IV
CRUELDAD, DESVARÍOS Y MUERTE DE CÓMODO - NOMBRAMIENTO DE PÉRTINAX: SU INTENTO DE REFORMAR EL ESTADO Y SU ASESINATO POR PARTE DE LA GUARDIA PRETORIANA
La mansedumbre de Marco, a la que no pudo desvanecer la rígida disciplina de la doctrina estoica, era a la vez la cualidad más halagüeña y el único defecto de su carácter. La bondadosa confianza de su corazón engañaba a su esclarecido entendimiento, y los taimados palaciegos, que siempre estudian las inclinaciones de los príncipes y encubren las propias, lo acompañaban embozados con una santidad filosófica, y conseguían riqueza y honores aparentando menospreciarlos.[261] Su excesiva condescendencia para con su hermano, su esposa y su hijo excedía los límites de una virtud doméstica, y ocasionaba un daño general por el ejemplo y las consecuencias de sus vicios.
Faustina, hija de Pío y esposa de Marco, logró tanta fama por sus liviandades como por su hermosura. Apenas podía la circunspecta sencillez del filósofo cautivar su desvergonzada frivolidad, y contrarrestar la pasión por la variedad que solía hacerle buscar méritos entre los más bajos sectores de la humanidad. El Cupido de los antiguos era, por lo general, una deidad sensualísima, y los amoríos de una emperatriz, como requieren por su parte actos desembozados, por lo general dejan poca cabida a puntillosos miramientos. Marco era el único hombre de todo el Imperio que resultaba ajeno o desconocedor de los excesos de Faustina, y quedaba empañado por la deshonra que, según la aprensión de todos los tiempos, siempre recae sobre el marido agraviado. Colocó a varios de los amantes de su esposa en puestos eminentes y provechosos,[262] y durante los treinta años de su matrimonio le dio a Faustina pruebas de su confianza, y aun de delicado respeto, que sólo llegaron a su fin cuando terminó su vida. En sus Meditaciones a los dioses, Marco agradece que lo hayan favorecido con una esposa tan fiel, tan cariñosa y de costumbres tan peregrinamente sencillas. A instancias de Marco, el sometido Senado la endiosó, representándola en los templos con los atributos de Juno, Venus y Ceres, y se decretó que en los casamientos los jóvenes de uno y otro sexo intercambiasen sus votos ante las aras de tan recatada patrona.[263]
Los monstruosos vicios del hijo empañaron un tanto la ilustre pureza del padre. Se ha criticado a Marco que sacrificó la dicha de millones de personas por su cariño por un joven indigno, nombrando un sucesor en su familia más bien que en la República. Sin embargo, el padre no desatendía este requisito, y recurría a sujetos honorables y sabios para compensar los escasos alcances de Cómodo, atajar sus nacientes vicios y habilitarlo para el desempeño de la corona que le competía. Mas por lo general todo esfuerzo resulta inútil si de antemano no existe una disposición. La desabrida enseñanza de un sumo filósofo desaparecía instantáneamente a causa del murmullo de un disoluto privado, y el mismo Marco agostó los frutos de la esmerada educación, admitiendo a su hijo, a la edad de catorce o quince años, en el absoluto poderío imperial. Él vivió cuatro años más, que fueron suficientes para arrepentirse de disposición tan temeraria, la cual levantó al desenfrenado mozo sobre todos los miramientos de la razón y de la autoridad.
La mayoría de los crímenes que perturban la paz interna de la sociedad son producidos por las limitaciones que las necesarias pero desiguales leyes de la propiedad impusieron a los apetitos de la humanidad, destinando a unos pocos los objetos que más codicia la muchedumbre. El afán de poderío sobresale entre nuestros anhelos y pasiones, puesto que la prepotencia de un individuo requiere el sometimiento de innúmeros hombres. En los alborotos civiles se desvirtúan las leyes sociales, y pocas veces se da lugar a los dictámenes de la humanidad. El denuedo de la contienda, el engreimiento de la victoria, la desesperación por el éxito, la memoria de agravios anteriores y el temor de peligros venideros; todo enardece el ánimo y acalla la voz de la compasión. Esos motivos mancillaron con sangre las páginas de la historia en las diversas épocas, pero ninguno de ellos pudo mediar en las voluntarias crueldades de Cómodo, pues nada le cabía apetecer y todo lo podía disfrutar. El tan amado hijo de Marco lo sucedió, vitoreado por el Senado y la tropa,[264] y, al encumbrarse en el trono, el joven venturoso no tuvo competidor que derribar ni enemigos que destruir. Parecía natural que, en su apacible elevación, antepusiese el cariño al aborrecimiento de los súbditos, y la gloria halagüeña de sus cinco antecesores al afrentoso paradero de Nerón y Domiciano.
Sin embargo, Cómodo no era, como se lo ha retratado, un tigre con insaciable sed de sangre humana y propenso desde la niñez a la crueldad,[265] pues tenía un carácter más bien medroso que malvado. Su sencillez y apocamiento lo hicieron esclavo de sus allegados, que poco a poco corrompieron su mente. Su inhumanidad, que al comienzo se debió por completo a un impulso ajeno, degeneró en costumbre, hasta llegar a ser la pasión dominante de su espíritu.[266]
Cuando murió su padre, Cómodo se encontró, angustiado, con el mando de un ejército grandioso y el desempeño de una ardua guerra contra los cuados y los marcomanos.[267] Los jóvenes rastreros y desbocados que Marco había desterrado, rápidamente recuperaron su posición y su influencia con el nuevo emperador. Exagerando las penurias y las contingencias de una campaña en los páramos allende el Danubio, aseguraron al afeminado príncipe que el terror de su nombre y las armas de sus lugartenientes alcanzarían para reducir a los asustados bárbaros, o que se les impondrían condiciones tan ventajosas como la misma conquista. Apelando luego astutamente a su sensualidad, compararon el sosiego, la esplendidez y los cultos recreos de Roma con el tráfago de un campamento en Panonia, completamente incapaz de proporcionar lujosos pasatiempos.[268] Cómodo prestaba oídos a tan gratas sugerencias, pero, mientras titubeaba entre su propia inclinación y los miramientos que le imponían los consejeros de su padre, fue terminando el estío, y se postergó hasta el otoño su entrada triunfal en la capital. Su figura agraciada,[269] su llano agasajo y sus supuestas virtudes le granjearon la aceptación popular; la paz honrosa que acababa de conceder a los bárbaros derramó por todas partes el regocijo;[270] su impaciencia por regresar a Roma se atribuyó apasionadamente al cariño por su patria, y su licenciosa búsqueda de placer fue apenas censurada, puesto que era un joven de diecinueve años.
Durante los primeros tres años de su reinado, se conservaron la forma e incluso el espíritu del régimen anterior a causa de los leales consejeros a quienes Marco había recomendado a Cómodo, y a cuya sabiduría y justificación este último aún tributaba un poco entusiasta aprecio. El gallardo príncipe, con sus disolutos allegados, lozaneaba con todo el desenfreno del poder, pero sus manos aún no se habían salpicado con sangre, y hasta había manifestado impulsos generosos a los que tal vez el ejercicio habría llevado a la cumbre de la virtud.[271] Pero un revés inesperado definió su fluctuante carácter.
Una tarde, al retirarse el emperador a su casa por un pórtico oscuro y angosto del anfiteatro,[272] un asesino que estaba acechando su tránsito se le abalanzó con un estoque desenvainado, clamando: «El Senado te envía esto». La amenaza evitó la acción, pues el asesino fue aprehendido por la guardia y desde luego delató a los autores de la conspiración. Ésta no había sido fraguada por el pueblo sino en el palacio, pues Lucila, hermana del emperador y viuda de Lucio Vero, mal hallada con su segunda jerarquía y celosa de la emperatriz reinante, había armado al matador contra la vida de su hermano. No tuvo ánimo para revelar tan desesperado intento a su segundo marido, Claudio Pompeyano, senador ilustre y de reconocida lealtad, pero en el grupo de sus amantes (pues respecto a las costumbres era un remedo de Faustina) halló hombres en situación desesperada y de ambición temeraria, siempre dispuestos a arrojarse tras sus ímpetus amorosos o desaforados. Los conspiradores sufrieron todo el rigor de la justicia; se castigó a la princesa primero con el destierro, y luego con la pena capital.[273]
Entre tanto, las palabras del asesino penetraron en el ánimo de Cómodo y dejaron una indeleble impresión de temor y odio contra los miembros del Senado, y los mismos que antes lo asombraban como adustos consejeros, ahora le parecían enemigos encubiertos. Los delatores, ralea de malvados ya exánime y casi desaparecida en los reinados anteriores, resurgieron fieramente al descubrir en el emperador deseos de hallar alguna muestra de traicionero desafecto en el Senado. Aquella asamblea, a la que Marco siempre había visto como el supremo consejo de la nación, se componía de los romanos más distinguidos; toda distinción, pues, pronto se convirtió en criminal. El poseedor de caudal enardecía el ímpetu de los acusadores; la entereza de virtud se conceptuaba como tácita censura de los vicios del emperador; los servicios importantes se consideraban una peligrosa existencia de virtudes, y la intimidad con el padre acarreaba siempre el encono del hijo. La sospecha equivalía a prueba y la acusación a condena; la visible ejecución de un senador traía consigo la muerte de cuantos pudieran lamentar o vengar su desventura, pues, apenas llegó Cómodo a empaparse en sangre humana, se mostró insensible a todo asomo de lástima o arrepentimiento.
Entre tantas víctimas inocentes de su tiranía, nadie fue más llorado que los dos hermanos de la familia Quintiliana, Máximo y Condiano, cuyo amor fraternal ha rescatado sus nombres del olvido y realzado su memoria en la posteridad. Idénticos eran sus estudios y tareas, afanes y recreos, y en el goce de sus grandiosas posesiones jamás pensaron tener intereses separados; aún perduran fragmentos de algún tratado que compusieron juntos, y en todos sus pasos y gestiones siempre se veían dos cuerpos y una sola alma. Los Antoninos, que apreciaban sus virtudes y su hermandad, durante el mismo año los encumbraron al consulado; y Marco confió a sus desvelos conjuntos la administración civil de Grecia y un importante mando militar, en el que alcanzaron una renombrada victoria contra los germanos. La estudiada crueldad de Cómodo los unió en la muerte.[274]
La saña del tirano, tras derramar la más ilustre sangre del Senado, se concentró luego en el instrumento de sus crueldades. Mientras se encenagaba en sangre y liviandades, Cómodo delegaba su desempeño en Perenne, ministro servil y ambicioso que había logrado su puesto con la muerte del antecesor, pero sin carecer de alcances y tino para el cargo. Mediante extorsiones y secuestros de los nobles sacrificados a su avaricia, atesoró cuantiosas riquezas. La guardia pretoriana estaba a sus órdenes inmediatas, y su hijo, dotado ya de prendas militares, capitaneaba las legiones ilirias. Perenne aspiraba al Imperio o, lo que era lo mismo para Cómodo, era capaz de apetecerlo, a menos que este último se le anticipara, sorprendiéndolo y dándole muerte. Poco supone el derribo de un ministro en la historia del Imperio, mas se tropezó con una particularidad nueva, que demuestra hasta qué punto estaba relajada la disciplina. Las legiones de Bretaña, disconformes con el régimen de Perenne, nombraron una delegación de mil quinientos hombres, con instrucciones de pasar a Roma y exponer sus quejas al emperador. Estos militares demandantes, con su denodado intento, incrementaron las divisiones internas en la guardia, exageraron el poderío del ejército de Bretaña y aumentaron los temores de Cómodo, y, como único desagravio, requirieron y lograron el exterminio del ministro.[275] Este arrojo de un ejército lejano, y su descubrimiento de la flaqueza del gobierno, anunciaron las más horrorosas convulsiones.
La negligencia de la administración pública volvió a manifestarse, esta vez mediante un trastorno que procedía de levísimos principios. Entre la tropa cundió el flujo de la deserción, y los culpados, en vez de huir o encubrirse, se convertían en salteadores. Materno, mero soldado pero osadísimo sobre su ínfima clase, convirtió su gavilla de forajidos en un ejército, abrió las cárceles, ofreció a los esclavos recobrar su libertad y saqueó las ciudades ricas e indefensas de España y Galia. Los gobernadores de las provincias que durante un largo término habían estado mirando, y tal vez compartiendo el producto de sus robos, debieron reaccionar ante los amenazadores mandatos del emperador. Materno se vio acorralado, y previó que, sin un acto desesperado, sobrevendría su derrota. Dispersó a sus secuaces, los envió en cuadrillas con disfraces diversos y les encargó que se reuniesen en Roma durante el alborotado desenfreno de las fiestas de Cibeles.[276] La intención de este salteador nada vulgar era matar a Cómodo y sentarse en el trono vacante. Tan atinadas fueron sus disposiciones, que sus tropas ya estaban en las calles de Roma, cuando la envidia de uno de los cómplices descubrió y malogró tan peregrina empresa en el mismo trance de su ejecución.[277]
Los príncipes recelosos tienden a engrandecer a los ínfimos, puesto que suponen que quien sólo está pendiente de su favor nunca tendrá otra intención que corresponder a su bienhechor. Cleandro, sucesor de Perenne, era frigio de nacimiento, y sobre ese pueblo de temperamento empedernido y servil causaba mella el azote.[278] Llegó a Roma como esclavo y entró como tal en el palacio; se mostró adecuado para el temple de su amo y prontamente pudo encumbrarse hasta el mayor grado que cabe en un súbdito. Su predominio sobre Cómodo fue más poderoso que el de su antecesor, por cuanto carecía de todo atributo que pudiera provocar celos o temor en su dueño. Era esencialmente avaro, y allí residía el móvil de su régimen. Los títulos de cónsul, patricio o senador se subastaban, y era malquisto quien no acudiera a la compra de esos honores ignominiosos y vacíos con la mayor parte de sus riquezas.[279] En cuanto a los empleos lucrativos de las provincias, el ministro participaba de los despojos del pueblo. La aplicación de las leyes también era venal y arbitraria. El reo acaudalado no sólo conseguía la revocación de una sentencia justa, sino que podía a su albedrío imponer castigos al acusador, a los testigos y aun a los jueces.
Por tales medios, Cleandro, en el término de tres años, atesoró más riquezas que las que jamás poseyera un liberto.[280] El emperador, colmadamente satisfecho con los grandiosos regalos que el palaciego oportunamente rendía a sus plantas, gustaba de que, para embotar los filos de la envidia, en su nombre construyese baños, pórticos y anfiteatros para el recreo del pueblo.[281] Se persuadía de que los romanos, gozosos con esta aparente liberalidad, no prestarían atención a las sangrientas ejecuciones que constantemente estaban presenciando; olvidarían la muerte de Birro, senador cuyo ilustre mérito había hecho que el anterior emperador le concediese en matrimonio a una de sus hijas, y perdonarían la muerte de Arrio Antonino, último representante del nombre y las virtudes de los Antoninos. Birro, con más entereza que cordura, intentó desengañar a su cuñado acerca del verdadero carácter de Cleandro, y una ecuánime sentencia pronunciada por Arrio Antonino cuando era procónsul en Asia, contra un indigno ahijado del favorito, le acarreó la muerte.[282] Tras la caída de Perenne, durante un corto período los sobresaltos de Cómodo parecieron volverlo a la virtud. Revocó sus disposiciones más odiosas y descargó muchas críticas sobre su memoria, atribuyendo a los perniciosos consejos de aquel malvado todos los descarríos de su inexperta juventud. Pero su arrepentimiento duró un mes, y bajo la tiranía de Cleandro aún se solía suspirar por el gobierno de Perenne.
El hambre y la peste colmaron la medida de las calamidades de Roma.[283] La peste podía atribuirse a un merecido enojo de los dioses, pero se consideró que el hambre fue causada por el monopolio de los granos, efectuado con el apoyo de los recursos y el poder del ministro. El descontento popular, que al principio se limitaba a algunos murmullos, estalló más tarde en el concurrido circo. El pueblo cambió su recreo predilecto por el más halagüeño deleite de la venganza; se lanzó a raudales sobre el palacio de un suburbio, y desaforada y rabiosamente pidió la cabeza del enemigo público. Cleandro mandaba la guardia pretoriana,[284] y dispuso que un cuerpo de caballería embistiese y dispersase a la sediciosa muchedumbre, que huyó atropelladamente a la ciudad. La multitud fue mortalmente arrollada, y quedaron muchos cadáveres; pero cuando la caballería entró en las calles fue interceptada por una incesante descarga de piedras y flechas que provenían de los techos y las ventanas de las casas. La guardia de infantería,[285] envidiosa de antemano de los privilegios y el engreimiento de los pretorianos de a caballo, apadrinó al pueblo, y entonces el alboroto se convirtió en una formal refriega, que amenazó con efectuar enormes estragos. Los pretorianos, abrumados por el gentío, finalmente cejaron, y la oleada popular se disparó rabiosamente contra las puertas del palacio, donde Cómodo yacía sumergido en deleites y ajeno a la guerra civil, pues todo aviso infausto era mortal para el portador. Habría fenecido en el abandono de su confianza, si dos mujeres, Fadila, su hermana mayor, y Marcia, la predilecta de sus mancebas, no se hubieran precipitado hasta su presencia. Llorosas y desgreñadas se postraron a sus plantas y, con la entrañable elocuencia de sus temores, comunicaron al emperador los atentados de su ministro, la saña popular y el exterminio inmediato asestado contra su palacio y su persona. En medio de su regalado sueño, Cómodo se sobresaltó, y ordenó que se arrojase al pueblo la cabeza de Cleandro. El anhelado espectáculo aplacó de inmediato el alboroto, y el hijo de Marco aún pudo recobrar el afecto y la confianza de los súbditos.[286]
Mas en el ánimo de Cómodo ya se había extinguido todo impulso honorable, pues, mientras entregaba las riendas del Imperio a favoritos tan indignos, lo único que lo complacía de su poder era el desenfreno que le permitía, para entregarse a su incesante sensualidad. Empleaba indolentemente sus horas en un harén de trescientas beldades y otros tantos muchachos de todas clases y provincias, y cuando se malograban los caminos de la seducción, el irracional amante recurría a la violencia. Los historiadores antiguos[287] se explayan por este campo de rematada vileza, que pisoteaba todo natural recato, pero se haría trabajoso traducir a un lenguaje moderno y decoroso sus descripciones individuales. Los intermedios de lujuria se empleaban en los pasatiempos más soeces, pues ni la influencia de una época culta ni el afán de su esmerada educación habían alcanzado para infundir en su pecho inflexible y bravío un mínimo asomo de instrucción, puesto que fue el primer emperador romano absolutamente desprovisto de afición por los recreos del entendimiento. El mismo Nerón descollaba, o aparentaba sobresalir, en las bellas artes de la música y la poesía, y no menospreciaríamos esta inclinación si no hubiera convertido los placenteros momentos de recreo en el ambicioso empeño de toda su vida. Pero Cómodo manifestó desde su niñez suma aversión por la discreta racionalidad y un extremado apego a los entretenimientos del vulgo, como los juegos del circo y el anfiteatro, y los combates de fieras y de gladiadores: oía con indiferencia a los maestros que le proporcionaba Marco, mientras que se apresuraba tras los árabes y los partos que le enseñaban a tomar el venablo y asestar la flecha, y pronto igualó a sus más hábiles instructores en la firmeza de su vista y la destreza de su mano.
La gavilla palaciega, cuya fortuna dependía de las liviandades de su dueño, vitoreaba esos rastreros ejercicios, y la pérfida lisonja le recordaba que por hazañas de esta índole, por el vencimiento del león nemeo y por la muerte del jabalí de Erimanto, el Hércules griego se había granjeado asiento entre los dioses y memoria inmortal entre los hombres. Olvidaban reparar en que, en los primitivos tiempos de la sociedad, cuando las fieras batallan con el hombre por la posesión de un terreno baldío, la guerra venturosa contra los animales es la heroicidad más inocente y benéfica de los campeones. En la civilización del Imperio Romano, en cambio, las fieras se habían alejado de la vista del hombre y de las cercanías de las ciudades populosas, y el ir a buscarlas para llevarlas a Roma y matarlas pomposamente por mano de un emperador era empresa tan ridícula para el matador como gravosa para el pueblo.[288] Ajeno a tanto discernimiento, Cómodo se enamoró de la ilustre semejanza, y se titulaba a sí mismo, como todavía podemos leerlo en sus monedas,[289] el Hércules romano. La maza y la piel del león fueron colocadas junto al trono, entre las insignias del poder, y se erigieron estatuas que representaban a Cómodo con la estampa y los atributos de aquel dios, al cual a toda hora se empeñaba en imitar, en valor y destreza, durante sus feroces entretenimientos.[290]
Ensoberbecido a causa de estos elogios, que fueron borrando todo rastro de su originaria timidez, Cómodo decidió ostentar su desempeño ante el pueblo romano, pues hasta entonces lo había restringido al recinto de su palacio y la presencia de algunos allegados. Cuando llegó el día, una incalculable muchedumbre —impulsada por el interés de halago, por sus zozobras o su curiosidad— acudió al anfiteatro, y se tributaron merecidos aplausos a la extraordinaria destreza del cazador imperial. Su tiro volaba certero, dirigido a traspasar la cabeza o el pecho del animal, y con saetas con punta de media luna cortaba circularmente el largo y huesudo cuello del avestruz.[291] Soltaron una pantera, y el tirador esperó, acechando el trance de abalanzarse a un trémulo malhechor; voló el dardo, murió la fiera y el hombre quedó intacto. Cerca de cien leones vaciaron a un tiempo las cuevas del anfiteatro; cien flechazos de la diestra siempre certera de Cómodo los fueron tumbando, enfurecidos, en el ámbito de la plaza. No resguardaba al elefante su mole, ni su escamosa piel al rinoceronte; Etiopía y la India habían tributado sus fieras más bravías, y en el anfiteatro fenecieron animales que hasta entonces sólo se habían visto en representaciones del arte, o quizá de la fantasía.[292] En estas fiestas se tomaban esmeradamente las mayores precauciones para proteger a la persona del Hércules romano ante el desesperado arrojo de toda fiera que tal vez osara asaltar la majestad imperial y los atributos de la deidad.[293]
Sin embargo, hasta la ínfima plebe se sonrojaba con indignación al ver que su soberano alternaba con los gladiadores y se jactaba de una profesión que las leyes y las costumbres de los romanos con justicia habían calificado de infame.[294] Cómodo escogió el traje y las armas del Secutor, cuya lid con el Retiarius era uno de los pasos más sobresalientes del anfiteatro. El Secutor estaba armado con yelmo, espada y escudo, mientras que su antagonista, desnudo, sólo tenía una red y un tridente; con aquélla se esmeraba en asir y en enredar, y con éste, en atravesar a su enemigo. Si erraba el primer lance, tenía que huir del alcance del Secutor, hasta preparar su red para el nuevo arrojo.[295] El emperador peleó de esta forma setecientas treinta y cinco veces: tan ilustres proezas se anotaban puntualmente en las actas públicas del Imperio, y para que no faltase ningún requisito infamante, recibía del fondo general de los gladiadores un estipendio tan exorbitante que acarreó un nuevo e ignominioso impuesto sobre el pueblo romano.[296] Es de suponer que el dueño del mundo siempre salía airoso de estos empeños, y aunque en el anfiteatro sus victorias no solían ser sangrientas, cuando Cómodo se ejercitaba en su palacio o en la escuela de los gladiadores, sus desafortunados antagonistas con frecuencia merecían el agasajo de una herida mortal, y debían sellar esta lisonja con su sangre.[297] Más tarde desechó el apelativo de Hércules, pues ya el nombre de Paulo, un Secutor de nombradía, era el único que le halagaba el oído. Fue inscripto en sus colosales estatuas y repetido en las redobladas aclamaciones[298] del adulador y afligido Senado.[299] Claudio Pompeyano, el virtuoso marido de Lucila, fue el único senador que afirmó el honor de su jerarquía. Se avino, como padre, a que sus hijos atendiesen a su resguardo, asistiendo al anfiteatro, pero como romano declaró que su vida estaba en manos del emperador, mas que nunca vería al hijo de Marco prostituyendo a su persona y su dignidad. Sin embargo, Pompeyano se liberó del encono del tirano, y tuvo la buena fortuna de conservar, junto con la vida, intacto su honor.[300]
Cómodo alcanzó entonces el punto máximo de la afrenta y del desenfreno, y a pesar de las aclamaciones de su aduladora corte, no podía ocultarse a sí mismo el odio y menosprecio en que yacía para con todos los sujetos sensatos y virtuosos del Imperio. Su ánimo se enconó aún más con la conciencia de aquel aborrecimiento, la roedora envidia de toda clase de mérito, sus fundados temores y el hábito de la matanza, que ponía en práctica en sus entretenimientos cotidianos. La historia conserva una extensa lista de senadores consulares sacrificados a sus arbitrarios recelos, que escudriñaban afanosamente a los desventurados deudos, aunque fueran remotos, de la familia de los Antoninos, sin exceptuar a los mismos ministros de sus maldades y deleites,[301] y esta crueldad finalmente se desplomó sobre su propia cabeza. Había derramado impunemente la sangre más esclarecida de Roma, y pereció apenas se hizo temible para sus íntimos. Marcia, su concubina predilecta, Eclecto, su camarero, y Leto, prefecto pretoriano, asustados por el final de los demás, acordaron eludir el exterminio que pendía sobre sus cabezas ya a causa del frenesí del tirano, ya de la ira repentina del pueblo. Marcia logró la situación de brindar una copa de vino a su amante, cuando éste volvía, cansado, de la caza de varias fieras. Cómodo se adormeció en sus aposentos, y mientras lidiaba con los efectos del veneno y de la embriaguez, un joven robusto, luchador de profesión, entró y lo ahogó sin encontrar resistencia. Sacaron en secreto el cadáver del palacio, antes que en la ciudad, ni aun en la corte, asomase la más leve sospecha de la muerte del emperador. Éste fue el destino del hijo de Marco, y tan fácil resultó acabar con un aborrecido tirano que con la maquinaria de su poder había acosado, durante trece años, a tantos millones de súbditos, cada uno de los cuales se igualaba con su señor en fuerza y desempeño.[302]
Los conspiradores atendieron a sus disposiciones con toda la rapidez y la eficacia que la situación requería, y acordaron colocar en el solio vacante a un emperador cuyas virtudes sincerasen y disculpasen la osadía. Se fijaron en Pértinax, prefecto de la ciudad, senador consular cuyos ilustres méritos lo habían liberado de la estrechez de su nacimiento. Pértinax gobernó sucesivamente varias provincias del Imperio, y en todos sus altos empleos, militares y civiles, invariablemente había sobresalido por la entereza, la cordura y la rectitud de su conducta.[303] Quedaba él solo de los allegados y ministros de Marco, y cuando lo despertaron a deshora con la novedad de que el camarero y el prefecto se encontraban en su umbral, se adelantó a recibirlos con valerosa resignación y les encomendó que ejecutasen las órdenes de su dueño. En vez de la muerte le brindaron el trono del mundo romano, y aunque al principio desconfió de sus intenciones y pretextos, convencido por fin de la muerte de Cómodo, aceptó la púrpura con sinceros reparos, que eran natural efecto de su pleno conocimiento de las obligaciones y las contingencias de la suprema jerarquía.[304]
De inmediato, Leto condujo al nuevo emperador al campamento de los pretorianos, al tiempo que por toda la ciudad hacía correr la noticia de que Cómodo había muerto repentinamente de una apoplejía y el virtuoso Pértinax había asumido el poder. La guardia quedó más asombrada que satisfecha con la muerte de un príncipe cuya indulgencia y generosidad era la única que había disfrutado, pero la dificultad de la situación, la autoridad del prefecto, el prestigio de Pértinax y los clamores del pueblo la obligaron a encubrir su disgusto, a aceptar el donativo prometido por el nuevo emperador, a prestarle juramento y a acompañarlo, con laureles y alborozadas aclamaciones, hasta el consistorio del Senado, para que la autoridad civil ratificara el beneplácito de la milicia.
Ya terminaba tan memorable noche, y al amanecer, con el comienzo de un nuevo año, los senadores esperaban el aviso para asistir a una ceremonia afrentosa, pues desatendiendo todas las reconvenciones, aun las de quienes todavía abrigaban asomos de cordura y decoro, Cómodo había dispuesto pasar la noche en la escuela de gladiadores y desde allí tomar posesión del consulado, con el traje y con la comitiva de tan infame multitud. Al amanecer, repentinamente se convocó al Senado en el templo de la concordia para que se encontrara con la guardia y revalidara el nombramiento del nuevo emperador. Los senadores, suspensos y mudos por un rato, desconfiaron de su inesperada deliberación, considerándola un cruel artificio de Cómodo, pero, finalmente desengañados, se explayaron en ímpetus de ira y regocijo. Pértinax primero dejó en claro su origen humilde y señaló a varios senadores aventajados, mucho más merecedores del Imperio, pero tuvo que ceder a la violencia reverente ascendiendo al trono y recibió los títulos del poder imperial, corroborados con sinceros votos de lealtad. La memoria de Cómodo se manchó con infamia eterna, y en todos los ámbitos del consistorio resonaron los apelativos de tirano, gladiador y enemigo público. Alborotadamente decretaron que se tumbasen sus honores, se borrasen sus títulos en todos los monumentos, se derribasen sus estatuas y se arrastrase con garfios su cadáver hasta el vestuario de los gladiadores para saciar la furia general, y aun hubo muestras de enojo contra la oficiosidad de algunos sirvientes que se arrojaron a ocultar sus reliquias a la justicia del Senado. Mas no cupo en Pértinax el denegar las exequias, por la memoria de Marco y las lágrimas de su primer favorecedor, Claudio Pompeyano, que se condolía de la cruel suerte de su cuñado y sentía mucho más el que la hubiera merecido.[305]
Estos arrebatos de descomedida saña contra un emperador ya difunto a quien el Senado había endiosado tan vendidamente acreditaban impulsos de justa pero indecorosa venganza; sin embargo, la legalidad de estos decretos se apoyaba en los principios de la constitución imperial. El amonestar, deponer y castigar con la muerte al primer magistrado de la República, si abusaba de la confianza pública, fue antigua e innegable prerrogativa del Senado romano,[306] pero ese cuerpo apocado tenía que contentarse con imponer al tirano ya derribado aquella justicia ejemplar, contra la cual durante su reinado se había escudado con el despotismo militar.
Para desacreditar a su antecesor, Pértinax tuvo una conducta más hidalga. El día de su ascenso al trono, cedió a su esposa y a su hijo la totalidad de sus haberes privados, a fin de imposibilitarles pretextos para valerse de los fondos del Estado. Se negó a lisonjear la vanidad de su consorte con el título de Augusta, y de corromper al bisoño muchacho con la jerarquía de César. Deslindando esmeradamente el desempeño de padre y el de soberano, educó al hijo con austera sencillez, lo cual, aunque no le aseguraba la sucesión del padre, podía habilitarlo para merecerla. Afable y formal en público, Pértinax alternaba con los senadores beneméritos, puesto que, siendo compañero de ellos, se había enterado de las propiedades de cada uno, sin celos ni engreimientos; los trataba como amigos y camaradas, con quienes había atravesado las angustias de la tiranía y anhelaba disfrutar del presente desahogo. Solía convidarlos familiarmente a su mesa, cuya frugalidad era el blanco de los escarnecedores, que recordaban y echaban de menos la lujosa abundancia de Cómodo.[307]
Pértinax se esforzaba, de forma tenaz aunque desconsolada, por sanar en todo lo posible las llagas causadas por el desenfreno de la tiranía. Las víctimas inocentes que conservaban la vida dejaron el destierro o la mazmorra para disfrutar holgadamente de todas las riquezas y honores de los que las habían despojado. Los cadáveres insepultos de senadores sacrificados (pues la crueldad de Cómodo se extremaba hasta más allá de la muerte) se colocaron en los sepulcros de sus antepasados; se redimió su memoria y se consoló eficazmente a las angustiadas y empobrecidas familias. Entre tantos alivios, el más halagüeño fue el castigo de los delatores, enemigos jurados de su dueño, de la virtud y de la patria. Pero, aun en las pesquisas contra aquellos asesinos legales, Pértinax procedía con miramiento y entereza, atenido siempre a la equidad y desentendiéndose de vulgaridades y enconos populares.
La hacienda del Estado requería de todo el ahínco del emperador. Aunque se tomaran medidas para atropellar y desangrar a los súbditos a fin de colmar el erario, todas las rapiñas de Cómodo habían sido tan desproporcionadas a sus extravagancias, que a su muerte su tesoro consistía en sólo ocho mil libras[308] para acudir a los desembolsos diarios y completar el considerable y urgente donativo que el emperador tuvo que ofrecer a la guardia pretoriana. Pero aun en la estrechez de estos apuros, Pértinax mostró la gallarda entereza de revocar todos los impuestos opresores ideados por Cómodo y anular las demandas indebidas al erario; por medio de un decreto del Senado declaró que «prefería regir una república menesterosa con honradez que atesorar caudales por medio de deshonrosos abusos».
Consideraba que la verdadera y más valiosa fuente de riquezas era una economía industriosa, con la cual muy pronto logró costear las urgencias públicas. De inmediato redujo los gastos palaciegos a la mitad y subastó todos los artículos de lujo,[309] como plata labrada, oro, carruajes, superfluidades de seda bordada y un gran número de bellos niños de ambos sexos, exceptuando con solícita humanidad a los nacidos libres, que fueron devueltos a sus llorosos padres. A medida que obligaba a los antiguos favoritos del tirano a reintegrar parte de sus viles usurpaciones, iba pagando a los legítimos acreedores del Estado, y satisfizo inesperadamente los atrasos de dignos y casi olvidados servicios. Eliminó las violentas trabas que sufría el comercio y franqueó todas las tierras no cultivadas de Italia y las provincias a cuantos quisiesen mejorarlas, liberándolos de tributos por el término de diez años.[310]
Este inalterable sistema le otorgó a Pértinax el más grandioso premio que puede caber a un soberano: el aprecio entrañable de su pueblo. Quienes recordaban las excelencias de Marco quedaban embelesados por el halagüeño remedo de aquel sobrehumano original, paladeando ya las duraderas venturas de tan admirable gobernación, mas el atropellado afán de reformar un Estado estragadísimo, con menos cordura que la que correspondía a la edad y la experiencia de Pértinax, perjudicó a su persona y sus medidas, pues su ilimitado ahínco aglutinó al vulgo servil que se holgaba y enriquecía con la desorganización pública y que anteponía los obsequios de un tirano a la uniformidad justiciera de las leyes.[311]
En medio del júbilo general, el íntimo desagrado de la guardia pretoriana asomaba en sus airados y ceñudos semblantes. Molestos por tener que someterse a Pértinax y temerosos de la severidad de la antigua disciplina que se preparaba a restablecer, echaban de menos el desenfreno del reinado anterior. Fomentaba su disgusto el prefecto Leto, quien ya tarde advirtió que el nuevo emperador podía premiar a un sirviente, mas no se sometería a un valido. Al tercer día, los soldados aprehendieron a un noble senador, con ánimo de trasladarlo a su campamento y vestirlo con la púrpura imperial, pero, en vez de enamorarse del peligroso honor, la temerosa víctima, puesta a salvo de la tropelía, se postró a las plantas de Pértinax. Más tarde Sosío Falcon, uno de los cónsules, joven temerario[312] pero de alcurnia ilustre y opulenta, prestó oídos a los susurros de la ambición, y durante una breve ausencia de Pértinax se fraguó una conspiración que, con su pronto regreso a Roma y su decidida conducta, resultó frustrada. Falcon estaba por ser ajusticiado como enemigo público, cuando lo salvó una sincera y encarecida petición del agraviado emperador, que requería al Senado que ni aun la sangre de un senador culpable mancillase la pureza de su púrpura.
Estos fracasos inflamaban más y más la saña de los pretorianos. El 28 de marzo, sólo ochenta y seis días después de la muerte de Cómodo, en el campamento estalló una sedición que los oficiales no lograron o no desearon refrenar. Hacia el mediodía, entre doscientos y trescientos soldados frenéticos marcharon con armas en las manos y desesperación en sus rostros hacia el palacio imperial. Los compañeros que se hallaban de guardia les abrieron de par en par las puertas, aliados con los sirvientes de la antigua corte, conjurados ya de antemano contra la vida del virtuoso emperador. A su asomo, Pértinax, lejos de huir o esconderse, enfrentó a los asesinos y les recordó su propia inocencia y la santidad de su reciente juramento. Al principio quedaron absortos, mudos y avergonzados de su atroz intento, y acataron la presencia venerable y la majestuosa entereza de su soberano, pero luego, desesperando del indulto, revivió su furia: un bárbaro del país de Tongres[313] asestó el primer golpe contra Pértinax y lo acabaron inmediatamente con un sinnúmero de heridas. Le cortaron la cabeza, la clavaron en una lanza y la llevaron triunfalmente al campamento, a la vista del pueblo airado y congojoso, que lamentaba el catastrófico final de un príncipe tan íntegro y la pasajera dicha de un reinado cuya memoria sólo conduciría a agravar las inminentes desventuras.[314]