II

ACERCA DE LA UNIÓN Y LA PROSPERIDAD INTERIOR DEL IMPERIO ROMANO EN TIEMPOS DE LOS ANTONINOS

No debemos atenernos a la rapidez y extensión de las conquistas para estimar el poderío de Roma, pues el soberano de los desiertos rusos domina una mayor porción del globo, y Alejandro, siete años después de su tránsito por el Helesponto, encumbró sus trofeos macedonios en las márgenes del Hífasis.[90] En menos de un siglo, el incontrolable Zengis y los príncipes mogoles de su casta llevaron su imperio y su cruel devastación desde los mares de China hasta los confines de Egipto y Germania,[91] pero el sólido edificio de la potestad romana continuó fortaleciéndose, impulsado por la atinada experiencia. Las provincias que obedecían a Trajano y los Antoninos se hallaban unidas por las leyes y engalanadas por las artes, y, si bien sufrieron abusos por parte de alguna autoridad subalterna, el rumbo general del gobierno era prudente, sencillo y benéfico. Sus habitantes profesaban la religión de sus antepasados y adquirían honores civiles y demás ventajas del Estado a la par que los conquistadores.

I) Respecto de la religión, tanto la arraigada superstición de los súbditos como la reflexión de los ilustrados apoyaban la política de los emperadores y el Senado. Los diversos cultos abarcados por un poder tan extenso eran considerados igualmente ciertos por el pueblo, falsos por el filósofo y útiles por el magistrado, y la tolerancia no sólo causaba mutua indulgencia, sino también concordia religiosa.

Ningún achaque teológico perseguía a las supersticiones populares, ni la subyugaban sistemas especulativos. El politeísta devoto, por prendado que estuviera de los ritos nacionales, se avenía cumplidamente a las varias religiones del orbe.[92] Temor, agradecimiento, sueño o agüero, dolencia extraña o largo viaje: todo lo disponía a multiplicar los objetos de creencia y aumentar el número de sus patronos. La sutil tela de la mitología pagana se entretejía con materiales variados, aunque no discordantes. Aceptaban que los sabios y los héroes que habían vivido o bien muerto en beneficio de su patria se encumbraran a la inmortalidad y el poderío, y los consideraban merecedores de la adoración, o al menos de la reverencia, de toda la humanidad. Las deidades de miles de selvas y miles de ríos ejercían pacífica influencia local, y el romano que imploraba el apaciguamiento del Tíber no se mofaba del egipcio que tributaba su ofrenda al numen benéfico del Nilo. Los poderes visibles de la naturaleza, los planetas y los elementos eran idénticos en todos los sitios, y los invisibles gobernadores del mundo moral inevitablemente eran producidos por un similar molde de ficción y alegoría. Cada virtud, e incluso cada vicio, se presentaba con atributos de divinidad, así como los patronos de artes y profesiones, cuyo prestigio, en todo tiempo y lugar, merecía el culto de sus respectivos seguidores. Una república de dioses, intereses y temperamentos tan encontrados requería, en cualquier sistema, la diestra de un magistrado supremo, que por obra del conocimiento y el halago fuera investido de la excelsa perfección de un Padre Sempiterno y de un Monarca Todopoderoso.[93] El apacible ánimo de la Antigüedad era de tal temple, que prestaba menos atención a las diferencias que a las semejanzas de su culto. El griego, el romano y el bárbaro, al encontrarse ante sus respectivas aras, se hacían cargo sin duda de que, bajo diversos nombres y diferentes ceremonias, adoraban a divinidades idénticas. La elegante mitología de Homero proporcionó un bello y casi armónico sistema al antiguo politeísmo.[94]

Los filósofos griegos solían derivar la moralidad de la naturaleza humana, más bien que de la divinidad, aunque consideraban a esta última un importante y curioso objeto de investigación, y en sus profundas reflexiones pusieron de manifiesto la fuerza y la flaqueza del entendimiento humano.[95] De las cuatro escuelas más esclarecidas, los estoicos y los platónicos se esforzaron por hermanar los contradictorios dictámenes de la razón y la religiosidad. Nos dejaron las más sublimes pruebas de la existencia y los atributos de una causa primera, pero como les fue imposible concebir la creación de la materia, la filosofía estoica no distinguía lo suficiente el artífice y el artefacto, mientras que el dios todo espíritu de los platónicos tenía más visos de idea que de sustancia. Las opiniones de los académicos y los epicúreos eran de menor religiosidad, pero mientras la modesta ciencia de los primeros los conducía a la duda, la positiva ignorancia de los segundos los impulsaba a negar la providencia de un gobernador supremo. El afán investigador, estimulado por la competencia y sostenido por la libertad, dividió a los maestros públicos de filosofía en varias sectas opuestas, pero los jóvenes sagaces, que desde todas partes acudían tanto a Atenas como a los demás lugares de instrucción del Imperio, aprendían indistintamente en todas las escuelas a desechar y menospreciar la religión de la muchedumbre. ¿Cómo cabía, en efecto, que un filósofo aceptara como verdades divinas los fútiles relatos de los poetas y las incoherentes tradiciones de la Antigüedad, o que adorase como deidades a entes imperfectos a los que, de ser hombres, hubiera despreciado? Contra tan indignos contrincantes Cicerón se valió de la razón y de la elocuencia, pero la sátira de Luciano fue un arma mucho más adecuada y eficaz para ello. Podemos asegurar que un escritor versado en el mundo jamás se arriesgaría a escarnecer públicamente a los dioses del país si éstos ya no estuvieran menospreciados interiormente por la parte culta e ilustrada de la sociedad.[96]

En medio de la irreligiosa frivolidad que predominaba en tiempos de los Antoninos, eran igualmente respetados el interés del sacerdocio y la credulidad del vulgo. En sus textos y sus conversaciones, los filósofos de la Antigüedad sostenían la dignidad independiente de la razón, pero con sus actos obedecían a la ley y la costumbre. Con piadosa sonrisa observaban los múltiples errores del vulgo, se esmeraban en practicar las ceremonias de sus antepasados, frecuentaban devotamente los templos de los dioses y —desempeñando su papel en el teatro de la superstición— encubrían sentimientos ateos con ropajes sacerdotales. Tales pensadores mal podían avenirse a contiendas entre sus respectivas creencias o cultos. Les era indiferente la forma que asumieran los desvaríos del vulgo y, con íntimo menosprecio y exterior acatamiento, se postraban tanto ante los altares libios, como ante los del Olimpo o el Júpiter Capitolino.[97]

No es fácil concebir los motivos de que se estableciera un régimen de persecución entre los romanos. Los magistrados no podían actuar con un fanatismo ciego, aunque decoroso, puesto que ellos mismos eran filósofos y que las escuelas de Atenas habían dado leyes al Senado. No podían incitarlos la ambición o la avaricia, dado que las potestades temporal y eclesiástica residían en las mismas manos. Los senadores más esclarecidos eran nombrados pontífices, y los mismos emperadores poseían dignidad de Supremo Sacerdote. Comprendían y apreciaban las ventajas de que la religión estuviera vinculada al gobierno civil. Fomentaban los festivales públicos como instrumentos para desbastar las costumbres plebeyas, practicaban el arte de la adivinación y aceptaban como eficaz vínculo de la sociedad el provechoso concepto de que quedaba a cargo de los dioses vengadores castigar, en esta vida o en la venidera, el horrendo delito de perjurio.[98] Pero al reconocer las sumas ventajas de la religión, vivían persuadidos de que todos los cultos eran igualmente útiles para tan benéfico intento, y de que en todo país la traza de superstición arraigada con el tiempo y la experiencia era la más propia del clima y de sus moradores. En las provincias, la avaricia o la afición solían despojar a las naciones vencidas de las primorosas estatuas de sus dioses y de los exquisitos realces de sus templos,[99] pero en cuanto al ejercicio de la religión heredado de los mayores, aquéllas podían contar con la anuencia y aun la protección de los conquistadores romanos. Sólo la provincia de la Galia estaba excluida, aunque quizás únicamente en apariencia, de ese espíritu de tolerancia, puesto que, con el propósito de abolir los sacrificios humanos, los emperadores Tiberio y Claudio destruyeron el poderío de los druidas,[100] pero los mismos sacerdotes, dioses y aras subsistieron en apacible recogimiento hasta la destrucción final del paganismo.[101]

Roma, la capital de tan gran monarquía, hervía de súbditos y extranjeros provenientes de todos los ámbitos del orbe,[102] que disfrutaban de sus supersticiones predilectas, recién traídas de sus respectivos países.[103] Cada ciudad del Imperio conservaba el régimen de sus antiguas ceremonias, y el Senado romano, valiéndose de su privilegio, en ocasiones trató de refrenar aquella inundación de ritos extranjeros. La superstición egipcia, la más rastrera y despreciable de todas, estuvo vedada repetidamente: los templos de Serapis y de Isis fueron arrasados, y se desterró de Roma e Italia a sus adoradores.[104] Pero el vigor del fanatismo atropelló los tibios y endebles conatos de la política: los desterrados regresaban, los secuaces volvían a reunirse, los templos se restablecían con encumbrado esplendor, y finalmente Isis y Serapis fueron entronizados a la par de las deidades romanas.[105] Y tanta avenencia no contradecía las arraigadas máximas del gobierno, puesto que anteriormente, en los más acendrados tiempos de la República, se habían brindado solemnes embajadas a Cibeles y Esculapio,[106] y era costumbre tentar a los protectores de pueblos sitiados con honores más preeminentes que los que disfrutaban en su país nativo;[107] de este modo, Roma se encumbró hasta ser el templo común de sus súbditos, favoreciendo también con su ciudadanía a todos los dioses del linaje humano.[108]

II) La estrecha política de conservar pura la sangre de los antepasados limitó el engrandecimiento, y apuró la ruina, de Atenas y de Esparta. El carácter dominante de Roma, que sacrificaba la vanidad a la ambición, consideró más atinado y aun honorífico apropiarse de la virtud y el mérito dondequiera que asomasen, ya fuera entre esclavos, extranjeros, enemigos o bárbaros.[109] En la temporada más floreciente de la República de Atenas, el número de los ciudadanos disminuyó[110] de treinta mil a veintiún mil,[111] y si en cambio consideramos el auge de la República romana, podremos observar que, aun con incesantes bajas a causa de las guerras y la fundación de colonias, los ciudadanos, que en el primer empadronamiento de Servio Tulio sólo llegaban a ochenta y tres mil, aumentaron hasta llegar, antes de la guerra social, a cuatrocientos sesenta y tres mil individuos, dispuestos a tomar las armas al servicio de su patria.[112] Cuando los aliados de Roma reclamaron un equitativo goce de honores y prerrogativas, el Senado antepuso por cierto el trance de las armas a una ignominiosa concesión, imponiendo gravísimas penas a los samnitas y los lucanios por su temeridad, pero admitiendo en el regazo de la República[113] a los demás Estados italianos que fueron volviendo a sus deberes, lo que más tarde redundó en la destrucción de la libertad pública. Durante un gobierno democrático, los ciudadanos ejercen la potestad soberana, y primero se abusará de ese poder, y luego se lo perderá, si es confiado a una desmandada muchedumbre. Pero, abolidas las asambleas populares con el régimen de los emperadores, los conquistadores se diferenciaban de los vencidos únicamente por ser súbditos de la primera y más encumbrada jerarquía, y su crecimiento, aunque rápido, no acarreaba ya los mismos peligros. Sin embargo, los príncipes más atinados que profesaban las máximas de Augusto escatimaron cautelosamente la dignidad de la ciudadanía romana, y repartieron con cuerdo miramiento las franquicias de la capital.[114]

Mientras los privilegios de los romanos se extendían a todos los individuos del Imperio, Italia se distinguía de las demás provincias, pues se la conceptuaba como centro de la unidad pública y base de la constitución. En Italia se ubicaba el nacimiento, o al menos la residencia, de los emperadores y de los miembros del Senado.[115] Exentos de todo tributo, los italianos se desentendían de las arbitrariedades de los gobernantes. A imitación de la capital, los cuerpos municipales, con la inspección inmediata de la potestad suprema, eran los encargados de la ejecución de las leyes. Desde la falda de los Alpes hasta el extremo de Calabria, todos los naturales de Italia eran ciudadanos natos de Roma, y sus límites particulares fueron allanados al entroncarse en una grandiosa nación reunida por el idioma, las costumbres y las instituciones civiles, equivalente a un poderoso imperio. La República se ufanaba de su política generosa, y con frecuencia lograba la recompensa del mérito y los servicios de sus hijos adoptivos. Si hubiera limitado el distintivo de romanos a las familias antiguas de su recinto primitivo, habría privado a su nombre inmortal de sus más preciosas galas. Virgilio era de Mantua, y Horacio titubeaba entre llamarse pullés o lucanio. En Padua descolló un historiador dignísimo para referir la majestuosa serie de victorias romanas. En Túsculo floreció la patriótica familia de los Catones, y el pueblecillo de Arpino pudo jactarse de la duplicada gloria de dar a luz a Cicerón y a Mario, este último merecedor del título de tercer fundador de Roma, tras Rómulo y Camilo; y Cicerón, después de salvar a su patria de los intentos de Catilina, posibilitó que compitiera con Atenas por la palma de la elocuencia.[116]

Las provincias del Imperio, que se han ido describiendo en el capítulo precedente, carecían de poderío público y libertad constitucional. En Etruria, Grecia[117] y Galia,[118] el Senado se esmeró en disolver confederaciones tan aciagas que pregonaban que si las armas romanas triunfaban con la desavenencia de sus enemigos, podrían ser contrarrestadas con su unión. Aquellos príncipes a quienes, aparentando agradecimiento, permitían empuñar un transitorio cetro, quedaban expulsados de sus tronos una vez finalizada la tarea de amoldarlos al yugo de las naciones vencidas. Los Estados o ciudades libres que habían abrazado la causa de Roma fueron recompensados con una alianza nominal, y terminaban sufriendo una verdadera servidumbre, pues la autoridad pública, ejercida por los ministros del Senado o los emperadores, era absoluta e ilimitada. Pero los mismos principios de gobierno que afianzaron la paz y la obediencia de Italia luego se extendieron a las más remotas provincias, y así en aquéllas se fue labrando incesantemente una nación de romanos, impulsada ya por la anexión de colonias, ya por la admisión de los más leales y honorables súbditos a la libertad de Roma.

Una muy atinada sentencia de Séneca afirma que «el romano se establece en todo lugar donde triunfa»,[119] y ha sido confirmada por la historia y la experiencia. Los naturales de Italia, halagados por el deleite y por el interés, se afanaban tras las ventajas de la victoria, y podemos afirmar que 40 años después de la conquista de Asia fenecieron ochenta mil romanos en un solo día por disposición del inhumano Mitrídates.[120] Estos desterrados voluntarios solían ser traficantes, labradores o asentistas de rentas, pero establecidas ya las legiones por los emperadores, las provincias se poblaron con una generación de soldados, y la mayoría de los veteranos, a quienes se pagaba en tierras o en metálico, se instalaban con sus familias en el país donde honrosamente habían consumido su juventud. Por todo el Imperio, aunque especialmente en Occidente, se reservaban los más provechosos territorios y los más aventajados entornos para establecer colonias, ya de especie civil, ya militar. Todas ellas constituían un cabal remedo de la metrópoli en cuanto a costumbres e instituciones, y, al establecer con los naturales vínculos de intimidad y parentesco, en realidad iban extendiendo cierta veneración por la autoridad romana, e infundiendo el anhelo, que no solía malograrse, de participar, tras el correspondiente plazo, de sus glorias y ventajas.[121] En señorío y grandeza, las ciudades municipales imperceptiblemente se fueron igualando a las colonias, y durante el reinado de Adriano se polemizó acerca de cuáles llevaban ventaja: los vecindarios nacidos en el regazo de Roma o aquellos incorporados a él.[122] El derecho latino, pues tal era su nombre, llevaba mayor privanza a las ciudades donde se establecía, y aunque sólo los magistrados eran acreedores a la ciudadanía al expirar sus cargos, como todos los años éstos se renovaban, en poco tiempo rotaban todas las familias principales.[123] Los provinciales que alternaban con las legiones,[124] los que ejercían algún empleo civil y, en fin, cuantos desempeñaban algún servicio público o manifestaban alcances sobresalientes, solían quedar favorecidos con un obsequio, que iba menguando con la incesante liberalidad de los emperadores. Pero aun en la época de los Antoninos, cuando la ciudadanía ya se había repartido a la mayoría de los súbditos, estaba acompañada por importantes ventajas. Con ese título la generalidad se granjeaba los beneficios de la legislación romana, especialmente en los importantes puntos referidos a los casamientos, testamentos y herencias, y el camino de la fortuna se franqueaba para aquellos cuyas pretensiones iban acompañadas por el favor o el mérito. Los galos, nietos de los que habían sitiado a Julio César en Alesia, mandaron legiones, gobernaron provincias y llegaron a sentarse en el Senado de Roma.[125] Su ambición, lejos de perturbar al Estado, estaba íntimamente enlazada con su defensa y su grandiosidad.

Los romanos estaban tan persuadidos de la influencia del idioma en las costumbres nacionales, que se esforzaron por extender, al igual que sus armas, la lengua latina.[126] Los antiguos dialectos de Italia —sabino, etrusco y véneto— se hundieron en el olvido, pero, entre las provincias, las de Oriente no fueron tan influenciables por la voz de sus victoriosos maestros como las de Occidente. Esta visible diferencia deslindaba las dos mitades del Imperio con subidos matices, los cuales, si bien fueron amortiguados por la situación de prosperidad, se hicieron más notorios cuando ésta fue apagándose en el mundo romano. Los países occidentales fueron civilizados por las mismas manos avasalladoras, y no bien los bárbaros se amoldaron a la obediencia, sus mentes se explayaron con las luces y la cultura, y así el idioma de Cicerón y de Virgilio, aunque algo adulterado, se difundió por África, España, Galia, Bretaña y Panonia,[127] al punto que los escasos rastros de las lenguas púnica y céltica sólo se conservaban en las serranías y entre los campesinos.[128] Incentivados por la educación y el estudio, los moradores congeniaban más y más con los romanos, e Italia fue transmitiendo leyes y costumbres a los provinciales latinos. Solicitaban con más ahínco la libertad y los honores del Estado, y los conseguían con mayor amplitud; asimismo, sustentaron la dignidad nacional con sus letras[129] y sus armas y, luego, en la persona de Trajano, produjeron un emperador a quien los Escipiones no desconocieron como compatriota.

La situación de los griegos era muy diferente de la de los bárbaros, puesto que habían sido civilizados y corrompidos muy anteriormente. En su depurado gusto, no cabía desdeñar su propio idioma, ni en su altivez, avenirse a instituciones extranjeras. Conservando los cuidados de sus antepasados y despojados de sus prendas, aparentaban menospreciar la tosquedad romana, a la vez que, indispensablemente, tenían que reverenciar su sabiduría y su poderío.[130] El predominio del idioma y los afectos griegos no se redujo a la estrechez de ese elogiado territorio, pues su imperio, con los progresos de colonias y conquistas, se había ido extendiendo desde el Adriático hasta el Éufrates y el Nilo. Asia se colmó de ciudades griegas, y el duradero reinado de los reyes macedonios introdujo silenciosamente una revolución en Siria y en Egipto. En sus lujosas cortes, esos príncipes hermanaban el boato oriental con la maestría ateniense, y manteniendo la debida distancia los imitaban las primeras jerarquías de sus vasallos. Respecto de la división general del Imperio en idiomas griego y latino, cabe deslindar en tercera clase los naturales de Siria, y especialmente de Egipto, puesto que el empleo de sus antiguos dialectos, atajándoles el roce de las demás naciones, contrarrestaba los adelantos de estos bárbaros,[131] y el amaneramiento de los primeros les acarreaba el menosprecio, así como la bravía adustez de los otros estimulaba la inquina de los conquistadores.[132] Estas naciones se habían rendido al poderío romano, pero sólo por excepción deseaban o adquirían la ciudadanía, y es de señalar que, después de la caída de los Ptolomeos, pasaron más de doscientos treinta años antes de que un egipcio ingresara en el Senado de Roma.[133]

Reparo fundado, aunque obvio, es que Roma victoriosa quedó avasallada por la culta Grecia, y los mismos escritores inmortales que aún maravillan a la Europa moderna fueron objeto de estudio e imitación en Italia y las provincias occidentales. Mas los distinguidos recreos de los romanos no alteraban su sistema político. Se embelesaban con el griego, pero se atenían al señorío de su idioma latino, cuyo uso inalterable seguía primando en los cargos civiles y militares.[134] Ambas lenguas predominaban selectivamente de extremo a extremo del Imperio: la griega como científica, y la otra como gubernativa en todas las gestiones públicas. Las dominaban todos aquellos que hermanaban el estudio con los negocios, y casi no cabía hallar en provincia alguna un súbdito romano que fuera lego en ambos idiomas.

En virtud de tales instituciones, las naciones del Imperio se fundieron imperceptiblemente en el nombre y el pueblo romanos, pero aún había en cada provincia y en cada familia una porción de individuos que cargaban el peso de la sociedad y no recibían sus beneficios. En medio de los Estados libres de la Antigüedad, los esclavos domésticos sobrellevaban los arbitrarios rigores del despotismo, y los romanos, antes de consumar su establecimiento, ejercitaron el robo y la violencia durante siglos. Los esclavos solían ser bárbaros cautivos, apresados por millares en los trances de la guerra, comprados a precio ínfimo,[135] acostumbrados a su nativa independencia y ansiosos por romper sus grillos con escarmiento. En contraposición con tan internos enemigos, cuyos desesperados alzamientos en ocasiones arrollaron la República hasta el borde de su exterminio,[136] la tirantez más extremada[137] y las sumas tropelías se justificaban con la suprema ley de la autopreservación. Pero una vez ligadas las principales naciones de Europa, Asia y África por las leyes de idéntico soberano, escaseaban las fuentes de nuevos refuerzos, y los romanos quedaron reducidos al más apacible, aunque pausado, método de propagación casera. En sus amplias familias, y especialmente en sus extensas provincias, trataron de fomentar los casamientos de sus esclavos, y los impulsos naturales, el esmero de la educación y la posesión de esa especie de propiedad dependiente fueron suavizando los quebrantos de la servidumbre.[138] Un esclavo comenzó a ser una prenda de valor, y aunque su bienestar obedecía al temperamento y las circunstancias del dueño, la humanidad de este último, en vez de menoscabarse a causa del miedo, era fomentada por el convencimiento del propio interés. Fue progresando la cultura por la virtud o la política de los emperadores y, merced a los edictos de Adriano y de los Antoninos, las leyes protegieron hasta lo más ínfimo del linaje humano. Se quitó a los particulares, aunque no a los magistrados, el derecho de vida y muerte sobre los esclavos. Se prohibieron las mazmorras, y si el esclavo efectuaba una querella por tratamientos indebidos, se lo desagraviaba con su rescate o con un dueño más apacible.[139]

La esperanza, que es el mejor consuelo para nuestra condición imperfecta, también amparaba al esclavo romano, y, si tenía ocasión de hacerse grato y provechoso, podía esperar que con algunos años de esfuerzo y lealtad obtendría la incomparable recompensa de la libertad. Se lograban los favores del dueño a impulsos de la vanagloria y la codicia, al punto que la legislación tuvo que refrenar, antes que estimular, una liberalidad indiscriminada, que podía degenerar en peligroso abuso.[140] La antigua jurisprudencia establecía que el esclavo carecía de patria, de modo que su rescate le franqueaba la puerta para alternar en la sociedad a la cual pertenecía su amo y, por consiguiente, la prerrogativa de ciudadano comenzó a denigrarse con el turbión de una torpe y desconocida ralea. Se plantearon, pues, algunas oportunas excepciones: ese realce honorífico se reservó para los esclavos que fundadamente y con la anuencia del magistrado recibieron solemne y legalmente su manumisión, y estos libertos recibían sólo el derecho de ciudadanía, y quedaban excluidos de todo timbre civil y militar. Sus hijos, aunque tuvieran ilustres méritos y cuantiosos bienes, se consideraban inhábiles para ascender al Senado, y el rastro de alcurnia servil no se borraba por completo hasta la tercera o cuarta generación.[141] Sin mezclar las jerarquías, podían vislumbrar libertad y honores los mismos a quienes la altanería y el interés casi excluían de la casta humana.

Llegaron a tratar de diferenciar a los esclavos con un traje peculiar, pero se temió fundadamente que tal vez sería arriesgado comunicarles su propio número.[142] Sin ceñirnos a las grandiosas denominaciones de legiones y miles,[143] podemos aventurarnos a afirmar que el conjunto de los esclavos regulados como propiedad era mucho mayor que el de los sirvientes, que se consideraban muy costosos.[144] Se intentaba aficionar al estudio a todos los jóvenes que manifestaran cierto ingenio, y su precio se computaba sobre la base de su talento y habilidad;[145] de este modo, la casa de un senador opulento abarcaba todas las profesiones, tanto mecánicas como liberales,[146] y los instrumentos de boato y la sensualidad crecieron en términos inconcebibles hasta para la lujosa liviandad de los modernos.[147] Era más ventajoso para el artesano o el fabricante comprar sus operarios que alquilarlos, y en las campiñas los esclavos eran más baratos y aventajados para las faenas de la labranza. En confirmación de esta doctrina general, y para evidenciar el sinnúmero de esclavos, podemos citar varios ejemplos terminantes. Con cierto motivo doloroso se contaron hasta cuatrocientos esclavos mantenidos en una sola morada de Roma,[148] e igual número pertenecía a la hacienda que una viuda africana de mediana categoría cedía a su hijo, reservándose para sí mucha mayor porción de patrimonio.[149] En el reinado de Augusto, un liberto cuyos haberes habían padecido numerosos quebrantos en las guerras civiles legó tres mil seiscientas yuntas de bueyes, doscientas cincuenta mil cabezas de ganado menor y, lo que casi se incluía en los rebaños, cuatro mil ciento dieciséis esclavos.[150]

El número de súbditos, ciudadanos, provinciales y esclavos que reconocían las leyes de Roma actualmente no puede calcularse con el esmero que merece tan importante materia, pero consta que, cuando el emperador Claudio ejercía el cargo de censor, empadronó a seis millones novecientos cuarenta y cinco mil ciudadanos romanos, y éstos, sumados a un número proporcional de mujeres y niños, ascendían a 20 000 000 de almas. La muchedumbre de súbditos variaba en la clase inferior, pero teniendo en cuenta la cantidad de circunstancias que pueden influir en la balanza del justiprecio, resulta probable que en tiempos de Claudio el número de provinciales duplicara al de ciudadanos de uno y otro sexo y de todas las edades, y que la cantidad de esclavos igualara a la de los hombres libres; de este modo, la suma de este cómputo no cabal asciende a ciento veinte millones de individuos, población que tal vez es mayor que la de nuestra Europa[151] moderna y constituye la sociedad más numerosa que jamás se haya hermanado bajo un mismo sistema de gobierno.

La concordia y el plácido sosiego fueron las consecuencias naturales de la grandiosa y prudente política que llevaron a cabo los romanos. Si observamos las monarquías de Asia, tropezamos con el despotismo en el centro y el letargo en los extremos; la recaudación de impuestos y la administración de justicia a cargo de una hueste; gavillas enemigas asentadas en el interior; sátrapas hereditarios, usurpadores del señorío de las provincias, y vasallos propensos a la rebeldía e inhábiles para la libertad; mientras que en el mundo romano la obediencia era uniforme, voluntaria y permanente. Las naciones sometidas, incorporadas ya a un pueblo grandioso, abandonaban la esperanza y aun el deseo de recobrar su independencia, y apenas atinaban a considerar su propia existencia como distinta de la de Roma. Sin embargo, la arraigada autoridad de los emperadores se explayaba de uno a otro extremo de su señorío, y prevalecía tanto en las orillas del Támesis y el Nilo como en las del mismo Tíber. Las legiones acometían contra el enemigo público, y excepcionalmente el magistrado civil llegaba a necesitar su auxilio.[152] En esta situación desahogada, el ocio y la opulencia del príncipe y del pueblo se reunían en las mejoras y los realces del Imperio.

Entre un sinnúmero de monumentos de arquitectura erigidos por los romanos, ¡cuántos yacieron sin asomar en los trabajos de los historiadores, y cuán pocos sobrevivieron a la devastación del tiempo y de la barbarie! Pero los escombros esparcidos por Italia y las provincias proclaman que, en alguna época, todos estos países fueron el solar de un imperio culto y poderoso. Merecen suma atención su grandiosidad y su belleza, y las realzan aún más las circunstancias que enlazan la amena historia de las artes con la más provechosa de las costumbres humanas. Varios de estos monumentos fueron construidos a expensas de particulares, que los dedicaron al beneficio público.

Podemos suponer que la mayoría de los edificios, sobre todo los descollantes, eran obra de los emperadores, quienes disponían arbitrariamente de caudales e individuos, y Augusto solía vanagloriarse de que halló la capital de ladrillo y la dejó de mármol.[153] La extremada economía de Vespasiano condujo a su magnificencia, y las obras de Trajano llevan estampado su numen. Los monumentos públicos que en tiempos de Adriano fueron realzando a las provincias se construían no sólo por su mandato sino también bajo su propia inspección, pues, siendo de suyo artista, profesaba cariño a las artes como enaltecedoras del monarca. Los Antoninos las fomentaban por considerarlas conducentes al bienestar del pueblo, pero, aunque los emperadores encabezaban el gremio, no eran los únicos arquitectos de sus dominios: por lo general, los imitaban sus principales súbditos, que sin reparo pregonaban su gallardía en idear y su opulencia en llevar a cabo descollantes empresas. Cuando el encumbrado Coliseo fue construido en Roma, se levantaron edificios de idénticos diseño y materiales, aunque en menor escala, en las poblaciones de Capua y Verona.[154] La inscripción del asombroso puente de Alcántara afirma que abarcó el Tajo a expensas de determinado concejo de Lusitania. Cuando Plinio asumió el gobierno de Bitinia y Ponto, provincias que, dentro el Imperio, no eran acaudaladas ni de consideración, halló que las ciudades bajo su mando competían entusiastamente construyendo obras útiles y grandiosas, merecedoras de la curiosidad de los forasteros y del agradecimiento de los conciudadanos. El procónsul debió acudir con auxilios a paliar sus deficiencias, afinar el gusto y a veces a refrenar tan ardorosa emulación.[155] Los acaudalados senadores de Roma y las provincias se envanecían, pues consideraban que realzar la brillantez de su época y de su patria era decoroso y necesario, y el influjo de la moda solía también sustituir el buen gusto y la generosidad. Del sinnúmero de bienhechores particulares cabe destacar a Herodes Ático, ciudadano de Atenas contemporáneo de los Antoninos; prescindiendo de los motivos, su magnificencia era verdaderamente regia.

La familia de Herodes, al menos después de ser favorecida por la fortuna, entroncaba con Cimón y Milcíades, Teseo y Cécrops, Eaco y Júpiter, mas la posteridad de tan esclarecidos héroes yacía en el desamparo. Habían ajusticiado a su abuelo, y su padre Julio Ático iba a fenecer en la escasez y el menosprecio, cuando descubrió un riquísimo tesoro en una casilla ruinosa, postrer reliquia de su patrimonio. Pertenecía, según el tenor de la ley, al emperador, y el cuerdo Ático, por medio de una franca confesión, precavió los siniestros oficios de los delatores. Imperaba el justiciero Nerva, quien se desentendió de su porción y le encargó que disfrutase a sus anchas del don de la suerte. El advertido ateniense insistió en que el tesoro era demasiado cuantioso, y no acertaría a usarlo. «Abusadlo pues —replicó el monarca con un enfado bondadoso—, puesto que es vuestro.»[156] Opinarán muchos que Ático se atuvo literalmente al postrer encargo del emperador, puesto que gastó la mayor parte de sus haberes, acrecentados en gran manera con un enlace ventajosísimo, en beneficio público. Proporcionó a su hijo Herodes la prefectura de las ciudades libres del Asia, y el joven magistrado, al advertir que en la ciudad de Troas escaseaba el agua, obtuvo de la munificencia de Adriano tres millones de dracmas (alrededor de cien mil libras) para la construcción de un nuevo acueducto, pero el costo ascendió a más del doble del presupuesto, y los dependientes de la tesorería comenzaban a esgrimir sus críticas cuando los hizo enmudecer solicitando que le dejasen hacerse cargo del costo de la empresa.[157]

Los más afamados maestros de Grecia y Asia recibieron peregrinos galardones para encargarse de la educación del joven Herodes, y el alumno correspondió convirtiéndose en un eminente orador, avezado en la vana retórica de aquel siglo que, confinada en las escuelas, se desentendía del Foro y del Senado. Logró el honor del consulado en Roma, pero pasó la mayor parte de su vida en su retiro filosófico de Atenas y sus quintas cercanas, encabezando una caterva de sofistas que desde luego reverenciaban la superioridad de tan rico y generoso competidor.[158] Los frutos de su numen ya han desaparecido, pero algunos escombros aún manifiestan su buen gusto y su generosidad, pues ciertos viajeros han medido los restos del estadio que erigió en Atenas, de seiscientos pies (183 m) de largo, totalmente construido de mármol blanco, capaz de contener a todo el vecindario, que fue concluido en cuatro años, mientras Herodes era el presidente de los juegos atenienses. Dedicó a la memoria de su esposa Regilla un teatro que se destacaba entre todos los del Imperio porque no había en él otra madera que la de cedro exquisitamente labrado. El Odeón, destinado por Pericles a sinfonías y ensayos de tragedias nuevas, prevalecía como trofeo de la victoria de las artes contra el poderío bárbaro, puesto que las vigas de su construcción eran los velámenes de la escuadra persa, pero a pesar de las reparaciones dispuestas por un rey de Capadocia, nuevamente se hallaba en ruinas. Herodes le devolvió su primitiva brillantez y magnificencia. Su largueza no se limitó al recinto de Atenas, pues realizó suntuosos arreglos del templo de Neptuno en el Istmo, un teatro en Corinto, un estadio en Delfos, un baño en las Termópilas y el acueducto de Canosio en Italia, todos los cuales no alcanzaron a desmoronar su opulencia. Los pueblos de Epiro, Tesalia, Eubea, Beocia y el Peloponeso participaron de sus finezas, y en las ciudades de Grecia y Asia varias inscripciones conceptuosas expresan su gratitud, llamando a Herodes Ático su padrino y bienhechor.[159]

En las repúblicas de Atenas y de Roma, la sencillez de las viviendas particulares pregonaba su condición igual de independencia, a la vez que la soberanía del pueblo centelleaba en los majestuosos edificios públicos.[160] Este temple republicano no feneció con la introducción del boato monárquico, pues los más virtuosos emperadores exponían su magnificencia en moles honoríficamente nacionales. El palacio dorado de Nerón movió a justísima ira, pero el dilatado solar usurpado por su delirante lujo luego quedó más airosamente empleado con el Coliseo, los baños de Tito, el pórtico de Claudio y los templos consagrados a la diosa de la Paz y al numen de Roma.[161] Estos monumentos de arquitectura, propiedad del pueblo romano, se ostentaban engalanados con los primores de la pintura y la estatuaria griegas, y en el Templo de la Paz se abrió una biblioteca muy valiosa para la curiosidad de los estudiosos. A corto trecho se hallaba el Foro de Trajano, cercado por un grandioso pórtico cuadrangular, y en su centro se alzaba una columna de mármol cuya elevación de ciento veinte pies (36,5 m) mostraba la altura de la montaña de donde había sido cortada. Esta mole, que permanece todavía en todo su esplendor, representa al vivo las victorias de su fundador en la Dacia. El veterano solía recordar sus propias campañas, y por un embeleso muy obvio de vanagloria nacional, el pacífico ciudadano se hermanaba en la gloria del triunfo. Los demás barrios de la capital, y aun todas las provincias del Imperio, eran embellecidos por el mismo espíritu liberal de pública magnificencia, y se destacaban teatros, anfiteatros, templos, pórticos, arcos de triunfo, baños y acueductos conducentes a la sanidad, la devoción o el recreo del más ínfimo ciudadano. Las últimas edificaciones mencionadas merecen especialmente nuestra atención, por el arrojo de la empresa, la sólida construcción y su provecho, lo que en verdad las convierte en los más esclarecidos monumentos del numen y el poderío romanos. Se destacan los acueductos de la capital, pero el viajante discreto que, sin conocer la historia, se detenga a contemplar los de Spoleto, Metz y Segovia, inferirá desde luego que en la Antigüedad estos pueblos subalternos fueron residencia de potentados. Los yermos de Asia y África florecieron con ciudades populosas, merced a las artificiales y perennes afluencias de agua saludable.[162]

Ya hemos realizado un cómputo de los habitantes, con una reseña de las obras públicas en el Imperio. Notar a continuación el número y la grandeza de sus ciudades conducirá a completar lo primero y adicionar lo segundo. Amenizaremos la materia mostrando ciertos ejemplos descarriados, pero propios del intento, sin olvidar, sin embargo, que ya por vanagloria nacional, ya por pobreza del idioma, se llamó vagamente ciudad desde Roma hasta Laurento. Se refiere que en la Italia antigua había mil ciento noventa y siete ciudades, y cualquiera sea la época de la Antigüedad a la que se aplique la denominación,[163] no cabe suponer que el país estaba menos poblado en tiempos de los Antoninos que durante el reinado de Rómulo.

I) Los pequeños Estados del Lacio se hallaban incluidos en la metrópoli, cuyo predominio los había incorporado. Aquellas mismas partes de Italia que durante largo plazo han estado sujetas a la cobarde tiranía de sacerdotes y virreyes, sólo habían sufrido el más llevadero azote de la guerra. Los primeros síntomas de decadencia que padecieron quedaron luego grandiosamente compensados con las rápidas mejoras de la Galia Cisalpina. La magnificencia de Verona puede percibirse en sus escombros; pero se destacaban más Aquileia, Padua, Milán y Ravena.

II) El afán de mejoras traspasó los Alpes y llegó hasta las malezas de Bretaña, que fueron eliminadas para dar cabida a viviendas cómodas y agradables. York era el solar del gobierno; Londres ya descollaba por su comercio y gozaban de renombre las aguas medicinales de Bath. La Galia se jactaba de tener seis mil doscientas ciudades,[164] y aunque muchas provincias del Norte y la misma París se reducían a atrasadas y toscas poblaciones de un país recién civilizado, la zona del Mediodía era un remedo de Italia.[165] Varias eran las ciudades de la Galia —Marsella, Arlès, Nimes, Narbona, Tolosa, Burdeos, Autun, Viena, Lyon, Lángres y Tréveris— cuyo antiguo esplendor quizás aventajaba a su estado actual. En cuanto a España, floreció como provincia y decayó como reino, pues, desangrada por el abuso de su poderío en América y por la superstición, tal vez quedaría ajado su engreimiento si se le pidiese el padrón de las trescientas sesenta ciudades que Plinio señala que existían bajo el reinado de Vespasiano.[166]

III) En un tiempo, reconocieron la autoridad de Cartago hasta trescientas ciudades,[167] y no es de suponer que con los emperadores haya disminuido su número, pues la misma Cartago descolló más esplendorosa sobre sus cenizas, así como también Capua y Corinto recobraron muy presto cuantas ventajas caben fuera de la independencia y la soberanía.

IV) En las regiones de Oriente, la magnificencia romana se contrapone a la barbarie turca, y los escombros esparcidos en tantísimos yermos, y atribuidos por la idiotez al poder mágico, apenas ofrecen ya resguardo al acosado viandante o al árabe nómada. Bajo el reinado de los primeros césares, el Asia propia contenía quinientas populosas ciudades,[168] favorecidas por atributos naturales y artefactos exquisitos. Once ciudades de Asia compitieron por el honor de alzar un templo a Tiberio, y el Senado comparó sus respectivos méritos.[169] Cuatro fueron de inmediato descartadas como inhábiles para el intento; entre ellas se contaba Laodicea, cuya suntuosidad aún se destaca en sus escombros,[170] puesto que disfrutaba pingües rentas con su ganadería, se destacaba por sus finísimas lanas y acababa de recibir un legado de más de cuatrocientas mil libras por el testamento de un ciudadano generoso.[171] Puesto que tal era la pobreza de Laodicea, ¿cuál sería la opulencia de las ciudades cuya solicitud se consideró con mayor fundamento, especialmente Pérgamo, Esmirna y Éfeso, que tanto batallaron entre sí por la primacía de Asia?[172] Las capitales de Siria y de Egipto tenían en el Imperio aún más jerarquía, pues Antioquía y Alejandría miraban con ceño un sinnúmero de ciudades subordinadas[173] y aceptaban con dificultades la majestad de la misma Roma.

Todas estas ciudades se enlazaban por medio de carreteras, que desde su comienzo en el Foro atravesaban Italia y penetraban por las provincias hasta llegar a los confines del Imperio. Al delinear esmeradamente la distancia desde el malecón de Antonino hasta Roma y de allí a Jerusalén, se podrá observar que el grandioso sistema de comunicación entre los extremos del noroeste y el sudeste del Imperio tenía una extensión de cuatro mil ochenta millas romanas (6013 km).[174] De trecho en trecho, sus postes o milleras señalaban la distancia entre las poblaciones, sin tener en cuenta los tropiezos, ya naturales, ya de oposición privada. Se barrenaban las montañas, y gran cantidad de puentes cruzaban rápidos y anchurosos ríos.[175] El lomo del camino sobresalía en forma de terrado que oteaba la campiña inmediata, fundado todo sobre capas argamasadas de ripio y arena, pavimentadas con sillares, y, en las cercanías de la capital, de granito.[176] La solidez de las carreteras romanas ha resistido el embate de quince siglos. Además de hermanar a los súbditos, su principal objeto era franquear la marcha de las legiones, puesto que no se conceptuaba de todo punto avasallado un país hasta que por todas partes se manifestase abierto para las armas y el dominio del conquistador. La ventaja de recibir información rápidamente y comunicar órdenes con celeridad indujo a los emperadores a establecer postas a intervalos regulares de extremo a extremo de sus dominios.[177] Las paradas de cada cinco o seis millas estaban surtidas de cuarenta caballos, por cuyo medio con facilidad se recorrían por la carretera cien millas por día.[178]

Las postas eran franqueadas a quienes traían patente imperial, pero, aunque su instituto era para el público, se solían conceder para los negocios y la comodidad de los particulares.[179] En todo el Imperio, la comunicación por mar no era menos expedita que por tierra, pues el Mediterráneo abarcaba las provincias, e Italia se adelantaba como un enorme promontorio sobre las olas del anchuroso lago. Italia carece, por lo general, de bahías seguras, pero el esfuerzo humano sustituyó esta desatención de la naturaleza, y especialmente el puerto de Ostia, completamente artificial, situado en la boca del Tíber, labrado por el emperador Claudio, era un muy útil monumento del poderío romano.[180] Desde este puerto, ubicado a sólo dieciséis millas (25,74 km) de la capital, un viento favorable solía conducir los bajeles en siete días hasta las columnas de Hércules, y en nueve o diez, hasta Alejandría en Egipto.[181]

Por más quebrantos que, por convencimiento o empeño, se achaquen a todo dominio dilatado, fuerza es confesar que el poderío de Roma tuvo efectos provechosos para la humanidad, y el mismo ensanche que generalizó los vicios fue también derramando mejoras en la vida social. En la Antigüedad, el orbe estaba dividido en porciones irregulares: el Oriente, desde tiempo inmemorial, poseía artes lujosas; el Occidente estaba poblado por belicosos y tosquísimos bárbaros que menospreciaban o desconocían por completo la labranza. Al arrimo de un gobierno poderoso, los frutos de climas apacibles y el afán de las naciones cultas paulatinamente se fueron internando en el oeste de Europa, y gracias a tan poderoso impulso sus naturales lograron mejoras en el cultivo y el comercio de productos y artefactos. No cabe especificar todas las especies del reino animal o vegetal que se fueron trayendo de Asia y Egipto,[182] pero no mellará la seriedad y mucho menos el provecho de una obra histórica el apuntar de paso algunos de sus ramos principales.

I) Cuantas flores, hierbas y frutas se crían en nuestros jardines europeos son forasteras, como suelen acreditarlo sus propios nombres. La manzana es italiana, pero apenas los romanos llegaron a paladear los deliciosos zumos del albaricoque, el melocotón, la granada, el limón y la naranja, no hicieron más que ir denominando estos nuevos frutos con el nombre genérico de manzana, y los diferenciaban con el gentilicio de su respectivo país.

II) En tiempos de Homero crecía en la isla de Sicilia el agracejo o vid silvestre, como probablemente por el continente inmediato, mas ni fue perfeccionada por la maña de los moradores ni resultaba atractiva a sus cerriles paladares,[183] pero mil años después Italia podía jactarse de que más de dos tercios de sus ochenta destacados vinos generosos eran regionales.[184] Este logro trascendió a la provincia Narbonesa de la Galia, pero al norte de las Cevenas el frío era tan intenso que en vida de Estrabón era imposible que allí las uvas llegasen a sazón;[185] sin embargo, paulatinamente se fue allanando este contraste, y hay fundamento para opinar que los viñedos de Borgoña son contemporáneos a los Antoninos.[186] En Occidente, la aceituna siguió los pasos de la paz simbolizada por el olivo. Hasta dos siglos después de la fundación de Roma, en Italia y África no la conocían, pero luego se fue connaturalizando y cundió hasta el interior de España y la Galia. La medrosa aprensión de los antiguos respecto de su requisito de cierto temple suave que le impedía alejarse de la orilla del mar poco a poco se fue dejando a un lado, gracias al afán y la experiencia.[187] Se trajo de Egipto a la Galia el cultivo del lino, y, a pesar de lo mucho que estraga el terreno, enriqueció al país.[188]

III) La práctica de los prados artificiales se extendió en Italia y las provincias, especialmente la alfalfa, que debió a Media su nombre y su origen.[189] El abasto de pienso para el ganado en la invernada lo acrecentó sobremanera, y de este modo también se abonaron y fertilizaron las campiñas. En realce de tantas mejoras se acudió a las minas y a las pesquerías, que empleando un sinnúmero de manos laboriosas, afianzan los recreos del pudiente y la manutención del menesteroso. El elegante tratado de Columela retrata la gallarda labranza española durante el reinado de Tiberio, y se puede observar que sólo excepcionalmente asomaron en el dilatado Imperio aquellas hambres que en tan gran manera fueron paliadas por los principios de la República, pues la eventual escasez de alguna provincia quedaba inmediatamente remediada con la abundancia de sus más favorecidos vecinos.

La agricultura es el cimiento de las artes, ya que éstas se reducen a labrar los productos naturales, y en el Imperio, el afán de un pueblo solícito e ingenioso se esmeraba a toda hora y por varios rumbos en halagar a los acaudalados. Trajes, mesas, viviendas y alhajas, todo se agolpaba en manos del poderoso para su regalo selecto y su primorosa esplendidez, exaltando su engreimiento y halagando su sensualidad. En todas las épocas, los moralistas han tildado de lujosos a tales afeites, y tal vez sería más conducente para la virtud y la bienandanza del linaje humano que cada uno disfrutase lo necesario, y nadie lo superfluo, para la vida. Pero en la estragada dislocación de la sociedad, por más que el lujo sea una consecuencia del vicio y el devaneo, parece el único correctivo para la desigualdad de fortunas. El afanado menestral y el artista eminente, ajenos de toda finca, logran un pago voluntario de los hacendados, quienes, a impulsos del interés, van perfeccionando aquellas posesiones cuyos réditos les proporcionan de continuo nuevos deleites. Este vaivén, cuyo resultado se observa en toda sociedad, era mucho más eficaz en el dilatado ámbito del Imperio. Pronto las provincias habrían quedado exhaustas, si las artes lujosas y su respectivo comercio no hubiesen ido reponiendo a los industriosos súbditos las sumas que les arrebataban las armas y los impuestos de Roma. Mientras este trueque se mantuvo ceñido a los confines del Imperio, activó el giro de la máquina gubernativa, y sus resultas, a veces ventajosas, nunca redundaban en el menor quebranto.

Mas no cabe confinar el lujo en los ámbitos de un Imperio, y los países más lejanos se desangraban para abastecer el boato y la afeminación de Roma. Desembocaba la Escitia preciosas pieles; el ámbar se trajinaba por tierra de las costas del Báltico al Danubio, y los bárbaros quedaban pasmados al recibir precios tan subidos por géneros fútiles.[190] Se hacían pedidos de alfombras a Babilonia y otros artefactos a Oriente, pero el tráfico más costoso y perjudicial era el que se tenía con Arabia y la India, pues todos los veranos una flota de ciento veinte velas zarpaba de Myos-hormos, puerto de Egipto en el mar Rojo, y con los periódicos soplos de los monzones atravesaba el mar en alrededor de cuarenta días. La isla de Ceilán o la costa de Malabar, a cuyas ferias acudían los traficantes desde lo más remoto de Asia, solían ser el paradero de la navegación.[191] El regreso a Egipto se efectuaba en diciembre o enero, y una vez que el precioso cargamento era acarreado a lomo de camello desde el mar Rojo hasta el Nilo y bajado por la corriente de éste hasta Alejandría, desembocaba sin demora en la capital del Imperio.[192] El comercio oriental se reducía a fruslerías esplendorosas: seda comprada al peso del oro;[193] piedras preciosas, entre las que las perlas seguían en valor a los diamantes,[194] y una variedad de aromas para el culto religioso y el boato de los funerales. Era increíble el producto del trabajoso y arriesgado viaje, pero todo el desembolso recaía sobre los súbditos romanos y unos cuantos particulares se enriquecían a costa del público, por cuanto, estando los árabes e indios satisfechos con sus propios frutos y artefactos, el comercio por parte de los romanos quedaba casi meramente reducido a su plata. El Senado se lamentaba, fundada y solemnemente, de que el caudal del Estado se empleaba siempre en dijes y galas mujeriles entre naciones extrañas, y aun enemigas.[195] Según el cómputo de un ingenio apurador, aunque severo, el quebranto anual se regulaba en más de ochocientas mil libras,[196] pues así se lamentaba un ánimo aprensivo de la indigencia. Sin embargo, si se cotejan la proporción del oro y de la plata en tiempos de Plinio con la que se fijó en el reinado de Constantino, resulta en este intermedio un aumento cuantioso.[197] No cabe suponer que escasease más el oro; antes bien, se deja inferir que había aumentado la plata, y que por mucho que abultase la exportación de Arabia y la India, estaba muy ajena de apurar la opulencia romana, acudiendo en exceso el producto de las minas a henchir los pedidos del comercio.

En medio del hábito inveterado de ensalzar lo pasado y menoscabar lo presente, se apreciaba entrañablemente y se manifestaba sin rebozo la bonanza del Imperio, tanto en Roma como en las provincias. «Reconocían que los verdaderos principios de la vida social, la legislación, la labranza y los estudios, fruto de la sabiduría de Atenas, habían logrado ahora arraigarse con el poderío de Roma, bajo cuyos eficaces auspicios los bárbaros más bravíos se habían hermanado en un mismo idioma y un idéntico gobierno. A impulsos de las artes, añadían, se va multiplicando la especie humana; celebran la brillantez de las ciudades, la amena gala de las campiñas, realzadas a manera de un inmenso jardín, y el regocijo perpetuo de la paz era disfrutado por innumerables naciones, ajenas ya de enconos y temores para lo venidero».[198] Por más desconfianza que se tenga al viso de declamación y retórica que sobresale en este pasaje, sustancialmente concuerda con la veracidad histórica.

En el esplendor de tanta ventura, se encubrieron para los contemporáneos las causas latentes del quebranto y el menoscabo. Aquella paz dilatada y el plácido régimen de los romanos fueron introduciendo una lenta y oculta ponzoña en las entrañas del Imperio, y apocándose todos los ánimos hasta el mismo nivel, se apagó la hoguera del numen y se aventó el denuedo militar. Los europeos eran de suyo esforzados, y España, Galia, Bretaña y e Iliria proporcionaban excelentes soldados a las legiones, donde realmente estribaba el poderío de la monarquía. Descollaba su valentía personal, mas carecía del tesón que nace del amor a la independencia, de los impulsos del honor nacional, de la presencia del peligro y del ejercicio del mando. El gobierno les repartía a su albedrío leyes y caudillos, y cifraba su defensa en ánimos asalariados, pues la posteridad de tantos afamados adalides se daba por satisfecha con el predicamento de ciudadana y vasalla. Los pechos más gallardos se avenían a la corte y sus banderas, y las desamparadas provincias, sin fuerza ni concordia, gradualmente se hundieron en la postración y la indiferencia de la vida privada.

La afición al estudio, de suyo compañera de la paz y la cultura, primaba entre los súbditos de Adriano y de los Antoninos, que descollaban en finura y en letras. Ese ahínco prevaleció en todos los ámbitos del Imperio: las más aisladas tribus de Bretaña se apasionaron por la retórica; en las márgenes del Rin y el Danubio se copiaba con estudioso empeño a Homero y Virgilio, y cuantiosos galardones salían al encuentro de los menguados asomos de mérito literario.[199] Los griegos cultivaban aventajadamente tanto la medicina como la astronomía, y aún están estudiando los escritos de Galeno los mismos que, mejorando sus descubrimientos, han venido a enmendar sus yerros; pero exceptuando al inimitable Luciano, aquel largo período de desgana se transitó sin dar a luz un solo escritor de numen, o que sobresaliese en el artificio y la elegancia de la composición. Campeaba todavía en las escuelas la autoridad de Platón y Aristóteles, de Zenón y Epicuro, y sus sistemas, trasladados a ciegas y de rodillas de alumno en alumno, atajaban todo gallardo intento de explayar las facultades y ensanchar los ámbitos del ingenio humano, pues las destrezas poéticas y oratorias, en vez de infundir iguales impulsos, acarreaban remedos exánimes, y si alguien se desentendía del recinto de aquellos dechados, su paradero era la impropiedad y la ridiculez. Al renacimiento de las letras, despertaron el numen de Europa el vigor de la imaginación, rejuvenecido tras largo adormecimiento, la competencia nacional, una nueva religión, idiomas nuevos y hasta un nuevo mundo; pero los provinciales de Roma, formados con una educación encajonada y foránea, se veían comprometidos en lid desigual con aquellos osados antiguos que, al prorrumpir en los sentimientos genuinos de su idioma nativo, se habían ya entronizado en sus respectivos solios. El título de poeta quedó olvidado y los sofistas usurparon el de orador: un enjambre de compiladores, críticos y comentadores nublaba el ámbito de la literatura, y así la mengua del numen trajo luego consigo la corrupción del gusto.

El sublime Longino, que algún tiempo después en la corte de una reina siríaca abrigaba los alientos de la antigua Atenas, advierte y deplora la bastardía de sus contemporáneos, que denigraba las virtudes, quebrantaba el brío y ahogaba los ingenios. «Al modo —decía— en que se convierte en pigmeos a algunos niños fajándoles sus miembros ternezuelos, así nuestros tiernos entendimientos, encadenados con las vulgaridades y los hábitos de una estrecha servidumbre, se hallan imposibilitados de explayarse y alcanzar aquella estatura proporcionada que apreciamos en los antiguos, quienes, disfrutando de un gobierno popular, escribían con la misma libertad con que obraban.»[200] Esta menguada estampa del linaje humano —ateniéndonos a la misma alegoría— iba achicándose día tras día y desdiciendo el antiguo marco, y, en efecto, el mundo romano se fue poblando de pigmeos, cuando furiosos gigantes del Norte se lanzaron y acudieron a mejorar la enana casta. Ellos restablecieron el denuedo varonil de la libertad, la cual, tras el intermedio de diez siglos, vino a ser la madre del buen gusto y de la sabiduría.