XVII
FUNDACIÓN DE CONSTANTINOPLA - SISTEMA POLÍTICO DE CONSTANTINO Y SUS SUCESORES - DISCIPLINA MILITAR - EL PALACIO - LA HACIENDA
El desventurado Licinio fue el último rival que se opuso a la grandeza de Constantino y el último cautivo que engalanó su triunfo. Tras un reinado próspero y sereno, el vencedor legó a su familia la herencia del Imperio Romano: una nueva capital, una nueva política y una nueva religión, y las generaciones siguientes incorporaron y consagraron sus innovaciones. La época del gran Constantino y sus hijos rebosa de acontecimientos grandiosos, pero su número y variedad pueden ofuscar al historiador si no separa con cuidado las escenas que sólo se vinculan temporalmente. Antes de relatar las guerras y las revoluciones que aceleraron la decadencia del Imperio, deberá describir las instituciones políticas que lo robustecieron y afianzaron. Además, deberá adoptar la división, desconocida por los antiguos, entre negocios civiles y eclesiásticos: la victoria de los cristianos y sus discordias internas suministrarán claros y copiosos materiales, tanto de edificación como de escándalo.
Tras la derrota y la abdicación de Licinio, su victorioso rival colocó los cimientos de una ciudad destinada a reinar en lo venidero como señora de Oriente y a sobrevivir al Imperio y a la religión de Constantino (año 324). Los motivos —ya sea el orgullo o la política— que indujeron a Diocleciano a desviarse del antiguo solar del gobierno habían adquirido relevancia por el ejemplo de sus sucesores y la práctica de cuarenta años. Imperceptiblemente, Roma se fue confundiendo con los reinos dependientes que habían reconocido su primacía, y la patria de los Césares se hallaba abandonada por un príncipe guerrero nacido en las cercanías del Danubio, educado en las cortes y huestes de Asia, y revestido con la púrpura por las legiones de Britania. Los italianos, que habían recibido a Constantino como su libertador, obedecieron sumisamente los edictos que a veces enviaba al Senado y al Pueblo de Roma, pero rara vez contaron con la honorífica presencia del soberano. En la lozanía de su edad, Constantino viajaba con lento señorío o con activa diligencia, según las varias exigencias de la guerra o la paz, por los confines de sus extensos dominios, y siempre estuvo listo para salir a campaña contra el enemigo interno o externo. Sin embargo, cuando hubo alcanzado la cumbre de su prosperidad y la decadencia de la vida, decidió fijar el poderío y la majestad del solio de modo más permanente. Por las ventajas de la ubicación, prefirió los límites de Europa y Asia para doblegar con brazo aterrador a los bárbaros aposentados entre el Danubio y el Tanais, y para tener la vista clavada sobre el monarca persa, que se mostraba muy incómodo con el yugo impuesto por medio de un tratado afrentoso. Con esta mira, Diocleciano había escogido y embellecido su residencia de Nicomedia, pero su memoria fue aborrecida por el protector de la Iglesia, y Constantino no se desentendía de la ambición de fundar una ciudad que pudiera perpetuar la gloria de su propio nombre. Durante las operaciones de la guerra contra Licinio, pudo observar, como militar y como estadista, la situación de Bizancio, y reparó en que, mientras la naturaleza la protegía poderosamente de un ataque enemigo, la ciudad era accesible por dondequiera a las ventajas del comercio. Mucho antes de Constantino, uno de los historiadores más reflexivos de la Antigüedad[1717] había descrito la ventajosa ubicación desde donde una pequeña colonia griega se alzó con el mando del mar y se encumbró como república libre y floreciente.[1718]
Si consideramos a Bizancio bajo la extensión que ganó con el nombre augusto de Constantinopla, su forma puede representarse como un triángulo desigual: su punta obtusa, que avanza hacia el Este y las costas de Asia, encuentra y repele las olas del Bósforo de Tracia; el lado septentrional de la ciudad es delimitado por el puerto; el meridional, por el Propóntide o mar de Mármara, y la base del triángulo, que mira al Oeste, remata el continente de Europa. Sin embargo, la asombrosa forma y las alternativas del mar o de la tierra que la circunscriben no se comprenden claramente sin una explicación más amplia.
El canal sinuoso por donde corren las aguas del Euxino con rápido raudal hacia el Mediterráneo se llama Bósforo, nombre célebre en la historia como en las fábulas de la Antigüedad.[1719] Un sinnúmero de templos y altares votivos, dispersos y escondidos por los recodos de su bravía costa, atestigua el atraso, el pavor y la devoción de los navegantes griegos, quienes, imitando a los argonautas, exploraron los escollos del tormentoso Euxino. Por mucho tiempo, la tradición conservó el recuerdo del palacio de Fineo, infestado por las hediondas arpías,[1720] y del reinado silvestre de Amico, que retó al hijo de Leda a la lucha del cesto.[1721] Las Rocas Cianeas terminan el estrecho del Bósforo. Según la descripción de los poetas, estas piedras estaban flotando por las aguas hasta que los dioses las destinaron a resguardar la entrada del Euxino contra la curiosidad profana.[1722] El sinuoso Bósforo mide más de dieciséis millas [25,7 km] desde las Rocas Cianeas hasta el extremo de la bahía de Bizancio,[1723] y su ancho general puede calcularse en una milla y media [2,4 km]. Los nuevos castillos del Bósforo, tanto del lado de Europa como del de Asia, están construidos sobre los cimientos de dos célebres templos: el de Serapis y el de Júpiter. Los antiguos castillos, obra de los emperadores griegos, señorean la parte más estrecha del canal, en el lugar donde la distancia que separa las orillas contrapuestas es de quinientos pasos [381 m]. Mohamed II restableció y robusteció estas fortalezas cuando estaba ideando el sitio de Constantinopla;[1724] pero probablemente el vencedor turco ignoraba que, cerca de dos mil años antes de su reinado, Darío había escogido el mismo lugar para enlazar los dos continentes por medio de un puente de barcas.[1725] A corta distancia de los castillos antiguos, se descubre el pequeño pueblo de Crisópolis o Escútari, que casi fue considerado como el suburbio asiático de Constantinopla. El Bósforo, al ensancharse en el Propóntide, desemboca entre Bizancio y Calcedonia. Esta última ciudad fue edificada por los griegos pocos años antes que la primera, y la ceguedad de los fundadores, que desatendieron las superiores ventajas de la costa opuesta, quedó tildada con una expresión proverbial de menosprecio.[1726]
En tiempos remotos, el puerto de Constantinopla, que se puede considerar como un brazo del Bósforo, mereció la denominación de Cuerno Dorado o Cuerno de Oro, pues su recodo es como el asta de un ciervo o, más bien, de un toro.[1727] El epíteto de dorado expresaba la abundancia de riquezas que, desde las playas más lejanas, desembocaba en el ancho y seguro puerto de Constantinopla. El río Licus [actual Lech], formado por la confluencia de dos riachuelos, vierte en la bahía un raudal perpetuo de agua fresca, que limpia el fondo e invita periódicamente a los peces a buscar su retirada en esa cómoda guarida. Como en aquellas aguas apenas se perciben los cambios de marea, la profundidad constante del puerto permite, a toda hora, el embarque y el desembarque de las mercancías sin ayuda de botes, e incluso, se ha observado que, en varios parajes, los buques más grandes tocaban las casas con sus proas, mientras las popas se mecían en la oleada.[1728] Desde la desembocadura del Licus hasta el extremo de la bahía hay más de siete millas [11,2 km] de largo. La entrada tiene cerca de quinientas yardas [457,2 m] de ancho, de modo que en ocasiones se podía cerrar con una cadena para resguardar el puerto y la ciudad del ataque enemigo.[1729]
Entre el Bósforo y el Helesponto, las playas de Europa y Asia retroceden por ambos lados y abarcan el mar de Mármara, conocido por los antiguos con el nombre de Propóntide. Desde la desembocadura del Bósforo hasta la entrada del Helesponto, la navegación es como de ciento veinte millas [32,1 km]. Quienes se dirigen hacia el Oeste por el centro del Propóntide pueden divisar inmediatamente las serranías de Tracia y Bitinia sin perder de vista las empinadas cumbres del monte Olimpo, cubierto de nieves eternas;[1730] además, del lado izquierdo, van dejando atrás un grandioso golfo, en cuyo seno descollaba Nicomedia —residencia imperial de Diocleciano— y, antes de fondear en Gallipoli, donde el mar que separa Asia de Europa se acanala de nuevo, pasan por las pequeñas islas de Cyzicus y Proconeso.
Los geógrafos que con más exactitud han ido registrando la forma y extensión del Helesponto le calculan unas sesenta millas [96,5 km] de largo, contando todos sus recodos, y cerca de tres millas [4,8 km] de ancho.[1731] La parte más estrecha se encuentra al norte de los antiguos castillos turcos, entre las ciudades de Sesto y Abidos. Allí fue donde el enamorado Leandro afrontó el mar embravecido en busca de su amante.[1732] También allí, en un paraje donde la distancia entre las costas no excede los quinientos pasos [381 m], Jerjes levantó un asombroso puente de barcas para trasladar un ejército de un millón y medio de bárbaros a Europa.[1733] Encajonado el mar en tan estrechos límites, no puede merecer el extraño epíteto de anchuroso, que tanto Homero como Orfeo han concedido al Helesponto. No obstante, nuestras ideas de la grandeza son de naturaleza relativa: el viajante y, ante todo, el poeta que surcaban el Helesponto, rodeando tantos giros y contemplando la teatral perspectiva que, por dondequiera, realzaba el horizonte, perdían el recuerdo del mar, y su fantasía les retrataba aquellas decantadas angosturas con todos los atributos de un río caudaloso que, fluyendo con rápida corriente, desembocaba en el Egeo o Archipiélago.[1734] La antigua Troya,[1735] colocada en un cerro al pie del monte Ida, observaba la entrada del Helesponto, que apenas recibía las aguas de los inmortales riachuelos Simois y Escamandro. El campamento griego se tendía doce millas [19,3 km] por la costa, desde el promontorio Sigeo al Reteo, y los caudillos más descollantes que peleaban bajo las órdenes de Agamenón resguardaban sus flancos. Aquiles, con sus invencibles mirmidones, ocupó el primero de aquellos promontorios, y el denodado Ayax plantó sus tiendas en el otro. Después de la muerte de Ayax, como expiación de su desairado orgullo y de la ingratitud de los griegos, su sepulcro se levantó en el paraje donde se había escudado la armada contra la saña de Júpiter y de Héctor; y los ciudadanos del creciente pueblo de Reteo lo conmemoraron con honores divinos.[1736] Antes de que Constantino eligiera la ubicación de Bizancio, intentó colocar el solio del Imperio en aquel decantado sitio, de donde los romanos tomaban su origen fabuloso. La extensa llanura que se extendía de los pies de la antigua Troya al promontorio Reteo y el sepulcro de Ayax fue escogida inicialmente para instalar la nueva capital y, aunque luego se abandonó la empresa, los grandiosos escombros de muros y torreones incompletos llamaban la atención de los que surcaban el estrecho del Helesponto.[1737]
Ahora nos cabe puntualizar las ventajas locales de Constantinopla, que parece haber nacido para encabezar y señorear una grandiosa monarquía. Situada a 41° de latitud Norte, la gran ciudad, desde sus siete colinas,[1738] imperaba sobre las playas opuestas de Europa y Asia; su clima era templado y saludable; la tierra, fértil; el puerto, capaz y seguro; y su acceso, angosto y de fácil defensa. El Bósforo y el Helesponto pueden ser considerados como las puertas de Constantinopla, y el poseedor de ambos pasos podía abrirlos a las flotas del comercio o cerrarlos a los enemigos navales. La conservación de las provincias orientales puede atribuirse, hasta cierto grado, a la política de Constantino, puesto que los bárbaros del Euxino, que en el siglo anterior se habían internado con sus armadas en el corazón del Mediterráneo, desistieron del ejercicio de la piratería al no poder arrollar aquella insuperable valla. Cuando las puertas del Helesponto y del Bósforo se cerraban, la capital podía seguir disfrutando en su espacioso recinto de cuanto se requería para el abastecimiento y el boato de su crecido vecindario. Las costas de Tracia y de Bitinia, que languidecen bajo el peso de la opresión turca, aún exhiben sus viñedos, sus jardines y sus sementeras, y el Propóntide siempre fue elogiado por su variedad de exquisitos peces, capturados por temporadas casi sin trabajo ni maña.[1739] Pero, cuando estas puertas estaban abiertas al comercio, la capital disponía de las riquezas naturales como de las artificiales, de las del Norte como las del Sur, de las del Euxino como de las del Mediterráneo. Los toscos bienes que se recogían de las selvas de Germania y Escitia, de las fuentes del Tanais y del Borístenes; lo que Europa y Asia labraban; el trigo de Egipto; las perlas y especias de la recóndita India; todo acudía por las alas del viento al puerto de Constantinopla, que por largos siglos atrajo el comercio del mundo antiguo.[1740]
La hermosura, el resguardo y la riqueza eran motivos suficientes para justificar la elección de Constantino de aquel solar venturoso. Sin embargo, como en los tiempos remotos cierta dosis decorosa de fábulas y portentos se consideraba como ráfaga vistosa en el origen de magníficas ciudades,[1741] el emperador ansiaba que su disposición se atribuyese no tanto a los consejos inciertos de la política humana, sino a los decretos infalibles de la sabiduría divina. En una de sus leyes se esmeró en informar a la posteridad que, cumpliendo con los mandatos de Dios, sentaba los cimientos sempiternos de Constantinopla;[1742] y aunque no relató el modo como se le comunicó la inspiración celestial, esto queda sobradamente resarcido por los escritores que, luego, han referido los detalles de su visión nocturna, la que tuvo cuando dormía dentro de las paredes de Bizancio: el numen tutelar del pueblo, una matrona postrada por el peso de los años y las enfermedades, se le apareció trocado en una beldad lozana, a quien el mismo Constantino realzó con sus manos colocándole todos los símbolos de la grandeza imperial.[1743] Cuando el monarca despertó, interpretó el propicio agüero y obedeció sin demora la voluntad del cielo. Los romanos celebraban el día de la fundación de una ciudad o colonia con las ceremonias que una generosa superstición les había ordenado;[1744] y, aunque Constantino pudiera omitir ciertos ritos que en gran medida propendían al paganismo, ansiaba esperanzar y sobrecoger hondamente el ánimo de los concurrentes. A pie y empuñando su lanza, el emperador en persona encabezó la solemne procesión y señaló la línea que se trazó como frontera de la ideada capital. La amplia circunferencia asombró a los asistentes, quienes finalmente se animaron a manifestarle que ya había propasado las dimensiones de una ciudad grandiosa. «Adelante —replicó Constantino—, hasta que la guía invisible que me antecede tenga a bien pararse».[1745]Sin tratar de investigar la naturaleza o los motivos de este extraordinario conductor, tendremos que limitarnos a la tarea más humilde de describir la extensión y los límites de Constantinopla.[1746]
En el estado actual de la ciudad, el palacio y sus jardines ocupan el promontorio oriental, la primera de las siete colinas, y abarcan unos ciento cincuenta acres [60,7 ha]. El solar de celos y despotismo turcos se erige sobre los cimientos de una república griega; pero es de suponer que los bizantinos, tentados por el puerto, se inclinaron a extenderse por ese lado más allá de los límites modernos del serrallo. Los nuevos muros de Constantino se extendieron desde el puerto hasta el Propóntide, atravesando la espaciosa anchura del triángulo, a quince estadios [3 km] de la fortificación antigua, y abarcaron, con el pueblo de Bizancio, cinco de las siete colinas que, a quien se acerca a Constantinopla, se le presentan gradualmente como la hermosa escalinata de un anfiteatro.[1747] Como un siglo después de la muerte del fundador, los nuevos edificios, alargándose por una parte hacia la bahía y por la otra sobre el Propóntide, cubrían la estrecha cima de la sexta colina y la ancha cumbre de la séptima. La necesidad de proteger esos suburbios de los incesantes ataques de los bárbaros movió al joven Teodosio a amurar completamente su capital.[1748] Desde el promontorio oriental hasta la puerta dorada, la máxima longitud de Constantinopla sería de tres millas romanas [4,4 km];[1749] la circunferencia midió entre diez [14,7 km] y once millas romanas [16,2 km]; y la superficie sería de unos dos mil acres ingleses [809,3 ha]. Es imposible justificar las vanas y crédulas exageraciones de los viajeros modernos, que a veces han dilatado los límites de Constantinopla hasta las aldeas cercanas de Europa e, incluso, de la costa asiática.[1750] Pero los suburbios de Pera [actual Beyogğlu] y Gálata, aunque situados más allá del puerto, merecen ser considerados parte de la ciudad,[1751] y este aumento quizá cuadre con la medida de un historiador bizantino, que le concede dieciséis millas griegas (cerca de catorce millas romanas) [20,6 km] a la circunferencia de su ciudad natal.[1752] Tanta extensión puede parecer digna de una residencia imperial, pero Constantinopla debe rendirse ante Babilonia, Tebas,[1753] la antigua Roma, Londres e, incluso, París.[1754]
El dueño del mundo romano, empeñado en erigir un monumento sempiterno a la gloria de su reinado, podía emplear en su empresa el resto de las riquezas, los afanes y todo el ingenio obediente de tantos millones. El gasto imperial en la fundación de Constantinopla se puede estimar en más de dos millones quinientas mil libras, destinadas a la construcción de murallas, pórticos y acueductos.[1755] Los lóbregos bosques de las playas del Euxino y las ponderadas canteras de la pequeña isla de Proconeso suministraron una inagotable cantidad de maderas y mármoles, traídos rápida y cómodamente por el agua a la bahía de Bizancio.[1756] Miles de campesinos y artesanos se esforzaban incesantemente por adelantar la obra; pero Constantino, a causa de su impaciencia, palpó muy pronto que, en la decadencia de las artes, la destreza y el número de arquitectos tenían una desigual proporción respecto de la grandeza de sus diseños. Encargó a los magistrados, incluso a los de las provincias más remotas, que instituyeran escuelas y nombrasen catedráticos, para que, con el estímulo de galardones y prerrogativas, un número suficiente de jóvenes sagaces que habían recibido una firme educación pudieran comenzar el estudio y la práctica de la arquitectura.[1757] Los arquitectos que la época proporcionó fueron los que edificaron la ciudad, pero la condecoraron las manos maestras del siglo de Pericles y de Alejandro. Ciertamente, no alcanzaba el poderío de un emperador romano para resucitar el numen de un Fidias o de un Lisipo, pero las obras inmortales que ellos habían legado a la posteridad quedaron indefensas contra la vanagloria rapaz de un déspota: por sus órdenes, las ciudades de Grecia y Asia fueron despojadas de sus más primorosos realces.[1758] Los trofeos de memorables guerras, los objetos de veneración religiosa, las estatuas más peregrinas de dioses y de héroes, de sabios y poetas de la antigüedad, todo contribuyó al triunfo esplendoroso de Constantinopla y dio motivo al reparo del filósofo Cedreno,[1759] quien advierte con entusiasmo que al parecer no faltaba nada, salvo las esclarecidas almas representadas en esos asombrosos monumentos. Sin embargo, en la decadencia de un imperio, cuando el entendimiento humano yace abatido por la esclavitud civil y religiosa, no debemos buscar las almas de Homero y Demóstenes.
Durante el sitio de Bizancio, el vencedor había fijado su tienda sobre la cumbre descollante de la segunda colina y, para perpetuar la memoria de su ventura, escogió aquella situación aventajada para colocar el Foro principal,[1760] que parece haber tenido forma circular o, más bien, elíptica. Las dos entradas opuestas ostentaban arcos triunfales; los pórticos rebosaban de estatuas, y en el centro descollaba una columna encumbrada, de la cual un fragmento mutilado ahora padece el deshonroso nombre de pilar quemado. El pedestal era de mármol blanco y tenía veinte pies de altura [6 m]; más arriba, la columna se componía de diez piezas de pórfido, cada una de diez pies de alto [3 m] y treinta y tres pies de circunferencia [10 m].[1761] En la cima y a ciento veinte pies del suelo [36,5 m], se encumbraba la colosal estatua de Apolo: era de bronce, fue traída de Atenas o de una ciudad de Frigia y se suponía que era obra de Fidias. El artista representó al dios del Sol —o, como se interpretó luego, al mismo emperador Constantino— con un cetro en la mano derecha, el globo del mundo en la izquierda y una corona de luz en sus sienes centelleantes.[1762] El Hipódromo o Circo era un edificio grandioso de cuatrocientos pasos de largo y cien de ancho,[1763] y en el espacio entre dos metae o postes cuajaban estatuas y obeliscos, advirtiéndose aún un fragmento singular, donde tres serpientes se enroscan y ostentan un pilar de cobre. Sus triples cabezas sostuvieron alguna vez el trípode de oro que, tras la derrota de Jerjes, fue consagrado en el templo de Delfos por los victoriosos griegos.[1764] La belleza del Hipódromo ha sido mutilada por las manos toscas de los vencedores turcos, pero aún funciona, bajo el nombre equivalente de Atmeidan, como picadero. Una escalera de caracol[1765] bajaba desde el solio, donde el emperador solía ver los juegos circenses, hasta el mismo palacio, un edificio suntuoso que apenas iba en zaga a su morada en Roma y que, junto con sus dependencias de patios, jardines y pórticos, cubría un extenso solar a las orillas del Propóntide, entre el Hipódromo y la iglesia de Santa Sofía.[1766] Ponderaríamos también los baños, que conservaban todavía el nombre de Zeuxipo, luego de ser realzados por la munificencia de Constantino con empinadas columnas, ricos mármoles y más de sesenta estatuas de bronce.[1767] Sin embargo, al desmenuzar los diversos edificios y barrios de la ciudad, nos estamos desviando de nuestra historia. Por lo tanto, basta con expresar que todo lo que podía engalanar a la gran capital o contribuir a la ventaja y el regalo de su crecido vecindario se hallaba dentro de los muros de Constantinopla. Una descripción particular, compuesta como un siglo después de su fundación, reseña un capitolio o la escuela de enseñanza, un circo, dos teatros, ocho baños públicos y ciento cincuenta y tres particulares, ciento dos pórticos, cinco graneros, ocho acueductos o estanques, cuatro espaciosos salones para las reuniones del Senado y los tribunales, catorce iglesias, otros tantos palacios y cuatro mil trescientas ochenta y ocho casas que descollaban por su capacidad y hermosura sobre la generalidad de las viviendas plebeyas.[1768]
Poblar aquella ciudad predilecta fue el gran desvelo de su fundador. En la lobreguez que sobrevino al traslado del Imperio, la vanagloria griega y la credulidad latina alteraron, a la par y en gran medida, las circunstancias próximas y remotas de aquel acontecimiento memorable.[1769] Se afirmó y se creyó que todas las familias nobles de Roma, el Senado y el orden ecuestre, con el sinnúmero de sus dependientes, seguirían al emperador hasta las orillas del Propóntide, que una ralea bastarda de extranjeros y plebeyos traspasó la soledad de la antigua capital y que se despoblaron y yermaron las huertas y laderas de Italia.[1770] Tales exageraciones se reducen a su cabal término en el curso de este relato y, como el crecimiento de Constantinopla no puede atribuirse al aumento general de la especie humana y de su industria, resulta que esta colonia artificial se fue levantando a costa de las ciudades antiguas del Imperio. Constantino invitó a varios senadores opulentos de Roma y de las provincias orientales a establecerse en el venturoso solar que había escogido para su residencia. Entre una invitación y un mandato de un emperador no hay demasiadas diferencias, y Constantino logró con sus larguezas una pronta y placentera obediencia. Fue repartiendo a sus privados los palacios que había construido por diferentes barrios de la ciudad, les concedió fincas y pensiones correspondientes a su decoro,[1771] y se vendieron las propiedades de Ponto y Asia para transformarlas en bienes hereditarios con el leve gravamen de ocupar y mantener una casa en la capital.[1772] Pero estos estímulos y obligaciones fueron abolidos gradualmente. Dondequiera que se establezca el solio del gobierno, una porción cuantiosa de la renta pública será gastada por el mismo príncipe, por sus ministros, por sus palaciegos y empleados; los adinerados de las provincias se agolparán siguiendo los poderosos impulsos del interés, el destino, la diversión y la curiosidad; y una tercera y abundante clase de habitantes —compuesta por sirvientes, menestrales y mercaderes— se irá avecindando y subsistirá gracias a su propio trabajo y a las necesidades o el lujo de las jerarquías superiores. En menos de un siglo Constantinopla competía con la misma Roma en riqueza y vecindario. Las nuevas fachadas se agolpaban desatendiendo la sanidad y el desahogo; las calles eran sumamente estrechas tanto para el gentío como para las caballerías y los carruajes; el espacio era insuficiente para contener a tan crecida población; y los cimientos añadidos por ambas partes, que se internaban en el mar, podían por sí solos conformar una ciudad considerable.[1773]
El reparto de vino y aceite, de trigo y pan, de dinero y abastos, realizado de modo ordenado y regular, casi había eximido a los humildes ciudadanos de Roma de todo trabajo. El fundador de Constantinopla imitó la magnificencia de los primeros Césares,[1774] pero la posteridad ha censurado su liberalidad, tan vitoreada por el pueblo. Una nación de legisladores y conquistadores quizá pueda llegar a demandar las mieses africanas, compradas con su sangre, por lo que Augusto ideó mañosamente cuanto conducía para que los romanos, en su abundancia, se aviniesen a su servidumbre. Sin embargo, la profusión de Constantino no podía ser exonerada por ninguna consideración al interés público o privado. La contribución anual de trigo impuesta a Egipto en beneficio de su nueva capital se destinaba, en definitiva, al regalo de una plebe haragana y desmandada, a costa de los labradores de una provincia voluntariosa.[1775] Otras disposiciones del mismo emperador son menos censurables, aunque carezcan de notoriedad. Dividió a Constantinopla en catorce regiones o barrios,[1776] realzó el consejo público con el nombre de Senado,[1777] participó a los ciudadanos de los privilegios de Italia[1778] y otorgó a la ciudad recién nacida el título de colonia, la primera y más favorecida hija de la antigua Roma. Esta veneranda madre conservó siempre su legal y reconocida supremacía, como correspondía a su ancianidad, a su señorío y al recuerdo de su primitiva grandeza.[1779]
Como Constantino instó el progreso de su empresa con la impaciencia de un amante, los muros, los pórticos y los edificios principales terminaron de construirse en pocos años o, según otra fuente, en pocos meses;[1780] pero esta rapidez no debe causar admiración, ya que muchas de las obras quedaron tan atropelladamente imperfectas que a duras penas se pudieron rescatar de su ruinoso estado en el reinado siguiente.[1781] No obstante, al ostentar la fuerza y la lozanía de la mocedad, el fundador se preparó para solemnizar la dedicación de su ciudad.[1782] Los juegos y los agasajos que coronaron el esplendor de aquellos memorables festejos se pueden suponer fácilmente; pero existe una circunstancia más singular y duradera que merece ser recordada. A partir de ese momento, en los siguientes cumpleaños de la ciudad, la estatua de Constantino, labrada por su orden en madera dorada, debía encumbrarse en una carroza triunfal, llevando en la diestra una imagen del numen de aquel suelo. Los guardias, engalanados y llevando antorchas blancas, debían acompañar solemnemente la procesión al pasar por el Hipódromo. Al llegar frente al solio del emperador reinante en ese momento, éste tenía que levantarse y, con respeto, debía adorar la memoria de su antecesor.[1783] En la festividad de la dedicación (año 330 o 334), un edicto entallado en una columna de mármol concedió el título de Segunda o Nueva Roma a la ciudad de Constantino,[1784] aunque haya prevalecido el nombre de Constantinopla,[1785] y, luego de catorce siglos, aún perdura la nombradía de su autor.[1786]
La fundación de una nueva capital naturalmente se vinculó al establecimiento de un nuevo régimen civil y militar. Reflexionar con detalle sobre el intrincado sistema político establecido por Diocleciano, extendido por Constantino y completado por sus inmediatos sucesores no sólo puede embelesar la fantasía con el singular relato de un grandioso Imperio, sino también despejar las causas íntimas y encubiertas de su atropellada decadencia. Al estudiar alguna institución notable, podemos dirigirnos a tiempos remotos o recientes de la historia romana, pero nuestra reseña se ceñirá a un período de unos ciento treinta años que comprende desde el advenimiento de Constantino hasta la publicación del Código Teodosiano,[1787] del cual, como también de Notitia Dignitatum de Oriente y Occidente,[1788] sacaremos la explicación más cabal y auténtica del estado del Imperio. En algunos momentos se podrá llegar a perder el hilo de la narración por la variedad de objetos, pero esto sólo será censurado por quienes ignoran la importancia de las leyes y las costumbres, y examinan con ahínco las intrigas palaciegas o el acontecimiento accidental de una batalla.
El orgullo varonil de los romanos, presumido con el verdadero poderío, cedió el lujo y las ceremonias de la ostentosa grandeza a la vanagloria de Oriente.[1789] Pero, al perder los visos de esas virtudes —que derivaban de su antigua libertad—, la sencillez romana se corrompió debido a la imitación de la majestuosidad de las cortes asiáticas. El despotismo de los emperadores abolió la distinción del mérito y la influencia personales —tan visibles en las repúblicas y tan apocadas o sombrías en las monarquías— y la sustituyó por una subordinación en rango y oficio, desde los esclavos con tributos, ubicados en las gradas del trono, hasta los ínfimos instrumentos de la arbitrariedad y el poder. Esta multitud de viles dependientes se interesaba en el mantenimiento del orden gobernante por temor a una revolución, que podía destruir sus esperanzas y, al mismo tiempo, anular las recompensas de sus servicios. En esa jerarquía divina —pues así solían llamarla— cada clase estaba determinada con suma escrupulosidad y ostentaba su pertenencia en numerosas y frívolas ceremonias, que eran necesariamente aprendidas y desempeñadas con esmero so pena de sacrilegio.[1790] La pureza del idioma latino se desvalorizó, y el orgullo y la lisonja adoptaron una profusión de epítetos que apenas podría entender Cicerón y que Augusto habría desechado con enfado. Los principales empleados del Imperio eran tratados, incluso por el mismo soberano, con los engañosos títulos de «Vuestra Sinceridad», «Vuestra Gravedad», «Vuestra Excelencia», «Vuestra Eminencia», «Vuestra Sublime y Asombrosa Grandeza» o «Vuestra Ilustre y Magnífica Alteza».[1791] Las comunicaciones o circulares de sus oficios estaban primorosamente realzadas con emblemas apropiados al jaez y temple de su cargo: la imagen o retrato del emperador reinante, una carroza triunfal, el libro de decretos puesto sobre una mesa, cubierto con un tapete exquisito y alumbrado con cuatro antorchas, las figuras alegóricas de las provincias que gobernaban o los nombres y las banderas de las tropas que mandaban. Algunos de estos distintivos realmente se exhibieron en los salones de audiencia; otros encabezaban su marcha ostentosa al salir en público, y cada circunstancia de su traza, su traje, sus galas y acompañamiento llevaba la mira estudiada de infundir sumo acatamiento para con los representantes de la majestad suprema. Un observador afilosofado confundiría el gobierno romano con una farsa esplendorosa, cuajada de comediantes de todos temples y clases, que reproducían el habla y copiaban las pasiones de su modelo original.[1792]
Todos los magistrados de importancia, que tenían cabida en el gobierno general del Imperio, estaban esmeradamente repartidos en tres clases: I) Los ilustres; II) los spectabiles o respetables, y III) los clarissimi o esclarecidos. En tiempos de sencillez romana, este último epíteto se usaba como expresión general de miramiento, hasta que llegó a ser el título propio y peculiar de todos los miembros del Senado[1793] y, por consiguiente, de cuantos fuesen elegidos, entre aquel cuerpo respetable, para gobernar las provincias. Luego, con la nueva denominación de respetables, se consintió a la vanagloria de cuantos, por su jerarquía y empleo, podían aspirar a cierta distinción sobre el orden general de los senadores. No obstante, el gran título de ilustres se reservó a ciertos personajes eminentes, que fueron obedecidos o reverenciados por las dos clases subordinadas: I) los cónsules y patricios; II) los prefectos del pretorio y los de Roma y Constantinopla; III) los maestros generales de la caballería y la infantería; y IV) los siete ministros del palacio, que ejercían sus funciones «sagradas» junto con el emperador.[1794] El orden de antigüedad afianzó la unión de todos estos magistrados ilustres, quienes se consideraban mutuamente enlazados.[1795] Por medio de codicilos o títulos honorarios, los emperadores, ansiosos de prodigar sus favores, podían halagar la vanagloria, aunque no tanto la ambición, de ávidos cortesanos.[1796]
I) Mientras los cónsules romanos fueron los primeros magistrados de aquel Estado libre, debían todo su poderío a la voluntad del pueblo, y mientras los emperadores se dignaron a disfrazar la servidumbre que impusieron, los cónsules seguían nombrándose por el real o aparente albedrío del Senado. Durante el reinado de Diocleciano, se abolieron estos vestigios de libertad, y los agraciados candidatos que se revestían anualmente con los honores del consulado aparentaban lamentarse de la condición humillante de sus antecesores. Los Escipiones y los Catones tenían que andar mendigando los votos de los plebeyos, debían cumplir con las pesadas y costosas formalidades de una elección popular y exponer su dignidad al bochorno de un desaire público, aunque les depararía un destino más venturoso en el que los galardones de la virtud estaban en manos de la atinada sabiduría de un generoso soberano.[1797] En los nombramientos que el emperador expedía a los nuevos cónsules se expresaba que éstos lo eran tan sólo por su autoridad.[1798] Sus nombres y retratos, estampados en tablillas doradas de marfil, se repartían por el Imperio como presentes a las provincias, a las ciudades, a los magistrados, al Senado y al pueblo.[1799] La solemne ceremonia de toma de posesión del cargo se realizaba en la residencia imperial, y por ciento veinte años Roma fue privada de la presencia de sus antiguos magistrados.[1800] En la madrugada del 1° de enero, los cónsules ostentaban las insignias de su dignidad: un ropaje púrpura bordado en seda y oro, y realzado con lujosas perlas.[1801] En esa solemne ocasión, eran asistidos por los personajes más eminentes del Estado y la milicia, investidos de senadores, y las ya inservibles fasces —confeccionadas con hachas— tan formidables en otro tiempo, iban delante y eran llevadas por los lictores.[1802] La procesión partía del palacio[1803] y llegaba al Foro o a la plaza principal de la ciudad, donde los cónsules subían a su tribunal y se sentaban en sus sillas curules, construidas al estilo antiguo. Inmediatamente ejercían un acto de jurisdicción, liberando a un esclavo que era traído para tal propósito; este ceremonial simbolizaba la elogiada acción de Bruto, autor de la libertad y del Consulado, quien admitió como conciudadano al leal Vindice cuando éste le reveló la conspiración de los Tarquinos.[1804] Las fiestas públicas duraban algunos días en las ciudades principales; en Roma, por costumbre; en Constantinopla, por imitación; en Cartago, Antioquía y Alejandría, por afán de recreos y demasiada opulencia.[1805] En ambas capitales del Imperio, los espectáculos anuales del teatro, el circo y el anfiteatro[1806] costaban alrededor de ciento sesenta mil libras esterlinas, y si ese gasto llegaba a exceder las facultades o el deseo de los magistrados, el tesoro imperial suministraba la suma.[1807] Luego de cumplir con estos deberes, los cónsules podían retirarse a la sombra de su vida privada y gozar durante el resto del año de su grandeza. Ya no eran los que debían presidir los concilios nacionales ni los que desempeñaban cargos de guerra o de paz. Sus alcances eran intrascendentes, a menos que se emplearan en otros oficios más efectivos, y sus nombres sólo servían como fechas legales de los años en que habían ocupado las sillas de Mario o de Cicerón. Sin embargo, se consideraba, aun durante la servidumbre romana, que este vacuo nombre debía compararse e incluso preferirse a la posesión del poderío efectivo. El título de cónsul seguía siendo el objeto más esplendoroso de la ambición, el premio más esclarecido de la virtud y la lealtad. Los mismos emperadores, que desdeñaron aquella soñada fantasía de la república, fueron conscientes de aquel auge de brillantez y majestad cuando lograron apropiarse de los honores anuales de la dignidad consular.[1808]
La distancia más altanera y terminante entre nobleza y pueblo que se puede encontrar en todos las épocas y naciones es, quizá, la de patricios y plebeyos tal como se planteó al principio de la república romana. La riqueza y los honores, las tareas del Estado y el ceremonial de la religión, todo ello estaba vinculado exclusivamente a los primeros, quienes, preservando siempre la pureza de su sangre con la escrupulosidad más insultante, avasallaban ostentosamente a sus clientes. Pero estas distinciones, tan incompatibles con el espíritu de un pueblo libre, desaparecieron tras una larga lucha gracias al esfuerzo de los tribunos.[1809] Los plebeyos pudieron acumular riquezas, aspirar a honores, obtener triunfos, contraer enlaces, y tras algunas generaciones asumieron el orgullo de la antigua nobleza.[1810] Por otra parte, es posible que las familias patricias, cuyo número no se estableció sino hasta el fin de la república, fenecieran de modo natural o por las tantas guerras externas e internas, o que, al disminuir sus méritos y riquezas, imperceptiblemente fueran confundiéndose con la mole del pueblo.[1811] Cuando César y Augusto, Claudio y Vespasiano escogieron del cuerpo del Senado un número proporcionado de nuevas familias patricias, con la esperanza de perpetuar una clase que siempre se consideraba honorífica y sagrada, muy pocas eran las que se entroncaban con las familias fundadoras de la ciudad e, incluso, de la república.[1812] Estos suplentes artificiales, entre los cuales siempre se incluyó a la clase reinante, rápidamente fueron abatidos por el desenfreno de los tiranos, por las repetidas revoluciones, por el cambio de costumbres y por la mezcla de naciones.[1813] Al ascender Constantino al trono, sólo quedaba una vaga tradición que establecía que, en tiempos lejanos, los patricios fueron los romanos más eminentes. Organizar un cuerpo de nobles cuyo influjo pudiera enfrenar y afianzar la autoridad del monarca no cabía en el carácter ni en la política de Constantino; pero, en el caso de que hubiese cobijado con tesón aquel intento, reponer con un edicto arbitrario una institución que, para su arraigo, requería la sanción del tiempo y las opiniones tal vez hubiese implicado un uso excesivo de su poder. En realidad, Constantino resucitó el título de patricio, pero sólo como distintivo personal y no hereditario. De este modo, los patricios debían ceder ante la superioridad transitoria de los cónsules anuales, aunque disfrutaban la preeminencia sobre todos los empleados del Imperio, con la posibilidad de un trato casi familiar con el príncipe. Esta relevante jerarquía era vitalicia y, como solían ser privados y ministros envejecidos del palacio, la verdadera etimología de aquella palabra fue corrompida por la ignorancia y la lisonja, y los patricios de Constantino fueron reverenciados como los «Padres del emperador y de la república».[1814]
II) La suerte de los prefectos pretorios era diversa de la de los cónsules y patricios; para estos últimos la antigua grandeza se fue trocando en vagos títulos, mientras que los primeros, subiendo gradualmente de la condición más humilde, estaban revestidos con el régimen civil y militar del mundo romano. Desde el reinado de Severo al de Diocleciano, los guardias y el palacio, las leyes y las finanzas, los ejércitos y las provincias, todo ello estaba confiado a sus supremos cuidados y, como los visires actuales, con una mano estampaban el sello y con la otra agitaban el estandarte del Imperio. La ambición de los prefectos —siempre formidable y, a veces, infausta para el soberano— estribaba en la fuerza de los soldados pretorianos; pero luego de que Diocleciano debilitara a aquellas altaneras tropas y que Constantino finalmente las suprimiera, los prefectos que sobrevivieron a la caída fueron reducidos sin dificultad a la condición de útiles y obedientes sirvientes. Quitada toda responsabilidad sobre la seguridad de la persona del emperador, renunciaron a la jurisdicción que ejercían en todos los ramos relativos al palacio. Constantino los privó del mando militar cuando ellos dejaron de acaudillar en campaña a la flor de las tropas romanas; y por fin, por una singular revolución, los capitanes de guardias se convirtieron en magistrados civiles de las provincias. Según el plan de gobierno dispuesto por Diocleciano, los cuatro príncipes tenían sus respectivos prefectos pretorios; pero cuando la monarquía fue ejercida por Constantino se decidió crear cuatro prefecturas, igual número que el de los príncipes, a las que se les encargó el cuidado de las provincias que ya estaban rigiendo: I) la prefectura de Oriente abarcaba en su amplia jurisdicción las tres partes del globo dominadas por los romanos, desde las cataratas del Nilo hasta las orillas del Fasis y desde las montañas de Tracia hasta el límite de Persia; II) las importantes provincias de Panonia, Dacia, Macedonia y Grecia reconocían la autoridad del prefecto de Iliria; III) el poderío de la prefectura de Italia no se ceñía al país que lleva su nombre, sino que se extendía al territorio añadido de Retia hasta los márgenes del Danubio, con las islas independientes del Mediterráneo y aquella parte de África que comprende desde el límite de Cirene hasta el de Tingitania; IV) la prefectura de las Galias comprendía, bajo este título en plural, las provincias hermanas de Hispania y Britania, y se respetaba su autoridad desde el muro de Antonino hasta las faldas del monte Atlas.[1815]
Ajenos ya a todo mando militar, las funciones civiles que los prefectos ejercían sobre tantas naciones subordinadas se correspondían con la ambición y el desempeño de los ministros más consumados. Se confió a su sabiduría la administración suprema de la justicia y de la hacienda, dos ramas del gobierno que, en tiempo de paz, abarcaban casi todas las relaciones respectivas del soberano y del pueblo: el primero debía escudar a los ciudadanos obedientes a la ley y el último debía contribuir con la indispensable porción de rentas para los gastos del Estado. Moneda, postas, carreteras, graneros, fábricas y cuanto conduce a la prosperidad pública corrían a cargo de los prefectos pretorios. Como representantes inmediatos de la majestad imperial, con sus proclamas podían explicar, corroborar y, a veces, modificar a su discreción los edictos generales. Eran celadores de la conducta de todo gobernador en las provincias: corregían al flojo y castigaban al culpable. Ante su tribunal se podían realizar apelaciones sobre todo asunto de entidad civil o criminal de las jurisdicciones inferiores; pero su sentencia era definitiva y terminante, y hasta los mismos emperadores se negaron a admitir cualquier queja contra el juicio o la integridad de un magistrado a quien honraban con su ilimitada confianza.[1816] Sus nombramientos eran competentes con su dignidad;[1817] y si la codicia los dominaba, disponían de una conveniente coyuntura para recoger la abundante cosecha de multas, regalos y gratificaciones. Aunque los emperadores no temieron a la ambición de sus prefectos, procuraban contrapesar el poder de tan eminente cargo con la brevedad e incertidumbre de su duración.[1818]
Por su importancia y señorío preeminente, sólo Roma y Constantinopla fueron exceptuadas de la jurisdicción del prefecto pretorio. El tamaño inmenso de la ciudad y la experiencia de la acción endeble e ineficaz de las leyes constituyeron el pretexto fundamental de la política de Augusto para introducir al nuevo magistrado que, con el brazo ejecutivo del poder arbitrario, debía enfrenar a una plebe servil y desmandada.[1819] Valerio Mesala fue designado primer prefecto de Roma; se esperaba que su nombramiento encubriese esa obligación tan infame, pero aquel ciudadano cabal[1820] renunció al cargo en pocos días, manifestando, con el coraje digno del amigo de Bruto, que se reconocía incapaz de desempeñar una potestad incompatible con la libertad pública.[1821] Como el afán de libertad iba amainando, las palpables ventajas del orden fueron entendidas claramente; y el prefecto, que al parecer sólo debía imponerse ante los esclavos y vagos, tuvo facultad para ir ensanchando su jurisdicción civil y criminal sobre las familias ecuestres y nobles de Roma. Los pretores, que se nombraban anualmente como jueces de la ley y de la equidad, no podían competir en el Foro con un magistrado tan consolidado e inquebrantable que solía gozar de la confianza del príncipe. Finalmente, sus tribunales quedaron desiertos; su número, que fluctuaba entre doce y dieciocho,[1822] se fue reduciendo a dos o tres, y sus funciones importantes se limitaron a la costosa obligación[1823] de exhibir espectáculos para la diversión de la plebe. Al trocarse el gran cargo de cónsul romano en mero lujo, que raramente asomaba en la capital, los pretores ocuparon su sitio vacante en el Senado y luego fueron reconocidos como presidentes ordinarios de esa respetable junta. Admitían apelaciones y se daba por sentado, como principio de jurisprudencia, que toda autoridad municipal provenía únicamente de ellos.[1824] Para el desempeño de tan afanoso cargo, el gobernador de Roma era ayudado por quince empleados, algunos de los cuales habían sido iguales e, incluso, superiores suyos. Sus principales dependencias se dedicaban a la protección contra incendios, robos y disturbios nocturnos; al depósito y custodia de la concesión pública de trigo y demás provisiones; al cuidado del puerto, los acueductos, las alcantarillas y el cauce y navegación del Tíber; a la inspección de mercados, teatros y obras públicas y privadas. Su vigilancia aseguró los tres objetos principales de una policía regular: seguridad, alimentación y aseo; y, como una prueba del esmero del gobierno en conservar el esplendor y la gala de la capital, se nombró a un inspector particular para las estatuas de aquel vecindario inanimado, cuyo número de integrantes, según el cómputo extravagante de un antiguo escritor, era apenas inferior al de los habitantes vivos de Roma. Aproximadamente a los treinta años de la fundación de Constantinopla, se creó un magistrado semejante en la naciente metrópoli para el mismo empleo y con las mismas facultades. Una cabal igualdad se estableció entre la dignidad de los dos prefectos municipales y la de los cuatro pretorios.[1825]
Los respetables en la jerarquía imperial formaban una clase intermedia entre los ilustres prefectos y los honrados magistrados de las provincias. Dentro de esta clase, los procónsules de Asia, Acaya y África aspiraban a una preeminencia que se vinculaba a la memoria de su antigua dignidad. La única muestra de dependencia consistía en que las sentencias de sus tribunales podían ser apeladas en los tribunales de los prefectos.[1826] Sin embargo, el gobierno civil de la provincia se repartía en trece grandes diócesis, cada una de las cuales igualaba la medida de un reino poderoso. La primera estaba subordinada al conde de Oriente; podemos idearnos algún concepto de la importancia y variedad de sus funciones si reparamos en que seiscientos ministeriales —que en la actualidad se llamarían secretarios, escribientes, porteros o mensajeros— estaban empleados en su despacho inmediato.[1827] El cargo de prefecto augustal en la diócesis de Egipto ya no era desempeñado por un caballero romano; pero el nombre se conservó, y los poderes extraordinarios que la situación de la región y sus moradores requerían aún continuaban a cargo del gobernador. Las otras once diócesis —Macedonia, Dacia y Panonia (o Iliria occidental); Galia, Hispania y Britania; Italia y África; Asia, Ponto y Tracia— se gobernaban por doce vicarios o viceprefectos,[1828] cuyos nombres ya demuestran la calidad subalterna de su empleo. Se debe añadir que los tenientes generales de los ejércitos romanos, los condes y los duques militares que se mencionarán en adelante gozaban de la jerarquía y el dictado de respetables.
Cuando el afán de ostentosas competencias prevalecía en torno de los emperadores, ellos se esmeraban en dividir la sustancia y multiplicar los títulos de las potestades. Los vastos países que los vencedores romanos habían hermanado bajo la misma y sencilla forma de gobierno se fueron fragmentando imperceptiblemente, hasta que finalmente el Imperio quedó repartido en ciento dieciséis provincias, cada una de las cuales sostenía esplendorosos y costosos establecimientos. Tres de estas provincias eran gobernadas por procónsules; treinta y siete, por consulares; cinco, por correctores; y setenta y una, por presidentes.[1829] Con respecto a estos magistrados, sus títulos eran diferentes; se ordenaban en grados; variaron esmeradamente las insignias de sus jerarquías; y su situación podía ser más o menos halagüeña y aventajada debido a circunstancias accidentales. No obstante, todos —excepto los procónsules— estaban incluidos en la jerarquía de los honrados y, según la voluntad del príncipe y bajo la autoridad de los prefectos o de sus diputados, debían encargarse de la administración de la justicia y de las rentas en sus respectivos distritos. Los grandes volúmenes de códigos y pandectas[1830] suministran un abundante material para estudiar el sistema del gobierno provincial, ya que éste se fue perfeccionando con la sabiduría de los estadistas y letrados romanos durante seis siglos; sin embargo, al historiador le bastará escoger dos extrañas y saludables leyes que intentaban refrenar los abusos de autoridad. I) Para la conservación de la paz y el orden, los gobernadores de las provincias podían estar armados con la espada de la justicia. Descargaban castigos corporales y ejercían el poder de mantener la vida o dar la muerte en delitos capitales. Sin embargo, no estaban autorizados a consentir al criminal sobre el modo de su ejecución ni podían pronunciar la leve u honorífica sentencia de destierro. Estas prerrogativas se reservaban a los prefectos, quienes además eran los únicos que podían imponer la grave multa de cincuenta libras de oro, pues sus lugartenientes estaban limitados a la escasa cantidad de algunas onzas.[1831] Esta distinción, que al parecer concede la mayor autoridad cuando enfrena la menor, se fundaba en motivos sumamente racionales. El grado menor estaba propenso a los abusos, pues las pasiones de un magistrado provincial podían incitarlo a cometer actos de opresión que recaían sobre la libertad y la fortuna del súbdito e, incluso, por principios de cordura o acaso de humanidad, podía llegar a atemorizarlo la idea de derramar sangre inocente. Se puede considerar que penas como el destierro o las multas cuantiosas y la elección de una muerte suave se destinan al acaudalado y al noble; entonces, las personas más expuestas a la codicia o el encono de un magistrado provincial evitaban su infame persecución al arrimo del imparcial y augusto tribunal del prefecto pretorio. II) Como se consideró, con razón, que la imparcialidad del juez podría ser influida si se llegaran a satisfacer sus intereses o inclinaciones, quedó rigurosamente dispuesto, excepto en el caso de que hubiera una exención especial del emperador, que se excluyese a todo individuo del gobierno de la provincia de donde era natural;[1832] además, a los gobernadores y a sus hijos se les negó contraer enlace con las mujeres que habían nacido en la región o habitaban en ella,[1833] como también comprar esclavos y fincas en el ámbito de su jurisdicción.[1834] A pesar de tanta cautela, el emperador Constantino, tras un reinado de veinticinco años, se lamentaba de la venal y opresiva administración de la justicia, y con indignación denunció que la audiencia del juez, su despacho del negocio, sus prórrogas convenientes e, incluso, la sentencia final eran vendidos públicamente por él mismo o por sus dependientes. La perpetuación y, quizá, la impunidad de tales crímenes se atestigua con la repetición de desvalidas leyes e infructuosas amenazas.[1835]
Los magistrados civiles se seleccionaban de los legistas. Los célebres institutos de Justiniano recibían a la juventud de sus dominios dedicada al estudio de la jurisprudencia, y el soberano la estimulaba asegurándole que, con su desempeño, lograrían al debido tiempo el correspondiente galardón en el gobierno de la república.[1836] Los rudimentos de aquella ciencia se enseñaron en todas las ciudades crecidas de Oriente y Occidente, pero la escuela más famosa era la de Berito [actual Beirut],[1837] en la costa de Fenicia, que floreció por más de tres siglos desde el tiempo de Alejandro Severo, quizás el creador del instituto tan ventajoso para su patria. Luego de una carrera regular, que duraba cinco años, los estudiantes se diseminaban en las provincias en busca de honores y fortuna; no faltaban negocios en un amplio Imperio ya estragado con un sinnúmero de leyes, artes y vicios. Sólo el juzgado del prefecto de Oriente empleaba a ciento cincuenta abogados, entre los cuales sesenta y cuatro sobresalían por sus privilegios especiales, y dos, que tenían un salario de sesenta libras de oro, eran nombrados anualmente para abogar por el erario. La primera constatación de sus talentos judiciales se hacía designándolos para que actuasen ocasionalmente como asesores de los magistrados; luego solían ascender a presidentes de los tribunales donde habían litigado. Lograban el gobierno de alguna provincia y, gracias a sus méritos, a su reputación o a algún favor, iban ascendiendo por grados al cargo de ilustre del Estado.[1838] En su práctica forense, ellos consideraron que la razón era una herramienta para las contiendas, interpretaron las leyes según los impulsos del interés privado y mantuvieron los mismos hábitos perniciosos de la administración pública del Estado. El honor de una profesión liberal ha sido verdaderamente justificado por letrados antiguos y modernos que se han desempeñado en sus cargos con suma integridad, sabiduría y honradez; pero, en la decadencia de la jurisprudencia romana, la común promoción de abogados solía estar contaminada con injuria y deshonra. El noble arte, antes vinculado como herencia sagrada a los patricios, terminó en manos de plebeyos y libertos,[1839] quienes, con astucia más que con habilidad, desempeñaban un torpe y sórdido comercio. Algunos de ellos consiguieron internarse en las familias, fomentar desavenencias, suscitar pleitos y proporcionarse una cuantiosa cosecha de ganancias para sí y para sus compañeros. Otros, retraídos en su estancia, mantuvieron la gravedad de profesores legales y suministraron, a sus clientes adinerados, sutilezas para enmarañar la verdad más obvia y argumentos para encubrir los intentos más injustificables. La porción más popular y relumbrante constaba de letrados que llenaban el Foro con el estruendo de su retórica hinchada y grandilocuente. Ajenos a toda justicia y decoro, la mayoría de ellos es descrita como guías ignorantes y rapaces que llevaban al cliente por un laberinto de gastos, demoras y malogros, hasta que eran despedidos cuando, luego de una serie de tediosos años, ya casi nada quedaba de paciencia y fortuna.[1840]
III) Según el sistema político fundado por Augusto, los gobernadores —por lo menos los de las provincias imperiales— estaban revestidos de los mismos poderes plenos del soberano. Árbitros en paz y en guerra de recompensas y castigos, los gobernadores, en el tribunal, investían los ropajes de la magistratura civil y, en la milicia, armados de pies a cabeza, acaudillaban a las legiones.[1841] La administración de caudales, la autoridad del juzgado y el mando de la fuerza militar se aunaban para constituirlos en absolutamente supremos. Cuando intentaban sobreponerse a la soberanía, la leal provincia involucrada en tal rebeldía apenas permitía algún cambio en su estado político. Desde el tiempo de Cómodo hasta el de Constantino, pueden contarse hasta unos cien gobernadores que, con variado éxito, erigieron el estandarte de la rebelión, y, aunque los inocentes solían ser sacrificados, a veces los culpables eran prevenidos con la crueldad asombrosa del soberano.[1842] Para asegurar el trono y el sosiego público contra sirvientes tan formidables, Constantino pensó separar la milicia de la autoridad civil y establecerlas como diferentes carreras para siempre. La jurisdicción suprema que ejercían los prefectos pretorios sobre las tropas del Imperio se transfirió, entonces, a dos maestres generales que fueron instituidos: uno para la caballería y otro para la infantería. Aunque cada uno de estos ilustres oficiales era básicamente responsable de la disciplina militar de su ramo, en campaña ambos solían mandar indistintamente a los diversos cuerpos —los de a pie y los de a caballo— que se incorporaban en un mismo ejército.[1843] Luego, con la división del Imperio en oriental y occidental, su número se duplicó, y como hubo diferentes generales con el mismo título y jerarquía para las cuatro fronteras importantes (el Rin, el Alto Danubio, el Bajo Danubio y el Éufrates), el resguardo del Imperio Romano finalmente fue responsabilidad de ocho maestres generales de caballería e infantería. En las provincias se colocaron treinta y cinco comandancias militares a sus órdenes: tres en Britania, seis en las Galias, una en Hispania, otra en Italia, cinco en el Alto Danubio, cuatro en el Bajo Danubio, ocho en Asia, tres en Egipto y cuatro en África. Los títulos de conde y duque,[1844] con los que apropiadamente se diferenciaban, han variado tanto su sentido que su uso antiguo debe, hasta cierto punto, causar extrañamiento. No obstante, debemos reflexionar en que el segundo título es sólo una derivación de la voz latina que indistintamente se aplicaba a todo jefe militar. Por tanto, todos aquellos generales de provincia eran duques, pero sólo diez tenían el realce de titularse condes, o compañeros, título honorífico o amistoso inventado en la corte de Constantino. Un cinturón de oro era el distintivo de condes y duques, y, además del sueldo, disfrutaban de una generosa concesión, suficiente para mantener a ciento noventa sirvientes y ciento cincuenta y ocho caballos. Les fue estrictamente prohibido entrometerse en materias relativas a la administración de justicia o de las rentas; pero su mando militar era independiente de la autoridad de los magistrados. En la misma época en que Constantino sancionó legalmente el establecimiento eclesiástico, instituyó en el Imperio Romano el esmerado equilibrio entre la potestad civil y la militar. La emulación y, a veces, la discordia que solían reinar entre profesiones de intereses tan opuestos y de modalidades tan incompatibles acarreaban resultados ya ventajosos ya perjudiciales. No era de esperar que el general y el gobernador civil de una provincia se mancomunasen ni para el trastorno ni para la prosperidad de la región. Mientras uno demoraba el auxilio que el otro desdeñó pedir, la tropa solía quedar sin mando y sin suministros; el servicio público se desatendía, y los indefensos súbditos estaban expuestos a las correrías de los bárbaros. De este modo, la división creada por Constantino debilitó la pujanza del Estado y afianzó el sosiego del monarca.
Además, otra innovación de Constantino fue censurada fundadamente por adulterar la disciplina militar y contribuir a la ruina del Imperio. Los diecinueve años que precedieron a su victoria decisiva sobre Licinio estuvieron plagados de guerras intestinas y desenfreno. Los competidores por el mundo romano habían sacado gran parte de sus fuerzas de la guardia fronteriza, y las principales ciudades que ceñían sus respectivos dominios estaban llenas de soldados que consideraban a sus propios compatriotas como enemigos implacables. Una vez finalizada la guerra civil, esas guarniciones dejaron de ser útiles, y el vencedor careció de la sabiduría o la entereza competente para renovar la severa disciplina de Diocleciano y suprimir una fatal condescendencia que, con el hábito, había penetrado en los ánimos de la milicia. Desde el reinado de Constantino, prevaleció una distinción popular y aun legal entre palatinos [1845] y fronterizos, es decir, las tropas de la corte —como impropiamente se llamaban— y las de las fronteras. Los primeros, engreídos con la superioridad de su paga y de sus privilegios, gozaban una vida sosegada en el corazón de las provincias, excepto en la extraordinaria emergencia de una guerra; el peso intolerable de su estadía oprimió a los pueblos más florecientes. Los soldados olvidaron insensiblemente las virtudes de su profesión y sólo adoptaron los vicios de la vida civil. Se degradaron con el trabajo de los menestrales o se debilitaron con la liviandad de baños y teatros. Pronto descuidaron sus ejercicios militares, valoraron sobremanera sus trajes y golosinas, y, así como aterraban a los súbditos del Imperio, se estremecían al asomo de los bárbaros.[1846] El cordón de fortificaciones que Diocleciano y sus compañeros habían extendido por las orillas de los caudalosos ríos no se conservaba con tanto esmero ni se resguardaba con la misma vigilancia. Con respecto a las tropas fronterizas, su número podía ser suficiente para la defensa ordinaria, pero su arrojo fue degradado con la bochornosa consideración de que ellos, expuestos a las penalidades y peligros de una guerra incesante, sólo podían ser recompensados con los dos tercios de la paga y gratificaciones que recibía la tropa de la corte. Incluso, las legiones que casi lograban nivelarse a la jerarquía de los indignos favoritos quedaron, hasta cierto punto, deshonradas por el título honorífico que les otorgaron. Era en balde que Constantino amenazara repetidamente con la espada y el fuego a los fronterizos que se animaran a desertar de sus banderas, se desentendieran de las correrías de los bárbaros o participaran de sus despojos:[1847] los daños que proceden de las desatinadas disposiciones rara vez se remedian con crudos escarmientos. Aunque los posteriores príncipes se esforzaron en restablecer la fuerza y el número de las guarniciones fronterizas, hasta el momento de su disolución el Imperio siguió agonizando al rigor de la herida mortal que tan temeraria y cobardemente causó la mano de Constantino.
La misma política limitada de separar lo unido y apear lo encumbrado, de temer a la lozanía pujante y contar con lo más endeble para afianzar la obediencia, parece que descuella en las instituciones de varios príncipes y especialmente en las de Constantino. El orgullo marcial de las legiones, cuyos victoriosos campamentos habían frustrado tantas rebeliones, se fomentaba con la memoria de proezas pasadas y el conocimiento de su fuerza permanente. Mientras conservaron su antigua planta de seis mil hombres, cada una de ellas, bajo el reinado de Diocleciano, pudo subsistir como objeto visible e importante de la historia militar del Imperio Romano. Pocos años después, estos gigantescos cuerpos se redujeron hasta una pequeñez enana, y cuando siete legiones con algunos auxiliares defendieron la ciudad de Amida [actual Diyarbakir] contra los persas, la guarnición entera, con los moradores de ambos sexos y los campesinos refugiados de las cercanías, estaba compuesta sólo por veinte mil personas.[1848] De éstos y otros hechos semejantes se puede inferir que la planta de las tropas legionarias, a la cual debían en parte su tesón y disciplina, quedó disuelta por Constantino y que los tercios de infantería romana, que seguían ostentando los mismos nombres y blasones, se reducían a mil o mil quinientos hombres.[1849] Una conspiración de destacamentos tan divididos y atemorizados por su propia flaqueza podía ser reprimida con facilidad, y los sucesores de Constantino lograban dar alivio a su suntuosidad expidiendo órdenes a las ciento treinta y dos legiones alistadas en sus crecidas huestes. El resto de las tropas se distribuyó en algunos centenares de cohortes de infantería y escuadrones de caballería. Sus armas, títulos o insignias infundían terror y ostentaban la variedad de naciones que marchaban bajo el estandarte imperial, sin que quedara rastro de aquella esmerada sencillez que marcaba la diferencia entre la línea de batalla de un ejército romano y la de una alborotada hueste asiática.[1850] Una particular reseña, obtenida de Notitia, quizá pueda ejercitar las tareas de un entendido, pero el historiador tiene que contentarse con advertir que el número de los acantonamientos o guarniciones fronterizas del Imperio ascendía a quinientos ochenta y tres y que, bajo el reinado de los sucesores de Constantino, la fuerza total de la milicia se calculaba en seiscientos cuarenta y cinco mil soldados.[1851] Un esfuerzo tan admirable superó las necesidades de la época más antigua y las facultades de la moderna.
En cada Estado, los motivos para alistarse al ejército son varios: los bárbaros son incitados por su amor a la guerra; los ciudadanos de una república libre pueden estar motivados por un principio de deber; los súbditos, o por lo menos los nobles, de las monarquías son animados por el pundonor; pero el temeroso y fatuo morador de un imperio en decadencia sólo es atraído con el aliciente del interés u obligado con el temor del castigo. El erario romano fue agotado con el aumento de la paga, con el redoble de los donativos, con el invento de nuevas gratificaciones y concesiones, que, para la juventud de las provincias, compensaba las penalidades y los peligros de la carrera militar. Aunque se acortó la estatura[1852] y, por connivencia tácita, se admitió a esclavos en las filas, la suma escasez de reemplazos obligó a los emperadores a valerse de medios más certeros y ejecutivos para conseguir reclutas. Las tierras concedidas a los veteranos como galardón de su valentía sólo se otorgaban con la condición —en la que ya asoman los principios del sistema feudal— de que los hijos y herederos se debían insertar en la carrera militar cuando alcanzasen la edad varonil y, si cobardemente se llegaran a negar, serían castigados con la pérdida del honor, la fortuna e, incluso, la vida.[1853] Sin embargo, como el crecimiento anual de la prole de los veteranos era muy desproporcionado respecto de las demandas del servicio, frecuentemente se recurría a las provincias para obtener a los hombres faltantes: cada hacendado estaba obligado a tomar las armas, conseguir un reemplazo o desembolsar una cuantiosa multa. La suma resultó ser de cuarenta y dos piezas de oro, lo que demuestra el costo exorbitante de los voluntarios y el desagrado con que el gobierno adoptó esta alternativa.[1854] Tal era el desprestigio de la profesión de soldado y el horror que infundía en los romanos, que muchos jóvenes de Italia y las provincias escogieron cortarse los dedos de la mano derecha para libertarse del alistamiento; esta desesperada artimaña, al generalizarse, acarreó un escarmiento legal[1855] y un nombre apropiado en la lengua latina.[1856]
La incorporación de bárbaros en las huestes romanas cada vez fue más común, más necesaria y más fatal. No sólo entre los auxiliares de sus propias naciones, sino también en las mismas filas legionarias y hasta en la privilegiada tropa de palatinos se alistaban valientes y batalladores, ya sean escitas, godos y germanos, que consideraban como más ventajosa la defensa que la tala de las provincias. Al mezclarse, iban aprendiendo a imitar los resabios de los súbditos del Imperio y a menospreciar sus costumbres. Traicionaron el rendido acatamiento que la altanería romana había impuesto a su ignorancia mientras iban ganando conocimientos y ventajas, lo cual les permitió sostener su decaída grandeza. Sin ningún tipo de excepción, los soldados bárbaros que demostraron algún talento militar podían ascender y encumbrarse, y, con los títulos de tribuno, conde, duque e incluso general, exponían su origen extranjero, que ya no trataban de encubrir. Muchas veces se les confiaba la empresa de una guerra contra sus mismos compatriotas y, a veces, aunque la mayoría anteponía los vínculos de la lealtad a los de la sangre, incurrieron en la vileza o, al menos, en la sospecha de mantener una alevosa correspondencia con el enemigo, de invitarlo al ataque o proporcionarle la retirada. La facción de los francos —sumamente hermanada entre sí y con su país, que consideraba toda ofensa personal como un ultraje nacional— predominaba en el campamento y en el mismo palacio del hijo de Constantino.[1857] Cuando se sospechó que el tirano Calígula quería engalanar con las insignias consulares a un extraño candidato, tal sacrílega profanación hubiera causado mayor asombro si el agraciado, en vez de un potro, fuera algún caudillo esclarecido de Germania o de Britania. Sin embargo, el giro de tres siglos había producido un notable cambio en las preocupaciones del pueblo, y Constantino, con la aprobación pública, mostró a sus sucesores el ejemplo de concederles el consulado a los bárbaros que incluso, por sus desempeños, habrían merecido la suprema jerarquía romana.[1858] Pero, como estos fuertes veteranos —criados en la ignorancia y el menosprecio de las leyes— eran inhábiles para el desempeño de todo cargo civil, el entendimiento humano disminuyó con la separación terminante de carreras y profesiones. Los varones consumados en las repúblicas griegas y en la romana, descollando tanto en el Foro como en el Senado, en el campamento y en las escuelas, habían aprendido a hablar, escribir y obrar con igual maestría y con idéntico desempeño.
IV) Además de los magistrados y generales, que lejos de la corte difundían su delegada autoridad por el ámbito de las provincias, el emperador confería el título de ilustre a siete de sus sirvientes más inmediatos, en cuya lealtad cifraba su salvación, sus consejos y sus tesoros. 1) Las habitaciones privadas del palacio estaban a cargo de un eunuco favorito que, en el lenguaje de aquel siglo, era llamado prepósito o prefecto de la recámara sagrada. Sus tareas consistían en acompañar al emperador en sus horas de boato o en las de recreo y en desempeñar todos aquellos servicios humildes que sólo pueden tener algún realce por el influjo del solio. Con un príncipe digno de reinar, el gran camarero —pues así cabe llamarlo— es un sirviente rendido y provechoso, pero también un criado astuto que, al acecho de pequeños momentos de incauta confianza, adquiere la sabiduría adusta y la entereza que rara vez pueden llegar a obtenerse. Los nietos bastardos de Teodosio —cuya presencia era inadvertida por los súbditos y despreciada por sus enemigos— ascendieron a los prefectos de sus dormitorios a la cabeza de los ministros del palacio,[1859] e incluso su teniente, que encabezaba la caterva relumbrante de esclavos que servían de comparsa, fue considerado de una jerarquía mayor que la de los cónsules respetables de Grecia y Asia. Los condes o superintendentes, que manejaron los dos ramos importantes de la magnificencia de las vestimentas y el lujo de la mesa imperial, reconocieron la jurisdicción del camarero.[1860] 2) La administración principal de los asuntos públicos estaba a cargo de la eficacia y el desempeño del maestre de oficios.[1861] Era el magistrado supremo del palacio, inspeccionaba la disciplina de las escuelas civiles y militares, admitía apelaciones de todos los ámbitos del Imperio en las causas pertenecientes al inmenso ejército de privilegiados, quienes, como palaciegos, habían alcanzado el derecho de eximirse de la autoridad de los jueces ordinarios. Cuatro scrinia, que eran oficinas de aquella administración, manejaban la correspondencia entre el príncipe y los súbditos. La primera pertenecía a los registros; la segunda, a las cartas; la tercera, a los memoriales; y la cuarta, a papeles y disposiciones de ramos mixtos. Cada una de ellas estaba dirigida por un maestre inferior de jerarquía respetable, y ciento cuarenta y ocho secretarios se encargaban de la totalidad de las tareas; estos últimos eran escogidos fundamentalmente entre los legistas por la variedad de extractos, apuntes y notas que solía haber en el desempeño de sus funciones. Por una condescendencia que en otros tiempos hubiera parecido ajena de la majestad romana, había un secretario particular para la lengua griega y, también, intérpretes nombrados para recibir a los embajadores de los bárbaros; pero la dependencia de los negocios extranjeros, que abarca gran parte de la política moderna, rara vez merecía la atención del maestre de oficios. Sus desvelos se relacionaban con otra formalidad: la dirección general de postas y arsenales del Imperio. En las treinta y cuatro ciudades —quince en Oriente y diecinueve en Occidente—, se empleaban compañías de operarios para la fabricación incesante de armas defensivas y ofensivas, las que, depositadas en los parques, se repartían oportunamente a la tropa. 3) En el curso de nueve siglos, el cargo de cuestor experimentó singulares cambios. Al principio, el pueblo romano nombraba anualmente a dos magistrados inferiores para aliviar a los cónsules del aborrecible manejo del tesoro público;[1862] los procónsules y pretores que ejercían algún mando militar o provincial contaron con un ayudante similar. Al extenderse las conquistas, los dos cuestores fueron creciendo gradualmente hasta el número de cuatro, de ocho, de veinte y, por cortos plazos, tal vez hasta de cuarenta;[1863] los principales ciudadanos solicitaron ansiosamente un cargo que les proporcionara asiento en el Senado y la esperanza fundada de alcanzar los mayores honores de la República. Aunque Augusto aparentara mantener la libertad en las elecciones, aceptó el privilegio anual de recomendar —verdaderamente, de nombrar— cierta porción de candidatos; además solía escoger alguno de aquellos jóvenes más relevantes para leer sus arengas o epístolas en las juntas del Senado.[1864] Los sucesores de Augusto siguieron esta práctica; la comisión eventual se transformó en permanente; el agraciado cuestor ascendió a una nueva y más esclarecida jerarquía y logró perdurar luego de la supresión de sus antiguos e inservibles compañeros.[1865] Como los discursos que componía en nombre del emperador[1866] adquirieron la fuerza y, después, la forma de edictos absolutos, se lo consideró como representante de la potestad legislativa, oráculo del consejo y fuente original de la jurisprudencia civil. A veces, se le ofrecía asiento en el juzgado supremo del consejo imperial, con los prefectos pretorios y el maestre de oficios, e incluso se solía requerir su presencia para resolver las dudas de los jueces inferiores. Sin embargo, como no lo acosaban demasiadas tareas, empleaba su ocio y talento en cultivar el estilo digno de la elocuencia que, en medio de un saber y lenguaje ya estragados, la majestad de las leyes romanas aún conservaba.[1867] Desde cierta perspectiva, el cargo de cuestor imperial puede compararse con el de un canciller moderno; pero el uso de un gran sello, que parece haber sido adoptado por los bárbaros analfabetos, jamás tuvo cabida para testimoniar los actos públicos del emperador. 4) El título extraordinario de conde de las sagradas larguezas correspondió al tesorero general de las rentas, tal vez con la intención de inculcar que cada pago provenía de la voluntad del monarca. Concebir el detalle, casi infinito, del gasto militar y civil, diario y anual, en todo el ámbito del gran Imperio, excedería el poder de la imaginación más vigorosa. La verdadera cuenta empleaba a varios centenares de individuos, repartidos en once secretarías diferentes, ideadas sabiamente para examinar y fiscalizar sus respectivas obligaciones. Esta muchedumbre propendía a crecer más y más, y hasta se llegó a considerar el hecho de despedir a estos supernumerarios inservibles que, habiendo olvidado su honrado trabajo, se agolpaban con demasiada ansia en la lucrativa profesión de las finanzas.[1868] Del tesorero —cuya jurisdicción abarcaba las minas de donde se extraían los metales preciosos para las fábricas en que se acuñaba la moneda corriente, y los tesoros públicos de las ciudades más numerosas, en las que se depositaba la moneda para las urgencias del Estado— dependían veintinueve recaudadores generales de las provincias, de los cuales dieciocho se titulaban condes. Este ministro se encargaba del comercio exterior, como también de las fábricas de lino y de lana, en las cuales se ejecutaban las sucesivas operaciones del hilado, el tejido y el tinte por mujeres de baja condición para surtir al palacio y al ejército. En Occidente, donde las industrias se habían introducido recientemente, se encontraban veintiséis de estos establecimientos, y en las laboriosas provincias de Oriente había aun un número mayor.[1869] 5) Además de las rentas públicas que un monarca absoluto podía recaudar e invertir a su albedrío, los emperadores, como ciudadanos acaudalados, poseyeron grandes propiedades que eran administradas por el conde o tesorero de las fincas privadas. Quizás alguna parte de las tierras haya sido patrimonio de antiguos reyes y repúblicas; otra, tal vez, derive de las familias que se fueron revistiendo de la púrpura; pero la porción más cuantiosa provenía del turbio manantial de las confiscaciones y supresiones. Las propiedades imperiales se diseminaron por las provincias, desde Mauritania hasta Britania, pero el suelo rico y fértil de Capadocia tentó al monarca a adquirir allí sus más queridas posesiones.[1870] Constantino y sus sucesores aprovecharon la coyuntura para encubrir su codicia con visos de religiosidad: suprimieron el lujoso templo de Comana, donde el sumo pontífice de la diosa de la guerra sostuvo la dignidad de un príncipe, y se apropiaron de las tierras consagradas, donde moraban hasta seis mil súbditos o esclavos de la divinidad y sus ministros.[1871] Sin embargo, esto no era lo más valioso: las llanuras que se tendían desde la falda del monte Argaeus [actual Erciyas Daği] hasta las orillas del río Sarus [actual Seyhan] criaban alazanes selectos, reconocidos en todo el mundo antiguo por su aspecto altivo y su velocidad sin igual. Estos cuadrúpedos sagrados, destinados al servicio del palacio y los juegos imperiales, fueron protegidos de un dueño vulgar por las leyes de la profanación.[1872] El patrimonio de Capadocia era suficientemente importante como para necesitar la celaduría de un conde;[1873] en otros varios puntos del Imperio se colocaron dependientes de menor jerarquía, y los lugartenientes del tesorero, sea público o privado, ejercían siempre con independencia sus funciones, contrarrestando la autoridad de los magistrados provinciales.[1874] 6 y 7) Los cuerpos selectos de infantería y caballería, que custodiaban la persona del emperador, estaban a las órdenes inmediatas de los dos condes de los domésticos. Componían un total de tres mil quinientos hombres, divididos en siete escuelas o tropas de quinientas plazas; este servicio honorífico en Oriente estaba casi vinculado a los armenios. Las formaciones de ceremonia, en los patios y pórticos del palacio, ostentaban una suntuosidad marcial, adecuada a la majestad romana, por su gran tamaño, su silenciosa disciplina y sus esplendorosas armas de oro y plata.[1875] De las siete escuelas se escogían los protectores, que componían dos compañías de a caballo y cuatro de a pie, cuya ocupación eminente era la esperanza y el galardón de los soldados más beneméritos. Montaban la guardia en las estancias interiores y, en ocasiones, se los enviaba a las provincias para ejecutar las órdenes de su dueño pronta y valerosamente.[1876] Los condes de los domésticos eran sucesores de los prefectos pretorios, y aspiraban igualmente al mando de los ejércitos.
La comunicación incesante entre la corte y las provincias se mejoró con las carreteras y postas. Estos beneficiosos establecimientos accidentalmente se relacionaron con un abuso pernicioso e intolerable. Bajo las órdenes del maestre de oficios se empleaban entre doscientos y trescientos agentes o mensajeros, que se encargaban de anunciar los nombres de los cónsules anuales y los edictos o victorias del emperador. Ellos se tomaron la licencia de rumorear sobre cuanto observaban en la conducta de los magistrados o particulares, y rápidamente se los consideró como los ojos del monarca[1877] y el azote del pueblo. Fomentados por la flaqueza de los soberanos, se multiplicaron hasta el número increíble de diez mil: desdeñaron las amonestaciones suaves, aunque frecuentes, de las leyes y, en el desempeño de su cargo, ejercitaron un poder rapaz y desvergonzado. Estos espías oficiales, en correspondencia con el palacio, fueron alentados, con el premio y la confianza, a estar acechando constantemente todo intento alevoso, desde el escaso y encubierto asomo de enemistad hasta los concretos preparativos de la más descarada rebeldía. Su infracción descuidada o criminal de la verdad o la justicia quedaba encubierta con el disfraz de la lealtad; y, según sus deseos, podían herir emponzoñadamente tanto al criminal como al inocente que había acarreado su odio o no había comprado su silencio. Un súbdito leal, quizá de Siria o de Britania, estaba expuesto al peligro, o al menos a la zozobra, de tener que acudir encadenado a la corte de Milán o de Constantinopla para resguardar su vida y hacienda contra el cruel informe de aquellos delatores privilegiados. Todo el sistema se basaba en medios que sólo la extrema necesidad puede paliar y, al escasear los testimonios, se acudía al recurso del tormento.[1878]
El nefasto y engañoso método de la violencia en el interrogatorio criminal, como enfáticamente se lo denominaba, era usual sin estar expresamente aprobado en la jurisprudencia romana. Este modo sangriento de confesión se aplicaba sólo a las clases serviles, cuyos padecimientos no solían pesarse en la balanza de la justicia y de la humanidad de aquellos altaneros republicanos, quienes no se animarían a atropellar la sagrada persona de un ciudadano hasta no poseer evidencia clara de su delito.[1879] Los anales de la tiranía relatan, desde el tiempo de Tiberio hasta el de Domiciano, las ejecuciones de un sinnúmero de víctimas inocentes; pero en tanto el recuerdo de la libertad y el honor nacional se mantuvieron vivos, los últimos momentos de un romano estaban fuera de los peligros del ignominioso tormento.[1880] Sin embargo, el desempeño de un magistrado en provincia no se ajustaba a la práctica de la capital ni a las máximas de los ciudadanos. Ellos encontraron el uso del tormento ya establecido no sólo entre los esclavos del despotismo oriental, sino también entre los macedonios, que vivían en una monarquía limitada, entre los rodios, tan florecientes con su libertad de su comercio, y hasta entre los cultos atenienses, que proclamaron y realzaron el señorío del género humano.[1881] El consentimiento de los provincianos alentó a sus gobernadores para obtener, o tal vez usurpar, la potestad de emplear el tormento a su albedrío para arrancar de los vagos o reos plebeyos la confesión de su delito, hasta que imperceptiblemente se fueron confundiendo las distinciones de clases y los privilegios de los ciudadanos de Roma se desatendieron. Tanto el temor de los súbditos como el interés del soberano mediaron para otorgar un sinnúmero de exenciones particulares, aunque, tácitamente, consentían e, incluso, autorizaban el uso general del tormento. Se protegía a los ilustres y recomendables, a los obispos y sus presbíteros, a los profesores de artes liberales, a los soldados y sus familias, a los concejales y su prole hasta la tercera generación, y a todos los niños hasta su pubertad.[1882] No obstante, una máxima fatal se introdujo en la nueva jurisprudencia del Imperio: en materia de alevosía —que implicaba todo desliz que la sutileza de los letrados pudiera señalar como intento hostil contra el príncipe o la República—,[1883] los privilegios cesaban y todos quedaban igual y afrentosamente nivelados. Como se anteponía la salvación del emperador a todo miramiento de justicia y humanidad, el venerable anciano y el tierno mancebo quedaban igualmente expuestos a un martirio infernal; y el pavor de una denuncia malvada, que pudiera escoger cómplices e, incluso, testigos de un crimen imaginario, estaba permanentemente presente en el pensamiento de los principales ciudadanos del mundo romano.[1884]
Estos quebrantos, por más horrorosos que parezcan, estaban vinculados a un pequeño número de súbditos romanos, cuya situación peligrosa quedaba de cierta forma recompensada con el goce de esas ventajas que los expuso, por naturaleza o fortuna, a los celos del monarca. Para la muchedumbre de un gran imperio es menos temible la crueldad que la codicia de su monarca; su humilde dicha es afectada fundamentalmente por los exorbitantes impuestos que, presionando suavemente a los acaudalados, descienden con todo su peso sobre la clase más pobre y necesitada de la sociedad. Un agudo filósofo[1885] ha calculado el arancel general de las imposiciones públicas por los grados de libertad o servidumbre: según la ley constante de la naturaleza, aumentan con la primera y disminuyen con la segunda. Sin embargo, esta reflexión que aliviaría las tropelías del despotismo se desmiente, por lo menos, con la historia del Imperio Romano, en la que se tilda a los mismos príncipes de despojar al Senado de su autoridad y a las provincias, de sus caudales. Sin abolir todos los diversos derechos y recargos sobre las mercancías, que imperceptiblemente se van pagando según la inclinación manifiesta de los consumidores, la política de Constantino y sus sucesores se atuvo al sistema de una contribución sencilla y directa, pero acorde con la cualidad de un gobierno arbitrario.[1886]
El nombre y el uso de las indicciones,[1887] que sirven para explicar la cronología de la Edad Media, se derivan de la práctica corriente de los tributos romanos.[1888] El emperador firmaba con su propio puño y letra el solemne edicto, o indicción, que se distribuía en la capital de cada diócesis en los dos meses anteriores al 1° de septiembre. Por una relación muy obvia de conceptos, se trasladó la voz indicción a la cuota prescrita y al plazo anual del pago. Esta estimación general de los suministros fue proporcionada a las necesidades, verdaderas o supuestas, del Estado; pero cuando el gasto excedió al ingreso o cuando la renta no cubrió el presupuesto, se impuso una nueva contribución bajo el nombre de superindicción, y este atributo preeminente de autoridad se traspasó a los prefectos pretorios, quienes a veces podían disponer de él para acudir a necesidades imprevistas y extraordinarias del servicio público. La ejecución de estas leyes —que sería molesto ir desmenuzando en detalle— básicamente consistió en dos operaciones concretas: el reparto de la carga general en sus porciones constitutivas, que se iban subdividiendo en provincias, pueblos e individuos del mundo romano, y la recaudación de las cuotas repartidas a individuos, pueblos y provincias hasta que todas las sumas pasasen a formar parte del tesoro imperial. Sin embargo, como la cuenta entre el monarca y el súbdito siempre estaba pendiente y como el nuevo pedido se anticipaba al pago cabal de la obligación anterior, la pesada mole de las finanzas seguía girando por las mismas manos en el círculo de su renovación anual. Todo aquello que pareciera honorífico e importante en la administración de las rentas estaba a cargo de la sabiduría de los prefectos o de sus representantes en las provincias; en torno de ellos se arremolinaban a raudales los cobradores sedientos, algunos de los cuales dependían del tesorero y otros, del gobernador de la provincia; así, los roces eran comunes en tan enmarañada jurisdicción y solían provocarse contiendas por obtener los despojos del desvalido pueblo. Las tareas más arduas, ya que podían provocar odios, rencores, gastos y peligros, estaban a cargo de los decuriones, que componían los gremios de las ciudades y a quienes la severidad de las leyes imperiales había sentenciado a sobrellevar los gravámenes civiles.[1889] La propiedad territorial de todo el Imperio, sin exceptuar el patrimonio del monarca, era objeto de impuestos ordinarios, y los nuevos compradores debían cargar con las obligaciones del hacendado anterior. Un esmerado censo[1890] o padrón era el único arbitrio equitativo para ir puntualizando las cuotas de cada ciudadano, y, por el notorio plazo de las indicciones, sobran motivos para considerar que esta operación ardua y costosa se repetía cada quince años. Los agrimensores enviados a las provincias medían los terrenos; se especificaba claramente la calidad de la tierra, si era cultivable o no, si servía para viñedos o bosques, y se estimaba su valor general teniendo en cuenta la posible producción durante un quinquenio. El número de esclavos y ganado constituía parte esencial de los rendimientos. Los hacendados debían realizar una declaración jurada de sus verdaderos haberes, y se estaba al acecho de cualquier intento de perjurar o eludir el pago, castigándolo como crimen sacrílego y alevoso.[1891] Gran parte del tributo se pagaba en metálico y, de toda la moneda corriente en el Imperio, sólo se admitía legalmente la de oro.[1892] Los demás impuestos, según las proporciones determinadas en la indicción anual, se obtenían de modo más directo y opresivo. Según la diferente calidad de los terrenos, su producto efectivo en varios artículos —vino, aceite, trigo, cebada, madera o hierro— se debía presentar, a costa y trabajo de los labradores, en los almacenes imperiales, de donde luego se repartían proporcionadamente para el uso de la corte, del ejército y de ambas capitales, Roma y Constantinopla. Los comisionados de las rentas solían tener que comprar con tanta frecuencia sus provisiones que se les prohibió admitir compensaciones y recibir en dinero el valor de los suministros que se requerían en especias. En la sencillez primitiva de las comunidades pequeñas, este sistema se usaba para ir recolectando las ofertas casi voluntarias del pueblo; pero, cuando adquiere el amplio espacio y el rigor supremo de una monarquía despótica y absoluta, se mantiene una contienda perpetua entre la potestad opresora y el arte del engaño.[1893] La labranza de las provincias se fue arruinando imperceptiblemente y, como el despotismo siempre propende al malogro de sus propios intentos, los emperadores se vieron obligados a obtener algún mérito con la cancelación de deudas y el descargo de rezagos que los súbditos estaban imposibilitados de satisfacer. En virtud de la nueva división de Italia, la fértil y venturosa provincia de Campania, teatro de las victorias primitivas y del retiro deleitoso de los ciudadanos de Roma, se extendía entre el mar y los Apeninos, del Tíber al Silaro. A sesenta años de la muerte de Constantino, y con el testimonio de quien lo presenció, se concedió una exención a favor de trescientos treinta mil acres ingleses [1335 km2] de yermo, que ascendía a la octava parte del total de la provincia. Mientras no asomaban las huellas de los bárbaros por Italia, la causa de tan portentosa asolación, mencionada en las leyes, tan sólo puede adjudicarse al desgobierno de los emperadores romanos.[1894]
Por voluntad o por accidente, el modo de partición parecía incluir indistintamente a personas y haciendas.[1895] Las ganancias enviadas de cada provincia o distrito contenían el número de los contribuyentes y el importe de los impuestos públicos. Esta última suma se dividía por la primera; la estimación —tal provincia contenía tantas cabezas tributarias y cada cabeza se valoró en tal precio— fue aceptada universalmente no sólo en el cómputo popular, sino también en el legal. El valor per cápita debe de haber variado según las circunstancias accidentales y pasajeras; pero algún dato se puede obtener de un hecho curioso y de gran trascendencia, en tanto se relaciona con una de las provincias más fértiles del Imperio Romano que ahora mismo florece como el reino más esplendoroso de Europa. Los rapaces ministros de Constantino habían agotado todo el caudal de Galia, requiriendo veinticinco piezas de oro per cápita como tributo anual. La humana política de su sucesor redujo la cifra a siete piezas.[1896] Una proporción moderada entre los extremos de la opresión extraordinaria y la indulgencia transitoria puede ser fijada en dieciséis piezas de oro per cápita, aproximadamente nueve libras esterlinas, el estándar, quizá, del impuesto sobre la Galia.[1897] Pero este cómputo o, más bien, los hechos que de él se deducen no pueden menos que sugerir dos dificultades a todo genio reflexivo. Su explicación derramará quizás alguna luz sobre el interesante asunto de la hacienda en el Imperio Romano.
I) Se hace palpable que, mientras una parte inmutable de la naturaleza humana produce y mantiene una división tan desigual de la propiedad, la mayor porción de los conciudadanos no puede subsistir dado el igual reparto de un gravamen que ha de redundar en producto del soberano. Tal vez se deba a la teoría de la capitación romana, pero, en la práctica, esta injusta igualdad no era muy sentida, en tanto el tributo se recaudaba bajo el concepto de un impuesto efectivo, aunque no personal: varios ciudadanos humildes se podían unir y conformar una sola cabeza o cápita tributaria, mientras que el acaudalado, en relación con sus haberes, representaba varias de estas entidades imaginarias. En un memorial poético, dedicado a uno de los últimos príncipes romanos, y de los más cabales que reinaron en Galia, Sidonio Apolinar personaliza su tributo bajo la figura de un monstruo triple, el Gerión de las fábulas griegas, y ruega al nuevo Hércules que se digne a agraciarlo y salve su vida, cortándole las tres cabezas.[1898] La riqueza de Sidonio excedía en gran manera el acostumbrado caudal de un poeta; pero, si hubiese expandido aún más la alegoría, podría haber retratado a muchos de los nobles galos con el centenar de cabezas de la mortal Hidra extendiéndose por todo el país y devorando el caudal de cien familias. II) La dificultad de aprontar la suma anual de nueve libras esterlinas per cápita en Galia se evidencia plenamente comparando el estado actual del mismo país, gobernado ahora por el monarca absoluto de un pueblo trabajador, rico y afectuoso. Los impuestos de Francia no pueden, ni por temor ni por lisonja, sobrepasar la cantidad anual de dieciocho millones de libras esterlinas, tal vez repartidas entre veinticuatro millones de habitantes.[1899] Sólo unos siete millones de ellos, en su condición de padres, hermanos o maridos, podrán cumplir con la carga de la muchedumbre restante de mujeres y niños; incluso, la proporción por individuo tributario apenas podría exceder a cincuenta chelines de nuestra moneda, en vez de la cantidad cuatro veces mayor que se impuso a sus antepasados. La causa de esta diferencia no estriba tanto en la relativa escasez o abundancia de oro o plata como en las diferencias entre la sociedad de la antigua Galia y la de la Francia moderna. En un país donde la libertad personal es privilegio de todas las personas, la mole entera de los impuestos, sean sobre fincas o sobre consumos, puede repartirse equitativamente entre el cuerpo entero de la nación. En cambio, la mayor parte del terreno de la antigua Galia, como de otras provincias del mundo romano, se cultivaba por esclavos y campesinos, cuyo estado, aunque dependiente, era de un tipo de servidumbre más templada.[1900] En tales circunstancias, el dueño mantenía a los necesitados, disfrutando el producto de aquel trabajo y, como los padrones o catastros sólo contenían los nombres de los pudientes, la pequeñez del número, en comparación, explica y justifica la elevada cuota del impuesto. Esta verdad fundamental puede corroborarse con el siguiente ejemplo: los eduos, una de las tribus o poblaciones más poderosas y civilizadas de Galia, ocupaban un territorio, las dos diócesis eclesiásticas de Autun y de Nevers,[1901] que actualmente contiene más de quinientos mil habitantes y, con el aumento probable de Châlons y Mâcon,[1902] su población podría ascender a las ochocientas mil almas. En tiempo de Constantino, todo el ámbito de los eduos proporcionó sólo veinticinco mil cabezas de empadronamiento, de las cuales siete mil quedaron excluidas del gravamen del tributo por aquel príncipe.[1903] En virtud de la analogía, sale airosa la opinión de un historiador ingenioso[1904] de que los ciudadanos libres y tributarios componían medio millón; y si, según el régimen de aquel gobierno, su tributo anual puede calcularse en aproximadamente cuatro millones y medio de nuestro dinero, resulta que, aunque cada cuota fuera cuatro veces mayor, la suma de lo que se recaudaba en la provincia imperial de Galia se reducía a la cuarta parte del impuesto moderno de Francia. Las imposiciones de Constancio pueden computarse en unos siete millones de libras esterlinas, que la humanidad y sabiduría de Juliano redujeron a unos dos millones.
Sin embargo, esta carga o impuesto no abarcaba más que a los hacendados, olvidándose de una clase crecida y acaudalada de ciudadanos libres. A fin de participar de aquella clase de riqueza que el arte y el afán pueden acarrear, y que se cifra en el dinero y en las mercancías, los emperadores impusieron un impuesto separado y personal a los comerciantes.[1905] Alguna excepción, muy limitada en tiempo y lugar, cabía a los hacendados que comerciaban sus propios frutos. Los oficios liberales lograron algún alivio, pero la ley comprendía inexorablemente a todos los demás ramos del comercio. El honrado comerciante de Alejandría que traía perlas y especias para el consumo de Occidente, el usurero que exprimía el interés de la moneda con una ganancia callada e ignominiosa, el ingenioso fabricante, el trabajador afanoso y el menospreciado regatón de una aldea remota tenían que compartir con los dependientes de rentas sus utilidades; incluso, el soberano del Imperio Romano, disimulando la profesión, consintió en compartir el infame salario de las prostitutas. Como el impuesto general sobre la industria se recaudaba al cuarto año, tomó el nombre de contribución lustral, y el historiador Zósimo[1906] lamentaba que siempre el asomo del funesto plazo se manifestara con las lágrimas y el pavor de los ciudadanos, obligados, por el enarbolado azote, a acudir a los arbitrios más torpes y horrorosos para conseguir la suma de sus cuotas. En el testimonio de Zósimo no cabe la nota de parcialidad y preocupación, aunque de la naturaleza de este tributo es muy común inferir que era arbitrario en el reparto y violento en la recaudación. La encubierta riqueza del comercio y las precarias ganancias del arte o del trabajo sólo admiten una prudente valoración, que suele propender siempre en ventaja del erario; y como la persona del comerciante necesita un resguardo visible y permanente, el pago del impuesto, que para los hacendados podía implicar la hipoteca de las mismas fincas, podía ser arrancado, en este caso, con padecimientos corporales. El cruel tratamiento que recibían los deudores insolventes del Estado se atestigua y, tal vez, se mitiga con un edicto de Constantino, que, vedando el tormento y los azotes, señala una cárcel espaciosa y ventilada para el encierro.[1907]
Estos impuestos generales se aplicaron y fueron recaudados por la autoridad absoluta del monarca; pero las ofrendas eventuales del oro coronario mantenían siempre el nombre y la apariencia del consentimiento popular. Una costumbre antigua consistía en que los aliados de la República, que atribuyeron su seguridad o liberación al éxito de las armas romanas, e incluso las ciudades de Italia, que admiraron las virtudes de su general victorioso, realzaran su esplendor triunfal con los dones voluntarios de coronas de oro, que se consagraban, después de la función, en el templo de Júpiter para que aquel testimonio de su gloria permaneciese manifiesto por los siglos venideros. El agasajo lisonjero creció en el tamaño y la cantidad de las ofrendas populares, el triunfo de César se adornó con dos mil ochocientas veintidós coronas macizas, cuyo peso ascendía a veinte mil cuatrocientas catorce libras de oro. El prudente dictador inmediatamente fundió aquel tesoro, dando por supuesto que sería de más provecho para sus soldados que para los dioses; sus sucesores siguieron el ejemplo, y se arraigó la práctica de transformar aquellos esplendorosos ornamentos en la moneda corriente del Imperio.[1908] Finalmente, la ofrenda voluntaria terminó siendo una deuda de obligación y, sin ceñirse al plausible motivo de algún triunfo, se suponía que debía ser brindada por varias ciudades y provincias de la monarquía toda vez que el emperador se dignara a anunciar su advenimiento, su consulado, el nacimiento de un hijo, el nombramiento de un César, una victoria contra los bárbaros o cualquier otro acontecimiento real o imaginario que embellecía los anales de su reinado. La particular ofrenda del Senado de Roma se fijó por costumbre en mil seiscientas libras de oro, cerca de sesenta y cuatro mil libras esterlinas. Los acosados súbditos ponderaban la fortuna de que el soberano se dignase a consentir plácidamente ese pequeño, aunque voluntario, testimonio de su lealtad y agradecimiento.[1909]
Un pueblo engreído con su orgullo o enconado con sus padecimientos rara vez podrá juzgar atinadamente su situación. Los súbditos de Constantino eran incapaces de discernir la carencia de ingenio y la virtud varonil que los iban degradando respecto de la dignidad eminente de sus antepasados; pero podían advertir y deplorar el desenfreno de la tiranía, la relajación de la disciplina y el recargo de los impuestos. El historiador imparcial que presencia la justicia de sus lamentos no puede dejar de destacar ciertas particularidades que tendieron a aliviar la miseria de sus quebrantos. La amenazante tempestad de los bárbaros, que luego destruyó los cimientos de la grandeza romana, permanecía rechazada o suspendida en la frontera. Las artes del lujo y la literatura lograron cultivarse, y una gran parte de los habitantes del globo disfrutaban los elegantes placeres de la sociedad. La formalidad, el esplendor y el gasto de la administración civil contribuían a refrenar las irregulares licencias de los soldados. Y aunque la prepotencia atropellaba las leyes o la sutileza las estragaba, los atinados principios de la jurisprudencia romana afianzaban cierto orden, desconocido en los gobiernos despóticos de Oriente. Los derechos de la humanidad gozaban de algún resguardo con la religión y la filosofía; y el nombre de la libertad, que ya no podía asustar, quizás amoneste a los sucesores de Augusto, que no reinaron en una nación de esclavos ni de bárbaros.[1910]