III

CONSTITUCIÓN DEL IMPERIO ROMANO EN LA ÉPOCA DE LOS ANTONINOS

La más simple definición de la monarquía la concibe como un Estado en el que un solo individuo, cualquiera que sea su título, tiene a su cargo la ejecución de las leyes, el manejo de los caudales y el mando de las armas, y a menos que, para bien de todos, no tenga lugar la intervención de esforzados celadores, ese señorío se corrompe y se transforma en despotismo. En épocas de superstición, la influencia de los sacerdotes tal vez puede contribuir al afianzamiento de los derechos naturales, pero siempre se hermanan el trono y el altar, de modo que el estandarte eclesiástico pocas veces fue visto del lado del pueblo. Una nobleza guerrera y gente común perseverante, que posean armas, defiendan sus posesiones y se reúnan en asambleas constitucionales, constituyen el único modo de equilibrar el Estado y conservar intacta su forma contra los intentos de un príncipe insolente.

Las vallas que protegían la constitución romana fueron derribadas por la descomedida ambición del dictador; cada cerco fue eliminado por la exterminadora mano del triunviro. Tras la victoria de Accio, el destino de Roma dependía del albedrío de Octaviano —por sobrenombre César, a causa de la adopción del tío, y luego Augusto, por la adulación del Senado—. El vencedor encabezaba cuarenta y cuatro legiones veteranas,[201] conscientes de su propio poder y de la debilidad de la constitución, habituadas, durante veinte años de guerra civil, a todo acto de sangre y violencia, e idólatras de la familia del César, única fuente y expectativa de cuantiosas recompensas. Las provincias, oprimidas por los empleados de la República, ansiaban un gobierno monárquico cuyo señorío avasallase a aquellos tiranos, en vez de ser cómplice de ellos. La plebe de Roma, complacida interiormente con la humillación de la aristocracia, clamaba tan sólo por pan y espectáculos, y quedaba colmadamente satisfecha respecto de uno y otros con las larguezas de Augusto. Los acaudalados y cultos italianos, prendados casi universalmente de la filosofía epicúrea, disfrutaban del agasajo de sosiego y comodidad, y no sufrían al recordar su antigua y alborotada independencia. Con su poder, el Senado había perdido su dignidad; muchas de las familias ilustres habían desaparecido, y los republicanos más gallardos y consumados habían fenecido en las refriegas o en la proscripción. El supremo recinto deliberadamente se abrió de par en par a una muchedumbre bastarda de más de mil individuos que afrentaban la jerarquía en vez de honrarla.[202]

La reforma del Senado fue una de las primeras medidas en que Augusto orilló la tiranía y se autotituló padre de la patria. Fue nombrado censor y, asociado con su íntimo Agripa, examinó el padrón del Senado, expulsó a algunos cuya liviandad y pertinacia requerían escarmiento, y solicitó a alrededor de doscientos que evitasen la ignominia de la expulsión por medio de un retiro voluntario; subió la calificación de senador a cerca de diez mil libras de haber; creó un número suficiente de familias patricias, y se apropió del relevante cargo de príncipe del Senado, que siempre había sido concedido por los censores al ciudadano más sobresaliente por sus honores y servicios.[203] Pero al restablecer la dignidad del Senado, eliminó su independencia; se perdieron irrecuperablemente los principios de una constitución libre, dado que la potestad legislativa fue nominada por la ejecutiva.

Ante una asamblea formada y dispuesta de este modo, Augusto pronunció un estudiado discurso que aparentaba patriotismo y disfrazaba su ambición. Se lamentó y disculpó de su conducta anterior, atribuyéndola a la necesidad de vengar, a impulsos de su cariño, la muerte de un padre. Su temple apacible tal vez había cedido al adusto imperio de la necesidad, y se vio forzado a relacionarse con dos malvados compañeros: mientras vivió Antonio, la misma República le prohibía que la dejara en manos de un romano bastardo y de una reina bárbara. A la sazón era dueño de cumplir su deber y disfrutar su propensión, y así reponía solemnemente al Senado y al pueblo en el goce de todos sus antiguos derechos, pues todo su anhelo se concentraba en alternar con sus conciudadanos y en gozar de la dicha que había logrado para su patria.[204]

Hubiera sido necesaria la pluma de Tácito —si él hubiera podido asistir a esa asamblea— para efectuar un vívido retrato de las encontradas sensaciones del Senado, tanto las que se encubrían como las que se aparentaban. Confiar en la sinceridad de Augusto era peligroso, pero lo era más aún manifestar desconfianza. Las respectivas ventajas de la monarquía y la república han dado ancho campo a la polémica, pero la actual grandeza del Estado romano, la corrupción de las costumbres y el desenfreno de la soldadesca suministraban un cúmulo de argumentos a cuantos abogaban por el sistema monárquico, a la vez que influían en estas visiones de los sistemas de gobierno las esperanzas y los temores de cada individuo en particular. A esta confusión de impulsos se sobrepuso unánime y terminantemente la respuesta del Senado. Rechazó la renuncia de Augusto, rogándole que no desamparase a la República que había logrado salvar. Tras cierta resistencia decorosa, el taimado tirano se avino a las disposiciones del Senado, cargando desde luego con el gobierno de las provincias y el mando de los ejércitos, con los prestigiosos títulos de procónsul y emperador,[205] pero sólo durante un plazo de diez años, esperando que antes de ese término habría desaparecido todo rastro de discordia civil, y que entonces, recuperado el Estado y descollando con su primitiva fuerza, de ningún modo necesitaría la arriesgada intervención de tan extraordinario magistrado. El recuerdo de esta farsa, repetida varias veces durante la vida de Augusto, fue conservado hasta los postreros tiempos del Imperio por la peculiar pompa con que los perpetuos monarcas de Roma siempre celebraban la década de su reinado.[206]

Sin violar los principios de la constitución, un general romano podía recibir y ejercer una autoridad casi despótica entre los soldados, los enemigos y los vasallos de la República. En cuanto a los soldados, su pasión por la libertad, aun desde los tiempos primitivos de Roma, daba paso a la esperanza de la conquista y un atinado concepto de disciplina militar. El dictador o cónsul tenía derecho a comandar el servicio de la juventud romana, castigando la terca o cobarde desobediencia con penas en extremo violentas o afrentosas, ya que expulsaban al culpado del padrón de los ciudadanos, confiscaban sus bienes o lo vendían como esclavo.[207]

Con el compromiso militar se suspendían los más sagrados derechos de libertad corroborados por las leyes Porcia y Sempronia. El general ejercía en su campamento un absoluto señorío de vida y muerte, sin que limitasen su jurisdicción formalidades ni probanzas judiciales, y la sentencia se ejecutaba de forma inmediata y sin apelación.[208] La autoridad legislativa señalaba a los enemigos de Roma, y en el Senado se debatían seriamente las más importantes decisiones de paz y de guerra, para pasar luego a la solemne ratificación del pueblo. Pero cuando las legiones se alejaban de Italia, los generales tenían la libertad de encaminarlas contra cualquier pueblo y en los términos que consideraran más ventajosos para la República, pues los honores del triunfo dependían del éxito, y no de la justicia, de sus empresas. En cuanto al uso de su victoria, especialmente cuando ya no eran controlados por los representantes del Senado, ejercían el más desenfrenado despotismo. Durante su mando en Oriente, Pompeyo recompensaba a su tropa y sus aliados, destronaba soberanos, dividía reinos, fundaba colonias y distribuía a su albedrío los tesoros de Mitrídates, y cuando volvió a Roma, con una sola acta del Senado y el Pueblo quedaron ratificadas todas sus disposiciones.[209] Tal era el poder sobre soldados y naciones que solían alcanzar los caudillos de la República. Eran, al mismo tiempo, gobernadores o más bien monarcas de los pueblos vencidos, y, hermanando la autoridad civil con la militar, ejercían la justicia y administraban la hacienda como si estuviesen investidos de potestad legislativa y ejecutiva en el Estado.

Por lo que ya llevamos dicho en el primer capítulo de esta obra, cabe idear un concepto casi cabal de las tropas y provincias confiadas a la diestra avasalladora de Augusto, mas, como no le era posible comandar personalmente las legiones en tantos y tan remotos confines, el Senado le otorgó, como ya lo había hecho con Pompeyo, la facultad de encomendar el desempeño de tan grandioso encargo a un número adecuado de lugartenientes. La jerarquía y la autoridad de estos jefes no era menor que la de los antiguos procónsules, pero su colocación era subalterna y precaria, pues recibían el encargo del albedrío de un superior, a cuya auspiciosa influencia se atribuían los méritos de sus acciones.[210] Eran los representantes del emperador, y solo éste era el general de la República, cuya jurisdicción, tanto civil como militar, abarcaba todas las conquistas de Roma. Sin embargo, complacía al Senado que esta delegación de su señorío siempre recayese en sus individuos. Los lugartenientes imperiales poseían dignidad imperial o pretoriana; las legiones eran conducidas por senadores, y la prefectura de Egipto fue el único cargo importante confiado a un caballero romano.

Seis días después de que Augusto se viera forzado a aceptar tan amplia concesión, resolvió halagar el orgullo del Senado con un cómodo sacrificio. Le manifestó que el cuerpo había ampliado sus facultades, aun traspasando los límites de cuanto requería la lastimosa situación de la época. No le permitieron que renunciara al laborioso mando de los ejércitos y las fronteras, pero él insistió en que lo autorizara a restablecer, en las provincias más pacíficas y afianzadas, la apacible administración de los magistrados civiles. De modo que, en la partición de los países, Augusto dispuso lo necesario para su propio poderío y para el decoro de la República. Los procónsules del Senado, especialmente los de Asia, Grecia y África, disfrutaban de un carácter más honorable que los lugartenientes del emperador, que mandaban en la Galia o en Siria. Los lictores acompañaban a los primeros, y los soldados escoltaban a los segundos, pero se promulgó una ley para que, cuando se presentara el emperador, ante ese comisionado extraordinario cesase la autoridad ordinaria del gobernador, y se estableció la práctica de que las nuevas conquistas perteneciesen a la porción imperial. Pronto pudo observarse que la autoridad del Príncipe, denominación predilecta de Augusto, era idéntica en todas las partes del Imperio.

A cambio de esta concesión imaginaria, Augusto obtuvo un importante privilegio, que lo convirtió en amo de Roma e Italia. Sin hacer caso a antiguos principios, se lo autorizó a mantener su mando militar con el apoyo de una numerosa guardia, aun en tiempos de paz y en el centro de la capital. Su poder se limitaba a los ciudadanos que habían prestado el juramento militar, pero era tal la propensión de los romanos a la servidumbre, que magistrados, senadores y caballeros se juramentaban voluntariamente, hasta que el culto de la lisonja se convirtió en una solemne declaración anual de fidelidad.

Si bien Augusto consideraba que la milicia era la base de su poderío, sabiamente la desechó, por ser un instrumento odioso de gobierno. Era más acorde tanto a su temperamento como a su política reinar bajo los venerables dictados de las antiguas magistraturas e ir acumulando en sí mismo las diversas ramas de la jurisdicción civil. Con este propósito aceptó que el Senado reuniera en él de por vida las potestades consular[211] y tribunicia,[212] que más tarde se otorgaron a sus sucesores en los mismos términos. Los cónsules sustituyeron a los reyes de Roma y representaron la grandeza del Estado: administraban las ceremonias religiosas, alistaban y dirigían a las legiones, recibían a los embajadores y presidían tanto las asambleas del Senado como las del pueblo. También corría por su cuenta el arreglo de la hacienda, y aunque casi nunca les era posible administrar justicia personalmente, eran considerados supremos guardianes de las leyes, la equidad y la paz pública. Ésta era su jurisdicción ordinaria, pero dado que el Senado había facultado al sumo magistrado para resguardar la salvación de la República, este último quedaba por encima de las leyes, y en resguardo de la libertad ejercía un transitorio despotismo.[213]

El cargo de los tribunos se diferenciaba fundamentalmente del de los cónsules. Tenían aquéllos una apariencia recatada y sencilla, mas eran sagrados e inviolables, y su poderío se encaminaba más bien a la oposición que a la acción. Su tarea consistía en el amparo de los oprimidos, perdonar los agravios, acusar a los enemigos del pueblo y, cuando lo consideraran preciso, detener con una sola palabra toda la maquinaria del gobierno. Mientras prevaleció la República, la peligrosa influencia que tanto el cónsul como el tribuno podían ejercer se solía refrenar con oportunas y eficaces restricciones. Su autoridad duraba un año; había dos cónsules y llegaban a diez los tribunos, y, como sus intereses privados y públicos siempre eran opuestos, sus contiendas fortalecieron, más que quebrantaron, el equilibrio institucional. Mas apenas la potestad consular y la tribunicia se reunieron y se hizo cargo de ambas, de por vida, un solo individuo —luego que el jefe del ejército fue al mismo tiempo ministro del Senado y representante del pueblo romano—, fue imposible oponer resistencia al ejercicio de la prerrogativa imperial, así como definir sus límites. La política de Augusto pronto agregó a estos honores los cargos, tan importantes como espléndidos, de censor y de pontífice supremo. Con este último afianzaba el desempeño de la religión, y con el primero lograba fiscalizar las costumbres y las riquezas del pueblo romano, y si alguna vez tan variadas e inconexas incumbencias no se hermanaban adecuadamente, acudía oficioso el Senado a superar todo tropiezo con las más amplias y extraordinarias concesiones. Los emperadores, por ser primeros ministros de la República, estaban exceptuados de las obligaciones y las penas de ciertas leyes incómodas. Les competía convocar al Senado, la franquicia de hacer varias propuestas en un mismo día, la recomendación de candidatos para las condecoraciones del Estado, la ampliación de la capital, la aplicación de las rentas a su albedrío, la declaración de la paz o la guerra y la ratificación de todos los tratados, y, por una cláusula más abarcadora, podían emprender y ejecutar cuanto considerasen ventajoso para el Imperio y conveniente para la dignidad de cosas privadas o públicas, divinas o humanas.[214]

Cuando todas las facultades del gobierno ejecutivo estuvieron en manos del magistrado imperial, los subalternos quedaron arrinconados, sin fuerza y aun sin ocupación. Augusto se esmeraba por conservar los nombres y las formalidades de la antigua administración, y anualmente otorgaba sus insignias a la acostumbrada cantidad de cónsules, pretores y tribunos,[215] y les encargaba el fútil desempeño de ciertas funciones vulgares. Esos honores todavía halagaban la vana ambición de los romanos, y aun los mismos emperadores, aunque investidos de por vida con la potestad consular, solían aspirar a ellos y se dignaban a compartirlos con sus conciudadanos más ilustres.[216] Durante el reinado de Augusto, en la elección de estos magistrados, se le permitía al pueblo exponer todos los inconvenientes de una democracia desmandada. Ese artero príncipe, sin asomo de impaciencia, agenciaba votos para sí y para sus amigos, y esmeradamente efectuaba todos los deberes de un candidato común,[217] pero no podemos menos que atribuir a sus consejos la primera medida del inminente reinado, por la cual las elecciones se transfirieron al Senado.[218] Las asambleas del pueblo fueron abolidas para siempre, y así los emperadores despejaron la peligrosa muchedumbre, con la que, sin restablecer la libertad, podía perturbarse y quizá peligrar el gobierno establecido.

Mario y César, declarándose protectores del pueblo, habían desestabilizado la constitución de su patria, mas cuando el Senado —compuesto por quinientos o seiscientos individuos— quedó inerme y abatido, mostró ser un instrumento de dominación mucho más manejable y provechoso. Augusto y sus sucesores cifraron en la dignidad del Senado su nuevo Imperio, y en toda ocasión aparentaban adoptar el habla y los principios de los patricios. Solían, en el desempeño de su potestad, acudir al gran congreso nacional, y aparentaban encomendarle la decisión en los asuntos más trascendentes de la paz o la guerra. Roma, Italia y las provincias internas estaban subordinadas a la jurisdicción directa del Senado; en los asuntos civiles, era éste la suprema corte de apelación, y para las cuestiones criminales, un tribunal donde se juzgaban todas las ofensas cometidas por hombres de cualquiera posición pública, o que afectaran la paz o la majestad del pueblo romano. El desempeño de la potestad judicial se convirtió en la ocupación más frecuente e importante del Senado, y las causas interesantes que se pleiteaban en sus estrados fueron el refugio donde se acogió la vehemencia de la oratoria antigua. El Senado, como consejo supremo y sala de justicia, poseía considerables prerrogativas, pero en relación con la potestad legislativa en que se lo suponía representante efectivo del pueblo, se lo reconocía poseedor de los derechos de soberanía. Todo poder procedía de su autoridad, toda ley requería su sanción, y sus reuniones se celebraban tres días fijos al mes: calendas, nonas e idus. Los debates se desarrollaban con decoroso desahogo, y los emperadores mismos, jactándose de su título de senadores, asistían, votaban y se contraponían a sus iguales.

En suma, el sistema del gobierno imperial, del modo como lo estableció Augusto y lo sostuvieron cuantos príncipes comprendían su propio interés y el del pueblo, puede acertadamente definirse como monarquía absoluta disfrazada con ciertos rasgos de república. Los dueños del mundo romano rodeaban su trono con oscuridad y encubrían su irresistible poderío, mientras humildemente se declaraban responsables ministros del Senado, cuyos supremos decretos dictaban y obedecían.[219]

El aspecto de la corte se correspondía con la forma de administración. Los emperadores, a excepción de aquellos tiranos cuyo caprichoso desvarío transgredía toda ley de la naturaleza y la decencia, desdeñaban las pompas y ceremonias que podían ofender a sus conciudadanos sin añadir nada a su verdadero poder, y en el trato civil aparentaban confundirse con sus propios súbditos, alternando por igual con ellos en visitas y entretenimientos. Su vestimenta, su palacio y su mesa se correspondían con los de un senador acaudalado, y su servidumbre, aunque crecida y esplendorosa, se componía enteramente de sus propios esclavos y libertos.[220] Augusto o Trajano se hubieran avergonzado de emplear al más humilde de los romanos para las ínfimas tareas que en el gabinete o la cámara de un monarca limitado solicita anhelantemente la más orgullosa nobleza de Gran Bretaña.

La divinización de los emperadores constituía el único aspecto[221] en el que se apartaban de su cordura y su sensatez. Los griegos asiáticos la crearon, y los sucesores de Alejandro fueron los primeros objetos de tan servil e impía adoración. Fácilmente se trasladó de los reyes a los gobernadores de Asia, y los magistrados romanos con frecuencia fueron adorados como deidades provinciales, con la pompa de templos y aras, de celebraciones y sacrificios.[222] Era natural que los emperadores no rechazaran lo que ya habían aceptado los procónsules, y los honores divinos que unos y otros recibían en las provincias atestiguaban el despotismo más bien que la servidumbre de Roma. Pero pronto los vencedores imitaron, en las artes del halago, a los vencidos, y el espíritu arrogante del primer César provocó que no tuviera reparos en ser colocado entre las divinidades tutelares de Roma. El carácter apacible de su sucesor se desentendió de tan arriesgada ambición, que más tarde revivió en el frenesí de Calígula y Domiciano. Augusto toleró, es verdad, que algunas ciudades provinciales erigiesen templos en su honor, con la condición de que mancomunasen la adoración de Roma con la de su soberano; consintió la superstición privada, de la cual él debía ser objeto,[223] pero se conformaba con que el Senado y el Pueblo lo reverenciaran como ser humano, y sensatamente dejó a su sucesor el cuidado de su endiosamiento público. Quedó arraigada la costumbre de que, cuando falleciera un emperador que no hubiese vivido ni muerto tiránicamente, el Senado, mediante un decreto formal, lo colocase entre los dioses, y el ceremonial de sus exequias se aunaba con el de su apoteosis. Esta profanación torpe, aunque legal, y que con justicia nos horroriza, era recibida con un muy débil murmullo,[224] a causa de la naturaleza sencilla del politeísmo, y quedó arraigada como una institución más política que religiosa. Deshonraríamos las virtudes de los Antoninos si las alineásemos con las torpezas de un Hércules o un Júpiter, y aun los caracteres de César o de Augusto superaban en gran medida los de las deidades vulgares; mas, para desgracia de ambos, vivieron en una época ilustrada, y sus gestiones fueron registradas con demasiada exactitud como para poder acompañarlas con patrañas y misterios, como lo requiere la devoción del vulgo. Cuando su divinidad fue legalizada, de inmediato cayó en el olvido, sin contribuir ni a su propio prestigio ni a la dignidad de los príncipes sucesores.

Al considerar el gobierno imperial, repetidamente hemos hablado de su diestro fundador bajo el renombrado título de Augusto, con el cual no se lo condecoró hasta que su obra estuvo casi concluida. El oscuro nombre de Octaviano provenía de una familia desconocida de la pequeña ciudad de Aricia. Esta familia fue manchada con la sangre de la proscripción, y Octaviano vivió ansioso por borrar, si fuese posible, toda memoria de su vida anterior. Tomó el ilustre nombre de César, puesto que era su hijo adoptivo, mas tuvo el suficiente tino como para no abrigar ni la esperanza de ser confundido con él, ni el anhelo de entrar en parangón con tan extraordinario personaje. En el Senado se propuso honrar a su ministro con un nuevo nombre, y, tras una discusión formal, se eligió, entre otros muchos, el de Augusto, como más representativo de un temperamento pacífico y cabal.[225] Augusto fue, pues, su distintivo personal, y César, el hereditario. El primero debía naturalmente fenecer juntamente con el príncipe a quien se había concedido, y como el segundo se había comunicado por adopción y parentesco femenino, fue Nerón el último príncipe que pudo alegar derechos hereditarios de la línea Juliana. Pero cuando este último falleció, la práctica había enlazado durante un siglo esas denominaciones con la dignidad imperial, y las conservó una extensa sucesión de emperadores romanos, griegos, francos y alemanes, desde la caída de la República hasta la actualidad. No obstante, muy pronto ambos títulos se separaron: el sacrosanto de Augusto quedó reservado para el monarca, y el nombre de César fue transmitido a sus herederos. Al menos desde el reinado de Adriano se destinó este último título a la segunda persona del Estado, por ser presunta heredera de la corona.

Aquel miramiento de Augusto para con una constitución que había destruido puede sólo descifrarse con un atento estudio de la personalidad de ese habilidoso tirano. De mente serena, corazón insensible y disposición cobarde, ya a los diecinueve años tuvo que asumir la máscara de la hipocresía, para nunca más librarse de ella. Con la misma diestra, y probablemente con idéntico temple, firmó la proscripción de Cicerón y el perdón a Cinna. Sus virtudes, e incluso sus vicios, eran simulados, y según los variables dictados de su interés fue primero el enemigo y luego el padre del mundo romano.[226] Cuando estructuró el complejo sistema de la autoridad imperial, su moderación estaba inspirada por sus temores. Deseaba engañar al pueblo con la imagen de su libertad civil, y al ejército con un remedo del gobierno legal.

I) La muerte de César se mantuvo ante sus ojos por siempre. Aquél había brindado generosamente fortuna y honores a sus partidarios, pero sus más íntimos amigos se alistaron entre los conspiradores. La lealtad de las legiones podía contrastar cualquier rebelión manifiesta, pero ni el sumo desvelo ponía a su persona a salvo del afilado puñal de un decidido republicano, y los romanos que reverenciaban la memoria de Bruto[227] vitorearían a quien imitara su virtud. César provocó su propia catástrofe, no menos por la ostentación de su poder que por el poder mismo, pues siendo cónsul o tribuno podría haber reinado a salvo, y el título de rey desenvainó contra él los aceros romanos. Augusto, persuadido de que los hombres van tras el eco de meras palabras, no se equivocó al suponer que el Senado y el Pueblo se le someterían si los convencía respetuosamente de que aún disfrutaban de su antigua libertad. Un Senado exánime y un pueblo indolente dieron cabida a tan halagüeño embeleso, mientras se fomentó con las prendas, o al menos con la cordura, de los sucesores de Augusto; y sólo a impulsos de su propio resguardo, y no por principios de liberalidad, los conspiradores se abalanzaron contra Calígula, Nerón y Domiciano, pues se arrojaban contra la persona del tirano, sin asestar sus golpes a la autoridad del emperador.

Es de destacar un trance memorable, donde el Senado, tras setenta años de padecimientos, prorrumpió en un malogrado intento de recobrar sus olvidados derechos. A causa de la muerte de Calígula, el trono estaba vacante, y los cónsules convocaron a sesión en el Capitolio, condenaron la memoria de los Césares, dieron por lema la palabra libertad a las pocas cohortes que tibiamente se adhirieron a la novedad y obraron por espacio de cuarenta y ocho horas como líderes independientes de una república libre. Mas en el acto de la deliberación resolvió la guardia pretoriana. Ya se encontraba en su campo el obtuso Claudio, hermano de Germánico, vestido con la púrpura imperial y dispuesto a sostener su elección con las armas. El sueño de libertad llegó a su fin, y el Senado se despertó para volver a presenciar la inevitable servidumbre. Abandonada por el pueblo y amenazada por la milicia, la débil asamblea tuvo que ratificar la elección de los pretorianos y acogerse al indulto que Claudio tuvo la cordura de ofrecer y la generosidad de cumplir.[228]

II) La insolencia de las tropas infundió a Augusto temores más fundados, pues la desesperación de los ciudadanos sólo podía intentar lo que la soldadesca en todo momento era capaz de llevar a cabo. ¡Cuán precario era su mando sobre los mismos a quienes él había enseñado a violar todo deber social! Puesto que había oído sus clamores sediciosos, debía estar temeroso de sus cavilaciones. Se había comprado una revolución a altísimo precio, y la segunda podía duplicar ese costo. La tropa profesaba intenso cariño por la casa del César, pero los afectos de la muchedumbre son inestables y antojadizos por naturaleza. Augusto apeló a cuanto quedaba de prejuicio romano en aquellos ánimos adustos; robusteció la disciplina con la sanción de la ley, e interponiendo la majestad del Senado entre el emperador y la milicia, requirió denodadamente lealtad a su persona, como primer magistrado de la República.[229]

En el extenso lapso de doscientos veinte años que transcurrió desde el establecimiento de este cauteloso sistema hasta la muerte de Cómodo, los peligros inherentes a todo gobierno militar se suspendieron en gran medida, pues los soldados no se lanzaron hasta el extremo de tantear su propio poderío y la flaqueza de la autoridad civil, que antes y después provocó tan terribles calamidades. Calígula y Domiciano fueron asesinados por sus propios sirvientes en el interior de su palacio, y quedaron reducidos a este recinto los vaivenes que con la muerte del primero trastornaron a Roma, pero Nerón involucró en su ruina a todo el Imperio. En el espacio de un año y medio, cuatro príncipes fenecieron a los filos de la espada, y el orbe romano fue conmovido por el encarnizamiento de los ejércitos contrapuestos. A excepción, pues, de esta breve pero violenta erupción del desenfreno militar, los dos siglos que mediaron entre Augusto y Cómodo estuvieron libres del derramamiento de sangre civil y de los disturbios de una revolución. El emperador se elegía con la autoridad del Senado y la avenencia de la milicia;[230] las legiones respetaban su juramento de lealtad, y es necesario efectuar un atento examen de los anales romanos para descubrir tres rebeliones de poca entidad, que fueron sometidas en pocos meses y aun sin mediar los peligros de una batalla.[231]

En las monarquías electivas, el trono vacante produce peligros y anarquía. Los emperadores romanos, ansiosos por evitar a las legiones ese intervalo de suspenso, así como la tentación de una elección irregular, solían investir de una gran porción de poder al sucesor indicado, de modo que, cuando el emperador falleciera, pudiera apoderarse de lo restante sin dar cabida a que el Imperio percibiese aquel cambio. Por lo tanto Augusto, después de que tantas muertes, todas tempranas, le enlutaron sus halagüeñas perspectivas, cifró sus esperanzas en Tiberio; logró para su hijo adoptivo la potestad censoria y tribunicia, y promulgó un decreto que investía al príncipe venidero de igual autoridad que la que él poseía, en las provincias y los ejércitos.[232] Del mismo modo, Vespasiano cautivó el alma generosa de su primogénito. Las legiones de Oriente idolatraban a Tito, a cuyas órdenes acababan de conquistar Judea. Se temía su poderío, y puesto que su juvenil intemperancia empañaba sus virtudes, se recelaba de sus intentos. El cuerdo monarca, en vez de admitir tan indecorosas sospechas, asoció a Tito a la plenitud de su potestad imperial, y el agradecido hijo siempre se comportó como un ministro sumiso y leal a tan amoroso padre.[233]

La sensatez de Vespasiano en verdad lo indujo a tomar toda medida que pudiera afianzar su reciente y aventurado encumbramiento. La milicia prestaba juramento, según la práctica de un siglo, por el nombre y la familia de los Césares, y aunque esa familia se continuaba sólo gracias al ficticio ritual de la adopción, los romanos aún reverenciaban en la persona de Nerón al nieto de Germánico y el sucesor lineal de Augusto. No fue sin rechazo y remordimiento que los pretorianos abandonaron la causa del tirano.[234] Los atropellados derrocamientos de Galba, Otón y Vitelio enseñaron a los ejércitos a considerar a los emperadores como producto de su albedrío e instrumentos de su desenfreno.

El origen de Vespasiano era sumamente humilde. Su abuelo había sido soldado raso, y su padre, un pequeño empleado de Hacienda;[235] ya a edad avanzada, su propio mérito lo hizo ascender al Imperio, pero sus méritos eran más provechosos que descollantes, y estaban empañados por una estricta y aun sórdida frugalidad. Aquel príncipe atendió a sus propios intereses asociándose con un hijo de carácter más afable y espléndido, que podía desviar a la atención pública del origen oscuro, y dirigirla hacia la futura gloria de la casa Flaviana. Bajo la apacible gobernación de Tito, el orbe romano disfrutó de una transitoria felicidad, y su idolatrada memoria escudó durante más de quince años las liviandades de su hermano Domiciano.

No bien los asesinos de Domiciano habían vestido de púrpura al anciano Nerva, cuando este último se reconoció inhábil para gobernar la desarticulada maquinaria del gobierno, cuyos desórdenes se habían multiplicado bajo la larga tiranía de su antecesor. Los hombres bondadosos reverenciaban su temple apacible, mas la bastardía general requería una entereza justiciera que aterrase a los malvados. Aunque tenía muchos parientes, su elección recayó en un extraño: adoptó a Trajano, por entonces de cuarenta años, que comandaba un poderoso ejército en la Germania inferior, y de inmediato, mediante un decreto del Senado, lo declaró su compañero y sucesor en el Imperio.[236] Es lastimoso que mientras nos desazonan los horrorosos relatos de las atrocidades y los desvaríos de Nerón, debamos limitarnos a las vislumbres de un compendio o los equívocos detalles de un panegírico para coordinar los hechos de un Trajano. Queda sin embargo un testimonio desprovisto de toda lisonja, pues, más de dos siglos y medio después de la muerte de Trajano, el Senado, al prorrumpir en aclamaciones a causa del ascenso de un nuevo emperador, le anhelaba que sobrepujase a Augusto en cordura, y en virtud a Trajano.[237]

Es verosímil, desde luego, que el padre de la patria haya titubeado respecto de si debía confiar el poder supremo al variable y dubitativo temperamento de Adriano. En sus postreros momentos, las artimañas de la emperatriz Plotina o bien resolvieron las dudas de Trajano o audazmente supusieron una adopción ficticia[238] cuya realidad no cabía disputar, y pacíficamente Adriano fue reconocido como legítimo sucesor. Bajo su reinado, el Imperio floreció, como ya se ha mencionado, en paz y prosperidad. Adriano fomentó las artes, mejoró las leyes, fortaleció la disciplina militar y visitó personalmente todas las provincias, pues su numen grandioso y eficaz era tan adecuado para el conjunto como para los detalles de la gobernación. Pero sus impulsos dominantes eran la curiosidad y la vanagloria, y a la vez que estos impulsos lo embargaban; Adriano era alternativamente príncipe excelente, ridículo, reflexivo, o receloso tirano. Por lo general, su moderado y equitativo desempeño mereció alabanza, pero al principio de su reinado dio muerte a cuatro senadores consulares, todos ellos conceptuados por sus méritos para con el Imperio, y al final, el destemple de una dolencia trabajosa lo hizo adusto e inhumano. El Senado titubeó entre declararlo dios o tirano, y los honores tributados a su memoria se debieron a las instancias del piadoso Antonino.[239]

El capricho de Adriano influyó en la elección del sucesor. Después de cavilar sobre los merecimientos de varios sujetos ilustres, a quienes apreciaba o aborrecía, adoptó a Elio Vero, noble afeminado y amante de los placeres, pero —para un enamorado de Antínoo— enaltecido por su peregrina hermosura.[240] Mientras Adriano disfrutaba de sus propios aplausos y los vítores de la soldadesca, cuyo beneplácito quedaba afianzado con cuantiosos agasajos, el nuevo César fue arrebatado de sus brazos[241] para bajar al sepulcro, dejando a su temprana edad un solo hijo. Recomendado el niño por Adriano a la gratitud de los Antoninos, quedó adoptado por Pío, y, al advenimiento de Marco, alternó con éste en la suprema soberanía. En medio de su liviandad, el joven Vero había atesorado una virtud: su entrañable reverencia a su más sabio colega, en cuyas manos puso los afanes trabajosos del mando. El emperador filósofo encubrió sus devaneos, y, deplorando su anticipada muerte, tendió un decoroso velo sobre su memoria.

Adriano, satisfecha o frustrada su pasión, mereció el agradecimiento de la posteridad, puesto que entronizó el más esclarecido mérito en el solio romano. Su aguda perspicacia fácilmente descubrió a un senador de cincuenta años, intachable en todos los pormenores de su vida, y a un joven de unos diecisiete, cuya madurez ya ofrecía en perspectiva un peregrino compendio de virtudes. El mayor fue declarado hijo y sucesor de Adriano, con la condición de adoptar inmediatamente al menor. Ambos Antoninos —pues de ellos estamos hablando— gobernaron el orbe romano por espacio de cuarenta y dos años, en el idéntico e invariable rumbo de la sabiduría y la virtud. Aunque Pío tenía dos hijos,[242] antepuso el bienestar de Roma a sus intereses domésticos, casó a su hija Faustina con el joven Marco, a quien le proporcionó por medio del Senado la potestad tribunicia y proconsular, y descartando —o más bien desconociendo— cualquier impulso de celos, lo asoció a todos los afanes del mando. Por su parte, Marco reverenció la categoría de su bienhechor, lo amó como padre, lo obedeció como soberano[243] y, después del fallecimiento de aquél, amoldó su desempeño al ejemplo y las máximas de su antecesor, al punto de que el reinado de ambos es acaso la única etapa de la historia en que sólo la dicha de un gran pueblo era el objetivo del gobierno.

Con fundamento se ha llamado segundo Numa a Tito Antonino Pío, a causa del idéntico afán de justicia, paz y religión en que descollaron ambos príncipes, pero su situación abrió un campo mucho más amplio para el ejercicio de tales virtudes. A Numa le cupo resguardar algunas aldeas inmediatas de la recíproca tala de sus mieses; Antonino extendió concierto y sosiego sobre la mayor parte de la tierra, y su reinado sobresale por la peregrina excelencia de suministrar escasos materiales a la historia, que en verdad suele ser en gran medida el repertorio de las maldades, locuras y desdichas del género humano. En su vida privada era tan cordial como bondadoso, pues la natural sencillez de sus méritos fue muy ajena al boato y la vanagloria; disfrutaba moderadamente del aumento de su caudal y de los inocentes placeres de la vida social,[244] y llevaba estampada su benevolencia en la festiva serenidad de su semblante.

La virtud de Marco Aurelio Antonino seguía un rumbo más arduo y trabajoso,[245] pues era fruto afanado de sabias conferencias, detenida lectura e investigaciones nocturnas. A los doce años quedó prendado del rígido sistema de los estoicos, y se enseñó a sí mismo a someter su cuerpo al entendimiento y sus pasiones a la razón; a aceptar la virtud como el único bien, el vicio como el solo mal, y todo lo externo como desprovisto de importancia.[246] Sus meditaciones, compuestas en el bullicio de un campamento, aún perduran, y daba lecciones de filosofía quizá con más publicidad que la que requerían el decoro de un sabio y el encumbramiento de un emperador.[247] Mas su vida era la más lúcida puesta en práctica de los preceptos de Zenón, ya que se mostraba severísimo consigo mismo; indulgente con las imperfecciones ajenas, y justo y benéfico para todos. Le pesaba que Avidio Casio, que había provocado una rebelión en Siria, por medio del suicidio lo hubiera privado de la dicha de tener amistad con un enemigo, y creyó en la sinceridad de su quebranto, por lo que moderó el ahínco del Senado en el escarmiento de sus secuaces.[248] Lo horrorizaba la guerra como ofensa y azote de la naturaleza humana, pero, cuando la necesidad de una justa defensa lo llamó a las armas, expuso gallardamente su persona en ocho campañas invernales por las heladas márgenes del Danubio, cuya crudeza dañó su delicada complexión. Agradecida, la posteridad reverenció su memoria, y un siglo después muchos conservaban la imagen de Marco Antonino entre las de sus dioses hogareños.[249]

Si intentáramos señalar el período histórico en que la humanidad floreció y tuvo mayor prosperidad, nombraríamos sin titubear el que transcurrió desde la muerte de Domiciano hasta el advenimiento de Cómodo. El extenso Imperio estuvo gobernado por la potestad absoluta, con el norte de la virtud y la sabiduría. Los ejércitos fueron dirigidos por la diestra poderosa, aunque suave, de cuatro emperadores sucesivos cuya entereza y virtud imponían rendido respeto. Nerva, Trajano, Adriano y los Antoninos conservaron esmeradamente la forma de la administración civil, se deleitaron con la imagen de la libertad y estuvieron gozosos de considerarse a sí mismos ministros responsables por las leyes. Estos príncipes eran merecedores del honor de restablecer la República, si cupiera en los romanos de aquellos tiempos disfrutar de una libertad racional.

Tantos afanes fueron colmadamente premiados por sus logros, por el decoroso orgullo de la virtud y el entrañable embeleso de estar contemplando la dicha general que habían acarreado; sin embargo, una reflexión amarga apesadumbraba la más noble complacencia que cabe en lo humano, pues no podían menos que reparar en lo inestable de una felicidad que dependía del carácter de un solo individuo. Tal vez ya se acercaba el aciago trance en que un mancebo desenfrenado o un caviloso tirano abusaría hasta el exterminio de aquel poderío absoluto que habían dedicado al bienestar de su pueblo. El supuesto freno del Senado y las leyes servía para realzar las virtudes, mas no para neutralizar los vicios del emperador. La milicia ofrecía con su poder un ciego y desaforado instrumento de tropelías, y las estragadas costumbres romanas suministraban siempre aduladores que vitoreasen, y ministros que promoviesen, las zozobras, la codicia, los antojos y las crueldades de sus dueños.

La experiencia de los romanos harto justificaba la amenaza de tan lóbregas visiones, pues los anales del Imperio ofrecen una pintura viva y variada de idiosincrasias que no se observan en la apocada estampa de los personajes modernos. En la conducta de aquellos monarcas podemos trazar las líneas extremas del vicio y la virtud: se hallaban encumbrados hasta la más cabal perfección o encenagados en la más torpe bastardía del linaje humano.

A la edad de oro de Trajano y los Antoninos antecedió una edad de hierro, y excusado es nombrar a los deshonrosos sucesores de Augusto. Su desenfreno sin par y el grandioso teatro en que obraban los rescató del olvido. El lóbrego y empedernido Tiberio, el arrebatado Calígula, el débil Claudio, el forajido y sangriento Nerón, el irracional Vitelio,[250] el trémulo y cruel Domiciano han quedado condenados a una afrenta perpetua. Por espacio de 80 años (a excepción solamente del breve e inseguro reinado de Vespasiano),[251] Roma estuvo agonizando bajo una incesante tiranía, que exterminó a las antiguas familias de la República y atropelló a la par cuantas virtudes y talentos asomaron en aquella época desventurada.

Durante el reinado de estos monstruos, la servidumbre de los romanos estuvo acompañada por dos circunstancias peculiares: una de ellas procedía de su anterior libertad, y la otra, de sus extensas conquistas, que extremaban su desdichada suerte más que la de cuantas víctimas de tiranía hubo en otros tiempos y países. Resultaban de estas causas: 1) la extremada sensibilidad de los sufrientes, y 2) la imposibilidad de escapar de las manos del perseguidor.

I) Cuando gobernaban Persia los descendientes de Sefi, casta de príncipes cuya arbitraria crueldad solía mancillar consejo, mesa y lecho con la sangre de sus privados, se recuerda la afirmación de un joven noble: nunca se alejaba de la presencia del sultán sin cerciorarse de que su cabeza aún permaneciera sobre sus hombros. La experiencia diaria podía justificar la desconfianza de Rustán,[252] pero el agudo acero que pendía de un hilo sobre su cerviz no parece haber desvelado ni desasosegado al resignado persa. Era consciente de que el ceño del monarca podía reducirlo a polvo, pero un centelleo o bien un accidente podían igualmente anonadarlo, y era una muestra de cordura olvidar las calamidades de la vida en el goce de sus pasajeros recreos. Se condecoraba a sí mismo con el título de esclavo de su rey, y quizás había sido comprado a padres humildes en un país desconocido para él, y criado desde la niñez en la severa disciplina del serrallo.[253] Su nombre, su fortuna, sus honores, pertenecían a su dueño, quien justificadamente podía recuperar lo concedido. El conocimiento de Rustán, si lo tuviese, sólo podía servir para corroborar sus hábitos, pues ni aun le suministraba su idioma una expresión que denotase forma alguna de gobierno, excepto el monárquico y absoluto, y la historia oriental le enseñaba que tal había sido siempre la suerte de la humanidad.[254] El Corán y los intérpretes de ese libro divino le decían una y otra vez que el sultán, como descendiente del profeta, era el sustituto o lugarteniente de los cielos; que la paciencia era la prenda prominente de un musulmán, y la obediencia ilimitada, el requisito indispensable de todo vasallo.

Respecto de la servidumbre, los impulsos de un romano eran muy distintos. Doblegados por el peso de su propia corrupción y de la violencia militar, preservaron durante mucho tiempo los sentimientos, o al menos las ideas, de sus antepasados libres. La educación de Helvidio y Trasea, la de Tácito y Plinio, era idéntica a la de Cicerón y Catón: habían aprendido con la filosofía griega el concepto más adecuado e ilustre de la dignidad de la naturaleza humana y del origen de la sociedad civil, pues la historia de su patria les había enseñado a reverenciar a una república libre, virtuosa y triunfadora; a horrorizarse con los logrados intentos de César y Augusto, y a menospreciar entrañablemente a los tiranos que estaban idolatrando tan rendidamente. Como magistrados y senadores, asistían al consejo general que alguna vez había dictado leyes al mundo y cuya autoridad continuamente era prostituida por los más viles intentos de la tiranía. Tiberio y los que siguieron sus máximas trataron de encubrir sus asesinatos con disfraces judiciales, y tal vez se complacían interiormente en convertir al Senado a la vez en su cómplice y su víctima; en el recinto sus miembros eran condenados por delitos imaginarios y virtudes reales. Sus infames fiscales entonaban el lenguaje del patriota independiente que acusaba a un ciudadano peligroso ante el tribunal de la patria, y ese servicio público era recompensado con riqueza y honores.[255] Los serviles jueces declaraban la majestad de la República, a la cual atropellaba la persona de su primer magistrado,[256] cuya clemencia suplicaban en el momento en que más temían su crueldad inexorable.[257] El tirano miraba con menosprecio semejante sometimiento, y contrarrestaba los recónditos impulsos de aborrecimiento con sinceras y explícitas demostraciones de odio para con el Senado entero.

II) La división de Europa en un gran número de Estados independientes, aunque enlazados por religión, idioma y costumbres, produce sumo beneficio para la libertad de sus moradores. Un tirano moderno que prescindiese de sus propios reparos o de los de su pueblo tropezaría luego con el freno del ejemplo de sus iguales, el temor a la censuras, las advertencias de sus aliados y la aprensión de sus enemigos. El objeto de su desagrado, traspasando las cercanas fronteras de sus dominios, hallaría fácilmente un refugio seguro en suelo más venturoso; una nueva fortuna adecuada a su mérito, libertad para sus alegatos y quizá medios de venganza. Mas el Imperio Romano abarcaba todo el mundo, y, cuando caía en las manos de una sola persona, se convertía en una estrecha y horrorosa cárcel para sus enemigos. El siervo del despotismo imperial, ya estuviese sentenciado a arrastrar su cadena en Roma y en el Senado, ya agonizase en el destierro del árido peñasco de Serifo o en las heladas márgenes del Danubio, afrontaba muda y desesperadamente su situación.[258] La resistencia era aciaga, y la huida, imposible, pues atajado por los páramos o el piélago, igualmente intransitables, quedaba descubierto, preso y arrojado a las plantas de su airado dueño. Si cruzaba los remotos confines, tan sólo alcanzaba a ver mares, desiertos y tribus bárbaras y enemigas, de costumbres bravías e idiomas desconocidos, o de reyes sometidos que acudirían ufanos a implorar el agrado del emperador con el sacrificio de un indefenso fugitivo.[259] «Dondequiera que te halles —decía Cicerón al desterrado Marcelo—, recuerda que siempre terminas en las manos del vencedor.»[260]