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LOS EMPERADORES DECIO, GALO, EMILIANO, VALERIANO Y GALIENO - IRRUPCIÓN DE LOS BÁRBAROS - LOS TREINTA TIRANOS
Mediaron veinte años de afrenta y desventura desde los grandiosos juegos seculares celebrados por Filipo hasta la muerte del emperador Galieno. Durante ese plazo tan calamitoso, cada momento fue señalado por los invasores bárbaros y los militares tiranos, y cada provincia fue víctima de ellos; y el arruinado Imperio parecía acercarse al último y fatal momento de su disolución. Los trastornos de esa época y la escasez de documentos auténticos imposibilitan al historiador su anhelado desempeño, y lo fuerzan a quebrar a cada paso la ilación ya harto confusa del relato. Atenido a fragmentos siempre sucintos, a menudo confusos y a veces aun contradictorios, se ve obligado a investigar, comparar y conjeturar, y aunque jamás debe realzar sus conjeturas a la categoría de hechos, el conocimiento de la naturaleza humana y del invariable rumbo de sus ímpetus ciegos y desenfrenados puede, en ciertos casos, hacer las veces de material histórico.
Es obvio, por ejemplo, el concepto de que tanta matanza de emperadores había resquebrajado todos los vínculos entre el príncipe y el pueblo; que todos los generales de Filipo estaban dispuestos a seguir el ejemplo de su soberano, y que por el antojo de la soldadesca, curtida ya en revoluciones violentas, cada mañana muy bien podía comenzar con uno de los ínfimos camaradas encumbrado en el trono. La historia sólo puede agregar que la rebelión contra el emperador Filipo estalló en el verano del año 249 en las legiones de Mesia, y que se eligió sediciosamente a un subalterno[706] llamado Marino. Filipo se sobresaltó, temeroso de que la traición del ejército de Mesia fuese la tea que diera comienzo al incendio general. Fuera de sí a causa del remordimiento de su maldad y su peligro, participó de la novedad al Senado. Debido al temor, y quizá al encono, todos enmudecieron, hasta que al fin Decio, uno de los vocales, ensoberbeciéndose tal como correspondía a su alcurnia, se revistió de más arrojo que el que manifestaba el emperador. Trató el asunto con sumo menosprecio, como un alboroto repentino y desvariado, y al competidor de Filipo, como un monarca fantasmagórico, que en breve se desvanecería con la misma inconsistencia que lo había engendrado. El cumplimiento inmediato de la profecía infundió a Filipo sumo aprecio hacia un consejero tan atinado, y consideró a Decio el único capaz de restablecer el sosiego y refrenar a los soldados con la debida disciplina, puesto que ni aun después del escarmiento de Alarino aquellos ánimos rebeldes podían ser aplacados. Decio, que se resistió empeñosamente a su nombramiento,[707] parece haber sugerido el peligro que acarreaba presentar un líder de mérito a las coléricas y recelosas mentes de los soldados, y esta predicción también fue corroborada por los acontecimientos. Las legiones de Alesia obligaron a su juez a constituirse en su cómplice, puesto que le dieron la posibilidad de elegir entre la púrpura y la muerte. Su conducta posterior a ese trance se hizo ya inevitable: capitaneó o siguió a su hueste hasta el confín de Italia, donde Filipo, después de reunir todas sus fuerzas para contrarrestar al enemigo que él se había labrado incautamente, le salió al encuentro. El ejército imperial era superior en número, pero los rebeldes componían una hueste de veteranos acaudillada por un guerrero hábil y experimentado. Filipo murió en la batalla o fue ejecutado pocos días después en Verona, y los pretorianos mataron en Roma a su hijo y asociado. Decio, victorioso, con más condiciones favorables que las que podía generalmente alegar la ambición de aquellos tiempos, quedó universalmente reconocido por el Senado y las provincias. Refieren que, habiendo aceptado a su pesar el título de Augusto, siguió afirmando privadamente su lealtad a Filipo y le aseguró que al llegar a Italia se despojaría del ropaje imperial para volver a la jerarquía de obediente súbdito. Sus declaraciones podían ser sinceras, pero, en la situación en que la fortuna lo había puesto, no podía perdonar ni ser perdonado.[708]
El emperador Decio había dedicado algunos meses a mantener la paz y administrar la justicia hasta que fue convocado a las riberas del Danubio por la invasión de los godos (año 250). Ésta es la primera situación relevante en que la historia menciona a aquel gran pueblo, que luego derrumbó el poderío de Roma, saqueó el Capitolio y reinó en la Galia, España e Italia. Fue tan memorable la participación que tuvieron en la ruina del Imperio occidental, que el nombre de los godos con frecuencia es impropiamente empleado como la denominación general de bárbaros cerriles y belicosos.
Al principio del siglo VI y tras la conquista de Italia, los godos, en la posesión de su grandeza, se explayaron plácidamente gracias a la perspectiva de sus glorias pasadas y venideras, y anhelaron conservar la memoria de sus antepasados y trasladar a la posteridad sus propias hazañas. El sabio Casiodoro, principal ministro de la corte de Ravena, halagó la propensión de los vencedores en su historia goda, que consta de doce libros, reducidos ahora en el imperfecto compendio de Jornandes.[709] Estos escritos pasaron por alto, con hábil laconismo, los fracasos de la nación, exaltaron su venturoso coraje y engalanaron el triunfo con trofeos asiáticos, pertenecientes en realidad al pueblo escita. Por el testimonio de cantares antiguos —documentos dudosos, pero únicos, entre los bárbaros—, rastreaban el origen primitivo de los godos de la vasta isla, o península, de Escandinavia.[710] Los conquistadores de Italia no desconocían ese extremo septentrional, pues recientes tratos de amistad habían fortalecido los vínculos del antiguo parentesco, y el rey escandinavo gustosamente había abandonado su encumbramiento para disfrutar lo restante de su vida en la sosegada y culta corte de Ravena.[711] Muchos vestigios, que no se pueden atribuir a la vanidad popular, acreditan la remota residencia de los godos en los países cercanos al Rin. Desde los tiempos del geógrafo Ptolomeo, la parte meridional de Suecia continuó, al parecer, en manos de la porción menos emprendedora de la nación, y aún hoy un amplio territorio se divide en Gotia oriental y occidental. En la Edad Media (desde el siglo IX hasta el XII), mientras el cristianismo progresaba pausadamente hacia el Norte, los godos y los suecos componían dos cuerpos diversos y a veces enemigos de la misma monarquía,[712] y el segundo nombre ha prevalecido sin borrar el primero. Los suecos, que podrían estar muy satisfechos con su propia nombradía en las armas, siempre se han jactado de su gloriosa parentela con los godos, y Carlos XII, en un rapto de enojo con la corte de Roma, sugirió que sus tropas victoriosas no eran inferiores a las de sus valientes antecesores, que ya habían sojuzgado a la dueña del orbe.[713]
Hasta fines del siglo XI, un ilustre templo subsistió en Uppsala, la preeminente ciudad de suecos y godos; estaba realzado por el oro obtenido por los escandinavos en sus piraterías y santificado con las toscas representaciones de tres deidades principales: el dios de la guerra, la diosa de la fecundación y el dios del trueno. En la festividad general, celebrada cada nueve años, se sacrificaban nueve seres vivos de cada especie, sin exceptuar la humana, y sus cadáveres ensangrentados se llevaban, enarbolados, por el bosque sacrosanto inmediato al edificio.[714] Los únicos vestigios que subsisten en nuestros tiempos de esta superstición bárbara se conservan en los Eddas, que contienen un sistema de mitología recopilado en Islandia hacia el siglo XIII y estudiado por los eruditos de Dinamarca y Suecia como las más apreciables reliquias de sus tradiciones antiguas.
A pesar de la misteriosa lobreguez de los Eddas, podemos distinguir dos personajes que se confunden con el nombre de Odín: el dios de la guerra y el sumo legislador de Escandinavia. El último de ellos, un Mahoma septentrional, instituyó una religión adaptada al clima y las gentes. En ambas costas del Báltico, innumerables tribus se postraron ante Odín por su invencible valor, su persuasión y su maestría en la magia. Con su muerte voluntaria confirmó la creencia que había ido propagando por el espacio de su larga y próspera vida, puesto que, temeroso de los ignominiosos asomos de achaques y dolencias, decidió morir como correspondía a un guerrero: en una solemne reunión de suecos y godos, se hirió mortalmente en nueve sitios, preparando —como lo afirmaba con desmayada voz— el banquete de los héroes en el palacio del dios de la guerra.[715]
La mansión nativa de Odín se distinguía con la denominación de Asgard, y la semejanza de este nombre con Asburgo y Azov,[716] voces de significación parecida, ha dado margen para idear un sistema histórico tan halagüeño que infunde el deseo de creer que es verdadero. Se supone que Odín acaudilló una tribu de bárbaros que habitó las orillas del lago Meotis [actual mar de Azov], hasta que la caída de Mitrídates y las armas de Pompeyo amenazaron al Norte con la servidumbre. Asimismo, refieren que Odín, cediendo a una potestad irresistible, capitaneó su tribu, desde el confín de la Sarmacia asiática hasta Suecia, con el grandioso propósito de establecer en aquel retiro inaccesible una religión y un pueblo que allá, en tiempos lejanos, le suministrase inmortal desagravio, cuando los godos invencibles, a impulsos de su marcial fanatismo, se lanzasen a porfía en numerosas hordas desde las cercanías del polo para castigar a los opresores de la humanidad.[717]
Aun cuando renovadas generaciones de godos alcanzasen a conservar una escasa tradición de su origen escandinavo, no deberíamos esperar de bárbaros tan iletrados un relato preciso del tiempo y las circunstancias de su emigración. Era obvia la travesía del Báltico, y los moradores de Suecia eran dueños de suficiente número de grandes bajeles con remos,[718] pues la distancia de Carlscrona a los próximos puertos de Pomerania y Prusia se reduce a poco más de cien millas [160,9 km]. Aquí, por fin, llegamos a un terreno histórico y firme. Al menos desde el principio de la era cristiana[719] hasta la época de los Antoninos,[720] los godos estuvieron establecidos hacia la boca del Vístula, en aquella fértil provincia donde mucho después se fundaron las ciudades comerciales de Thorn, Kaliningrado, Elbing y Danzig.[721] Al oeste de los godos, los vándalos se explayaban en extensas tribus por las orillas del Odra y las costas de Pomerania y de Mecklemburgo, pero una manifiesta semejanza de tez, costumbres, religión e idioma daba a entender el entronque original de vándalos y godos.[722] Estos últimos se subdividían en ostrogodos, visigodos y gépidos.[723] La distinción entre los vándalos era más marcada, con los nombres de héralos, borgoñones, lombardos y además un sinnúmero de pequeñas naciones, que luego, en siglos venideros, se convirtieron en poderosas monarquías.
En los tiempos de los Antoninos, los godos aún se encontraban establecidos en Prusia, y en el reinado de Alejandro Severo la provincia romana de Dacia ya había sido víctima de su proximidad, por sus frecuentes y perniciosas correrías.[724] Por lo tanto, debemos colocar en este intermedio de unos setenta años la segunda emigración goda del Báltico al Euxino, pero su causa se halla oculta entre los diversos motivos que provocan la conducta de los bárbaros trashumantes: epidemias, hambre, victorias, derrotas, oráculo de sus dioses o elocuencia de algún líder audaz eran motivos suficientes para que repentinamente las huestes godas se lanzaran hacia los apacibles climas del Sur. Además de la influencia de una religión belicosa, el número y la gallardía de los godos los habilitaban para los trances más grandiosos y arriesgados. El uso de escudos circulares y espadas cortas los volvía formidables para toda refriega de hombre a hombre; la viril obediencia que tributaban a sus reyes hereditarios aseguraba la estrecha unión entre ellos y la firmeza de sus decisiones,[725] y el afamado Ámalo —héroe de su tiempo y décimo antepasado de Teodorico, rey de Italia— reforzaba, con su mérito personal, las prerrogativas de su nacimiento, que lo entroncaba con los Anses o semidioses de la nación goda.[726]
La fama de una gran empresa excitó a los más valientes soldados de los Estados vandálicos de Germania, muchos de los cuales son vistos muchos años después en las peleas bajo el estandarte general de los godos.[727] El primer avance los trajo a las orillas del Pripyat, río del que los antiguos solían suponer que era el brazo meridional del Borístenes [actual Dniéper].[728] Los recodos de esa corriente por las llanuras de Polonia y Rusia daban un rumbo de su marcha, y proporcionaban agua fresca y pasto para sus crecidos rebaños. Seguían el desconocido curso del río, confiados en su valentía y sin preocuparse de cualquiera fuerza que pudiera obstaculizar su tránsito. Los primeros en presentarse fueron los bastarnos y los venedos, y la flor de su juventud acrecentó la hueste goda, voluntaria o forzadamente. Los bastarnos habitaban la vertiente septentrional de los montes Cárpatos; el inmenso trecho que los separaba de los salvajes de Finlandia fue tomado, o más bien devastado, por los venedos,[729] y hay motivos para pensar que la primera de estas naciones —que, tras descollar en la guerra de Macedonia,[730] se dividió en las formidables tribus de los peucinos, los beranos, los carpos, etc.— descendía de los germanos. Con más fundamento podemos atribuir un origen sármata a los venedos, que fueron tan famosos en la Edad Media.[731] Pero la confusión de costumbres y lazos de sangre en esa dudosa frontera a menudo dejaba perplejos a los más esmerados observadores.[732] A medida que los godos se iban acercando al mar Euxino, tropezaban con las tribus originarias de los sármatas, los yacijes, los alanos y los roxolanos, y quizá fueron los primeros germanos que vieron las bocas del Borístenes y del Tanais [actual Don]. Si nos empeñamos en distinguir el pueblo de Germania del de Sarmacia, podremos observar que se diferenciaban por poseer chozas fijas o carpas móviles, por usar trajes ajustados o vestimentas holgadas, por contraer enlace con una o con muchas mujeres, por una fuerza militar en la que predominaba la caballería o bien la infantería, y, ante todo, por el uso del idioma teutónico o eslavo, difundido este último por las conquistas que tuvieron lugar desde el confín de Italia hasta las cercanías de Japón.
Ya los godos poseían Ucrania, país extenso y de fertilidad poco común, surcado de ríos navegables que, por ambos lados, desaguan en el Borístenes y salpicado con extensos y frondosos bosques de robles. La abundancia de caza y pesca; los innumerables colmenares situados en troncos huecos y en cuevas de los peñascos, que producían, aun en aquellos siglos atrasadísimos, un valioso ramo de comercio; el tamaño del ganado; la temperatura del aire; lo adecuado del suelo para todo género de granos; y la lozanía de las plantas: en todo descollaba la profusión de la naturaleza y brindaba al hombre un campo favorable para su trabajo.[733] Pero los godos resistieron todas esas tentaciones y siguieron llevando una vida de holgazanería, pobreza y rapiña.
Los grupos escitas que confinaban por Levante con los nuevos establecimientos de los godos nada presentaban a sus armas, a excepción de la dudosa posibilidad de una infructuosa victoria. Pero la perspectiva de los territorios romanos era mucho más atractiva, y los campos de Dacia estaban cubiertos por riquísimas mieses, sembradas por la mano de un pueblo industrioso y expuestas al asalto de otro que solamente era guerrero. Es probable que las conquistas de Trajano, conservadas por sus sucesores, no tanto en consideración a alguna ventaja efectiva como a una ideal dignidad, habían contribuido a debilitar el Imperio por aquella parte. La nueva e insegura provincia de Dacia no era lo suficientemente fuerte para resistir la rapacidad de los bárbaros ni bastante rica para saciarla. Mientras las remotas orillas del Dniéster se consideraban los límites del poderío romano, se resguardaban con menos esmero las fortificaciones del bajo Danubio, y los habitantes de Mesia se apoltronaban indolentemente, considerándose, gozosos, a una inaccesible lejanía de los embates de salteadores bárbaros. El avance de los godos que tuvo lugar durante el reinado de Filipo los desesperanzó lastimosamente, pues el caudillo de esa nación bravía atravesó con menosprecio la provincia de Dacia y traspuso sin tropiezos de importancia el Dniéster y el Danubio. La quebrantada disciplina de los romanos desamparó los puestos dominantes donde se habían detenido, y el temor a un merecido castigo movió a muchos a alistarse tras los estandartes godos. Al fin, la revuelta muchedumbre de bárbaros apareció ante los muros de Marcianópolis, ciudad edificada por Trajano en obsequio de su hermana y por entonces capital de la segunda Mesia.[734] Los moradores se avinieron a rescatar sus vidas y haciendas con el pago de una cuantiosa suma, y los salteadores regresaron a sus páramos, más estimulados que satisfechos con el logro de su primer lance contra un país opulento y débil a un tiempo. Luego comunicaron al emperador Decio que Cniva, rey de los godos, había cruzado el Danubio con mayores fuerzas; que sus innumerables disturbios iban devastando la provincia de Mesia, mientras que el resto de la hueste —setenta mil germanos y sármatas, una fuerza competente para la más arrojada empresa— clamaba por la presencia del monarca romano y la acción de su poderío militar.
Decio encontró a los godos empeñados en cercar Nicópolis, uno de los monumentos a las victorias de Trajano (año 250).[735] A su llegada levantaron el sitio, pero con el propósito de encaminarse a un objetivo más importante, el de sitiar Filipópolis, una ciudad de Tracia fundada por el padre de Alejandro cerca del monte Haemus.[736] Decio los siguió trabajosamente por un territorio difícil, a marcha forzada, pero, al considerarse todavía a larga distancia de la retaguardia enemiga, Cniva volvió sobre sus perseguidores con repentina furia. El campamento romano fue sorprendido y saqueado, y por primera vez el emperador huyó desordenadamente ante una chusma de bárbaros mal armados. Tras porfiada resistencia, Filipópolis, desprovista de todo socorro, fue tomada por asalto. Se refiere que en el saqueo fenecieron más de cien mil personas,[737] y muchos prisioneros de consideración aumentaron el valor de la presa; Prisco, hermano del emperador Filipo, no se sonrojó al vestir la púrpura, apadrinado por los salteadores enemigos de Roma.[738] Sin embargo, el sitio dio tiempo suficiente al emperador Decio para reanimar a la tropa, reforzarla y restablecer su disciplina. Interceptó numerosas partidas de carpos y otros germanos que acudían frenéticamente al cebo de la victoria de sus compatriotas;[739] confió los desfiladeros de las sierras a oficiales de comprobado valor y fidelidad;[740] repuso y robusteció las fortificaciones del Danubio; y se esforzó para evitar tanto atajar los progresos como la retirada de los godos. Alentado con el retorno de su fortuna, ansiaba la oportunidad de recobrar, en un lance grandioso y decisivo, su propia nombradía y la del ejército romano.[741]
Al mismo tiempo en que Decio forcejeaba contra los ímpetus de la tormenta, su entendimiento, sosegado y solícito en medio de los vaivenes de la guerra, se dedicaba a investigar los móviles generales que tan eficazmente impulsaban, desde la era de los Antoninos, la decadencia de la grandeza romana. Se enteró de inmediato de la imposibilidad absoluta de reponerla en su debido asiento sin restaurar las virtudes públicas, las costumbres y los principios antiguos, y la hollada majestad de las leyes. Para el desempeño de tan arduo e ilustre intento, ante todo acordó restablecer el cargo antiguo de censor, magistrado que, mientras subsistió en su primitiva entereza, contribuyó en gran manera a la permanencia del Estado,[742] hasta que fue usurpado y gradualmente desatendido por los Césares.[743] Conocedor de que los favores del soberano acarrean privilegios y de que sólo el aprecio público infunde autoridad, entregó la elección del censor al absoluto albedrío del Senado, y resultó nombrado por unanimidad, o más bien por aclamación (año 251), aquel Valeriano que después fue emperador, y que a la sazón estaba sirviendo excelentemente en el ejército de Decio. Cuando el emperador conoció el decreto del Senado, reunió un gran consejo en el campamento y antes de la investidura le manifestó lo arduo y trascendental de aquel sumo cargo. «Venturoso Valeriano —dijo el príncipe a su eminente súbdito—, venturoso por la aprobación general del Senado y de la República romana: aceptad la censura del género humano y sentenciad sobre nuestras costumbres. Escogeréis a los que merecen continuar siendo miembros del Senado, devolveréis su antiguo esplendor al orden ecuestre, mejoraréis las rentas, aliviando empero los gravámenes públicos. Distinguiréis en clases a la inmensa y variada muchedumbre de ciudadanos, y haréis una esmerada reseña de la fuerza militar, de los caudales, la pujanza y los recursos de Roma, pues el ejército, los ministros de justicia, los oficiales superiores del Imperio: todos estarán subordinados a vuestro tribunal, sin más excepción que la de los cónsules ordinarios,[744] el prefecto de la ciudad, el rey de los sacrificios y —mientras conserve su castidad— la mayor de las vírgenes vestales, y aun estos pocos que no han de temer las providencias del censor romano ansiarán su aprecio.»[745]
Un magistrado investido de tan amplia potestad no podía parecer ministro sino compañero del emperador,[746] y Valeriano se mostró fundadamente temeroso de un ascenso tan envidiable y arriesgado. Argumentó con modestia la alarmante grandeza de la confianza, su propia insuficiencia y la incurable corrupción de los tiempos, insinuando hábilmente que la jurisdicción del censor era inseparable de la soberanía imperial, y que las débiles manos de un súbdito eran incapaces de sostener ese enorme peso de afanes y de poderío.[747] La inminencia de la guerra pronto puso fin a la prosecución de un proyecto tan grandioso como impracticable, y preservó a la vez a Valeriano del peligro y a Decio de la decepción que probablemente iba a experimentar. Un censor puede ser eficaz para conservar la moralidad en un Estado, mas no para restablecerla, pues no le cabe ejercer su autoridad con provecho, ni aun con resultado, sin un sentido del honor y de la virtud en las mentes de las personas, un honesto respeto a la opinión pública y una serie de útiles prejuicios que combatan del lado de las costumbres nacionales. Borrados estos principios, la jurisdicción censoria concluiría en mero boato, o bien se habría de convertir en un servil instrumento de violentas tropelías.[748] Más factible era vencer a los godos que desarraigar los vicios inveterados, y aun Decio perdió su ejército y su vida en aquella empresa.
Las armas romanas acorralaban y perseguían ya en todas partes a los godos, cuya milicia más florida había fenecido en el dilatado sitio de Filipópolis, y el país exhausto no podía hacerse cargo de la subsistencia de la restante muchedumbre de bárbaros desmandados. En esta situación extrema, los godos habrían estado conformes de cambiar todo su botín y sus prisioneros por una retirada sin problemas. Pero, confiado en su victoria y, para castigo de estos invasores, resuelto a infundir un saludable terror a las naciones del Norte, el emperador se negó a efectuar un convenio, y los altaneros bárbaros antepusieron la muerte a la servidumbre. La refriega tuvo lugar junto a un pueblecillo llamado Foro de Trebonio, en Mesia.[749] Los godos estaban escuadronados en tres líneas; la tercera de ellas, deliberada o accidentalmente, se hallaba resguardada en el frente por un pantano. En el primer avance murió de un flechazo, en presencia de su desconsolado padre, el hijo de Decio, mozo sobre el que recaían grandísimas esperanzas y que ya estaba asociado a los honores de la púrpura. El joven empleó sus últimas fuerzas para amonestar a la desalentada tropa, diciéndole que la pérdida de un solo guerrero era de poca importancia para la República.[750] Pelearon encarnizadamente, pues la desesperación lidiaba contra el pesar y la saña; finalmente, la primera línea goda se desbarató y cedió, y la segunda, acudiendo a su auxilio, padeció igual suerte. La tercera línea, que quedó sola e intacta, se dispuso a evitar el cruce del pantano, intentado ciegamente por el engreimiento de sus enemigos. Aquí se invirtió el trance, que se volvió contra los romanos: la hondísima ciénaga sumergía a los que ya se habían detenido y hacía resbalar a los que avanzaban. La armadura era agobiante; las aguas, profundas; y en tan difícil situación los romanos no podían usar sus pesadas jabalinas, mientras que los bárbaros, que habían aprendido a pelear en lodazales y eran hombres de gran altura, blandían sus larguísimas lanzas y herían a gran distancia.[751] Todo redundó en el exterminio de los romanos, que fenecieron empantanados, y jamás apareció el cadáver del emperador.[752] Tal fue el paradero de Decio, a los cincuenta años, príncipe cabal, activo en la guerra y afable en la paz,[753] quien juntamente con su hijo ha merecido en la vida y en la muerte parangonarse con los más eminentes ejemplos de la virtud antigua.[754]
Con tan extremado desmán amainó por poco tiempo el desenfreno de las legiones, pues parece que, muda y sumisamente, esperaron y obedecieron el decreto del Senado que regulaba la sucesión al trono (diciembre de 254). En justo homenaje a la memoria de Decio, se confirió el título imperial a Hostiliano, su único hijo sobreviviente, pero se concedió igual jerarquía, con potestad más efectiva, a Galo, cuya experiencia y desempeño eran más adecuados para el sumo cargo de tutor del joven príncipe y organizador del acongojado imperio.[755] El nuevo emperador dedicó su primer esfuerzo a liberar a las provincias ilíricas del intolerable azote de los godos vencedores. Aceptó dejar en manos de aquéllos los riquísimos frutos de su invasión, un despojo inmenso y —lo que era más afrentoso— un considerable número de prisioneros de altas prendas y jerarquía (año 252). Su campamento abasteció de cuanto regalo podía calmar su arrogancia y facilitar su anhelada despedida, y aun se comprometió a un tributo anual de gran cantidad de oro, a cambio de que jamás asomasen por el territorio romano con sus aciagas correrías.[756]
En tiempos de los Escipiones, la República triunfadora solía agasajar a los reyes más opulentos de la tierra, que galanteaban su patrocinio, con regalos cuyo valor residía por entero en la mano que los concedía, ya que se reducían a una silla de marfil, una tosca vestimenta púrpura, una pequeña pieza de plata o algunas monedillas de cobre.[757] Después de que el caudal de las naciones se centró en Roma, los emperadores manifestaban su grandeza, y aun su política, con el ejercicio incesante de su generosidad con los aliados del gobierno: aliviaban la pobreza de los bárbaros, honraban sus méritos y premiaban su lealtad. Estas voluntarias demostraciones no estaban causadas por la zozobra sino por la generosidad o el agradecimiento de los romanos, y mientras distribuían rebosadamente regalos y subsidios a los amigos y suplicantes, los negaban con adustez a cuantos los reclamaban como el pago de una deuda.[758] Pero este pacto de pensión anual a un enemigo victorioso se manifestó desembozadamente como un afrentoso tributo, y dado que los romanos aún no estaban habituados a recibir leyes tan violentas de una tribu de bárbaros, el príncipe, que con una concesión necesaria probablemente había salvado a la patria, se convirtió en objeto del desprecio y la aversión general. La muerte de Hostiliano, aunque sobrevino en medio de una peste asoladora, fue considerada un delito personal de Galo,[759] y hasta la derrota del antecesor se achacó suspicazmente a desleales consejos del aborrecido sucesor.[760] El sosiego que disfrutó el Imperio durante el primer año de su gobierno[761] sólo sirvió para enconar, en vez de atraer, los insatisfechos ánimos, pues, libres ya de las zozobras de la guerra, el desdoro de la paz se hizo más perceptible y doloroso.
Sin embargo, los romanos se irritaron infinitamente cuando advirtieron que, ni aun con el sacrificio de su honor, habían logrado afianzar su sosiego. El peligroso secreto de la riqueza y la debilidad del Imperio quedó revelado, y nuevas hordas de bárbaros, envalentonados con el éxito y sin hacerse cargo de cualquier obligación de sus hermanos, asolaron frenéticamente las provincias ilíricas, estremeciendo hasta los mismos umbrales de Roma. Emiliano, gobernador de Panonia y Mesia, fue quien tomó a su cargo la defensa de la monarquía, que parecía abandonada por el pusilánime emperador. Reunió y reanimó las tropas dispersas, y repentinamente embistió, derrotó, arrojó y persiguió a los bárbaros más allá del Danubio. El caudillo triunfador repartió, a modo de donativo, el dinero capturado por vía del tributo, y en el campo de batalla los soldados lo vitorearon y proclamaron emperador.[762] Galo, sin preocuparse por el bienestar público, se encontraba regalándose con las delicias de Italia, y se enteró, casi al mismo tiempo, del éxito, de la insurrección y de la veloz llegada de su ambicioso teniente. Se adelantó a su encuentro por las llanuras de Spoleto, y, al avistarse las huestes, la soldadesca de Galo comparó la indecorosa conducta de su soberano con los blasones de su competidor; celebró el coraje de Emiliano y quedó prendada de su largueza, pues éste había ofrecido considerables aumentos de la paga a todos los desertores.[763] El asesinato de Galo y de su hijo Volusiano puso fin a la guerra civil, y el Senado dio sanción legal a los derechos de conquista.
En las cartas de Emiliano a aquel cuerpo alternaban la modestia y la vanagloria, ya que le aseguraba que iba a transferir a sus expertas manos la administración civil, dándose por pagado con la graduación de su general, y que así en breve volvería a encumbrar a Roma, despejando al Imperio de la gavilla de bárbaros, tanto del Norte como del Oriente.[764] Los vítores del Senado halagaron su orgullo, y aún existen medallas que lo representan con los títulos y atributos de Hércules Vencedor y de Marte Vengador.[765]
Aunque el nuevo monarca atesorase tan ilustres prendas, le faltó el tiempo necesario para cumplir sus grandiosas promesas, pues mediaron escasamente cuatro meses entre su victoria y su caída.[766] Triunfó ante Galo, pero se postró ante un competidor de mayor envergadura. El desventurado príncipe había enviado a Valeriano, honrado ya con el distintivo de censor, para que le trajera las legiones de Galia y de Germania.[767] Valeriano desempeñó fiel y eficazmente su misión, pero como llegó demasiado tarde para rescatar a su soberano, resolvió vengarlo. Las tropas de Emiliano, que aún acampaban en las llanuras de Spoleto, reverenciaban la santidad de su carácter, pero mucho más la fuerza preponderante de su ejército, e, incapaces de cualquier apego personal, ensangrentaron sin reparo sus manos con la muerte de un príncipe que acababan de enaltecer e idolatrar. Fue de ellos la culpa, pero la ventaja la recibió Valeriano, quien en verdad fue a ocupar el trono por los medios usuales en una guerra civil, pero con una inocencia poco común en esos tiempos convulsionados, pues no debía agradecimiento ni subordinación a su predecesor, al que había destronado.
Valeriano tenía cerca de sesenta años[768] cuando vistió la púrpura, no por antojo de la plebe ni por un alboroto del ejército, sino por la voz unánime del orbe romano. En sus sucesivos ascensos por la escala establecida, había merecido el favoritismo de todo príncipe virtuoso, declarándose siempre enemigo de los tiranos.[769] Su nacimiento ilustre, sus moderadas e irreprochables costumbres, su juicio, su instrucción y su experiencia lograban el aprecio del Senado y del pueblo, y —según el comentario de un escritor antiguo— si el linaje humano tuviera la libertad de elegir a su gobernante, su preferencia recaería sobre Valeriano.[770] Quizás el mérito del emperador no correspondía a su reputación, y quizá su desempeño, o al menos su temperamento, adolecía de la decadencia y la tibieza propias de la edad avanzada. Conocedor de esto, trató de compartir el solio con un socio más joven y más activo,[771] pues el apuro de la situación requería un general no menos que un príncipe, y la experiencia del censor romano podía indicarle cuál era el individuo merecedor de la púrpura imperial, como recompensa a su mérito militar. No obstante, en vez de atinar con una elección que consolidase su reinado y realzase su memoria, atendiendo más bien a los impulsos del cariño y de la vanagloria, Valeriano revistió con los honores supremos a su hijo Galieno, mozo afeminado, cuyos vicios, en el aislamiento de su vida privada, hasta entonces habían estado encubiertos. Gobernaron juntos siete años, y además Galieno reinó, solo, otros ocho, pero todo ese plazo fue una serie ininterrumpida de trastornos y calamidades. Dado que simultáneamente asaltaban al Imperio Romano, por fuera, invasores ciegos y furibundos, y por dentro, frenéticos e insaciables usurpadores, para dar organización y claridad seguiremos no tanto el estricto orden cronológico sino una distribución más natural de los temas.
Los más infaustos enemigos de Roma, durante los reinados de Valeriano y Galieno, fueron: I) los francos, II) los alemanes, III) los godos y IV) los persas. Bajo estas denominaciones generales incluimos las aventuras de tribus menos considerables, cuyos nombres desconocidos y enrevesados abrumarían la memoria y distraerían la atención del lector.
I) Por cuanto la posteridad de los francos constituye una de las naciones mayores y más ilustradas de Europa, se ha empleado erudición e ingenio para descubrir a sus iletrados ancestros. Tras los relatos asomaron sistemas fantásticos, y se han ido desmenuzando las citas y presenciando los parajes por donde cupiese rastrear su recóndito origen. Panonia,[772] Galia y Germania[773] han sido alternativamente su cuna, hasta que por fin los críticos más sensatos, dejando a un lado esas ficticias emigraciones de conquistadores imaginarios, se han puesto de acuerdo en un dictamen cuya sencillez nos persuade de su veracidad.[774] Dan por supuesto que, hacia el año 240,[775] los antiguos habitantes del bajo Rin y del Weser fraguaron una confederación con el nombre de francos. El actual círculo de Westfalia, el landgraviato de Hesse y los ducados de Brunswick y de Luxemburgo fueron el antiguo solar de los caucos, que en sus inaccesibles pantanos desafiaban a las armas romanas;[776] de los queruscos, orgullosos de la nombradía de Arminio; de los catos, formidables por su denodada e invencible infantería; y de otras tribus inferiores en nombre y poderío.[777] Para estos germanos, la pasión por la libertad era preponderante; su goce, el mayor tesoro; y la voz que expresaba ese logro, la más halagüeña a sus oídos. Merecieron, se apropiaron y conservaron el título honorífico de francos u hombres libres, que encubría, pero no borraba, los nombres particulares de los diversos Estados de la confederación.[778] Las leyes de aquella unión, que se fue fortaleciendo mediante el hábito y la experiencia, establecieron consentimiento tácito y ventajas mutuas. La liga de los francos era un remedo del cuerpo helvético, en el cual cada cantón mantiene su soberanía, al mismo tiempo que tercia con sus hermanos en la causa común, sin reconocer la autoridad de ningún caudillo supremo o asamblea representante.[779] Pero los principios de ambas confederaciones eran muy diferentes, pues 200 años de paz han premiado la política juiciosa y honrada de los suizos, y un espíritu inconstante, la sed de rapiña y el menosprecio de los más solemnes tratados deshonró el carácter de los francos.
Los romanos habían experimentado considerablemente el denuedo de aquel pueblo de la Germania inferior, cuya unión amenazaba a la Galia con una invasión tan formidable como nunca había existido hasta entonces, y requería la presencia de Galieno, sucesor y compañero en la potestad imperial.[780] Mientras el príncipe y su pequeño hijo Salonio ostentaban en la corte de Tréveris la majestad del Imperio, acaudillaba magistralmente los ejércitos el general Póstumo, quien, aunque luego traicionaría a la familia de Valeriano, permaneció siempre fiel a los intereses de la monarquía. El alevoso lenguaje de panegíricos y medallas confusamente pregona una extensa serie de victorias, y los trofeos acreditan (si tales monumentos pueden ser confiables) la nombradía de Póstumo, condecorado repetidamente con los títulos de vencedor de los germanos y salvador de las Galias.[781]
Pero un hecho particular, el único que nos consta, desvanece en gran manera toda esta vanagloria aduladora. El Rin, aunque realzado con el título de salvaguardia de las provincias, era una valla insuficiente para atajar el denuedo emprendedor que arrebataba a los francos. Repentinamente devastaron el territorio comprendido por aquel río y los Pirineos, cuyas cumbres tampoco los detuvieron. España, que nunca había temido las incursiones de los germanos, no pudo oponerles resistencia. Durante doce años —casi todo el reinado de Galieno— ese opulento país fue el escenario de hostilidades desiguales y destructivas. Tarragona, floreciente capital de una provincia pacífica, fue saqueada y casi destruida,[782] y aun muy posteriormente —en tiempos de Orosio, que escribió en el siglo V— algunas pobres chozas, dispersas entre los escombros de suntuosas ciudades, todavía recordaban la saña de los bárbaros.[783] Apurada ya la presa en el país exánime, los francos se apoderaron de algunos bajeles en los puertos de España[784] y arribaron a las playas de Mauritania. Aquella remota provincia quedó atónita a causa del desenfreno de tales fieras, que parecían caer de algún nuevo mundo, puesto que sus nombres, sus costumbres y su complexión física eran igualmente desconocidos en la costa de África.[785]
II) En la parte de la alta Sajonia —más allá del Elba— que en la actualidad constituye el marquesado de Lusacia, antiguamente hubo un bosque sagrado, lóbrego asiento de la superstición de los suevos. A nadie le era lícito hollar ese sacrosanto lugar sin admitir, con postura suplicante, la inmediata presencia de la deidad suprema.[786] El patriotismo, así como la devoción, contribuyeron a consagrar el Sonnenwald, o bosque de los semnones,[787] pues universalmente se creía que la nación había salido a luz en aquel sitio santificado. Periódicamente acudían delegados de numerosas tribus que blasonaban de sangre sueva, y la memoria de su origen común se honraba con rituales bárbaros y sacrificios humanos. El extendido nombre de los suevos abarcaba el interior de Germania desde las orillas del Odra hasta las del Danubio. Se diferenciaban de los demás germanos por el particular peinado de su larga cabellera, que recogían con un moño sobre la coronilla, y se enorgullecían de aquel realce que embravecía y agigantaba sus filas a los ojos del enemigo.[788] Todos los germanos, aunque ansiaban nombradía militar, confesaban que los suevos eran más valientes, y las tribus de los usipetos y tencteros, que con su numerosa hueste habían resistido al dictador César, manifestaron que no consideraban una afrenta haber huido de un pueblo cuyas armas no podían contrarrestar los mismos dioses inmortales.[789]
Durante el reinado del emperador Caracalla, apareció por las orillas del Mein un innumerable enjambre de suevos, que amenazaban a las provincias inmediatas en pos de provisiones, saqueos o nombradía. Esa hueste[790] de voluntarios paulatinamente creció hasta formar una nación grandiosa y permanente, que, puesto que se componía de diferentes tribus, finalmente se llamó alemanes (alemanni), o todos los hombres, para denotar a un tiempo su diverso linaje y su común valentía.[791] Esto último fue comprobado por los romanos en las múltiples y asoladoras correrías, pues los alemanes, que principalmente peleaban montados, mezclaban y fortalecían su caballería con infantes escogidos de la juventud más valiente y activa, adiestrados con el incesante ejercicio de acompañar a los jinetes en las más largas marchas, los ataques más intrépidos y las más eficaces retiradas.[792]
Estos germanos tan guerreros, atónitos por los inmensos preparativos de Alejandro Severo, pronto quedaron aterrados por las armas de su sucesor, un bárbaro tan feroz y valiente como ellos mismos. Amenazando las fronteras del Imperio, acrecentaron el trastorno general que sobrevino a la muerte de Decio. Infligieron numerosas heridas a las ricas provincias de Galia, y fueron los primeros en quitar el velo que encubría la débil majestad de Italia. Un crecido cuerpo de alemanes cruzó el Danubio, atravesó luego los Alpes réticos y las llanuras de Lombardía, avanzó hacia Ravena e hizo flamear las victoriosas banderas de los bárbaros casi a la vista de Roma.[793]
El insulto y el peligro reencendieron en el Senado algunas chispas de la antigua virtud, pues ambos emperadores se hallaban embargados en guerras lejanas —Valeriano, en Oriente, y Galieno, sobre el Rin—, por lo que estaban en sus manos todas las esperanzas y los recursos de los romanos. En esa emergencia, los senadores se encargaron de la defensa de la República, pusieron en campaña la guardia pretoriana que guarnecía la capital y completaron su fuerza alistando a los plebeyos más deseosos de acudir al servicio público. Asombrados los alemanes con la repentina aparición de un ejército más crecido que el suyo, se retiraron a Germania, cargados de despojos, y su salida fue considerada una victoria por los desaguerridos romanos.[794]
Cuando Galieno se enteró de que la capital ya se había liberado de los bárbaros, le produjo menos complacencia que alarma el coraje del Senado, puesto que algún día podría incitarlo a rescatar al pueblo no menos de la tiranía interior que de la extranjera. Su medrosa ingratitud hacia los súbditos se hizo manifiesta en un edicto que vedaba a los senadores ejercer empleo militar alguno, y aun acercarse a los campamentos de las legiones. Sus temores eran infundados, pues los nobles, opulentos y apoltronados, congeniaban de suyo con aquella afrentosa exención del servicio militar, y la aceptaron como una cortesía, puesto que, mientras se les franquease el goce de sus baños, teatros y quintas, se despreocupaban gozosos de los arriesgados afanes del gobierno, puestos ya en las toscas manos de campesinos y soldados.[795]
Un escritor del Bajo Imperio menciona otra invasión de los alemanes que fue, al parecer, más formidable, aunque de consecuencias más gloriosas para Roma, pues afirma que en una batalla junto a Milán cerca de trescientos mil guerreros fueron derrotados por el mismo Galieno, que estaba al frente de sólo diez mil romanos.[796] Sin embargo, podemos atribuir esta increíble victoria a la credulidad del historiador o a algún exagerado desempeño de algún teniente del emperador. Galieno se esmeraba, con armas muy diversas, en resguardar a Italia de todo embate de los germanos, pues se enlazó con Pipa, hija del rey de los marcomanos, una de las tribus suevas que a menudo se confundía con los alemanes en sus guerras y conquistas.[797] Como prenda de su enlace, concedió al padre un grandioso establecimiento en Panonia, y parece que los nativos encantos de una tosca beldad afianzaron el cariño del inconstante emperador, y así el amor vino a estrechar los vínculos ideados por la política. Pero, por los arrogantes prejuicios de Roma, nunca se aceptó que la unión profana de un ciudadano con una mujer bárbara tuviera el nombre de matrimonio, y se denigró a la princesa germana con el afrentoso título de manceba de Galieno.[798]
III) Ya hemos delineado la migración de los godos desde Escandinavia, o al menos desde Prusia, hasta la boca del Borístenes, y seguimos a sus victoriosas armas desde allí hasta el Danubio, cuya frontera, durante los reinados de Valeriano y de Galieno, estuvo acosada por germanos y sármatas, pero fue defendida por los romanos con firmeza y éxito desusados. Las provincias que solían estar en guerra surtían a las huestes romanas de ilimitados refuerzos de fuertes soldados, y algunos de estos campesinos ilíricos se encumbraron a la jerarquía y merecieron el desempeño de generales. Aunque los tumultos que a toda hora se asomaban a las márgenes del Danubio solían penetrar hasta los confines de Italia y Macedonia, generalmente su avance era restringido —o su regreso, interceptado— por lugartenientes imperiales,[799] pero el raudal arrollador de la hueste goda se arrojó por un cauce diverso. Desde su nuevo establecimiento en Ucrania, los godos señorearon la costa septentrional del Euxino; al sur de ese mar estaban situadas las apacibles y opulentas provincias del Asia Menor, que atesoraban cuanto podían atraer a un conquistador bárbaro, y carecían de fuerzas para oponerle resistencia.
Las orillas del Borístenes distan sólo sesenta millas [96,5 km] de la angosta entrada[800] de la península de la Crimea tártara, conocida por los antiguos con el nombre de Chersonesus Taurica.[801] En esta costa montaraz, Eurípides, embelleciendo primorosamente las leyendas de la Antigüedad, colocó la escena de una de sus tragedias más patéticas.[802] Los sacrificios sangrientos a Diana, la llegada de Pílades y Orestes, y el triunfo de la virtud y la religión sobre la cerril adustez, simbolizan la verdad histórica de que los tauros, indígenas de la península, se fueron desprendiendo de su irracionalidad gracias a un uniforme intercambio con las colonias griegas que se habían establecido en la costa marítima. El reino del Bósforo, cuya capital estaba sobre los estrechos que comunican el Meotis con el mar Euxino, se componía de griegos degradados y de bárbaros apenas civilizados. Subsistía como un Estado independiente desde la guerra del Peloponeso,[803] fue absorbido por la ambición de Mitrídates[804] y se sometió, con todos sus dominios, al poderío de los romanos.[805] Desde el reinado de Augusto, los reyezuelos del Bósforo fueron los humildes, pero no inservibles, aliados del Imperio, pues con sus regalos, sus armas y una pequeña fortificación a través del istmo, atajaban a los salteadores de Sarmacia, y, por su situación particular y sus adecuados puertos, señoreaban el mar Euxino y el Asia Menor.[806] Mientras el cetro se mantuvo en manos de una sucesión lineal de reyes, desempeñaron esa importante tarea con denuedo y eficacia, pero desavenencias internas, temores o bien el interés privado de oscuros usurpadores, que se apoderaron del trono vacante, admitieron a los godos en el corazón del Bósforo. Con la adquisición de una superflua extensión de suelo fértil, los conquistadores obtuvieron el mando de una fuerza naval suficiente para trasportar sus huestes a la costa de Asia.[807] Los bajeles empleados para navegar en el Euxino tenían una construcción extraña, pues se reducían a unos barcos chatos, fabricados únicamente de madera sin clavazón de hierro, y que cuando asomaba la tempestad podían cubrirse con una especie de techo inclinado.[808] En el vaivén de estas casas fluctuantes, los godos se lanzaron a la merced de un mar desconocido, bajo el albedrío de unos navegantes obligados a su servicio, con inteligencia y lealtad igualmente sospechosas. Mas la esperanza de la presa arrolló toda aprensión, y su natural audacia hacía para ellos las veces de confianza racional, dichoso producto del saber y de la experiencia. Tan denodados aventureros a menudo murmuraban contra sus cobardes conductores, que requerían señales indudables de bonanza para embarcar, y raramente perdían de vista la tierra. Tal es, al menos, la práctica de los turcos actuales,[809] que no desmerecen en gran manera la de los antiguos navegantes del Bósforo.
La escuadra goda, dejando a su izquierda la costa de Circasia, apareció delante de Pitio,[810] el final de las provincias romanas, ciudad con puerto apreciable y fortificada con una recia valla. Allí se encontraron con una resistencia más firme que la que hubieran esperado de la escasa guarnición de una fortaleza remota. Fueron rechazados, y este revés alivió el pavor del nombre godo. Todos sus conatos se estrellaron contra la defensa de Sucesiano, oficial de graduación y mérito, pero, después que Valeriano lo sacó de la frontera para ascenderlo a un destino de más realce pero menos entidad, retomaron su ataque a Pitio, y al devastar la ciudad borraron la memoria de su primer desastre.[811]
Rodeando el extremo oriental del mar Euxino, la navegación desde Pitio hasta Trebisonda es de alrededor de trescientas millas [482,8 km].[812] El derrotero de los godos los llevó a avistar la Cólquida, tan alabada en la expedición de los argonautas, e incluso intentaron, aunque sin éxito, saquear un riquísimo templo en la boca del río Fasis. Trebisonda, celebrada en la retirada de los diez mil como una antigua colonia griega,[813] debía su riqueza a la munificencia del emperador Adriano, quien construyó un puerto artificial en una costa que carecía de fondeaderos naturales.[814] La ciudad era extensa y populosa; su doble muralla, al parecer, desafiaba la furia de los godos, y su guarnición estable había sido reforzada con diez mil hombres. Pero no hay ventajas que puedan sustituir la ausencia de vigilancia y disciplina. La grandiosa guarnición se dedicaba a las demostraciones y el lujo, despreocupándose de cuidar las inexpugnables fortificaciones. Los godos, conocedores del abandono y el letargo de los sitiados, escalaron los muros en el silencio de la noche y se dispersaron, espada en mano, por la ciudad indefensa. Efectuaron una matanza indiscriminada, y los despavoridos soldados huyeron por las puertas opuestas de la ciudad. Templos sacrosantos, edificios suntuosos: todo yació desplomado en el común exterminio. El botín que cayó en poder de los godos fue inmenso, pues las riquezas del país se habían depositado en Trebisonda, como sitio de salvación, y, como los bárbaros sometieron a toda la provincia de Ponto sin oposición, fue indecible el número de los cautivos.[815] Cargaron la riquísima presa en la gran escuadra que hallaron en el puerto de Trebisonda; encadenaron al remo a los jóvenes más fuertes de toda la costa y, satisfechos con el logro de su primera expedición naval, regresaron triunfalmente a sus nuevos establecimientos en el reino del Bósforo.[816]
La segunda expedición goda tuvo mayor número de naves y personas, pero tomó diverso rumbo, pues, desdeñando las ya desangradas provincias de Ponto, tomó la costa occidental del mar Euxino; siguió por delante de las anchas bocas del Borístenes, el Dniéster y el Danubio, y —tras reforzar su escuadra con el apresamiento de crecido número de barcos pescadores— se dirigió al estrecho pasaje que conecta al Euxino con el Mediterráneo, y que separa los continentes de Europa y Asia. La guarnición de Calcedonia acampaba junto al templo de Júpiter, sobre la colina que domina esa entrada, y tan poco considerables eran las temidas invasiones de los bárbaros que aquella tropa superaba en número a la hueste goda. Pero sólo la superaba en número. Dejó precipitadamente su ventajosa posición y Calcedonia quedó abandonada, aunque muy surtida de armas y caudales, a merced del vencedor. Ante la alternativa de los godos de anteponer Asia o Europa, al principio de sus hostilidades, un pérfido fugitivo les indicó que Nicomedia, capital del reino de Bitinia, sería una fácil y riquísima conquista. Les sirvió de guía en su marcha de sesenta millas desde su campamento en Calcedonia,[817] dirigió el ataque, que no tuvo resistencia, y compartió el botín, pues los godos ya habían aprendido bastante política como para premiar al traidor que aborrecían. Niza, Prusa, Apamea y Cío, ciudades que rivalizaban con el esplendor de Nicomedia o bien lo imitaban, adolecieron de idéntica plaga, que en pocas semanas asoló sin control toda la provincia de Bitinia, pues los trescientos años de paz de los que habían disfrutado los delicados asiáticos borraron el ejercicio de las armas y eliminaron toda percepción de peligro. Los antiguos muros yacían derrumbados, y todos los productos de la opulencia se dedicaban a la construcción de baños, templos y teatros.[818]
Cuando la ciudad de Cyzicus [actual Kapidagği] resistió el impetuoso embate de Mitrídates,[819] descollaba por sus sabias leyes, su poderío naval de 200 galeras, y por tres arsenales, sus armas, sus máquinas militares y sus granos.[820] Era todavía un asiento del lujo y la riqueza, mas sólo quedaba de su antiguo poder su ubicación en una pequeña isla del Propóntide [actual mar de Mármara], unida al continente de Asia por dos puentes. Inmediatamente después de saquear Prusa, los godos llegaron hasta unas dieciocho millas [28,9 km] de la ciudad,[821] a la que habían sentenciado a la destrucción, pero la ruina de Cyzicus fue postergada gracias a un afortunado accidente. Era la estación lluviosa, y el lago de Apolonia, desaguadero de todas las vertientes del monte Olimpo, había crecido extraordinariamente, pues el riachuelo Ríndaco, convertido entonces en caudaloso río, atajó el progreso de los godos. Su retroceso hasta la ciudad marítima de Heraclea, donde la escuadra probablemente se había detenido, fue acompañado por la extensa fila de carruajes cargados de los despojos de Bitinia, y fue marcado por las llamas en Nicea y Nicomedia, a las que incendiaron por mero antojo.[822] Sólo aparecen oscuras noticias de algún indeciso reencuentro que aseguró su retirada.[823] Una victoria completa sería infructuosa, pues los asomos del equinoccio los apuraban a regresar, ya que para los turcos navegar por el Euxino antes de mayo o después de septiembre era, y aún sigue siendo, una prueba de temeridad y desvarío.[824]
Al decirnos que la tercera escuadra dispuesta por los godos en los puertos del Bósforo se componía de quinientas velas,[825] nuestra imaginación de inmediato incrementa el formidable armamento, pero el juicioso Estrabón[826] nos asegura que en los bajeles usados para sus piraterías por los bárbaros de Ponto y Escitia Menor sólo cabían de veinticinco a treinta hombres, de modo que a lo sumo unos quince mil guerreros eran los embarcados en tan elogiada expedición. Perdidos en la vastedad del Euxino, encaminan su rumbo asolador por el Bósforo desde Cimeria hasta Tracia; cuando ya habían llegado casi a la mitad del estrecho, repentinamente se vieron arrollados de nuevo hasta su entrada. Al día siguiente, un viento favorable los llevó en pocas horas al mar apacible, o más bien al lago, del Propóntide. Desembarcaron en la pequeña isla de Cyzicus, y aquella antigua y hermosa ciudad quedó exterminada. Luego se arrojaron de nuevo por el estrecho del Helesponto [actual estrecho de los Dardanelos], y fueron sesgando su navegación entre el sinnúmero de islas del archipiélago o mar Egeo. Se necesitaban cautivos y desertores para tripular y marcar sus barcos, y también para ir encaminando sus correrías, ya por Grecia, ya por Asia. Finalmente, la escuadra goda ancló en el puerto del Pireo, a cinco millas [8 km] de Atenas,[827] que intentó disponer una defensa obstinada. Cleodamo, uno de los ingenieros empleados por el emperador para fortificar los pueblos marítimos contra los godos, había ido ya reponiendo los muros antiguos y desmoronados desde el tiempo de Sila, mas sus conatos fueron infructuosos, y los bárbaros se adueñaron del nativo solar de las musas y las artes. Mientras los conquistadores se dedicaban desenfrenadamente a sus robos y su destemplanza, su escuadra, mal resguardada en el fondeadero del Pireo, fue embestida por el valiente Déxipo, quien había huido con Cleodamo del saqueo de Atenas y pudo reunir atropelladamente una partida de paisanos y soldados, con la que desagravió, hasta cierto punto, a su desventurado país.[828]
No obstante, esta hazaña, aunque sobresalga en la decadencia de Atenas, sólo sirvió para ensañar, en lugar de someter, a los septentrionales, pues toda Grecia ardió al mismo tiempo. Tebas y Argos, Corinto y Esparta, en lo antiguo tan memorablemente guerreras entre sí, fueron incapaces de aprontar un ejército, y aun de resguardar sus maltratadas fortificaciones. La saña se embraveció más y más, por mar y por tierra, y siguió destrozando desde el extremo oriental de Sunio hasta la costa occidental de Epiro. Los godos ya se asomaban a Italia, cuando el apoltronado Galieno empezó a salir de su letargo. El emperador abandonó sus deleites y apareció armado; su presencia al parecer amortiguó la fogosidad y dividió la fuerza del enemigo. Naulobato, caudillo de los hérulos, aceptó una capitulación honrosa y, con un crecido cuerpo de sus paisanos, se alistó al servicio de Roma; fue entonces investido con la dignidad consular, la cual hasta entonces jamás se había profanado en las manos de un bárbaro.[829] Numerosas cuadrillas de godos, aburridos por cansancio y los afanes de tan penoso viaje, se arrojaron a Mesia, con ánimo de franquearse el paso por el Danubio hasta sus establecimientos en Ucrania, y este desaforado intento habría concluido con su exterminio si la discordia entre los generales romanos no les hubiera proporcionado un camino para su salvamento.[830] El corto número de los restantes asoladores acudió a sus bajeles, y, ateniéndose al derrotero de su venida, regresaron por el Helesponto y el Bósforo, asolaron en su tránsito las playas de Troya, cuya nombradía, inmortalizada por Homero, probablemente ha de sobrevivir a la memoria de las conquistas godas. Tan pronto como se vieron a salvo por el cerco del Euxino, desembarcaron en Anquíalo, en Tracia, al pie del monte Haemus, y, tras tantos afanes, disfrutaron de sus baños de agua tibia, saludables y placenteros. Lo que les faltaba del viaje era una corta y fácil navegación,[831] y éste fue el diverso destino de su tercera y mayor empresa naval. No se alcanza a comprender cómo aquel primitivo cuerpo de quince mil guerreros pudo costear los quebrantos y las divisiones de tan extremado arrojo, mas cuantos iban perdiendo a causa del hierro, los naufragios y el influjo del clima se reponían con cuadrillas de forajidos y salteadores que acudían en bandadas en pos del robo, y con un sinnúmero de esclavos fugitivos, en su mayoría germanos y sármatas, que se abalanzaban a porfía tras la tan apreciada posibilidad de libertad y venganza. En estas expediciones la nación goda reclamaba mayor porción de honores y riesgos, mas las tribus que peleaban allí bajo sus banderas unas veces se deslindan y otras se confunden en las escasas historias de aquel tiempo, y, puesto que las escuadras bárbaras solían aparecerse por la boca del Tanais, se daba a la revuelta muchedumbre el nombre general de escitas.[832]
En todo gran conflicto del género humano se suelen pasar por alto la muerte de un personaje, aunque sea encumbrado, y el derribo de un edificio, aunque sea grandioso. Pero no debemos olvidar que el templo de Diana en Éfeso, después de levantarse siete veces con mayor esplendor después de repetidos fracasos,[833] finalmente fue asolado por los godos en su tercera invasión. La opulencia de Asia y las artes de Grecia compitieron para completar una construcción tan sagrada y suntuosa, pues la sostenían ciento veintisiete columnas jónicas de mármol —todas ellas, dones de monarcas devotos—, que medían sesenta pies [18,2 m] de altura. Adornaban el ara esmeradas esculturas, producto de la maestría de Praxíteles, quien quizás escogió de entre las leyendas favoritas del lugar el nacimiento del divino hijo de Latona, el retraimiento de Apolo tras la muerte de los Cíclopes y la clemencia de Baco para con las vencidas Amazonas.[834] Sin embargo, la longitud de ese templo se reducía a cuatrocientos veinticinco pies [129,5 m], sólo dos tercios del de San Pedro en Roma,[835] y en las demás dimensiones era aun inferior a esa obra sublime de la arquitectura moderna, pues los brazos abiertos de una cruz cristiana requieren mayor anchura que los oblongos templos paganos, y el más arrojado artífice de la Antigüedad se hubiera estremecido ante la propuesta de encumbrar por los aires una cúpula de la magnitud y las proporciones del Panteón. Sin embargo, el templo de Diana era celebrado como una de las maravillas del mundo. Los imperios de Persia, de Macedonia y de Roma sucesivamente habían reverenciado su santidad y realzado su esplendor,[836] pero los incultos montañeses del Báltico carecían de afición por las bellas artes, y despreciaban los imaginarios terrores de una superstición extranjera.[837]
Respecto de estas invasiones, se refiere otra particularidad que merecería nuestra atención, si no mediase la sospecha de que sea producto de la imaginación de algún sofista moderno, pues aseguran que los godos recogieron todas las bibliotecas, y, al estar ya prontos a incendiarlas, uno de sus caudillos, más ladino que todos los demás, los disuadió del intento con la observación de que, mientras los griegos siguiesen en sus estudios, continuarían alejados del ejercicio de las armas.[838] El disoluto consejero —en caso de que el dato sea cierto— razonaba como un ignorante bárbaro, pues en las naciones más cultas y poderosas siempre se destacaron diferentes talentos en un mismo período, y la era de la ciencia fue también la de la virtud y el éxito militar.
IV) Artajerjes, el nuevo soberano de Persia, con su hijo Sapor había triunfado, como se ha visto, sobre la casa de Arsaces. De los muchos príncipes de esta antigua raza, sólo Cosroes, rey de Armenia, conservó la vida y la independencia. Se defendió con la natural fuerza de su país, con un incesante raudal de fugitivos y descontentos, y ante todo con la alianza de los romanos y aun con su propio valor, pero quien había sido invencible en las armas por espacio de treinta años finalmente fue asesinado por los emisarios de Sapor, rey de Persia. Los más patrióticos sátrapas de Armenia, que se desvivían por la libertad y el decoro de la corona, imploraron el patrocinio de Roma a favor de Tirídates, el heredero legítimo. Pero el niño era hijo de Cosroes, los aliados estaban muy lejos y el monarca persa se iba acercando a la frontera, obedecido por fuerzas incontrastables. El tierno Tirídates, única esperanza de su país, se salvó gracias a la lealtad de un sirviente, y durante más de veintisiete años Armenia fue forzada a ser una provincia de Persia.[839] Ensoberbecido con tan fácil conquista y confiando en la bastardía de los romanos, Sapor obligó a las crecidas guarniciones de Carra y Nisibis a rendirse, y siguió asolando y aterrando ambas orillas del Éufrates.
Con la pérdida de una frontera importantísima, la ruina de un aliado tan fiel y los incesantes logros de la ambición de Sapor, Roma tuvo conciencia no sólo de la afrenta sino también del peligro. Valeriano se jactó de que la vigilancia de sus tenientes afianzaría desde luego el resguardo del Rin y del Danubio, pero resolvió, a pesar de su edad avanzada, acudir en persona a la defensa del Éufrates. Durante su travesía por Asia Menor, se suspendieron las empresas navales de los godos, y las afligidas provincias disfrutaron de una falsa y pasajera bonanza. Atravesó el Éufrates, se encontró con el monarca persa junto a los muros de Edesa, y fue vencido y tomado prisionero por Sapor. Las particularidades de tan grandioso acontecimiento se han registrado de forma oscura e imperfecta, pero podemos vislumbrar una larga serie de imprudencias, desaciertos y merecidas desventuras por parte del emperador romano (año 260). Entregado todo en manos de su prefecto Macriano,[840] este desalmado ministro hacía a su dueño formidable sólo para sus humillados súbditos, y despreciable para los enemigos de Roma.[841] Su cobarde o malvado dictamen situó al ejército imperial tan desventajosamente, que ni el valor ni la pericia militar tenían la menor cabida.[842] El vigoroso intento de los romanos para abrirse camino arrollando a la hueste persa fue rechazado con gran matanza,[843] y Sapor, que había cercado el campamento con fuerzas muy superiores, se mantuvo imperturbable, aguardando que, al extremarse el hambre y la peste, le pusiesen la victoria en las manos. Los licenciosos rumores de las legiones acusaban a Valeriano de ser causante de su desdicha, y pronto su alboroto clamó por una capitulación inmediata. Se ofreció un inmenso cúmulo de oro para comprar una retirada afrentosa, mas el persa, conociendo su superioridad, rechazó el dinero con desprecio y, reteniendo a los mensajeros, se adelantó escuadronado hasta el pie de la valla romana e insistió en tener una conversación con el emperador. Valeriano se vio obligado a confiar su persona y su soberanía al albedrío de su enemigo, y la reunión tuvo el final que se podía suponer: el emperador quedó prisionero, y su hueste, atónita, rindió las armas.[844] En el trance de su triunfo, la arrogancia y la política de Sapor lo impulsaron a encumbrar al solio vacante a un sucesor completamente dependiente de su voluntad, Ciríades, ruin fugitivo de Antioquía, manchado con cuanta vileza cabe en un individuo, para afrentar la púrpura romana, y el ejército cautivo no pudo menos que, a disgusto, ratificar con aclamaciones el nombramiento del vencedor.[845]
El esclavo imperial, ansioso por granjearse la preferencia de su dueño, traicionó a su misma patria encaminando a Sapor tras el Éufrates por Calcis a la capital de Oriente. Tan veloces fueron los movimientos de la caballería persa, que, si damos crédito a un historiador muy sensato,[846] la ciudad de Antioquía fue sorprendida mientras su perezosa muchedumbre estaba pendiente de los recreos teatrales. Edificios públicos y privados fueron saqueados o demolidos, y todo el gentío, degollado o cautivo.[847] La valentía del gran pontífice de Emesa [actual Homs] atajó momentáneamente la oleada destructora, pues, ataviado con su ropaje sacerdotal, acaudilló a una turba de campesinos fanáticos sin más armas que sus hondas, y defendió a su dios y sus haberes contra las sacrílegas manos de los secuaces de Zoroastro,[848] pero la destrucción de Tarso y de otras varias ciudades nos demuestra que, fuera de aquel hecho único, la conquista de Siria y Cilicia apenas detuvo la carrera de las armas persas. Se desampararon las gargantas del monte Tauro, donde el invasor, cuyo poder se cifraba principalmente en la caballería, hubiera debido trabar una lid muy desventajosa, y Sapor logró sitiar a Cesarea, capital de Capadocia, que, si bien era una ciudad de segunda clase, se le suponían hasta cuatrocientos mil habitantes. Demóstenes mandaba en la plaza, no tanto por encargo del emperador como por la voluntaria defensa de su patria; durante largo tiempo pudo postergar la catástrofe, hasta que finalmente, rendida Cesarea por la traición de un médico, huyó por medio de los persas, quienes habían recibido órdenes de dedicar toda su diligencia para alcanzarlo vivo. Este heroico caudillo se salvó de manos de un enemigo que podía elogiar o bien castigar su porfiado tesón, pero muchos miles de sus conciudadanos fenecieron en la matanza general, y se acusa a Sapor de tratar a sus prisioneros con arbitraria y empedernida crueldad.[849] Sin duda, el encono nacional, el hollado orgullo y el impotente deseo de venganza exageraron los hechos, mas en suma es cierto que el mismo príncipe que había sido un apacible legislador en Armenia se convirtió en un adusto conquistador para los romanos. Puesto que no contaba con poder arraigar establecimientos permanentes en el Imperio, trató de ir dejando un pavoroso desierto tras sus pasos y de trasladar a Persia los tesoros y la población de las provincias.[850]
Todo el Oriente temblaba al solo nombre de Sapor, por lo que éste recibió un regalo digno del más excelso monarca, que fue una larguísima recua de camellos cargados de preciosas mercancías. Acompañaba a la ofrenda una misiva respetuosa, pero no servil, de parte de Odenato, uno de los más ricos e ilustres senadores de Palmira. «¿Quién es ese Odenato —exclama el arrogante vencedor, que ordenó que el presente fuera arrojado al Éufrates—, que tiene la osadía de escribirle una carta a su amo? Si espera aliviar su castigo, que venga y se postre ante mi trono, con las manos atadas a la espalda. Si titubea, el exterminio caerá de inmediato sobre su cerviz, sobre toda su alcurnia y sobre su patria.»[851] El palmireño, en trance tan desesperado, saca a la luz todo el ahínco de su esforzado pecho. Infundiendo su propio brío al pequeño ejército convocado en las aldeas de Siria[852] y las tiendas del desierto,[853] salió al encuentro, aunque con armas, de Sapor. Rodea su hueste, hostígalo en su retirada, le apresa parte del tesoro y —lo que era más valioso que todos los tesoros— varias de las mujeres del Gran Rey, quien finalmente tiene que cruzar el Éufrates, atropelladamente y con muestras de vergüenza.[854] Sobre esta hazaña Odenato fundó su enaltecimiento y su nombradía venidera, y la majestad de Roma, hollada por un persa, fue desagraviada por un siríaco o árabe de Palmira.
La historia, que a menudo no es mucho más que la voz del odio o la lisonja, acusa a Sapor de ser un orgulloso abusador de los derechos de conquista, y nos refiere que Valeriano, apresado pero revestido de la púrpura imperial, exhibía ante la multitud un constante espectáculo de derribada grandeza, y que cuando el monarca persa montaba a caballo, apoyaba el pie sobre la nuca de un emperador romano. A pesar de las advertencias de sus aliados, que repetidamente le recomendaban que recordase los vaivenes de la suerte, que temiese el previsible poderío de Roma y que se valiese de tan valioso cautivo como prenda de paz y no como objeto de escarnio, Sapor se mantenía más y más inconmovible. Cuando finalmente Valeriano se hundió bajo el peso de la vergüenza y el dolor, su piel, rellena de heno y configurada al natural, se conservó durante siglos en el más preeminente templo de Persia, y constituyó un monumento triunfal más efectivo que las estatuas de bronce o mármol que solía alzar la vanagloria romana.[855] El relato tiene una moraleja patética, pero no consta su veracidad, pues las cartas existentes de los príncipes de Oriente a Sapor son conocidamente apócrifas,[856] y no es de suponer que un monarca tan arrogante deshonrase, aun en la persona de un rival, la majestad real. No obstante, sea cual fuere el tratamiento que le cupo en Persia al desventurado Valeriano, es innegable que el único emperador romano caído en manos enemigas acabó su vida en desesperanzado cautiverio.
El emperador Galieno, siempre mal avenido con la severidad de su padre y compañero, recibió el aviso de su fracaso con satisfacción interior y manifiesta indiferencia. «Sabía muy bien —dijo— que era mortal mi padre, y puesto que se ha portado cual correspondía a su honor, me doy por satisfecho.» Mientras Roma lamentaba la suerte de su soberano, los serviles cortesanos ensalzaban la salvaje frialdad de su hijo como la cabal entereza de un héroe o de un estoico.[857]
Es difícil describir el carácter inestable, frívolo y voluble de Galieno, al que hizo manifiesto sin recato, tan pronto como quedó único poseedor del Imperio. Descollaba en cuantas artes emprendía su numen y, puesto que carecía de cordura, las iba emprendiendo todas, menos las que le concernían: la guerra y el gobierno. Con su maestría en tantos ramos infructuosos —fue orador competente, elegante poeta,[858] hábil jardinero y cocinero excelente—, se desempeñó siempre como un príncipe despreciable. Cuando los trances más críticos del Estado requerían su presencia y su ahínco, se explayaba en conversaciones con el filósofo Plotino,[859] desperdiciaba el tiempo en deleites frívolos o desenfrenados, se habilitaba para iniciarse en los misterios griegos o solicitaba asiento en el areópago de Atenas. Su disparatada magnificencia insultaba a la pobreza general, y la solemne ridiculez de sus triunfos imprimía un más profundo sentido de la desgracia pública.[860] Los incesantes avisos de invasiones, derrotas y rebeldías le hacían brotar una mera e insensata sonrisa, y escogiendo con aparente desprecio algún fruto especial de la provincia malograda, preguntaba distraídamente si se acabaría Roma porque le faltasen lienzos de Egipto o paño de Arrás proveniente de la Galia. Sin embargo, a Galieno en ocasiones le sobrevinieron ímpetus de denuedo militar y aun de feroz tirano, cuando lo exasperaba algún agravio reciente, hasta que, saciado con sangre o fatigado por la resistencia, imperceptiblemente se hundía en la natural pusilanimidad y dejadez de su carácter.[861]
Mientras las riendas del gobierno estaban sostenidas por manos tan exánimes, no es de extrañar que asomaran por todas las provincias del Imperio más y más usurpadores contra el hijo de Valeriano. Extraña aprensión fue la de parangonar a los treinta tiranos de Roma con los de Atenas, que ocurrió a los escritores de la Historia augusta; luego esa denominación fue recibida popularmente,[862] pero el paralelo es a todas luces defectuoso e inútil, pues ¿qué semejanza cabe entre un consejo de treinta individuos, mancomunados para tiranizar a un solo pueblo, y una lista incierta de rivales independientes, que fueron descollando y cayendo por los ámbitos de un dilatado imperio? Y no se llega al número de treinta, a menos que se incluya en él a mujeres y niños realzados con el título imperial. Estando tan desarticulado el reinado de Galieno, sacó a la luz a tan sólo diecinueve pretendientes: Ciríades, Macriano, Balista, Odenato y Zenobia, en Oriente; en Galia y las provincias occidentales, Póstumo, Loliano, Victorino, con su madre Victoria, Mario y Tétrico; en Iliria y las cercanías del Danubio, Ingenuo, Regiliano y Auréolo; en Ponto,[863] Saturnino; en Isauria, Trebeliano; en Tesalia, Pisón; en Acaya, Valente; en Egipto, Emiliano; y en África, Celso. Para ilustrar los oscuros monumentos de la vida y la muerte de cada individuo se necesitaría un trabajo que redundaría en poquísima instrucción y ningún recreo, y debemos limitarnos a investigar lo más descollante en personajes, hechos y costumbres, y luego a especificar los intentos, motivos y paradero de cada uno, con las perniciosas consecuencias de su usurpación.[864]
Es harto notorio que los antiguos solían aplicar el odioso título de tirano a todo usurpador del poder supremo, sin tener en cuenta el abuso de éste. Varios de los aspirantes que tremolaron el estandarte de la rebelión contra Galieno eran dechados de virtud, y casi todos poseían considerables vigor y capacidad. Sus méritos les habían granjeado el favor de Valeriano, y los promovieron gradualmente a los más importantes cargos del Imperio. Los generales que asumieron el título de Augusto eran respetados por su tropa, por su atinada conducta y rigurosa disciplina, admirados por el valor y el éxito en la guerra, o amados por su franqueza y generosidad. El campo de la victoria solía ser una escena de su elección, y aun el armero Mario, el menos estimable de todos los candidatos a la púrpura, descollaba por su valentía, su brío y su llana honradez.[865] Su humilde profesión anterior en verdad ridiculizaba tanta elevación, pero su nacimiento no podía ser más oscuro que el del mayor número de los competidores, que eran labriegos alistados en el ejército como meros soldados. En época de revueltas, todo sujeto de índole astuta logra la colocación que le señaló la naturaleza, y en medio de la guerra la milicia constituye el camino para alcanzar la grandeza y la gloria. De los diecinueve tiranos, Tétrico era el único senador, y tan sólo Pisón era noble: tras veintiocho generaciones consecutivas, la sangre de Numa corría por las venas de Calpurnio Pisón,[866] quien por la línea materna presumía de acreditar sus entronques con Craso y el gran Pompeyo.[867] Habían realzado a sus antepasados cuantos honores cabían en la República, y, de todas las alcurnias de Roma, sólo la Calpurnia había sobrevivido a la tiranía de los Césares; tan esclarecida ascendencia coronaba las prendas de Pisón. El usurpador Valente, por cuya orden fue muerto, confesó con entrañable remordimiento que aun el mayor enemigo debía reverenciar la santidad de Pisón, y aunque feneció armado contra Galieno, el Senado, con la anuencia generosa del emperador, decretó las insignias triunfales a la memoria de un rebelde tan virtuoso.[868]
Los tenientes de Valeriano, siempre afectos al padre de éste, despreciaban la lujosa haraganería de su indigno hijo. No acudía móvil alguno de lealtad a sostener el solio romano, y la traición contra tal príncipe tenía visos de patriotismo. Mas si nos concentramos en descifrar candorosamente los pasos de aquellos usurpadores, podremos ver que su rebelión era más bien producto de sus temores que de una descomedida ambición. Temían tanto los implacables recelos de Galieno como la caprichosa violencia de la tropa; si la peligrosa privanza con la soldadesca les ofrecía torpemente la púrpura, quedaba fallada su sentencia de muerte, y aun la prudencia les aconsejaba disfrutar brevemente del poder, y preferir arrojarse a la contingencia de la guerra antes que aguardar la mano de un asesino. Cuando el clamor de los soldados investía a la forzada víctima con las insignias de la autoridad soberana, a veces lamentaban en secreto el destino de ésta. «Habéis perdido un caudillo provechoso —exclamó Saturnino en el día de su encumbramiento—, y habéis hecho un ruin emperador.»[869]
Las inquietudes de Saturnino hacían manifiesta la incesante experiencia de las revoluciones, puesto que, de los diecinueve tiranos que comenzaron bajo el reinado de Galieno, ninguno tuvo una vida apacible ni una muerte natural, pues, no bien se habían cubierto con la sangrienta púrpura, inspiraban a sus allegados los mismos miedos y la misma ambición que había producido su propia rebeldía. Acosados por conspiraciones internas, sedición militar y guerra civil, se asomaban trémulos al despeñadero por donde, tras mil ansiosos vaivenes, antes o después se perderían inevitablemente. Estos precarios monarcas recibían, sin embargo, los honores y los halagos que sus respectivas huestes o provincias podían tributarles, mas nunca sus pretensiones fundadas en la rebelión fueron sancionadas por las leyes o por la historia. Italia, Roma y el Senado siguieron la causa de Galieno, y sólo él fue considerado soberano del Imperio. Este príncipe, en verdad, aceptó reconocer las victoriosas armas de Odenato, acreedor a tan honrosa distinción por la conducta respetuosa que observó siempre con el hijo de Valeriano, y el Senado, con el aplauso general de los romanos y el beneplácito de Galieno, condecoró con el dictado de Augusto al valeroso palmireño, a quien le confiaba el gobierno del Oriente, que ya poseía ampliamente y que, por medio de una sucesión privada, lo dejó a su ilustre viuda Zenobia.[870]
Los veloces e incesantes tránsitos de la choza al solio, y de éste a la sepultura, podrían entretener a un filósofo indiferente, si fuese posible que un filósofo permaneciera de ese modo en medio de las calamidades del linaje humano. La elección, el poder y la muerte de estos precarios monarcas eran igualmente destructivos para sus súbditos y allegados. El precio de ese infausto ascenso se pagaba rápidamente a la tropa, con un inmenso donativo arrancado de las entrañas del exhausto pueblo. Por más virtuosa que fuese su índole, y puras sus intenciones, se hallaban atados por su obligación ineludible de consolidar la usurpación con frecuentes actos de rapiña y crueldad, y luego, con su caída, se derrumbaban a la vez ejércitos y provincias. Aún se conserva el más salvaje mandato de Galieno a uno de sus ministros, después de la caída de Ingenuo, que se había investido con la púrpura en Ilírico. «No basta —dice el suave pero inhumano príncipe— el exterminio de cuantos hayan tomado las armas, pues el trance de una batalla pudo favorecerme igualmente. Guadáñese el sexo varonil por entero, con tal que, al acabar con niños y ancianos, acertéis a dejar intacta nuestra reputación. Mueran al punto cuantos hayan pronunciado una expresión, abrigado un pensamiento contra mí; contra mí, hijo de Valeriano, padre y hermano de tantos príncipes.[871] Recordad que Ingenuo fue nombrado emperador; matad, sajad, desmenuzad. Os escribo de propio puño, y quisiera que os encarnaran mis propios impulsos.»[872] Mientras las fuerzas del Estado se consumían en contiendas privadas, las indefensas provincias quedaban a merced del primer invasor. Los más valientes usurpadores, en situación tan confusa, tenían que aceptar afrentosos tratados con el enemigo común, adquirir con gravosos tributos la neutralidad o los servicios de los bárbaros, e internar en el corazón de la monarquía romana naciones independientes y hostiles.[873]
Tales eran los bárbaros y tales los tiranos que durante los reinados de Valeriano y Galieno desmembraron las provincias y redujeron el Imperio a su ínfimo grado de afrenta y desamparo, del cual parecía imposible que llegase jamás a rehacerse. Atendida la escasez de materiales, iremos delineando, en cuanto quepa, con algún método y claridad, los mayores acontecimientos de aquella temporada tan calamitosa, pues quedan todavía algunos hechos particulares: I) los trastornos de Sicilia; II) los alborotos de Alejandría; III) la rebelión de los isaurios, que arrojará algún destello sobre el pormenor del horroroso cuadro.
I) Siempre que gavillas de salteadores, fomentadas por sus victorias desenfrenadas, en vez de encubrirse retan la justicia pública, debemos inferir terminantemente que la ínfima clase de la sociedad se entera de la unánime debilidad del gobierno y abusa de ella. Sicilia estaba resguardada de los bárbaros por su situación geográfica, y no podía, pues se hallaba desarmada, sostener a un usurpador; en aquella isla, siempre fértil y algún día floreciente, los padecimientos procedieron de más ruines autores. Durante un tiempo, dominaron el país saqueado cuadrillas de esclavos y campesinos, que renovaban la memoria de las guerras serviles de tiempos remotos.[874] La destrucción, de la que el labrador era cómplice o víctima, debió de exterminar la agricultura del país, y, como los riquísimos senadores de Roma eran los principales hacendados que solían abarcar en una hacienda el territorio de una República antigua, es probable que este daño privado afectara más los recursos que todas las conquistas de godos y persas.
II) La fundación de Alejandría fue un proyecto grandioso, que ideó y ejecutó rápidamente el hijo de Filipo. La forma proporcionada y bella de esa ciudad, que sólo era aventajada por Roma misma, abarcaba una circunferencia de quince millas [24,15 km].[875] Allí habitaban trescientos mil ciudadanos y, al menos, igual número de esclavos.[876] El lucrativo comercio de Arabia e India con la capital y las provincias del Imperio se hacía por el puerto de Alejandría. Allí no se conocía el ocio, puesto que algunos se dedicaban a fabricar cristales; otros, a tejer telas, y muchos, a la manufactura del papiro. Personas de uno y otro sexo y de todas las edades se dedicaban al ejercicio de la industria, sin que holgasen ciegos ni lisiados: cada cual trabajaba según sus alcances.[877] Pero el pueblo de Alejandría, una variada mezcla de naciones, unía la vanidad e inconstancia de los griegos con la superstición y la terquedad de los egipcios. El motivo más fútil —la momentánea escasez de carnes o lentejas, la omisión del saludo acostumbrado, un error de precedencia en los baños públicos o una disputilla sobre religión—[878] solía bastar en cualquier momento para iniciar una insurrección en la vasta multitud, cuyo resentimiento era furioso e implacable.[879] Después de que Valeriano fue apresado y se quebrantó la autoridad de las leyes a causa del desenfreno de su hijo, los alejandrinos se abandonaron a la furia de sus pasiones, y su desventurada patria se convirtió en teatro de una guerra civil, que continuó —con algunas breves y sospechosas treguas— durante más de doce años.[880] Fue interrumpida la comunicación entre los diversos barrios de la despavorida ciudad; todas las calles quedaron ensangrentadas; las casas se convirtieron en castillos más o menos fortificados, y el trastorno continuó hasta arruinar para siempre a gran parte de Alejandría. El anchuroso y magnífico distrito de Bruchion, con sus palacios y su museo, residencia de los reyes y filósofos de Egipto, yacía, según una descripción realizada un siglo después, tan reducido a escombros solitarios como lo está en la actualidad.[881]
III) La oscura rebelión de Trebeliano, que se revistió de la púrpura en Isauria, pequeña provincia de Asia Menor, acarreó extrañas y memorables consecuencias. El corifeo de la farsa quedó luego derribado por un general de Galieno, pero sus secuaces, sin esperanzas de recibir un indulto, acordaron liberarse de toda sujeción, no sólo al emperador, sino al Imperio, y repentinamente volvieron a sus costumbres salvajes, de las cuales jamás se habían desprendido. Sus enriscados peñascos, que son brazos del dilatadísimo Tauro, protegían su inaccesible retirada. Se abastecían de lo indispensable con el cultivo de algunos valles pingües[882] y acudían a la rapiña para sus holganzas, y así los isaurios siguieron viviendo bárbaramente en el corazón de la monarquía romana. Los príncipes posteriores, incapaces de avasallarlos con armas ni ardides, tuvieron que reconocer su flaqueza, cercando el terreno independiente y hostil con un cordón poderoso de fortificaciones,[883] que solían ser insuficientes para atajar las correrías de aquellos salteadores, los cuales se extendieron más y más hacia la costa y sojuzgaron la parte occidental y montañosa de Cilicia, que había sido madriguera de aquellos arrojados piratas contra los cuales la República había tenido que dirigir todo su poderío, a las órdenes del gran Pompeyo.[884]
Nuestra forma de pensar es tan afecta a conectar el orden del universo con la suerte del hombre, que este lúgubre período de la historia ha sido decorado con inundaciones, terremotos, anormales meteoros, tinieblas horrorosas y un sinfín de portentos ficticios o exagerados.[885] Sin embargo, la hambruna general fue la calamidad más manifiesta y trascendente, como forzoso resultado del robo y las tropelías que acababan con los productos existentes y desesperanzaban de las cosechas venideras, y el hambre de inmediato provoca epidemias, como consecuencia del alimento escaso e insalubre. Sin embargo, debieron de coincidir otras causas para la furiosa plaga que, desde el año 250 hasta el 265, se enfureció ininterrumpidamente en cada provincia, cada ciudad y casi cada familia del Imperio Romano. Durante un tiempo murieron diariamente en Roma cinco mil personas, y muchas ciudades que se habían salvado de los bárbaros quedaron despobladas.[886]
Tenemos conocimiento de una curiosa circunstancia, que puede ser útil para el melancólico cálculo de las calamidades humanas. En Alejandría se empadronaban los ciudadanos acreedores al reparto del trigo, y resultó que todos los que anteriormente habían estado comprendidos entre las edades de cuarenta y setenta años igualaban a la suma total de los demandantes entre catorce y ochenta que seguían vivos después del reinado de Galieno.[887] Aplicando este dato auténtico a los más cuidadosos gráficos de mortandad, resulta manifiesto que había fallecido más de la mitad de la población de Alejandría, y, si nos arrojamos a extender la analogía a las demás provincias, podemos inferir que, en pocos años, la guerra, la peste y el hambre habían sepultado a la mitad de la humanidad.[888]