XIV

CONFLICTOS TRAS LA RENUNCIA DE DIOCLECIANO - MUERTE DE CONSTANCIO - ASCENSO DE CONSTANTINO Y MAJENCIO - SEIS EMPERADORES EN UN MISMO MOMENTO - MUERTE DE MAXIMIANO Y DE GALERIO - VICTORIAS DE CONSTANTINO CONTRA MAJENCIO Y LICINIO - REUNIFICACIÓN DEL IMPERIO BAJO LA AUTORIDAD DE CONSTANTINO

El equilibrio político establecido por Diocleciano subsistió sólo mientras lo sostuvo la firme y ágil mano de su fundador. Se necesitaba un afortunado enlace de temperamentos y de habilidades diferentes que apenas podía ser encontrado por segunda vez: dos emperadores sin celos, dos Césares sin ambición y el mismo interés general seguido invariablemente por los cuatro príncipes independientes. Luego de la abdicación de Diocleciano y Maximiano, sobrevinieron 18 años de discordias y trastornos. El Imperio fue desolado por cinco guerras civiles y los momentos intermedios no fueron de sosiego, sino treguas entre varios monarcas enemistados, que, mirándose mutuamente con zozobra y aborrecimiento, luchaban por acrecentar sus respectivas fuerzas a costa de sus súbditos.

Tan pronto como Diocleciano y Maximiano abdicaron, el trono fue ocupado, según las reglas de la nueva constitución, por los dos Césares, Constancio y Galerio, que asumieron inmediatamente el título de Augusto.[1218] El primero de ellos, a quien se le concedieron los honores de mayoría y precedencia, continuó gobernando —bajo otro título— su antiguo territorio, conformado por Galia, Hispania y Britania. El gobierno de estas amplias provincias era suficiente para ejercitar sus talentos y saciar su ambición. La clemencia, la templanza y la moderación distinguieron el carácter de Constancio, y sus afortunados súbditos pudieron parangonar las virtudes de su soberano con las arbitrariedades de Maximiano e, incluso, con las simulaciones de Diocleciano.[1219] En vez de imitar el orgullo y la magnificencia orientales, Constancio mantuvo la modestia de un príncipe romano. Declaró con entrañable sencillez que su tesoro más valorado se cifraba en los corazones de su pueblo y que, cada vez que la dignidad del trono o el peligro del Estado requirieran algún auxilio extraordinario, desde luego él confiaría en el agradecimiento y la generosidad del pueblo.[1220] Al percibir tanto valor y por su propia dicha, los pobladores de Galia, Hispania y Britania se apesadumbraron al presenciar el deterioro de la salud del emperador y la edad tierna de su crecida familia, resultado de su segundo matrimonio con la hija de Maximiano.

El temperamento de Galerio lindaba en el extremo opuesto: exigía el aprecio de los súbditos, aunque rara vez se dignó a solicitar su afecto. Su nombradía militar y, ante todo, su éxito en la guerra pérsica habían acentuado su altanero carácter, llevándolo a evitar el trato con un superior e, incluso, con un igual. Si apreciáramos el testimonio parcial de un precipitado escritor, quizás atribuiríamos la renuncia de Diocleciano a las amenazas de Galerio, relacionando los detalles de una conversación privada entre los dos príncipes tras la cual subyace tanto el apocamiento del primero como la ingratitud y la arrogancia del último.[1221] Sin embargo, estas oscuras anécdotas son refutadas por una mirada imparcial sobre el carácter y la conducta de Diocleciano. Cualquiera que haya sido la intención de Diocleciano, en el caso de observar algún peligro por las amenazas de Galerio, su sensatez le habría aconsejado evitar una contienda tan vergonzosa y, así como habría empuñado esclarecidamente el cetro, habría renunciado a él sin oprobio.

Ya encumbrados Constancio y Galerio al grado de Augusto, se requerían dos nuevos Césares para ocupar sus lugares y completar el sistema de gobierno imperial. Diocleciano ansiaba entrañablemente retirarse; consideró a Galerio, que se había casado con su hija, como el apoyo más firme de su familia y del Imperio, y consintió sin reparos en que el sucesor era quien debía asumir tanto el mérito como los celos de un nombramiento tan encumbrado. El nombramiento se realizó sin consultar el interés y la preferencia de los príncipes de Occidente. Cada uno de ellos tenía un hijo de edad varonil, por lo cual éstos parecían ser los candidatos más obvios para la grandiosa vacante. Sin embargo, el enojo del desvalido Maximiano ya no era temible y el comedido Constancio, aunque menospreciase los peligros, era humanamente temeroso de las calamidades de la guerra civil. Las dos personas a las que Galerio promovió al grado de César cuadraban de manera más precisa con sus miras ambiciosas, y la recomendación principal parece haber sido la falta de mérito o la personalidad vulgar. El primero era Daya, llamado luego Maximino, cuya madre era la hermana de Galerio. Mostrando sus modales de joven inexperto y usando rústicas expresiones, para su asombro y el de todos, se vio revestido por Diocleciano con la púrpura, ensalzado a la jerarquía de César y encargado del mando soberano en Egipto y Siria.[1222] El segundo era Severo, un leal sirviente que, aunque se entregaba con demasía a los placeres, era hábil para los negocios. Severo fue mandado a Milán para recibir de las manos reacias de Maximiano los adornos cesáreos con la posesión de Italia y África.[1223] Reconoció, según lo disponía la nueva constitución, la supremacía del emperador de Occidente, aunque se dedicó absolutamente a cumplir las órdenes de Galerio, su benefactor, quien, reservándose las tierras que se encontraban desde los límites de Italia hasta los de Siria, afianzó su poderío sobre las tres cuartas partes de la monarquía. Se afirma que Galerio, confiando en que la muerte cercana de Constancio le dejaría el mando del mundo romano, había ido ideando en su ánimo una larga sucesión de príncipes venideros, y pensaba retirarse de la vida pública luego de haber alcanzado un glorioso reinado de unos veinte años.[1224]

Sin embargo, en menos de dieciocho meses, dos revoluciones inesperadas frustraron los planes ambiciosos de Galerio: I) por el ascenso de Constantino se malograron las esperanzas de incorporar las provincias occidentales al Imperio, y II) por la triunfante rebelión de Majencio se perdieron los territorios de Italia y África.

I) Debido a la nombradía de Constantino, la posteridad ha estado atenta a los pormenores de su vida y sus acciones. Tanto el lugar donde nació como la condición de su madre, Helena, han sido motivos de disputas literarias e, incluso, nacionales. A pesar de la tradición moderna, la cual supone que su padre era un rey bretón,[1225] tenemos que confesar que Helena era hija de un posadero, lo cual no nos impide abogar en defensa de la legalidad de sus nupcias contra quienes la han representado como la manceba de Constancio.[1226] El gran Constantino probablemente nació en Naissus [Nish], ciudad de Dacia,[1227] y no es de extrañar que, en una familia —y también en una provincia— distinguida únicamente por la profesión de las armas, el joven mostrase poca afición a las letras.[1228] Aproximadamente a la edad de dieciocho años su padre fue promovido a la jerarquía de César, pero el divorcio de su madre frustró este venturoso acontecimiento, y el esplendor de una alianza imperial redujo al hijo de Helena a un estado de vergüenza y humillación. En vez de seguir a Constancio por Occidente, permaneció al servicio de Diocleciano. Se distinguió por su valor en las guerras de Egipto y Persia y fue ascendiendo gradualmente a la clase honorífica de tribuno de primer orden. La estampa de Constantino era gallarda y majestuosa. Era hábil en todos los ejercicios, intrépido en la guerra y afable en la paz; procedía con suma cordura y, aunque ambicioso, mostró distancia hacia los atractivos del deleite. Su predilección por el pueblo y los soldados —que lo consideraban como un candidato digno para ser nombrado César— sólo le acarreó nuevas iras por parte de Galerio: un monarca absoluto siempre logra ensanches para sus venganzas recónditas e irresistibles, aunque la prudencia quizá lo contenga de ejercitar la violencia abiertamente.[1229] El peligro de Constantino, entonces, crecía por horas, así como el sobresalto del padre, que con incesantes cartas expresaba el anhelo de abrazar a su hijo. Durante un tiempo, Galerio se las ingenió para ir dando disculpas y demoras, pero ya no cabía desentenderse de los requerimientos de un compañero sin guerrear con él. De modo reacio, Galerio le otorgó el permiso para el viaje. La suma rapidez de Constantino frustró cualquier precaución que el emperador podría haber tomado para estorbar un regreso tan temido:[1230] salió del palacio de Nicomedia a la noche, corrió la posta por Bitinia, Tracia, Dacia, Panonia, Italia y Galia, y, entre las aclamaciones populares, llegó al puerto de Boulogne cuando su padre se preparaba para embarcarse hacia Britania.[1231]

Las últimas hazañas del reinado de Constancio fueron la expedición a Britania y una victoria sin tropiezos contra los bárbaros de Caledonia. Falleció en su palacio imperial de York quince meses después de haber recibido el título de Augusto y a los catorce meses y medio de haber sido promovido a la jerarquía de César (25 de julio de 306). Lo remplazó inmediatamente Constantino, pues los conceptos de herencia y sucesión eran tan obvios que la mayoría los pensaban fundados tanto en la razón como en la misma naturaleza. Nuestra imaginación traslada los principios de la propiedad privada al dominio público: cuando un padre virtuoso se va, siempre hay algún hijo cuyos méritos parecen justificar el aprecio e, incluso, las esperanzas del pueblo. La influencia conjunta del prejuicio y del afecto opera con un peso irresistible. La flor del ejército acompañó a Constantino a Britania, quien reforzó las tropas occidentales con un cuerpo crecido de alemanes a las órdenes de Croco, uno de sus caudillos hereditarios.[1232] Su propio engreimiento y la seguridad de que Britania, Galia e Hispania consentirían en su nombramiento fueron inculcados rápidamente a las legiones por los allegados de Constantino. ¿Se preguntó a los soldados si por un momento vacilarían entre el blasón de acaudillarse con el digno hijo de su amado emperador y el oprobio de estar esperando la llegada de algún extranjero desconocido que satisficiese al soberano de Asia para regalar a los ejércitos y las provincias occidentales? Sin duda, se les insinuó que la gratitud y la generosidad eran las virtudes más descollantes de Constantino, quien se apartó intencionalmente de la vista de las tropas hasta que estuvieran ya preparadas para vitorearlo con los nombres de Augusto y emperador. Constantino ansiaba el trono, donde sólo podía guarnecerse prescindiendo de su ambición. Conocía el carácter y las opiniones de Galerio y, por lo tanto, le constaba que para vivir tenía que reinar. Quiso aparentar una resistencia decorosa e, incluso, obstinada[1233] para encubrir su usurpación, y no se rindió a las aclamaciones del ejército hasta que la carta al emperador de Oriente fuese enviada. En ella, Constantino le informó del infausto evento de la muerte de su padre, afirmó con moderación su derecho natural a la sucesión y lamentó respetuosamente que, por el atropellamiento afectuoso de su tropa, no haya podido solicitar la púrpura imperial por el camino constitucional ya establecido. Las primeras emociones de Galerio al leer la carta fueron de asombro, desilusión y enfurecimiento; y, como rara vez podía frenar sus ímpetus, amenazó con dar a las llamas la carta e, incluso, el mensajero. Pero luego su ira fue disminuyendo y, recapacitando sobre los trances de la guerra y haciéndose cargo del carácter y la fuerza de su contrario, acordó con el convenio decoroso que la cordura de Constantino le ofrecía. Sin ratificar o desechar la elección del ejército de Britania, Galerio aceptó al hijo de su difunto compañero como el soberano de las provincias de más allá de los Alpes; pero sólo le dio el título de César y el cuarto grado en la jerarquía de los príncipes romanos, colocando en el lugar vacante de Augusto a su predilecto, Severo. La aparente armonía del Imperio se preservó, y Constantino, que ya poseía lo sustancial, esperó sosegadamente la oportunidad de obtener los honores del poder supremo.[1234]

De su segundo matrimonio, Constancio tenía seis hijos, tres de cada sexo, quienes, por cuya alcurnia imperial, podían alegar preferencias sobre la cuna ruin del hijo de Helena. Pero mientras que el primogénito de sus hermanos sólo tendría alrededor de trece años de edad, Constantino poseía treinta y dos años, es decir que se encontraba en la florida lozanía del alma y el cuerpo. El reclamo respecto de su mérito superior había sido reconocido y ratificado por el difunto emperador,[1235] que en sus últimos momentos legó a Constantino el esmerado resguardo y engrandecimiento de su familia, instándolo para revestirse de la autoridad y los afectos de un padre con respecto a los hijos de Teodora. La delicada educación, los prósperos enlaces, el señorío afianzado de sus pertenencias y los honores de Estado con los que fueron investidos, todo ello demuestra la entrañable fraternidad de Constantino y cómo aquellos príncipes, agradecidos y apacibles, se sometieron sin reparo a la superioridad de su genio y fortuna.[1236]

II) Apenas había logrado superarse de la desilusión, a causa de las perspectivas que ofrecían las provincias de las Galias, cuando el orgullo y el poderío de Galerio sufrieron graves heridas con la pérdida inesperada de Italia. La dilatada ausencia de los emperadores promovía el descontento y la indignación en Roma, y el pueblo fue descubriendo que la preferencia dada a Milán y Nicomedia no se explicaba por el cariño especial de Diocleciano, sino por el sistema permanente de gobierno que él había impuesto. En vano los sucesores, a pocos meses de su renuncia, dedicaron a su nombre aquellos suntuosísimos baños, cuyas ruinas han suministrado, y aún lo siguen haciendo en nuestros tiempos, solar y materiales para tantas iglesias y conventos.[1237] El sosiego de aquellos elegantes y cómodos albergues de lujo fue perturbado por los acalorados murmullos de los romanos, y fue dispersándose el rumor de que el cuantioso costo de la construcción sería pagado por el pueblo romano. Por entonces, la codicia de Galerio o, quizá, los apuros del Estado lo habían inducido a realizar una pesquisa estricta y rigurosa de los haberes de los súbditos con el fin de añadir un impuesto general sobre fincas y personas. Se inspeccionaron las haciendas y, ante la menor sospecha de encubrimiento, sencillamente se apeló al tormento para lograr una declaración verídica de las riquezas.[1238] No se tuvo en cuenta el privilegio que Italia gozaba sobre las demás provincias, y los cobradores del nuevo impuesto comenzaron a empadronar a los romanos para ajustar sus respectivas cuotas. Aun cuando no exista el más mínimo impulso de independencia, hasta los vasallos más sumisos suelen resistir una invasión inaudita de su propiedad; pero, en este caso, la herida fue agravada por el insulto, y la irrupción en el interés privado representó una ofensa al honor nacional. La conquista de Macedonia, como ya se dijo, había exceptuado al pueblo romano del gravamen de todo impuesto personal, y, por más vaivenes despóticos que padecieron, los romanos disfrutaron aquella exención por casi cinco siglos: no podían sobrellevar la insolencia de un campesino ilirio que, desde su residencia lejana en Asia, presumía alistar a Roma entre las ciudades tributarias de su Imperio. La creciente indignación del pueblo fue enardecida por la autoridad o, por lo menos, contó con la complicidad del Senado. Además, los escasos residuos de la guardia pretoriana —que temía, con razón, su propia destrucción— abrazaron aquel honorable pretexto y se ofrecieron a esgrimir sus aceros al servicio de la patria atropellada. Los ciudadanos, deseosos —y luego esperanzados— de expulsar de Italia a los tiranos extranjeros, lograron elegir a un príncipe que, por su residencia y sus máximas de gobierno, siguiese mereciendo el dictado de emperador romano: el nombre y la situación llevaron el raudal del entusiasmo hacia Majencio.

Majencio era hijo del emperador Maximiano y yerno de Galerio. Su cuna y su matrimonio parecían asegurarle de manera justa el Imperio (28 de octubre de 306), pero su liviandad e incapacidad lo excluyeron del título de César, que fue otorgado a Constantino por la superioridad de sus méritos. La política de Galerio se basaba en la preferencia de asociados que nunca deshonraran su elección ni desautorizaran sus órdenes. Por lo tanto, un extranjero desconocido ascendió al trono de Italia, y el hijo del emperador de Occidente fue arrinconado, en el regazo de una vida holgada y lujosa, en una quinta a corta distancia de la capital. Si bien la envidia fogueó sus lóbregas pasiones con la desazón, el disgusto y la saña por los logros de Constantino, las esperanzas de Majencio renacieron con el descontento popular, y fácilmente amalgamó su herida y sus pretensiones personales con la causa del pueblo romano. Dos tribunos pretorianos y un abastecedor se hicieron cargo de los pormenores de la conspiración, y como estos hombres seguían el mismo rumbo, el próximo acontecimiento se mostraba sencillo y tangible. Los guardias mataron al prefecto de la ciudad y a los pocos magistrados que se mantuvieron leales a Severo. Majencio, revestido imperialmente, fue reconocido como protector de la libertad y la dignidad romanas por el Senado y por el pueblo. No consta que Maximiano estuviese al tanto de la conspiración de antemano, pero, tan pronto como el estandarte rebelde se erigió en Roma, el viejo emperador escapó del retiro al que la autoridad de Diocleciano lo había condenado y, abandonando aquella vida de soledad melancólica, ocultó su retoñada ambición bajo el disfraz del cariño paternal. Requerido por su hijo y por el Senado, de nuevo Maximiano revistió la púrpura. Su antigua dignidad, su experiencia y su nombradía militar realzaron y robustecieron el partido de Majencio.[1239]

El emperador Severo acudió inmediatamente a Roma según el dictamen —o más bien el mandato— de su compañero, confiado en que su inesperada prontitud dominaría el alboroto de un pueblo sosegado, acaudillado por un mozo corrompido. Sin embargo, al llegar, se encontró con las puertas de la ciudad cerradas para él, las murallas atestadas de hombres armados, un general aguerrido capitaneando a los rebeldes y sus propias tropas desmayadas y desafectas. Un crecido cuerpo de moros desertó al enemigo atraído por la promesa de un cuantioso donativo o, si es verdad que los había alistado Maximiano en su guerra africana, por el cariño y la gratitud que le tenían. Anulino, prefecto pretoriano, se declaró a favor de Majencio y se llevó consigo la mayor parte de las tropas, que estaban acostumbradas a obedecer sus órdenes. Roma, según la expresión de un orador, fue convocando a sus huestes, y el desventurado Severo, desvalido y sin acuerdo, se retiró —o más bien huyó— precipitadamente a Ravena. Allí podía permanecer a salvo por algún tiempo, pues las fortificaciones de la ciudad eran adecuadas para contrarrestar los asaltos y los pantanos que la cercaban podrían detener la marcha del ejército italiano. El mar le aseguraría el suministro inagotable de provisiones; para ello Severo destinó una poderosa escuadra. También permitió la entrada a las legiones que, al comienzo de la primavera, vendrían de Iliria y de Oriente en su auxilio. Maximiano, que organizaba personalmente el sitio, se fue convenciendo de que, quizá, estaba perdiendo el tiempo y a su ejército en esta empresa inútil, en la cual no tenía otra opción para el éxito que no fuera la del asalto o la del hambre. No obstante, con un arte propio del carácter de Diocleciano más que del suyo, dirigió su ataque no tanto contra los muros de Ravena como contra el ánimo de Severo, quien, por la traición recién padecida, tendía a desconfiar de sus más íntimos privados. Los emisarios de Maximiano lo persuadieron fácilmente de una posible conspiración para vender la ciudad y, temiendo exponerse a la discreción de un vencedor airado, se aventuró a aceptar una capitulación honrosa. Al principio, fue recibido con humanidad y tratado con respeto. Maximiano lo llevó a Roma y le aseguró que había salvado su vida al resignarse de la púrpura. Sin embargo, Severo sólo pudo obtener una muerte suave con exequias imperiales. Cuando le notificaron la sentencia, se le dejó elegir el modo de su ejecución; él se atuvo al método predilecto de los antiguos: abrirse las venas. Apenas falleció, llevaron su cadáver al sepulcro construido para la familia de Galieno.[1240]

Aunque los temperamentos de Constantino y de Majencio eran muy diferentes, el interés de ambos y la situación eran similares, y la cordura los indujo a que juntasen sus fuerzas contra el enemigo común. El infatigable Maximiano, a pesar de su avanzada edad y alta jerarquía, atravesó los Alpes y, ansiando entrevistarse con el soberano de las Galias, llevó consigo a su hija Fausta como garantía de una nueva alianza. El casamiento se celebró en Arles con gran magnificencia, y el compañero de Diocleciano, que aspiraba de nuevo con tanto afán al Imperio de Occidente, le concedió a su yerno y aliado el título de Augusto (31 de marzo de 307). Al dejarse honrar de esta manera por Maximiano, Constantino pareció comprometerse con la causa de Roma y del Senado, pero sus protestas eran ambiguas y su ayuda, lenta e ineficaz. Consideró atentamente la próxima contienda entre los dueños de Italia y el emperador de Oriente, y se preparó para acudir a su propia seguridad y ambición según el rumbo que fuese tomando la guerra.[1241]

La importancia de la ocasión requería la presencia y el desempeño de Galerio, quien acaudilló una hueste poderosa formada en Iliria y Oriente, y entró en Italia pregonando venganza por la muerte de Severo y castigo a los romanos rebeldes. Usando las furiosas expresiones de un bárbaro, sentenció al Senado al exterminio y al pueblo, a los filos de su espada. Pero hábilmente Maximiano había dispuesto un atinado sistema de defensa, y su enemigo se encontró con plazas fortificadas e inaccesibles. Aunque Galerio pudo adelantarse a viva fuerza hasta Narnia [actual Narni], a sesenta millas de Roma [96,56 km], su autoridad en Italia se reducía a la estrechez de su campamento. Conociendo las crecientes dificultades de su empresa, el altivo Galerio hizo los primeros avances hacia una conciliación, y envió a dos de sus caudillos principales para tentar a los príncipes romanos con la oferta de una conferencia y de una declaración que proclamaba como hijo a Majencio, quien saldría mucho más aventajado con sus generosidades que con cuanto pudiera esperar de la guerra.[1242] Las ofertas de Galerio se rechazaron con firmeza y se despreció su alevosa amistad. Entonces, él consideró que, si no acudía a su salvación por medio de una retirada oportuna, le depararía el mismo destino de Severo. Los romanos se esforzaron por contribuir con sus riquezas para acabar con aquella tiranía intolerable. El nombre de Maximiano, las mañas populares de su hijo, los cohechos reservados y cuantiosos y la promesa de galardones más considerables fueron entibiando y reduciendo a las legiones ilíricas, y cuando por fin Galerio enarboló su señal de retirada, se le hizo trabajoso conseguir que sus veteranos no desamparasen las banderas que tantas veces los habían encaminado a la victoria. Un escritor contemporáneo señala otras dos causas para el malogro de la expedición; pero ambas no merecen la consideración de un historiador cauteloso. Según este escritor, Galerio, que en cotejo de sus ciudades de Oriente se había formado una noción muy imperfecta de la grandeza de Roma, comprobó que sus fuerzas no eran suficientes para abarcar tanta inmensidad. Sin embargo, la amplia extensión de una ciudad proporciona más facilidad y ensanche a los asaltos del enemigo. Roma estaba acostumbrada a postrarse a los primeros asomos de un vencedor, y el acaloramiento pasajero del pueblo, a la larga, no contrarrestaría la disciplina de las legiones.[1243] También, este escritor nos cuenta que las tropas, horrorizadas y arrepentidas como hijas amorosas de la República, se negaron a atropellar la santidad de su venerada madre. Pero, si se recuerda que durante las antiguas guerras civiles el ímpetu de los bandos y la práctica de la obediencia militar fácilmente convertían a los ciudadanos de Roma en los más implacables enemigos, se desconfiará de esta supuesta delicadeza por parte de extranjeros y bárbaros que no habían visto a Italia hasta que entraron hostilmente en ella. Por lo tanto, al no tener motivos más poderosos e interesados, es de suponer que contestasen a Galerio en los términos de los veteranos del César: «Si el general apetece acaudillarnos hasta las orillas del Tíber, estamos listos para delinear su campamento; y contra cualquier muralla que intente arrasar, aquí tiene estos brazos para concretar sus ingenios; no vacilaremos, aunque la desventurada ciudad sea la misma Roma». Éstas son auténticas expresiones de un poeta, pero de un poeta que ha sido distinguido, y también censurado, por su estricta adhesión a la verdad histórica.[1244]

Las legiones de Galerio mostraron su animadversión con los horrorosos estragos que cometieron en la retirada: matanza, saqueo, violencia, robo de cabañas enteras, incendio de aldeas, afanándose en devastar la tierra que no alcanzaban a someter. Durante la marcha, Majencio ocupó la retaguardia, evitando toda obligada refriega con sus valerosos y desesperados veteranos. Su padre había emprendido un segundo viaje a Galia con la esperanza de persuadir a Constantino, que acaudillaba un ejército en la frontera, de que uniese sus fuerzas para completar la victoria. Las acciones de Constantino no fueron realizadas por resentimiento, sino por la razón: persistió en su atinado acuerdo de mantener el equilibrio político del Imperio ya resquebrajado y olvidó su rencor hacia Galerio apenas éste dejó de ser objeto de amenazas.[1245]

Por su carácter, Galerio era susceptible de violentos arrebatos, pero, por otro lado, era capaz de sentimientos sencillos y amistosos: Licinio, cuyo temperamento y costumbres se asemejaban a los suyos, mereció su cariño y estima. La relación se entabló en el venturoso período de juventud y retiro, y se robusteció en la arriesgada carrera de la milicia, donde fueron ascendiendo por grados sucesivos casi a la par. Según parece, apenas asumió el trono imperial, Galerio ideó colocarlo a su lado. Durante el breve plazo de su prosperidad, consideró indigna la jerarquía de César para la edad y merecimientos de Licinio, y se empeñó en reservarle la vacante de Constancio y el Imperio de Occidente. Ocupado por la guerra de Italia, encargó a su íntimo amigo la defensa del Danubio. Al regreso de su desgraciada expedición, revistió a Licinio (11 de noviembre de 307) con la púrpura que fue de Severo, traspasándole, para su mando directo, las provincias de Iliria.[1246] Cuando Maximino, que estaba gobernando —o más bien afligiendo— Egipto y Siria, se enteró de esta nueva promoción, mostró celos y disgusto, desestimó la jerarquía inferior de César y, a pesar de los cargos e instancias de Galerio, se apropió, casi por violencia, del título de Augusto.[1247] Por primera y última vez, el mundo romano fue gobernado por seis emperadores (año 308). En Occidente, Constantino y Majencio aparentaban acatar a Maximiano. En Oriente, Licinio y Maximino reverenciaban con atenciones más auténticas a su bienhechor Galerio. La oposición de intereses y el rastro de la reciente guerra dividían el Imperio en dos grandiosas y encontradas potestades. Sus mutuos temores sostenían un sosiego aparente e, incluso, ciertos atisbos de cordura, hasta que la muerte de los príncipes mayores, particularmente la de Galerio, más que la de Maximiano, dio una nueva dirección a las miras y pasiones de los demás asociados.

Cuando Maximiano abdicó, los oradores venales de aquel tiempo celebraron su moderación; cuando su ambición suscitó —o al menos fomentó— una guerra civil, elogiaron su esclarecido patriotismo, y cuando el afán de sosiego y retiro lo desviaron del servicio público, censuraron suavemente su conducta;[1248] pero no cabía que temperamentos como el de Maximiano y el de su hijo armonizasen para manejar juntamente una misma potestad. Se consideraba a Majencio como el soberano legal de Italia, elegido por el Senado y el pueblo romanos: no podía perdurar el control de su padre, quien pregonaba con arrogancia que gracias a su nombre y desempeño el mancebo temerario había logrado entronizarse. La causa fue solemnemente declarada ante la guardia pretoriana, y las tropas, por temor al rigor de Maximiano, se inclinaron hacia Majencio.[1249] Sin embargo, la vida y la libertad de Maximiano fueron respetadas, y éste se retiró de Italia a Iliria aparentando arrepentimientos e ideando calladamente nuevos trastornos. Galerio, conociendo su carácter, pronto lo obligó a salir de sus dominios, y el último refugio del acongojado Maximiano fue la corte de su yerno Constantino.[1250] Allí fue recibido con el respeto que se le tiene a un astuto príncipe, y su hija Fausta le manifestó un cariño entrañable. A fin de eliminar toda sospecha, Maximiano se despojó por segunda vez de la púrpura,[1251] fingiendo gran decepción respecto de la vanidad de toda grandeza ambiciosa. Si hubiese perseverado en esta resolución, quizás hubiera terminado su vida con menos dignidad que en su primer retiro, pero con más consuelo y nombradía. Sin embargo, como el solio que miraba le recordaba sin cesar el encumbramiento de donde había descendido, resolvió desesperadamente reinar o fenecer. Una correría de francos había convocado a Constantino y a una parte de su ejército a las orillas del Rin; el resto de la tropa quedó acantonada en las provincias meridionales de Galia —amenazadas por el emperador de Italia—, y un cuantioso tesoro se depositó en Arles. Maximiano inventó solapadamente, o creyó a la ligera, una noticia sobre la muerte de Constantino, y subió arrebatadamente al solio, afianzó el tesoro y lo repartió, con su acostumbrada profusión, entre los soldados, a quienes les recordó su antigua nombradía y sus hazañas. Antes que plantease su autoridad y terminase la negociación que parecía haber entablado con su hijo Majencio, la celeridad de Constantino desvaneció sus esperanzas. Con las primeras noticias sobre esta ingratitud y alevosía, Constantino prontamente viajó por el Rin hasta llegar al Saona, donde se embarcó hacia Châlons, luego llegó a Lyon, se aventuró por el Ródano y se presentó en la puerta de Arles con una fuerza militar incontrastable. Maximiano apenas pudo refugiarse en la vecina ciudad de Marsella. La estrecha porción de tierra que une el pueblo con el continente se fortificó contra los sitiadores, mientras que el mar quedó descubierto para la fuga de Maximiano o para los auxilios de Majencio, si es que éste trataba de disfrazar su invasión de Galia con el pretexto decoroso de escudar a un padre acosado o, en su concepto, ofendido. Preocupado por las fatales consecuencias de la demora, Constantino dispuso inmediatamente el asalto; pero las escaleras eran cortas para la altura de la muralla, y Marsella podría haber dilatado el cerco —como ya lo había hecho anteriormente contra las armas del César— si la guarnición, consciente de su yerro o de su peligro, no hubiera comprado su indulto con la entrega de la ciudad y de la persona de Maximiano. La sentencia de muerte contra el usurpador (febrero de 310) se pronunció secreta pero irrevocablemente. Maximiano recibió la misma gracia que le había dado a Severo, y se publicó al orbe que, acosado por los remordimientos de tantos delitos, se había ahorcado con sus propias manos. Sin la ayuda de Diocleciano y desdeñando sus comedidos consejos, el último período de su activa vida fue una serie de calamidades públicas y de pesadumbres personales que finalizaron a los tres años con una muerte deshonrosa. Merecía tal destino, incluso si la humanidad de Constantino hubiese sido más digna de nuestras alabanzas al conservar a un anciano, su propio suegro y bienhechor de su padre. Durante todo este trance, parece que Fausta, su hija, antepuso los vínculos de consorte a los afectos naturales.[1252]

Los últimos años de Galerio fueron menos bochornosos y desventurados, y, aunque desempeñó más esclarecidamente el cargo subalterno de César que el preeminente de Augusto, conservó hasta su muerte el primer lugar entre los príncipes del mundo romano. Sobrevivió cerca de cuatro años a su retirada de Italia y, abandonando sabiamente sus pretensiones de un imperio universal, dedicó lo restante de su vida al regalo y a la ejecución de obras públicas, entre las cuales sobresalen el desagüe al Danubio de las aguas superfluas del lago Pelso y el desmonte de los bosques que lo ceñían; empresa digna de un monarca, pues permitió el uso de un amplio territorio a los labradores de Panonia.[1253] Lo afectó una dolencia larga y angustiosa: su enorme cuerpo, producto de su descompasada glotonería, se ulceró y engendró un enjambre de aquellos gusanos devoradores que han dado nombre a una repulsiva enfermedad,[1254] pero como Galerio había ofendido a un grupo crecido y poderoso de súbditos, en vez de condolerse de sus padecimientos, los celebraron y consideraron como los efectos visibles de un numen justiciero.[1255] No bien falleció en su palacio de Nicomedia (mayo de 311), ambos emperadores que merecían la púrpura reunieron sus fuerzas con el objetivo de disputarse los dominios vacantes o de repartírselos. Fueron persuadidos para desistir de lo primero y concordar en lo último: las provincias de Asia cayeron en manos de Maximino; y las de Europa, en las de Licinio. El Helesponto y el Bósforo de Tracia eran los límites de sus respectivos dominios; estas fronteras estaban cubiertas de soldados, armas y fortificaciones. Con la muerte de Maximiano y de Galerio, el número de emperadores se redujo a cuatro. Constantino y Licinio se aliaron por sus intereses compartidos; Maximino y Majencio efectuaron una alianza secreta, y sus desventurados súbditos esperaron despavoridos las consecuencias sangrientas de sus inevitables desacuerdos, que ya no podían ser contenidos por el temor y el respeto que les infundía Galerio.[1256] Entre tantos delitos y desgracias como los ocasionados por la pasión de aquellos príncipes, complace divisar, al menos, alguna acción con visos de virtuosa. En el sexto año de su reinado, Constantino visitó la ciudad de Autun; generosamente la descargó de todos sus atrasos tributarios y, al mismo tiempo, redujo el padrón de contribución personal de veinticinco mil a dieciocho mil cabezas.[1257] Sin embargo, esta indulgencia comprueba y evidencia la miseria general, pues el impuesto y el sistema de recaudación eran tan opresivos que, si bien las rentas se incrementaban por medio de la extorsión, también menguaban con la desesperación: gran parte del territorio de Autun no pudo ser cultivado, por lo que un crecido número de súbditos preferían vivir exiliados o fuera de la ley antes que soportar el peso de la sociedad civil. Se infiere, entonces, que el bondadoso emperador alivió, por un acto parcial de desprendimiento, uno entre los muchos estragos que había causado por el conjunto de sus máximas administrativas. Pero este sistema no dependía tanto del albedrío como de la necesidad; y, exceptuando la muerte de Maximiano, el reinado en las Galias parece haber sido el período más inocente y virtuoso de la vida de Constantino. Su presencia protegió a las provincias de los ataques de los bárbaros, quienes temían o experimentaban su enérgico arrojo. Tras una victoria decisiva contra los francos y alamanes, varios de sus príncipes fueron arrojados a las fieras en el anfiteatro de Tréveris por orden de Constantino, y parece que la concurrencia disfrutó del espectáculo sin prorrumpir en el menor asomo de repugnancia ni de humanidad por el tratamiento a estos cautivos reales.[1258]

Las virtudes de Constantino sobresalían aún más al ser contrapuestas a las torpezas de Majencio, pues mientras las Galias disfrutaban cuanta felicidad cabía en la contrariedad de los tiempos, Italia y África se hallaban (años 306-312) deterioradas por las violencias de un tirano tan odioso como despreciable. La adulación presurosa y parcial sacrifica con frecuencia la reputación del vencido para ensalzar a sus venturosos rivales; pero aun los justos escritores que revelaron los errores de Constantino confiesan unánimemente que Majencio era sanguinario, codicioso y derrochador.[1259] Durante su gobernación, logró suprimir una leve rebelión en África, siendo el responsable, junto con un corto número de los suyos que fueron culpados, de los padecimientos de la provincia entera. Las ciudades florecientes de Cirta [Constantina] y Cartago, y todo el ámbito de sus amplias posesiones, quedaron asoladas a hierro y fuego. Al abuso de la victoria le siguió el abuso de la ley y la justicia. Una hueste infernal de aduladores denunciaron en África que todo noble y rico adhería a la causa rebelde; algunos de ellos lograron la clemencia del emperador, quien sólo los castigó con la confiscación de sus bienes.[1260] Una vez obtenido el triunfo, se celebró la victoria de manera distinguida y suntuosa, y Majencio ostentó a la vista del pueblo el botín y expuso a los cautivos de una provincia romana. El estado de la capital era tan lamentable como el de África, ya que, por un lado, los inagotables fondos que suministró Roma eran utilizados en sus vanos y abundantes gastos, y, por el otro, los cobradores eran diestros en el arte de la rapiña. Por primera vez se impuso en aquel reinado la exigencia a los senadores de contribuir con un donativo; y con el tiempo, como la cuota aumentó insensiblemente, se redoblaron los pretextos para recaudarlo: victoria, nacimiento, desposorio, consulado imperial, todo iba aumentando las arcas.[1261] Majencio sintió la misma extrema aversión al Senado que la de los primeros tiranos de Roma; ni siquiera podía imaginar la clemencia por la lealtad generosa que lo entronizó y sostuvo contra el ataque de sus émulos. Las vidas de los senadores estaban siempre expuestas a sus sospechas celosas, y la deshonra de sus esposas e hijas era un realce para su sensualidad. Se puede inferir que un amante imperial rara vez exhala suspiros platónicos; pero, siempre que la persuasión le fue ineficaz, hizo uso de la violencia; y aún se conserva el ejemplo memorable de matrona virtuosa que evitó su mancilla con la muerte voluntaria.[1262] Sólo a los soldados pareció respetar o, incluso, complacer: atestó a Roma e Italia de tropas armadas, se desentendió de sus alborotos, les toleró robos y matanzas contra el pueblo indefenso,[1263] y los consintió permitiéndoles el mismo desenfreno que su emperador estaba disfrutando. A menudo, Majencio ofreció a sus privados militares una ostentosa casa de campo o la hermosa consorte de un senador. Príncipe de tal índole, incapaz de gobernar en paz o en guerra, quizá logre comprar el apoyo del ejército, pero nunca podrá merecer su aprecio. No obstante, su orgullo era similar a sus demás vicios, pues, mientras yacía apoltronado en lo más recóndito de su palacio o en los jardines cercanos de Salustio, solía decir que sólo él era emperador y que los demás príncipes eran sus lugartenientes, a quienes había traspasado el resguardo de sus provincias fronterizas para poder disfrutar día y noche del lujo refinado de la capital. Roma lloró amargamente la ausencia de su soberano, pero luego, durante los seis años de su reinado, estuvo lamentando su presencia.[1264]

Aunque a Constantino le desagradaban los extravíos de Majencio y se condolía de los padecimientos de Roma, no podemos presumir que tomaría las armas para guerrear contra el primero y socorrer a las segundas. El tirano de Italia se atrevió a provocar a un enemigo formidable, cuya ambición se había limitado más por consideraciones de prudencia que por principios de justicia.[1265] Después de la muerte de Maximiano, se eliminaron sus títulos, siguiendo la costumbre, y se derribaron afrentosamente sus estatuas. El hijo, que lo había perseguido y desamparado en vida, aparentó sumo acatamiento a su memoria, y dispuso que inmediatamente las estatuas erigidas por Italia y por África en honra de Constantino recibieran el mismo tratamiento. Sin embargo, Constantino anhelaba evitar una guerra cuyos costos conocía muy bien. Por ello, al principio ignoró el desacato y buscó la reparación por el rumbo apacible de las negociaciones, hasta que los intentos ambiciosos y hostiles del emperador de Italia lo obligaron a tomar las armas para su resguardo. Majencio, que reconoció abiertamente sus pretensiones a la monarquía entera de Occidente, tenía un ejército ya preparado para invadir las Galias del lado de Retia, y, aunque no podía esperar la ayuda de Licinio, vivía esperanzado de que las legiones de Iliria, atraídas con sus regalos y promesas, desertarían de sus banderas, declarándose a su favor.[1266] Constantino ya no titubeó; habiendo deliberado pausadamente, obró con valor: concertó una audiencia privada con los embajadores que, en nombre del Senado y del Pueblo, lo instaban encarecidamente a que libertase a Roma de tan horrorosa tiranía y, sin respetar las tímidas protestas de sus consejeros, acordó anticiparse al enemigo y guerrear, desde luego, en el mismo corazón de Italia.[1267]

La empresa era peligrosa y esclarecida, pues el fracaso de dos invasiones anteriores era suficiente para infundir grandes temores. Los veteranos, que siempre reverenciaron el nombre de Maximiano, se habían inclinado en ambas guerras hacia su hijo, y ahora, por honor o interés, no parecían contemplar la idea de otra deserción. Majencio, que consideró a la guardia pretoriana como la columna más firme de su solio, había aumentado el número de sus soldados hasta llegar al de su antigua fuerza: componían, con los demás italianos recién alistados, un formidable ejército de ochenta mil hombres. Desde la zona dominada de África, se habían alistado cuarenta mil moros y cartagineses, y Sicilia también colaboró con sus tropas. El ejército de Majencio ascendía a ciento setenta mil infantes y dieciocho mil caballos. Italia suministró sus caudales para costear los gastos de la guerra, y las provincias cercanas quedaron asoladas por el almacenamiento de sus provisiones de trigo y demás comestibles. El total de las fuerzas de Constantino era de noventa mil infantes y ocho mil caballos;[1268] y como el resguardo del Rin requería sumo esmero durante la ausencia del emperador, no podía llevarse a la expedición italiana más de la mitad de su tropa, a menos que pospusiese la seguridad pública a su contienda particular.[1269] Si bien acaudilló a unos cuarenta mil hombres para enfrentar a un enemigo cuatro veces más poderoso, los ejércitos de Roma, colocados a una distancia segura del peligro, fueron debilitados por el lujo y la relajación. Acostumbrados a los baños y los teatros de Roma, salían desganados a la campaña; además, las tropas estaban compuestas principalmente por veteranos que casi habían olvidado las armas y las prácticas de guerra y por inexpertos que aún no las conocían. Por el contrario, las legiones de las Galias, habituadas a la defensa del Imperio contra los bárbaros del Norte, encumbraban su valentía y robustecían su disciplina con su trabajoso desempeño. La misma diferencia que existía entre los caudillos también era visible entre los ejércitos. La ambición o la lisonja habían tentado a Majencio con la esperanza de conquista; pero estos anhelos vehementes cedieron el lugar a los resabios de la liviandad y a la conciencia de su propia inexperiencia. En cambio, el pecho denodado de Constantino se ejercitó desde la niñez en la guerra, en los afanes y en el mando militar.

Cuando Aníbal marchó de Galia a Italia, se vio obligado a descubrir y luego abrir un camino entre montañas y a través de naciones bravías que jamás habían franqueado paso a ningún ejército.[1270] En ese tiempo, los Alpes estaban protegidos por la naturaleza; actualmente lo están por el arte. Ciudadelas fortificadas capaces de controlar hasta las llanuras hacen a ese lado de Italia inaccesible para los enemigos del rey de Cerdeña.[1271] En el período intermedio, los generales que intentaron ese pasaje rara vez enfrentaron dificultades o resistencias. En tiempo de Constantino, los campesinos de las montañas ya eran súbditos civilizados y obedientes; el país estaba bien abastecido, y las asombrosas carreteras con las que los romanos traspasaron los Alpes abrían nuevas comunicaciones entre Galia e Italia.[1272] Constantino prefirió el paso de los Alpes Cottiae o, como se llama en nuestros tiempos, el monte Cenis. Dirigió a sus tropas con tal diligencia que descendió por las llanuras del Piamonte antes que la corte de Majencio tuviese noticia positiva de su partida de las orillas del Rin. Aunque la ciudad de Susa, al pie del monte Cenis, se encontraba tan bien guarnecida como para atajar al extranjero, no pudo enfrenar el afán de las tropas de Constantino, que desdeñaron las formalidades dilatadas de un sitio. Apenas llegaron, incendiaron las puertas y arrimaron las escalas a las paredes para trepar al asalto contra un diluvio de piedras y dardos. Se apoderaron, espada en mano, de la plaza y degollaron a la mayor parte de la guarnición. Constantino se preocupó por apagar las llamas y rescató a Susa de su total exterminio. Lo esperaba una batalla más reñida cuarenta millas [64,37 km] más adelante. En las llanuras de Turín, los tenientes de Majencio juntaron una crecida tropa de italianos, cuya fuerza principal radicaba en un tipo de caballería pesada que los romanos, desde la decadencia de su disciplina, habían tomado de las naciones orientales. Jinete y caballo estaban encajonados en una armadura completa, cuyos engarces se adaptaban mañosamente a los movimientos del cuerpo. El aspecto de aquella caballería era formidable; su empuje, casi incontrastable, y como entonces los generales la organizaban en una columna cerrada, o más bien como una cuña aguzada con anchos costados, se lisonjeaban de que fácilmente iban a desgarrar y hollar al ejército de Constantino. Quizás hubieran logrado su intento si el experto caudillo no hubiese acudido al método de defensa que usó Aureliano en una ocasión similar. Las acciones acertadas de Constantino conmovieron y burlaron a aquella columna maciza; las tropas de Majencio huyeron atropelladamente a Turín y, como encontraron las puertas cerradas, pocos fueron los que se salvaron de los filos de sus perseguidores. Por este grandioso servicio, Turín mereció la clemencia e, incluso, el favor del vencedor, quien luego hizo su entrada en el palacio imperial de Milán, y casi todos los pueblos de Italia entre los Alpes y el Po reconocieron su potestad y se arrimaron con ahínco al bando de Constantino.[1273]

De Milán a Roma, las carreteras Emilia y Flaminia le ofrecieron una marcha fácil por más de cuatrocientas millas [643,74 km]; pero aunque Constantino ansiaba enfrentar al tirano, prudentemente encaminó su avance contra otra hueste italiana, cuya fuerza y situación podía contrarrestar o, en caso de malogro, podía interceptar su retirada. Ruricio Pompeyano, general distinguido por su valentía y pericia, estaba al mando de la ciudad de Verona y de todas las tropas acantonadas en la provincia de Venecia. Al enterarse de que Constantino se encaminaba contra él, separó un gran cuerpo de caballería para enfrentarlo, que fue derrotado en una batalla junto a Brescia y perseguido por las legiones galas hasta las puertas de Verona. La precisión, la importancia y el empeño del sitio de Verona se hicieron presentes inmediatamente en el sagaz pensamiento de Constantino,[1274] pues la ciudad sólo era accesible por una península estrecha hacia el poniente, quedando lo demás ceñido por el Adigio, un río muy rápido que abarcaba la provincia de Venecia, donde los sitiados se surtían de gente y de provisiones. Tras varias tentativas infructuosas, por fin, a duras penas, Constantino logró atravesar el río a cierta distancia más arriba de la ciudad, por un paraje donde el torrente era menos violento. Entonces, encerró a Verona con trincheras poderosas, avanzó apresuradamente con ataques vigorosos, y rechazó una salida desesperada de Pompeyano. Este intrépido general, ansioso no por salvar su persona, sino por defender la seguridad pública, logró escapar secretamente de Verona cuando los recursos para la defensa estaban agotados. Con esmero, logró juntar una hueste capaz de enfrentar a Constantino en campo raso, o de embestirlo si insistía en permanecer dentro de sus líneas. El emperador, atento a los movimientos y enterado de la cercanía de tan formidable enemigo, dejó parte de las legiones para continuar las operaciones del sitio y, capitaneando una valerosa y selecta tropa, avanzó personalmente contra el general de Majencio. El ejército galo se formó en dos líneas, según su práctica usual de guerra; pero el perspicaz caudillo, percibiendo el gran número de soldados italianos, varió repentinamente su disposición: estrechó la segunda línea y alargó la primera para el cabal contrarresto del enemigo. Sólo con tropas veteranas es posible ejecutar despejadamente tales cambios en momentos de peligro, y su resultado suele ser terminante, pero como la contienda se entabló al anochecer y se siguió batallando toda la noche, tuvieron menos cabida las ocurrencias de los generales que el valor de los soldados. La luz del alba demostró la victoria de Constantino y un campo de batalla cubierto de miles de italianos vencidos. Como entre los muertos se encontraba el general Ruricio Pompeyano, Verona se rindió y su guarnición fue hecha prisionera.[1275] Cuando felicitaba a su emperador por tan esclarecido triunfo, la oficialidad vencedora se animó a emitir algunas quejas respetuosas, como aquéllas que los más celosos monarcas suelen oír sin molestarse. Manifestaron a Constantino que, traspasando las funciones de un comandante, había estado exponiendo su persona con tan excesivo coraje que terminaba degenerando en temeridad, y le rogaron encarecidamente que, en lo sucesivo, atendiera más a la conservación de una vida de la que dependía la salvación de Roma y del Imperio.[1276]

Mientras Constantino se distinguía por valiente y entendido en la lid, el soberano de Italia fue insensible a las desventuras y el peligro que estaban desgarrando las entrañas de sus dominios. Majencio seguía embargado en sus deleites y ocultaba al pueblo, o por lo menos se esmeraba en ocultar, los infortunios de sus ejércitos;[1277] se adormecía en el regazo de sus vanas confianzas y se alejaba del remedio de sus dolencias.[1278] La rapidez de Constantino[1279] apenas alcanzaba para que reaccionara contra la seguridad fatal que sentía: se lisonjeaba de que su notoria grandeza y la majestad del nombre romano, que ya lo habían libertado de dos invasiones, desvanecería del mismo modo al ejército rebelde de Galia. Finalmente, los oficiales expertos y consumados que habían militado con las banderas de Maximiano se vieron obligados a desengañar al hijo mimado sobre el peligro inminente que ya lo estaba cercando, y lo instaron, con un desenfado que lo asombró y convenció al mismo tiempo, a que precaviese su ruina por medio del vigoroso esfuerzo de su poder restante. Los recursos de Majencio, tanto de hombres como de dinero, eran todavía considerables, pues la guardia pretoriana estaba convencida de la conveniencia de enlazar su causa con la de él, y luego se les unió un tercer ejército más numeroso que los vencidos en las batallas de Turín y de Verona. El emperador no tenía intención de acaudillar personalmente las tropas, ya que, como extraño a las acciones de la guerra, se estremecía con el peligro de una contienda tan arriesgada; y, como el temor es comúnmente supersticioso, escuchó con desconsolada atención los agüeros y los presagios que parecieron amenazar su vida y su Imperio. Finalmente, la vergüenza cedió su lugar a la valentía, y se vio forzado a tomar el campo de batalla al no poder sobrellevar el menosprecio del pueblo romano. El circo resonó con el clamor de los airados ciudadanos, quienes luego se aglomeraron atropelladamente en las puertas del palacio reprochando la cobardía de su soberano indolente y ponderando la bizarría triunfadora de Constantino.[1280] Majencio, antes de salir de Roma, consultó con los Libros Sibilinos, y como los guardias de aquellos antiguos oráculos eran más duchos en las artes del mundo que en los recónditos secretos de la suerte, le contestaron estudiadamente en términos que cuadrasen con el éxito y afianzasen su reputación, prescindiendo del rumbo que tomasen las armas.[1281]

La celeridad de la marcha de Constantino ha sido parangonada con la rápida conquista de Italia realizada por el primer César; esta comparación no desdice la verdad histórica, pues tan sólo mediaron cincuenta y ocho días entre la rendición de Verona y la culminación de la guerra (28 de octubre de 312). Constantino imaginó que el tirano cedería a los impulsos de la zozobra o la prudencia y que, en vez de aventurar su última esperanza en una batalla terminante, se encerraría en los muros de Roma. Sus grandiosos almacenes lo guarnecieron contra la contingencia del hambre, y como la situación de Constantino no admitía demora, quizá se vería obligado a la triste necesidad de asolar a hierro y fuego la ciudad imperial, que era el galardón más esclarecido de la victoria, y cuyo rescate era el motivo, o más bien el pretexto, de la guerra civil.[1282] Pero al llegar a un paraje llamado Saxa Rubra, como a nueve millas [14,5 km] de Roma,[1283] con asombro gozoso descubrió que el ejército de Majencio estaba preparado para darle batalla.[1284] Su amplio frente ocupaba una llanura dilatada y su retaguardia llegaba a las orillas del Tíber, prohibiendo la retirada. Nos refieren, y debemos creerlo, que Constantino dispuso sus tropas con suma habilidad, reservándose el punto de más honor y peligro. Distinguiéndose por el esplendor de su armamento, capitaneó la caballería y se abalanzó hacia su rival: su ataque irresistible determinó la suerte de la batalla. La caballería de Majencio estaba conformada fundamentalmente por coraceros torpes y por moros y numidas indisciplinados, que se rindieron al vigor de los jinetes galos, más decididos que los primeros y más seguros que los otros. Al ser derrotadas ambas alas, la infantería quedó desvalida, y los indisciplinados italianos huyeron sin pesadumbre de las banderas de un tirano al que siempre habían odiado y a quien ya no respetaban. Venganza y desesperación fueron los estímulos de los pretorianos, que sabían que no alcanzaría el indulto a sus atentados; y aunque todo el esfuerzo de tan valerosos veteranos fue infructuoso para recobrar la victoria, sin embargo, ellos lograron una muerte honorable: sus cadáveres seguían cubriendo el mismo sitio que ocuparon con sus filas.[1285] Pero luego sobrevino un desconcierto general; el exánime ejército de Majencio estaba siendo acosado por un enemigo implacable; sus soldados, entonces, se arrojaron de a miles en la honda y rápida corriente del Tíber. El emperador intentó escapar de la ciudad por el puente Milvio, pero el gentío agolpado en aquella estrechez lo volcó al río, donde se ahogó inmediatamente por el peso de su armadura.[1286] Al día siguiente, costó trabajo hallar su cadáver hundido en el barrizal; su cabeza, colgada a la vista de todos, convenció al pueblo de su liberación, pero impidió que vitorease leal y agradecidamente al venturoso Constantino, cuyo valor y pericia acababan de coronar la empresa más esplendorosa de su vida.[1287]

Al triunfar, Constantino no mostró rasgos grandiosos de clemencia ni extremos de excesiva crudeza,[1288] pues impuso el mismo tratamiento que hubieran recibido él y su familia por una derrota semejante: ajustició a los dos hijos y a toda la parentela del tirano. Los seguidores más distinguidos de Majencio debieron haber esperado compartir su destino, como lo habían hecho con su prosperidad y sus delitos; pero cuando el pueblo romano pidió un mayor número de víctimas, el vencedor se resistió, con entereza y humanidad, a esos clamores serviles dictados por el resentimiento y la adulación. Castigó con escarmiento a los delatores, y todos los inocentes que habían sido desterrados por la anterior tiranía recobraron su patria y sus haciendas. Pregonó el olvido general para calmar los ánimos y afianzar la propiedad en Italia y África.[1289] La primera vez que Constantino honró al Senado con su presencia, modestamente reseñó sus servicios y hazañas, manifestó aprecio sincero a todo el cuerpo y ofreció restablecer su antiguo decoro y privilegios. El Senado, agradecido, intentó sustituir la superflua tarea de otorgar títulos honoríficos insustanciales que aún tenía en su poder, y, sin aspirar a ratificar la autoridad de Constantino, acordó por decreto asignarle el primer lugar entre los tres Augustos que estaban gobernando el mundo romano.[1290] Los juegos y las festividades se instituyeron para perpetuar la nombradía de la victoria y varios edificios, levantados a costa de Majencio, fueron dedicados al honor del venturoso rival. El arco triunfal de Constantino todavía es una prueba melancólica de la decadencia de las artes y un testimonio singular de la mediocre vanidad. Como no era posible encontrar en la capital del Imperio un escultor capaz de engalanar dignamente aquel grandioso monumento, se acudió, sin respeto a la memoria y contra las reglas del decoro, a despojar al arco de Trajano de sus figuras más primorosas. No se tuvo en cuenta las diferencias en las personalidades, las acciones, los caracteres y las épocas. Se representa a los cautivos partos postrados a las plantas de un príncipe que jamás asomó con sus armas por el Éufrates; los expertos más perspicaces aún pueden descubrir la cabeza de Trajano entre los trofeos de Constantino; y además los nuevos ornamentos, que eran necesarios para tapar los vacíos de la antigua escultura, fueron realizados de manera tosca e insertados torpemente.[1291]

El total exterminio de la guardia pretoriana fue tanto una medida prudente como vengativa: estas tropas, cuyo número y privilegios habían sido restaurados e incluso aumentados por Majencio, fueron deshechas para siempre por Constantino. Se destruyeron sus fortines, y los pocos pretorianos que evitaron los filos de las espadas fueron repartidos por las legiones o arrinconados en las fronteras del Imperio, donde podían ser útiles sin representar un peligro.[1292] Constantino, suprimiendo las tropas estacionadas en Roma, descargó un violento golpe al decoro del Senado y del pueblo. La desarmada capital quedó sin socorro y expuesta a los embates o al menosprecio de sus lejanos dueños. Se advierte que, en el último intento por recobrar su libertad moribunda, los romanos habían entronizado a Majencio por temor a un tributo exigido al Senado como donativo; luego imploraron el auxilio de Constantino, y éste venció al tirano y convirtió el donativo en un impuesto perpetuo. Se dividió a los senadores en distintas clases, según la declaración que se requirió de sus propiedades: los más acaudalados debían pagar anualmente ocho libras de oro; la siguiente clase, cuatro libras; la otra, dos; y los más pobres, que podrían haber solicitado una exención, sin embargo debían contribuir con siete piezas de oro. Los miembros regulares del Senado, sus hijos, sus descendientes, su parentela y hasta sus relaciones disfrutaban las regalías y aguantaban el pesado gravamen; así que no es de extrañar que Constantino haya aumentado cuidadosamente el número de individuos comprendidos en una jerarquía tan provechosa.[1293] Después de la derrota de Majencio, el emperador victorioso estuvo dos o tres meses en Roma, y sólo la visitó en dos ocasiones para solemnizar las grandiosas fiestas del primero y segundo decenio de su reinado. En constante movimiento para ejercitar las legiones o para inspeccionar el estado de las provincias, Constantino fue residiendo en Tréveris, Milán, Aquileia, Sirmio, Naissus y Tesalónica, hasta que fundó Nueva Roma en el límite de Asia y Europa.[1294]

Antes de marcharse de Italia, Constantino se aseguró la amistad o, al menos, la neutralidad del emperador ilirio Licinio, ofreciéndole como esposa a su hermana Constancia; pero la celebración de las nupcias se postergó para cuando finalizara la guerra. La entrevista de ambos emperadores en Milán, realizada con tal fin, pareció fortalecer la unión de sus familias e intereses;[1295] pero en medio de los festejos tuvieron que despedirse repentinamente: un ataque de los francos convocaba a Constantino al Rin y el ademán belicoso del soberano de Asia requería la presencia de Licinio.

Maximino había sido el aliado secreto de Majencio y, sin ser desalentado por su destino, se arriesgó a tentar la suerte de una guerra civil. Durante el invierno, marchó de Siria a la frontera de Bitinia (año 313). La estación era cruda y tormentosa; perecieron un gran número de hombres y caballos por la nieve; y, como los caminos estaban intransitables por los aguaceros, tuvo que dejar gran parte de su bagaje, cuya pesadez impedía la velocidad de la marcha. Por este esfuerzo extraordinario de diligencia, llegó con un ejército acosado pero formidable a las márgenes del Bósforo en Tracia, antes que los tenientes de Licinio fueran informados de sus hostiles intenciones. Bizancio se rindió al poder de Maximino tras un sitio de once días; pero él fue detenido algunos días entre los muros de Heraclea, cuando sitiaba la ciudad, y lo sobresaltó la noticia de que Licinio se hallaba acampado a la breve distancia de dieciocho millas [28,97 km]. Tras una negociación infructuosa, en la que ambos príncipes trataron de seducir a los partidarios del bando contrario, acudieron a las armas. El emperador de Oriente acaudillaba un ejército disciplinado y veterano de más de setenta mil hombres, y Licinio, que había juntado unos treinta mil ilíricos, al principio quedó arrollado por la superioridad del número, pero gracias a su habilidad militar y a la entereza de su tropa se revirtió el trance con una victoria decisiva. La increíble diligencia de Maximino en su escape se ponderó más que sus proezas en la batalla, y, después de veinticuatro horas, se mostró en Nicomedia, a más de ciento sesenta millas [257,5 km] del sitio de su derrota, pálido, trémulo y sin distintivo imperial. En Asia, Maximino poseía caudales sobrantes y, aunque había sucumbido la flor de sus veteranos en el último choque, aún tenía facultades, si podía obtener tiempo, para sacar los crecidos refuerzos de Siria y Egipto; pero sólo sobrevivió tres o cuatro meses. Algunos atribuyeron su muerte, acaecida en Tarso, a la desesperación; otros, al veneno; y otros, a la justicia divina. Como Maximino carecía de habilidades y de virtud, ni el pueblo ni los soldados lo lamentaron, y las provincias orientales, aliviadas del peso de la guerra civil, reconocieron gozosas la autoridad de Licinio.[1296]

El emperador vencido dejó dos hijos, un muchacho de ocho años y una niña de alrededor de siete. La inocencia podría haber emocionado su compasión, pero este afecto no tenía cabida en Licinio, quien intentó extinguir el nombre y la memoria de su contrario. La muerte de Severiano no admite excusas, porque no fue dictada por venganza ni por miramientos de política. El vencedor jamás recibió algún agravio por parte del padre de aquel joven, y el remoto y oscuro reino que le correspondía a Severo se hallaba en una parte lejana del Imperio y era realmente olvidable. La ejecución de Candidiano fue un acto de crueldad e ingratitud más horroroso, pues era hijo natural de Galerio, amigo y bienhechor de Licinio. Su prudente padre lo consideró demasiado joven para sobrellevar el peso de la diadema; pero imaginó que, al resguardo de príncipes deudores de su favor para la púrpura imperial, Candidiano viviría segura y honoríficamente. Al llegar a los veinte años de edad, aunque no tuviese el mérito o la ambición de la púrpura, la realeza de su nacimiento bastó para encrudecer el ánimo celoso de Licinio.[1297] A estas inocentes e ilustres víctimas de su tiranía, hay que añadir a la esposa y la hija del emperador Diocleciano. Cuando este príncipe le dio el título de César a Galerio, lo desposó con su hija Valeria, cuya amarga suerte daría motivo a una tragedia. Ella desempeñó e, incluso, superó las obligaciones de una esposa, y, al no tener sucesión, adoptó al hijo natural de su marido, acreditando inalterablemente el cariño y el afán de una madre legítima para el desventurado Candidiano. Luego de la muerte de Galerio, el caudal y el atractivo de la viuda cautivaron los anhelos del sucesor, Maximino,[1298] y aunque casado, como era común el divorcio en la legislación romana, los impulsos del tirano demandaron inmediato goce. La respuesta de Valeria era la que correspondía a una viuda e hija de emperadores, pero supo templarla con la prudencia que le imponía su indefensa situación. Manifestó a los encargados de aquel mensaje que, «aun cuando el honor permitiese que una mujer de su estado y señorío acordara un segundo desposorio, por lo menos el decoro le prohibiría aceptar la propuesta cuando las cenizas de su esposo y bienhechor se hallaban aún tibias y mientras que el desconsuelo interior sea expresado por su enlutada vestimenta. Ella se aventuró a declarar que se fiaría poco de las protestas de un hombre cuya inconstancia cruel era capaz de repudiar a una consorte tan leal y apasionada».[1299] Con este desengaño, el cariño de Maximino se transformó en furia, y, como siempre tenía a su disposición testigos y jueces, le fue fácil encubrir sus ímpetus con la apariencia de cargos legales que ataquen la reputación y la dicha de Valeria. Sus haciendas fueron confiscadas; sus eunucos y sirvientes, sometidos a miles de tormentos; y varias matronas inocentes y respetables perdieron la vida al ser procesadas falsamente por adúlteras. La misma emperatriz y su madre, Prisca, fueron condenadas al destierro y, antes de encerrarlas en una aldea arrinconada por los desiertos de Siria, fueron expulsadas atropellada y afrentosamente de pueblo en pueblo. Se vieron obligadas a mostrar su vergüenza y desamparo por las provincias de Oriente, las que durante treinta años habían estado respetando su augusto señorío. Diocleciano extremó sus infructuosos ruegos para aliviar las desventuras de su hija, y en último pago por la púrpura imperial que le había proporcionado a Maximino, le pedía encarecidamente que le permitiese compartir su retiro en Salona con Valeria, para que ella pudiera cerrarle al fin los ojos a su desconsolado padre.[1300] Como ya no tenía el poder de amenazar, todo aquel cúmulo de súplicas sólo hallaba frialdad y menosprecio. Maximino sintió su orgullo colmado al tratar a Diocleciano como suplicante y a su hija como culpable. La muerte de Maximino parecía asegurar a las emperatrices un cambio favorable en su fortuna, pues con los trastornos públicos disminuía la vigilancia de los guardias, y ellas encontraron los medios para escapar del lugar de su exilio y presentarse cautelosamente en la corte de Licinio. Su conducta, en el comienzo de su reinado, y la honorable recepción que les ofreció el joven Candidiano inspiraron en Valeria una complacencia entrañable respecto de sí misma y de su hijo adoptivo. Pero estas halagüeñas perspectivas pronto fueron ensombrecidas por el horror y el asombro que le producían las sangrientas ejecuciones que sin cesar mancillaban el palacio de Nicomedia, y pudo darse cuenta de que otro tirano, aún más atroz que Maximiano, ultrajaba el solio. Valeria intentó salvarse arrebatadamente, y, acompañada siempre de su madre Prisca, fue vagando por las provincias, encubierta con trajes humildes, durante quince meses.[1301] Las descubrieron en Tesalónica; como ya estaban sentenciadas de antemano, fueron inmediatamente degolladas, y arrojaron sus cadáveres al mar. El pueblo, atónito ante el doloroso espectáculo, tenía que controlar su airado quebranto por temor a la guardia militar. Tal fue el indigno destino de la esposa y la hija de Diocleciano. Lamentamos sus desgracias y no alcanzamos a descubrir sus delitos, y por más cruel que nos parezca Licinio, realmente nos extraña que él no acudiese a cualquiera otro género de venganza más reservado y decoroso.[1302]

El mundo romano quedó dividido entonces entre Constantino y Licinio: el primero estaba al mando de Occidente; el segundo, de Oriente (año 314). Tal vez, era de esperar que los vencedores, fatigados por la guerra civil y enlazados con vínculos privados y públicos, renunciaran o, por lo menos, suspendieran, sus nuevos intentos ambiciosos. Sin embargo, apenas había pasado un año de la muerte de Maximino, cuando los emperadores victoriosos apuntaron mutuamente sus armas. La índole, la ambición y el desempeño preeminente de Constantino parecen señalarlo como el agresor; pero la alevosía de Licinio justifica las sospechas más vehementes y, por los escasos visos que ofrece la historia de este trance,[1303] se trasluce una conspiración fraguada por sus artes contra la autoridad de su compañero. Constantino acababa de desposar a su hermana Anastasia con Basiano, un hombre de una familia y fortuna considerables, que fue elevado a la jerarquía de César. Según el sistema instituido por Diocleciano, Italia y, quizás, África le correspondían en la partición del Imperio; pero el cumplimiento de la oferta se fue dilatando o acompañando de tantas diferentes condiciones que la lealtad de Basiano quedó más quebrantada que robustecida con la distinción que había obtenido. Licinio había ratificado su nombramiento y, por medio de sus emisarios, entabló una correspondencia reservada y siniestra con el nuevo César para exacerbar su descontento e instarlo a alcanzar por la fuerza lo que en vano estaba pretendiendo de la justicia de Constantino. Sin embargo, el atento emperador descubrió la conspiración antes de su ejecución, y después de rescindir solemnemente su alianza con Basiano, lo despojó de la púrpura y le impuso el castigo merecido por su ingratitud y traición. Licinio se negó a entregar a los criminales refugiados en sus dominios, corroborando así las sospechas que ya se tenían de su hipocresía; luego, los desacatos cometidos en Emona —en las fronteras de Italia— contra las estatuas de Constantino enarbolaron la señal de la discordia entre ambos soberanos.[1304]

La primera batalla se libró en Cibalis, ciudad de Panonia situada sobre el río Sava como a cincuenta millas [80,5 km] más arriba de Sirmio.[1305] De las escasas fuerzas que los dos monarcas poderosos sacaron a campaña en aquella reñida contienda (8 de octubre de 315), se infiere que uno se vio repentinamente retado, y el otro, inesperadamente sorprendido, pues el emperador de Occidente tenía sólo veinte mil hombres y el de Oriente, no más de treinta y cinco mil. La inferioridad de número era compensada, no obstante, por la ventaja del terreno, pues Constantino se había situado en un desfiladero o cañada entre un risco empinado y un pantano, y en ese lugar esperó y contrarrestó el primer avance del enemigo. Buscando la victoria, se adelantó a la llanura, pero las veteranas legiones de Iliria se recuperaron bajo el estandarte de un caudillo entrenado en guerrear en la escuela de Probo y Diocleciano. Las armas arrojadizas pronto se agotaron en ambos bandos, y los dos ejércitos se abalanzaron cuerpo a cuerpo con espadas, lanzas e igual valor. La contienda fue indecisa desde el amanecer hasta muy entrada la noche, cuando el ala derecha capitaneada personalmente por Constantino se lanzó a la carga incontrastablemente. La juiciosa retirada de Licinio salvó a sus restantes fuerzas de una derrota definitiva; pero al sumar su pérdida, que ascendía a más de veinte mil hombres, consideró peligroso pasar la noche en presencia de un enemigo activo y victorioso. Abandonó el campamento y los almacenes; se marchó sigilosa y aceleradamente acaudillando la mayor parte de su caballería, y rápidamente se quedó fuera de todo alcance y peligro. Con su diligencia, resguardó a su esposa, a su hijo y los tesoros depositados en Sirmio. Licinio atravesó esta ciudad, cortó el puente sobre el Sava y se apresuró a juntar un nuevo ejército en Dacia y Tracia, concediendo en su fuga el título provisorio de César a Valente, general de la frontera iliria.[1306]

La llanura de Mardia en Tracia fue el teatro de una segunda batalla no menos reñida y sangrienta que la primera. Las tropas de ambos bandos demostraron el mismo valor y disciplina; y la victoria fue una vez más decidida por el desempeño superior de Constantino, quien dispuso la colocación de un cuerpo de cinco mil hombres sobre un cerro, desde donde, en lo más encarnizado de la batalla, descendió sobre la retaguardia enemiga, causándole muchos muertos. Sin embargo, las tropas de Licinio presentaron dos frentes y se mantuvieron inmóviles hasta que sobrevino la noche y terminó el combate; entonces aseguraron su retirada hacia las sierras de Macedonia.[1307]

La pérdida de dos batallas y de sus veteranos más valientes doblegó la altanería de Licinio hasta el punto de implorar la paz. Constantino concedió una entrevista a su embajador, Mistriano, quien se explayó por el trillado carril de la moderación y la humanidad que distinguen la oratoria de todo vencido. Mistriano insinuó en un lenguaje patético que los acontecimientos de la guerra solían ser inciertos, mientras que sus fracasos inevitables eran funestos para ambos bandos. Expresó que traía credenciales para proponer una paz honrosa y duradera en nombre de sus dos amos, los emperadores. Frente a la mención de Valente, Constantino demostró su ira y menosprecio. «No fue por tal propósito —replicó ceñudo— que hemos avanzado de las costas del océano occidental en alas de la victoria; y después de rechazar a un pariente desagradecido, debemos aceptar por compañero a un esclavo despreciable. La renuncia de Valente será el primer artículo del tratado.»[1308] Fue necesario aceptar esta condición humillante, y el desventurado Valente, tras un reinado de pocos días, fue privado de la púrpura y de su vida. Tan pronto como este obstáculo se quitó, la tranquilidad del mundo romano se restauró sin demora. Las derrotas sucesivas de Licinio quebraron su poderío, pero mostraron su valor y su desempeño: su situación era casi desesperada, pero a veces los esfuerzos de la desesperación son formidables, y la sensatez de Constantino antepuso una ventaja grandiosa y positiva a un tercer ensayo en los trances de la guerra. El emperador consintió en dejar en manos de su rival —o, como seguía llamando a Licinio, amigo y hermano— Tracia, Asia Menor, Siria y Egipto; pero las provincias de Panonia, Dalmacia, Dacia, Macedonia y Grecia se incorporaron al Imperio de Occidente, y así los dominios de Constantino abarcaban desde los límites de Caledonia hasta el extremo del Peloponeso. Fue estipulado por el mismo tratado que tres jóvenes reales, hijos de los emperadores, deberían ser llamados al goce de la sucesión. Luego, en Occidente, Crispo y el joven Constantino fueron declarados Césares, y en Oriente, el joven Licinio asumió la misma dignidad. Así, en esta desproporción de honores, el vencedor corroboraba su gran superioridad en armas y poderío.[1309]

A pesar de los celos y el resentimiento por los recuerdos de los últimos agravios y el temor de futuras contingencias, la conciliación de Constantino y Licinio proporcionó bonanza durante ocho años en el ámbito del Imperio (315-323). Durante ese período, comenzó a dictarse una serie eslabonada de leyes imperiales, y no fue difícil transcribir las disposiciones civiles, tarea que Constantino atendió en su tiempo de ocio. Sin embargo, las leyes de mayor importancia se enlazaron estrechamente con el nuevo sistema político y religioso, y éste fue establecido completamente en los últimos y pacíficos años de su reinado. Muchas de sus leyes relativas al derecho de propiedad individual y a la práctica forense pertenecen más bien a la jurisprudencia privada que a la pública. Incluso, Constantino promulgó varios edictos de carácter tan local y temporario que no corresponden a una historia general. No obstante, dos leyes se pueden destacar: una por su trascendencia y notable benevolencia y la otra por su extrañeza y excesiva crudeza. I) La horrorosa y, sin embargo, usual práctica de abandonar o matar a los recién nacidos era cada vez más frecuente en las provincias del Imperio, especialmente en Italia. La costumbre era producto de la pobreza, y ésta resultaba del recargo intolerable de impuestos y, ante todo, de las insistencias y abusos de los cobradores con los rezagados en el pago. Los menos pudientes, o menos trabajadores, en vez de celebrar el aumento de su prole, consideraron como un rasgo de cariño paternal liberar a sus niños de las desdichas inminentes que se les hacían intolerables a ellos mismos. La sensibilidad de Constantino, estimulada quizá por algún caso reciente de extraordinaria desesperación, lo instó a dirigir una proclama a todas las ciudades de Italia y, luego, de África, disponiendo socorros inmediatos y suficientes a los padres que acudiesen ante los magistrados con los niños que no podían ser alimentados a causa de la pobreza. Aunque la promesa era grandiosa, su desempeño no fue precisado lo suficiente como para producir efectos generales y permanentes.[1310] Así, por más laudable que fuese, la ley sirvió más para patentizar que para disminuir el quebranto irremediable; constituye un verdadero hito el hecho de confundir a aquellos autores venales, tan satisfechos de su situación que no podían descubrir ningún vicio o miseria bajo el gobierno del generoso soberano.[1311] II) Las leyes de Constantino contra el rapto penalizaban con sobrada crudeza y muy poca indulgencia las debilidades más halagüeñas de la naturaleza humana, puesto que, bajo el concepto de aquel delito, se abarcaba no sólo la tropelía irracional y forzadora, sino el galanteo entrañable que podía persuadir a una mujer soltera, menor de veinticinco años, para fugarse de su casa paterna. «Al rapto consumado se le impuso la pena de muerte, y como si no bastase aquel castigo para tan atroz atentado, se lo quemaba vivo o se lo arrojaba a las fieras en el anfiteatro. La declaración de la virgen confesando su consentimiento, en vez de salvar al amante, la igualaba en su ejecución. El desempeño de la imputación fue confiado a los parientes de la culpada o a la infeliz muchacha, y si por sus sentimientos naturales se intentaba disimular la herida o repararla con el matrimonio, ellos mismos padecían el destierro y la confiscación de bienes. Los esclavos de ambos sexos que hubieran intervenido en el rapto o el ardid se quemaban vivos o morían con el martirio extremo de hacerles ingerir una porción de plomo derretido. Cuando el crimen era público, la acusación podían realizarla incluso los extraños, sin que ésta se ciñese a plazo alguno, trascendiendo la sentencia hasta el fruto inocente de la unión ilegítima.»[1312] Pero, siempre que la culpa horroriza menos que el castigo, el rigor de la ley tiene que ceder ante los impulsos naturales del corazón; así, las cláusulas más violentas quedaron suavizadas o revocadas en los siguientes reinados,[1313] e incluso el mismo Constantino aliviaba con actos parciales de clemencia el destemple severo de sus disposiciones generales. Tal era verdaderamente el carácter singular de este emperador que, mientras se mostró misericordioso y aun negligente en la ejecución de sus leyes, al expedirlas fue cruel y severo; y apenas es posible señalar otra muestra más terminante de flaqueza, tanto en su carácter como en la constitución de su gobierno.[1314]

La administración civil solía ser interrumpida por la defensa militar del Imperio. Crispo, joven cabal, revestido con el título de César (año 322) y al mando de los territorios del Rin, descolló en valor e inteligencia por varias victorias contra francos y alemanes, y doblegó a los bárbaros que ocupaban las fronteras con el temor que les infundía un hijo de Constantino y nieto de Constancio.[1315] El mismo emperador se encargó de la importante y trabajosa provincia del Danubio. Los godos, que en tiempo de Claudio y de Aureliano habían experimentado el embate y poderío romanos, lo respetaron incluso en medio de sus discordias intestinas; pero la fuerza de esa nación belicosa se había robustecido con la paz que reinó durante casi medio siglo, y la nueva generación olvidó los quebrantos antiguos. Los sármatas del lago Meotis [actual mar de Azov] siguieron el estandarte godo como súbditos o como aliados, y sus fuerzas hermanadas anegaron los territorios de Iliria. Campona, Margo y Bononia parecen haber sido el escenario de varios sitios y batallas memorables;[1316] y aunque Constantino encontró una porfiada resistencia, venció por fin a los godos, quienes fueron obligados a una vergonzosa retirada al tener que devolver cuanto habían apresado. Pero este hecho no fue suficiente para satisfacer la ira del emperador: decidió no sólo rechazar, sino castigar a los rebeldes bárbaros profanadores del territorio romano. Acaudillando a sus legiones, atravesó el Danubio, restableció el puente construido por Trajano, se internó en lo más recóndito de Dacia,[1317] y, tras un ejemplar escarmiento, agració con la paz a los suplicantes godos, bajo el pacto de que al primer requerimiento debían reclutarse en sus ejércitos con un cuerpo de cuarenta mil guerreros.[1318] Tales hazañas ciertamente eran honoríficas para Constantino y ventajosas para el Estado, pero no alcanzan para justificar la exagerada afirmación de Eusebio, quien sostiene que toda la Escitia —incluso el extremo norte, dividido en tantos nombres y naciones de costumbres varias e irracionales— se había incorporado, gracias a sus victorias, al Imperio Romano.[1319]

En tan glorioso encumbramiento, era imposible que Constantino compartiera con un asociado el gobierno del Imperio. Fiándose en la superioridad de su desempeño y su poderío militares, se empeñó en ejercitarlos, sin agravio, contra Licinio, cuya ancianidad y torpes vicios le ofrecían una fácil victoria (año 323).[1320] Sin embargo, el viejo emperador, frente a la sospecha de peligro, engañó las esperanzas de amigos y enemigos: renovándose con el brío y la pericia que habían embelesado a Galerio y que le habían permitido obtener la púrpura imperial, se preparó para la lid. Juntó las fuerzas de Oriente, colmó de tropas las llanuras de Adrianópolis [actual Edirne] y de bajeles los estrechos del Helesponto. Su ejército constaba de ciento cincuenta mil infantes y quince mil caballos, y como estos últimos habían llegado principalmente de Frigia y Capadocia, seguramente serían hermosísimos y más guerreros que sus jinetes. La flota se compuso de trescientas cincuenta galeras de tres órdenes de remos. De éstas, ciento treinta fueron proporcionadas por Egipto y las inmediaciones de África; ciento diez, por los puertos de Fenicia y la isla de Chipre; los países marítimos de Bitinia, Jonia y Caria tuvieron que proporcionar las otras ciento diez galeras. Las tropas de Constantino se reunieron en Tesalónica y ascendían a más de ciento veinte mil hombres de infantería y caballería.[1321] El emperador se contentó con su apariencia marcial, pues su ejército mostraba más soldados, aunque menos hombres, que el de su rival oriental. Las legiones de Constantino fueron conformadas por soldados de las belicosas provincias de Europa; los afanes habían robustecido su disciplina; la victoria había elevado sus esperanzas, y entre ellos existía un crecido número de veteranos que, tras diecisiete campañas con un mismo caudillo, se estaban preparando para ganar honorablemente la última batalla con el esfuerzo de su valor.[1322] Sin embargo, los recursos navales de Constantino eran inferiores a los de sus rivales, pues aunque las ciudades marítimas de Grecia acudieron con hombres y barcos al célebre puerto de Pireo, todas sus fuerzas consistieron en no más de doscientos bajeles menores; mísero armamento si se compara con las formidables escuadras de Atenas durante la guerra del Peloponeso.[1323] Desde que Italia ya no era el solio del gobierno, los establecimientos navales de Miseno y Ravena se fueron descuidando. Además, como el comercio —más que la guerra— necesitaba de los astilleros y de la tripulación del Imperio, evidentemente ellos debían abundar en las provincias de Egipto y de Asia; y, por tanto, es de extrañar que el emperador del Oriente, con tanta superioridad en el mar, no aprovechase aquella oportunidad para entablar una guerra ofensiva en el corazón de los dominios enemigos.

En vez de tomar una resolución rápida que podría haber variado todo el aspecto de la guerra, el prudente Licinio estuvo aguardando a su rival en un campamento junto a Adrianópolis, fortificándolo con tanto ahínco que terminó demostrando su zozobra por el resultado (3 de julio de 323). Constantino dirigió su marcha desde Tesalónica hacia aquella parte de Tracia, hasta que tuvo que detenerse por el hondo y violento raudal del Hebrus y descubrió al grandioso ejército de Licinio, que ocupaba toda la escarpada pendiente de la colina desde el río hasta la ciudad de Adrianópolis. Durante muchos días se libraron combates, pero al fin las intrépidas disposiciones de Constantino saltearon los obstáculos del camino y del ataque. Esta proeza admirable de Constantino es referida, tal vez con rasgos poéticos o novelados, no por un orador venal sino por un historiador enemigo de su nombradía, quien asegura que el valeroso emperador se arrojó al Hebrus acompañado sólo por doce jinetes y que, con el ímpetu y terror de su incontrastable brazo, quebró, mató y ahuyentó a un ejército de ciento cincuenta mil hombres. La credulidad de Zósimo prevaleció sobre su encono a tal punto que, entre los acontecimientos de la memorable batalla de Adrianópolis, él no parece haber elegido y embellecido los más importantes, sino los más milagrosos. El valor y el peligro de Constantino se pueden comprobar porque recibió una herida leve en un muslo. Sin embargo, en una imperfecta narración y quizás en un texto adulterado, también se rastrea que la victoria se alcanzó tanto por el desempeño del general como por el valor del héroe; que un cuerpo de cinco mil arqueros, rodeándole la espalda, logró emboscar al enemigo, cuya atención estaba embargada en la construcción de un puente, y que Licinio, desconcertado por el desarrollo del combate, tuvo que dejar su aventajado lugar y se vio obligado a pelear en el terreno de la llanura. La contienda entonces dejó de ser pareja, pues la arremolinada muchedumbre de novatos quedó fácilmente derrotada por los aguerridos veteranos del Occidente. Se informó que murieron treinta y cuatro mil hombres. El campamento fortificado de Licinio fue tomado por asalto durante la misma tarde de la batalla; la mayoría de los fugitivos que se habían guarecido por las sierras se fueron entregando a la discreción del vencedor, y su rival, no pudiendo ya mantenerse en campaña, se encerró en los muros de Bizancio.[1324]

Constantino inmediatamente inició el sitio de Bizancio, que fue arduo e incierto. La plaza, que era la llave de Asia y Europa, había sido fortificada en las últimas guerras civiles y, siendo Licinio el dueño del mar, la guarnición estaba menos expuesta al azote del hambre que la hueste sitiadora. Constantino convocó a los jefes navales a su campamento y les ordenó terminantemente forzar el paso del Helesponto. Mientras tanto, la escuadra de Licinio, en vez de buscar la forma de destruir a tan endeble enemigo, siguió en su inacción dentro de los estrechos, donde la superioridad del número era inservible. Crispo, el primogénito del emperador, era quien debía ejecutar la arriesgada empresa, y la desempeñó con tanto éxito y valor que mereció el aprecio y, tal vez, los celos de su padre. La contienda duró dos días. En la tarde del primero, las escuadras combatientes, después de una pérdida considerable y mutua, se refugiaron en sus respectivos puertos de Asia y Europa. En el segundo día, cerca del mediodía, se levantó un fuerte viento[1325] que arrojó contra el enemigo los buques de Crispo, quien, aprovechándose de la ventaja accidental con intrépida habilidad, rápidamente logró una victoria completa. Quedaron destrozados ciento treinta bajeles y murieron cinco mil hombres; Amando, almirante de la escuadra asiática, logró escapar con gran esfuerzo por las playas de Calcedonia. Tan pronto como el Helesponto estuvo libre, llegaron provisiones al campamento de Constantino, quien ya había comenzado con las operaciones del sitio. Niveló sus malecones con las murallas de Bizancio; sobre ellos encumbró torreones desde donde se arrojaban, por medio de máquinas militares, peñascos y dardos hacia los sitiados, logrando con ello cuartear los muros de Bizancio. Licinio, al insistir en la defensa, se exponía a fenecer entre los escombros de la plaza. Así que, antes de verse acorralado, se trasladó cuerdamente con sus tesoros a Calcedonia, en Asia, y, ansioso por obtener compañeros en las vicisitudes de su fortuna, le concedió el dictado de César a Martiniano, que estaba desempeñando uno de los cargos principales del Imperio.[1326]

Tantos eran todavía los recursos y las habilidades de Licinio que, tras sus derrotas consecutivas, logró juntar en Bitinia un nuevo ejército de cincuenta o sesenta mil hombres, mientras Constantino estaba embargado en el sitio de Bizancio, sin desatender por esto la desesperada agonía de su antagonista. Gran parte del ejército victorioso llegó al Bósforo en naves pequeñas y, al desembarcar, se trabó la batalla decisiva sobre las lomas de Crisópolis o, como se la llama en la actualidad, Escutari. Las tropas de Licinio, aunque mal armadas y peor disciplinadas, se destacaron por su valor infructuoso y también desesperado, hasta que una total derrota y la muerte de cinco mil hombres determinaron irremediablemente el exterminio de su caudillo.[1327] Licinio se retiró a Nicomedia con el objetivo de ganar tiempo para negociar más que con las esperanzas de entablar una nueva defensa. Constancia, su esposa y hermana de Constantino, intercedió ante el hermano a favor del marido, y de su política, más que de su lástima, logró la promesa, solemnemente jurada, de que tras el sacrificio de Martiniano y la renuncia de Licinio a la púrpura, éste podría vivir en paz y holganza. La conducta de Constancia y su relación con los adversarios nos recuerda a aquella matrona virtuosa, hermana de Augusto y mujer de Antonio; pero las épocas cambiaron y ya no era vergonzoso para un romano sobrevivir al título y al señorío. Licinio, entonces, solicitó y aceptó su indulto; ofreció la púrpura; se postró a las plantas de su señor y dueño, y fue alzado del suelo con insultante lástima. Aquel mismo día asistió al banquete imperial y, luego, se le ordenó marchar hacia Tesalónica, que era el paraje escogido para su confinamiento.[1328] Sin embargo, rápidamente la muerte puso fin a su encierro. Es dudoso si un alboroto de los soldados o un decreto del Senado fue el motivo de su ejecución. Según las leyes de la tiranía, se lo acusó de fraguar una conspiración y de mantener una alevosa correspondencia con los bárbaros; pero como él nunca fue condenado por su propia conducta o por algún testimonio legal, nos cabe suponer de su debilidad su inocencia.[1329] De este modo, la memoria de Licinio fue marcada con la infamia; se derribaron sus estatuas y, por medio de un apresurado edicto tan tendencioso que casi inmediatamente hubo que corregirlo, todas sus leyes y las sentencias judiciales de su reinado quedaron abolidas de un golpe.[1330] Con esta victoria de Constantino, luego de treinta y siete años de que Diocleciano hubiera dividido su poderío y sus provincias con Maximiano, todo el mundo romano quedó al mando de un solo emperador (año 324).

Hemos ido refiriendo con minuciosidad y precisión los pasos consecutivos del encumbramiento de Constantino, desde su ascenso al trono en York hasta la renuncia de Licinio en Nicomedia, no sólo porque los acontecimientos fueran significativos e interesantes, sino porque, al desperdiciarse la sangre y los tesoros y al incrementarse el valor de los impuestos y de los gastos militares, contribuyeron a la decadencia del Imperio. La fundación de Constantinopla y el establecimiento de la religión cristiana fueron las consecuencias inmediatas y memorables de estos cambios.