esmerado aprecio, y la posesión de una villa elegante o de una campiña bien cultivada eran interpretadas como evidencia de algún delito.[1186] El campamento de los pretorianos, que por largo tiempo había estado oprimiendo la majestad de Roma, trató de protegerla; y, por cuanto aquella tropa altanera era consciente de la decadencia de su poder, se manifestaba desde luego propensa a aliarse con el Senado. Diocleciano, con prudente mesura, fue reduciendo imperceptiblemente el número de los pretorianos y aboliendo sus privilegios,[1187] para luego reemplazarlos con dos legiones leales de lliria que, bajo los nuevos títulos de jovianos y herculianos, se destinaron a desempeñar el servicio de los guardias imperiales.[1188] Pero la herida mortal, aunque encubierta, que recibió el Senado de mano de aquellos emperadores consistió en el resultado inevitable de su ausencia, pues, mientras los soberanos moraban en Roma, aquella gran junta podía ser atropellada, pero no desatendida. Los sucesores de Augusto ampliaron su poderío, dictando cuantas leyes les aconsejaba su sabiduría o su antojo, mas las ratificaba siempre la sanción del Senado. El modelo de la antigua libertad era preservado en las deliberaciones y decretos, y aquellos príncipes cabales que se avenían a las preocupaciones del pueblo romano tenían que conformarse hasta cierto punto con el lenguaje y el comportamiento del general y primer magistrado de la república. Ostentaban en el ejército y en las provincias la dignidad de monarcas, y, al fijar su residencia lejos de la capital, prescindieron siempre de la diplomacia que había recomendado Augusto a sus sucesores. En el ejercicio de su potestad legislativa, como en el de la ejecutiva, el soberano recibía el consejo de sus ministros, en vez de consultar con la gran junta de la nación. El nombre del Senado era aludido honoríficamente hasta los postreros tiempos del Imperio, y la vanidad de sus miembros se pagaba con distinciones honorarias;[1189] pero la asamblea, que por tanto tiempo fue el manantial y luego el instrumento del poder, se hundió en el olvido. Así, el Senado, totalmente separado ya de la corte imperial y de la constitución reinante, quedó como un monumento venerable, pero inservible, de antigüedad en el monte Capitolino.
Cuando los príncipes romanos dejaron de lado al Senado y la vieja capital, les resultó fácil olvidar el origen y el jaez de su potestad legal. Los cargos civiles de cónsul, procónsul, censor y tribuno, por cuyo medio se había labrado, manifestaban al pueblo su principio republicano. Estos modestos dictados fueron dejados de lado,[1190] y si acaso señalaban su encumbramiento denominándose aún emperadores, o imperator, se le daba otro sentido más digno a la palabra, y no expresaba ya al general de los ejércitos romanos, sino al soberano del conjunto, o sea del orbe romano. El nombre de emperador, que pronto fue meramente militar, se asoció con otro más servil: el epíteto de dominus o señor, que primitivamente no significaba la autoridad de un príncipe sobre los súbditos o de un caudillo sobre sus guerreros, sino la autoridad despótica de un amo sobre sus esclavos domésticos.[1191] Queda claro por qué fue airadamente desechado por los primeros Césares; sin embargo, luego fueron reduciendo su repugnancia, al tiempo que se excusaba su odiosidad; finalmente, el encabezamiento de nuestro amo y emperador no sólo fue tributado por la lisonja, sino que se tornó corriente en las leyes y los monumentos públicos. Adjetivos tan altisonantes debían encumbrar y saciar la mayor vanidad, y si los sucesores de Diocleciano no usaron nunca el título de rey, más parece que fue por delicadeza que por moderación. Por dondequiera que se estilaba la lengua latina (y aquél era el idioma del gobierno por todo el Imperio), el título imperial llevaba consigo un concepto más grandioso que el de rey, compartido con un sinnúmero de caudillos bárbaros y que a lo sumo podía derivar de Rómulo o de Tarquino. Pero los sentimientos orientales eran muy diferentes de los occidentales. Desde tiempos primitivos, los soberanos del Asia se habían nombrado en el idioma griego con el título de basileus o rey, y en tanto era considerado la mayor dignidad entre los hombres, lo usaron aquellos rendidos súbditos de Oriente en sus rastreros recursos al trono romano.[1192] Diocleciano y Maximiano también usurparon los atributos, o al menos los títulos, de la Divinidad, traspasándolos a una serie de emperadores cristianos.[1193] No obstante, estos extravagantes cumplidos perdieron su impiedad al ir perdiendo su significado, y, cuando el oído se habituó a su sonido, sonaban indiferentemente como muestras vagas, aunque excesivas, de respeto.
Desde Augusto hasta Diocleciano, los príncipes romanos conversaban familiarmente con sus conciudadanos y recibían el mismo saludo que los senadores y magistrados. Su distintivo principal era un manto imperial o militar de púrpura; el traje senatorio llevaba una tira, o más bien una cenefa ancha, y el de los caballeros una muy angosta del mismo color. La fanfarronería, o sea la política, de Diocleciano lo llevó a introducir estudiadamente la suntuosidad ostentosa de la corte de Persia.[1194] Se animó a ceñir su sien con la corona, adorno abominado por los romanos como insignia regia, y cuyo uso se había conceptuado como el rapto más frenético de Calígula. La corona era simplemente una redecilla blanca y ancha con perlas engarzadas, que abarcaba la frente de los emperadores. Los ropajes lujosos de Diocleciano y sus sucesores eran de seda y oro, y se remarcó con indignación que incluso llevaba el calzado adornado de pedrería. Cada día era más difícil acercarse a su sagrada persona, pues se iban instaurando nuevas formalidades ceremoniosas, y las cercanías del palacio eran custodiadas desveladamente por varias escuelas, como dieron en llamarlas, de oficiales palaciegos. El resguardo de las estancias interiores se confió a la esmerada vigilancia de los eunucos, cuyo aumento en número y en privanza era la muestra más terminante de la preponderancia del despotismo. Cuando un súbdito llegaba por fin a la presencia imperial, tenía que postrarse, sin excepción de jerarquías, para adorar a la moda oriental la divinidad de su amo y señor.[1195] Diocleciano era un hombre sensato en el discurso de su vida pública y privada, y no pudo menos de justipreciarse a sí mismo y a todo el linaje humano; por ello no es fácil entender que haya sustituido con las costumbres persas las maneras de Roma sólo por su vanidad. Se decía a sí mismo que la suntuosidad de aquel lujo esplendoroso embargaría la fantasía de la muchedumbre; que el monarca viviría a salvo del iracundo desenfreno del populacho y la soldadesca, por cuanto se ocultaba a la vista del público, y que el ejercicio de sumisión debía al fin producir cierto impulso de veneración. Tanto el comedimiento aparente de Augusto como el esplendor introducido por Diocleciano eran una representación teatral; pero en suma, de ambas farsas, la primera tenía un temple más ameno y varonil que la segunda; era aquélla todo disfraz, mientras que la otra buscaba ostentar el poderío ilimitado que los emperadores estaban ejerciendo sobre todo el orbe romano.
La ostentación era el primer principio del sistema planteado por Diocleciano, así como la división el segundo. Dividió el Imperio, las provincias, y luego todos los ramos del régimen civil y militar. Añadió ruedas a la máquina del Estado, por lo que se desempeñó de manera más lenta, pero más segura. Así, tanto las ventajas como los defectos de aquellas innovaciones deben achacarse en gran parte a su autor; mas, como el sistema se fue extendiendo y completando gradualmente en manos de los sucesores, será más acertado considerarlo cuando llegue a la cumbre de su madurez.[1196] Reservaremos, entonces, para el reinado de Constantino el cuadro más esmerado del nuevo Imperio, y nos ceñiremos a deslindar el diseño que delineó Diocleciano con su propia mano. Él se asoció con tres compañeros para el desempeño de la potestad suprema, y, convencido de que la suficiencia de un solo individuo no alcanzaba al afianzamiento del Imperio, estableció el conjunto de cuatro príncipes, no como un resguardo temporal, sino como ley fundamental de la constitución.
Instituyó que los dos príncipes mayores se ciñesen esclarecidamente la corona con el título de Augustos; éstos, según su afecto o su aprecio, debían invariablemente buscar la asistencia de dos compañeros a sus órdenes; y los Césares, encumbrados luego a la suma jerarquía, irían suministrando una sucesión incesante de emperadores. El Imperio fue dividido en cuatro partes: Oriente e Italia eran las más honoríficas, y las del Danubio y del Rin, las más trabajosas. Las primeras requerían la presencia de los Augustos y las segundas se encargaban al régimen de los Césares. La fuerza de las legiones estaba en manos de los cuatro partícipes de la soberanía. En cuanto al gobierno civil, los emperadores supuestamente desempeñaban la potestad indivisible del monarca, y sus edictos, encabezados con los nombres de todos, se recibían en todas las provincias como promulgados por su mutuo dictamen y predominio. Entre tantas precauciones, se fue relajando la unión política del mundo romano, y se entrometió un principio de división que pocos años después acarreó la separación terminante de los Imperios oriental y occidental.
El sistema de Diocleciano conllevaba otro problema que no debe desatenderse: fue un gobierno más costoso, y por consiguiente recargó de impuestos y oprimió al pueblo. En vez de una familia decorosa de esclavos y libertos, que satisfacían la simple grandeza de Augusto y Trajano, se establecieron tres o cuatro cortes lujosas en varios puntos del Imperio, y otros tantos reyes romanos competían entre sí y con el monarca persa por la insensata superioridad en fastuosidad y magnificencia. El número de ministros, magistrados, oficiales y sirvientes que fueron incorporados a los varios ramos del Estado creció inconmensurablemente, y —si podemos usar la frase expresiva de un contemporáneo— «cuando la porción agraciada sobrepujó a la contribuyente, se desplomaron las provincias con el peso de los tributos».[1197] Desde aquel momento hasta el fin del Imperio, sonaron incesantemente quejas y clamores. Cada escritor, según su creencia o su situación, toma a Diocleciano o a Constantino, a Valente o a Teodosio, por blanco de sus vituperios, pero todos coinciden en calificar los impuestos, especialmente el territorial e individual, de gravamen redoblado e intolerable. De esta concurrencia, un historiador imparcial, obligado a extraer la verdad de la sátira y del panegírico, se verá inclinado a repartir la culpa entre los príncipes que son acusados y a atribuir sus demandas menos a sus vicios personales que al uniforme sistema de su administración. Aunque fue Diocleciano el autor de aquel sistema, durante su reinado se mantuvo el daño en los límites de la modestia y la discreción, y merece el reproche de haber sido quien estableció los perniciosos precedentes más que un opresor efectivo.[1198] Se debe añadir que sus rentas se manejaban con discreta economía, y que, después de cubiertas las atenciones corrientes, todavía quedaba en el erario una reserva cuantiosa para ayudar a generosas liberalidades y a cualquier emergencia inesperada.
A los veinte años de su reinado, Diocleciano tomó su resolución memorable de renunciar al Imperio, rasgo más propio del mayor o del menor de los Antoninos que de un príncipe ajeno de toda filosofía, así en la carrera como en el desempeño de su autoridad suprema. Diocleciano se ganó la gloria de haber dado al mundo el primer ejemplo de una renuncia,[1199] pero sus imitadores han escaseado sobremanera. Sin embargo, inmediatamente viene a nuestra memoria la comparación con Carlos V, no sólo desde que la elocuencia de un historiador moderno ha familiarizado a todo lector inglés con aquel nombre, sino también por una semejanza idéntica en el temperamento de ambos emperadores, cuyas habilidades políticas descollaban sobre las militares, y cuyas especiales virtudes eran más bien hijas del estudio que de la naturaleza. Parece que reveses de fortuna anticiparon la dimisión de Carlos, y que el fracaso de sus planes predilectos lo movió a abandonar un poderío, que consideraba inadecuado a su ambición. Sin embargo, el reinado de Diocleciano fue una próspera cadena de éxitos, y hasta que no dejó vencidos sus enemigos y completados sus objetivos, no parece que haya formalizado su intención de renunciar al Imperio. Ni Carlos ni Diocleciano se hallaban en edad avanzada, pues uno tenía cincuenta y cinco años y el otro no pasaba de cincuenta y nueve; pero la vida atareada de ambos, sus guerras, viajes, desvelos del trono y ahínco en los negocios les habían quebrantado ya sus naturalezas y provocado los achaques de una vejez anticipada.[1200]
En el rigor de un invierno lluvioso y crudo (año 304), Diocleciano dejó Italia a poco de su triunfo, y se dirigió a Oriente por las provincias ilirias. La intemperie y el cansancio le acarrearon una dolencia crónica, que, aunque a marchas pausadas y encerrado en su litera, se fue agravando sobremanera al asomo del otoño y antes de llegar a Nicomedia. Estuvo confinado en su palacio durante todo el invierno; su enfermedad inspiraba una natural y general preocupación y la gente juzgaba las alternativas de su indisposición por el gozo o el desconsuelo que se retrataban en los semblantes de su servidumbre. Se propagó el rumor general de su muerte y que los palaciegos la estaban ocultando para precaver los disturbios que pudieran sobrevenir con la ausencia del César Galerio. Finalmente, Diocleciano apareció en público el 1.º de marzo, pero tan delgado y macilento, que apenas podían conocerlo sus familiares. Ya había logrado vencer en la lid con que batallaba hacia más de un año entre el desvelo por su salud y por su dignidad. Requería la primera desahogo y distracción, pero el afán del mando lo obligaba a manejar desde el lecho de su dolencia las riendas del Estado. Acordó terminar holgadamente sus días, retraer ya su esclarecida gloria de los alcances de la suerte, y traspasar el teatro del mundo a sus lozanos y activos asociados.[1201]
Se celebró la ceremonia de su renuncia (1.º de mayo de 305) en una ancha llanura, como a tres millas [4,83 km] de Nicomedia. Subió el emperador a su encumbrado trono y, en un discurso despejado y grandioso, manifestó su ánimo al pueblo y a los soldados que se habían agolpado con motivo tan extraordinario. Se despojó de la púrpura, pasó entre la muchedumbre absorta, atravesó la ciudad en un carruaje cubierto y se dirigió sin demora hacia el retiro predilecto que había escogido en Dalmacia, su patria. El mismo día, Maximiano,[1202] como ya estaba convenido de antemano, resignó la dignidad imperial en Milán. Diocleciano ideó su renuncia en medio del esplendor de su triunfo, y, con el afán de afianzar la obediencia de Maximiano, le requirió una garantía general de sujetar todas sus gestiones a la autoridad de su benefactor, o bien el compromiso individual de abandonar el trono, hasta el punto de participarle el encargo y el ejemplo. Aunque juramentado solemnemente ante el altar de Júpiter Capitolino,[1203] este compromiso era un frágil obstáculo para el desenfado de Maximiano, cuyo afán era el poder, sin apetecer ni sosiego actual ni gloria futura. Sin embargo, aunque muy a su pesar, aceptó la preeminencia de su sensato compañero, y tras su renuncia se retiró a una villa de Lucania [actual región de Basilicata], donde era imposible que su ánimo tan fogoso hallase sosiego duradero.
Diocleciano, que llegó al trono desde su origen servil, pasó los nueve años últimos de su vida en la esfera privada. Dirigido por su tino y acompañado por el recreo, estuvo largo tiempo disfrutando el respeto de aquellos príncipes a quienes cedió la posesión del orbe.[1204] Rara vez los hombres ejercitados en negocios están habituados a conversar consigo mismo, y, al verse despojados del poder, su mayor tormento se cifra en el ocio. Las distracciones del estudio o de la devoción, que tanto socorren en la soledad, no atraían a Diocleciano; mas conservaba —o tal vez recobró muy pronto— su afición a los placeres más inocentes y más naturales; y empleaba de sobra su ocio en la construcción y la jardinería. Su contestación a Maximiano es merecidamente recordada: éste lo hostigaba para que dejara el sosiego de la vejez y retomara las riendas del gobierno; Diocleciano rechazó la tentación con una sonrisa de lástima y añadió plácidamente que, si pudiera enseñarle la hermosura de los repollos que había plantado con sus propias manos en Salona [actual Solin], ya nadie lo urgiría a abandonar los regalos de la felicidad por los afanes del poder.[1205] Solía confesar en las conversaciones con sus amigos que, de todas las artes, la más ardua era la de gobernar, y prorrumpía sobre este su punto predilecto en raptos que no podían menos que ser hijos de la experiencia. «¡Cuántas veces sucede —repetía— que tres o cuatro ministros se conjuren por su interés en engañar al soberano! Aislado de los hombres por su superioridad, la verdad no llega hasta él, pues sólo mira con ojos ajenos, y todo lo desoye menos sus mentiras. Suele conceder la mayor importancia a los sucesos más insignificantes y maltratar a los súbditos más cabales y beneméritos por sus consejos. Por tan infames ardides, los príncipes más sanos y atinados quedan vendidos a la corrupción de sus palaciegos.»[1206] Un aprecio justo de la verdadera grandeza y la seguridad de la fama inmortal nos condimenta los placeres del retiro; pero aquel emperador romano había desempeñado en el mundo un papel demasiado importante, y no le cabía disfrutar las comodidades y la seguridad de una vida privada; no podía desentenderse de las turbulencias que afectaban al Imperio después de su renuncia, ni ser indiferente a sus consecuencias. Zozobras, desconsuelos y enfados lo acosaban en la soledad de Salona. Su sensibilidad, o por lo menos su arrogancia, era profundamente herida por las desventuras de su esposa y su hija; y las afrentas amargaron los postreros instantes de Diocleciano, desacatos que Licinio y Constantino podrían haber evitado al padre de tantos emperadores y al fundador de su engrandecimiento. Ha llegado a nuestros tiempos la noticia, poco confiable, de que se liberó cuerdamente de ellos con una muerte voluntaria (año 313).[1207]
Antes de despedirnos de Diocleciano, hagamos algún alto en el solar de su retiro. Salona, ciudad principal de Dalmacia, su provincia nativa, estaba a unas doscientas millas romanas (según la medición de las carreteras) [295,7 km] de Aquileia y el confín de Italia y a unas doscientos setenta [399,2 km] de Sirmio, residencia habitual de los emperadores, cuando visitaban la frontera iliria.[1208] Una miserable aldehuela todavía se llama Salona, pero aun hasta el siglo XVI los escombros de un teatro y un hacinamiento revuelto de trozos de arcos y columnas de mármol seguían testimoniando su esplendor antiguo.[1209] A seis o siete millas [9 a 11 km] de la ciudad construyó Diocleciano un suntuoso palacio, y por su grandiosidad se puede inferir cuán despacio había estado ideando su renuncia del Imperio. En cuanto al solar, aun prescindiendo del afecto nativo, hermanaba la sanidad y la lozanía. «Árido y fértil el suelo, puro y provechoso el ambiente, aunque muy caluroso en el estío, no suele adolecer el país de aquellos vientos arrasadores y nocivos que atraviesan la costa de Istria y algunos parajes de Italia. La perspectiva desde el palacio corresponde a la hermosura del suelo y la templanza del clima. Hacia el Oeste se extiende la playa fértil que baña el Adriático, tan salpicado de islillas que el mar parece un gran lago. Al Norte se encuentra la ensenada perteneciente a la antigua Salona; y el país que se encuentra más allá contrasta con el golfo anchuroso que ofrece el Adriático al Sur y al Este. Al Norte, la vista se topa con altas e irregulares montañas, situadas a diversas distancias y cubiertas de pueblitos, bosques y viñedos.»[1210]
Constantino, con obvio prejuicio, aparenta menosprecio por el palacio de Diocleciano;[1211] sin embargo, un sucesor suyo que sólo pudo verlo desatendido y desmoronado encarece con asombro su magnificencia.[1212] Sería su solar como de nueve o diez acres ingleses [3,9 ha], de forma cuadrada y flanqueado con dieciséis torres. Dos de sus costados medían, cada uno, seiscientos pies [182,88 m], y setecientos pies [213,36 m] los otros dos. La construcción era de piedra tersa y hermosa, cortada en las canteras inmediatas de Trau o Tragurium [actual Trogir], de calidad apenas inferior al mármol mismo. Las diversas partes de aquel gran edificio estaban separadas por cuatro calles, que se cortaban mutuamente en ángulos rectos, y la galería ante la vivienda principal era un atrio grandioso llamado todavía la Puerta Áurea. Cerraba el atrio un peristilo de columnas de granito, a cuyo lado se ve, por una parte, el santuario cuadrado de Esculapio y, por la otra, el templo octagonal de Júpiter, cuyas deidades reverenciaba Diocleciano, la primera por conservarle su salud, la segunda por enaltecer su existencia. Si se aplican a los restos actuales las reglas de Vitruvio, se pueden describir con bastante precisión las diferentes partes del edificio, como baños, dormitorio, atrio, basílica y salas cizicena, corintia y egipcia. Sus formas eran variadas y arregladas sus proporciones, mas con dos imperfecciones harto desagradables para nuestro concepto moderno de gusto y de comodidad: aquellos grandiosos salones carecían de ventanas y de chimeneas. La luz entraba por la techumbre (pues al parecer no había más que un piso) y se calentaba por medio de tubos o cañerías que atravesaban las paredes. Las estancias principales estaban resguardadas al sudoeste por un pórtico de quinientos diecisiete pies [157,6 m] de largo que proporcionaba un paseo noble y delicioso, embellecido con pinturas y esculturas para completar la perspectiva.
Si este magnífico edificio hubiese estado situado en algún yermo, habría quedado expuesto a los embates del tiempo, pero tal vez se hubiera salvado de la rapiña solícita del hombre. Sobre sus ruinas surgieron, primero, la aldea de Aspalato,[1213] y mucho después Spalato, ciudad de provincia [actual Split]. Ahora, la Puerta Áurea se abre sobre el mercado; San Juan Bautista ha desbancado a Esculapio, y Júpiter ha tenido que ceder su templo a la catedral, bajo la protección de la Virgen. Debemos tantos pormenores acerca del palacio de Diocleciano principalmente a un artista contemporáneo y compatriota nuestro, llevado por su fina curiosidad hasta el corazón de Dalmacia.[1214] Sin embargo, podemos presumir que el primor de sus dibujos y grabados ha realzado algún tanto los objetos representados, pues otro viajero más moderno y muy juicioso nos ha informado que las tristes ruinas de Spalato retratan vivamente el deterioro de las artes, así como el tiempo de Diocleciano representaba la grandeza del Imperio Romano.[1215] Si tal era el estado de la arquitectura, naturalmente debemos suponer que la pintura y la escultura habían padecido aún mayor decadencia, pues la práctica de la arquitectura estriba en algunas reglas generales y casi mecánicas, al paso que la escultura, y ante todo la pintura, proceden no sólo de la imitación idéntica de la naturaleza, sino de los caracteres y las pasiones del alma humana. En estas artes sublimes, la destreza de la mano no es muy importante, mientras la anime la fantasía, y la guíen el gusto fino y el discernimiento.
Resulta innecesario remarcar que las guerras civiles del Imperio, el desenfreno de la soldadesca, las incursiones de los bárbaros y el extremado despotismo redundaron en menoscabo del genio y la instrucción. La sucesión de los príncipes ilirios salvó al Imperio sin rescatar las ciencias, pues su educación militar no apuntaba a enamorarlos del estudio, incluso el entendimiento de Diocleciano, tan activo y capaz en los negocios, carecía de toda lectura y amenidad. Son tan provechosas las profesiones de letrado y de médico y tan obvias en todo tiempo, que siempre tendrán aspirantes dotados con ciertos quilates de habilidad y conocimiento; mas no parece que los estudiantes en estas facultades recuerden maestros eminentes que hayan florecido en aquel tiempo. Enmudeció la poesía; se redujo la historia a meros compendios despegados e inconexos, tan faltos de entretenimiento como de instrucción. Los emperadores tenían a su servicio una lánguida y afectada elocuencia, y sólo fomentaban aquellas artes que contribuían a gratificar su vanidad o a defender su poder.[1216]
La decadencia de las letras y los hombres es determinada por el ascenso y progreso repentino de los neoplatónicos. La escuela de Atenas se opacó ante la de Alejandría, y las sectas antiguas se enrolaron bajo las banderas de los maestros a la moda, quienes enaltecían su sistema con la novedad de su método y la austeridad de sus costumbres. Varios de sus catedráticos —Amonio, Plotino, Amelio y Porfirio—[1217] fueron hombres de trascendencia y ahínco; pero, al confundir el verdadero objeto de la filosofía, sus tareas fueron más bien estragadoras que provechosas para el entendimiento humano. Los neoplatónicos desatendieron los conocimientos adecuados a nuestra situación y alcances, que es todo el ámbito de las ciencias morales, naturales y matemáticas; concentraron sus fuerzas en contiendas metafísicas, intentaron desentrañar lo más recóndito del mundo invisible, y se empeñaron en reconciliar a Aristóteles con Platón sobre asuntos que ignoraban uno y otro tan absolutamente como todo el linaje humano. Consumieron su razonamiento en estas profundas pero insustanciales meditaciones, y su mente quedaba expuesta a fantásticas ilusiones. Se vanagloriaban de tener el secreto de separar el alma de su prisión corporal, reivindicaban una comunicación familiar con espíritus y demonios, y, con un giro singular, trocaron el estudio de la filosofía en el de la magia. Los antiguos sabios habían ridiculizado las supersticiones populares, y los discípulos de Plotino y Porfirio, disfrazando sus desatinos con el fútil velo de la alegoría, se declararon sus más acalorados defensores. De acuerdo con los cristianos en ciertos puntos misteriosos de fe, atacaban lo demás de su sistema teológico con todo el ardor de una guerra civil. Los neoplatónicos no ocupan lugar en la historia de la ciencia, mas tropezaremos con ellos a menudo en la historia de la Iglesia.