XII
CONDUCTA DEL EJÉRCITO Y DEL SENADO TRAS LA MUERTE DE AURELIANO - REINADOS DE TÁCITO, PROBO, CARO Y SUS HIJOS
Tal era la desventura de los emperadores que, cualesquiera que fuesen sus procedimientos, su destino fue, por lo común, el mismo. Una vida de liviandad o de virtud, de severidad o de ligereza, de indolencia o de gloria, llevaban igualmente a una prematura tumba, y casi todos los reinados se cierran con la repetición desabrida de traición y asesinato. La muerte de Aureliano, sin embargo, es singular por sus extraordinarias consecuencias, pues las legiones vitorearon, encarecieron y vengaron a su caudillo victorioso. El ardid del alevoso secretario fue descubierto y castigado. Los conspiradores, ya desengañados, lloraron en los funerales de su malhadado soberano con sincera o bien fingida pesadumbre, y acataron la disposición unánime de la clase militar, que se expresó en la carta siguiente: «Los valerosos y prósperos ejércitos al Senado y Pueblo Romanos: El delito de uno y el yerro de muchos nos han privado del difunto emperador Aureliano. Servíos, respetables señores y padres, endiosarlo, y nombrar un sucesor que vuestro tino contemple acreedor a la púrpura imperial. Ninguno de cuantos por su culpa o desventura han intervenido en nuestro quebranto reinará jamás sobre nosotros».[985] Los senadores oyeron, sin sorprenderse, que otro emperador yacía asesinado en su campamento; secretamente se regocijaban con la caída de Aureliano, pero cuando la atenta y modesta misiva de las legiones fue leída en junta plena por el cónsul, difundió el más placentero asombro. Derramaron entonces sobre el difunto emperador cuantos honores puede arrancar el temor o quizás el aprecio. Devolvieron cuantos agasajos pueden caber en el agradecimiento a los leales ejércitos de la República que abrigaban un concepto tan atinado de la autoridad legal del Senado para el nombramiento del emperador. Pero en medio de esta lisonjera atención, los más sensatos se desentendieron de exponer sus personas y su decoro a los antojos de una muchedumbre armada. La pujanza de las legiones era, por cierto, garantía de su sinceridad, pues quienes comandan no suelen tener que disimular; pero ¿podía esperarse fundadamente que un arrepentimiento apresurado corrigiera los consolidados resabios de ochenta años? Si la soldadesca se arrojase de nuevo con sus habituales sediciones, sus desacatos deshonrarían la majestad del Senado y serían fatales para el recién elegido. Estas razones motivaron un decreto por el cual el nombramiento del nuevo emperador se ponía en manos de la clase militar.
La contienda que sobrevino es uno de los acontecimientos más comprobados y menos creíbles de toda la historia.[986] Las tropas, como saciadas con el ejercicio del poder, instaron de nuevo al Senado para que revistiese a alguno de su cuerpo con la púrpura imperial. El Senado persistió en su resistencia y el ejército en su requerimiento. La oferta recíproca fue exigida y rechazada al menos tres veces, y mientras la porfiada modestia de ambas partes se mostraba resuelta a recibir un amo de la otra, transcurrieron ocho meses: un asombroso período de tranquila anarquía, durante el cual el mundo romano permaneció sin soberano, sin usurpador y sin sedición. Los generales y magistrados elegidos por Aureliano continuaban con sus funciones ordinarias, y sólo se señala un procónsul en Asia que fue el único personaje removido de su empleo en todo el espacio del interregno.
Se cuenta un acontecimiento igual, pero mucho menos auténtico, tras la muerte de Rómulo, que en su vida y su carácter mostraba alguna semejanza con Aureliano. El trono quedó vacante por un año, hasta el nombramiento de un filósofo sabino, y se conservó también la paz en el Estado por la concordia de las varias clases que lo componían. Pero en tiempo de Rómulo y Numa, la autoridad de los patricios controlaba las armas del pueblo, y en un vecindario pequeño y virtuoso el equilibrio de la libertad podía mantenerse fácilmente.[987] La decadencia del Estado romano, tan diferente de su cuna, adolecía de cuantos achaques podían imposibilitar en un interregno la armonía y la obediencia: su capital inmensa y desmandada, la gran extensión del Imperio, el destemple feroz del despotismo, un ejército de cuatrocientos mil mercenarios y la experiencia de frecuentes revoluciones. Aun así, en medio de todas estas tentaciones, la disciplina y la memoria de Aureliano seguían refrenando tanto el carácter sedicioso de la tropa como la funesta ambición de sus caudillos. Lo más selecto de las legiones se mantuvo en su apostadero del Bósforo, y el estandarte imperial imponía respeto aun en los campamentos menos poderosos de Roma y las provincias. Un entusiasmo generoso, aunque pasajero, animaba a la clase militar, y se puede suponer que algunos patriotas verdaderos alentaban la renovada amistad entre el ejército y el Senado como el único modo de restaurar la antigua fuerza y señorío de la República.
El 25 de septiembre, como a los ocho meses de la muerte de Aureliano, el cónsul convocó al Senado y le informó de la situación inestable y peligrosa del Imperio. Insinuó que la lealtad voluble de la soldadesca dependía de circunstancias fortuitas, y expuso con elocuencia los diversos peligros que exigían no demorarse en el nombramiento de un emperador. Consta, dijo, que los germanos han traspuesto el Rin, y tomado una de las ciudades más ricas y populosas de la Galia. La ambición del rey de Persia mantenía a Oriente en una alarma constante; Egipto, África e Iliria estaban expuestos a las armas propias y extrañas, y la liviandad siríaca iba a anteponer un cetro femenino a las sacrosantas leyes de Roma. Entonces, dirigiéndose a Tácito,[988] el primer senador, requirió su opinión en el importante tema de proponer un candidato para el trono vacante.
Anteponiendo los merecimientos a toda preeminencia casual, el nacimiento de Tácito puede estimarse como más verdaderamente noble que el de los monarcas mismos, pues descendía del historiador y filósofo cuyos escritos seguirán instruyendo hasta las últimas generaciones de la humanidad.[989] El senador Tácito tenía setenta y cinco años,[990] y realzó el largo plazo de su inocente vida con honores y opulencia. Fue investido en dos ocasiones con las insignias consulares,[991] y disfrutó con elegancia y sobriedad su rico patrimonio de dos o tres millones de libras.[992] La experiencia de tantos príncipes como había apreciado o soportado, desde los rematados devaneos de Heliogábalo hasta la entereza provechosa de Aureliano, le había enseñado a justipreciar los deberes, peligros y tentaciones de aquel encumbrado puesto; y, con el estudio asiduo de su inmortal ancestro, estaba ya en conocimiento de la constitución de Roma y de la naturaleza humana.[993] Ya la voz del pueblo había vitoreado a Tácito como el más digno al Imperio; pero cuando este eco desapacible llegó a sus oídos, buscó el retiro de una de sus quintas en Campania. Después de dos meses en la agradable privacidad de Baya, tuvo que obedecer a su pesar la intimación del cónsul para acudir a su asiento en el Senado y auxiliar a la República con sus consejos en un trance tan arduo.
Cuando se levantó para hablar, fue aclamado desde todos los puntos del salón con los títulos de Augusto y emperador: «Tácito Augusto, guárdente los dioses, pues te elegimos por nuestro soberano, y ponemos en tu diestra la República y el mundo entero. Acepta el Imperio de manos del Senado; acéptalo como debido a tu jerarquía, a tus costumbres y a tu comportamiento». Una vez acalladas las voces, Tácito intentó evadirse de tan arriesgado honor expresando su asombro porque acudiesen a tanta y tan achacosa edad en busca de un sucesor para la guerrera pujanza de Aureliano. «¿Acompaña acaso a estos miembros, padres conscritos, gallardía para manejarse con el peso de las armas y ejecutar los ejercicios de un campamento? La variedad de climas, con las penalidades de la vida militar, pronto quebrantarían una complexión endeble que tan sólo se sostiene con la asistencia más esmerada. Mi menguado brío apenas me permite desempeñar el cargo de senador; ¿cómo ha de afrontar las arduas tareas de la guerra y del gobierno? ¿Os cabe esperanza de que las legiones acatarán a un quebrantado anciano, cuya vida se ha consumido en la paz y el retiro? ¿Deseáis que algún día tenga yo motivos para echar de menos aquel concepto favorable que os merecí de compañero?»[994]
La renuencia de Tácito, tal vez sincera, quedó desatendida por la afectuosa obstinación del Senado. Quinientas voces repitieron a coro, en confusa elocuencia, que los príncipes descollantes en Roma, Numa, Trajano, Adriano y los Antoninos, habían ascendido al trono en la temporada postrera de sus vidas; que el entendimiento y no el cuerpo, un soberano y no un soldado, era el escogido, y nada esperaban de su desempeño más que servir de norte con su sabiduría a la valentía de las legiones. El razonamiento entonado de Mecio Falconio, el inmediato al mismo Tácito en el escaño consular, secundó estos insistentes aunque desordenados argumentos. Recordó a la junta los estragos de tanto joven vicioso, antojadizo y desenfrenado como había padecido Roma; aclamó la elección de un senador virtuoso y maduro, y, con varonil y quizá vanaglorioso desahogo, amonestó a Tácito para que recapacitase sobre los motivos de su ascenso, y que buscase un sucesor, no en su propia familia, sino en la República. Todos vitorearon y corroboraron el discurso de Falconio, y el emperador nombrado se sometió al requerimiento de su patria, y recibió en seguida el voluntario homenaje de sus iguales. El acuerdo del Senado se confirmó con el pleno consentimiento del pueblo romano y de la guardia pretoriana.[995]
El régimen de Tácito correspondió a su vida y principios. Como servidor agradecido del Senado, miraba a aquel supremo consejo nacional como el autor y a sí mismo como el objeto de las leyes.[996] Se esmeró en ir curando las llagas que la altanería imperial, la discordia civil y el desenfreno militar habían causado en la constitución, y en restablecer al menos una imagen de la antigua República, como había sido preservada por la política de Augusto y las virtudes de Trajano y los Antoninos. No será fuera del caso apuntar una reseña de las principales prerrogativas que parece haber recobrado el Senado con el nombramiento de Tácito:[997] 1.º Investir a uno de su cuerpo bajo el título de emperador, con el mando de los ejércitos y el gobierno de las provincias fronterizas. 2.º Determinar la lista, o como se decía entonces, el Colegio de los Cónsules. Eran doce, que de a pares y cada dos meses completaban el año, representando la dignidad de aquel antiguo cargo. La autoridad del Senado en el nombramiento de cónsules se ejerció con tal independencia que se desentendió de la recomendación indebida del emperador a favor de su hermano Floriano: «El Senado», exclamó Tácito con el auténtico arrebato de un patriota, «conoce la índole del príncipe que ha nombrado». 3.º Señalar a los procónsules y presidentes de las provincias, y autorizar a todos los magistrados para su jurisdicción civil. 4.º Admitir apelaciones, por intermedio del prefecto de la ciudad, de todos los tribunales del Imperio. 5.º Revalidar y cumplimentar con sus decretos cuantos edictos del emperador mereciesen su aprobación. 6.º A todos estos ramos hay que añadir cierta inspección de las finanzas, puesto que, aun en el severo reinado de Aureliano, estaba facultado para desviar parte de los caudales del servicio público.[998]
Se enviaron sin demora avisos a todas las ciudades principales del Imperio —Tréveris, Milán, Aquileia, Tesalónica, Corinto, Atenas, Antioquía, Alejandría y Cartago— para requerirles obediencia, y participarles la revolución venturosa que había devuelto al Senado romano su antiguo señorío. Nos quedan todavía dos de aquellas misivas, como también dos fragmentos curiosos de la correspondencia privada de los senadores por aquel motivo. Todo se vuelve en ellos júbilo y esperanzas. «Fuera desidia», así se expresa un senador con su amigo, «emerge del retiro de ese Baya y de ese Puteoli. Devolveos a la ciudad y al Senado. Roma florece, la República entera florece. Gracias al ejército romano, a un ejército verdaderamente romano, hemos recobrado al fin nuestra autoridad debida, el blanco de todos nuestros anhelos. Acuden a nosotros con apelaciones, nombramos procónsules, creamos emperadores, y quizá lograremos refrenarlos… para el entendido, media palabra basta».[999] Sin embargo, esta grandiosa expectativa se frustró; y tampoco era posible que los ejércitos y las provincias siguieran largo tiempo obedeciendo a los afeminados nobles de Roma. El alcázar endeble de su engreimiento y poderío se derrumbó de un soplo. El Senado moribundo ostentó un esplendor repentino, mas la engañosa llamarada se apagó luego para siempre.
Cuanto pasaba en Roma era una farsa mientras no lo ratificase el sólido poder de las legiones (año 276). Dejando que los senadores gozasen en su ambiciosa y soñada libertad, Tácito se encaminó al campamento de Tracia, donde el prefecto del pretorio lo presentó a las tropas reunidas como el príncipe que ellas mismas habían pedido, y que les concedía el Senado. Cuando el prefecto hizo silencio, el emperador se dirigió a los soldados con apropiada elocuencia. Cebó su codicia con un reparto cuantioso de tesoro, nombrándolo paga y donativo. Se ganó su aprecio manifestándoles que si bien su edad le imposibilitaba las proezas militares, sus consejos nunca serían indignos de un general romano, sucesor del valeroso Aureliano.[1000]
Cuando el emperador difunto se estaba preparando para su segunda expedición al Oriente, había negociado con los alanos, un pueblo escita que tenía sus aduares en las cercanías del lago Meotis. Seducidos con presentes y subsidios, prometieron invadir Persia con un cuerpo crecido de caballería ligera. Cumplieron lo pactado, pero cuando llegaron a la frontera romana Aureliano había muerto, el proyecto de la guerra de Persia fue por lo menos suspendido, y los generales, que en el interregno estuvieron ejerciendo una ambigua autoridad, se hallaban desprevenidos para recibirlos o rechazarlos. Airados con aquella novedad, que juzgaron infundada y alevosa, los bárbaros acudieron a su propio valor para tomar pago y venganza; y moviéndose con la velocidad habitual de los tártaros, se desplegaron rápidamente por las provincias del Ponto, Capadocia, Cilicia y Galacia. Las legiones, que desde la orilla opuesta del Bósforo casi podían ver la llamarada general, urgieron ansiosamente a su caudillo para que las condujese a contrarrestarlos. Tácito se manejó como correspondía a su edad y jerarquía, pues, demostrando a los alanos la buena fe y el poderío del Imperio, los apaciguó con la puntual observancia de los compromisos contraídos por Aureliano, y muchos dejaron su botín y sus cautivos y se retiraron sosegadamente a sus desiertos más allá del Fasis. El emperador guerreó en persona y exitosamente contra los que rechazaron la paz. Secundado por un ejército de valerosos y experimentados veteranos, en pocas semanas liberó a las provincias de Asia del terror de la invasión escita.[1001]
Pero la gloria y la vida de Tácito fueron breves, pues, trasladado en el rigor del invierno de su tranquilo albergue en Campania a las faldas del Cáucaso, se doblegó a la desacostumbrada crudeza de la vida militar. Los pesares de su ánimo agravaron el quebranto corporal, pues la fiereza y el egoísmo de la soldadesca, que habían amainado algún tiempo por el entusiasmo de las virtudes públicas, recrudecieron pronto con mayor violencia y estallaron en el campamento y aun en la tienda del anciano emperador. Su índole apacible y amable sólo sirvió para inspirar desprecio, y era constantemente atormentado por facciones que no podía aplacar y por demandas que no estaba en sus manos satisfacer. Por más que Tácito tuviera esperanzas de contener los desórdenes públicos, pronto quedó convencido de que la voluntariedad de la tropa desdeñaba las endebles restricciones de las leyes, y el malogro y la congoja anticiparon su última hora. Es dudoso que los soldados manchasen sus manos con la sangre de este príncipe inocente,[1002] pero es innegable que su desenfreno le causó la muerte. Expiró en Tiana de Capadocia (año 276, abril 12) tras un breve reinado de seis meses y cerca de veinte días.[1003]
No bien Tácito cerró los ojos, su hermano Floriano se mostró indigno para reinar con su atropellada usurpación de la púrpura, sin esperar la aprobación del Senado. El miramiento a la constitución de Roma, que siempre tenía cabida en el campamento y en las provincias, era lo bastante eficaz como para censurar, pero no como para oponerse a las ambiciones precipitadas de Floriano. El descontento se hubiera evaporado en un vano susurro si el general del Oriente, el heroico Probo, no se hubiera declarado vengador del Senado. La contienda, sin embargo, era desigual, pues, acaudillando a las tropas afeminadas de Egipto y Siria, ni el mejor guerrero podía enfrentar confiadamente a las legiones de Europa, cuya fuerza irresistible parecía respaldar la causa del hermano de Tácito. Pero la suerte y la diligencia de Probo triunfaron sobre todos los obstáculos. Los curtidos veteranos de su competidor, habituados a los climas fríos, se enfermaban y se consumían en el sofocante calor de Cilicia, donde el verano solía ser muy pernicioso; y, menguadas las fuerzas con la deserción continua, los pasos de las montañas quedaban indefensos. Tarso abrió sus puertas, y los soldados de Floriano, después de permitirle disfrutar del título imperial durante tres meses, liberaron al Imperio de la guerra civil con el simple sacrificio de un príncipe al que despreciaban.[1004]
Las constantes revoluciones del trono habían borrado a tal punto toda aprensión sobre el derecho hereditario, que la familia de un príncipe desventurado jamás excitaba los celos de los sucesores. Los hijos de Tácito y Floriano descendieron a su esfera privada y se mezclaron con la muchedumbre, escudados además tras su pobreza inocente. Cuando Tácito fue elegido por el Senado, cedió su amplio patrimonio al Estado,[1005] rasgo que aparenta una gran generosidad, pero que está a las claras manifestando su ánimo de arraigar el Imperio en sus descendientes. El único consuelo de éstos para la pérdida de su rango era el recuerdo de su encumbramiento pasajero y la remota esperanza, parto de una profecía lisonjera, de que en el plazo de 1000 años, descollaría un monarca de la alcurnia de Tácito, protector del Senado, restaurador de Roma y conquistador del orbe entero.[1006]
Los labriegos ilirios, que ya le habían dado al decaído Imperio a Claudio y a Aureliano, pudieron igualmente blasonar del ascenso de Probo.[1007] El emperador Valeriano, más de veinte años antes, ya había descubierto con su acostumbrada perspicacia el mérito bisoño del soldado muy joven, que ascendió a tribuno mucho antes de la edad prescrita por el reglamento militar. El tribuno justificó la elección con su victoria frente a un cuerpo crecido de sármatas, en la que salvó la vida a un deudo de Valeriano, y mereció de su mano el agasajo de collares, brazaletes, picas, banderolas, coronas cívicas y murales, con todos los galardones honoríficos tributados por la antigua Roma a sus valientes vencedores. Se le confió el mando de la tercera y después de la décima legión, y en cada etapa de su promoción se mostraba superior al lugar que ocupaba. África y el Ponto, el Rin, el Danubio, el Éufrates y el Nilo fueron ofreciendo sucesivamente las mejores oportunidades para mostrar su destreza personal y su conducta en la guerra. Aureliano le debió la conquista de Egipto, y todavía le era más deudor por la entereza decorosa con que solía refrenar las crueldades de su amo. Tácito, deseoso de suplir con el desempeño de sus generales su propia insuficiencia militar, lo nombró comandante en jefe de todas las provincias orientales, con el quíntuplo del salario habitual, la promesa del consulado y la esperanza del triunfo. Probo tenía cuarenta y cuatro años cuando ascendió al trono imperial,[1008] poseyendo el cariño del ejército, la fuerza del cuerpo y la madurez del entendimiento.
Su mérito esclarecido y el éxito de sus armas contra Floriano lo dejaron sin enemigo ni competidor, pero si nos atenemos a sus propias protestas, muy lejos de apetecer el Imperio, lo aceptó con repugnancia. «No está ya en mi mano», dice en una carta amistosa, «rechazar un título tan arriesgado y apetecido, y tengo que seguir desempeñando el papel que me ha encargado la tropa».[1009] Su atenta carta al Senado rebosaba de sentimientos, o al menos de expresiones de un patricio romano. «Cuando entresacasteis uno de vuestra clase, padres conscritos, para suceder al emperador Aureliano, procedisteis sabia y justicieramente, pues sois legalmente los soberanos del orbe, y la potestad heredada de vuestros mayores ha de llegar a vuestra posteridad. ¡Cuán venturoso no fuera que Floriano, en vez de usurpar la púrpura de su hermano como herencia privada, esperara lo que dispusiera vuestra majestad, ora a favor suyo, ora de otro individuo! Los soldados han venido a castigar justicieramente su temeridad. Me han ofrecido el título de Augusto, pero rindo mis merecimientos y pretensiones a vuestra clemencia»[1010] (año 276, agosto 5). Cuando el cónsul leyó esta respetuosa carta, los senadores no pudieron hacer menos que manifestar su satisfacción al ver que Probo condescendía tan humildemente a pretender o solicitar lo que ya poseía, y encarecieron con agradecimiento sus virtudes, sus hazañas y, ante todo, su moderación. Inmediata y unánimemente se ratificó el nombramiento de las huestes orientales, se lo realzó con todos los ramos del señorío imperial, los nombres de César y Augusto, el título de Padre de la Patria, el derecho a hacer en un mismo día tres propuestas al Senado,[1011] la dignidad de Pontífice Máximo, la potestad tribunicia y el mando proconsular, una clase de investidura que, aunque parecía multiplicar la autoridad del emperador, expresaba la antigua constitución de la República. El reinado de Probo correspondió a tan esplendoroso principio, pues era el Senado quien tenía a su cargo la administración civil del Imperio, y su fiel general volvió por el honor de las armas romanas, y fue poniendo a sus plantas coronas de oro y tropas de bárbaros, fruto de sus numerosas victorias.[1012] Pero, mientras los halagaba en su vanagloria, no podía menos que despreciar interiormente su indolencia y flaqueza, pues, aunque tenían en su mano a toda hora la revocación del afrentoso edicto de Galieno, los engreídos sucesores de los Escipiones aceptaron con paciencia su exclusión de todo empleo militar. Pronto comprobaron que quienes rechazan la espada tienen también que renunciar al cetro.
Las fuerzas de Aureliano habían ido aniquilando a los enemigos de Roma, pero tras su fallecimiento crecieron en número y en saña. Quedaron vencidos nuevamente por la pujanza de Probo, quien, en el breve reinado de seis años,[1013] igualó en nombradía a los héroes antiguos, y restableció la paz y el orden en todas las provincias del orbe romano. Afianzó tan firmemente la peligrosa frontera de Recia, que la dejó sin el menor asomo de enemigos. Debilitó el poderío de los aduares sármatas, quienes huyeron despavoridos de su antiguo suelo. La nación goda buscó aliarse con un emperador tan belicoso.[1014] Atacó a los isaurios en sus serranías, tomó varias de sus fortalezas[1015] y se vanagloriaba de haber exterminado para siempre a un enemigo doméstico cuya independencia estaba lastimando la majestad del Imperio. Los conflictos provocados por el usurpador Firmo en Egipto nunca se aplacaron completamente, y las ciudades de Ptolemais y Coptos, al resguardo de su alianza con los blemios, seguían fomentando aquella rebelión arrinconada. El castigo de ambos pueblos y de sus auxiliares, los salvajes del mediodía, parece haber sobresaltado a la corte de Persia,[1016] cuyo gran rey aspiró en vano a la amistad de Probo. El valor personal y el desempeño del emperador lograron las hazañas que distinguen a su reinado, a tal punto que el escritor de su vida manifiesta su asombro de que en tan breve plazo un solo individuo pudiera acudir a tantas y tan remotas guerras. Las acciones menores las entregaba a sus tenientes, cuya atinada elección es una parte considerable de su gloria. Caro, Diocleciano, Maximiano, Constancio, Galerio, Asclepiodato, Anibaliano, y un sinnúmero de otros caudillos que luego ascendieron al trono o lo auxiliaron, se educaron en la austera escuela militar de Aureliano y Probo.[1017]
Pero el servicio más señalado que Probo tributó a la República fue la liberación de la Galia y el rescate de sesenta ciudades florecientes tiranizadas por los bárbaros de Germania, quienes, desde la muerte de Aureliano, habían estado acosando impunemente aquella gran provincia.[1018] Entre la muchedumbre de aquellos fieros invasores logramos distinguir, con alguna claridad, tres grandísimas huestes, o más bien naciones, vencidas sucesivamente por el valor de Probo. Ahuyentó a los francos a sus pantanos, una reveladora circunstancia, de la que podemos inferir que la confederación conocida bajo el nombre varonil de «libres» estaba ya aposentada en las bajas costas marítimas, atravesadas y a menudo invadidas por las estancadas aguas del Rin, y que varias tribus de frisios y bátavos se habían incorporado a su alianza. Venció a los borgoñones, un pueblo considerable de casta vandálica que andaba errante, en busca de botines, desde las orillas del Oder hasta las del Sena. Se dieron por afortunados al comprar una retirada tranquila con la restitución de todos los despojos; y cuando intentaron desentenderse de ese pacto, su escarmiento fue inmediato y ejemplar.[1019] Pero los invasores más formidables de la Galia eran los ligios, un pueblo remoto que reinaba en un extenso dominio entre Polonia y Silesia.[1020] En la nación ligia, los arios eran los primeros en número y ferocidad. «Los arios», así los describe el brío de Tácito, «se empeñan en mejorar con artificios el pavor de su nativa fiereza. Negros sus escudos, tiznados sus cuerpos, eligen para el combate la hora más oscura de la noche. Su hueste avanza como una sombra fúnebre,[1021] y no suelen tropezar con un enemigo capaz de contrarrestar aquel extraño e infernal aspecto, pues de todos nuestros sentidos, el de la vista es el primero que se postra en las batallas».[1022] Pero las armas y la disciplina de los romanos pronto ahuyentaron aquel fantástico aparato, pues los ligios quedaron derrotados en una batalla general, y Semnon, el más afamado de sus caudillos, cayó vivo en manos de Probo. La prudencia del emperador, ajena a precipitar en la desesperación a todo un pueblo valeroso, les concedió un ajuste honroso y les franqueó el paso para volverse a su patria. Pero fueron tantos sus padecimientos en marchas, batallas y retiradas, que la nación resultó destruida para siempre, y el nombre ligio ya no se repitió en la historia de Germania ni del Imperio. La pérdida de los bárbaros se calcula en cuatrocientos mil hombres, obra de los romanos en cuanto a su ejecución, y de gran desembolso para el emperador, que daba un doblón por cabeza de los enemigos;[1023] pero, como la nombradía guerrera estribaba en el exterminio del linaje humano, cabe suponer que el cálculo sangriento se abultaba por la codicia de la soldadesca, y se iba abonando sin mucha averiguación por la vanagloria dadivosa de Probo.
Desde la expedición de Maximino, los generales romanos limitaban su ambición a una guerra defensiva contra las naciones de Germania, que estaban siempre presionando las fronteras del Imperio. Pero Probo fue más osado y buscó victorias en la Galia, traspuso el Rin, y enarboló sus águilas invictas en las márgenes del Elba y del Neckar. Estaba convencido de que no se conseguiría una paz duradera con los bárbaros, mientras no vivieran en su propio país las desdichas de la guerra. Germania, desangrada con el malogro de su última emigración, quedó atónita con su presencia, hasta el punto de que nueve de sus principales caudillos acudieron a su campamento y se postraron a sus plantas. Los germanos recibieron humildemente cada tratado que al conquistador le pareció dictar. Se les impuso la restitución puntual de las prendas y cautivos que habían arrebatado a las provincias, y obligó a los jefes a que ellos mismos castigasen a los salteadores más reacios que intentasen retener alguna parte de los despojos. Se reservó un tributo cuantioso de trigo, ganado y caballos, únicos haberes de los bárbaros, para el consumo de las guarniciones que Probo había ido estableciendo en las fronteras de su territorio. Llegó aun a abrigar la idea de apremiar a los germanos vedándoles el uso de las armas, y de confiar sus diferencias a la justicia, y su seguridad al poder, de Roma. Para el logro cabal de tan saludables intentos se requería de manera imprescindible la residencia fija de un gobernador imperial sostenido por una hueste crecida. Por lo tanto, Probo creyó más acertado postergar la ejecución de tamaña empresa, más esplendorosa, en realidad, que sólidamente asequible.[1024] Reducida Germania a mera provincia, los romanos se ganarían, con inmenso trabajo y costo, únicamente una frontera mucho más extensa que resguardar de los bárbaros más feroces de Escitia.
En vez de avasallar a los germanos belicosos, Probo se contentó con el humilde recurso de atajarles las correrías por medio de baluartes. El país que ahora compone el círculo de Suabia estaba desierto desde el tiempo de Augusto, por la emigración de sus antiguos habitantes.[1025] La fertilidad del suelo atrajo una nueva colonia de las provincias adyacentes de la Galia, y llegaron miles de aventureros desamparados y errantes que fueron ocupando dudosas posesiones y reconociendo con el pago de sus tributos la majestad del Imperio.[1026] Para el resguardo de los nuevos súbditos se fue tendiendo una línea de guarniciones fronterizas desde el Rin hasta el Danubio, y durante el reinado de Adriano, cuando cundía aquel sistema, estas guarniciones se eslabonaron al abrigo de recios atrincheramientos de árboles y estacadas. En vez de tan tosco baluarte, el emperador Probo construyó una calzada de cierta altura, reforzada con torres a distancias convenientes. Desde las cercanías de Neustadt y Ratisbona sobre el Danubio, trepaba por cerros, cruzaba por valles, ríos y pantanos, y por fin paraba en las márgenes del Rin, después de un sinuoso curso de cerca de doscientas millas (321 km).[1027] Esta importante valla que unía los dos ríos caudalosos que protegían las provincias de Europa, parecía cubrir el espacio por donde los bárbaros, y en particular los alemanes, podían muy fácilmente internarse en el Imperio. Pero la experiencia del mundo, desde China hasta Bretaña, ha demostrado que es infructuoso el intento de fortificar un país por un extenso trecho.[1028] Un enemigo eficaz que puede ir escogiendo y variando los puntos de asalto dará finalmente con algún paraje endeble, o con un momento de inadvertencia. Las fuerzas y la atención del defensor se dividen, y son tales los efectos del terror, aun en tropas aguerridas, que toda línea quebrada en un solo punto queda desamparada instantáneamente. La suerte del murallón de Probo confirma la observación general, pues a pocos años de su muerte fue derribado por los alemanes, y sus escombros dispersos, conceptuados generalmente como obra del mismo diablo, ahora sólo sirven para excitar el asombro de los campesinos de Suabia.
Entre las condiciones provechosas de paz impuestas por Probo a las naciones avasalladas de Germania, una fue suministrar al ejército romano 16 000 reclutas de su juventud más robusta y esforzada. El emperador los dispersó por las provincias, repartiendo tan peligrosos refuerzos en compañías de cincuenta o setenta hombres entre las tropas nacionales, observando atinadamente que cuantos auxilios recibiese la República de parte de los bárbaros debían percibirse, mas no mirarse.[1029] Esa ayuda se hacía ya imprescindible, pues ni la débil elegancia de Italia ni las demás provincias alcanzaban a tolerar el peso de las armas. Los recios fronterizos del Rin y del Danubio acudían varonilmente a los trabajos de un campamento, pero su número iba menguando con las guerras incesantes. Los cimientos de la población se quebrantaban con la escasez de matrimonios y el menoscabo de la agricultura, y no sólo destruía la pujanza del presente, sino la esperanza de las futuras generaciones. La sabiduría de Probo apeló al plan grandioso y benéfico de repoblar los confines yermos por medio de colonias de bárbaros huidos o cautivos, franqueándoles territorios, ganados y aperos de labranza, y cuantos estímulos cabían para que criaran una descendencia de soldados para el servicio de la República. Trasladó un cuerpo crecido de vándalos a Bretaña, y principalmente al condado de Cambridge,[1030] donde su aislada situación los redujo a conformarse, y en los disturbios inmediatos de la isla acreditaron su lealtad al Estado.[1031] Francos y lépidos se fueron estableciendo en gran número por el Rin y el Danubio, y hasta cien mil bastarnos, arrojados de sus solares, aceptaron gozosos un establecimiento en Tracia y se amoldaron en poco tiempo a las costumbres e inclinaciones romanas.[1032] Pero las expectativas de Probo eran frecuentemente defraudadas, pues el desasosiego y la holgazanería de los bárbaros los inhabilitaban para los trabajos pausados de la agricultura, y su enamoramiento de la libertad, levantándose contra el despotismo, los llevaba rápidamente a la rebeldía, tan perjudicial para ellos mismos como para las provincias.[1033] Tampoco alcanzaban estos estudiados reemplazos, repetidos por los demás emperadores, a restablecer la primitiva fuerza de las fronteras de la Galia y de Iliria.
De los bárbaros que abandonaron sus nuevos establecimientos y alteraron la tranquilidad pública, fue escaso el número que regresó a su país nativo, pues si lograban ir vagando armados por el Imperio una temporada, terminaban siempre destruidos por el poder del belicoso emperador. No cabe omitir, sin embargo, el éxito y las importantes consecuencias que acompañaron el ímpetu de un grupo de francos. Probo los había establecido en las playas del Ponto con el objetivo de resguardar aquella línea contra los embates de los alanos. Se apoderaron de una flota fondeada en la ensenada del Euxino y se abrieron rumbo por mares desconocidos, desde la desembocadura del Fasis hasta la del Rin. Atravesaron sin tropiezo por el Bósforo y el Helesponto y, surcando el Mediterráneo, fueron cebando su venganza y su codicia en varios desembarcos por las playas desprevenidas de Asia, Grecia y África. La opulenta ciudad de Siracusa, en cuyo puerto habían zozobrado las armadas de Atenas y de Cartago, quedó saqueada por una cuadrilla de bárbaros, que degollaron gran parte de aquel trémulo vecindario. Corrieron desde Sicilia hasta las columnas de Hércules, se confiaron al océano, fueron costeando España y la Galia, y, siguiendo su carrera triunfadora por el canal de Bretaña, coronaron al fin su expedición asombrosa desembarcando a salvo en las playas bátavas y frisias.[1034] El ejemplo de su éxito enseñó a sus paisanos a concebir las ventajas y a despreciar las amenazas del mar, y señaló a su arrojo un nuevo camino de gloria y riquezas.
No obstante la vigilancia de Probo, no cabía tener siempre a raya todo el ámbito de sus extensos dominios, y, para romper sus cadenas, los bárbaros se valieron de la coyuntura favorable de una guerra interior. Cuando el emperador acudió al socorro de la Galia, entregó el mando de Oriente a Saturnino. Este general, un hombre de mérito y experto, se precipitó a la rebelión por la ausencia del soberano, la liviandad del pueblo alejandrino, la acalorada insistencia de sus amigos y sus propios temores, pero desde el momento de su ascenso se mostró desesperanzado del Imperio y de su vida. «¡Ay de mí!», dijo, «perdió la República un servidor provechoso, y la temeridad de un instante borró las obras de largos años. No estáis enterados», continuó, «de las desventuras de la soberanía: una espada está a toda hora sobre nuestras cabezas. Tememos a nuestra misma guardia y desconfiamos de nuestros compañeros. Carecemos de albedrío para obrar u holgar, y no cabe evitar la envidia ni con la edad, ni con la índole o la conducta. Al encumbrarme así al trono me sentenciáis a una vida de cuidados y a una muerte anticipada, sin más consuelo que el de no perecer a solas».[1035] Pero así como se realizó la primera parte de la profecía con la victoria, se frustró la segunda con la clemencia de Probo, que se empeñó en salvar a Saturnino del enfurecimiento de los soldados (año 279). Había encargado repetidamente al usurpador mismo que no se diese por perdido con un soberano que tenía en alta estima su carácter, puesto que había castigado al primero que le había participado su deslealtad inverosímil.[1036] Tal vez Saturnino se atuviera a la generosa oferta sin la desconfianza de sus allegados, pues su delito era más arraigado y sus esperanzas más vehementes que los de su experimentado caudillo.
Una vez sofocada la revuelta de Saturnino en Oriente, sobrevinieron nuevas turbulencias en Occidente con la rebeldía de Bonoso y Próculo en la Galia. Los méritos más distinguidos de estos dos oficiales eran sus respectivas habilidades en los combates de Baco para uno y en los de Venus para el otro,[1037] mas no carecían de valor y capacidad, y ambos llevaron adelante con honor el empeño que el temor al castigo los obligó a asumir, hasta que a la larga se hundieron contra el numen superior de Probo. Usó la victoria con su acostumbrada moderación, y conservó vidas y haberes a las inocentes familias.[1038]
Las armas de Probo suprimieron a los enemigos extraños y domésticos del Estado, y su apacible pero firme administración restableció la tranquilidad pública; no quedaba en las provincias un bárbaro hostil, un tirano, o siquiera un ladrón, que reavivara la memoria de los pasados desórdenes. Ya era pues tiempo de que el emperador volviese a Roma y celebrara su propia gloria y la dicha general. La grandiosidad del triunfo de Probo correspondió a su fortuna, y el pueblo, que presenció absorto los trofeos de Aureliano, contempló con igual embeleso los de su heroico sucesor.[1039] Pero no se debe olvidar por esto el desesperado coraje de 80 gladiadores, reservados con otros 600 para el recreo inhumano del anfiteatro. Desentendiéndose de ir a derramar su sangre para la diversión del populacho, mataron a los guardias, salieron de su encierro, y conmovieron y ensangrentaron las calles de Roma. Tras una obstinada resistencia, fueron dominados y cortados en pedazos por la tropa; pero les cupo al menos una muerte honorífica y la satisfacción de una justa venganza.[1040]
La disciplina militar de Probo era menos cruel que la de Aureliano, pero era igualmente rígida y exacta. El último castigaba las irregularidades de los soldados con implacable severidad; el primero las prevenía empleando a las legiones en trabajos incesantes y provechosos. Cuando estuvo mandando en Egipto, ejecutó varias obras grandiosas en beneficio y esplendor de aquel precioso país. Mejoró la navegación del Nilo, ventajosa para la misma Roma, y construyó templos, puentes, pórticos y alcázares por mano de los soldados, que sabían ser tanto ingenieros como arquitectos o labradores.[1041] Se cuenta de Aníbal que, para preservar a sus tropas de todas las tentaciones del ocio, les había ordenado ejecutar extensos plantíos de olivos por la costa de África.[1042] Ateniéndose al mismo sistema, Probo utilizó su tropa para enramar de viñedos lozanos las serranías de la Galia y Panonia, y se puntualizan dos parajes hoyados y plantados a manos de la milicia.[1043] Uno de ellos, conocido bajo el nombre de Monte Almo, estaba situado junto a Sirmio, país nativo de Probo, al que siempre miró con afecto, y cuyo agradecimiento se esmeraba en afianzar desyermando un largo trecho pantanoso y enfermizo. Un ejército así empleado componía no sólo la parte más valiente, sino tal vez la más provechosa de los súbditos romanos.
Pero en la realización del mejor plan, los sujetos más cabales y pagados de la rectitud de su ánimo están expuestos a exceder los límites de la moderación. Probo no consideró el sufrimiento ni la voluntad de sus propios legionarios.[1044] Se da por sentado que los peligros de la vida militar tienen que compensarse con el ocio y la holganza; pero si las obligaciones del soldado se recargan con el trabajo de un labriego, se hunde bajo esta carga, o bien se la sacude con airada violencia. Se dice que el descuido de Probo animó el descontento en la tropa, pues, más atento al interés general que al regalo del ejército, expresó el anhelo fantástico de plantear una paz universal, y despedir como inservible aquella perpetua y asalariada hueste.[1045] Aquella expresión descuidada redundó en su exterminio, pues en un día ardiente de verano, mientras estaba apremiando severamente a los soldados para el desagüe de los pantanos de Sirmio, quebrantados de fatiga, arrojaron de repente las herramientas, empuñaron las armas y se levantaron en un furioso motín. El emperador, consciente del peligro, se guareció en una torre elevada que servía para inspeccionar las obras.[1046] La allanaron inmediatamente, y miles de espadas traspasaron el pecho del desventurado Probo. La saña de las tropas amainó una vez satisfecha. Lamentaron todos su infausta temeridad, olvidaron los rigores del emperador que acababan de sacrificar, y se empeñaron en perpetuar con un monumento la memoria de sus virtudes y victorias.[1047]
Después de satisfacer su pesadumbre y arrepentimiento por la muerte de Probo, las legiones proclamaron a Caro, su prefecto del pretorio, como el que más merecía el trono imperial. Todos los pormenores que se relatan de este príncipe son de naturaleza variada y dudosa. Blasonaba del título de ciudadano romano y se esmeraba en comparar la pureza de su sangre con el origen extranjero y aun bárbaro de los emperadores que lo precedieron; pero sus contemporáneos más inquisitivos, muy lejos de avenirse a sus pretensiones, lo suponen, con suma variedad, natural de Iliria, la Galia y África.[1048] Aunque militar, tuvo una educación formal, y, si bien era senador, estaba ejerciendo la primera dignidad del ejército. En una época en que las carreras civil y guerrera se habían separado tan terminantemente, se hermanaban en la persona de Caro. Después de ajusticiar prestamente a los matadores de Probo, de cuyo favor y estima era tan deudor, no pudo escapar a la sospecha de complicidad en un hecho que le significó tan importante ventaja. Al menos antes de su ascenso, disfrutaba del reconocimiento general de su virtud y capacidad;[1049] mas su índole adusta fue degenerando imperceptiblemente en desabrida e inhumana, y los imperfectos escritores de su vida titubean entre colocarlo o no en la clase de los tiranos de Roma.[1050] Caro tenía sesenta años cuando vistió la púrpura, y sus dos hijos, Carino y Numeriano, ya estaban en edad adulta.[1051]
Con Probo murió también la autoridad del Senado, pues el arrepentimiento de la soldadesca no acató esta vez la potestad civil en los mismos términos que había aceptado tras la muerte del infortunado Aureliano. La elección de Caro se decidió sin esperar la aprobación del Senado, y el nuevo emperador se contentó con participarle, en una carta tibia y entonada, su ascenso al trono vacante.[1052] Un procedimiento tan opuesto al de su afable antecesor no era un presagio favorable para el nuevo reinado, y los romanos, privados de poderío y libertad, se explayaron en su acostumbrado desquite de hablillas y murmuraciones.[1053] Pero las felicitaciones y la adulación no enmudecieron, y todavía podemos hojear con agrado y menosprecio una égloga compuesta para el advenimiento de aquel emperador al trono. Dos pastores, para guarecerse del ardor del mediodía, se retiran a la cueva de Fauno, y sobre una sombría encina descubren ciertos letreros. La deidad campesina había descrito en versos proféticos la bienaventuranza prometida al Imperio bajo el reinado de tan gran monarca; y Fauno vitorea al sumo héroe que, arrimando sus hombros al peso abrumador del orbe romano, ha de exterminar la guerra y los bandos, y resucitar la inocencia y el sosiego de la edad de oro.[1054]
Es de suponer que estas elegantes fruslerías jamás llegaron a los oídos de un general veterano, que con la anuencia de sus legiones se estaba preparando para ejecutar el plan largamente postergado de la guerra pérsica. Caro, a su partida para aquella expedición remota, otorgó a sus dos hijos, Carino y Numeriano, el título de Césares; y compartiendo con el primero su potestad imperial, lo envió a zanjar algunos disturbios sobrevenidos en la Galia y luego a establecerse en Roma y desempeñar el gobierno de las provincias occidentales.[1055] La seguridad en Iliria se afianzó con una derrota memorable de los sármatas; cerca de dieciséis mil quedaron en el campo de batalla, y los cautivos ascendieron a veinte mil. El anciano emperador, animado por la fama y la victoria venidera, apresuró su marcha en el rigor del invierno por Tracia y Asia Menor; y llegó por fin con su hijo Numeriano a los confines de la monarquía pérsica. Habiendo acampado en la cumbre de una altísima montaña, mostró detenidamente a sus tropas la opulencia y el lujo del enemigo que estaban a punto de invadir.
El sucesor de Artajerjes, Varanes o Bahram, si bien acababa de sojuzgar a los sejestanos, una de las naciones más belicosas del Asia Superior,[1056] se alarmó a la vista de los romanos, y se esmeró en contener sus pasos por medio de negociaciones pacíficas. Los embajadores llegaron al campamento hacia el anochecer, cuando las tropas estaban aplacando el hambre con una ración escasa. Manifestaron su deseo de acercarse a la presencia del emperador romano, y fueron conducidos al fin ante un soldado descansando sobre el césped, dedicado a comer por cena un pedazo de tocino rancio y algunos guisantes duros. Un ropaje tosco de púrpura era lo único que anunciaba su dignidad. La conferencia fue igualmente ajena a toda elegancia cortesana, y Caro, quitándose un gorro que llevaba para tapar su calva, aseguró a los embajadores que, si su señor no reconocía la superioridad romana, en breve dejaría a Persia tan desnuda de árboles como lo estaba su propia cabeza de cabellos.[1057] En medio de ciertos rasgos de estudiado artificio, estamos viendo en esta escena las costumbres de Caro y la extremada sencillez que los príncipes guerreros, sucesores de Galieno, habían ya restablecido en los campamentos romanos. Los ministros del gran rey temblaron y se fueron.
Las amenazas de Caro no quedaron sin efecto, pues asoló la Mesopotamia, fue arrollando cuanto le salía al encuentro, se hizo amo de las grandes ciudades de Seleucia y Ctesifonte (que al parecer se rindieron sin resistencia), y llevó sus armas victoriosas más allá del Tigris.[1058] La coyuntura era favorable, pues Persia estaba desavenida y malparada, y tenía sus principales fuerzas empleadas en la frontera con la India. Roma y todo el Oriente aclamaron tan importantes noticias, y la adulación y la esperanza ya presagiaban la caída de Persia, la conquista de Arabia, el avasallamiento de Egipto y la liberación de las correrías de las naciones escitas.[1059] Pero el reinado de Caro estaba destinado a poner de manifiesto la vanidad de las predicciones, pues quedaron inmediatamente desmentidas con su muerte, un acontecimiento acompañado de circunstancias tan ambiguas que será más oportuno referirlo con la carta de su mismo secretario al prefecto de la ciudad. «Caro», dice, «nuestro amadísimo emperador, se hallaba doliente en su lecho cuando estalló una tormenta sobre el campamento. Tal era la oscuridad que ni siquiera nos divisábamos unos a otros, y apenas por la luz de los relámpagos podíamos ver lo que sucedía en la confusión general. Tras el agudo estallido de un rayo, sonó repentinamente un alarido por la muerte del emperador, y luego se supo que sus camareros, en la desesperación de su quebranto, habían incendiado el pabellón real, circunstancia que dio margen a la voz de que Caro había muerto por un rayo; mas, en cuanto hemos podido rastrear, su muerte fue efecto natural de su dolencia.»[1060]
La vacante no trajo trastornos, pues los temores de los generales jaquearon su ambición; y el joven Numeriano, con su hermano ausente Carino, quedaron unánimemente reconocidos como emperadores romanos. Se esperaba que el sucesor de Caro, siguiendo las huellas de su padre, no diera tregua a la despavorida Persia y se adelantara blandiendo el acero hasta los alcázares de Susa y de Ecbatana.[1061] Mas las legiones, fuertes en número y disciplina, estaban consternadas por su rastrera superstición. Por más ardides que se idearon para encubrir la manera en que murió el emperador, fue imposible cambiar la opinión de la muchedumbre, y su opinión es siempre incontrastable. Los antiguos se horrorizaban religiosamente ante todo individuo o paraje incendiado por un rayo, como manifestación de la ira del cielo,[1062] y se recordó un oráculo que apuntaba al Tigris como límite infausto de las armas romanas. Las tropas, aterradas por el destino de Caro y por su propio riesgo, le rogaron al joven Numeriano que obedeciese a la voluntad de Dios y las guiara lejos de aquel suelo desfavorable para la guerra. El joven emperador no pudo con tan obstinada preocupación, y los persas quedaron atónitos con la retirada imprevista de una hueste victoriosa.[1063]
La noticia del misterioso fracaso del difunto emperador voló desde las fronteras de Persia hasta Roma, y el Senado y las provincias saludaron a los hijos de Caro (año 284). Estos jóvenes encumbrados carecían sin embargo de la superioridad consciente, por la cuna o por los méritos, que facilitan la posesión del trono como si fuera algo natural. Nacidos y criados en la esfera privada, la jerarquía de príncipes que les había dado el padre los ensalzó, y su muerte, sobrevenida a los dieciséis meses, les dejó la inesperada herencia de un dilatadísimo imperio. Para asumir sin destemple un encumbramiento tan repentino se requería mucha cordura y virtud, y Carino, el mayor de los hermanos, carecía de estas cualidades más de lo común. Había acreditado algún valor personal en la guerra de la Galia,[1064] pero desde el momento en que llegó a Roma se abandonó al lujo de la capital y al abuso de su fortuna. Era agradable, pero cruel; sensual, pero privado de buen gusto, y, aunque vanidoso en extremo, era indiferente al aprecio del público. En pocos meses se desposó y se divorció de nueve mujeres, dejando a la mayoría embarazada, y, sobre esta inconstancia legal, encontraba tiempo para satisfacer una variedad de apetitos irregulares que le llevaron deshonra a sí mismo y a las primeras casas de Roma. Odiaba de muerte a cuantos podían recordar su antigua llaneza y censurar su conducta presente. Fue desterrando o dando muerte a los consejeros que el padre le puso al lado para orientar su inexperiencia juvenil, y persiguió con mezquina venganza a los condiscípulos y compañeros que no habían respetado debidamente la majestad latente de todo un emperador. Con los senadores, Carino aparentaba un comportamiento regio y distinguido, expresando a menudo que sus haberes irían a parar al populacho de Roma. De entre las heces de ese populacho seleccionaba sus privados y ministros. El palacio y aun la mesa imperial eran un hervidero de cantores, bailarines, prostitutas, y todo el bullicioso séquito del vicio y la locura. Encargó a uno de sus porteros el gobierno de la ciudad.[1065] En reemplazo del prefecto del pretorio, a quien mandó matar, Carino colocó a uno de los ministros de sus torpezas. Otro, que era acreedor a un título igual o más infame, fue investido con el consulado. Un secretario interno, hábil para falsificar firmas, liberó al indolente emperador, con su anuencia, de la obligación enojosa de firmar su nombre.
Cuando Caro emprendió la guerra pérsica se preocupó, por razones tanto afectivas como estratégicas, por afianzar la suerte de su familia, poniendo en manos de su primogénito los ejércitos y provincias de Occidente. Apesadumbrado y corrido por los informes que pronto le llegaron de la conducta de Carino, manifestó su ánimo de desagraviar a la República con actos de severa justicia, adoptando, en lugar de aquel hijo indigno, al valiente y virtuoso Constancio, que en ese tiempo era gobernador de Dalmacia. Pero el plazo para el ascenso de Constancio se dilató por un tiempo, y tan pronto como la muerte de su padre liberó a Carino de todo miramiento pusilánime o decoroso, desplegó ante los romanos las extravagancias de Heliogábalo, agravadas con las crueldades de Domiciano.[1066]
El único rasgo de Carino que puede mencionar la historia o celebrar la poesía es el inusual esplendor que desplegó, en su nombre y el de su hermano, en los juegos romanos del teatro, del circo y del anfiteatro. Más de veinte años después, cuando los palaciegos de Diocleciano manifestaron a su soberano la nombradía y popularidad de su antecesor, reconoció que el reinado de Carino había sido todo de deleites.[1067] Aquella vana prodigalidad, que tanto repugnaba a la sensatez de Diocleciano, era el asombro y el regalo del pueblo romano, y los más viejos ciudadanos, comparando los espectáculos anteriores, las pompas triunfadoras de Probo y de Aureliano, y los juegos seculares del emperador Filipo, confesaban que la magnificencia de Carino descollaba sobre la de todos sus antecesores.[1068]
Los espectáculos de Carino pueden por lo tanto ilustrarse mejor observando algunos puntos que la historia nos relata acerca de sus predecesores. Ciñéndonos a la caza de fieras, por más que vituperemos el devaneo del intento y la inhumanidad de su ejecución, tenemos que confesar que ningún pueblo igualó al romano en cuanto al gasto y al artificio para el recreo del vulgo.[1069] Por disposición de Probo, se desarraigó una gran cantidad de árboles altos para trasplantarlos al medio del circo. La selva, frondosa y extensa, se pobló con mil avestruces, mil ciervos, y otros tantos corzos y jabalíes, y toda esta cacería se franqueó a la muchedumbre ansiosa y alborotada. La matanza del día siguiente alcanzó a cien leones, otras cien leonas, doscientos leopardos y trescientos osos.[1070] La colección que el joven Gordiano preparó para su triunfo, y que luego ostentó el sucesor en sus juegos seculares, sobresalía menos por el número que por la extrañeza de los animales. Veinte cebras exhibieron sus elegantes formas y variados matices a la vista del pueblo romano.[1071] Diez alces y otras tantas jirafas, los animales más crecidos e inocentes que vagan por los páramos de Sarmacia y Etiopía, contrastaban con treinta hienas africanas y cien tigres indios, las bestias más implacables de la zona tórrida. En el rinoceronte, en el hipopótamo del Nilo[1072] y en el majestuoso escuadrón de treinta y dos elefantes,[1073] se admiró la fuerza inofensiva con que la naturaleza dotó a los mayores cuadrúpedos. Mientras la muchedumbre se pasmaba con el grandioso espectáculo, el naturalista iba notando la estampa, contextura y propiedades de tan diversas especies traídas de los extremos del antiguo mundo al anfiteatro de Roma. Mas este beneficio casual que le llegaba a la ciencia a través de este devaneo no alcanzaba seguramente a justificar el abuso disparatado de los caudales públicos. Existe sin embargo un caso, en la primera guerra púnica, en que el Senado acertó a hermanar atinadamente el recreo del gentío con los intereses del Estado, pues hizo que algunos esclavos, sin más armas que unas lanzas embotadas, condujeran un crecido número de elefantes cogidos en la derrota del ejército cartaginés.[1074] Este provechoso espectáculo sirvió para infundir en los soldados romanos sumo menosprecio para con unos animales meramente corpulentos, y de esta manera no les temieron ya en la formación militar.
La cacería o muestra de fieras se preparó con una magnificencia digna de un pueblo que se llamaba a sí mismo amo del orbe, y el edificio destinado a aquel entretenimiento tampoco desdecía de la grandeza romana. La posteridad está todavía admirando los restos asombrosos del anfiteatro de Tito, tan debidamente llamado colosal.[1075] Era una edificación elíptica de quinientos sesenta y cuatro pies (172 m) de largo, y cuatrocientos sesenta y siete (142 m) de ancho, fundada sobre ochenta arcos y elevada sobre cuatro órdenes diversos de arquitectura, hasta la altura de ciento cuarenta pies (42,6 m).[1076] El exterior estaba todo revestido en mármol y adornado con estatuas. El amplio tendido que formaba el interior estaba rodeado de sesenta a ochenta filas de asientos, también de mármol, cubiertos por cojines y capaces de contener desahogadamente a más de ochenta mil personas.[1077] Sesenta y cuatro vomitorios (pues tal era el nombre tan apropiado de las entradas) iban arrojando el inmenso gentío, y entradas, tránsitos y escaleras estaban tan bien dispuestos que cada cual, senador, caballero o plebeyo, se encaminaba y llegaba a su respectivo asiento sin tropiezo ni equivocación.[1078] No se omitía nada que pudiera servir en cualquier sentido a la comodidad y el deleite de los espectadores. Una cubierta amplia y corrediza, para poder tenderla o quitarla oportunamente, los guarecía del sol y de la lluvia. El ambiente se refrescaba constantemente con fuentes y agradables esencias aromáticas. El centro o palestra, todo cubierto de finísima arena, se iba trasformando alternativamente en diversas formas, pues ya parecía brotar de la tierra el jardín de las Hespérides, ya se desencajaba en peñascales y cuevas de Tracia. Las cañerías transportaban manantiales o ríos, y lo que acababa de ser una llanura espaciosa se convertía de improviso en un grandioso lago, surcado por bajeles de guerra y lleno de monstruos marinos.[1079] Los emperadores ostentaban en aquellas decoraciones su opulencia y liberalidad, y leemos a veces que todo el decorado del anfiteatro consistía en plata, oro o ámbar.[1080] El poeta que describe los juegos de Carino bajo el papel de un pastor atraído a la capital por el eco de su magnificencia afirma que las redes para el resguardo contra las fieras se componían de hilo de oro, que los pórticos eran dorados, y que la faja o círculo que separaba las varias clases de los concurrentes estaba tachonada por un mosaico precioso de exquisita pedrería.[1081]
En medio de este pomposo brillo, el emperador Carino (año 284, septiembre 12), descuidado de su situación, disfrutaba de las aclamaciones del pueblo, de la lisonja de sus palaciegos y de los cantares de los poetas, quienes, a falta de méritos más esenciales, se limitaban a celebrar la gracia sobrehumana de su persona.[1082] A la misma hora, pero a novecientas millas (1448 km) de Roma, expiraba su hermano, y una revolución repentina trasladó a manos de un extraño el cetro de la casa de Caro.[1083]
Los hijos de Caro no volvieron a verse desde la muerte de su padre, y el ajuste que requería su nueva situación se dilató probablemente hasta el regreso del menor a Roma, donde a ambos se les decretó el triunfo por el éxito de la guerra de Persia.[1084] No consta que fuera su ánimo dividir la administración, o bien las provincias del Imperio, pero no era probable que su concordia fuese duradera, porque, además de la competencia por el poderío, sus caracteres encontrados debían desavenirse. Carino era indigno de vivir aun en los siglos más corruptos. Numeriano merecía reinar en tiempos más venturosos. Sus modales afables y sus virtudes cariñosas le aseguraban, tan pronto como lo conocían, el respeto y afecto del público. Lo realzaban los méritos del orador y del poeta, que dignifican y engalanan tanto a la esfera más humilde como a la más encumbrada. Su elocuencia, si bien era aplaudida en el Senado, estaba formada no tanto en el modelo de Cicerón como en el de los declamadores modernos; pero, en un siglo que estaba muy lejos de ser ajeno a las habilidades poéticas, compitió con sus contemporáneos más aventajados y quedó siempre amigo de sus contrincantes; una particularidad que evidencia la bondad de su corazón o la superioridad de su genio.[1085] Pero los talentos de Numeriano se cifraban en los estudios contemplativos más que en la carrera activa. Cuando el ascenso de su padre lo sacó de su retiro, ni su temperamento ni sus intereses lo habilitaban para el mando de los ejércitos. Su complexión se quebrantó con los padecimientos de la guerra pérsica, y el ardor del clima le había debilitado tanto la vista,[1086] que lo obligó a encerrarse en la soledad y oscuridad de una tienda o de una litera por todo su largo retiro. La administración de todos los asuntos civiles y militares recayó en manos de Arrio Aper, prefecto del pretorio, quien al poderío de su importante cargo añadía el honor de ser suegro de Numeriano. Sus allegados más íntimos cuidaban desveladamente el pabellón imperial, y durante muchos días Aper transmitió al ejército los supuestos mandatos del soberano invisible.[1087]
Ocho meses después de la muerte de Caro, la hueste romana, que regresaba en una pausada marcha de las orillas del Tigris, asomó a las del Bósforo tracio. Las legiones hicieron alto en Calcedonia de Asia, mientras la corte pasaba a Heraclea, sobre la margen europea del Propóntida.[1088] Pero pronto comenzaron a circular rumores, primero en secreto y luego a voz en cuello, acerca de la muerte del emperador y de la arrogancia del ministro ambicioso que seguía ejerciendo el poderío soberano en nombre de un príncipe que ya no existía. Los soldados no soportaron por mucho tiempo ese estado de incertidumbre, y con desenfadada curiosidad irrumpieron en la tienda imperial, donde sólo hallaron el cadáver de Numeriano.[1089] La paulatina decadencia de su salud podría haberlos inclinado a creer que su muerte era natural, pero el ocultamiento se interpretó como una evidencia culpable, y las disposiciones de Aper para afianzar su elección le acarrearon inmediatamente su ruina. Pero, aun en su ira y su dolor, las tropas observaron un procedimiento regular, demostrando cuán arraigadamente habían restablecido su disciplina los sucesores de Galieno. Todo el ejército se juntó en Calcedonia, a donde llevaron a Aper, encadenado como un prisionero y un criminal. Se levantó un tablado raso en medio del campamento, y los generales y tribunos formaron un gran consejo militar. Pronto anunciaron a la muchedumbre que su nombramiento había recaído en Diocleciano, comandante de los domésticos o guardias personales (año 284, septiembre 17), por ser el más capaz de vengar y suceder a su amado emperador. La suerte venidera del candidato dependía de su conducta en aquel mismo trance. Consciente de que la posición que debía ocupar lo exponía a ciertas sospechas, Diocleciano subió al tribunal y, alzando la vista al sol, declaró solemnemente su inocencia ante aquella deidad que todo lo ve.[1090] Luego, asumiendo su posición de soberano y de juez, ordenó que Aper debía ser llevado encadenado al pie del tribunal. «Este hombre», dijo, «es el matador de Numeriano». Y sin darle tiempo para un descargo aventurado, sacó su espada y la hincó en el pecho del infortunado prefecto. El cargo, acompañado de una prueba tan decisiva, se recibió sin oposición, y las legiones vitorearon repetidamente la justicia y autoridad del emperador Diocleciano.[1091]
Pero, antes de hablar de su memorable reinado, tenemos que castigar y despedir al hermano ruin de Numeriano. Carino tenía armas y caudales como para sostener su título legítimo al Imperio; pero sus vicios personales desequilibraban todas las ventajas de su posición y nacimiento. Los sirvientes más leales del padre menospreciaban la incapacidad y temían la arrogancia sanguinaria del hijo. El pueblo se inclinaba por su competidor, y hasta el mismo Senado prefería un usurpador a un tirano. Los ardides de Diocleciano fomentaban el descontento general, y el invierno se empleó en intrigas secretas y preparativos manifiestos para la guerra civil. En la primavera, las fuerzas de Oriente y las de Occidente se encontraron en las llanuras de Margo, un pueblito de Mesia en las cercanías del Danubio.[1092] Las tropas, que acababan de llegar de la guerra pérsica, habían adquirido su gloria a expensas de su número y salud, y no podían contrarrestar la fuerza de las descansadas legiones europeas. Sus filas fueron quebradas, y Diocleciano ya desesperaba de la púrpura y de su vida, cuando toda la ventaja que había conseguido Carino con el valor de sus soldados quedó rápidamente perdida por la alevosía de sus oficiales. Un tribuno, a cuya esposa había seducido, aprovechó la oportunidad para vengarse, y de una estocada apagó la guerra civil en la sangre del adúltero.[1093]