VI

MUERTE DE SEVERO - TIRANÍA DE CARACALLA - USURPACIÓN DE MACRINO - LOCURA DE HELIOGÁBALO - VIRTUDES DE ALEJANDRO SEVERO - DESENFRENO DEL EJÉRCITO - ESTADO GENERAL DE LA HACIENDA ROMANA

El ascenso a la grandeza, por más arduo y arriesgado que sea, puede entretener a un espíritu activo con la conciencia y el ejercicio de su poder, mas la posesión de un trono jamás proporciona complacencia duradera a un pecho ambicioso. Severo sufría y manifestaba un amargo desengaño, pues sus aptitudes y su estrella lo habían enaltecido a la suma jerarquía. «Todo lo había sido —solía decir—, y todo era de poquísima monta.»[386] En medio de sus afanes, no para obtener, sino para conservar un imperio, acosado por su edad y sus dolencias, carente de fama[387] y ahíto de poder, se enlutó para él la perspectiva vital. El anhelo de perpetuar ese engrandecimiento en su familia era el único impulso que abrigaban su ambición y su cariño paternal.

Como suelen hacerlo los africanos, Severo se afanaba por los desvariados estudios de la magia y la adivinación; versadísimo en la interpretación de sueños y agüeros, se internó también en la ciencia de la astrología judiciaria, que en todas las épocas, excepto la actual, ha dominado los ánimos de las gentes. Siendo gobernador de la Galia Lyonesa perdió a su primera esposa,[388] y en la elección de la segunda intentó enlazarse sólo con una persona acaudalada, de modo que, apenas llegó a su noticia que una dama de Emesa, en Siria, era de cuna real, solicitó y obtuvo su mano.[389] Julia Domna —pues así se llamaba— era merecedora de cuanto le prometía su signo. Poseía, aun en edad muy madura, el embeleso de su hermosura,[390] y hermanaba la viveza de su imaginación con la entereza y el tino que raramente realzan a su sexo. Sus amables cualidades no hicieron ninguna mella en su celoso marido, pero durante el reinado de su hijo manejó los negocios de mayor monta con tal cordura que sostuvo su autoridad, y con tanta moderación que solía refrenar sus ímpetus más bravíos.[391] Julia también se dedicó al estudio de la filosofía con beneficio y prestigio, pues patrocinaba todas las artes y agasajaba a los talentos.[392] Los sabios, agradecidos, han aclamado elogiosamente sus virtudes, pero, si damos crédito a las habladurías de la historia antigua, la castidad no fue por cierto la virtud más eminente de la emperatriz Julia.[393]

Dos hijos, Caracalla y Geta,[394] fueron el fruto de este enlace y los supuestos herederos del Imperio. Las ansiosas expectativas del padre y del mundo romano fueron malogradas con ambos, que se adormecieron en la viciosa confianza de príncipes hereditarios, presumiendo que su jerarquía era suficiente para compensar el vacío de mérito y de aplicación. Sin competencia de virtud o ingenio, manifestaron casi desde la niñez su mutua e implacable antipatía. Su distanciamiento, afianzado con los años y fomentado con las artimañas de los interesados favoritos, estalló en reyertas, primero pueriles y luego más formales, y por último dividió el teatro, el circo y la corte en dos bandos, pendientes de las esperanzas y los temores de sus respectivos caudillos. Mediante mil arbitrios, el juicioso emperador se afanaba con su eficaz autoridad para disminuir su encarnizada enemistad, pero aquella infausta desavenencia nubló toda su perspectiva, amenazando con hacerle perder el trono ganado con tanto esfuerzo, construido sobre sangre y fortalecido con el resguardo de sus armas y su tesoro. Su diestra imparcial mantenía el equilibrio entre ambos aspirantes, y les franqueó a ambos el rango de augusto, con el reverenciado nombre de los Antoninos; así, el orbe romano vio simultáneamente por primera vez a tres emperadores.[395] Pero esta equidad sólo sirvió para enardecer más y más la contienda, ya que el desaforado Caracalla persistía en su derecho de primogenitura y el apacible Geta agasajaba al pueblo y a los soldados. Llevado por su desconsuelo, Severo presagió que el hijo más desvalido fenecería sacrificado por el más fuerte, quien luego sería abatido por sus propios vicios.[396]

Mientras tanto sobrevino la noticia —grata para Severo— de que en Britania había comenzado la guerra y la invasión de la provincia (año 208) por parte de los bárbaros del Norte. Aunque los desvelos de sus lugartenientes bastaban para rechazar al remoto enemigo, decidió valerse de tan honroso pretexto para rescatar a sus hijos del embeleso y las liviandades de Roma, que perjudicaban su espíritu y enconaban sus ánimos, y para imponer a su mocedad en los afanes de la guerra y del gobierno. A pesar de su edad avanzada —pues pasaba de los sesenta años— y de la gota, que lo obligaba a viajar en litera, Severo se trasladó personalmente a tan lejana isla, acompañado por sus dos hijos, toda la corte y una hueste formidable. Atravesó de inmediato las calzadas de Adriano y Antonino, y se internó en el país enemigo con la intención de llevar a cabo la tantas veces intentada conquista de Britania. Penetró hasta el extremo septentrional de la isla sin encontrar enemigos; pero las emboscadas de los isleños sobre los costados y la retaguardia del ejército, lo helado del clima y la crudeza del invierno al atravesar las serranías y los pantanos de Escocia mataron, según se cuenta, más de cincuenta mil romanos. Ante tan poderoso y porfiado avance, finalmente los caledonios cejaron; imploraron la paz, y entregaron parte de las armas y un largo trecho de su territorio, pero su alevosa rendición desapareció junto con el terror, pues, apenas se retiraron las legiones romanas, volvieron a su independencia y sus hostilidades. Su incansable fortaleza provocó a Severo a enviar a Caledonia una nueva hueste, con el sangriento encargo no de sojuzgar sino de exterminar a los naturales, pero los salvó la muerte de su altanero enemigo.[397]

No nos detendríamos en esta guerra de Caledonia, que careció de acontecimientos notables y resultados de gran alcance, de no mediar el concepto, con un considerable grado de probabilidad, de que la invasión de Severo se da la mano con la época más esplendorosa de la historia o la leyenda de Britania. Se cuenta que Fingal, cuya nombradía y la de sus héroes y bardos descuella ahora en nuestro idioma en una obra reciente, acaudilló a los caledonios en aquel trance memorable, en el cual burló el poderío de Severo y alcanzó una notable victoria en las márgenes del Carun, donde Caracul, el hijo del Rey del Mundo, huyó de sus armas por los campos de su orgullo.[398] Aún permanecen a oscuras esas veladas tradiciones montañesas, y el discreto ahínco de la crítica moderna[399] no ha logrado despejarlas, mas si pudiéramos pensar con seguridad que Fingal vivió y que Ossian poetizó, la extremada contraposición de la situación y las costumbres de las dos naciones batalladoras podría embelesar a una mente filosófica. El parangón provocaría poquísimo realce al pueblo civilizado, si se cotejan la implacable venganza de Severo con la gallarda clemencia de Fingal; la crueldad medrosa e irracional de Caracalla con el denuedo afectuoso y el numen peregrino de Ossian, y los caudillos venales que por interés o por temor peleaban bajo la bandera imperial con los guerreros voluntarios que se abalanzaban a las armas a la voz del rey de Morven; si, en una palabra, nos detenemos a contemplar a los incultos caledonios, en medio de sus grandiosas y naturales virtudes, junto a la bastardía de los romanos, corruptos por los infames vicios de la opulencia y la servidumbre.

La salud menoscabada y la dolencia postrera de Severo enardecieron la rabiosa ambición y las lóbregas pasiones de Caracalla. Reñido con toda demora o partición del Imperio, intentó repetidamente abreviar el plazo, ya cortísimo, del padre, y se empeñó infructuosamente en provocar un alboroto entre las tropas.[400] Varias veces, el anciano emperador había censurado la equivocada blandura de Marco, quien con un solo acto justiciero podría haber liberado a los romanos de la tiranía de su indigno hijo, pero, puesto ahora en idéntica situación, advirtió cuán fácilmente el rigor de un juez puede ser perturbado por el cariño de un padre. Deliberó, amenazó, mas nunca llegó a castigar, y este único y tardío ejemplo de compasión acarreó más fatalidades al Imperio que una larga serie de crueldades.[401] El trastorno de su entendimiento aumentó los dolores de su cuerpo; anhelaba el momento de su muerte, y su impaciencia le acortó ese plazo. Expiró en York a los sesenta y cinco años de edad y luego de 18 años de venturoso e ilustre reinado (4 de febrero de 211), y en su último trance recomendó la concordia a sus hijos y éstos al ejército. El precioso encargo jamás llegó a ponerse en práctica, ni siquiera a asomar en el ánimo de los desaforados jóvenes, pero la tropa, más subordinada, cuidadosa de su juramento de obediencia y de la autoridad del difunto amo, resistió las solicitudes de Caracalla y proclamó a ambos hermanos emperadores de Roma. Dejaron luego en paz a los caledonios, volvieron a la capital, celebraron las exequias y los honores divinos de su padre, y quedaron gozosamente reconocidos como legítimos soberanos por el Senado, el Pueblo y las provincias. Quizá le cupo alguna precedencia al primogénito, pero gobernaron ambos el Imperio con potestad igual e independiente.[402]

Aun entre hermanos afectuosos sobrevendrían discordias con esa división del mando, y la duración de éste, entre dos enemigos implacables que ni apetecían ni tendrían su reconciliación por valedera, se hacía inconcebible. Se veía que sólo uno habría de prevalecer y el otro sucumbiría, y cada cual, suponiendo los intentos del otro a partir de los propios, se resguardaba desveladamente contra los redoblados conatos del hierro o el veneno. Su viaje veloz por Galia e Italia, en cuyo tránsito jamás comieron juntos ni durmieron bajo el mismo techo, hizo manifiesta a las provincias una odiosísima muestra de desavenencia fraternal. A su llegada a Roma, de inmediato dividieron el dilatado ámbito del palacio imperial.[403] No existió comunicación entre sus viviendas, se fortificaron esmeradamente puertas y tránsitos, se colocaron y relevaron guardias con la misma puntualidad que en una plaza sitiada. Los emperadores sólo se juntaban en público y ante la presencia de su desconsolada madre; cada uno de ellos tenía una escolta armada, y, aun en medio del ceremonial de la corte, el disimulo palaciego apenas lograba encubrir su encono implacable.[404]

Esta casi declarada guerra civil desquiciaba al gobierno, y se ideó un plan que, al parecer, debía redundar en ventaja para ambos enemigos. Se propuso que, dado que su concordia era inalcanzable, tratasen de separar sus intereses y repartirse el Imperio. El pacto estaba cuidadosamente diseñado: se convino que Caracalla, dado que era el mayor, permaneciese en posesión de Europa y África occidental, y cediera la soberanía de Asia y Egipto a Geta, quien establecería su trono en Alejandría o Antioquía, ciudades poco inferiores a la misma Roma en extensión y riquezas; que sus fuertes huestes respectivas se estableciesen en ambas orillas del Bósforo en Tracia, para resguardar los confines de las monarquías, y que los senadores europeos acatasen al soberano de Roma, y los asiáticos, al emperador de Oriente. Las lágrimas de Julia desbarataron la negociación, cuyo primer asomo embargó de ira y asombro a todos los pechos romanos. A impulsos del tiempo y la política, la inmensa mole se había estrechado tanto que se requería suma violencia para desgarrarla en dos mitades. Los romanos temían fundadamente que sus desarticulados miembros se reunieran, por medio de una guerra civil, bajo el señorío de un solo dueño, y que si prevalecía la separación, con ella las provincias provocarían la disolución de un Imperio cuya unión hasta entonces había permanecido inviolable.[405]

Establecido el convenio, el soberano de Europa pronto habría sometido a Asia, pero Caracalla logró una victoria más fácil y criminal. Dio alevosos oídos a los ruegos de la madre y aceptó encontrarse con su hermano en la estancia materna (27 de febrero de 212), en un gesto de ajuste y reconciliación. En medio del coloquio, algunos centuriones que acechaban se abalanzaron con sus estoques desenvainados contra Geta. La desesperada madre forcejeó para protegerlo con sus brazos, pero en medio de su infructuoso ahínco quedó herida en una mano y salpicada con la sangre de su hijo menor, mientras veía al mayor exacerbando y auxiliando la saña de los asesinos.[406] Cometida la atrocidad, Caracalla corrió, con expresión horrorizada, al campamento de los pretorianos como único refugio, y se postró ante las estatuas de los dioses tutelares.[407] Acudieron a levantarlo y auxiliarlo, y entonces, con voz alterada y balbuciente, les refirió su inminente peligro y su venturosa salvación, insinuando haberse anticipado a los intentos de su enemigo, y declaró su propósito de vivir y morir con sus leales tropas. Geta había sido el predilecto de la soldadesca, pero la queja era ya inútil y la venganza, peligrosa, y siempre seguirían reverenciando a un hijo de Severo. El descontento se desvaneció con un vano murmullo y Caracalla logró convencerlos de la justicia de su causa repartiéndoles en cuantioso donativo el caudal atesorado con los afanes de su padre.[408] Su seguridad y poderío estribaban tan sólo en el apoyo efectivo de los soldados, y, declarados éstos a su favor, el Senado tuvo que prorrumpir en manifestaciones de sumisión, pues, siempre obsequioso, efectuaba gestos de corroborar las disposiciones de la suerte, mas como Caracalla estaba ansioso por amainar el primer ímpetu de ira, se nombró decorosamente a Geta y le cupieron las suntuosas exequias de un emperador romano.[409] La posteridad, con piedad por su fracaso, tendió un velo sobre sus vicios, pues lo consideramos una víctima inocente de la ambición del hermano, sin recapacitar en que le faltó poder, más que anhelo, para consumar idénticos intentos de venganza y muerte.

El delito quedó castigado, pues nada —negocios, deleites ni lisonjas— pudo liberar de los flechazos de sus mortales remordimientos a Caracalla, quien, a impulsos de su martirizada conciencia, llegó a confesar que en su desencajada imaginación solía ver las coléricas figuras del padre y el hermano que revivían para amenazarlo e incriminarlo.[410] La conciencia de su crimen debía inclinarlo a convencer a la estirpe humana, mediante las virtudes de su reinado, de que la sangrienta demasía era un involuntario producto de la infausta necesidad. Pero su arrepentimiento tan sólo lo movió a quitar de en medio todo lo que pudiera recordarle su delito y refrescar la memoria de su hermano sacrificado. Cuando volvió del Senado al palacio, halló a su madre acompañada por ilustres matronas, llorosas por la temprana pérdida del hijo menor. El celoso emperador las amenazó de muerte y ejecutó la sentencia con Fadila, la última hija viva del emperador Marco; hasta la inconsolable Julia tuvo que enmudecer, acallar sus gemidos y halagar al asesino con sonrisa de gozosa aprobación. Se dispuso que, bajo la arbitraria acusación de ser amigo de Geta, perdieran la vida más de veinte mil personas de uno u otro sexo. Su guardia, sus libertos, sus allegados para el desempeño de importantes negocios o para sus joviales desahogos, todos los que por su interés habían ascendido a algún mando en el ejército o las provincias, con la dilatada serie de sus subordinados, fueron incluidos en la proscripción, y Caracalla se esmeró en extenderla a cuantos habían entablado la más escasa correspondencia con Geta, llorado su muerte y aun pronunciado su nombre.[411] Perdió la vida Helvio Pértinax, hijo del príncipe del mismo nombre, por una agudeza intempestiva,[412] y sirvió de suficiente delito a Trásea Prisco pertenecer a una familia en la cual el amor a la libertad era prenda hereditaria.[413] Finalmente se acabaron los motivos particulares de calumnia y de sospecha, y cuando un senador era acusado de ser enemigo secreto del gobierno, el emperador se daba por satisfecho con la prueba de que fuera hacendado y virtuoso, en cuyo antojadizo principio fundaba sus sangrientas ejecuciones.

El exterminio de tanta inocencia era llorado reservadamente por amigos y deudos, mas la muerte de Papiniano, el prefecto pretoriano, se lamentó como catástrofe nacional. En los últimos siete años del reinado de Severo, había desempeñado ese cargo preeminente del Estado, guiando con su benéfica influencia los pasos del emperador por la senda de la equidad y la moderación. Persuadido de su virtud y suficiencia, en su agonía Severo le encomendó que celase la prosperidad y la concordia de la familia imperial.[414] El honorable afán de Papiniano sólo sirvió para enconar más y más el odio que Caracalla profesaba al privado de su padre. Cuando murió Geta, ordenó al prefecto que dedicase su ingenio y elocuencia en una esmerada apología de tamaña atrocidad. El filósofo Séneca había compuesto para el Senado un escrito similar, en nombre del hijo y asesino de Agripina,[415] pero la gloriosa contestación de Papiniano, que no titubeó entre perder la vida o el honor, fue: «Es más fácil cometer que justificar un fratricidio».[416] Tan denodada virtud, que siempre descolló intacta entre las intrigas palaciegas, las tareas y la habilidad en su profesión, deslumbra con más esplendor en la memoria de Papiniano que todos sus empleos eminentes, sus varios escritos y el ilustre prestigio de letrado que siempre ha merecido entre todos los jurisconsultos romanos.[417]

Fue felicidad de los romanos y un consuelo en sus peores tiempos la particularidad de que las virtudes de los emperadores fueran activas y sus vicios, apoltronados. Augusto, Trajano, Adriano y Marco visitaban personalmente sus extensísimos dominios, y siempre brotaban de sus pasos sabiduría y beneficencia. Las tiranías de Tiberio, Nerón y Domiciano —que residieron casi invariablemente en Roma o en villas inmediatas— estuvieron confinadas a los órdenes ecuestre y senatorial,[418] mas Caracalla se constituyó en enemigo de todo el linaje humano. Alrededor de un año después de la muerte de Geta, dejó la capital (año 213) para nunca volver, y durante el resto de su reinado recorrió varias provincias del Imperio, especialmente las de Oriente, y todas fueron campo de sus rapiñas y crueldades. Los senadores, obligados por el temor a seguir sus caprichosos movimientos, debían abastecer, con exorbitante costo, sus entretenimientos diarios, que él luego entregaba con desprecio a su guardia, y también tenían que construir palacios y teatros, que Caracalla o bien no se dignaba visitar o bien mandaba que se destruyesen de inmediato. Las familias acaudaladas quedaron exhaustas a causa de particulares multas y confiscaciones, y la generalidad del pueblo quedó agobiada con estudiados y repetidos impuestos.[419] En una época de paz, y a causa de un leve agravio, envió sus fuerzas a Alejandría, en Egipto, para realizar una matanza de la población, y desde un paraje seguro en el templo de Serapis dirigió y contempló el asesinato de un sinnúmero de ciudadanos y forasteros, sin distinción de su jerarquía o su delito, pues, según informó tibiamente al Senado, todos los alejandrinos, tanto los difuntos como los vivos, eran igualmente criminales.[420]

Las esmeradas instrucciones de Severo jamás hicieron impresión alguna en el pecho de su hijo, quien, aunque dotado de similares fantasía y elocuencia, carecía de sensatez y de humanidad.[421] Era frecuente en su boca y escandalizaba en la práctica esta máxima peligrosa, digna de un tirano: «Afianzar el afecto del ejército y menospreciar a todos los demás súbditos».[422] Así le había enseñado Severo, quien no obstante solía refrenar prudentemente su liberalidad, y compensaba sus condescendencias a la tropa con rasgos de autoridad y firmeza. Las ciegas larguezas del hijo fueron la política de todo un reinado y la ruina inevitable del ejército y el Imperio. El vigor de los soldados, en vez de robustecerse con la estricta disciplina de los campamentos, decaía con el lujo de las ciudades. El descomunal aumento de la paga y los donativos[423] desangró al Estado para enriquecer a la clase militar, cuyos comedimiento en la paz y servicio en la guerra se afianzan acertadamente con una honrosa pobreza. El porte de Caracalla era engreído y altanero, mas con la tropa se desentendía del decoro de su jerarquía, fomentaba su desvergonzada familiaridad y, desatendiendo las tareas de un general, se esmeraba por imitar el traje y los modales de los ínfimos soldados.

No cabían aprecio ni cariño para con el temperamento y la conducta de un Caracalla, pero mientras su liviandad fue provechosa para la milicia, vivió a salvo de peligros o rebeliones; sin embargo, una conspiración secreta que le acarrearon sus propios celos fue aciaga para el tirano. La prefectura pretoriana se hallaba compartida por dos individuos: la dependencia militar estaba a cargo de Advento, un soldado con experiencia pero de escaso desempeño, y la parte civil correspondía a Opilio Macrino, quien, por su maestría en los negocios, fue ascendiendo bien conceptuado hasta aquel preeminente empleo. Con el caprichoso tirano sobrevinieron alternativas en su privanza, y su vida estaba pendiente de una leve sospecha o de cualquier circunstancia casual. Maldad o fanatismo sugirieron a un africano, muy enfrascado en el conocimiento de lo venidero, una predicción arriesgadísima: que Macrino y su hijo estaban destinados a reinar en el Imperio. Fue corriendo la voz por la provincia, y cuando el sujeto llegó encadenado a Roma, ratificó su profecía en presencia del prefecto de la ciudad. Este magistrado, con el urgentísimo encargo de investigar a los sucesores de Caracalla, comunicó inmediatamente el resultado de sus diligencias a la corte imperial, que en ese momento residía en Siria, pero, a pesar de la velocidad de los mensajeros, un íntimo de Macrino logró advertirle su inminente peligro. El emperador recibió la correspondencia de Roma, pero —ocupado entonces en la organización de una carrera de carruajes— la entregó al prefecto pretoriano, encargándole que despachase los negocios corrientes y le diese cuenta de los principales. Macrino leyó su destino y decidió evitarlo. Estimuló las quejas de algunos subalternos y se valió de la mano de Marcial, un hombre desesperado a quien le habían negado el rango de centurión. Caracalla, llevado por su devoción, quiso hacer una peregrinación desde Edesa hasta el elogiado Templo de la Luna en Carra. Lo acompañaba un cuerpo de caballería, pero cuando se detuvo en el camino a causa de una urgencia indispensable y la guardia se mantenía a una respetuosa distancia, Marcial se acercó, en ademán de acudir a su obligación, y lo atravesó con una daga (8 de marzo de 217). El arriesgado asesino feneció inmediatamente a manos de un ballestero escita de la guardia imperial. Tal fue el final de ese monstruo, cuya vida es un baldón para la naturaleza humana y cuyo reinado señala el sufrimiento de los romanos.[424] Los agradecidos soldados dejaron a un lado sus vicios, recordaron únicamente su parcial generosidad, y obligaron al Senado a mancillar su propio decoro y el de la religión endiosándolo solemnemente.

Mientras había morado en la tierra, el único héroe que este nuevo dios había considerado merecedor de su admiración fue Alejandro Magno, pues se engalanó con el nombre y las insignias de aquél, formó una falange macedónica de guardias, persiguió a los discípulos de Aristóteles y ostentó, con pueril entusiasmo, el único sentimiento mediante el cual manifestó algún aprecio a la virtud y la gloria. Tenemos en cuenta que, tras la batalla de Narva y la conquista de Polonia, Carlos XII —aunque desprovisto siempre de las elegantes prendas del hijo de Filipo— podía ufanarse de parangonarse con él en denuedo y magnanimidad, mas en ninguna gestión de Caracalla asomó el más remoto viso de semejanza con el héroe macedonio, excepto en la matanza de un crecido número de amigos propios y de su padre.[425]

Tras la extinción de la casa de Severo, el orbe romano permaneció tres días sin dueño. La elección del ejército (pues ya nadie tenía en cuenta la autoridad de un Senado endeble y distante) estuvo demorada con ansioso suspenso, por que no asomaba ningún candidato de ilustre mérito o nacimiento que pudiera cautivar su afecto y hermanar sus votos. El peso predominante de la guardia pretoriana dio esperanzas a sus prefectos, y estos poderosos funcionarios comenzaron, desde luego, a entablar su demanda legal para ocupar el trono vacante. Sin embargo, Advento, el mayor de ellos, consciente de su edad y sus achaques, de su menguada capacidad y sus escasas habilidades, traspasó su azarosa preeminencia a su astutamente ambicioso compañero Macrino, cuyo pesar, aparentado con propiedad, eliminaba toda sospecha de complicidad en la muerte de su señor.[426] No merecía cariño ni estima de las tropas, y por lo tanto éstas dirigieron la vista en busca de un competidor, y por último se avinieron con disgusto a sus promesas de exorbitante largueza y condescendencia. Poco después de su advenimiento (11 de marzo de 217) confirió a su hijo Diadumeniano, niño de diez años, el título imperial con el apelativo popular de Antonino. Se esperaba que la bella figura del mancebo, con el realce del donativo que fue parte del ceremonial, pudiera afianzar el favor del ejército y el trono vacilante de Macrino.

Se ratificó la autoridad del nuevo soberano con la gozosa sumisión del Senado y las provincias. Estaban satisfechos con su inesperada liberación de un aborrecido tirano, y no parecía necesario detenerse a examinar los méritos de Macrino, pero cuando el júbilo y el asombro de la novedad amainaron, comenzaron a escudriñar las prendas del sucesor de Caracalla con esmerado ahínco, y criticaron el atropellado nombramiento de la soldadesca. Con anterioridad se había considerado, como máxima fundamental de la constitución, que el emperador debía elegirse en el Senado, y que la potestad soberana, no ejercida ya por el cuerpo todo, siempre se delegara en uno de sus individuos. Macrino no era senador,[427] y el repentino ascenso de los prefectos pretorianos denotaba su ruin alcurnia; residía en el orden ecuestre el poder que hollaba a los senadores, disponiendo de sus vidas y sus haberes. Se oyeron murmullos de indignación cuando un individuo de humilde esfera que jamás había sobresalido por ningún rumbo[428] ostentó el atrevimiento de otorgarse él mismo la púrpura, en vez de traspasarla a algún senador ilustre, igual en nacimiento y jerarquía a la esplendidez del solio. Descubierta ya la inferioridad de Macrino por el ojo perspicaz de los descontentos, asomaron luego en su nombramiento algunos vicios y nulidades, en muchos casos se censuró fundadamente la elección de sus ministros, y el pueblo, descontento, reprobó a un tiempo su apoltronada mansedumbre y su excesiva severidad.[429]

Su temeraria ambición había trepado a una cumbre en la cual se hacía muy arduo erguirse con entereza, y era imposible caer sin una absoluta destrucción. Absorbido por las intrigas palaciegas y las formalidades de los negocios civiles, se estremecía al contemplar la desmandada y bravía muchedumbre que intentaba avasallar. Se menospreciaba su desempeño militar y se desconfiaba de su valor personal. Circuló por el campamento el fatal secreto de la conspiración contra el difunto emperador, y, agravado el crimen del homicidio por la ruindad de la hipocresía, crecían el desprecio y el mortal aborrecimiento. Para enemistarse con la tropa y acarrear su exterminio inevitable, sólo faltaba el intento de una reforma, y tal era la apuradísima situación de Macrino que no pudo menos que acudir a ese arbitrio. El pródigo Caracalla había dejado tras sí ruina y desorden total, y si cupiera en el malvado el computar las inevitables consecuencias de su conducta, quizá se embelesaría con la lóbrega perspectiva de las calamidades que por herencia dejaba a los sucesores.

Macrino procedió de forma cuerda y cautelosa al entablar esa reforma indispensable, que infundiría fuerza y poderío al ejército romano de un modo sencillo y casi imperceptible. Tuvo que conservar las prerrogativas y la exorbitante paga a los soldados de Caracalla, mas los reclutas se alistaban en los más moderados términos de la época de Severo, y se habituaban incesantemente al comedimiento y la obediencia.[430] Pero un error fatal destruyó el benéfico resultado de su atinado plan. En vez de repartir inmediatamente por varias provincias el grandioso ejército reunido en Oriente por su antecesor, en la temporada inmediata a su elección Macrino lo dejó invernar en la misma Siria, donde, sumidos en ociosa lujuria, los soldados pudieron apreciar su número y su fuerza, se comunicaron sus quejas y recapacitaron acerca de las ventajas de otra revolución. Los veteranos, lejos de engreírse con su lisonjera distinción, se alarmaron a causa de los primeros pasos del emperador, conceptuándolos como anuncios de su ánimo venidero. Se alistaban con desgana los reclutas, cuyos afanes aumentaban y los galardones disminuían con aquel codicioso y poco aguerrido soberano. Tras los rumores, la soldadesca se alborotó impunemente y prorrumpió en raptos de descontento y hostilidad, que sólo esperaban la mínima oportunidad para provocar una rebelión en todos los sitios.

La emperatriz Julia conoció todas las vicisitudes de la fortuna. Fue encumbrada desde la humildad hasta la suma grandeza, sólo para probar el amargo sabor de su elevado rango. Estuvo destinada a llorar por la muerte de un hijo y por la vida del otro; el cruel destino de Caracalla, aunque su buen sentido le habrá enseñado a esperarlo, despertó en ella sentimientos de madre y de emperatriz. A pesar de la comedida atención que expresó el usurpador hacia la viuda de Severo, ésta descendió de manera dolorosa a la condición de súbdita y con el suicidio se liberó de tan congojosa humillación.[431] Julia Mesa, su hermana, fue expulsada de la corte de Antioquía, y se retiró a Emesa con inmensos caudales, fruto de una privanza de 20 años, en compañía de sus dos hijas, Soemias y Mamea, viudas ambas y con un hijo cada una. Basiano, el hijo de Soemias, estaba consagrado al ministerio honorífico de sumo pontífice del Sol, y esta vocación sacrosanta le fue conveniente para ascender al Imperio de Roma. En Emesa había una numerosa guarnición, y, como la disciplina rigurosa de Macrino determinaba que invernase acampada, se mostraba ansiosa por vengarse de tan crueles y desacostumbradas penurias. Los soldados, que se agolpaban en el Templo del Sol, se hallaban absortos de veneración y complacencia, mirando la figura y las vestimentas del joven sacerdote, y vislumbraron o supusieron en él la traza de Caracalla, cuya memoria idolatraban. La astuta Mesa advirtió y fomentó ese comienzo de partidismo, y sacrificando la reputación de su hija al engrandecimiento de su nieto, insinuó que Basiano era hijo natural del asesinado soberano. El oro distribuido a raudales acalló toda objeción y comprobó el parentesco, o, a lo menos, la semejanza del mozo con el eminente original. El joven Antonino —pues Basiano tomó y mancilló tan augusto nombre— fue declarado emperador (16 de mayo de 218) por las tropas de Emesa, proclamó su derecho hereditario e invocó altamente a los ejércitos para que siguiesen las banderas de un príncipe mancebo y dadivoso, que empuñaba las armas para vengar la muerte del padre y el abatimiento de la clase militar.[432]

Mientras se tramaba con prudencia y se conducía con enérgico vigor una conspiración de mujeres y eunucos, Macrino —que con un decisivo movimiento hubiera podido exterminar a su bisoño enemigo—, impulsado ya por el temor, ya por la confianza, se mantuvo inactivo en Antioquía. El espíritu de la rebelión fue cundiendo por todos los campamentos y las guarniciones de Siria, varios destacamentos mataron a sus oficiales[433] para juntarse con los rebeldes, y el tardío reintegro de la paga y las prerrogativas se imputó a la flaqueza de Macrino. Finalmente, éste partió de Antioquía al encuentro del reforzado y animoso ejército del joven pretendiente, y aunque sus tropas salieron a la campaña con flojedad y repugnancia (7 de junio de 218), en el calor de la batalla[434] y por impulso involuntario, sobresalió la guardia pretoriana con la superioridad de su denuedo y disciplina. Arrolladas las filas rebeldes, acudieron la madre y la abuela del príncipe sirio, que al estilo oriental acompañaban al ejército, y arrojándose de sus carruajes cubiertos, movieron a compasión a la tropa y lucharon para devolverle su coraje. El mismo Antonino, que en todo lo restante de su vida nunca actuó como un hombre, sobresalió como héroe en este trance: montó a caballo y acaudilló a su gente, ya escuadronada, y blandiendo la espada arremetió contra lo más recio de la formación enemiga, al paso que el eunuco Ganis, cuyo cargo siempre había consistido en celar a las mujeres en medio de la poltronería asiática, acreditó el desempeño de un general veterano y consumado. La refriega se trabó más y más encarnizadamente, y Macrino habría alcanzado la victoria de no zozobrar la causa por su veloz y vergonzosa huida. Su cobardía le permitió dilatar su vida por algunos días y esculpir un merecido baldón en sus desventuras. Está de más añadir que su hijo Diadumeniano tuvo igual destino. Cuando los indómitos pretorianos advirtieron que estaban peleando por un príncipe que los había abandonado ruinmente, se entregaron al vencedor. Las adversas huestes romanas, juntando sus lágrimas de gozo y de quebranto, se reunieron bajo los pendones del supuesto hijo de Caracalla, y todo el Oriente reconoció gozoso al primer emperador de origen asiático.

Las cartas de Macrino condescendieron a informar al Senado acerca de un leve disturbio provocado por un impostor en Siria, y en seguida se dio a conocer un decreto que declaraba al rebelde y a su familia enemigos públicos, y ofrecía el indulto a cuantos partidarios suyos se arrepintieran y volviesen a su anterior obediencia. Durante los veinte días que mediaron entre la declaración y la victoria de Antonino (pues en tan breve plazo quedó decidida la suerte del Imperio), la capital y las provincias, especialmente las de Oriente, padecieron las alternativas de temores y esperanzas, de alborotos y derramamientos de sangre civil, pues cualquiera de los competidores que prevaleciese en Siria habría de ser el que reinara. Las cartas en que el joven conquistador participaba de su victoria rebosaban de expresiones de virtud y moderación, pues prometía seguir los ejemplos de Augusto y Marco, y se esmeraba en destacar su semejanza con Augusto, que desde su temprana mocedad logró vengar con una guerra venturosa la muerte de su padre. Al adoptar el estilo de Marco Aurelio Antonino, hijo de Antonino y nieto de Severo, proclamaba tácitamente su derecho hereditario al Imperio, pero, al ostentar su potestad tribunicia y proconsular antes de que se la concediera un decreto del Senado, ofendió las susceptibilidades romanas. Esta nueva y poco juiciosa contravención a la constitución fue tal vez hija de la ignorancia de los cortesanos sirios, o del altanero menosprecio de sus secuaces militares.[435]

Distraído el nuevo emperador con sus fútiles entretenimientos, empleó varios meses en su pomposa marcha de Siria a Italia (año 219), pasó en Nicomedia el primer invierno tras su victoria y postergó hasta el estío siguiente su entrada triunfal en Roma. Sin embargo, un retrato fiel que mandó colocar sobre el ara de la victoria en el consistorio del Senado precedió su llegada, y transmitió a los romanos la imagen, exacta y poco honorable, de su persona y sus gestos. Engalanado con ropaje sacerdotal de seda y oro, a la usanza de los medos y los fenicios, cubría su cabeza una alta tiara, y cuajaban su cuello y sus brazos cadenas con perlas engarzadas de incalculable precio; tenía las cejas teñidas de negro y las mejillas bañadas de arrebol y albayalde.[436] Los circunspectos senadores tuvieron que confesar con amargos suspiros que, tras haber padecido la adusta tiranía de sus compatriotas, finalmente Roma se arrodillaba ante el afeminado afeite del despotismo oriental.

En Emesa adoraban al sol bajo el nombre de Heliogábalo[437] y con la figura de una piedra cónica, que, según la creencia universal, se había descolgado del cielo sobre aquel sacrosanto solar. Antonino atribuía, no sin fundamento, su elevación al trono a la deidad protectora, y así, el ostentar su supersticiosa gratitud fue la única actividad seria de su reinado. Sobresalía el triunfo del numen de Emesa sobre las demás religiones del orbe, como el objeto grandioso de su afán y de su vanagloria, y el nombre de Heliogábalo (pues osó, como pontífice y favorito, apropiarse de tan sagrada denominación) se le hacía más apreciable que todos los demás títulos de la grandeza imperial. En una procesión solemne por las calles de Roma, el camino fue cubierto con polvo de oro; la piedra negra salpicada de pedrería iba entronizada en una carroza que tiraban seis caballos blancos como la leche lujosamente enjaezados. Llevaba las riendas el devoto emperador, sostenido por sus ministros, y se movía lentamente y de espaldas para poder gozar incesantemente de la felicidad de la presencia divina. Se celebraron los sacrificios al dios Heliogábalo con todos los pormenores de la solemnidad más costosa, en un magnífico templo elevado sobre el monte Palatino. Vinos exquisitos, las más extraordinarias víctimas y exóticas esencias aromáticas se tributaron profusamente ante sus aras. Un coro de ninfas sirias realizaba sus lascivas danzas en torno del ara, al son de una música bárbara, mientras los personajes más graves del Estado y el ejército, vistiendo largas túnicas fenicias, oficiaban en las ínfimas funciones con aparente celo y disimulada ira.[438]

El fanático imperial intentó trasladar los Ancilios, el Paladio[439] y todas las sagradas prendas de la creencia de Numa a este templo, como centro universal de la adoración religiosa. Un tropel de deidades subalternas acompañaba en diversas jerarquías la majestad del dios de Emesa, mas su corte quedaba incompleta mientras no acogiese en su lecho a alguna hembra de distinguido rango. Primero fue favorecida Palas, pero, con la zozobra de que el terror guerrero asustase al delicado numen de Siria, la Luna, adorada por los africanos bajo el nombre de Astarte, pareció compañera más adecuada para el Sol. Con solemne pompa trajeron de Cartago a Roma su imagen y la dote nupcial, que consistía en riquísimas ofrendas de su templo, y el día de este místico desposorio fue una festividad en la capital y en todo el Imperio.[440]

Un sensualista racional se atiene invariablemente a los moderados dictámenes de la naturaleza y realza sus placeres con el trato social, con relaciones halagüeñas y un delicado baño de buen gusto e imaginación, pero Heliogábalo —me refiero al emperador—, corrompido por su juventud, su país y su encumbramiento, se encenagó en los más torpes deleites con frenesí incontrolable, y pronto halló hastío y saciedad en medio de sus fruiciones. Acudieron en su auxilio con los incitantes estímulos del arte, una arremolinada muchedumbre de mujeres, vinos y manjares, y una estudiada variedad de actitudes y aderezos, servidos para revivir su lánguido apetito. Novedosos términos e invenciones en estas ciencias, las únicas cultivadas y protegidas por el monarca,[441] particularizaron su reinado, y transmitieron su infamia a los tiempos posteriores. Una caprichosa prodigalidad suplía al buen gusto y la elegancia, y mientras Heliogábalo dilapidaba los tesoros de su pueblo en extrañezas disparatadas, su propia voz y las de los aduladores vitoreaban la extraordinaria magnificencia, desconocida por sus apocados antecesores. Confundir el orden de climas y estaciones,[442] burlarse de las pasiones y los prejuicios de sus súbditos y transgredir toda ley de la naturaleza y la decencia eran sus pasatiempos más halagüeños. Un tropel de concubinas y una atropellada serie de consortes, entre ellas una virgen vestal, arrebatada a viva fuerza de su asilo sacrosanto,[443] no alcanzaban a saciar su desenfreno. El amo del orbe romano se esmeraba en imitar las vestimentas y los modales femeninos, anteponía la rueca al cetro y vilipendiaba los cargos preeminentes del Imperio, repartiéndolos a un sinnúmero de amantes, a uno de los cuales invistió públicamente con el título y la autoridad de emperador, o, como él mismo lo titulaba con mayor propiedad, de marido de la emperatriz.[444]

Es de presumir que la fantasía adornó los desvaríos y los vicios de Heliogábalo,[445] y que los oscureció el prejuicio: sin embargo, ciñéndonos a los lances ocurridos en presencia del pueblo romano y atestiguados por serios historiadores contemporáneos, su indecible afrenta aventaja a cuanto asomó jamás en otros tiempos y naciones. Los vicios de un monarca oriental quedan enclaustrados en el serrallo y absolutamente invisibles, y en las cortes modernas, el honor y el galanteo han introducido afeites en el goce, miramientos decorosos y respeto a la opinión pública; mas los corruptos y opulentos nobles de Roma daban rienda suelta a cuantos vicios acudían con el agolpamiento de costumbres y naciones. Al resguardo de su impunidad, menospreciaban toda censura; vivían desenfrenadamente en medio de la sociedad sufrida y postrada de sus esclavos y allegados. El emperador, por su parte, mirando con idéntico desapego a todas las clases de súbditos, afirmaba sin control su privilegio soberano de lujuria y boato.

Los individuos más indignos suelen señalar en los demás los vicios en que ellos mismos están incurriendo, y procuran deslindar sutilmente diferencias de edad, índole o jerarquía para justificar su propia excepción. La desmandada soldadesca que había encumbrado en el trono al disoluto hijo de Caracalla se avergonzaba de su afrentoso nombramiento, y desenfadadamente apartaba la vista de ese monstruo para volverla hacia las virtudes que se vislumbraban en su primo Alejandro, hijo de Mamea. La perspicaz Mesa, sabedora de que su nieto Heliogábalo inevitablemente iba a estrellarse a causa de su liviandad, previó una protección más segura para su familia. Aprovechando un momento de afecto y devoción, logró que el emperador bisoño adoptase a Alejandro, revistiéndolo con el título de César (año 221), para que sus tareas divinas no fuesen interrumpidas por desvelos terrestres. En la segunda jerarquía, el amable príncipe pronto cautivó a la gente y estimuló los celos del tirano, quien trató de zanjar su desairada competencia alejando o matando al inocente. Su intento se malogró, gracias a sus dichos desvariados y al leal y virtuoso cuidado de los sirvientes que la prudencia de Mamea había colocado junto a su hijo idolatrado. En uno de sus arrebatos frenéticos, Heliogábalo quiso ejecutar a viva fuerza lo que no pudo alcanzar con ardides, y, con una sentencia despótica, quitó a Alejandro la clase y los honores de César. En el campamento, el mensaje dado al Senado fue recibido muda pero rabiosamente. La guardia pretoriana juró apadrinar a Alejandro y desagraviar la mancillada majestad del trono. Las lágrimas y ofertas del trémulo Heliogábalo, que sólo pedía por su vida y por la posesión de su amado Hiérocles, calmaron las justísimas iras, que se conformaron con facultar a los prefectos para vigilar la seguridad de Alejandro y la conducta del emperador.[446]

No era posible una reconciliación duradera, ni que el alma ruin de Heliogábalo se aviniese a continuar con el Imperio en tan humillante dependencia. Pronto intentó, mediante un arrojo peligroso, palpar el temple de la soldadesca. La noticia de la muerte de Alejandro y la sospecha de que había sido asesinado enfurecieron a la milicia, al punto de que sólo pudo aplacarse su saña con la presencia y la autoridad del popular muchacho. Airado por este nuevo rasgo de afecto hacia el primo y de menosprecio por su persona, el emperador se lanzó a castigar a algunos de los alborotadores, pero su intempestivo rigor fue fatal para sus favoritos, para su madre y aun para él mismo. Heliogábalo fue masacrado por los indignados pretorianos, y después de arrastrar por las calles su cadáver mutilado, lo arrojaron al Tíber (10 de marzo de 222). El Senado marcó su memoria con eterna infamia, y el justiciero decreto fue ratificado por la posteridad.[447]

La guardia encumbró en el trono, en su lugar, al primo Alejandro, cuyo entronque con la familia de Severo —pues usó este nombre— era el mismo que el de su antecesor. Prendados los romanos de su virtud y su peligro, el Senado le concedió todos los honores y las facultades de la dignidad imperial.[448] Pero como Alejandro era un joven comedido y sumiso, tomaban las riendas del gobierno dos mujeres: su madre, Mamea, y su abuela Mesa, con cuya muerte inmediata vino a quedar Mamea regenta del hijo y del Imperio.

En todos los tiempos y países, el sexo más sabio, o al menos más fuerte, se apropió del poder del Estado y confinó al otro en los quehaceres y recreos de la vida casera. Sin embargo, en las monarquías hereditarias, y especialmente en las de la Europa moderna, el galanteo caballeresco y las leyes de sucesión nos han ido habituando a tan extraña excepción, y suele reconocerse a una mujer por soberana absoluta de un grandioso reino, en el cual se la consideraría inhábil para el desempeño de un empleo muy subalterno, civil o militar; mas puesto que los emperadores romanos siempre eran considerados generales o magistrados de la República, sus esposas o madres, aunque distinguidas con el nombre de Augustas, jamás se asociaban a sus honores personales, y un reinado femenino hubiera sido considerado un prodigio inexpiable por los primitivos romanos, que se casaban sin amor, y amaban sin delicadeza ni respeto.[449] La altanera Agripina aspiró, por cierto, a los blasones del Imperio que había proporcionado a su hijo, pero su demente ambición, abominada por cuantos ciudadanos apreciaban la dignidad romana, quedó desairada por la hábil firmeza de Séneca y Burro.[450]

La sensatez, o bien la indiferencia, de los príncipes posteriores los retrajo de ofender los prejuicios de sus súbditos, y sólo quedó reservado al forajido Heliogábalo el manchar las actas del Senado con el nombre de su madre Soemias, que se colocaba junto a los cónsules, y firmaba, como miembro legal, los decretos de la potestad legislativa. Su hermana Mamea, más respetada, se desentendió de aquella odiosa e inservible prerrogativa, y se promulgó solemnemente una ley que excluía para siempre a las mujeres del Senado, y ordenaba que se entregara a los dioses infernales la cabeza del malvado que contraviniese ese mandato.[451] La ambición varonil de Mamea aspiraba a la realidad y no al boato del poderío, y le hacía conservar su predominio absoluto sobre el ánimo de su hijo, en cuyo afecto no admitía competencia. Con su anuencia, Alejandro se desposó con la hija de un patricio, pero su respeto por su suegro y su cariño por la emperatriz indisponían el amor y el interés de Mamea. El patricio pereció por el cargo obvio de traición, y la esposa de Alejandro, expulsada afrentosamente del palacio, fue desterrada a África.[452]

A pesar de esta crueldad celosa y de algunas gestiones de codicia que se atribuyeron a Mamea, el rumbo general de su régimen se encaminaba al bienestar de su hijo y del Imperio. Con dictamen del Senado, eligió a dieciséis senadores eminentes en virtud y sabiduría, como consejeros permanentes del Estado, ante los cuales se ventilaban y decidían los negocios públicos de mayor monta. El célebre Ulpiano, tan ilustre por su conocimiento como por su respeto a la legislación romana, era el presidente, y la atinada entereza de esa aristocracia reintegró su orden y su fuerza al gobierno. Despejada la ciudad de la superstición y el lujo extranjero, reliquias de la tiranía caprichosa de Heliogábalo, se dedicaron a remover sus indignas criaturas de todos los ramos de la administración, sustituyéndolos con hombres de cabal desempeño. Para los empleos civiles, la única recomendación era poseer una instrucción justiciera; el valor y el cariño por la disciplina eran las únicas prendas para los ascensos militares.[453]

Mas el desvelo principal de Mamea y de sus prudentes consejeros apuntaba a labrar la índole del joven emperador, en cuyas prendas se había de fijar la dicha o la desventura del orbe romano, y el aventajado suelo favorecía los esmeros del cultivo, y aun se adelantaba a ellos. Su peregrino entendimiento evidenció luego a Alejandro las excelencias de la virtud, la fruición de la ciencia y la precisión del trabajo. Su comedida y natural mansedumbre lo preservó de los embates de la pasión y de los halagos del vicio, y su miramiento invariable para con su madre y su aprecio por el sabio Ulpiano liberaron a su juventud del veneno de la lisonja.

El mero diario de sus tareas retrata al vivo a tan consumado emperador,[454] y con algún retoque, por la diferencia de costumbres, podría servirles de norma a los príncipes modernos. Alejandro madrugaba, y los primeros momentos del día eran para sus devociones privadas; poseía su capilla particular, realzada con las insignias de aquellos héroes que, instruyendo o mejorando al género humano, se habían hecho merecedores de la reverente gratitud de la posteridad. Mas, considerando el beneficio a la humanidad como el culto más grato a los dioses, solía emplear la mañana en el consejo, donde examinaba los negocios públicos, y sentenciaba causas particulares con un sosiego y una discreción superiores a los propios de su edad. Amenizaba tan áridos ejercicios con el embeleso de la literatura, dedicando algunos ratos a sus estudios predilectos de poesía, historia y filosofía. Las obras de Virgilio y Horacio y las Repúblicas de Platón y Cicerón labraron su gusto, explayaron su entendimiento y realzaron sus conceptos acerca del hombre y de su gobierno. Los ejercicios corporales alternaban con los del ánimo, y Alejandro, gallardo, robusto y activo, sobrepasaba en las artes gimnásticas a la mayoría de sus pares. Tras el refresco del baño y un refrigerio frugal, se dedicaba con nuevo vigor a los negocios urgentes, y hasta la cena, que era la principal comida de los romanos, leía, acompañado por sus secretarios, y contestaba a un sinnúmero de cartas, memoriales y demandas que se dirigían al dueño de la mayor parte del orbe. Su mesa se servía con parca sencillez, y los comensales eran todos amigos selectos, instruidos y virtuosos, entre los cuales Ulpiano era perenne convidado.[455] Alejandro vestía con sencillez y modestia; sus modales eran corteses y afables; su palacio estaba abierto a todos sus súbditos a horas fijas, pero a sus puertas se oía la voz de un heraldo que, así como en los misterios eleusinos, pronunciaba esta saludable amonestación: «No entre en este sagrado recinto quien no tenga el alma pura e inocente».[456]

Esta conducta invariable, que no daba un punto de cabida a la liviandad y el devaneo, es un testimonio más elocuente de la sabiduría y la equidad de Alejandro que cuantos fútiles pormenores reúne la compilación de Lampridio. Desde el advenimiento de Cómodo, el orbe romano había estado experimentando, por espacio de cuarenta años, los vicios sucesivos y diversos de cuatro tiranos, pero desde la muerte de Heliogábalo, llegó a disfrutar durante trece años de una bonanza preciosísima (años 222-235). Aliviadas las provincias de los opresivos impuestos inventados por Caracalla y su supuesto hijo, iban floreciendo en paz y prosperidad, a impulsos de los magistrados que habían visto por experiencia que el merecer el amor de los súbditos era el único medio para obtener el favor del soberano. Mientras se imponían algunas suaves restricciones al descomedido lujo del pueblo romano, el precio de las provisiones y el interés del dinero fueron reducidos por el paternal desvelo de Alejandro, cuya atinada largueza, sin molestar a los industriosos, sufragaba para las necesidades y los recreos de la plebe. El Senado recobró su señorío, su independencia y su autoridad, y todo senador virtuoso podía acercarse al emperador sin temor y sin empacho.

El nombre de Antonino, realzado con las virtudes de Pío y de Marco, que había trascendido por adopción al disoluto Vero y por herencia al inhumano Cómodo, luego fue el título honorífico de los hijos de Severo; se concedió al niño Diadumeniano, y fue mancillado después por el sumo pontífice de Emesa. Alejandro, aunque presionado con ahínco, y tal vez con sinceridad, por el Senado, noblemente rechazó el prestado realce, mientras que toda su conducta se afanaba por restablecer los blasones y la felicidad del tiempo de los legítimos Antoninos.[457]

En la administración civil de Alejandro, la sabiduría se vio reforzada con el poder, y el pueblo, consciente de su dicha, correspondió al bienhechor con su cariño y su agradecimiento. Quedaba todavía otra empresa mayor, más necesaria y sobre todo más ardua, a saber, la reforma de la clase militar, cuya índole y cuyo interés, corroborados por su dilatada impunidad, los hacían sentirse incómodos con los grillos de la disciplina y desinteresados de las bendiciones del sosiego público. En la ejecución de este proyecto, el emperador demostró sumo cariño y ningún temor hacia el ejército. Su extremada economía en todas las demás ramas de la gobernación rendía caudal suficiente para la paga corriente, y aun para los premios extraordinarios de la tropa. Restringió en las marchas la obligación penosísima de cargar con las provisiones para diecisiete días: se construyeron numerosos almacenes en las carreteras, y al internarse en un país enemigo, recuas de acémilas y camellos proporcionaban descanso a la altanera ociosidad. Resignado a no poder disminuir el lujo de sus soldados, Alejandro intentó al menos encaminarlo hacia objetos de gala y pompa marcial: caballos rozagantes, armaduras vistosas y escudos realzados con plata y oro. Alternaba en cuantas fatigas le era posible, visitaba personalmente a heridos y enfermos, conservaba un exacto registro de sus servicios y de su propia gratitud, y en todas las ocasiones provocaba el más entrañable aprecio de un cuerpo cuyo esplendor, según su propia expresión, estaba tan íntimamente unido a los intereses del Estado.[458] Se valía de los más suaves arbitrios para infundir en la muchedumbre desbandada sentimientos honestos y restablecer al menos cierto remedo de la disciplina autora del Imperio de los romanos sobre tantas naciones, tan guerreras y aún más poderosas que ellos mismos. Su ahínco fue infructuoso; su espíritu, infausto, y el intento de reforma redundó sólo en el incremento de los achaques cuya curación ideaba.

La guardia pretoriana amaba al joven Alejandro, como a un tierno huerfanillo redimido de las garras de un tirano y colocado por ella en el trono imperial. Aquel precioso príncipe se reconocía obligado, mas, como su agradecimiento se ceñía a los términos de la razón y de la justicia, muy pronto desagradó más la virtud de Alejandro que todos los vicios de Heliogábalo. Ulpiano, el sabio prefecto, era amante de las leyes y del pueblo, y por lo tanto considerado enemigo de la tropa, y se atribuían a sus consejos todos los nuevos planes de reforma. Un lance insignificante enardeció su enojo en un furioso motín, y durante tres días en Roma se encarnizó la guerra civil, en la cual el pueblo resguardaba la vida de aquel ministro incomparable. Finalmente, despavorido por las llamas de algunas casas y el amago de un incendio general, el pueblo se aplacó desconsoladamente, y desamparó en el trance al virtuoso y desventurado Ulpiano. Éste fue perseguido hasta el palacio imperial y asesinado a los pies de su señor, quien forcejeó en vano por escudarlo con su púrpura y obtener el perdón de los inexorables soldados. Tal era el deplorable desvalimiento del gobierno, que el emperador no era dueño de vengar la muerte de su amigo y el descaro cometido a su dignidad, sin valerse de rendidos artificios y sumo disimulo. Epagato, el principal amotinador, fue sacado de Roma con el honorífico empleo de prefecto de Egipto; luego lo descendieron al gobierno de Creta, y cuando ya el tiempo y la ausencia habían desvanecido su popularidad en la guardia, Alejandro se arriesgó a imponerle el castigo muy merecido, aunque tardío, por sus maldades.[459] En el reinado de un príncipe justo y virtuoso, la tiranía de la soldadesca amenazaba con una muerte inmediata a sus ministros más leales, sospechosos de intentar corregir sus demasías. El historiador Dion Casio había dirigido las legiones panónicas con el espíritu de la antigua disciplina, y sus compañeros de Roma, abrazando la causa común del desenfreno militar, pidieron la cabeza del reformador. Mas Alejandro, en vez de ceder a los clamores sediciosos, le manifestó el aprecio que le merecía su eficaz desempeño, nombrándolo compañero en su consulado y costeándole con su propio haber los gastos de esa dignidad insustancial. Pero temeroso con razón de que, al verlo con las insignias de su cargo, los soldados intentarían desagraviarse con su sangre, el primer magistrado nominal del Estado, por dictamen del emperador, se alejó de la ciudad, y transcurrió la mayor parte de su consulado en sus quintas de la Campania.[460]

La tropa se insolentó más y más con la blandura del superior, y las legiones, tras el ejemplo de la guardia, defendieron su privilegiado desenfreno con la misma saña y terquedad. Alejandro forcejeaba infructuosamente contra el raudal estragador de su época, pues fueron estallando nuevos motines en Iliria, Mauritania, Armenia, Mesopotamia y Germania. Sus oficiales eran asesinados, se insultaba su autoridad, y su vida, por último, fue sacrificada a los furiosos descontentos del ejército.[461]

Merece referirse un hecho que expone las costumbres de la tropa y realza la particularidad de su regreso al orden y la subordinación. Cuando el emperador se hallaba en Antioquía para su expedición a Persia, cuyos pormenores se relatarán luego, el castigo de ciertos soldados descubiertos en el baño de las mujeres ocasionó una asonada en su legión. Alejandro subió a su tribunal, y con sencilla entereza manifestó a la multitud armada la absoluta necesidad, así como su resolución inflexible, de enmendar los vicios introducidos por las torpezas de su antecesor, y de sostener la disciplina cuya ruptura acarrearía el exterminio del Imperio y del nombre romano. Los clamores interrumpieron su apacible reconvención. «Guardad esos alaridos —exclamó el brioso emperador— para cuando estéis al frente de los persas, los germanos y los sármatas. Enmudeced ante vuestro soberano y bienhechor, que os franquea el trigo, la ropa y el dinero de las provincias; callad, y si no, os llamo, no ya soldados, sino ciudadanos,[462] si es que cuantos se desentienden de las leyes de Roma merecen contarse entre la ínfima plebe.» Sus amenazas inflamaron la furia de la legión, que blandía ya las armas con amagos contra su persona. «Ese denuedo —insistió el inmutable Alejandro— descollaría más gallardamente en el campo de batalla, pues, en cuanto a mí, bien podéis exterminarme, pero acobardarme nunca, y la República justiciera castigaría vuestro atentado y me desagraviaría.» La legión se aferró a su alboroto sedicioso, cuando el emperador, reforzando extremadamente la voz, pronunció su sentencia decisiva: «Ciudadanos, dejad esas armas y marchaos a vuestras casas». La tormenta se aplacó instantáneamente; la soldadesca, sonrojada y pesarosa, confesó la justicia de su castigo y la pujanza de la disciplina, entregaron mudamente sus armas e insignias militares y se retiraron confusamente, no al campamento, sino a las hosterías de la ciudad. Alejandro se complació durante todo un mes con el provechoso ejemplo de su amargo arrepentimiento, y no los repuso en su lugar hasta después de castigar con la muerte a los tribunos cuya flojedad había ocasionado el motín. La legión, agradecida, sirvió al emperador mientras estuvo vivo, y vengó su muerte.[463]

Las resoluciones de la multitud generalmente dependen de un momento, y el capricho puede igualmente determinar a la legión sediciosa a dejar las armas ante las plantas del emperador o a clavarlas en su pecho. Si este lance hubiese sido investigado por un filósofo, quizá descubriríamos los móviles de la audacia del príncipe y de la obediencia de las tropas, y tal vez, si esto hubiese sido referido por algún juicioso historiador, encumbraríamos esta acción como digna de un César o la igualaríamos sencillamente con las demás propias de la índole de Alejandro Severo. El desempeño de este amigable príncipe parece haber sido inadecuado a los apuros de su situación; y la entereza de su conducta, inferior a la pureza de sus intenciones. Sus virtudes, al igual que los vicios de Heliogábalo, habían contraído un viso de la blandura y el afeminamiento propios del apacible clima de Siria, por más que se avergonzase de su alcurnia extranjera y escuchase regaladamente a los lisonjeros genealogistas que lo entroncaban con la cepa primitiva de la nobleza romana.[464] El engreimiento y la codicia de su madre empañaron las glorias de su reinado, y al requerir en la madurez el idéntico rendimiento que le correspondía en la mocedad, Mamea ridiculizó a su hijo y a sí misma.[465] Las penurias de la guerra pérsica irritaron el descontento militar y el resultado desfavorable afectó la reputación del emperador como general, e incluso como soldado. Cada causa preparaba, y cada circunstancia aceleraba, una revolución que desarticuló el Imperio Romano con una larga serie de calamidades internas.

La tiranía disoluta de Cómodo, las guerras civiles ocasionadas por su muerte y el nuevo sistema político introducido por la casa de Severo, todo fue contribuyendo a aumentar el peligroso poder del ejército y borrar la débil imagen de leyes y de libertad que aún se hallaba estampada en el ánimo de los romanos. Este cambio interno que socavó los cimientos del Imperio es lo que nos hemos esmerado en explicar con alguna claridad, pues la índole personal de cada emperador, sus victorias, leyes, devaneos y vaivenes sólo nos interesan en la medida en que se vinculan con la historia general de la decadencia y la ruina de la monarquía. Nuestro estudio sobre este punto grandioso no nos deja pasar por alto un edicto muy trascendente de Antonino Caracalla, que dio a todos los habitantes libres del Imperio el nombre y los privilegios de la ciudadanía romana. Tan extremada largueza no procedía de impulsos generosos sino de torpe avaricia, y saldrá más a la luz con ciertas observaciones acerca de las finanzas de aquel Estado, desde los tiempos victoriosos de la República hasta el reinado de Alejandro Severo.

El sitio de Veya en Toscana, la primera empresa notable de los romanos, se fue dilatando hasta un plazo de diez años, no tanto por la fortaleza del pueblo como por el atraso de los sitiadores. Los padecimientos de tantas invernadas a una distancia de cerca de veinte millas de casa[466] requerían estímulos poderosos, y el Senado tuvo la sabiduría de acallar el clamor del pueblo con el establecimiento de una paga constante para el soldado, que se solventaba con un impuesto general repartido proporcionalmente a los haberes de cada ciudadano.[467] Por espacio de más de doscientos años después de la conquista de Veya, las victorias de la República fueron aumentando no tanto la riqueza como el poderío de Roma. Los Estados de Italia le tributaban meramente su servicio militar, y el grandioso armamento utilizado por mar y por tierra en las guerras púnicas fue costeado por los romanos mismos. Este magnánimo pueblo (tal suele ser el generoso entusiasmo de la libertad) se avino gozoso a los más crudos pero voluntarios gravámenes, confiando en que luego recibiría colmadamente la cosecha de sus afanes. No quedó malograda su expectativa, pues en el transcurso de pocos años, los caudales de Siracusa, Cartago, Macedonia y Asia fueron llevados triunfalmente a Roma. Sólo el tesoro de Perseo ascendía a cerca de dos millones de libras, y el pueblo romano, soberano de tantas naciones, quedó liberado para siempre de la carga de los impuestos.[468] Las crecientes rentas de las provincias fueron costeando cumplidamente los gastos gubernativos y militares, y el sobrante de oro y plata se depositaba en el templo de Saturno, donde se reservaba para alguna imprevista urgencia del Estado.[469]

Quizá nunca la historia padeció mayor ni más irreparable pérdida que la del curioso registro, entregado por Augusto al Senado, en el que tan práctico soberano medía esmeradamente los desembolsos y las entradas del Imperio Romano.[470] Privados de ese balance claro y abarcador, estamos ahora obligados a ir escogiendo escasas especies de aquellos antiguos que accidentalmente se soslayaron de la parte esplendorosa y atendieron a la más útil de la historia. Refieren que, con las conquistas de Pompeyo, se incrementaron los impuestos de Asia, de cincuenta millones hasta ciento treinta y cinco millones de dracmas, alrededor de cuatro millones quinientas mil libras esterlinas.[471] Se dice que, bajo el postrero y más indolente de los Ptolomeos, las rentas de Egipto ascendían a doce mil quinientos talentos, una suma equivalente a más de dos millones quinientas mil libras esterlinas, pero que luego fue creciendo notablemente por una más exacta economía de los romanos y el aumento del comercio de Etiopía e India.[472] La rapiña enriquecía a Galia como el comercio a Egipto, y los rendimientos de ambas provincias llegaron a igualarse.[473] Los diez mil talentos euboicos o fenicios[474] que Cartago estaba condenada a pagar en un plazo de cincuenta años luego de su derrota, fueron un leve reconocimiento de la superioridad de Roma,[475] y no guardan proporción con los impuestos que después se cobraron sobre las tierras y los individuos, cuando la fertilísima costa de África quedó reducida a la condición de provincia.[476]

España, por una singular fatalidad, era el Perú y México del Viejo Mundo. El descubrimiento de la rica zona occidental del continente por parte de los fenicios y la opresión de sus sencillos nativos, quienes estaban obligados a trabajar en sus propias minas en beneficio de unos extranjeros, retratan vivamente los hechos recientes de la América española.[477] Los fenicios no se internaron en España, pero la codicia y la ambición condujeron las armas de Roma y Cartago hasta el corazón de la península, y casi todo el suelo se encontró cuajado de cobre, plata y oro. Se menciona una mina inmediata a Cartagena que rendía hasta veinticinco mil dracmas de plata diarias.[478] De las provincias de Asturias, Galicia y Lusitania se recibían anualmente veinte mil libras en oro.[479]

Carecemos de datos y espacio para puntualizar esta averiguación en todos los Estados poderosos que formaron parte del Imperio Romano. Cabe, sin embargo, conceptuar las rentas de las provincias donde brotaban riquezas de entidad, ya por producción de la naturaleza o por trabajo del hombre, reparando el ahínco con que utilizaban tierras abandonadas y eriales. En una ocasión, Augusto recibió la solicitud de los habitantes de Giaros de que se los liberase de un tercio de sus exorbitantes impuestos. Su cuota se reducía a ciento cincuenta dracmas, pero Giaros era una islita, o más bien un peñasco, del mar Egeo, sin agua ni comestibles, y poblada únicamente por algunos desventurados pescadores.[480]

Por tan endebles y dispersos apuntes, nos inclinamos a opinar lo siguiente: primero, la renta general de las provincias romanas —teniendo en cuenta las diferencias del tiempo y las circunstancias— no podía menos que ascender a quince o veinte millones de nuestra moneda;[481] y segundo, que una entrada tan cuantiosa alcanzaba holgadamente para cubrir todos los gastos del moderado régimen establecido por Augusto, cuya corte se reducía a la familia regular de un mero senador y cuya institución militar estaba calculada para el resguardo de la frontera, sin impulsos ambiciosos de conquista ni temores serios a una invasión extranjera.

A pesar de la aparente probabilidad de estas dos conclusiones, la segunda de ellas fue desmentida por el lenguaje y la conducta de Augusto. No hay forma de deslindar si en este punto procedía como uno de los padres del mundo romano o como destructor de la libertad, y si anhelaba aliviar a las provincias o empobrecer al Senado y al orden ecuestre. Mas, apenas tomó las riendas del gobierno, comenzó a expresar terminantemente que los impuestos eran insuficientes, y que era preciso cargar proporcionalmente las obligaciones públicas sobre Roma e Italia. Al insistir en este proyecto impopular, fue procediendo, sin embargo, con sumo tiento y cautela; a continuación de una alcabala estableció las sisas, y el plan del reparto se completó en virtud de un padrón de la propiedad inmueble y personal de los ciudadanos romanos que se hubiese eximido de todo género de impuestos durante más de un siglo y medio.

I) En tan extenso imperio como era el de Roma, debió de ir estableciéndose, por sí mismo, un equilibrio natural en la moneda. Ya se ha advertido que si el caudal de las provincias acudía a Roma por el impulso de la conquista y el poder, también retrocedía en gran parte a los parajes industriosos en el comercio y en las artes. En el reinado de Augusto y sus sucesores se impusieron derechos sobre todo género de mercancía que por mil canales fluía al gran centro del lujo y la opulencia, y cualquiera que fuese el modo como se expresase la ley, el pagador del impuesto era siempre el comprador romano, y no el vendedor de las provincias.[482] El arancel del impuesto fluctuaba entre la octava y la cuarta parte del valor del género, y nos cabe suponer que sus alternativas dependían de máximas políticas inalterables; que la cuota era mayor para los artículos de lujo y menguaba para los de necesidad, y que los productos habidos o labrados por el trabajo de súbditos del Imperio eran tratados con más indulgencia que la que se mostraba al pernicioso, o al menos impopular, comercio de Arabia e India.[483] Queda un largo pero imperfecto catálogo de mercancías orientales que adeudaban derechos en tiempo de Alejandro Severo, tales como canela, mirra, pimienta, jengibre, con un sinnúmero de aromas, y gran variedad de piedras preciosas, entre las que sobresalían el diamante, por su precio, y la esmeralda, por su hermosura;[484] cobres de Partia y Babilonia, algodón, seda en rama y manufacturada, ébano, marfil y eunucos;[485] y es de notar que el uso y la valuación de estos afeminados esclavos aumentó gradualmente con la decadencia del Imperio.

II) Las sisas introducidas por Augusto tras la guerra civil eran, aunque generales, moderadas en extremo. No solían pasar del uno por ciento, pero abarcaban cuanto se vendía en los mercados y en las almonedas, desde las compras de mayor cuantía, como casas y haciendas, hasta los objetos más menguados y que sólo pueden producir un notable rendimiento por su cantidad y su consumo incesante; este impuesto, al recaer fundamentalmente sobre la ínfima plebe, siempre dio margen a quejas y descontento. Un emperador, muy enterado de las carencias y los recursos del gobierno, tuvo que manifestar por un edicto público que el mantenimiento del ejército estribaba en gran parte sobre el producto de las sisas.[486]

III) Deseoso Augusto de establecer una milicia permanente para contrarrestar a los enemigos externos o internos, creó un erario especial para el pago de la tropa, suministrar premios para veteranos y solventar gastos extraordinarios de guerra. El cuantioso rédito de las sisas, aplicado al intento, no alcanzó para cubrir sus desembolsos. Para acudir a este desfalco, el emperador ideó un impuesto nuevo del cinco por ciento sobre legados y herencias, pero la nobleza de Roma mostró más apego a los haberes que a la independencia, y Augusto —enterado sin destemple, como solía, de sus murmullos— pasó todo el expediente al Senado, encargándole que se valiese de algún otro arbitrio menos odioso para cumplir con la urgencia. Viéndolo discorde y perplejo, le apuntó que su obstinación lo obligaría a proponer un impuesto territorial y personal sin excepción, y entonces, enmudeciendo, se avinieron todos.[487] La carga sobre legados y herencias fue mitigada por ciertas modificaciones, pues no se verificaba sino con fincas de algún valor, probablemente de cincuenta o cien piezas de oro,[488] y no tenía lugar con el pariente más inmediato por la línea paterna.[489] Afianzados así los derechos de la naturaleza y de la propiedad, parecía fundado que si un extraño o un pariente remoto adquiría un aumento inesperado de haberes, cediese gustoso un veinteno en beneficio del Estado.[490]

Este impuesto, cuantioso en todo país rico, era muy adecuado para la situación de los romanos, árbitros de disponer sus testamentos fundadamente o a su antojo, sin las trabas modernas de recargos o feudos. En los ánimos adustos del republicano y en la nobleza estragada del Imperio, el afecto paternal se quebrantaba por varios motivos, y con dejar el padre al hijo la cuarta parte de su herencia, zanjaba ya toda demanda contenciosa,[491] pero un padre rico e inmaduro era un tirano casero, y su poder aumentaba con los años y los achaques. Una multitud rendida, y en ella hasta pretores y cónsules, galanteaba su sonrisa, mimaba su avaricia, vitoreaba sus devaneos, cebaba sus anhelos y ardía en impaciencia por su muerte. Las artimañas del obsequio y la lisonja vinieron a componer una ciencia, cuyos profesores merecieron un título propio, y toda la ciudad, según la descripción efectuada por la sátira, se dividía en dos mitades, los cazadores y la presa.[492] Pero mientras el ardid producía testamentos injustos y extravagantes, firmados por el desvarío, hubo algunos que fueron producto de aprecio entrañable y agradecimiento virtuoso. Cicerón, que tan repetidamente abogó por las vidas y los haberes de sus conciudadanos, heredó legados de hasta un importe de ciento setenta mil libras,[493] y no fueron menos generosos los amigos de Plinio el Joven con tan agraciado orador.[494] Cualquiera que fuese el móvil del testador, el erario reclamaba el veinteno sin distinción, y en el plazo de dos o tres generaciones, todo el haber del súbdito debía haber pasado por las arcas imperiales.

En los primeros y dorados años del reinado de Nerón, a impulsos de su popularidad, o tal vez por ciega benevolencia, mostró el anhelo de abolir la carga de la alcabala y la sisa. Los principales senadores celebraron su generosidad, pero lo disuadieron de la ejecución de un plan que podía eliminar la fuerza y los recursos de la república.[495] Si este soñado proyecto hubiera sido asequible, príncipes como Trajano y los Antoninos sin duda se habrían arrojado gozosos a la agraciada posibilidad de favorecer en tan gran manera al linaje humano; sin embargo, pagados con aliviar el gravamen público, no intentaron desarraigarlo. La suavidad y la precisión de sus leyes determinaron las reglas y la cuota del impuesto, y escudaron a todos los súbditos, sin variación de clases, contra las interpretaciones arbitrarias, demandas de atrasos y tropelías insolentes de los asentistas públicos,[496] y fue notable que los gobernadores romanos más virtuosos y atinados insistiesen más y más en recaudar al menos las ramas principales de la sisa y la alcabala.[497]

Caracalla era muy diferente —en cuanto a sentimientos y aun, en verdad, a situación— de los Antoninos. Desatendiendo o detestando el bienestar del pueblo, se vio precisado a halagar la codicia insaciable que él mismo fomentaba en la tropa, y aunque, entre todos los arbitrios impuestos por Augusto, el veinteno de legados y herencias era el más productivo y extenso, como su fuente no se limitaba a Roma o Italia, su rédito iba siempre en aumento con el ensanche de la ciudadanía romana. Los nuevos ciudadanos, aunque gravados en los mismos términos,[498] con el pago de los nuevos impuestos que no les alcanzaban cuando eran súbditos, quedaban compensados con la jerarquía que se granjeaban, los privilegios que adquirían y la vistosa perspectiva de los honores y la fortuna que se prometían a su ambición. Mas esta fineza, que tanto condecoraba, se perdió con la prodigalidad de Caracalla, y los provinciales se vieron obligados a asumir el título huero y las obligaciones reales de la ciudadanía romana. Y el voraz joven hijo de Severo no se conformó con el arancel de impuestos que conceptuaron suficiente sus comedidos antecesores, pues, en vez del veinteavo, exigió el décimo de legados y herencias, y durante su reinado (pues después de su muerte se restableció la cuota antigua) desangró de extremo a extremo al Imperio con su cetro asolador.[499]

Sujetos ya los provinciales a los impuestos apropiados a los ciudadanos, pareció que quedaron legalmente exentos de cuantos tributos habían pagado en la clase anterior de súbditos, mas no se avenían a tales principios gubernativos ni Caracalla ni su supuesto hijo, y así se cobraban en las provincias a la vez los impuestos nuevos y los antiguos. Se reservó al honor de Alejandro aliviarlos de tan insufrible gravamen, reduciendo los tributos al tercio de lo que pagaban a su advenimiento.[500] Resulta imposible comprender las razones que lo movieron a conservar una porción tan escasa del daño público, mas la cizaña, que no se había desarraigado por entero, retoñó luego con mayor pujanza, y en el siglo inmediato emponzoñó el orbe romano con su dañina maleza. En la presente historia, a menudo nos veremos obligados a hablar del impuesto territorial, el personal y las pesadas contribuciones de trigo, vino, aceite y comestibles que se exigían a las provincias para el uso de la corte, el ejército y la capital.

Mientras Roma e Italia se respetaron como el centro del gobierno, los antiguos y los nuevos ciudadanos conservaron un espíritu nacional. Los mandos superiores de la milicia eran desempeñados por sujetos liberalmente educados, conocedores de las leyes y la literatura, y que por sus legítimos grados habían ido ascendiendo a la cumbre de la carrera civil y militar,[501] y a su influjo y ejemplo podemos en parte atribuir la comedida obediencia de las legiones en los dos primeros siglos de la historia imperial. Mas desde el momento en que Caracalla volcó la postrera valla de la constitución, la separación de profesiones gradualmente sucedió a la distinción de jerarquías. Los ciudadanos cultos de las provincias interiores eran hábiles para desempeñarse como letrados y jueces, pues el bronco ejercicio de las armas correspondía a los campesinos y los bárbaros fronterizos, que no conocían más país que su campamento ni más ciencia que la guerra; ninguna ley civil y sólo las de la disciplina militar. Con sus manos ensangrentadas y sus costumbres bravías sostenían a veces, pero más bien solían volcar, el trono de los emperadores.