IX
SITUACIÓN DE GERMANIA HASTA LA INVASIÓN DE LOS BÁRBAROS EN TIEMPOS DEL EMPERADOR DECIO
Fue necesario detenernos en el gobierno y la religión de Persia por su relación con la decadencia y la ruina del Imperio Romano; luego irán sucesivamente saliendo a luz las tribus escitas y sármatas, que con sus armas y sus caballos, con sus rebaños lanares y vacunos, se expandirán en los inmensos páramos que abarcan los confines del mar Caspio y del Vístula, de Persia y Germania. Pero aquellos belicosos germanos, que enfrentaron, invadieron y finalmente derribaron la monarquía occidental de Roma, ocuparán un lugar más importante en la presente historia, y vendrán, por decirlo así, a establecerse con nosotros y embargar en gran manera nuestra atención y nuestra tarea. Las naciones más civilizadas de la Europa moderna surgieron de los bosques de Germania, y en sus cerriles instituciones aún podemos buscar los principios de nuestras leyes y costumbres. En aquel estado primitivo de sencillez e independencia los contempló Tácito, cuyas pinceladas sublimes los retrataron al vivo con la maestría de aquel primer historiador que aplicó la filosofía al estudio de los hechos. El brioso laconismo de su descripción ha merecido ejercitar las tareas de un sinnúmero de estudiosos de la Antigüedad, y estimular el ingenio y la trascendencia de los historiadores y filósofos de nuestro tiempo. Sin embargo, el asunto, con toda su variedad y extensión, ha sido analizado tan repetida, hábil y acertadamente que se ha vuelto trivial para los lectores, y se tornó más difícil para el escritor. Por lo tanto, nos ceñiremos a puntualizar algunas de las más notables particularidades del clima, las costumbres y las instituciones que convirtieron a los bravíos campeones de Germania en tan formidables enemigos del poderío romano.
Excluyendo de sus límites independientes la provincia al poniente del Rin, ya sojuzgada por los romanos, la antigua Germania abarcaba un tercio de Europa. Casi toda la actual Alemania, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Livonia, Prusia y la mayor parte de Polonia albergaban varias tribus de una grandiosa nación, cuya tez, costumbres e idioma mostraban un origen idéntico y conservaban patente semejanza. Al Oeste, el Rin era el límite que dividía Germania de Galia; y al Sur, era el Danubio el que separaba a esta última de las provincias ilíricas del Imperio. Una serranía comenzada en el Danubio resguardaba a Germania en la parte de Dacia y Hungría. La frontera oriental era muy débil, a causa de los mutuos recelos germanos y sármatas, y solía atropellarla el vaivén de guerras y confederaciones entre las varias tribus de ambos pueblos. En la remota lobreguez septentrional, los antiguos apenas divisaban más allá del Báltico el océano helado y la península o las islas de Escandinavia.[619]
Algunos ingeniosos escritores[620] han opinado que, en la Antigüedad, Europa era mucho más fría que ahora, y que las más antiguas descripciones del clima de Germania corroboran en gran manera este concepto. Las frecuentes quejas respecto del hielo intenso y el perpetuo invierno no merecen quizás el menor aprecio, puesto que carecemos de una pauta para reducir a la ajustada puntualidad del termómetro la sensación y las expresiones de un orador nacido en las regiones apacibles de Grecia y Asia; sin embargo, destacaremos las dos particularidades más certeras: I) Los caudalosos ríos que limitaban las provincias romanas, el Rin y el Danubio, solían helarse y soportar pesos enormes, y los bárbaros, que por lo general se valían de esta crudeza para sus correrías, trasladaban sin aprensión sus grandiosas huestes, su caballería y sus pesados carros sobre un vasto y solidísimo puente de hielo,[621] fenómeno nunca visto en la época moderna. II) El reno, ese útil animal que brinda al septentrional montaraz los mayores alivios de su horrorosa vida, posee una complexión que aguanta y aun requiere intenso frío. Se halla en los peñascos de Spitsbergen, a diez grados del polo; abunda en las nieves de Laponia y Siberia, y actualmente no vive, ni mucho menos se multiplica, en país alguno al sur del Báltico.[622] En tiempos de César, el reno y el alce eran naturales de la selva Hercinia, que encerraba gran parte de Germania y Polonia.[623] Los avances modernos explican llanamente las causas de esta disminución del frío, pues aquella inmensidad de bosques ha sido despejada y los rayos solares pueden llegar hasta la faz de la tierra.[624] Desecados los pantanos, el suelo se ha ido cultivando y el clima se volvió más templado. Remedo de la antigua Germania es actualmente Canadá, pues, aunque está situado en el mismo paralelo que las más benignas provincias de Francia e Inglaterra, padece un riguroso frío. El reno retoza por el hondamente nevado suelo, y el gran río San Lorenzo suele estar helado cuando las corrientes del Támesis y del Sena se mantienen líquidas.[625]
Se hace trabajoso puntualizar y fácil exagerar el influjo del clima en la antigua Germania sobre el cuerpo y el alma de los naturales. Muchos escritores suponen, y los más aseguran aunque al parecer sin prueba terminante, que el frío intenso del Norte contribuía a alargar la vida y realzar la fuerza engendradora, por lo que las mujeres eran más fecundas y la especie humana, más productiva que en los climas cálidos o templados.[626] Podemos afirmar con mayor confianza que el sutil ambiente de Germania hacía que los cuerpos de los naturales fueran más corpulentos y varoniles —de modo que, en su mayoría, aventajaban en estatura a los pueblos del Sur—,[627] y les infundía un género de brío más adecuado para sus esfuerzos extremados que para el trabajo sufrido, así como aquella valentía que resulta de la fuerza de los nervios. La crudeza de una campaña de invierno, que entumecía el cuerpo y el espíritu de los romanos, apenas arañaba el cutis de aquellos arrogantes hijos del Norte,[628] quienes, en cambio, sufrían los bochornos del estío y parecían derretirse, exánimes e inmóviles, con los rayos solares de Italia.[629]
No existe en el mundo territorio que carezca absolutamente de habitantes y cuyos primeros pobladores se puedan puntualizar con algún asomo de certidumbre histórica. Sin embargo, dado que las mentes más filosóficas excepcionalmente se retraen de rastrear la cuna de toda grandiosa nación, nuestra curiosidad investiga infructuosamente este asunto. Al contemplar la pureza de la sangre germana y el horroroso aspecto de aquel país, Tácito se inclinó a tratar a estos bárbaros de indígenas o hijos de la tierra. Nada aventuramos en afirmar que la antigua Germania no fue primitivamente poblada por colonias extranjeras, constituidas ya en sociedad cabal,[630] sino que nombre y nación obtuvieron la existencia con la incorporación sucesiva de bárbaros errantes por la selva Hercinia. El dar por sentado que estos montaraces brotaron naturalmente de la misma tierra que habitaban sería una ilusión temeraria, abominada por la religión y ajena de toda racionalidad. Esta duda sensata no se aviene con los sentimientos de la vanagloria popular, pues entre cuantas naciones adoptaron la historia mosaica del mundo, el arca de Noé ha sido de igual utilidad, como fue también la guerra de Troya el antecedente fundamental para los griegos y romanos. Sobre la estrecha base de cierta verdad innegable se encumbró un adicional inmenso y fabuloso, y el salvaje irlandés[631] así como el tártaro rebelde[632] podrían señalar individualmente al hijo de Jafet, de quien sus antepasados descendían directamente. El último siglo estuvo colmado de estudiosos de la Antigüedad, quienes, a la escasa luz de leyendas y tradiciones, de conjeturas y etimologías, fueron guiando a los tataranietos de Noé desde la torre de Babel hasta los extremos del orbe. Entre ellos se distingue Olaus Rudbek, catedrático de la universidad de Uppsala.[633] Este celosísimo patriota atribuye encarecidamente a su país cuanto resplandece en la historia o en la fábula. Desde Suecia, que constituía una parte considerable de la antigua Germania, los mismos griegos recibieron su cartilla alfabética, su astronomía y su religión. La Atlántida de Platón, el país de los Hiperbóreos, los jardines de las Hespérides, las Islas Afortunadas y aun los Campos Elíseos, todo era un remedo escaso de aquella región venturosa, pues así aparecía ante los ojos de su iluso hijo.
No cabía que un suelo naturalmente tan agradable permaneciese mucho tiempo despoblado. El sabio Rudbek le da a la familia de Noé pocos años para multiplicarse desde ocho individuos hasta 20 000. Luego los reparte en colonias pobladoras del mundo entero y propagadoras de la estirpe humana. El destacamento germánico o sueco (acaudillado, según consideramos, por Askenaz, hijo de Gomer y nieto de Jafet) rápidamente se distinguió en el desempeño de tal empresa. Enjambró la colmena septentrional por la mayor parte de Europa, Asia y África, y —usando la metáfora del autor— circuló la sangre de las extremidades al corazón.
Sin embargo, todo este elaborado sistema de la antigüedad alemana se estrella y se derrumba con un hecho sencillo e innegable: en tiempos de Tácito, los germanos no conocían la escritura,[634] distintivo terminante que diferencia a un pueblo civilizado de una horda de salvajes incapaces de conocimiento y reflexión. Sin esta ayuda artificial, se inhabilita la memoria y se desarticulan las ideas que se le encomiendan, y las facultades más esclarecidas del entendimiento, desprovistas de norma y de materiales, se van debilitando; el juicio se torna débil y letárgico, y la imaginación, lánguida o irregular. Para enterarse cabalmente de esta verdad, no hay más que percibir, en medio de una sociedad culta, la inmensa distancia que media entre el literato y el campesino lego. El primero de ellos multiplica su experiencia con la lectura y la reflexión, y está viviendo en siglos y países remotos, mientras que el segundo, clavado allá en un único punto y ceñido a poquísimos años de existencia, apenas supera a su compañero de trabajo, el buey, en cuanto al ejercicio de sus facultades mentales. La misma diferencia que existe entre individuos, y aun mayor, se advertirá entre naciones, siendo innegable que, sin un género u otro de escritura, ningún pueblo jamás conservó anales fidedignos de sus hechos, descolló en las ciencias o perfeccionó siquiera en ínfimo grado las artes amenas y provechosas de la sociedad.
A todas ellas, los germanos las desconocían, y pasaban la vida en un estado de ignorancia y desamparo que algunos habladores se han complacido en denominar virtuosa sencillez. Se asegura que la actual Alemania contiene unas dos mil trescientas poblaciones amuralladas.[635] En un país mucho más extenso, el geógrafo Ptolomeo no acertó a destacar más que noventa poblaciones que realza con la denominación de ciudades,[636] aunque, según el concepto actual, no eran merecedoras de tan grandioso título. Debemos, pues, reducirlas a fortificaciones toscas y emboscadas para el resguardo de mujeres, niños y ganados, mientras los guerreros de la tribu marchaban a rechazar alguna invasión repentina.[637] Pero Tácito afirma, como un dato conocido, que los germanos de su tiempo carecían de ciudades[638] y que simulaban menospreciar las obras de industria romana, considerándolas como sitios de encierro más que de seguridad.[639] Sus moradas no se agrupaban para formar aldeas,[640] sino que el guerrero se arraigaba donde la llanura, el bosque o el fresco arroyuelo le brindaban alguna ventaja, sin hacer uso de piedra, ladrillo o teja para construir sus viviendas,[641] las que se reducían a casillas o chozas redondas de maderos sin desbastar, techadas con pajones y descubiertas en la cima, para desahumarlas. En el rigor de un invierno crudo, el curtido germano se daba por satisfecho con el escaso vestuario de alguna piel de animal. Las naciones más septentrionales se arropaban con pellizas, y las mujeres tejían para su propio uso un género de tela rústica.[642] En las selvas de Germania sobreabundaba la caza, que facilitaba a sus habitantes alimento y ejercicio,[643] y en sus grandiosos rebaños, menos reparables por su hermosura que por su utilidad, se cifraba toda su riqueza.[644] El producto de sus tierras era una escasa cantidad de trigo, pues ignoraban el uso de huertos y prados artificiales, y no caben adelantos de labranza en un pueblo cuyas haciendas experimentaban anualmente un cambio general por nuevas divisiones de las tierras cultivables, y que en tan extraño trueque evitaba toda contienda, dejando yerma e inservible la porción más cuantiosa de su terreno.[645]
En Germania eran sumamente escasos el oro, la plata y el hierro, pues sus montaraces habitantes carecían tanto de habilidad como de paciencia para buscar aquellas preciosas vetas de plata que luego han remunerado tan colmadamente el afán de los príncipes de Brunswick y de Sajonia. Suecia, que actualmente suministra hierro a Europa, estaba igualmente ajena de sus riquezas, y a la sola vista de las armas del germano podía apreciarse qué pequeña porción les cabía de ese metal cuyo empleo debían conceptuar como preferente para ellos. Las diversas transacciones de guerra y paz introdujeron alguna moneda romana, especialmente de plata, entre los ribereños del Rin y del Danubio, pero las tribus remotas desconocían absolutamente todo cuño, efectuaban trueque de bienes y regulaban al mismo precio su tosca alfarería y las vasijas de plata que Roma acostumbraba regalar a sus príncipes y embajadores.[646] Estos hechos determinantes dan un concepto más cabal a todo entendimiento reflexivo que cualquier fastidioso pormenor de circunstancias subordinadas. El consentimiento general gradúa la moneda como el equivalente de nuestras necesidades y haberes, así como se inventaron las letras para expresar nuestros pensamientos, y ambos inventos, robusteciendo los alcances y afectos de la naturaleza humana, han ido multiplicando los mismos objetos representados. El uso del oro y la plata es, en gran medida, ficticio, pero sería imposible demostrar las infinitas ventajas que el hierro, labrado y amoldado por la fragua y la hábil mano del hombre, proporciona a la agricultura y a todas las artes. La moneda, en una palabra, es el incentivo universal, y el hierro, el instrumento más poderoso de la industria humana, y resulta difícil comprender con qué medios un pueblo, sin aquel móvil ni este auxilio podría desprenderse de la más tosca barbarie.[647]
Al contemplar cualquiera nación salvaje de la tierra, se podrá ver la apoltronada indiferencia y el olvido de lo venidero que constituyen su general carácter. En una sociedad civilizada, todas las facultades del hombre se explayan y se ejercitan, y la dependencia recíproca eslabona y estrecha a los diversos miembros que la componen. La mayor parte de ellos se afana en tareas provechosas, y los pocos descollantes que han sido ubicados por la fortuna por encima de esas necesidades emplean colmadamente su tiempo en la búsqueda de interés o de gloria, mejorando su haber o sus alcances con las obligaciones, los deleites e incluso los devaneos de la vida social. Los germanos vivían ajenos a tales arbitrios y transferían todo desvelo del hogar o la familia, así como el cuidado de las tierras y los rebaños, a los ancianos, las mujeres o los esclavos. El guerrero holgazán, privado de las artes que pudieran emplear su ocio, se holgaba noche y día en la irracionalidad del sueño o de la glotonería; sin embargo, por la extremada contraposición de su naturaleza —según lo señala un escritor que ha penetrado sus interioridades—, los mismos bárbaros eran alternativamente los más perezosos y los más arrojados de la estirpe humana. Disfrutaban de la desidia y aborrecían el sosiego;[648] su alma desfallecida, abrumada con su propia carga, ansiaba desenfrenadamente alguna sensación nueva, y así la guerra y el peligro eran los entretenimientos propios de su desaforado temperamento. El eco de la llamada guerrera halagaba el oído del germano, pues lo sacaba del letargo y le brindaba un trabajoso afán con el ejercicio violento del cuerpo y la extremada conmoción del ánimo. En los desabridos intermedios de paz, se engolfaban desatinadamente en sus juegos y su embriaguez, y por diversos rumbos, unos y otra —aquéllos, enardeciendo sus ímpetus, y ésta, adormeciendo sus sentidos— los liberaban igualmente de la penalidad de pensar. Se jactaban de pasar días enteros a la mesa, y la sangre de amigos y parientes solía manchar sus concurridísimos banquetes.[649] Cumplían con sus deudas de honor —pues lo eran, para ellos, las deudas del juego— con puntualísima y romántica lealtad. El desaforado jugador que había apostado su persona y su libertad al último lance de los dados se resignaba sufridamente al decreto de la suerte, y se dejaba atar, castigar y vender para lejana servidumbre por su más endeble pero afortunado contrincante.[650]
La cerveza fuerte, ese licor extraído toscamente del centeno o la cebada y —según la enérgica expresión de Tácito— corrompido en algo levemente parecido al vino, satisfacía sobradamente los intentos de la beodez germánica, aunque los que habían probado los vinos exquisitos de Italia, y luego de Galia, suspiraban por aquel género más deleitoso de embriaguez. No obstante, no intentaron, como se ha practicado después con éxito, aclimatar la vid en las márgenes del Rin y del Danubio, ni aspiraron a procurarse, con su industria, los materiales de un comercio ventajoso. Nada, en suma, de industriosa actividad, pues el agenciarse con trabajo lo que podían conseguir con las armas se consideraba impropio de la gallardía germana.[651] Sedientos más y más de licores fuertes, los bárbaros se arrojaban sobre las provincias en las cuales, por naturaleza o por arte, abundaban estos ansiados regalos. El toscano que vendió su patria a las naciones celtas las atrajo a Italia con la perspectiva de sus frutas exquisitas y sus deliciosos vinos, productos del apacible clima.[652] De igual modo, los auxiliares alemanes, invitados a Francia durante las guerras civiles del siglo XVI, fueron atraídos por la promesa de establecimientos en las provincias de Champaña y Borgoña.[653] La embriaguez —el más rudo, aunque no el más peligroso, de nuestros vicios— en ocasiones era capaz, en un estado menos civilizado de la humanidad, de acarrear una batalla, una guerra y una revolución.
El clima de Alemania se ha suavizado, y se ha abonado su suelo con las faenas de diez siglos desde la época de Carlomagno. El mismo ámbito que alimenta ahora con holgura y regalo a un millón de labradores y menestrales no podía abastecer a cien mil guerreros haraganes con lo imprescindible para su mantenimiento.[654] Los germanos usaban sus inmensos bosques para la práctica de la caza; dedicaban gran parte de sus tierras al pastoreo; laboraban el resto de una manera tosca y desmañada, y luego acusaban a la esterilidad y escasez del terreno por no proporcionar los alimentos para mantener a sus habitantes. Cuando el retorno del hambre les advertía severamente sobre la importancia de las artes, la miseria de la nación se aliviaba con la emigración de un tercio o, quizás, una cuarta parte de sus jóvenes.[655] El goce de la propiedad es la prenda característica de un pueblo civilizado, pero los germanos, trashumando con armas, ganados y mujeres, que eran todas sus alhajas, abandonaban gozosos sus bosques solitarios en pos de su esperanzada victoria y rapiña. Aquellos enjambres que arrojaba, o parecía arrojar, el gran depósito de las naciones se acrecentaron sobremanera con el miedo de los vencidos y la credulidad de los siglos siguientes, y por estos encarecimientos se fue arraigando la opinión, que fue defendida por escritores de nombradía, de que en tiempos de César y de Tácito el Norte estaba mucho más poblado que en nuestros días.[656] No obstante, parece que una investigación detenida ha desengañado a los filósofos modernos acerca de la falsedad, y aun de la imposibilidad, de aquel supuesto, pues a los nombres de Mariana y Maquiavelo[657] podemos contraponer los equivalentes de Robertson y Hume.[658]
Una nación guerrera como la germana, sin ciudades, letras, artes ni moneda, hallaba cierta compensación de su vida arisca en el goce de la libertad. Su pobreza le afianzaba la independencia, puesto que nuestros anhelos y haberes son los más recios grillos del despotismo. «Entre los suecos —dice Tácito— se honran las riquezas, y por lo tanto yacen bajo un monarca absoluto, que, en vez de franquear a su pueblo el uso de las armas, como sucede en lo restante de Germania, lo somete bajo el cargo, no de un ciudadano ni de un liberto, sino de un esclavo. Los sitones, sus vecinos, se hundieron más abajo de la misma servidumbre, puesto que obedecen a una mujer.»[659] Cuando el gran historiador menciona tales excepciones, reconoce la teoría fundamental del gobierno. Sólo nos resulta difícil concebir por qué medios las riquezas y el despotismo pudieron llegar a un remoto rincón del Norte, apagando la llama generosa que resplandecía con tanta fuerza en el límite de las provincias romanas, y no se comprende cómo los antepasados de aquellos daneses y noruegos, tan esclarecidos en siglos posteriores con su gallardía, pudieron resignar tan mansamente el grandioso carácter de la libertad germánica.[660] Si bien algunas tribus de las orillas del Báltico reconocían reyes, pero sin abandonar los derechos de los hombres,[661] en casi toda Germania la forma de gobierno era una democracia, comedida, es verdad, y refrenada no tanto por leyes generales y positivas como por el predominio accidental del nacimiento o del valor, de la elocuencia o la superstición.[662]
Todo gobierno civil, en sus primeras instituciones, se reduce a una asociación voluntaria para la defensa mutua y, para este objeto, es necesario que cada individuo se sienta obligado a someter sus opiniones privadas y sus pasos al albedrío del mayor número de sus socios. Las tribus germanas se conformaron con este tosco pero liberal bosquejo de sociedad política. Cuando un joven, hijo de padres libres, llegaba a la edad varonil, lo incorporaban al Consejo y le daban la solemne investidura de escudo y pica, mancomunándolo como digno miembro de una república militar. El Consejo se reunía periódicamente o bien a causa de algún trance repentino. Los juicios de agravios públicos, el nombramiento de magistrados y la suma decisión de la paz o la guerra se zanjaban con su determinación independiente, aunque a veces estos puntos se examinaban de antemano en un consejo especialmente selecto de caudillos.[663] Los magistrados debían deliberar y persuadir, mas competían al pueblo el acuerdo y la ejecución, y estas disposiciones solían ser atropelladas y violentas. Bárbaros enseñados a cifrar su libertad en los sentimientos actuales y no prestar atención a las consecuencias venideras daban la espalda, con airado menosprecio, a todo miramiento de justicia y política, y solían mostrar su desagrado por consideraciones medrosas con un murmullo ronco y desentonado. Pero cuando un orador más popular proponía el desagravio del menor ciudadano por una ofensa perpetrada por extraños o vecinos, o instigaba a sus conciudadanos, por el realce de la conciencia nacional, a arrojarse a una empresa arriesgada y honorífica, retumbaban escudos y lanzas vitoreando esa propuesta. Los germanos se reunían siempre armados, y a toda hora era de temer que una muchedumbre desmandada, inflamada por la facción y los fuertes licores, emplease aquellas armas en sostener y pregonar sus arrojados intentos. Podemos recordar cuán a menudo las asambleas polacas se han manchado con sangre, y la mayoría ha quedado avasallada por un corto número de violentos amotinados.[664]
Nombraban a sus caudillos cuando asomaba un peligro, y si éste era considerable y urgente, se aunaban varias tribus para elegir un jefe. El más valiente capitaneaba en las peripecias a sus paisanos más con el ejemplo que con los mandatos, pero aun esa escasa potestad se hacía envidiable y fenecía con la guerra, pues en tiempos de paz los germanos no reconocían ningún caudillo supremo.[665] Sin embargo, en la Asamblea General se designaban príncipes para administrar justicia, o más bien para zanjar diferencias[666] en sus respectivos distritos, y en esa elección se atendía no menos al nacimiento que al desempeño.[667] El público nombraba una guardia para cada uno, así como un consejo de cien personas, y el primero de los príncipes poseía tales preeminencias de jerarquía y honor que los romanos a veces los agasajaban con el título de rey.[668]
Un parangón entre dos casos notables de potestad del magistrado basta para poner de manifiesto todo el sistema de costumbres germánicas. En manos de aquél se hallaba el reparto de las tierras, que renovaban por años,[669] pero no tenían el poder de castigar con la muerte, encarcelar o apalear a un mero ciudadano.[670] Pueblo tan cuidadoso de la personalidad y tan despegado de las propiedades debió de carecer de artes industriosas y descollar en honor e independencia.
Toda obligación era producto del propio albedrío, y el ínfimo soldado escarnecía la autoridad de un magistrado civil. «Los jóvenes más insignes se jactaban de ser fieles acompañantes de algún caudillo ilustre, con quien se comprometían para todo género de trances. Los compañeros competían para granjearse la preferencia del comandante, y éstos, en adquirir el mayor número de camaradas esforzados. El caudillo que capitaneaba una cuadrilla de jóvenes sobresalientes, que eran su realce en la paz y su resguardo en la guerra, se jactaba gallardamente, y su fama llegaba a todas las tribus. Regalos y embajadas se agolpaban en demanda de su amistad, y el concepto de su prepotencia solía acarrear la victoria al bando que favorecía. En el momento de peligro, era vergonzoso para el caudillo ser aventajado en valor por sus acompañantes, y para estos últimos, no igualar a su jefe en valentía; sobrevivirlo en la batalla se constituía en indeleble infamia, puesto que la sacrosanta obligación de todos era escudar su persona y realzar sus honores con nuevos trofeos: los jefes siempre peleaban por la victoria, y sus acompañantes, por él. Los guerreros más nobles, cuando su tribu se apoltronaba en la comodidad de la paz, acaudillaban a sus adeptos a alguna guerra lejana, para ejercitar su ánimo desasosegado y adquirir nombradía por medio de peligros voluntarios. Los galardones que los acompañantes esperaban de la generosidad del caudillo eran dones propios de guerreros: el alazán belicoso, la lanza siempre vencedora. El único pago que podían suministrar, o que ellos querían admitir, era el desaseado rebosamiento de su agasajadora mesa. La guerra, la rapiña o los presentes de amigos eran los materiales que abastecían a su munificencia.»[671] Esta institución, aunque tal vez podía debilitar accidentalmente a diferentes repúblicas, robustecía la índole general de los germanos y cultivaba en ellos las virtudes apreciadas por los bárbaros: la fe y el valor, la hospitalidad y la cortesía, tan importantes mucho después, en los siglos caballerescos. Las dádivas honoríficas del caudillo a sus acompañantes eran —según refiere un agudo escritor— los rudimentos de aquellos bienes que, tras la conquista de las provincias romanas, los capitanes bárbaros repartían entre sus vasallos, con el similar compromiso de homenaje y servicio militar,[672] condiciones por cierto repugnantes para los antiguos germanos, que se deleitaban con sus mutuos regalos, pero sin imponer ni aceptar el peso de las obligaciones.[673]
«En los tiempos caballerescos, o más bien novelescos, todo hombre era valiente, y casta toda mujer», y aunque esta postrera virtud se alcanza y se conserva con mucha más dificultad que la primera, se atribuye sin embargo, casi sin excepción, a las mujeres de los antiguos germanos. No había poligamia más que entre los príncipes, y, entre ellos, sólo para multiplicar sus alianzas, y el divorcio estaba vedado más por las costumbres que por las leyes. El adulterio se castigaba como delito desusado e inexpiable, y la seducción no se justificaba por el ejemplo o la moda.[674] Se deja ver a las claras que Tácito se complace honorablemente en contraponer las virtudes bárbaras a la relajación de las costumbres de las damas romanas, mas hay significativas características que dan visos de verdad, o al menos de verosimilitud, a la fe conyugal y a la castidad de los germanos.
Aunque, merced a la fina civilización, los ímpetus bravíos de la naturaleza humana han ido amainando, parece que no fue con beneficio para la virtud de la castidad, cuyo enemigo más peligroso se cifra en la gentileza del carácter, pues los refinamientos de la vida corrompen, al mismo tiempo que desbastan, la relación entre los sexos. El apetito amoroso se va emponzoñando al realzarse, o más bien encubrirse, con afectos tiernos, y la elegancia de los trajes, los movimientos y los modales encarece la hermosura e inflama los sentidos por medio de la fantasía. Banquetes lujosos, danzas nocturnas y espectáculos lujuriosos proporcionan de inmediato la tentación y la oportunidad para la impudicia.[675] Las toscas mujeres de los bárbaros vivían resguardadas de tales deslices, a causa de la pobreza, la soledad y los afanes caseros. Abiertos los poblados germánicos por dondequiera a la mirada de la indiscreción o los celos, afianzaban la fidelidad conyugal a mejor recaudo que los paredones, cerrojos y eunucos de un serrallo. Añádase otra razón más honorífica, pues los germanos trataban a sus esposas con aprecio y confianza, y creían amorosamente que ellas abrigaban en sus pechos una sabiduría recóndita y sobrehumana, por lo que las consultaban para todos los trances de importancia. Alguna de las intérpretes del destino, como Veleda en la guerra bátava, gobernó, en el nombre de la deidad, las naciones más desaforadas de Germania.[676] No endiosaban a las demás mujeres, pero las respetaban como compañeras libres e iguales de los soldados, y asociadas, mediante el ceremonial del matrimonio, a su vida afanosa, expuesta y esclarecida.[677] En sus grandes invasiones, en los campamentos de los bárbaros había multitudes de mujeres, que se mantenían firmes y valientes en medio del estruendo de las armas, las diversas formas de destrucción y las honrosas heridas de sus hijos y esposos.[678] Huestes germanas arrolladas solían rehacerse y volver contra el enemigo gracias al desesperado ahínco de las mujeres, menos temerosas de la muerte que de la servidumbre, y, si la derrota era irremediable, conocían muy bien la forma de, con sus propias manos, liberarse juntamente con sus hijos de los descomedimientos del vencedor.[679] Heroínas de esa índole nos asombran, por cierto, pero no nos resultan ni amables ni susceptibles de ser amadas, pues, al masculinizarse hasta tal extremo, no podían menos que abandonar la agradable delicadeza donde esencialmente se cifran el encanto y la debilidad de la mujer. Su orgullo llevaba a las germanas a suprimir toda emoción tierna que se opusiese a su honor, y el primordial honor de su sexo siempre ha sido la castidad. Los sentimientos y la conducta de estas altaneras matronas deben considerarse como causa, efecto y prueba del carácter general de la nación, pues el coraje femenino, aunque lo haya incrementado el fanatismo y lo corrobore el hábito, sólo alcanza a ser una débil imitación del varonil arrojo que distingue a la época o al país donde se encuentra.
El sistema religioso de los germanos —si las disparatadas aprensiones de unos salvajes merecen esa denominación— era un producto de sus necesidades, de sus temores y de su ignorancia.[680] Adoraban los objetos visibles, los grandiosos agentes de la naturaleza, el sol, la luna, el fuego y la tierra, así como a las deidades ideales que, según suponían, presidían las tareas importantes de la vida humana. Estaban persuadidos de que, mediante ridículas artes adivinatorias, descifrarían la voluntad de los seres superiores, y de que la ofrenda más halagüeña y relevante para sus aras eran los sacrificios humanos. Se ha enaltecido atropelladamente el concepto sublime que abrigaba este pueblo de la divinidad, puesto que no la encerraba en templos ni la imaginaba con figura humana, pero, si tenemos en cuenta que los germanos carecían de arquitectura y de estatuaria, hallamos la causa de ese reparo no precisamente en la perspicacia de su discurso, sino en la total carencia de ingenio. Los únicos templos de Germania eran bosques antiguos y lóbregos, consagrados por la veneración de sucesivas generaciones. Su recóndita tiniebla, imaginaria residencia de un poder invisible, al no distinguir los objetos de temor y de culto, horrorizaba el ánimo con un profundo sentimiento de temor religioso,[681] y los sacerdotes habían ido aprendiendo con la experiencia —puesto que eran toscos e iletrados— todos los artificios que podían preservar y fortalecer esas impresiones, que resultaban tan adecuadas para su propio interés.
La misma ignorancia que imposibilita a los bárbaros conocer y aceptar las restricciones de la ley los expone, inermes y desnudos, a los ciegos sobresaltos de la superstición. Los sacerdotes germanos, mejorando el carácter favorable de sus compatriotas, habían asumido, aun en los asuntos temporales, una autoridad que el magistrado no podía arriesgarse a ejercer, y el engreído guerrero aceptaba sufridamente el azote del castigo cuando no era impuesto por un poder humano, sino por un inmediato decreto del dios de la guerra.[682] El vacío de la autoridad civil solía suplirse con la oportuna interposición de la eclesiástica, y ésta era la que acudía a imponer silencio y decoro en las asambleas populares, y a veces abarcaba una mayor extensión a favor de los intereses nacionales. En los actuales países de Mecklemburgo y Pomerania en ocasiones se celebraba una solemne procesión. El desconocido símbolo de la Tierra, cubierto con un denso velo, se colocaba en un carruaje tirado por vacas, y así la diosa, que solía residir en la isla de Rügen, iba visitando varias de las tribus inmediatas de sus devotos. Durante su marcha, callaba el sonido de la guerra; se suspendían las contiendas; se dejaban a un lado las armas, y los incansables germanos tenían una oportunidad de gustar las bendiciones de la paz y la armonía.[683] La tregua de Dios, proclamada tan a menudo y tan infructuosamente por el clero del siglo XI, era una obvia imitación de esta remota costumbre.[684]
Pero el influjo de la religión era, desde luego, más eficaz para foguear que para contener los indómitos ímpetus de los germanos. El interés y el fanatismo incitaban a los ministros a santificar las empresas más osadas e injustas con la aprobación del cielo y la seguridad del éxito. Los estandartes consagrados, y desde la antigüedad reverenciados en los bosques de la superstición, se colocaban al frente de la hueste,[685] y la tropa enemiga era excomulgada con horrorosas imprecaciones que la ofrecían al dios de la guerra y de las tempestades.[686] Según la creencia de los soldados —y tales eran los germanos—, el pecado más imperdonable era la cobardía. El hombre valiente era el digno favorito de las deidades guerreras; el desgraciado que había perdido su escudo quedaba expulsado de toda reunión, tanto religiosa como civil, de sus paisanos. Al parecer, algunas tribus del Norte admitieron la doctrina de la trasmigración de las almas,[687] y otras idearon un tosco paraíso de embriaguez eterna,[688] pero todas concordaban en que una vida guerrera y una muerte gloriosa en la batalla eran los preliminares de la felicidad venidera, tanto en este mundo como en el otro.
La inmortalidad, prometida tan vanamente por los sacerdotes, era proporcionada hasta cierto punto por los bardos. Esta clase particular de hombres ha embargado muy dignamente los desvelos de cuantos han estudiado la antigüedad de los celtas, escandinavos y germanos. Han sido suficientemente ilustrados su genio y su carácter, así como la reverencia que recibía esa profesión tan trascendente, mas no es tan fácil expresar, ni aun percibir, el entusiasmo por las armas y la gloria que encendían en su auditorio. En todo pueblo culto, el ejercicio poético es más bien un floreo de la fantasía que un empeño del alma; sin embargo, si revisamos detalladamente los trances referidos por Homero o Tasso, imperceptiblemente nos dejamos embargar por la ilusión, y nos enardecemos momentáneamente con asomos de ímpetu marcial. ¡Pero cuán apocada, cuán yerta es la sensación que nos cabe en la soledad del estudio! En el vaivén de la batalla o en el júbilo de la victoria era donde los bardos entonaban la gloria de aquellos héroes antiguos, antepasados de unos caudillos belicosos que estaban pendientes del canto, desaliñado pero impetuoso, que les dedicaban. La presencia de las armas y del peligro realzaba el efecto de la canción militar, y los impulsos que intentaba infundir, el afán de nombradía y el menosprecio de la muerte embargaban más y más a los germanos.[689]
Tal era la situación y tales las costumbres de los antiguos germanos. Su clima, su carencia de letras, de artes y de leyes; sus aprensiones acerca de la virtud, la hidalguía y la religión; su concepto de la libertad, su encono con la paz, su arrojo tras las empresas, todo contribuía a labrar un pueblo de guerreros. Sin embargo, podemos observar que, durante el lapso de más de doscientos cincuenta años que mediaron desde la derrota de Varo hasta el reinado de Decio, aquellos bárbaros tan formidables mostraron débiles tentativas y causaron poquísima mella en las opulentas y sometidas provincias del Imperio. Los atajaban su escasez de armas y su carencia de disciplina, y las desavenencias internas desahogaban su desenfreno.
I) Se ha reparado aguda y no infundadamente en que el dominio del hierro en breve le da a una nación el dominio del oro, pero las tribus montaraces de Germania, igualmente desprovistas de ambas preciosidades, tuvieron que ir adquiriendo pausadamente, por sus propias fuerzas, la posesión de una y otra. Era manifiesta en una hueste germana su escasez de hierro, pues pocas veces podían usar espadas o largas lanzas. Sus frameae, como las llamaban en su idioma, eran unas picas largas con una punta de hierro afilada y angosta, y, según las distancias, solían dispararlas o esgrimirlas. El escudo y la lanza componían todo el ajuar de su caballería, al paso que la infantería desembrazaba sus armas arrojadizas.[690] Su traje militar, si es que lo usaban, se reducía a una holgada manta, y una variedad de colores constituía el único ornamento de su escudo de madera o de mimbre. Sobresalía algún caudillo con su coraza; casi ninguno con yelmo. Aunque los caballos de Germania no eran hermosos, ágiles ni amaestrados en los despliegues romanos, algunas de sus naciones descollaron en la caballería, aunque por lo general su pujanza se cifraba en la infantería,[691] que formaba varias columnas, según la separación de tribus y familias. Sin concesiones al cansancio o la demora, aquellos guerreros mal armados se lanzaban a la refriega en desorden y con descompasados alaridos, y, gracias al embate de su denuedo, en ocasiones arrollaban la más artificial y controlada valentía de los mercenarios romanos, pero, como los bárbaros desahogaban todo su ahínco en el primer avance, no acertaban a rehacerse ni a retirarse, y así el mero rechazo era ya derrota, y esta última, por lo general, exterminio. Al considerar el armamento cabal del soldado romano, su disciplina, sus desarrollos, sus campamentos fortificados y sus máquinas militares, asombra que la pujanza desnuda y sin protección afrontase a todo trance y tan reñidamente el poderío de las legiones, con los numerosos auxiliares que cooperaban en sus movimientos. La contienda era en extremo desigual, hasta que el lujo fue destronando al brío, y raptos de indisciplina y rebeldía quebrantaron o indispusieron a los ejércitos romanos. La introducción de auxiliares bárbaros en sus huestes fue una novedad arriesgada, pues no podía menos que entrenar gradualmente a los germanos en el arte de la guerra y del gobierno. Aunque admitidos en corto número y con cautelosos miramientos, harto convincente era el ejemplo de Civilis para desengañar a los romanos acerca de la realidad del peligro y la insuficiencia de sus precauciones.[692] En la guerra civil que sucedió a la muerte de Nerón, el mañoso y arrojado bátavo, a quien sus enemigos se avinieron a parangonar con Aníbal y Sertorio,[693] ideó un proyecto grandioso para su ambición e independencia. Acudieron a sus pendones ocho cohortes bátavas, afamadas en las campañas de Italia y de Britania. Internó una hueste germana en Galia, atrajo a su partido las ciudades de Tréveris y Langres, derrotó a las legiones, arrasó sus campos fortificados y dirigió contra los romanos la ciencia militar aprendida en sus propias banderas. Cuando por fin, tras su obstinada contienda, tuvo que postrarse ante la prepotencia imperial, Civilis aseguró su país, y a sí mismo, con un honorable tratado por el cual los bátavos continuaban ocupando las islas del Rin[694] como aliados y no como siervos de la monarquía romana.
II) El poderío de la antigua Germania se muestra formidable cuando consideramos los efectos que podría haber tenido la unión de sus fuerzas. El dilatado ámbito del país podía, desde luego, aprontar un millón de guerreros, puesto que todos los hombres de edad adulta ansiaban manejar las armas. Pero aquella muchedumbre bravía, inhábil para idear o ejecutar un plan de grandeza nacional, se agitaba con diversas y a menudo hostiles intenciones. Germania estaba dividida en más de cuarenta Estados independientes, y en cada uno de ellos la unión de las diversas tribus aún era desarticulada y precaria. Los bárbaros no eran cavilosos; nunca olvidaban un agravio y menos un desacato, y sus enconos se hacían sangrientos e implacables. Las trifulcas impensadas que solían producir en sus alborotadas cacerías y borracheras eran suficiente motivo para encolerizar a naciones enteras, y los rencores privados de algunos caudillos principales trascendían a todos sus secuaces y allegados. El castigo de un descarriado o el saqueo de un indefenso eran móviles de guerra, y los Estados más extensos de Germania se esmeraban en cercar sus territorios devastados y solitarios. La inmensa distancia, observada por los vecinos, pregonaba el pavor de sus amagos y los resguardaba hasta cierto punto de toda correría inesperada.[695]
«Los bructeros —Tácito es quien habla— quedaron exterminados enteramente por las tribus vecinas,[696] provocadas por su insolencia, cebadas con la expectativa de la presa y quizá movidas por los númenes tutelares del Imperio. Fenecieron más de sesenta mil bárbaros, no por medio de armas romanas, sino a nuestra vista y para nuestro solaz. De este modo, que se vayan enconando entre sí las naciones enemigas de Roma, pues, encumbrada ya a lo sumo de la prosperidad,[697] nada más queda que pedir a la Fortuna la discordia entre los bárbaros.»[698] Estos sentimientos ajenos a la humanidad de Tácito y propios de su patriotismo, manifiestan las constantes máximas de la política romana. Consideraban que era un método más eficaz enemistar a los bárbaros entre sí que lidiar con ellos, puesto que su derrota no les proporcionaba blasón ni provecho. El dinero y las negociaciones de Roma se fueron internando en el corazón de Germania, y se empleó dignamente toda arte de seducción para tener amistad con aquellas naciones cuya vecindad con el Rin o el Danubio podía convertirlas en los más útiles amigos o los más problemáticos enemigos. Los jefes de más nombradía y poder eran halagados con fútiles regalos, que recibían como muestras de aprecio o artículos de lujo. En las desavenencias civiles, el bando más débil entablaba secretas relaciones con los gobernadores de las provincias limítrofes; las intrigas de Roma fomentaban las riñas entre los germanos, y todo intento de hermandad y bien público se malograba a causa del empuje más recio de celos privados e intereses mezquinos.[699]
La conspiración general que aterró a los romanos durante el reinado de Marco Antonino abarcaba a casi todas las naciones de Germania, y aun a Sarmacia, de la boca del Rin a la del Danubio.[700] No es posible puntualizar ahora si aquella confederación repentina fue producto de la necesidad, la razón o la pasión, pero podemos afirmar sin reparo que los bárbaros no fueron atraídos por la indolencia del monarca romano ni provocados por su ambición. Esta peligrosa invasión embargó el desvelado tesón de Marco, quien, tras colocar generales de gran desempeño en los diversos lugares de ataque, tomó a su cargo el mando de más entidad hacia el Danubio superior. Tras larga y reñida contienda, la altanería de los bárbaros fue doblegada, y los cuados y los marcomanos,[701] que fueron los adalides en la guerra, también quedaron muy lastimados en el escarmiento. Tuvieron que alejarse cinco millas [8 km] de sus propias riberas del Danubio[702] y entregar la flor de su juventud, que se envió inmediatamente a Britania, isla remota donde se afianzaban como rehenes y se utilizaban como guerreros.[703] Pero luego, con motivo de las repetidas rebeliones de los cuados y marcomanos, el airado emperador dispuso la reducción de su territorio a provincia. La muerte frustró su intento; sin embargo, esta liga —la más formidable de cuantas asoman en los dos primeros siglos de la historia imperial— quedó absolutamente disuelta, sin dejar el menor rastro en toda Germania.
En el transcurso de este capítulo accesorio hemos efectuado un diseño general de las costumbres de Germania, sin particularizar ni deslindar las varias tribus que poblaban aquel dilatado país en los tiempos de César, Tácito o Ptolomeo, pero, por cuanto suelen ir saliendo a luz tribus antiguas y nuevas en el hilo de la presente historia, apuntaremos lacónicamente su origen, situación y principales características. Las naciones modernas son sociedades sujetadas por enlaces mutuos de agricultura y artes, pero las tribus germanas, asociadas en perpetuo y voluntario vaivén, se reducían a unos soldados montaraces, y el mismo territorio solía cambiar de moradores tras las oleadas de la conquista o de la emigración. Luego las mismas comunidades, estrechándose para algún plan de invasión o defensa, denominaban a la nueva confederación a su modo, y, al desaparecer ésta, resurgía la anterior con su denominación primitiva y durante tanto tiempo olvidada. Un Estado vencedor a menudo le comunicaba su nombre al pueblo vencido, y a veces acudían a raudales los voluntarios de todas partes al eco de algún caudillo sobresaliente; entonces el campamento era ya su país, y alguna particularidad de la empresa solía dar nueva denominación a la revuelta muchedumbre. Así acaecía que las distinciones de los invasores variaban a cada paso, sin que los atónitos romanos acertasen a deslindarlas.[704]
Los principales temas de la historia son las guerras y la administración de los asuntos públicos, pero el número de individuos empleados en unas y otros son muy diferentes, según las diversas condiciones de la estirpe humana. En las grandes monarquías, millones de súbditos obedientes se hallan dedicados a sus afanes. La atención del escritor, y luego del lector, se ciñe a una corte, a una capital, a un ejército organizado y a los distritos que resultan ser el ocasional teatro de sus operaciones, pero un estado de independencia y de barbarie, el trance de conmociones civiles o la situación de las repúblicas pequeñas[705] lleva a cada individuo a la acción, y por consiguiente a la nombradía. Las inexplicables desavenencias y los movimientos incesantes del pueblo de Germania deslumbran la fantasía e incrementan considerablemente su número, y la interminable enumeración de reyezuelos y guerreros, de huestes y naciones, nos preocupa hasta hacernos olvidar que bajo diversas denominaciones asoman repetidamente idénticos objetos, y que, muchas veces, cosas insignificantes han sido condecoradas con esplendorosos títulos.