XVI

ACTITUD DEL GOBIERNO ROMANO FRENTE A LOS CRISTIANOS, DESDE EL REINADO DE NERÓN HASTA EL DE CONSTANTINO

Si consideramos seriamente la pureza de la religión cristiana, la santidad de sus mandamientos y la vida inocente y austera de la mayoría de los que en los primeros siglos abrazaron la fe del Evangelio, era de suponer que doctrina tan benéfica debía merecer respeto, aun entre los incrédulos; que los literatos y cultos, por más que se burlasen de los milagros, apreciarían las virtudes de la nueva secta, y que los magistrados, en vez de perseguir, ampararían a una clase de gente que rendía obediencia a las leyes, aunque se desentendiera de las actividades de la guerra y del gobierno. Si consideramos, por otra parte, la tolerancia universal del politeísmo, que se mantuvo inalterable, con la fe del pueblo, la incredulidad de los filósofos y la política del Senado romano y los emperadores, no acertamos a descubrir la nueva ofensa de los cristianos y la nueva provocación que pudiera exasperar la indiferencia apacible de la Antigüedad, y cuáles pudieron ser los motivos que mediaron para que los príncipes romanos —quienes presenciaban distraídamente millares de religiones hermanadas pacíficamente bajo su manso dominio— descargasen un severo castigo sobre una parte de sus súbditos que habían elegido un sistema de culto y creencia singular pero inofensivo.

La política religiosa de la Antigüedad mostró gran severidad para detener los progresos del cristianismo. A los 80 años de la muerte de Cristo, sus discípulos inocentes padecieron pena de muerte por sentencia de un procónsul de carácter afectuoso y filosófico, que acordaba con las disposiciones de un emperador descollante en justicia y sabiduría. Las apologías dedicadas repetidamente a los sucesores de Trajano rebosan de sentidos lamentos por los cristianos, que seguían los dictados y solicitaban el goce de la libertad de conciencia, quienes eran los únicos súbditos del Imperio Romano excluidos de los beneficios generales de su propio gobierno. La muerte de varios mártires eminentes es recordada con cuidado, pero desde que el cristianismo empuñó el poder supremo, los gobernantes de la iglesia han puesto igual ahínco en ostentar las crueldades que en imitar la conducta de sus antagonistas paganos. Así que el intento de este capítulo se reduce a entresacar (si es posible) algunos hechos no menos interesantes que auténticos de una masa indigesta de falsedades y desatinos, y referir despejada y lógicamente las causas, los alcances, la duración y demás circunstancias de las persecuciones que padecieron los primeros cristianos.

Los seguidores de una religión perseguida, deprimidos por el miedo, enardecidos por el rencor y quizás arrebatados por el entusiasmo, raramente tienen el temple adecuado para apreciar sosegada y candorosamente los móviles de sus contrarios, que suelen escaparse de la vista perspicaz e imparcial de quien se halla a salvo de las llamas de la persecución. Se ha apuntado una razón sobre la actitud de los emperadores con los cristianos primitivos, que parece capciosa y probable, por cuanto corresponde a la índole propia del politeísmo. Hemos dicho antes que la concordia religiosa del orbe procedía principalmente de la plácida anuencia y miramiento que profesaban las naciones de la Antigüedad para con sus tradiciones y ceremonias. Era, pues, esperable que se uniesen airadamente contra todo pueblo o secta que intentase separarse de todo el género humano y reclamar la posesión exclusiva de la ciencia divina, acusando así a todo culto, excepto el propio, como idólatra e impío. Los derechos de la tolerancia se conservaban con la mutua condescendencia y sólo caducaban si no se contribuía con el tributo acostumbrado. Como los judíos persistían en negarse a este pago, y eran los únicos que lo hacían, la consideración del tratamiento que les imponían los magistrados romanos servirá para explicar hasta qué punto los hechos corroboran estas especulaciones, y nos guiará hasta las verdaderas causas de la persecución del cristianismo.

Sin repetir lo que ya se ha dicho acerca del respeto de los príncipes romanos y sus gobernadores para con el templo de Jerusalén, sólo nos detendremos en que su destrucción y el derribo de la ciudad fueron acompañados y seguidos por cuantas circunstancias debían enconar el ánimo de los vencedores y autorizar las persecuciones religiosas con los motivos más plausibles de equidad política y público escarmiento. Desde el reinado de Nerón hasta el de Antonino Pío, los judíos estuvieron muy impacientes con el dominio de Roma, y estallaron a menudo con furiosas insurrecciones y matanzas. La humanidad se ha horrorizado con el relato de las crueldades pavorosas que cometieron en las ciudades de Egipto, Chipre y Cirene [actual Shahhat, Libia], donde moraban en traicionera intimidad con los insospechables naturales;[1531] y casi estamos dispuestos a aplaudir el violento desquite ejecutado por las armas de las legiones contra una ralea de fanáticos, cuya superstición crédula y sañuda los constituía al parecer en enemigos implacables, no sólo del gobierno romano, sino de la humanidad entera.[1532] El entusiasmo de los judíos se sostenía en la opinión de que el pago de impuestos a un amo idólatra era ilegal para ellos; y más todavía en la promesa lisonjera, derivada de sus antiguos oráculos, de que surgiría un Mesías vencedor que iba a romper sus grilletes y a investir a sus predilectos del cielo con el imperio de la tierra. Pregonándose como el ansiado libertador y convocando a todos los descendientes de Abraham para aclamar las esperanzas de Israel, el famoso Barcoquebas juntó una hueste formidable, con la cual resistió durante dos años el poderío del emperador Adriano.[1533]

A pesar de tantas provocaciones, el resentimiento de los príncipes romanos acabó tras la victoria; y sus miedos no iban más allá de la guerra y el peligro. Con la indulgencia general del politeísmo y la mansedumbre de Antonino Pío, los judíos recobraron sus antiguos privilegios, incluso el permiso de circuncidar a sus hijos, con la simple restricción de no conferir aquel distintivo hebreo a ningún forastero.[1534] A los numerosos restos de aquel pueblo, aunque siempre excluidos del recinto de Jerusalén, se les permitió formar y mantener establecimientos —tanto en Italia como en las provincias—, adquirir la ciudadanía de Roma, disfrutar honores municipales y, al mismo tiempo, se los eximió de las onerosas cargas sociales. La moderación o el menosprecio de los romanos legalizó la política eclesiástica instituida por la secta vencida. El patriarca, que fijó su residencia en Tiberias, tenía la facultad de nombrar a sus ministros y apóstoles subordinados, de ejercer una jurisdicción doméstica y de recibir una contribución anual de sus cofrades dispersos.[1535] Frecuentemente se erigían nuevas sinagogas en las ciudades principales del Imperio y los sábados se celebraban pública y solemnemente los ayunos y funciones prescritas por la ley mosaica o por la tradición rabínica.[1536] Esta gentileza gubernativa fue imperceptiblemente ablandando la hostilidad de los judíos, quienes, prescindiendo de profecías y conquistas soñadas, se dedicaron a actividades pacíficas e industriosas. El odio irreconciliable contra la humanidad, en vez de explayarse en fuego y sangre, se iba evaporando en complacencias más halagüeñas. Aprovechaban cualquier oportunidad para engañar a los idólatras en el comercio y prorrumpían cauta y reservadamente en imprecaciones contra el ensoberbecido reino de Edom.[1537]

Puesto que los judíos, que rechazaban con horror las deidades adoradas por el soberano y sus conciudadanos, disfrutaban el libre ejercicio de su religión asocial, forzosamente hubo de mediar alguna otra causa que expuso a los discípulos de Cristo a aquellas severidades que no recayeron sobre la posteridad de Abraham. La diferencia es obvia y sencilla, pero, de acuerdo con los sentimientos de la Antigüedad, era de suma trascendencia. Los judíos eran una nación y los cristianos, una secta: si era natural que toda comunidad respetase las instituciones sagradas de sus vecinos, a ellos les tocaba perseverar en las de sus antepasados. Oráculos, filósofos y leyes los amonestaban con esta obligación nacional. Con su altivo empeño de santidad superior, los judíos incitaban a los politeístas para que los consideraran una raza odiosa e impura. Al desdeñar el intercambio con otras naciones podían merecer su menosprecio. Las leyes de Moisés podían resultar absurdas y frívolas, pero habían sido recibidas ya durante siglos por una sociedad crecida; sus seguidores eran justificados con el ejemplo general, y se daba por sentado que les cabía el derecho de practicar cuanto les era criminal desatender. Este principio resguardaba a la sinagoga judía, mas no alcanzaba a escudar a la Iglesia primitiva, pues los cristianos, al abrazar la fe del Evangelio, incurrían en la supuesta culpa de una ofensa impropia e imperdonable. Disolvían los vínculos sagrados de la educación y la costumbre, quebrantaban la institución religiosa de su patria y menospreciaban con arrogancia cuanto sus padres habían creído como cierto y respetado como sagrado. Tal apostasía (si cabe usar esta expresión) no era ya meramente parcial y local, sino que el devoto desertor de los templos de Egipto o de Siria igualmente despreciaría el asilo de los de Atenas o Cartago. Todo cristiano abominaba altamente de las supersticiones de su familia, su ciudad o su provincia, y el cuerpo entero de los cristianos se desentendía unánimemente de alternar con los dioses de Roma, del Imperio o del género humano. El creyente perseguido apelaba en vano a los derechos inalienables de la conciencia y de su juicio privado. Es cierto que su situación provocaba piedad, pero sus argumentos no hacían mella en el entendimiento de los filósofos ni de los creyentes del mundo pagano. Extrañaban sobremanera unos individuos enfrentados con el culto corriente, como si de improviso les sobreviniese un asco mortal a las costumbres, el idioma y el traje de su patria.[1538]

La extrañeza se transformó en encono, y con toda su religiosidad se acarreaban injusta y arriesgadamente el cargo de impíos. La malicia y el prejuicio concurrían en la representación de los cristianos como una sociedad de ateos que buscaban atacar la constitución religiosa del Imperio y merecían un riguroso castigo por disposición de los magistrados. Se habían desviado (y presumían de confesarlo) de cuantos géneros de superstición habían asomado en el globo según los varios rumbos del politeísmo, pero no resultaba evidente qué divinidad o cuál tipo de culto habían sustituido a los dioses y templos de la Antigüedad. El acendrado y sublime concepto que tenían del Ser Supremo superaba las toscas concepciones de la muchedumbre pagana, que no acertaba a divisar un Dios solitario y espiritual, que no era representado con una figura corporal o un símbolo visible, ni se lo idolatraba con el lujo acostumbrado de libaciones y festejos, de altares y sacrificios.[1539] Los sabios de Grecia y Roma que encumbraron su espíritu a la contemplación de la existencia y los atributos de la Causa Primera reservaban también, por cálculo y por vanagloria, para sí y sus amigos las prerrogativas de su devoción filosófica.[1540] Estaban lejos de admitir los prejuicios de la mayoría como modelo de verdad, pero los consideraban como ramificaciones de la propensión general de la naturaleza humana, y daban por supuesto que todo linaje de culto y fe popular que prescindía del auxilio de los sentidos debía, en la proporción en que se apartaba de la superstición, quedar imposibilitado de cortar los vuelos a la fantasía y a las visiones del fanatismo. La mirada despreciadora que se dignaban a tender los perspicaces y los sabios sobre la revelación cristiana corroboraba su concepto atropellado y los persuadía de que el gran principio que quizá reverenciaran de la unidad divina quedaba mal parado con el entusiasmo salvaje y era aniquilado con los raptos airados de los nuevos sectarios. El autor de un diálogo famoso, que se atribuyó a Luciano, al mismo tiempo que aparenta tratar el asunto misterioso de la Trinidad en lenguaje de mofa y menosprecio, declara su propia ignorancia sobre la flaqueza de la razón humana y la naturaleza inescrutable de la perfección divina.[1541]

Podrá parecer menos extraño que el fundador del cristianismo fuese no sólo reverenciado como sabio y profeta, sino también adorado como Dios. Los politeístas se mostraban propensos a adoptar cuantos artículos de fe tuvieran cierta semejanza, aunque escasa y remota, con la mitología popular; y las leyendas de Baco, Hércules y Esculapio habían ido hasta cierto punto labrando su imaginación para la aparición del Hijo de Dios en forma humana.[1542] Sin embargo, se asombraban de que los cristianos abandonaran los templos y héroes antiguos que en el nacimiento del mundo inventaron las artes, promulgaron leyes y vencieron a los tiranos y los monstruos que emponzoñaban la tierra, todo por acudir al objeto exclusivo de su culto religioso un maestro desconocido que, en época reciente y en un pueblo bárbaro, había sido sacrificado por la maldad de los suyos o por los celos del gobierno romano. La muchedumbre pagana, que reservaba su agradecimiento sólo para los beneficios temporales, rechazaba el incomparable presente de vida e inmortalidad ofrecida a los hombres por Jesús de Nazaret. Su apacible tesón en medio de tantos padecimientos amargos y voluntarios, su benevolencia universal y la sencillez sublime de su carácter y sus actos eran insuficientes, en opinión de aquellos hombres carnales, para equilibrar la carencia de nombradía, de mando y de felicidad; y, desestimando su asombroso triunfo sobre los poderes de la oscuridad y la tumba, ridiculizaban y escarnecían la simple cuna, la vida vagabunda y la muerte ignominiosa del divino Autor del cristianismo.[1543]

La culpa personal de todo cristiano al anteponer así su preferencia particular a la religión nacional se agravaba más con el número y hermandad de los delincuentes. Es bien conocido, y así ha sido repetido, que la política romana era recelosa de las asociaciones, y que los privilegios de hermandades privadas, aunque ideadas con miras inocentes y benéficas, se solían conceder a duras penas.[1544] Las asambleas religiosas de los cristianos, que ya se habían separado del culto público, parecían tener una naturaleza mucho menos inocente: ilegales en sus principios, podían resultar peligrosas en sus consecuencias; tampoco los emperadores consideraban que violaban las leyes al vedar aquellas reuniones secretas, y a veces nocturnas, por amor al sosiego general.[1545] La desobediencia piadosa de los cristianos dio a su conducta, y quizás a sus intentos, un sesgo mucho más criminal, y los príncipes romanos, que quizá se apaciguaran con su pronta sumisión, creían su honor comprometido en el cumplimiento de sus mandatos e intentaron doblegar con castigos ejemplares aquella entereza que reconocía sin tapujos una autoridad superior a la del magistrado. La extensión y permanencia de aquella conspiración espiritual parecía que por instantes clamaba ya por escarmiento. Ya hemos visto que el celo activo y triunfador de los cristianos los había ido difundiendo por todas las provincias y ciudades del Imperio. Los recién convertidos parecían renunciar a su familia y patria para unirse con un vínculo indisoluble de hermandad a una asociación particular que por dondequiera se distinguía de los demás hombres. Su aspecto adusto y austero, su aversión a los placeres y actividades corrientes de la vida y sus anuncios repetidos de plagas inminentes[1546] infundieron a los paganos el miedo de algún peligro por parte de la nueva secta, y más pavoroso cuanto menos conocido. «Sea cual fuere —dice Plinio— el móvil de sus procedimientos, su inflexible terquedad aparece digna de castigo.»[1547]

La cautela con que los discípulos de Cristo acudían a los oficios religiosos procedía al principio del miedo y la necesidad, mas luego la continuaron a su albedrío. Imitando el sigilo terrible de los misterios eleusinos, los cristianos presumían de realzar sus instituciones ante el orbe pagano;[1548] pero el resultado, como suele acontecer con las sutilezas de la política, no correspondió a sus anhelos, pues se infirió que estaban encubriendo lo que se no se animaban a manifestar. Su prudencia equivocada provocó a la malicia para inventar, y a la credulidad para creer, las patrañas horrorosas que retrataban a los cristianos como el extremo de la maldad humana, que estaban practicando en la oscuridad de sus retraimientos todas las abominaciones que pudiera soñar la fantasía más depravada, aspirando a la gracia de su Dios desconocido con el sacrificio de toda moralidad. Hubo muchos que intentaron confesar o referir las ceremonias de la sociedad abominada. Se afirmaba que «una criatura recién nacida, rebozada toda de harina, era presentada, como símbolo místico de iniciación, al cuchillo del novicio, quien lo clavaba repetidamente y a ciegas hasta matar a la inocente víctima de su error; ejecutada la atrocidad, los hermanos se bebían la sangre, descuartizaban hambrientamente los miembros palpitantes y se comprometían en sigilo sempiterno con su mutua participación en el atentado. Se afirmaba también confidencialmente que tras el sacrificio inhumano se organizaba un entretenimiento apropiado, en el cual aguijoneaba la destemplanza a la lujuria irracional, hasta que a una hora aplazada se apagaban las luces, desaparecía el rubor, se escarnecía la naturaleza y, según los acontecimientos de la casualidad, se mancillaba la oscuridad de la noche con la incestuosa cohabitación de hermanos con hermanas, de hijos con madres, etcétera».[1549]

Pero al leer las apologías antiguas, se desvanecen las más leves sospechas del ánimo de los contrarios candorosos. Con el intrépido tesón de la inocencia, los cristianos apelan a la opinión pública ante la equidad de los magistrados. Reconocen, desde luego, que si se comprobaran los delitos que les imputa la calumnia, serían dignos del castigo más ejemplar. Claman por el escarmiento y retan a los incriminadores. Al mismo tiempo reclaman que el cargo carece de probabilidad, como del correspondiente testimonio, y preguntan si puede haber quien crea realmente que los acendrados y sagrados preceptos del Evangelio, que suelen coartar hasta los placeres más legítimos, puedan recomendar la práctica de los atentados más abominables, que una hermandad cada vez mayor se desplomaba envilecida a los ojos de sus mismos individuos y que no cabía que tantas personas de ambos sexos, de toda edad y categoría, desentendiéndose de todo temor de muerte o afrenta, se aviniesen a atropellar los principios que la naturaleza y la educación habían estampado hondamente en sus ánimos.[1550] Al parecer, nada alcanzaba a quebrantar la fuerza y a frustrar el resultado de tan terminantes descargos, sino la conducta indiscreta de los apologistas mismos, que traicionaban la causa común de la religión por saciar su devoto aborrecimiento de los enemigos domésticos de la Iglesia. Tal vez se insinuaba levemente, y tal vez se afirmaba con audacia, que los mismos sacrificios sangrientos y los festivales incestuosos, tan falsamente achacados a los creyentes ortodoxos, los realizaban los marcionitas, los carpocratianos y otras varias sectas de gnósticos, los cuales, por más que se extraviasen por las sendas de la herejía, abrigaban aún los afectos de hombres y se atenían a los mandamientos del cristianismo.[1551] Iguales argumentos agitaban contra la Iglesia los cismáticos extraviados;[1552] así, quedaba confesado por todas partes que reinaba un sumo desenfreno de costumbres entre los que ostentaban el nombre de cristianos. Un magistrado pagano, que carecía de tiempo y de inteligencia para ir precisando la línea casi imperceptible que separa la fe ortodoxa de la herética, podía desde luego conceptuar que el mutuo encono les impedía el descubrimiento de su culpabilidad común. Fue afortunado para el sosiego, o al menos para la reputación de los primeros cristianos, que los magistrados soliesen proceder con más comedimiento y llaneza de la que es compatible con el celo religioso, e informasen que los descarriados del culto establecido les parecían ingenuos en sus protestas e irreprimibles en sus costumbres, aunque les alcanzaba, por su extremada y absurda superstición, el escarmiento de las leyes.[1553]

La historia, que emprende el registro del pasado para la instrucción del futuro, mancillaría tan honrosa tarea si condescendiera a abogar por los tiranos o a justificar las máximas de toda persecución. Con todo, es necesario confesar que el régimen de los emperadores menos propensos al parecer a la Iglesia primitiva resulta menos criminal que el de ciertos soberanos modernos, que han empleado la violencia y el terror contra las opiniones religiosas de algunos súbditos. Un Carlos V o un Luis XIV, por su propia reflexión o al menos por sus sentimientos, deberían hacerse cargo de los derechos de la conciencia, de las obligaciones de la fe y de la inocencia del error. Mas los príncipes y magistrados de la antigua Roma vivían ajenos de aquellos principios que infundían y disculpaban la inflexible obstinación de los cristianos en defensa de la verdad; ni les cabía descubrir en ellos mismos motivo alguno que los moviese a ceder ante las instituciones sagradas de su patria. Pero la misma razón que atenúa el delito debía aliviar la crudeza de sus persecuciones. En tanto no actuaban movidos por el celo de los crédulos, sino sosteniendo la política apacible de los legisladores, el mismo menosprecio, así como una política templada, no podía menos que aliviar o suspender aquellas leyes que solían promulgar contra los abatidos y arrinconados seguidores de Cristo. De la reseña general de su índole y sus móviles podemos inferir llanamente: I) que pasó largo tiempo hasta que consideraron a los nuevos seguidores como objetos merecedores de la atención del gobierno; II) que procedieron con repugnancia y cautela para probar los delitos de los que se los acusaba; III) que castigaron con moderación; IV) que la atribulada Iglesia disfrutó varios intervalos de paz y de sosiego. A pesar de la indiferencia que los más minuciosos escritores paganos han mostrado en sus escritos acerca de los cristianos,[1554] podremos comprobar todas estas suposiciones probables con hechos auténticos y terminantes.

I) Un prudente designio divino tendió un velo misterioso sobre la infancia de la Iglesia, el cual, hasta que la fe de los cristianos fue madurando y su número creciendo, sirvió para resguardarlos, no sólo de la malicia, sino también del conocimiento del mundo pagano. La pausada y gradual abolición de las ceremonias mosaicas proporcionó un disfraz más certero e inocente a los primeros alumnos del Evangelio. Como generalmente eran de la estirpe de Abraham, se distinguían con el distintivo peculiar de la circuncisión, ofrecieron sus devociones en el templo de Jerusalén hasta su destrucción total, y admitían la ley y los profetas como inspiraciones de la Divinidad. Los convertidos gentiles, hermanados espiritualmente con las esperanzas de Israel, se confundían en la traza y vestimenta con los judíos,[1555] y como los politeístas se fijaban menos en los artículos de fe que en el culto exterior, la nueva secta, que encubría esmeradamente o apenas anunciaba su grandeza venidera y su ambición, se escudó tras la tolerancia general concedida a un antiguo y decantado pueblo en el Imperio Romano. Poco tiempo después, quizá, los judíos mismos, animados de fe más celosa, percibieron la gradual separación de sus hermanos nazarenos de la doctrina de la sinagoga, y quisieron ahogar tan arriesgada herejía en la sangre de sus adherentes. Mas ya las disposiciones del Altísimo habían desarmado su saña, y, por más que a veces se alzasen contra ellos, ya no empuñaban la vara de la justicia ni podían pasar al pecho inalterable de un magistrado romano sus preocupaciones fanáticas y rencorosas. Los gobernadores proclamaron por las provincias que estaban preparados para oír acusaciones relativas al interés público; sin embargo, enterados luego de que no mediaban hechos, sino meros rumores, contiendas relativas al sentido de las leyes y profecías judaicas, consideraron indecoroso para la majestad romana el formalizarse para deslindar diferencias que pudieran sobrevenir en un pueblo bárbaro y supersticioso. La ignorancia y el menosprecio cubrían la inocencia de los primeros cristianos, y el tribunal de un magistrado pagano solía ser el resguardo más inviolable contra las iras de la sinagoga.[1556] Si propendiésemos a adoptar las tradiciones de la crédula Antigüedad, podríamos referir las romerías dilatadas, las maravillosas proezas y las varias muertes de los apóstoles; pero una reseña más esmerada nos inclinaría a dudar de que alguna persona de las que presenciaron los milagros de Cristo traspasó siquiera las fronteras de Palestina para sellar con su sangre la verdad de su testimonio.[1557] Según la duración general de la vida humana, debe naturalmente suponerse que la mayoría había fenecido antes que el alboroto de los judíos concluyese en aquella guerra sañuda que terminó con la ruina total de Jerusalén. Por largo plazo, desde la muerte de Cristo hasta aquella rebelión memorable, no hay rastros de la intolerancia romana, a menos que se conceptúe de tal la repentina y pasajera, pero violentísima persecución que lanzó Nerón contra los cristianos de la capital, treinta y cinco años después del primero de aquellos grandes acontecimientos y sólo dos años antes del segundo. Desde luego, la índole del historiador filósofo, de quien principalmente somos deudores del cabal conocimiento de aquel hecho, bastaría para recomendarlo a nuestra atenta consideración.

En el décimo año del reinado de Nerón un incendio furioso y sin precedentes en todos los siglos anteriores asoló la capital del Imperio.[1558] Los monumentos de las artes griegas y de las virtudes romanas, los trofeos de las guerras púnicas y gálicas, los templos más sacrosantos y los palacios más suntuosos quedaron enterrados bajo los mismos escombros. De las catorce regiones o barrios en que se dividía Roma, sólo cuatro se salvaron ilesos, tres fueron abrasados y los otros siete incendiados estaban humeando y ofreciendo una perspectiva pavorosa de ruinas y desastres. El gobierno acudió rápidamente con cuantos arbitrios podían aliviar el estrago. Los jardines imperiales se abrieron a la muchedumbre desamparada, se construyeron tinglados para su albergue y se repartió a precio ínfimo gran cantidad de trigo y raciones.[1559] Una política generosa fue luego disponiendo el rumbo de las calles y la construcción de las casas particulares, y, como suele acontecer en siglos de prosperidad, el incendio de Roma, en pocos años, vino a proporcionar una nueva ciudad más arreglada y vistosa que la primera. Sin embargo, toda la cordura y la humanidad que aparentó Nerón en el trance fueron insuficientes para protegerlo de la sospecha general: todo atentado cabía en el asesino de esposa y madre, y un príncipe que prostituía su persona y su gobierno en el teatro podía ser capaz de la más rematada locura. Todos los rumores señalaban al emperador como el responsable del incendio de su propia capital, y como las patrañas más increíbles cuadran cabalmente con la perturbación de un pueblo enfurecido, se refirió con formalidad y se creyó firmemente que Nerón, mientras disfrutaba la calamidad que acababa de causar, se deleitaba entonando con la lira el incendio de Troya.[1560] Para evitar una sospecha que toda la fuerza del despotismo no acertaba a controlar, el emperador acordó entregar en lugar suyo algunos delincuentes supuestos. «Con este objetivo —continúa Tácito— descargó los castigos más extremados sobre aquellos hombres que, bajo la denominación general de cristianos, estaban ya manchados con merecida infamia. Su nombre y su origen derivan de Cristo, muerto durante el reinado de Tiberio por sentencia del procurador Poncio Pilato.[1561] Se reprimió por un tiempo esta superstición horrenda, pero luego se disparó, y no sólo cundió por Judea, asiento de esta secta malvada, sino que se internó en la misma Roma, asilo común que protege toda atrocidad. Las confesiones de los presos descubrieron un sinnúmero de cómplices, y todos resultaron condenados, no tanto de incendiarios de la ciudad, como de enemigos del linaje humano.[1562] Morían en el tormento, más amargo por los insultos y escarnios. Algunos fueron clavados en cruces, otros cosidos en pieles de fieras y arrojados a la rabia de los perros; y otros, bañados con sustancias combustibles, servían de luminarias en la oscuridad de la noche. Se destinaron los jardines de Nerón para el infausto espectáculo, acompañado de carreras de caballos, y realzado con la presencia del emperador, que se mezclaba con el populacho en traje y ademán de carretero. Por cierto, el delito de los cristianos merecía ejemplar castigo; mas el odio público redundó en lástima, por el concepto de que se sacrificaban aquellos desventurados, no tanto por el bien general, como por la crueldad de un tirano celoso.»[1563] Cuantos estudian las revoluciones humanas advertirán que los jardines y el circo de Nerón en el Vaticano, mancillados con la sangre de los primeros cristianos, han alcanzado mucha mayor fama con los triunfos y los abusos de la misma religión perseguida. En el propio solar,[1564] un templo que aventaja con mucho las antiguas glorias del Capitolio fue encumbrado por los pontífices cristianos, quienes —derivando su derecho de señorío universal de un humilde pescador de Galilea— han sucedido en el trono a los Césares, imponen leyes a los bárbaros conquistadores de Roma y extienden su imperio espiritual desde la costa del Báltico hasta las playas del océano Pacífico.

Mas no pasemos de largo esta persecución neroniana sin manifestar ciertos reparos conducentes a aclararla y reflejar alguna luz sobre la historia inmediata de la Iglesia. 1) Los críticos más escépticos están obligados a aceptar la veracidad de este hecho extraordinario y la integridad de este decantado pasaje de Tácito. Lo corrobora el esmerado y puntual Suetonio, que expresa el castigo descargado por Nerón sobre los cristianos, secta que acababa de abrazar una superstición criminal.[1565] La cita se comprueba con la concordancia de los manuscritos más antiguos; con el estilo inimitable de Tácito; con su reputación, que resguardaba al texto de toda interpolación y fraude religioso; y con el contexto de su relato, que acusa a los primeros cristianos de horrendos atentados, sin insinuar que poseyesen alguna potestad mágica o milagrosa sobre los demás hombres.[1566] 2) Aunque es probable que Tácito naciese algunos años antes del incendio de Roma,[1567] sólo por lecturas y conversaciones pudo enterarse de un acontecimiento sucedido en su niñez. Estuvo esperando sosegadamente que su entendimiento madurase antes de darse al público, y tenía ya más de cuarenta años cuando su grato respeto a la memoria del virtuoso Agrícola le arrebató la primera de aquellas composiciones históricas que han de recrear e instruir a la posteridad más remota. Puesta a prueba su habilidad en la vida de Agrícola y la descripción de la Germania, ideó y por fin se dedicó a una ardua obra, la historia de Roma, en treinta libros, desde la caída de Nerón hasta el advenimiento de Nerva, cuya administración planteó un reinado de justicia y de prosperidad que reservó Tácito para tarea de su edad anciana;[1568] pero concentrado más y más en su asunto, al considerar acaso más relevante o menos arriesgado el historiar los vicios de tiranos anteriores que ponderar las virtudes del monarca reinante, decidió exponer en forma de anales los actos de los cuatro sucesores inmediatos de Augusto. Reunir, disponer y arreglar una serie de ochenta años, en aquella obra inmortal, cuyos renglones rebosan de observaciones profundas y pinceladas sublimes, era una empresa cabal para embargar el numen de Tácito por la mayor parte de su vida. En los postreros años de Trajano, mientras el monarca victorioso extendía el poder de Roma más allá de las antiguas fronteras, el historiador estaba retratando, en el segundo y el cuarto libros de sus anales, la tiranía de Tiberio;[1569] y debía haber ascendido al trono el emperador Adriano antes que Tácito, según la continuación natural de su obra, pudiese referir el incendio de la capital y la crueldad de Nerón para con los desventurados cristianos. Unos sesenta años después, al cronista le correspondía conformarse con la relación de los contemporáneos, pero era obvio para el filósofo el explayarse en el origen, el progreso y el carácter de la nueva secta, no tanto según las noticias o preocupaciones del siglo de Nerón, sino más bien con arreglo a las del tiempo de Adriano. 3) Tácito apela a veces a la curiosidad o las reflexiones de sus lectores para suplir las ideas o circunstancias intermedias que, por su extremada concisión, juzgó conveniente omitir. Podemos, pues, aventurarnos a discurrir alguna causa probable que dirigiese la crueldad de Nerón contra los cristianos de Roma, cuya inocencia y recogimiento debían escudarlos de sus iras, e incluso de sus noticias. Los judíos, que eran numerosos en la capital y estaban siendo acosados en su patria, eran mucho más notorios para suscitar sospechas en el emperador y en el pueblo; ni parece inverosímil que una nación vencida y que no ocultaba su aversión al yugo romano acudiese a medios infernales para saciar su venganza implacable. Sin embargo, los judíos tenían preferencia en palacio, y aun en el pecho del tirano; su esposa y manceba, la bella Popea, y un farsante íntimo suyo eran de la raza de Abraham y habían intercedido por el pueblo avasallado.[1570] Era forzoso aprontar en lugar suyo algunas otras víctimas, y estaba en sus manos señalar que, si bien los seguidores de Moisés eran inocentes del incendio de Roma, de su entorno había brotado una secta nueva y perniciosa de galileos, capaces de todo atentado. Bajo la denominación de galileos se confundían dos clases de sujetos absolutamente opuestos en costumbres y principios: los discípulos de Jesús de Nazaret[1571] y los extravagantes seguidores de Judas el Gaulonita,[1572] amigos los primeros y enemigos los segundos del linaje humano, y sólo se parecían en el mismo tesón que en defensa de su causa los hacía prescindir de muertes y tormentos. Los partidarios de Judas, incitadores de sus compatriotas a la rebelión, fenecieron luego bajo los escombros de Jerusalén, al tiempo que los de Jesús, conocidos bajo el nombre más sonado de cristianos, se desparramaron por todo el Imperio Romano. Era pues natural para Tácito, en tiempo de Adriano, atribuir a los cristianos el delito y los padecimientos que con mucha más verdad y justicia podía achacar a una secta cuya odiosa memoria yacía ya borrada. 4) No importa cómo se opine sobre esta conjetura (pues no pasa de tal), es evidente que tanto el efecto como la causa se ciñeron al recinto de Roma en esta persecución;[1573] que las máximas religiosas de los galileos o cristianos no se conceptuaron jamás causa de delito ni asunto de pesquisas, y, por cuanto la idea de sus padecimientos se conectó por mucho tiempo con la de la crueldad o la injusticia, la moderación de los demás príncipes los fue inclinando a no lastimar una secta acosada por un tirano, cuya saña se solía asestar contra la virtud y la inocencia.

Es necesario remarcar que las llamas de la guerra abrasaron casi al mismo tiempo el templo de Jerusalén y el Capitolio de Roma,[1574] y parece no menos extraño que el tributo destinado por la devoción al primero fuera utilizado, por la prepotencia de un vencedor engreído, para restablecer y realzar el esplendor del segundo.[1575] Los emperadores cobraban un impuesto personal a cada judío, y, por pequeña que fuese la respectiva cuota, el destino que se le daba y el sumo rigor de la exacción se conceptuaban de gravamen intolerable.[1576] Como los recaudadores abarcaban injustamente a muchos ajenos de la sangre y religión de los judíos, los cristianos, ocultos tantas veces a la sombra de la sinagoga, no podían librarse de la rapaz persecución. Ansiosos todos de evitar el menor asomo de idolatría, su conciencia les impedía contribuir al arreglo del demonio que usaba el disfraz de Júpiter Capitolino. Por cuanto muchos cristianos, aunque menguando siempre en número, eran todavía afectos a la ley de Moisés, sus esfuerzos por encubrir el origen judaico quedaban burlados con la probanza decisiva de la circuncisión;[1577] además, a los magistrados romanos no les preocupaba andar deslindando diferencias religiosas. Entre los cristianos acusados ante el tribunal imperial o, más probablemente, ante el procurador de Judea, se cuenta que comparecieron sujetos de noble cuna, y ciertamente más distinguida que la de todos los monarcas. Eran éstos los nietos de san Judas apóstol, hermano de Jesucristo.[1578] Sus pretensiones naturales al trono de David quizá les granjeaban el respeto del pueblo y causaban celos al gobernador; mas la llaneza de su vestimenta y la sencillez de sus contestaciones lo dejaron luego convencido de que ni estaban deseosos ni eran capaces de alterar el sosiego del Imperio. Confesaron sin tapujos su alcurnia regia y su parentesco inmediato con el Mesías, pero negaron toda mira temporal, y protestaron que aquel reino que fervorosamente estaban esperando era meramente espiritual y angélico. Interrogados acerca de sus bienes y ejercicio, mostraron sus manos encallecidas con el trabajo diario y manifestaron que subsistían gracias al cultivo de un pequeño terreno cercano a la aldea de Cocaba, de veinticuatro acres [9,7 ha] de extensión,[1579] de nueve mil dracmas (trescientas libras esterlinas) de valor. Los nietos de san Judas fueron despedidos con lástima y menosprecio.[1580]

Pero por más que el ocultamiento de la casa de David pudiera resguardarlos de los recelos de un tirano, el engrandecimiento de su propia familia alarmó el temple apocado de Domiciano, que sólo podía explayarse con la sangre de aquellos romanos a quienes temía u odiaba, o estimaba. De los dos hijos de su tío Flavio Sabino,[1581] el mayor fue procesado por traición, y el menor, llamado Flavio Clemente, debió su salvación a su torpeza.[1582] Apadrinó el emperador con gran predilección y por largo tiempo a tan inocente deudo, le concedió la mano de su propia sobrina Domitila, habilitó para la sucesión a los niños de aquel enlace, y dio al padre la investidura del consulado. Pero no bien hubo cesado en su magistratura anual, por un pretexto frívolo fue perseguido y ejecutado. Domitila fue desterrada a una isla yerma en la costa de Campania,[1583] y se formularon sentencias de muerte o de confiscación contra gran número de personas procesadas en la misma acta. Los delitos que se les imputaban eran el de ateísmo y el de costumbres judaicas;[1584] singular asociación de ideas que no acertarían a aplicarse sino a los cristianos, por cuanto magistrados y escritores contemporáneos los veían oscura e imperfectamente. En virtud de interpretación tan probable, y al admitir demasiado rápidamente las aprehensiones de un tirano como la evidencia de su honorable crimen, la iglesia ha colocado entre los primeros mártires a Clemente y Domitila y ha estigmatizado la crueldad de Domiciano con el nombre de segunda persecución; la cual, si es que merece este nombre, fue de duración muy breve. A pocos meses de la muerte de Clemente y del destierro de Domitila, Esteban, un liberto de esta última, que mereció el favor sin profesar positivamente la fe de su señora, asesinó al emperador en su palacio.[1585] El Senado condenó la memoria de Domiciano, anulando sus actos y levantando los destierros; y bajo el régimen apacible de Nerva, durante el cual se restablecieron los bienes y jerarquías a los inocentes, aun los más culpables lograron el indulto o evitaron el castigo.[1586]

II) Unos diez años después, en el reinado de Trajano, Plinio el Joven fue agraciado por su amigo y señor con el gobierno de Bitinia y Ponto. Rápidamente se vio él mismo empantanado para determinar la pauta equitativa y legal que debía conducirlo en el desempeño de un cargo tan repugnante a su ilustrada humanidad. Plinio nunca había presenciado actos judiciales contra los cristianos, cuyo nombre sólo había llegado a sus oídos, y se hallaba absolutamente a ciegas sobre la índole de su delito, el método para probarlo y el grado de su castigo. En tal perplejidad acudió, como solía, a la sabiduría de Trajano, con un informe imparcial —y con visos de favorable— acerca de la nueva superstición, rogando al emperador que tuviera a bien despejar sus dudas y guiar su ignorancia.[1587] Plinio había dedicado su vida a adquirir instrucción y a desempeñar los negocios. Desde los diecinueve años sobresalía en los tribunales de Roma,[1588] ocupaba su asiento en el Senado, había ascendido a cónsul y tenía contraídas un sinnúmero de relaciones, tanto en Italia como en las provincias. De su ignorancia, entonces, podemos derivar alguna información útil. Estamos seguros de que al aceptar el gobierno de Bitinia no mediaban leyes generales ni decretos del Senado vigentes contra los cristianos; que ni Trajano, ni ningún otro de sus antecesores virtuosos, cuyos edictos estaban incorporados en la jurisprudencia civil y criminal, habían manifestado sus intenciones acerca de la nueva secta, y que cualesquiera que fuesen los procedimientos actuados contra los cristianos, ninguno había de tanto peso y conclusión que formase antecedente y norma para el régimen de un magistrado romano.

La contestación de Trajano, a la que generalmente apelaron los cristianos posteriores, descubre cuanta justicia y humanidad cabe conciliar con las nociones equivocadas de la política religiosa.[1589] En vez de ostentar el afán implacable de un inquisidor, ansioso por descubrir hasta las partículas más tenues de la herejía y engreído con el número de sus víctimas, el emperador se muestra más preocupado por cuidar al inocente que por apresar al culpable. Se hace cargo de lo arduo del propósito, pero asienta dos reglas ventajosas para el alivio de los angustiados cristianos. Aunque encarga a los magistrados que castiguen a los legalmente condenados, les prohíbe con humana inconsecuencia toda pesquisa contra los supuestos criminales. Ningún magistrado puede proceder a partir de ningún tipo de delación, pues el emperador desecha las acusaciones secretas como ajenas a la equidad de su gobierno; y requiere indispensablemente, para el convencimiento del cargo de cristianismo, el testimonio positivo de un acusador honrado y patente. Es igualmente probable que los encargados de oficio tan aborrecible tenían que exponer los fundamentos de sus sospechas, y especificar (tanto con respecto al tiempo como al lugar) las reuniones secretas que el cristiano acusado frecuentaba, y evidenciar una parte de circunstancias que se ocultaban afanadamente a la vista de los profanos. Si lograban su intento, quedaban expuestos al encono de un partido grandioso y eficaz, a la crítica de la clase más culta de la gente y al oprobio que en todo tiempo y lugar lleva consigo el ejercicio de delator. Si, por el contrario, resultaban burlados en la empresa, les cabía una pena severa y tal vez capital, que, según una ley del emperador Adriano, se descargaba sobre cuantos imputaban falsamente a sus conciudadanos el delito de cristianismo. A veces, el afán de venganzas personales o supersticiosas sobrepasaría al miedo más natural de la afrenta o el peligro; pero seguramente tan imaginarias acusaciones no se entablaban inconsiderada y repetidamente entre los súbditos paganos del Imperio Romano.[1590]

El arbitrio que después se empleó para eludir la prudencia de las leyes suministra harta prueba de la eficacia con que enfrentaban las malas intenciones de la iniquidad solapada o de la saña supersticiosa. En una asamblea amplia y tumultuosa, los reparos del temor y del empacho, tan pujantes en cada individuo, enmudecen. El cristiano piadoso, según se mostraba deseoso o no de alcanzar la gloria del martirio, esperaba con ansia o con terror el retorno de las funciones y los festejos. Los vecinos de las ciudades populosas se agolpaban en los circos o teatros, donde las particularidades del sitio y de las ceremonias enardecían su devoción y extinguían su humanidad. Mientras el innumerable gentío, coronado de guirnaldas, embelesado con aromas, purificado con la sangre de las víctimas, cercado de aras y estatuas de sus deidades tutelares, se entregaba a los deleites que conceptuaba parte esencial de su culto, recapacitaba seguramente que los cristianos sólo eran los enemigos de los dioses del linaje humano y, con su ausencia y desconsuelo en aquellas grandiosas festividades, parecía que estaban insultando y compadeciendo el ocio general. Si el Imperio había sido acosado por alguna plaga reciente, como peste, hambre o guerra desventurada; si el Tíber o el Nilo se desbordaron con escasez o demasía; si se sacudió la tierra; si se alteró el orden de las estaciones, los supersticiosos paganos se convencían de que los delitos y la impiedad de los cristianos, contemplados por la benignidad excesiva del gobierno, habían por fin exasperado la ira divina. No cabían las formalidades judiciales para un populacho desenfrenado y enfurecido, y menos todavía podía asomar la compasión en un anfiteatro empapado en la sangre de las fieras y de los gladiadores. Alaridos desaforados de ciega muchedumbre pregonaban a los cristianos como enemigos de los dioses y los hombres, los sentenciaban a los tormentos más fieros y luego, al animarse a nombrar a algunos de los más conocidos en la nueva secta, exigían con vehemencia irresistible que los prendiesen sobre la marcha y los lanzasen a las fieras.[1591] Los gobernadores que presidían las funciones por las provincias solían halagar la inclinación del pueblo, cebando su saña con el sacrificio de algunas víctimas odiosas. Pero la sabiduría de los emperadores protegía a la Iglesia contra este clamor tumultuoso y estas acusaciones irregulares, que fundadamente denunciaban como opuestas a la entereza y a la equidad de su gobierno. Los edictos de Adriano y de Antonino Pío declaraban expresamente que nunca los clamores de la muchedumbre debían admitirse por testimonio legal para convencer o castigar a aquellos desventurados individuos que se arrebataban con el entusiasmo de los cristianos.[1592]

III) El castigo no era consecuencia forzosa del fallo condenatorio, y el cristiano cuyo delito quedaba más claramente comprobado por la declaración de testigos, y aun por confesión voluntaria, era todavía árbitro de su vida o muerte, pues no era tanto la culpa anterior como la resistencia actual la que indignaba al magistrado. A su parecer, el indulto era fácil, puesto que con sólo arrojar unos granos de incienso en el altar, se lo despedía del tribunal a salvo y con cumplidos. Se consideraba una obligación de un ser humano superior el esmerarse en desengañar antes de perseguir a tales ilusos. Según la edad, el sexo y la situación de los presos, se intentaba cuanto podía hacerles la vida más apetecible o la muerte más horrorosa; incluso se solía amonestarlos para que mostraran alguna compasión de sí mismos, de sus familias y de sus amigos.[1593] Al frustrarse amenazas y cargos, se solía acudir a la violencia; se enarbolaban azotes, se preparaba el tormento a falta de persuasiones, y se aplicaba el resto para doblegar tan inflexible y —en dictamen de los paganos— tan criminal tenacidad. Los antiguos apologistas del cristianismo, con tanta verdad como vehemencia, han censurado la conducta irregular de los perseguidores, quienes, contraviniendo todo principio de régimen judicial, acudían al tormento para recabar, no la confesión, sino la desmentida del cargo que se estaba haciendo.[1594] Los monjes de siglos posteriores, que en sus pacíficas soledades se dedicaron a variar las muertes y los padecimientos de los mártires primitivos, han ideado tormentos más agudos y acicalados. Han tenido a bien suponer particularmente que los magistrados romanos, prescindiendo de todo miramiento de moralidad y decoro, se esmeraban en sobornar a cuantos no lograban vencer, y que mandaban violentar irracionalmente a los que rechazaban la seducción. Se cuenta que mujeres piadosas, dispuestas a asumir la muerte, solían ser sentenciadas a una severa prueba, intimándolas a decidir cuál era su más alto valor, si su religión o su castidad. Los mancebos a cuyos licenciosos abrazos eran abandonadas se enardecían más y más a impulsos del juez, que los exhortaba a esforzarse por el honor de Venus contra la impía doncella que se negaba a quemar incienso en sus altares. Sin embargo, el violador resultaba frustrado, pues luego mediaba alguna potestad milagrosa que rescataba a la casta esposa de Cristo, aun del deshonor del vencimiento involuntario. En honor a la verdad, advertimos que los documentos más antiguos y auténticos de la Iglesia no suelen aparecer tiznados con tan indecorosas y extravagantes ficciones.[1595]

Este desvío absoluto de la verdad y de la verosimilitud en la representación de aquellos martirios primitivos procedía de una equivocación naturalísima. Los escritores eclesiásticos de los siglos IV y V achacaban a los magistrados de Roma el mismo grado de fervor implacable que rebosaba en sus propios pechos contra los herejes o idólatras de su tiempo. No es, pues, inverosímil que algunos sujetos encumbrados en los puestos preeminentes del Imperio siguiesen luego atendiendo a las preocupaciones de la ínfima plebe ni que la índole inhumana de otros pudiera adolecer de codicia o de resentimientos.[1596] Sin embargo, es cierto, y nos cabe citar las confesiones afectuosas de los primeros cristianos, que la mayor parte de los magistrados que ejercían por las provincias la autoridad del emperador o del Senado, quienes disponían del derecho de vida o muerte, se manejaban como sujetos de educación fina y estudiosa, que respetaban las reglas de la justicia y conocían los preceptos de la filosofía. Solían desentenderse del afán odioso de la persecución y de la denuncia, o apuntaban al acusado algún arbitrio legal para eludir los rigores de la ley.[1597] Siempre que les cabía la potestad arbitraria,[1598] la usaban mucho menos para atropellar que para favorecer y aliviar a la Iglesia acosada. Jamás condenaron a todos los cristianos que traían ante sus tribunales, y jamás sentenciaron a muerte a alguno de ellos, en general convencidos de su apego inflexible a la nueva superstición. En general se contentaban con los castigos moderados de cárcel, destierro o esclavitud en las minas;[1599] dejaban a sus desventuradas víctimas alguna razón para suponer que la prosperidad de algún acontecimiento —el ascenso al trono, el casamiento o el triunfo del emperador— otorgara algún perdón general. Parece que los mártires ajusticiados prestamente por los magistrados romanos fueron entresacados de los extremos más opuestos. Eran obispos o presbíteros, es decir, los sujetos más visibles entre los cristianos por su jerarquía y su influjo, cuyo ejemplo podía atemorizar a toda la secta;[1600] o bien eran la ínfima hez, especialmente esclavos, cuyas vidas eran de ningún valor en el dictamen general, y cuyos padecimientos no hacían mella en el ánimo de los antiguos.[1601] El docto Orígenes, quien por su experiencia y estudios se hallaba muy enterado de la historia de los cristianos, expresa terminantemente que era muy reducido el número de los mártires.[1602] Basta su autoridad para aniquilar aquella formidable hueste de mártires, cuyas reliquias, extraídas por lo más de las catacumbas de Roma, han surtido a tantas iglesias,[1603] y cuyos peregrinos prodigios forman el asunto de grandiosos volúmenes en las novelas sagradas.[1604] No obstante, puede explicarse y corroborarse el general aserto de Orígenes con el testimonio especial de su amigo Dionisio, quien, en la inmensa ciudad de Alejandría y bajo la persecución violenta de Decio, sólo cuenta diez hombres y siete mujeres ejecutados por estar profesando el nombre cristiano.[1605]

En aquella época de persecución, el apasionado, elocuente y ambicioso Cipriano estuvo gobernando la Iglesia, no sólo de Cartago, sino de toda África. Dotado de cuantos atributos le podían granjear el respeto de los fieles y engendrar las sospechas y el encono de los magistrados paganos, descollaba por su índole y su dignidad como blanco para la envidia y el peligro.[1606] La experiencia de vida de Cipriano demuestra que la fantasía ha exagerado la arriesgada situación de un obispo cristiano y que los peligros a los que estaba expuesto eran menos amenazadores que la temporal ambición en la carrera de los honores. Cuatro emperadores romanos —con sus familias, sus favoritos y sus allegados— murieron por la espada en sólo diez años; durante ese tiempo manejó la iglesia de África el elocuente obispo de Cartago. Sólo en el tercer año de su gobierno, por espacio de algunos meses, padeció fundados temores por los severos edictos de Decio, por la vigilancia del magistrado y por los alaridos de la muchedumbre que estaba clamando porque Cipriano, el caudillo de los cristianos, fuese arrojado a los leones. Aconsejaba la cordura el retraimiento temporal, y así se hizo. Se retiró a una vida clandestina, desde donde seguía comunicándose con el clero y su grey de Cartago; oculto hasta que pasó la tormenta, salvó la vida sin perder la autoridad ni la reputación. Sin embargo, su extremada cautela no escapó a la censura de los cristianos más enteros, quienes reprochaban una conducta que consideraban pusilánime y como una deserción criminal de sus sagradas funciones.[1607] La conveniencia de reservarse a las exigencias venideras de la Iglesia, el ejemplo de varios santos obispos[1608] y los divinos avisos que, según manifestó, solía recibir en extáticas visiones fueron las razones que alegó para separarse.[1609] Mas su mejor apología se cifra en la resolución gozosa con que asumió la muerte por la causa de su religión unos ocho años después. Se ha historiado su martirio con desusada sencillez e imparcialidad; por tanto, un extracto de sus circunstancias principales despejará el punto, mostrando el espíritu y las formalidades de las persecuciones romanas.[1610]

Cuando Valeriano era cónsul por tercera vez y Galieno por cuarta vez, Paterno, procónsul de África, intimó a Cipriano a comparecer ante su juzgado particular. Le informó allí del decreto imperial que acababa de recibir,[1611] para que cuantos habían dejado la religión romana volviesen inmediatamente a la práctica de las ceremonias de sus antepasados. Respondió Cipriano sin titubear que era cristiano y obispo, devoto en el culto de la verdadera y única Divinidad, a la cual tributaba diariamente sus plegarias por la salud y prosperidad de ambos emperadores, sus legítimos soberanos. Alegó modesta y confiadamente su privilegio de ciudadano para desentenderse de ciertas preguntas insidiosas, y en realidad ilegales, que le hacía el procónsul. Se pronunció sentencia de destierro contra Cipriano en castigo por su desobediencia, y fue inmediatamente enviado a Curubis, ciudad marítima y libre de Zeugitania, en situación amena y territorio fértil, a cuarenta millas [64, 37 km] de Cartago.[1612] El desterrado disfrutaba de una vida holgada y de la satisfacción de la virtud. Su reputación se extendía por África e Italia; se publicó una noticia de su conducta para edificación del mundo cristiano,[1613] y su soledad solía ser amenizada con cartas, visitas y congratulaciones de los fieles. Al llegar un nuevo procónsul a la provincia, pareció mejorar por algún tiempo la suerte de Cipriano. Se le levantó el destierro y, aunque no se le permitió volver a Cartago, le señalaron como lugar de residencia sus propios vergeles en la cercanía de la capital.[1614]

Finalmente, justo un año después[1615] del arresto de Cipriano, Galerio Máximo, procónsul de África, recibió la orden imperial de ejecutar a los doctores cristianos. El obispo, consciente de que sería uno de los seleccionados para primeras víctimas y acosado por la flaqueza humana, estuvo tentado de fugarse reservadamente y evitar así el peligro y el honor del martirio; pero luego recuperó toda la fortaleza que requería su posición, volvió a sus jardines y permaneció esperando resignadamente a los ministros de la muerte. Dos oficiales superiores, encargados de la ejecución, llevaron a Cipriano en un carruaje y, como el procónsul estaba ocupado, condujeron al preso, no a la cárcel, sino a una casa particular, que era la de uno de ellos. Se dispuso una cena opípara, como para agasajar al obispo, y se le permitió despedirse de los amigos, mientras se reunía en la calle una multitud de fieles, acongojados y asustados con el trance de su padre espiritual.[1616] Compareció por la madrugada ante el tribunal del procónsul, quien, después de haberse informado de la situación y del nombre de Cipriano, dispuso ofrecerlo en sacrificio, y lo conminó para que recapacitase sobre las consecuencias de su desobediencia. El tesón de Cipriano en su resistencia fue incontrastable y terminante; y el magistrado, luego de oír el dictamen de su consejo, falló con repugnancia su sentencia de muerte, expresada en el tenor siguiente: «Que Tascio Cipriano fuese inmediatamente degollado como enemigo de los dioses de Roma y como caudillo y promotor de una hermandad criminal, a la que había corrompido para resistir impíamente a las leyes de los sacratísimos emperadores, Valeriano y Galieno».[1617] El método de ejecutarlo fue el más suave y menos angustioso de cuantos se pueden imponer a un reo convencido de culpa capital: no medió el tormento para recabar del obispo de Cartago la retractación de sus principios o la delación de sus cómplices.

Proclamada la sentencia, surgió del inmenso auditorio de cristianos el grito general de «¡queremos morir con él!» en el mismo umbral del palacio. Ni ayudaron a Cipriano ni dañaron a ellos mismos aquellos ímpetus generosos de afán y cariño. Tribunos y centuriones se lo llevaron, sin resistencia ni desacato, al sitio de la ejecución, que era llano y anchuroso, en las cercanías de la ciudad, y repleto ya de gentío. Se permitió a los fieles presbíteros y diáconos acompañar a su santo obispo; lo ayudaron a quitarse el ropaje superior, tendieron lienzos por el suelo para contener la preciosa reliquia de su sangre, y recibieron su orden para entregar veinticinco piezas de oro al verdugo. El mártir se cubrió entonces el rostro con sus manos, y de un golpe cayó su cabeza separada del cuerpo. El cadáver quedó expuesto por algunas horas a la curiosidad de los paganos, mas por la noche fue recogido y trasladado, en procesión triunfal y con iluminación esplendorosa, al cementerio de los cristianos. Se celebraron públicamente las exequias de Cipriano sin la menor interrupción de parte de los magistrados romanos, y cuantos fieles manifestaron demostraciones a su persona y memoria quedaron libres de toda pesquisa y castigo. Hay que remarcar que, entre los muchos obispos que había en la provincia de África, Cipriano fue el primero que se consideró acreedor a la corona del martirio.[1618]

Era elección de Cipriano morir mártir o vivir apóstata; mas en la opción estribaba la alternativa del honor o la infamia. Aun cuando cupiese suponer que el obispo de Cartago se esmeró en profesar la fe cristiana como instrumento de avaricia o de ambición, estaba obligado a representar su papel,[1619] y, por escasa que fuese su fortaleza viril, debía exponerse a los tormentos más fieros, antes que, con un solo desliz, malograse el concepto de su vida entera para cargar con el aborrecimiento de sus hermanos íntimos y con el menosprecio del mundo pagano. Pero si campeaba el fervor de Cipriano con el convencimiento absoluto de la verdad de aquellas doctrinas que predicaba, la corona del martirio debió resultarle, más que aterradora, apetecible. No es fácil extraer alguna idea clara de las declamaciones vagas y elocuentes de los Padres de la Iglesia, ni deslindar el grado de gloria inmortal y de bienaventuranza que gallardamente estaban ofreciendo a cuantos dichosos llegaban a derramar su sangre por la causa de la religión.[1620] El fuego del martirio, según su concepción, llenaba todo vacío y purgaba todo pecado, pues, al paso que las almas de los cristianos vulgares tenían que purificarse trabajosamente, los sufrientes triunfadores ingresaban en el goce inmediato de la felicidad eterna, donde, en compañía de los patriarcas, apóstoles y profetas, reinaban con Jesucristo y obraban como asesores suyos en el juicio universal del género humano. La seguridad de duradero renombre sobre la tierra, móvil tan poderoso para nuestra vanagloria, solía estimular el valor de los mártires. Los honores que Roma y Atenas tributaban a todo ciudadano fenecido en la causa de su patria eran muestras muy exánimes de respeto en comparación del agradecimiento fervoroso y devoto que manifestaban los cristianos primitivos a los campeones de la fe. La conmemoración anual de sus virtudes y padecimientos era una sagrada ceremonia que devino luego en culto religioso. Entre los cristianos que confesaban declaradamente su creencia, aquellos que habían salido indemnes de los tribunales o cárceles de los magistrados paganos, como solía suceder, lograban el distintivo que correspondía a su martirio imperfecto y denuedo generoso. Las mujeres más timoratas acudían presurosamente a besar los grilletes que habían llevado y las llagas que les habían causado. A fuer de personas sagradas, sus decisiones eran oráculos, y solían abusar, por su engreimiento espiritual y desordenadas costumbres, del nombre que por su fervor e intrepidez se habían granjeado.[1621] Distinciones como éstas, a la vez que demuestran su esclarecido mérito, descubren el número escaso de quienes sufrieron y murieron por la profesión del cristianismo.

La moderación de la presente época ha de censurar más que celebrar, y ha de admirar antes que imitar aquel fervor de los primeros cristianos, que, según la expresión aguda de Sulpicio Severo, apetecían con mayor afán el martirio que sus contemporáneos un obispado.[1622] Las cartas que Ignacio fue escribiendo mientras lo llevaban aherrojado por las ciudades de Asia exhalan sentimientos muy ajenos al temple genial de la naturaleza humana. Amonesta seriamente a los romanos para que, cuando lo arrojen al anfiteatro, no acudan a mediar intempestivamente, escamoteándole así su corona de gloria, y pregona su ánimo de enfrentar y enfurecer las fieras que le lancen.[1623] Se cuentan historias del arrojo de los mártires que positivamente ejecutaron cuanto intentaba Ignacio, exacerbando la saña de los leones, aguijando al sayón para que adelantase su faena, brincando ufanamente a la hoguera encendida para él, y prorrumpiendo en raptos de regocijo y deleite en medio de las más horrorosas torturas. Se han conservado varios ejemplos de un afán impaciente con aquellas restricciones que providenciaban los emperadores para la seguridad de la Iglesia. Los cristianos solían suplir con su declaración voluntaria la falta de un acusador, prorrumpían desaforadamente en los actos públicos de los paganos,[1624] se arrojaban en tropel sobre el tribunal de los magistrados y los intimaban a voces para que pronunciasen e impusiesen la sentencia de la ley. Esta extraña conducta era muy notoria como para que no la advirtieran los filósofos antiguos, pero más bien les causaba asombro que aprecio. Inhábiles para enterarse de las causas que solían arrebatar a los creyentes fuera de los límites de la cordura y la racionalidad, consideraban aquel ahínco por morir como aborto de una desesperación tenaz, de insensibilidad irracional o de supersticioso frenesí.[1625] «¡Hombres desventurados!», exclamaba el procónsul Antonino a los cristianos de Asia. «¡Hombres desventurados! Si tan cansados estáis de vuestras vidas, ¿os faltan por ventura cuerdas y despeñaderos?»[1626] Antonino (como lo advierte un historiador piadoso e instruido) era muy cauteloso para castigar a hombres sin más acusador que ellos mismos; las leyes no prevenían casos tan impensados, y, si condenó a un corto número para escarmiento de los demás, despidió a la muchedumbre con enfado y menosprecio.[1627] En medio de este desvío real o aparente, el tesón de los fieles surtía efectos más saludables en aquellos pechos que naturaleza y gracia habían labrado para una fácil recepción de la verdadera religión. En estos trances dolorosos, había paganos que se condolían, celebraban y se convertían. Trascendía el sobrehumano entusiasmo del paciente al auditorio, y la sangre de los mártires, según una observación muy notoria, devino en la semilla de la Iglesia.

Sin embargo, aunque la devoción había encendido y la elocuencia seguía atizando esta llamarada en los ánimos, fue luego disminuyendo y el corazón humano abrigó esperanzas y miedos más naturales, como el amor a la vida, el temor a las incomodidades y el horror a la disolución. Los superiores más cuerdos de la Iglesia tuvieron que ir frenando los ímpetus desaforados de sus seguidores, al tiempo que desconfiaban de una constancia que a lo mejor se quebrantaba en la prueba.[1628] Cuanto menos austeras y trabajosas eran las vidas de los fieles, menos ansiaban los blasones del martirio, y los soldados de Cristo, en vez de sobresalir con heroicidades voluntarias, solían desertar de sus puestos, huyendo despavoridamente del enemigo que debían enfrentar. No obstante, había tres modos para librarse de los rigores de la persecución, que no adolecían del mismo grado de culpa: el primero concedía la inocencia; el segundo resultaba dudoso, o al menos de calidad venial; mas el tercero implicaba una apostasía directa y criminal de la fe cristiana. 1) Extrañaría sobremanera a un inquisidor moderno que, al denunciar ante un magistrado romano a un individuo de su jurisdicción recién convertido a la secta de los cristianos, se informaba de la acusación al interesado, y se le concedía plazo competente para arreglar sus negocios y disponer su contestación al cargo que se le hacía.[1629] Si desconfiaba de su propia tenacidad, tenía tiempo suficiente para poner a salvo su vida y honor con la fuga, de esconderse en algún paraje de su propia provincia o de otra lejana, donde podía quedarse sosegadamente esperando el regreso de la paz y la seguridad. Una disposición tan ajustada a la racionalidad mereció la aprobación expresa de los prelados más santos y al parecer disgustó a pocos, excepto a los montanistas, que se dispararon hasta la herejía por su estrecho arrimo a la antigua disciplina.[1630] 2) Los gobernadores de provincia, que tenían más de codiciosos que de paganos, autorizaron la práctica de vender certificaciones (llamadas libelos) para acreditar que los interesados habían cumplido con la ley, ofreciendo sacrificios a las divinidades romanas. Presentando estos falsos testimonios, el cristiano acaudalado y medroso callaba al maligno delator y conciliaba a su modo su seguridad con la religión. Una leve penitencia lavaba el pecado de aquel profano disimulo.[1631] 3) En toda persecución abundaban los cristianos indignos que renegaban de la fe que profesaban y corroboraban la ingenuidad de su desvío con actos legales de quemar incienso u ofrecer sacrificios. Algunos de estos apóstatas se habían rendido a la primera intimidación o exhorto del magistrado, al paso que otros se habían doblegado a los rigores del tormento. El despavorido semblante de algunos retrataba su remordimiento interior, mientras otros iban airosa y despejadamente a los altares de los dioses.[1632] Mas el disfraz que había impuesto el sobresalto volaba tras el peligro, pues cuando se relajaba la persecución, miles de penitentes llorosos llegaban a los umbrales de las iglesias, abominaban de su medrosa capitulación y solicitaban con igual ardor, aunque con diverso éxito, su readmisión en la sociedad cristiana.[1633]

IV) A pesar de las reglas generales establecidas para la condena y el castigo de los cristianos, la suerte de esta secta en tan grandioso y arbitrario gobierno dependía en gran parte de su propia conducta, de las circunstancias y de la índole del jefe supremo o de los subalternos. A veces el apasionamiento podía enfurecer y la cordura calmar la saña supersticiosa de los paganos. Varias eran las causas que templaban o exacerbaban la ejecución de las leyes, pero, la más poderosa era su miramiento, no sólo a los edictos públicos, sino al ánimo reservado del emperador, cuya mirada bastaba para encender o apagar las hogueras de la persecución. Cuando aumentaba la severidad en varias partes del Imperio, los cristianos primitivos lloraban y tal vez magnificaban sus propios padecimientos; mas el número decantado de las diez persecuciones lo determinaron los escritores eclesiásticos del siglo V, que tuvieron una mirada más clara de las prosperidades o fracasos de la Iglesia desde el siglo de Nerón hasta el de Diocleciano. Los ingeniosos paralelos de las diez plagas de Egipto y de las diez astas del Apocalipsis les suministraron desde luego este cómputo, y en su aplicación de la fe en la profecía a la verdad de la historia se esmeraron en ir entresacando los reinados más hostiles para la causa cristiana.[1634] Pero estas persecuciones pasajeras resultaban provechosas para reinflamar el fervor y restablecer la disciplina de los feligreses; y las temporadas de gran rigor quedaban más que compensadas con los intervalos dilatados de paz y desahogo. La indiferencia de algunos príncipes y la condescendencia de otros franqueaban a los cristianos, la tolerancia, tal vez no legal, pero sí pública y efectiva, de su religión.

La Apología de Tertuliano ofrece dos ejemplos muy antiguos, singulares pero sospechosos, de clemencia: los edictos publicados por Tiberio y por Marco Antonino, dirigidos no sólo a escudar la inocencia de los cristianos, sino a pregonar aquellos milagros asombrosos que testimoniaban la verdad de su doctrina. El primero de los dos casos adolece de problemas harto incómodos para un ánimo escéptico.[1635] Nos instan a creer que Poncio Pilato dio parte al emperador de la injusta sentencia de muerte que había pronunciado contra una persona inocente, y, según parecía, divina; que se exponía al peligro del martirio sin granjearse aquel merecimiento; que Tiberio, menospreciador de toda religión, ideó enseguida colocar al Mesías judío entre los dioses de Roma; que el rendido Senado se animó a desobedecerlo; que Tiberio, en vez de llevar a mal aquella resistencia, se contentó con resguardar a los cristianos contra el rigor de las leyes, muchos años antes de que éstas se expidiesen, o antes de que la Iglesia se distinguiera como tal o existiese; y, por último, que la memoria de aquella particularidad tan extraordinaria se conservaba en los archivos más públicos y auténticos, que se ocultó a las pesquisas de historiadores griegos y romanos y se abrió a un cristiano africano que compuso su apología ciento sesenta años después de la muerte de Tiberio. Se supone que el edicto de Marco Antonino había sido parte de su devoción y gratitud por su rescate milagroso en la guerra contra los marcomanos. El conflicto de las legiones, la tormenta de lluvia y granizo, de truenos y relámpagos, y el asombro y derrota de los bárbaros han sido celebrados por la elocuencia de varios escritores paganos. Si había cristianos en el ejército, es muy natural que se atribuyese algún mérito a las fervorosas plegarias que en el trance habían pronunciado por su propia salvación y la del Estado. Sin embargo, no consta por los monumentos de bronce y mármol, por las medallas imperiales y por la columna Antonina, que ni el príncipe ni el pueblo se hiciesen cargo de favor tan notorio, puesto que unánimemente agradecían su redención a la providencia de Júpiter con la mediación de Mercurio. Marco, durante todo su reinado, menospreció a los cristianos como filósofo y los castigó como soberano.[1636]

Por una extraña fatalidad, la opresión que padecieron con un príncipe virtuoso cesó con la llegada de un tirano, y, como sólo a ellos cupo la injusticia de Marco, sólo ellos fueron protegidos por la blandura de Cómodo. La famosa Marcia, su concubina predilecta, y quien finalmente ideó la muerte de su amante imperial, era entrañablemente afecta a la Iglesia atribulada, y, como le resultaba imposible conciliar la práctica de sus vicios y el cumplimiento del Evangelio, ella deseaba compensar las flaquezas de su sexo y su profesión declarándose madrina de los cristianos.[1637] Bajo su graciosa protección estuvieron a salvo los trece años de tan violenta tiranía; luego, cuando la casa de Severo estuvo instalada en el trono, se estrecharon íntima y honoríficamente con la nueva corte. El emperador se persuadió de que en una dolencia peligrosa había logrado algún alivio, ya físico, ya espiritual, gracias al santo óleo con que lo había ungido uno de sus esclavos, y así trató siempre con especial aprecio a varias personas de ambos sexos que profesaban la nueva religión: la nodriza y el ayo de Caracalla eran cristianos, y si tal vez asomó en aquel príncipe algún rasgo de humanidad, fue todo debido a un incidente, aunque de poca entidad, relacionado con la causa del cristianismo.[1638] El ímpetu popular se contuvo bajo el reinado de Severo, medió tregua en las leyes antiguas y rigurosas, y los gobernadores en las provincias se daban por pagados con un agasajo anual de las iglesias de su jurisdicción, como precio o tributo de su moderación.[1639] La contienda sobre el plazo preciso para celebrar la Pascua contrapuso entre sí a los obispos de Asia y de Italia, y se consideró como el asunto predominante de aquella temporada de ocio y sosiego[1640] No se alteró la paz de la Iglesia, hasta que el incremento de los convertidos llamó la atención e indispuso el ánimo de Severo. Para detener el raudal, publicó un edicto, que, si bien comprendía tan sólo a los recién convertidos, su ejecución estricta implicaba el peligro de castigo para los maestros y misioneros más celosos. En esta persecución suave se puede advertir el sistema bondadoso de Roma y del politeísmo, en el que se admitían llanamente las disculpas de cuantos practicaban las ceremonias de la religión paterna.[1641]

Caducaron las leyes de Severo al tiempo que su autoridad, y se calmó la tormenta pasajera para los cristianos por espacio de treinta y ocho años (desde 211 hasta 249).[1642] Hasta esa época siempre solían celebrar sus juntas en casas privadas y sitios ocultos. A partir de entonces se les permitió construir y consagrar edificios específicamente para el culto religioso,[1643] incluso en la misma Roma, para el provecho de la hermandad, y desempeñar las elecciones de sus ministros eclesiásticos pública y ejemplarmente para merecer el respeto de los gentiles.[1644] Suma dignidad acompañó a tan dilatado sosiego de la Iglesia.

Para los cristianos, los reinados de príncipes de alcurnia asiática siempre fueron extremadamente favorables, y los personajes de la secta, en vez de tener que implorar el apoyo de un esclavo o de una manceba, frecuentaban el palacio bajo el honrado concepto de sacerdotes y filósofos, y sus doctrinas misteriosas, divulgadas entre la plebe, fueron atrayendo imperceptiblemente la curiosidad de los soberanos. Al pasar por Antioquía, la emperatriz Mamea se mostró deseosa de conversar con el reconocido Orígenes, cuya fama sonaba en todo el Oriente por su religiosidad y su instrucción. Cumplió Orígenes con tan halagadora invitación, y, aunque no logró convertir a esa mujer tan artera y ambiciosa, ella escuchó placenteramente sus expresivos exhortos y lo despidió decorosamente hacia su retiro de Palestina.[1645] Alejandro siguió los sentimientos de su madre Mamea, y su devoción filosófica adquirió un miramiento especial, pero indiscreto, por la religión cristiana. Colocó en su oratorio doméstico las estatuas de Abraham, de Orfeo, de Apolonio y de Cristo, en honor de los respetables varones que habían ido enseñando a los hombres los diferentes modos de rendir vasallaje a la Divinidad suprema y universal.[1646] En su interior se profesaba y practicaba otra fe y otro culto más puros. Tal vez por primera vez, obispos fueron escuchados en su corte; y luego de la muerte de Alejandro, cuando el inhumano Maximino descargaba sus ímpetus contra los favoritos y sirvientes de su desventurado benefactor, fenecieron en la matanza un sinnúmero de cristianos de todas las clases y de ambos sexos, por cuya razón se la llamó, aunque impropiamente, persecución.[1647]

A pesar de la cruel índole de Maximino, las consecuencias de su encono contra los cristianos quedaron sin trascendencia para lejanos países, y el fervoroso Orígenes, proscrito como víctima sagrada, se reservó como portador de las verdades evangélicas al oído de los monarcas.[1648] Escribió varias cartas edificantes al emperador Filipo (año 244), a su esposa y a su madre, y luego de que aquel príncipe, nacido en los confines de la Palestina, usurpó el cetro imperial, los cristianos se ganaron un amigo y un protector. La predilección pública y parcial de Filipo por la nueva secta y su respeto invariable a los ministros de la Iglesia dieron forma a la sospecha, harto general por entonces, de que el mismo emperador era uno de los convertidos,[1649] y sirvió de cimiento a la fábula, que se inventó luego, de que se limpió, por medio de la confesión y la penitencia, de su culpa por matar a su inocente antecesor[1650] (año 249). La caída de Filipo y el cambio de amos introdujeron un nuevo sistema de gobierno, tan opresivo para los cristianos que su antiguo estado, desde el tiempo de Domiciano, parecía de absoluta libertad y seguridad en comparación con las tropelías que padecieron en el breve reinado de Decio.[1651] Las virtudes de este príncipe impiden suponer que actuaba con resentimiento contra los predilectos de su antecesor; resulta más creíble que, en tanto deseaba rehacer las costumbres romanas, ansiaba despejar el Imperio de la que él suponía maleza, la nueva y criminal superstición. Fueron castigados con destierro o muerte los obispos de las ciudades principales; la vigilancia de los magistrados, durante dieciséis meses, evitó las elecciones del clero de Roma; y los cristianos opinaban que seguramente el emperador toleraría más un competidor para la púrpura que un obispo en la capital.[1652] Si cupiese suponer que la perspicacia de Decio develara suma soberbia bajo el disfraz de humildad, o que podía prever que imperceptiblemente iría despuntando sobre las muestras de la autoridad espiritual el señorío civil, extrañaríamos menos que considerase a los sucesores de san Pedro como los más formidables competidores de los de Augusto.

El régimen de Valeriano se distinguió con liviandades e inconsecuencias, demasiado impropias para la gravedad de un censor romano. Al principio de su reinado aventajó en clemencia a cuantos príncipes se mostraron más afectos a la fe cristiana; pero en los últimos tres años y medio, llevado por los chismes de un ministro adicto a las supersticiones egipcias, se atuvo a las máximas e imitó la severidad de su antecesor Decio.[1653] El ascenso de Galieno, que acrecentó las calamidades del Imperio, restableció la paz de la Iglesia, y los cristianos lograron la libertad para ejercer su religión por un edicto expedido a los obispos en términos que al parecer reconocían su ministerio como cargo público.[1654] Aunque sin revocación formal, las leyes antiguas cayeron en el olvido, y, fuera de algunos intentos opuestos que se achacaron al emperador Aureliano,[1655] los discípulos de Cristo disfrutaron más de cuarenta años de prosperidad, mucho más dañinos para sus virtudes que los trances más amargos de la persecución.

La historia de Pablo de Samosata, que fue obispo de la metrópolis de Antioquía (año 260), mientras Oriente estaba en manos de Odenato y Zenobia, ilustrará la situación y los pormenores de aquel tiempo. La opulencia de aquel prelado estaba pregonando su culpa, pues ni procedía de herencia ni de industria honesta, pero el ministerio de la iglesia le era en extremo productivo.[1656] Su jurisdicción eclesiástica era venal y rapaz; solía desangrar a sus feligreses pudientes y se apropiaba de gran parte de las rentas públicas. Los gentiles veían con malos ojos a la religión cristiana por su boato y engreimiento. Su estancia de consejo, su trono, la esplendidez con que se presentaba ante el público, el tropel de suplicantes que aspiraban a su atención, el sinnúmero de cartas y memoriales a los que dictaba sus respuestas y los incesantes negocios en que estaba envuelto eran más propios de la ostentación de un magistrado civil[1657] que de la humildad de un obispo primitivo. Paulo arengaba a su pueblo desde el púlpito con un lenguaje figurado y con los ademanes teatrales de un sofista asiático, mientras retumbaba la catedral con estruendosas y extravagantes aclamaciones en alabanza de su elocuencia sobrehumana. Se inflamaba inexorablemente el arrogante prelado de Antioquía contra quien osaba oponerse a su poderío o desairar su vanagloria, pero relajaba la disciplina y prodigaba los tesoros de la iglesia en su clero, imitador de su jefe en los regalos y arreglos de la sensualidad. Paulo se liberaba holgadamente en los banquetes y albergaba en su palacio episcopal a dos beldades, compañeras inseparables de sus ratos de ocio.[1658]

En medio de vicios tan escandalosos, si Paulo de Samosata se atuviera a la fe pura, su reino en la capital de Siria hubiera durado tanto como su vida (año 270), y si hubiese sobrevenido oportunamente alguna persecución, con cierto esfuerzo quizás hubiera obtenido un lugar entre los santos y los mártires. Algunos delicados y sutiles errores, que adoptó indiscretamente y defendió con terquedad, acerca de la Trinidad sacrosanta alborotaron e indispusieron a las iglesias orientales.[1659] Los obispos, desde Egipto hasta el mar Negro, se armaron y movilizaron. Se celebraron concilios, se publicaron impugnaciones, se pronunciaron excomuniones, se aceptaron y desecharon alternativamente explicaciones, se ajustaron y rompieron tratados, y, finalmente, Paulo de Samosata fue destituido de su carácter episcopal por sentencia de setenta u ochenta obispos, reunidos para tal propósito en Antioquía, quienes, sin atender a los fueros del clero o del pueblo, nombraron sucesor por su propia autoridad. El desafuero patente de este procedimiento acrecentó al bando descontento, y como Paulo no era extraño en ardides palaciegos y se había ganado la predilección de Zenobia, siguió conservando por cuatro años largos la posesión del palacio y el empleo episcopal. Sin embargo, la victoria de Aureliano cambió la situación en Oriente, y ambos partidos contrapuestos, que se lanzaban mutuamente acusaciones de cisma y herejía, tuvieron que ventilar su causa ante el tribunal del vencedor. Pleito tan público y extraño demuestra que la existencia, los bienes, los privilegios y la policía interna de los cristianos estaban reconocidos, si no por las leyes, al menos por los magistrados del Imperio. Pagano y soldado, mal podía Aureliano terciar en la contienda sobre si el dictamen de Paulo o el de sus contrarios era la norma de la verdadera fe; sin embargo, su fallo estuvo fundado en los principios de la equidad y de la razón (año 274). Consideraba a los obispos de Italia como los jueces más imparciales y respetables de la cristiandad, y, al enterarse de que habían aprobado unánimemente la sentencia del concilio, se conformó con su dictamen y enseguida expidió órdenes terminantes para precisar a Paulo a dejar las posesiones temporales de que legalmente lo desposeían sus hermanos. Mas al celebrar la justicia de Aureliano, no hay que desatender su política, que se esmeraba en reintegrar la dependencia de las provincias a la capital por cuantos medios dispusiera para afianzarla, de acuerdo con los intereses o prejuicios de parte de sus súbditos.[1660]

En medio de las repetidas revoluciones del Imperio, los cristianos florecían en paz y prosperidad, y a pesar de la época tan celebrada de mártires al entronizarse Diocleciano,[1661] el nuevo sistema político, planteado y sostenido por la sabiduría de aquel príncipe, continuó por espacio de más de dieciocho años (desde 284 hasta 303), con una moderada tolerancia en materia religiosa. Los objetivos de Diocleciano eran más bien bélicos y administrativos que teóricos y especulativos. Su prudencia lo disuadía de innovaciones, y, aunque su carácter daba poca cabida a los arrebatos del entusiasmo, conservó siempre su habitual respeto a los númenes del Imperio. Pero el ocio de ambas emperatrices, su esposa Prisca y su hija Valeria, les permitía atender a las verdades del cristianismo, que en todas las épocas debe agradecer a las importantes obligaciones de la devoción femenina.[1662] Los principales eunucos, Luciano[1663] y Doroteo, Gorgonio y Andrés, que servían al emperador y gobernaban su casa, protegían poderosamente la fe que habían abrazado. Siguieron su ejemplo los principales empleados de palacio, que en sus respectivos ramos tenían a su cargo galas, alhajas, adornos, muebles, y hasta el tesoro particular del emperador; y, aunque a veces les era indispensable acompañarlo cuando sacrificaba en el templo,[1664] disfrutaban sin embargo, junto a sus consortes, hijos y esclavos, el ejercicio libre de la religión cristiana. Diocleciano y sus colegas solían agraciar con destinos importantes a sujetos que aborrecían el culto de los dioses, con tal que los acompañase el debido desempeño para el servicio del Estado. Los obispos disfrutaban un decoroso señorío en sus provincias, y tanto el pueblo como los magistrados los trataban con miramiento y distinción. Las iglesias comenzaron a resultar pequeñas en casi todas las ciudades para contener el redoblado aumento de convertidos, y se fueron levantando edificios más grandiosos y de mayor capacidad para el culto público de los feligreses. La corrupción de las costumbres, tan expresivamente llorada por Eusebio,[1665] puede conceptuarse, no sólo como consecuencia, sino como prueba de la libertad de que los cristianos gozaban y abusaban en el reinado de Diocleciano. La prosperidad había relajado la tirantez de la disciplina, por lo que descollaban el engaño, la envidia y la maldad en todas sus congregaciones. Los presbíteros aspiraban al cargo episcopal, que cada día resultaba una meta muy apetecible para su ambición. Los obispos, lidiando mutuamente por su preeminencia eclesiástica, se afanaban tras el poderío seglar y tiránico en la Iglesia; y la viva fe que aún distinguía a los cristianos de los gentiles se exponía más bien en sus escritos y controversias que en la práctica de sus vidas.

En medio de este aparente sosiego, todo observador atento puede ver algunos síntomas de persecución más violenta contra la Iglesia que cuantas había padecido hasta entonces. El afán y los progresos de los cristianos despertaron a los politeístas de aquella indiferencia en la causa de unas deidades que la costumbre y la educación les habían enseñado a reverenciar. Se hostilizaban mutua y religiosamente hacía más de doscientos años, y la contienda era cada vez más enconada. La temeridad de la nueva y oscura secta irritaba a los paganos, pues tildaba de descarriados a sus compatriotas y condenaba a la desdicha eterna a sus antepasados. El hábito de justificar la mitología popular contra los ataques de un enemigo implacable engendró en sus pechos algunos sentimientos de veneración y fe por un sistema que se habían habituado livianamente a desatender. Las potestades sobrenaturales con que se ufanaba la Iglesia infundían al propio tiempo terror y competencia. Los seguidores de la religión establecida se escudaban tras el mismo antemural de portentos, idearon métodos nuevos de sacrificio, descargo e iniciación;[1666] se esmeraron en robustecer sus moribundos oráculos;[1667] y escuchaban ansiosamente a todo impostor que lisonjease sus preocupaciones con algún relato de maravillas.[1668] Ambos partidos, al parecer, daban por supuesta la verdad de cuantos prodigios alegaban los contrarios, y, contentándose con achacarlos a brujerías endiabladas, se mancomunaban para restablecer y arraigar el reinado de la superstición.[1669] La filosofía, su enemiga más peligrosa, se había trocado ahora en su aliada. Desiertos se hallaban los bosquecillos de la Academia, los jardines de Epicuro, el pórtico de los estoicos y las demás escuelas de escepticismo e impiedad;[1670] y hasta opinaron muchos romanos que los escritos de Cicerón debían condenarse y eliminarse por disposición del Senado.[1671] La secta predominante de los neoplatónicos tuvo la prudencia de asociarse con el sacerdocio, al cual menospreciaba, contra los cristianos, a quienes temía con fundamentos. Estos filósofos presumidos llevaron adelante su intento de extraer sabiduría alegórica de las ficciones poéticas de los griegos; instituyeron ritos misteriosos y devotos para el uso de sus alumnos selectos, recomendaron el culto de los antiguos dioses, como emblemas o ministros de la Deidad Suprema, y compusieron esmeradamente varios tratados contra la fe del Evangelio,[1672] arrojados luego a las llamas por la prudencia de los emperadores ortodoxos.[1673]

Aunque la política de Diocleciano y la humanidad de Constancio los inclinaban a conservar inviolable el sistema de la tolerancia, se vio luego que sus dos socios, Maximiano y Galerio, abrigaban la inquina más extremada al nombre y la religión de los cristianos. La ciencia jamás iluminó el ánimo de aquellos príncipes, ni la educación ablandó su temperamento. Los encumbró la espada, y en la cima de su fortuna seguían sosteniendo sus prejuicios supersticiosos de soldados y labriegos. En cuanto al régimen general de las provincias, obedecían las leyes promulgadas por su benefactor; mas solían aprovechar las coyunturas para ejercitar persecuciones secretas en sus palacios[1674] y campamentos, puesto que el celo indiscreto de los cristianos les suministraba a veces aparentes pretextos. Fue condenado a muerte el joven africano Maximiliano, quien había sido presentado por su padre ante el gobernador como hábil recluta, pero que se empeñó en declarar que su conciencia no le permitía abrazar la profesión de soldado.[1675] Un gobierno no puede tolerar sin reparo la acción del centurión Marcelo: en medio de una gran festividad arrojó el cinto, las armas y las insignias de su jerarquía, y gritó a viva voz que a nadie obedecería sino a Jesucristo, el Rey eterno, y que se despedía para siempre del uso de las armas carnales y del servicio de un juez idólatra. Vueltos en sí los soldados del primer asombro, apresaron a Marcelo. Lo examinó en la ciudad de Tingis el presidente de aquella parte de Mauritania, y, condenado por su propia confesión, fue sentenciado y degollado por el delito de deserción.[1676] Tales ejemplos corresponden más bien a la ley civil o militar que a persecución religiosa, pero destemplaban en extremo el ánimo de los emperadores y sinceraban los rigores de Galerio, que expulsó a un gran número de oficiales cristianos de sus empleos; y robustecían el concepto de que unos entusiastas, que estaban pregonando máximas tan opuestas al bien público, resultaban súbditos inservibles y peligrosos para el Imperio.

Luego de que la guerra pérsica incrementara su reputación, Galerio pasó el invierno con Diocleciano en el palacio de Nicomedia, y estuvieron discutiendo reservadamente la suerte de los cristianos.[1677] El emperador maduro propendía siempre a la clemencia, y, aunque aceptó excluir siempre a los cristianos de todo empleo palaciego y militar, insistió en el peligro y la crueldad de andar derramando la sangre de aquellos fanáticos. Finalmente, Galerio logró el permiso para convocar un consejo compuesto de pocos sujetos preeminentes en la milicia y en la administración del Estado. El punto trascendental se discutió en su presencia, y aquellos cortesanos ambiciosos comprendieron que debían secundar el ahínco del César con su elocuencia. Es de suponer que se explayaron en los puntos que más interesaban —la soberanía, la religiosidad y los miedos del emperador— para conseguir el exterminio del cristianismo. Quizá le plantearon que no sería posible la recuperación insigne del Imperio mientras se consintiera que un pueblo independiente subsistiera y se multiplicara en el corazón de las provincias. Los cristianos (podía alegarse especialmente), al abandonar a los dioses e instituciones de Roma, estaban constituyendo una república diferente, que podía ser aplastada antes que alcanzase algún poderío militar; pero que ya se estaba gobernando con sus leyes y magistrados propios, atesoraba públicamente caudales, y se unía estrechamente por todas partes gracias a las asambleas frecuentes de sus obispos, cuyas congregaciones, crecidas y opulentas, rendían ciega obediencia a sus decretos. Parece que tales argumentos doblegaron los reparos de Diocleciano para entablar un sistema nuevo de persecución; sin embargo, aunque cabe sospechar, no alcanzamos a explicar las intrigas de palacio, las miras y enconos peculiares, los celos de las mujeres y los eunucos, y todos aquellos móviles pequeños y poderosísimos que suelen arrollar la suerte de los imperios y los consejos de los monarcas más atinados.[1678]

Finalmente, se notificó a los cristianos la decisión del emperador, tras un invierno angustioso de expectativa por el resultado de tantas consultas secretas. El 23 de febrero de 303, día de la festividad de los Terminales,[1679] fue elegido para detener los progresos del cristianismo. Al rayar el día, el prefecto pretoriano,[1680] acompañado de varios generales, tribunos y tesoreros, se presentó en la iglesia principal de Nicomedia, situada sobre una loma en la parte más bella y populosa de la ciudad. Destrozaron las puertas, se abalanzaron sobre el santuario, y, como no encontraron ningún objeto visible de culto, tuvieron que contentarse con dar a las llamas los libros de la Sagrada Escritura. Tras los ministros de Diocleciano iba un cuerpo de guardias y zapadores, que marchaban en formación y pertrechados con cuanta herramienta se requiere para asolar las ciudades amuralladas. Tal fue su ahínco, que el sagrado edificio, más elevado que el palacio imperial y que estaba provocando celos a los gentiles, quedó arrasado en pocas horas.[1681]

Al día siguiente se publicó el edicto de persecución,[1682] y aunque Diocleciano, opuesto siempre al derramamiento de sangre, había refrenado los ímpetus de Galerio, quien propuso que se quemasen vivos sobre la marcha cuantos se negasen a ofrecer sacrificio, las crueldades ejecutadas contra la tenacidad de los cristianos fueron hechas efectivas violentamente. Se decretó que sus iglesias, en todas las provincias del Imperio, fueran arrasadas hasta los cimientos, y se impuso pena de muerte a cuantos osasen celebrar reuniones reservadas relativas a culto religioso. Los filósofos que tomaron a su cargo el indecoroso ministerio de dirigir el ansia ciega de la persecución habían estudiado esmeradamente el temple y la índole de la religión cristiana, y, como sabían que los fundamentos de la fe se suponían cifrados en los escritos de los profetas, de los evangelistas y de los apóstoles, probablemente dispusieron la orden de que los obispos y los presbíteros entregasen ante los magistrados sus libros sacrosantos para inmediatamente, bajo severísimas penas, quemarlos pública y solemnemente. Por el mismo edicto fueron confiscados también los bienes de la Iglesia, y sus diferentes partes se subastaron al mejor postor, se incorporaron al patrimonio imperial o se otorgaron a ciudades y gremios, e incluso a codiciosos cortesanos. Luego de ejecutar disposiciones tan terminantes para abolir el culto y derribar el régimen de los cristianos, se consideró preciso sujetar a trabajos forzados a los individuos reacios que siguiesen rechazando la religión natural romana. Sujetos de alta alcurnia fueron expulsados de sus empleos y perdieron sus honores, los esclavos fueron privados para siempre de su libertad, y el pueblo todo, declarado ilegal. Se autorizó a los jueces a oír y fallar toda demanda contra cristianos, quienes además no tenían derecho de denunciar los ultrajes que sufrían, de modo que los desventurados estaban expuestos a los rigores y excluidos del amparo de la justicia pública. Esta especie de martirio tan fatigoso y dilatado, tan oscuro e ignominioso, era quizás el más adecuado para vencer la constancia de los fieles: no cabe duda de que los intereses y anhelos de la gente impulsaban el ánimo de los emperadores. Mas la entereza del gobierno no pudo menos que amparar a veces a los cristianos acosados; no era posible que los príncipes romanos obviasen todo miedo a castigo y apoyasen delitos y tropelías, sin exponer su propio señorío y a los demás súbditos a todo tipo de obstáculos.[1683]

Este edicto estaba exhibido en el lugar más visible de Nicomedia; un cristiano lo desgarró y tiró inmediatamente, prorrumpiendo en violentos denuestos de menosprecio y abominación contra gobernantes tan impíos y tiránicos. El atentado, aun según las leyes más benignas, equivalía a traición y era digno de muerte, y si es cierto que el delincuente era sujeto de jerarquía y educación, eran circunstancias muy agravantes aun. Lo quemaron, o más bien lo asaron a fuego lento, y los ejecutores, con el afán de desagraviar al emperador de tamaño desacato, apelaron a todos los refinamientos de la tortura, sin doblegar un punto su tolerancia ni vencer la sonrisa insultante y despejada que, en medio de su agonía mortal, rayó siempre en sus labios. Aunque los cristianos confesaban que aquella conducta no concordaba con las leyes de la prudencia, celebraban el fervor sobrehumano de su fe, y las alabanzas descomedidas que tributaron a la memoria de su héroe y mártir encarnaron aún más el pavor y el odio en el ánimo de Diocleciano.[1684]

Sus miedos se agravaron ante los peligros de los que por poco escapó, pues en sólo quince días se incendió dos veces el palacio de Nicomedia, incluido el dormitorio mismo de Diocleciano; y, aunque en ambos casos se apagó sin que provocara demasiados daños, la repetición extraña del fuego se consideró prueba suficiente de que no habían ocurrido por casualidad o descuido. Obviamente, la sospecha recayó sobre los cristianos, y se sugirió, con algún grado de verosimilitud, que aquellos ilusos desesperados, incitados por sus padecimientos actuales y temerosos de inminentes desdichas, se habían mancomunado con sus hermanos de fe, los eunucos del palacio, contra la vida de ambos emperadores, a quienes detestaban como enemigos irreconciliables de la Iglesia de Dios.

Se enfurecieron todos los pechos, y más el de Diocleciano. Se encarcelaron sujetos distinguidos, ya por sus empleos, ya por la confianza que habían merecido; se practicaron tormentos diversos; y la ciudad y la corte se mancillaron con raudales de sangre.[1685] Mas, como nada se investigó del intento misterioso, parece que sólo nos cabe condolernos de la inocencia y admirar la resistencia de los sufrientes. Pocos días después, Galerio se marchó atropelladamente de Nicomedia y declaró que, si se hubiera quedado más en ese palacio desventurado, seguramente habría sido sacrificado por la saña de los cristianos. Los escritores eclesiásticos, de quienes únicamente sacamos la noticia parcial e incompleta de esta persecución, no aciertan a explicar los miedos y peligros de los emperadores. Dos de estos historiadores, un príncipe y un retórico, presenciaron el fuego de Nicomedia: uno lo achaca a un rayo y a la cólera divina, y el otro afirma que lo encendió la maldad del mismo Galerio.[1686]

Como el edicto contra los cristianos debía tener fuerza de ley para todo el Imperio, y Diocleciano y Galerio, aunque no podían esperar la anuencia, estaban seguros de la cooperación de los príncipes occidentales, parecería más corriente para nuestras ideas políticas que los gobernadores de todas las provincias tuvieran ya instrucciones reservadas para pregonar en el mismo día esta declaración de guerra en sus distritos respectivos. Se presume que la proporción de carreteras y postas facilitaba a los emperadores la comunicación de sus órdenes y pragmáticas desde su palacio de Nicomedia hasta los extremos del orbe romano, y que no pasarían cincuenta días antes de llegar a Siria, y cuatro meses hasta que se participase a las ciudades de África.[1687] Quizá deba atribuirse tanta demora al carácter cauteloso de Diocleciano, quien, al no estar demasiado de acuerdo con las disposiciones de aquella persecución, prefería ensayar y presenciar el resultado antes de aventurarse a los trastornos y pesares que irremediablemente habían de acarrear a las provincias remotas. Al principio se restringió a los magistrados que derramaran sangre, mas se les permitía con recomendación el uso de otros rigores contra los cristianos, aunque, resignados a la carencia de sus ostentosos templos, no podían resolverse a interrumpir sus juntas religiosas o a entregar sus libros sagrados a las llamas. La santa obstinación de Félix, obispo africano, parece que obstaculizó a los ministros subalternos del gobierno. El prohombre de la ciudad lo envió encadenado al procónsul, quien lo pasó al prefecto pretorio en Italia, y Félix, que ni siquiera quiso contestar desentendidamente, fue finalmente degollado en Venusia [actual Venosa Abulia], en Lucania, pueblo conocido por el nacimiento de Horacio.[1688] Este precedente, y quizás alguna concesión imperial ocasionada por él, parece que autorizó a los gobernadores de las provincias a condenar a muerte a los cristianos ocultadores de sus libros sagrados. Indudablemente, se valieron de esta coyuntura varios devotos para lograr la corona del martirio; mas hubo también muchos que compraron una vida ignominiosa con la manifestación y entrega en manos sacrílegas de la Sagrada Escritura. Gran número de obispos y presbíteros se acarrearon con esta condescendencia criminal el sobrenombre o apodo de traidores, y su culpa vino a redundar prontamente en gravísimo escándalo y en amarga discordia futura para la iglesia africana.[1689]

Los ejemplares y traducciones de la Escritura habían cundido tanto por el Imperio, que ni la investigación más diligente podía producir consecuencias infaustas, pues aun el sacrificio de los volúmenes que se guardaban en todas las hermandades para el uso público exigía el consentimiento de algún cristiano indigno y alevoso. Sin embargo, la destrucción de las iglesias se realizó sin problemas gracias a las disposiciones del gobierno y el afán de los paganos, aunque en algunas provincias los magistrados se contentaron con cerrar todos los santuarios. En otras cumplieron puntualmente con los términos del edicto: arrancaron puertas, bancos y púlpitos, después los quemaron en una hoguera fúnebre y demolieron por entero todos los edificios.[1690] Quizá corresponde a esta triste época una historia notable, pero referida con pormenores tan variados e inverosímiles, que sólo sirve para avivar, sin satisfacer, la curiosidad. En un pueblecillo de Frigia, cuyo nombre y situación ignoramos, parece que los magistrados y los vecinos estaban juntos profesando la fe cristiana, y como se sospechaba alguna resistencia para el cumplimiento del edicto, el gobernador de la provincia iba escoltado por un fuerte destacamento de legionarios. No bien llegaron los soldados, la gente se agolpó en la iglesia con ánimo de defenderla hasta el último trance. Rechazaron soberbiamente la intimación o permiso que se les daba de retirarse, hasta que la tropa, embravecida con su tenaz empeño, incendió por todas partes el edificio, y acabaron mediante este modo tan extraño de martirio a gran parte de frigios, con sus mujeres e hijos.[1691]

Sobrevinieron leves disturbios, contenidos inmediatamente, así en Siria como en la frontera de Armenia, y los enemigos de la Iglesia echaron mano de tan obvia coyuntura para insinuar que los obispos, con sus intrigas secretas, eran los fomentadores de aquellas turbulencias, olvidando ya aquellas protestas vistosas de obediencia rendida e ilimitada.[1692] Finalmente, Diocleciano, impulsado por sus enconos y miedos, traspasó los límites de la moderación que había conservado hasta entonces y pregonó en repetidos edictos su decisión de acabar con el nombre cristiano. El primero ordenaba a los gobernadores arrestar a todos los eclesiásticos, y las prisiones destinadas a los delincuentes más atroces rebosaron de obispos, presbíteros, diáconos, lectores y exorcistas. En el segundo se ordenó usar los métodos más severos para hacerles abandonar la odiosa superstición y obligarlos a volver al culto establecido de los dioses. Luego se extendió esta orden terminante a todos los cristianos, sometiéndolos a una general y violenta persecución.[1693] En vez de aquellas restricciones saludables que requerían el testimonio directo y solemne de un acusador, se hizo obligación para los empleados imperiales escudriñar, perseguir y atormentar a los fieles más indefensos. Se castigaba severamente a quienes osaban encubrir a los descarriados y proscritos contra la justa ira de los dioses y los emperadores; pero, en medio del rigor de esta ley, el denuedo virtuoso de varios paganos en ocultar a sus amigos o deudos suministra una prueba honorífica de que la saña supersticiosa no había arrancado de sus pechos los afectos de la naturaleza y de la humanidad.[1694]

Ya publicados los edictos contra los cristianos, como si quisiese traspasar a otros la abominación de la persecución, Diocleciano declinó la púrpura imperial. La índole y situación de sus compañeros y sucesores los obligaba a veces a extremar y a veces a suspender aquellas leyes violentas; no podemos formarnos un concepto cabal de aquella importante época de la historia eclesiástica sin hacernos cargo por separado del estado del cristianismo, en diferentes regiones del Imperio, en el plazo de los diez años que mediaron entre los primeros edictos de Diocleciano y la paz final de la Iglesia.

El carácter manso y humano de Constancio se oponía a todo atropellamiento de los súbditos. Los cristianos desempeñaban los cargos principales de su palacio; él amaba sus personas y apreciaba su fidelidad, y no le desagradaban sus principios religiosos. Pero mientras Constancio permaneció como César, en la segunda jerarquía, no podía desairar abiertamente los edictos de Diocleciano ni desobedecer a Maximiano. Sin embargo, su autoridad contribuyó a aliviar los padecimientos de que se condolía y abominaba. Consintió con repugnancia al derribo de las iglesias, pero se aventuró a apadrinar a los cristianos contra el desenfreno del populacho y la violencia de las leyes. Las provincias de Galia (entre las cuales probablemente podemos contar las de Britania) debieron el especial sosiego del que disfrutaron al amparo gentil de su soberano.[1695] Pero Daciano, el presidente o gobernador de Hispania, por política o por inclinación, se atuvo a la ejecución de los edictos públicos del emperador, y no a la propensión reservada de Constancio, y no cabe duda de que mancilló su régimen particular con la sangre de algunos mártires.[1696] La elevación de Constancio a la jerarquía suprema e independiente de Augusto les dio libre espacio a sus virtudes, y durante su corto reinado logró plantear un sistema de tolerancia cuyo mandato y norma dejó a su hijo Constantino. Este venturoso hijo, que desde el comienzo de su advenimiento se proclamó patrono de la Iglesia, mereció finalmente el nombramiento de primer emperador que profesó públicamente y estableció la religión cristiana. Los motivos de su conversión traían visos muy diversos de humanidad, de política, de convencimiento o de pesar; y los progresos de la revolución que bajo su poderoso influjo y el de sus hijos constituyeron al cristianismo como religión dominante del Imperio han de ser un capítulo interesante y fundamental en esta misma obra; mas por ahora apuntaremos solamente que cada victoria de Constantino acarreaba un blasón y provecho nuevo a la Iglesia.

Las provincias de Italia y África padecieron una persecución breve, pero intensa. Maximiano cumplió rigurosamente los edictos de su socio, quien odiaba considerablemente a los cristianos y se deleitaba en actos sangrientos. Se reunieron en Roma los dos emperadores para celebrar su triunfo el primer año de la persecución. Sus juntas reservadas dieron origen a varias leyes opresoras y la actividad de los magistrados fue incitada por la presencia de los mismos emperadores. Luego de que Diocleciano abandonara la púrpura, Italia y África quedaron bajo la administración de Severo, y desamparadas ante el encono implacable de su jefe Galerio. Entre los mártires de Roma, Adaucto no debe ser olvidado por la posteridad. De familia noble italiana, había ido ascendiendo por la escala de los empleos palaciegos hasta el de tesorero del patrimonio privado. Adaucto es recordado por haber sido el único sujeto importante que padeció la muerte en el curso de esta persecución general.[1697]

La rebelión de Majencio devolvió inmediatamente la paz a Italia y África, y el tirano, que atropelló a todas las demás clases de súbditos, se mostró equitativo, humano e incluso afecto a los cristianos. Contaba con su agradecimiento y cariño, y consideraba atinadamente que tanto agravio padecido y el peligro que siempre estaban recelando de su enemigo inveterado afianzarían la lealtad de un bando ya considerable por su número y sus riquezas.[1698] También la conducta de Majencio para con los obispos de Roma y Cartago comprueba su tolerancia, puesto que los príncipes más temerosos se han de atener al mismo sistema respecto al clero ya establecido. Marcelo, el primero de dichos prelados, había conmovido a la capital con motivo de las penas severas que iba imponiendo a muchísimos cristianos que durante la persecución precedente habían renegado o prescindido de su religión. El furor de bandos enfrentados acababa en sediciones repetidas y violentas. La sangre de los fieles era derramada por manos propias o contrarias, y el destierro de Marcelo, cuyo furor sobresalía más que su prudencia, pareció ser el único arbitrio para restablecer la paz a la desdichada Iglesia de Roma.[1699] Pareció todavía más reprensible la conducta del obispo de Cartago, Mensurio. Un diácono había publicado un libelo contra el emperador y se guareció en el palacio episcopal; aunque era muy anticipada la pretensión de entablar inmunidades eclesiásticas, el obispo se negó a entregarlo a los representantes de la justicia. Se lo citó a la corte, y en vez de imponerle sentencia de muerte o destierro, tras un breve interrogatorio, se le permitió regresar a su diócesis.[1700] Era tan afortunada la situación de los cristianos súbditos de Majencio, que para cubrir sus apetencias de reliquias de mártires, tenían que buscarlas en las diversas provincias de Oriente. Se cuenta la historia de Aglaé, dama romana, de alcurnia consular, y dueña de tan grande patrimonio que necesitaba para su manejo hasta setenta y tres sirvientes. Entre ellos, la confianza era toda de Bonifacio, y como Aglaé lograba hermanar la devoción con el cariño, se cuenta que vivían como esposos. Sus riquezas le permitían gratificar a los devotos, comprándoles preciosas reliquias de Oriente. Confió a Bonifacio una porción cuantiosa de oro y de aromas, y el amante, escoltado con doce jinetes y tres carros cubiertos, emprendió su remota romería hasta la ciudad de Tarso en Cilicia.[1701]

La índole sanguinaria de Galerio, autor primero y principal de la persecución, era muy aciaga para los cristianos que por desdicha vivían en sus dominios, y se supone que muchos de la clase media, que podían prescindir de riquezas y de apuros, desertaban con frecuencia de su patria para guarecerse en las regiones más apacibles de Occidente. Mientras estuvo reducido al mando de los ejércitos y provincias de Iliria, le era trabajoso hallar o hacer un gran número de mártires en un país belicoso que había albergado con más tibieza y despego a los misioneros del Evangelio que ninguna otra parte del Imperio.[1702] Pero cuando Galerio alcanzó la soberanía y el poder de Oriente, dio rienda suelta a su fervor y crueldad, no sólo en las provincias de Tracia y Asia, de su inmediata jurisdicción, sino también en las de Siria, Palestina y Egipto, donde Maximino estaba cebando su propia inclinación, obedeciendo rendida y esmeradamente los fieros mandatos de su benefactor.[1703] Las repetidas frustraciones de sus miras ambiciosas, la experiencia de seis años de persecución y los desengaños de la reflexión durante una dolencia dilatada y penosa embargaron el ánimo de Galerio, y por fin se convenció de que el ahínco más tenaz del despotismo era insuficiente para exterminar a todo un pueblo o sujetar sus preocupaciones religiosas. Ansioso de remediar el deterioro causado, pregonó en su nombre, en el de Licinio y en el de Constantino, un edicto general que, tras el esplendor de los dictados imperiales, hablaba en estos términos:

«Entre los ansiosos desvelos que han embargado nuestro ánimo para la conservación y prosperidad del Imperio, era nuestra voluntad reformar y restablecer todos los ramos según las leyes antiguas y la disciplina pública de los romanos. Ansiábamos especialmente desengañar y conducir por la senda de la razón y de la naturaleza a los ilusos cristianos, desertores de la religión y de las ceremonias instituidas por sus padres, y que menospreciando orgullosamente la práctica de la antigüedad, han inventado leyes y opiniones extravagantes según los sueños de su fantasía, y han formado una sociedad a través de varias provincias de nuestro Imperio. Los edictos que hemos publicado para fomentar el culto de los dioses expusieron a muchos cristianos al desamparo y al exterminio, muchos padecieron la muerte y muchos otros, que persistieron en su impío devaneo, fueron destituidos de todo ejercicio público de religión. Nos hallamos con ánimo de extender hasta esos desventurados los signos de nuestra clemencia. Por tanto, les permitimos profesar libremente sus opiniones privadas y reunirse en sus juntas sin miedo ni molestia, con tal que conserven su debido respeto a las leyes y al gobierno establecido. En otra proclama participaremos nuestros deseos a los jueces y magistrados, esperando desde luego que esta benignidad nuestra mueva a los cristianos a tributar sus plegarias a la divinidad que están adorando por nuestro bien y prosperidad, por el suyo y por el de la república.»[1704]

No es usual acudir a edictos y manifiestos para estudiar por su lenguaje la verdadera índole y el ánimo reservado de los príncipes; mas como estas palabras eran de un emperador moribundo, acaso su situación sirva de garantía para su sinceridad.

Al firmar Galerio su edicto de tolerancia, ya estaba asegurado que Licinio seguiría el ánimo de su amigo y benefactor, y que toda disposición favorable a los cristianos merecería la aprobación de Constantino. Sin embargo, el emperador no se animó a encabezar la proclama con el nombre de Maximino, quien, pocos días después, asumió el poder de las provincias de Asia y cuyo consentimiento era de gran importancia. Sin embargo, Maximino, en los primeros seis meses de su nuevo reinado, aparentó atenerse a los sensatos consejos de su antecesor; y aunque nunca se avino a resguardar el sosiego de la Iglesia con decretos, su prefecto pretorio, Sabino, expidió una circular a todos los gobernadores y magistrados de las provincias, donde se explayaba en la clemencia imperial, reconocía la terquedad indómita de los cristianos y encargaba a los oficiales de justicia que cesasen ya en sus persecuciones infructuosas y se despreocupasen de las asambleas secretas de aquellos ilusos; como consecuencia de estas disposiciones, liberaron de las prisiones y trajeron de las minas a crecido número de cristianos. Los confesores regresaron a sus países entonando himnos triunfales, y cuantos se habían postrado ante los ímpetus de la tormenta acudían llorosos y arrepentidos a clamar por su readmisión en el seno de la Iglesia.[1705]

Pero la tramposa bonanza se disipó pronto: los cristianos de Oriente no podían confiar de modo alguno en la índole de su soberano, pues crueldad y superstición eran dos pasiones dominantes de Maximino. La primera ofrecía los medios y la segunda, los objetos para sus violencias. El emperador era muy devoto de sus dioses, de la magia y de los oráculos. Honraba continuamente a los profetas y filósofos, a quienes reverenciaba como a favoritos del cielo, con el gobierno de las provincias, y los admitía en sus consejos. Ellos lo convencieron fácilmente de que los cristianos debían su triunfo a su afinada disciplina y que el politeísmo flaqueaba por falta de enlace y dependencia entre los ministros de la religión. Por ello se instituyó un sistema de gobierno según la norma del de la Iglesia. Se repararon y adornaron por orden de Maximino los templos en todas las ciudades populosas del Imperio, y los sacerdotes de las diversas deidades quedaron subordinados bajo la autoridad de un sumo pontífice, opuesto a los obispos, a fin de promover la causa del paganismo. Estos pontífices reconocían luego la jurisdicción suprema de los metropolitanos o sacerdotes máximos, que obraban como lugartenientes del mismo emperador. La vestimenta blanca era enseña de su dignidad. Estos prelados eran escogidos de las familias más nobles y opulentas. Con el influjo de los magistrados y del orden sacerdotal, se arreglaron un sinnúmero de rendidas representaciones, especialmente en las ciudades de Nicomedia, Antioquía y Tiro, que expresaban habilidosamente los notorios intentos de la corte como la opinión general del pueblo, solicitaban al emperador que acudiera más bien a las leyes justas que a los dictámenes de la clemencia, demostraban su aborrecimiento de los cristianos, y suplicaban rendidamente que se expulsara a la impía secta del ámbito de sus respectivos territorios. La contestación de Maximino a la demanda de los ciudadanos de Tiro aún sobrevive. Admira su fervorosa devoción en cuanto a una complacencia sincera, se explaya contra la impiedad empedernida de los cristianos y, por el afán con que se acuerda su destierro, se considera agradecido a lo que le piden. Autorizaba a sacerdotes y magistrados a que se esmerasen todos en la ejecución de sus edictos grabados en láminas de bronce, y, si bien se les encargaba que evitasen el derramamiento de sangre, se imponían a los cristianos renitentes los castigos más horrendos y vergonzosos.[1706]

Los cristianos asiáticos debían temerlo todo de la adustez de un monarca fanático, que estaba disponiendo sus medidas violentas con tan deliberado estudio. Sin embargo, algunos meses después, los edictos publicados por los emperadores de Occidente detuvieron la carrera de Maximino, pues la guerra civil temerariamente emprendida contra Licinio ocupó toda su atención. Finalmente, la derrota y la muerte de Maximino liberaron pronto a la Iglesia de su último y más implacable perseguidor.[1707]

En esta reseña general de la persecución que primero proclamaron los edictos de Diocleciano, he querido dejar en silencio los padecimientos particulares y muertes de los mártires cristianos. Era una tarea fácil entresacar de la historia de Eusebio, de las declamaciones de Lactancio y de las actas más antiguas una extensa relación de trances horrendos y angustiosos, y llenar largas páginas con potros y azotes, garfios acerados, lechos de hierro ardiente, y toda la variedad de tormentos con que el fuego y el acero, fieras y sayones infernales pueden mancillar el cuerpo humano. Estas angustiosas agonías podían realzarse con un sinnúmero de visiones y milagros para retrasar la muerte, solemnizar el triunfo o desenterrar las reliquias de aquellos santos canonizados que padecieron la muerte por el nombre de Cristo. Mas no me avengo a puntualizar lo que debo ir copiando hasta que despeje puntualmente lo que me corresponde creer. El historiador eclesiástico más grave, el mismo Eusebio, confiesa indirectamente que ha referido cuanto podía redundar en gloria de la religión y que ha suprimido cuanto podía deshonrarla.[1708] Semejante confesión engendra la sospecha de que un escritor que tan a las claras quebranta una de las leyes fundamentales de la historia no habrá guardado mucho respeto con la otra, y el recelo se agrava con la índole de Eusebio, que era menos crédulo y mucho más avezado en tretas palaciegas que casi todos sus contemporáneos. En ocasiones particulares, embravecidos los magistrados por motivos de interés o de encono, cuando el fervor de los mártires les hacía abandonar toda prudencia, y aun quizás el decoro, volcar los altares, prorrumpir en imprecaciones contra los emperadores y aporrear a los jueces en el propio tribunal, debe inferirse que se idearon muchos géneros de tormento, echando el resto para vencer el tesón de las víctimas indefensas.[1709] Sin embargo, menciona incautamente dos circunstancias que insinúan que el trato que los oficiales de justicia solían dar a los cristianos presos era más bien tolerable y no tan insoportable: I) se permitía a los fieles sentenciados a las minas, por la humanidad o descuido de los guardas, labrar capillas y profesar libremente su religión, detenidos en aquellas moradas horrendas;[1710] II) los obispos tenían que refrenar el celo fervoroso de los cristianos que se entregaban voluntariamente en manos de los magistrados. Eran algunos de ellos pobres de solemnidad o agobiados de deudas, que arrostraban a veces una muerte gloriosa para poner fin a su desventurada vida; otros esperaban que un encierro breve purgaría las culpas de su vida entera; y luego otros eran llevados por motivos menos decorosos, como el de una subsistencia colmada, y quizá una ganancia cuantiosa, con las limosnas que la caridad de los fieles suministraba a los presos.[1711] Finalmente, cuando la Iglesia triunfó sobre todos sus enemigos, el interés y la vanagloria de los arrestados los incitaba a agrandar sus respectivos merecimientos. Con la distancia proporcionada por el tiempo y el lugar, la inventiva se ampliaba, y los repetidos ejemplos que pueden citarse de santos mártires cuyas llagas sanaron instantáneamente, cuyas fuerzas se recobraron y cuyos miembros perdidos acudieron milagrosamente al desempeño de sus funciones en los debidos sitios fueron muy útiles para vencer todo tropiezo y acallar toda objeción. Las leyendas más extrañas, por cuanto redundaban en realce de la Iglesia, merecían aceptación entre la crédula muchedumbre, eran promovidas por el poderoso y confirmadas por el testimonio poco auténtico de la historia eclesiástica.

Las vagas descripciones de prisión, destierro, dolor y tormentos se exageran o se debilitan tan fácilmente con las artes de un orador hábil, que, naturalmente deseamos averiguar algún hecho más despejado y consistente, como el número de individuos que fenecieron en virtud de los edictos de Diocleciano, de sus socios y sucesores. Los recopiladores modernos refieren huestes y ciudades que de un golpe desaparecieron bajo la cuchilla exterminadora de la persecución. Los escritores más antiguos suelen contentarse con derramar a raudales inconexos y trágicos alegatos, sin detenerse a puntualizar la suma de cuantos lograron sellar con su sangre la creencia en el Evangelio. Sin embargo, en la historia de Eusebio se puede leer que sólo nueve obispos fueron castigados con la muerte, y, con su pormenorizada enumeración de los mártires de Palestina, podemos estar seguros de que tan sólo noventa y dos cristianos se hicieron acreedores a dictado tan honorífico.[1712] Como no puede constarnos el grado de fervor y denuedo episcopal de aquel tiempo, tampoco podemos inferir datos de aquellos hechos; pero el último nos permitirá alcanzar una conclusión verosímil e importante. Según la distribución de las provincias romanas, Palestina representa la dieciseisava parte del Imperio oriental;[1713] y, como hubo gobernadores que por clemencia efectiva o aparente no se mancillaron con la sangre de los fieles,[1714] racionalmente puede creerse que el país nativo del cristianismo produjo por lo menos la decimosexta porción de mártires que fenecieron en los dominios de Galerio y Maximino. Así, el total vendrá a sumar unos mil quinientos, número que repartido por los diez años de la persecución, dará una cantidad anual de ciento cincuenta mártires. Aplicando la misma proporción a las provincias de Italia, África y, tal vez Hispania, donde al final del tercer año se calmó o cesó el rigor de las leyes penales, la muchedumbre de cristianos en el Imperio Romano ejecutados capitalmente sería de poco menos de dos mil individuos. Como no cabe duda de que los cristianos eran más numerosos y los enemigos más enconados en tiempo de Diocleciano que durante ninguna de las persecuciones anteriores, este tanteo probable nos encaminará a computar el número de los primitivos santos y mártires que sacrificaron sus vidas por el intento grandioso de introducir el cristianismo en el mundo.

Vamos a terminar este capítulo con una verdad angustiosa que se abalanza sobre el espíritu a pesar suyo. Aun dando por sentado cuanto refirió la historia o fingió la devoción en materia de martirios, se debe confesar que los cristianos, en el curso de sus discordias intestinas, se han estado causando mayores mermas entre sí que cuantas padecieron por las tropelías de los infieles. En los siglos de ignorancia que siguieron a la ruina del Imperio Romano de Occidente, los obispos de la ciudad imperial extendían su señorío sobre clérigos y seglares de la iglesia latina. La máquina de superstición que fraguaron y que podía enfrentar por largo tiempo a la razón y sus embates fue finalmente asaltada por un tropel de fanáticos denodados, que entre los siglos XII y XVI se dedicaron a desempeñar el papel de reformadores. La Iglesia de Roma defendió con la violencia el Imperio que había adquirido con engaño; las proscripciones, guerras, matanzas y la Inquisición mancillaron el sistema de la paz y la benevolencia. Y como el amor a la libertad civil animaba igual que la libertad religiosa a los reformadores, los príncipes católicos enlazaron sus intereses con los del clero y reforzaron con el fuego y el hierro el pavor de las censuras espirituales. Se dice que sólo en los Países Bajos más de cien mil súbditos de Carlos V fenecieron a manos del verdugo, y certifica este número Grocio,[1715] hombre de talento y de instrucción, que conservó su comedimiento en medio del furor de los partidos encontrados, y compuso los anales de su siglo y su país en tiempo en que ya el invento de la imprenta facilitaba los medios de averiguación y aumentaba el peligro del descubrimiento. Si tenemos que someter nuestra creencia a la autoridad de Grocio, se habrá de conceder que el número de protestantes ejecutado en un solo reinado y en una provincia única sobrepujó con mucho al de los mártires primitivos en la extensión de tres siglos y del Imperio Romano. Mas si lo improbable del mismo hecho prevaleciese sobre el peso de la evidencia, y si Grocio fuese culpable de exagerar los méritos y padecimientos de los reformadores,[1716] sería natural que nos preguntáramos qué confianza podrá fundarse sobre los monumentos imperfectos y dudosos de la credulidad antigua; qué crédito le cabe a un obispo cortesano, a un declamador acalorado, que, bajo la protección de Constantino, estuvo disfrutando el privilegio exclusivo de historiar las persecuciones impuestas a los cristianos por los competidores ya vencidos o los antecesores desautorizados de su gracioso soberano.