XI

REINADO DE CLAUDIO - DERROTA DE LOS GODOS - VICTORIA, TRIUNFO Y MUERTE DE AURELIANO

Durante el deplorable reinado de Valeriano y Galieno, el Imperio estuvo oprimido y casi destruido por los soldados, los tiranos y los bárbaros: lo salvó una sucesión de príncipes magnánimos que debían su oscuro origen a las belicosas provincias de Iliria. En un período de alrededor de treinta años, Claudio, Aureliano, Probo, Diocleciano y sus colegas triunfaron sobre los enemigos externos e internos del Estado; restablecieron, mediante la disciplina militar, el resguardo de las fronteras, y merecieron el glorioso título de restauradores del mundo romano.

La expulsión de un tirano afeminado del palacio dio lugar a una serie de héroes, pues el pueblo, airado, culpó a Galieno de todas sus desdichas, y efectivamente la mayoría de ellas eran consecuencia de sus costumbres disolutas y su descuidada administración. Incluso, carecía del sentido del honor que suele compensar la ausencia de una virtud pública, y, mientras disfrutaba de su posesión de Italia, una victoria de los bárbaros, la pérdida de una provincia o la rebeldía de un general pocas veces perturbaban el tranquilo transcurso de sus placeres. Por fin, un nutrido ejército, apostado en el alto Danubio vistió con la púrpura imperial a su caudillo Aureolo, quien, puesto que desdeñaba un reino pequeño y árido sobre las montañas de Retia, atravesó los Alpes, ocupó Milán, amenazó a Roma y desafió a Galieno a disputar en el campo de batalla la soberanía de Italia. El emperador, provocado por el insulto y alarmado por el peligro, súbitamente puso en práctica ese vigor latente que a veces irrumpía en su indolente carácter. Se forzó a sí mismo a apartarse de la voluptuosidad del palacio; se presentó, armado, a la cabeza de sus legiones, y avanzó más allá del Po al encuentro de su adversario. El adulterado nombre de Pontirolo[889] aún preserva la memoria de un puente sobre el Adda, que durante la acción debió de ser un objeto de la mayor importancia para ambos ejércitos. El usurpador de Retia, tras una absoluta derrota y con una herida gravísima, se retiró a Milán. El sitio a esta gran ciudad se organizó de inmediato; las murallas fueron golpeadas con cuantas maquinarias conocían los antiguos, y Aureolo, desconfiando de sus propias fuerzas y sin esperanzas de recibir auxilio exterior, pudo prever las fatales consecuencias de su rebelión frustrada.

Intentó, como único recurso, sobornar a los sitiadores, y en todo el campamento repartió libelos en los que amonestaba a las tropas para que abandonaran a un dueño indigno, que sacrificaba la prosperidad pública a su liviandad y la vida de sus más apreciables súbditos a la más ligera sospecha. Ese ardid difundió miedos y descontento entre los principales oficiales de su rival. Heracliano, prefecto pretoriano; Marciano, general de nombradía; y Cecrops, comandante de un numeroso cuerpo de guardias de Dalmacia, fraguaron una conspiración. Acordaron la muerte de Galieno, y, a pesar de su anhelo por terminar antes el sitio de Milán, el sumo peligro que acarreaba cada instante de demora los obligó a anticipar la ejecución de su osado plan. A una hora muy tardía, pero cuando el emperador aún disfrutaba de sus deleites de sobremesa, sobrevino una voz de alarma que comunicó que Aureolo, capitaneando a sus fuerzas, había efectuado una desesperada salida de la ciudad, y Galieno, que jamás flaqueaba en los enfrentamientos, se arrojó de su alfombrado y mullido lecho y, sin darse tiempo ni aun para ponerse su armadura y reunir a sus guardias, montó a caballo y se lanzó a la carrera hacia el supuesto paraje del ataque. Cercado por sus enemigos, manifiestos u ocultos, en medio del alboroto nocturno pronto recibió una flecha mortal de mano desconocida. Antes de morir, un sentimiento patriótico le hizo nombrar un sucesor honorable, y fue su postrera voluntad que las insignias imperiales se entregasen a Claudio, quien a la sazón comandaba un gran destacamento junto a Pavia. La noticia fue, al menos, diligentemente propagada, y los conjurados obedecieron alegremente la orden, pues ya se habían puesto de acuerdo en encumbrar a Claudio al trono. Al primer aviso de la muerte del emperador, las tropas expresaron sospechas y resentimiento, hasta que se tranquilizaron en virtud de un donativo de veinte piezas de oro a cada soldado; entonces ratificaron la elección y vitorearon al nuevo soberano.[890]

La oscuridad del origen de Claudio, aunque luego fue engalanado con lisonjeras ficciones,[891] manifiesta la bajeza de su cuna. Sólo consta que era natural de una provincia de la ribera del Danubio; que se dedicó desde su juventud a las armas, y que su modesto valor atrajo el favor y la confianza de Decio. El Senado y el pueblo lo consideraban un oficial sobresaliente y de sumo desempeño, apto para los más importantes propósitos, y criticaban la desatención de Valeriano, que lo obligaba a permanecer en el subalterno puesto de tribuno. No mucho antes, el emperador había distinguido el mérito de Claudio nombrándolo jefe supremo de la frontera ilírica con el mando de todas las tropas en Tracia, Mesia, Dacia, Panonia y Dalmacia; también obtuvo la distinción de prefecto de Egipto, la colocación de procónsul de África y la certeza de un futuro consulado. Por su victoria sobre los godos, el Senado lo consideró merecedor del honor de una estatua, lo que despertó los celos de Galieno. Era imposible que un soldado respetara a un soberano tan disoluto y que pudiera ocultar su fundado menosprecio; algunas expresiones descomedidas de Claudio llegaron a oídos del emperador, y la contestación que provocaron retrata al vivo el carácter de éste y el de su siglo: «Me ha impresionado en gran manera el contenido de vuestro aviso,[892] que refiere que alguna insinuación malvada ha indispuesto contra nosotros el ánimo de nuestro amigo y pariente Claudio. Como os esmeráis en vuestro respeto, echad mano de cuantos medios quepan a fin de aplacarlo, pero proceded con suma reserva; que no trascienda el secreto a las tropas de Dacia, pues ya están enojadas y podría inflamarse su encono. Yo le envío unos pequeños regalos, pero es vuestra tarea que los acepte placenteramente, y ante todo haced que por ningún camino llegue a suponer que me consta su indiscreción, pues el temor a mi ira podría precipitarlo». El regalo mencionado en esta humilde carta, en la que el monarca solicitaba una reconciliación con su enfadado súbdito, consistía en una cuantiosa suma de dinero, un espléndido guardarropa y un servicio invaluable de oro y plata labrada.[893] Por estos medios Galieno amansó y sosegó al general de Iliria y, en lo restante de su reinado, Claudio blandió incesantemente su espada en defensa de un superior al que despreciaba. Al fin, es verdad, recibió de los conspiradores la púrpura ensangrentada de Galieno, pero se encontraba lejos del campamento y de sus consejos, y, aunque el hecho lo complaciese, debemos sencillamente suponer que fue inocente de la trama.[894] Cuando ocupó el trono, Claudio tenía cincuenta y cuatro años.

Continuaba aún el sitio de Milán cuando Aureolo advirtió que todos sus ardides habían suscitado un antagonista más resuelto. Intentó negociar con Claudio un tratado de alianza y partición. «Decidle —replicó el intrépido emperador— que semejante propuesta hubiera debido dirigirse a Galieno, quien quizá la habría escuchado pacientemente, aceptando un compañero tan despreciable como él mismo.»[895] Tan adusto rechazo y el malogro de su postrera tentativa finalmente obligaron a Aureolo a entregar la ciudad y a sí mismo al vencedor. El ejército lo sentenció a muerte, y Claudio, tras alguna resistencia, se conformó con el fallo. El Senado no se rezagaba en demostraciones por el nuevo soberano, pues ratificó, tal vez con afán entrañable, la elección de Claudio, y, por cuanto el antecesor se había mostrado enemigo personal de aquel cuerpo, fueron vengándose, en nombre de la justicia, con su familia y sus allegados. La ingrata tarea del castigo se dejó a cargo del Senado, y el emperador se reservó el mérito y la complacencia de mediar para que finalmente se indultase a los reos.[896]

Esta ostentosa clemencia no manifiesta tanto el verdadero carácter de Claudio como una circunstancia fútil, en la que parece haber consultado sólo los sentimientos de su corazón. Las repetidas rebeliones de las provincias comprometían a casi todas las personas en el delito de traición y a casi todas las fincas en la consiguiente confiscación, y Galieno solía jactarse de dadivoso regalando a sus oficiales las haciendas de los súbditos. Apenas ascendió al trono, una anciana se postró a los pies de Claudio, quejándose de que un general de su antecesor se había apropiado de su patrimonio; ese general era el mismo Claudio, que se había contagiado del achaque reinante. El emperador se avergonzó y, mostrándose digno de la llaneza con que la mujer se entregaba a su equidad, confesó su yerro y devolvió inmediata y ampliamente las haciendas.[897]

Para realizar la difícil tarea que Claudio se había propuesto, consistente en restablecer el antiguo esplendor del Imperio, había que volver a infundir en la tropa la propensión al orden y la obediencia. Con la autoridad de un general veterano, les manifestó a los soldados que lo que producía tanto trastorno era la insubordinación, cuyas consecuencias finalmente recaían sobre los soldados mismos; que un pueblo en ruinas por la opresión e indolente a causa de la desesperación no podía hacerse cargo de las holganzas de la milicia, ni aun de su manutención; que el despotismo de la clase militar acarreaba temores a todo individuo, pues un príncipe trémulo en el solio compraba su salvación con el sacrificio del súbdito indefenso. El emperador se explayó sobre los escollos de un desenfreno que la milicia sólo podía ejercer a costa de su propia sangre, pues su sedición solía acarrear guerras civiles que segaban la flor de las legiones, ya en el campo de batalla, ya en el cruel abuso de la victoria. Describió lo exhausto del erario, la asolación de las provincias, el baldón del nombre romano, el insolente triunfo de los rapaces bárbaros, y exclamó que iba a dirigir contra ellos todo el ahínco de las armas. Tétrico puede reinar durante un tiempo en Occidente, y aun Zenobia puede preservar el dominio de Oriente;[898] esos usurpadores eran sus adversarios personales y él no debía pensar en ocuparse de sus resentimientos privados hasta haber dejado a salvo un imperio cuya inminente caída, a menos que fuera evitada a tiempo, alcanzaría tanto al ejército como al pueblo.

Las diversas naciones de Germania y Sarmacia, que antes habían luchado bajo el estandarte godo, reunieron un armamento más formidable que cuantos habían salido del Euxino. En las orillas del Dniéster, uno de los grandes ríos que desembocan en aquel mar, construyeron una escuadra de dos mil —o quizá de seis mil— naves,[899] número que, por abultado que parezca, era todavía insuficiente para el transporte del ejército, que se supone constituido por trescientos veinte mil bárbaros. Cualquiera que haya sido la verdadera fuerza de los godos, el vigor y el éxito de la expedición no fueron consistentes con tan grandiosos preparativos. En su tránsito por el Bósforo, la violencia de la corriente sometió a los inhábiles pilotos, y cuando los numerosos barcos se agolparon en un angosto canal, se estrellaron entre sí o contra la ribera. Los bárbaros desembarcaron en diversos puntos de las costas de Europa y de Asia, pero las campiñas ya habían sido saqueadas, y fueron rechazados, vergonzosa y vencidamente, de cuantas ciudades fortificadas intentaban asaltar. Surgió en la flota un ánimo de división y desaliento, y algunos de sus jefes se desviaron hacia las islas de Creta y Chipre, pero el cuerpo principal, siguiendo un rumbo más certero, finalmente fondeó cerca del monte Athos y asaltó la ciudad de Tesalónica, riquísima capital de todas las provincias macedónicas. Sus valientes pero torpes embates fueron interrumpidos por la veloz llegada de Claudio, que rápidamente acudía al sitio que requería la presencia de un príncipe belicoso, acaudillando el restante poderío del Imperio. Ansiosos de batalla, los godos levantaron de inmediato el sitio de Tesalónica, dejaron la escuadra cerca del monte Athos, atravesaron las serranías de Macedonia y avanzaron apresuradamente contra el último resguardo de Italia.

Aún se conserva la carta original de Claudio al Senado y al pueblo en este memorable trance. «Padres conscriptos —dice el emperador— sabed que trescientos veinte mil godos han invadido el territorio romano, y si los venzo, mi galardón se cifra en vuestro agradecimiento, pero si fallezco, recordad que soy sucesor de Galieno. Acosada y exhausta yace la república entera. Tenemos que pelear tras Valeriano, Ingenuo, Regiliano, Loliano, Póstumo, Celso y otros mil a quienes el fundado menosprecio hacia Galieno incitó a la rebeldía. Escaseamos de flechas, lanzas y escudos. Tétrico usurpó Galia y España, que son el alma del Imperio, y me avergüenzo de confesar que los flecheros de Oriente están sirviendo a Zenobia, de modo que cualquier cosa que podamos lograr será por sí misma harto grande.»[900] La melancólica entereza de esta carta retrata a un héroe que, desinteresado de su propia suerte y consciente del peligro, aún posee fundadas esperanzas en los recursos de su propia mente.

El éxito superó a sus propias expectativas y a las del orbe entero, pues con una ilustre victoria liberó al Imperio de tan bárbara hueste, y fue conocido para la posteridad con el glorioso apelativo de Claudio el Gótico. Los incompletos relatos sobre una guerra irregular[901] nos impiden describir ordenadamente las circunstancias de aquellas hazañas, pero, aludiendo al drama, dividiremos esta memorable tragedia en los siguientes tres actos.

I) En la batalla decisiva, trabada junto a Naissus, una ciudad de Dardania, cedieron de inmediato las legiones, abrumadas por un superior número y desalentadas por los fracasos, y, cuando su exterminio parecía inevitable, el advertido emperador acudió oportunamente con el refuerzo destinado a ese intento, pues un numeroso destacamento, desemboscándose de los recónditos y trabajosos tránsitos de la serranía, ocupada por una disposición anterior, se abalanzó repentinamente a la retaguardia de los godos ya vencedores. La actividad de Claudio prolongó ese instante favorable, ya que reanimó a la tropa, la rehizo y cercó a los bárbaros por todas partes. Según se cuenta, fenecieron hasta cincuenta mil hombres en la batalla de Naissus, y varios cuerpos enemigos, cubriendo su retirada con un móvil vallado de carruajes, lograron desviarse o más bien huir de aquel campo de matanza.

II) Podemos considerar que, a causa de algún tropiezo insuperable —como el cansancio o, quizá, la desobediencia de los vencedores—, Claudio no completó en un solo día el exterminio de los godos. La guerra se extendió a las provincias de Mesia, Tracia y Macedonia, y se dilató con marchas, sorpresas y arremolinadas refriegas por mar y por tierra. Si los romanos padecían algún quebranto, solía deberse a la cobardía o a la temeridad, pero la superioridad de alcances del emperador, su cabal conocimiento del país y su atinada elección de disposiciones y oficiales, en la mayoría de las ocasiones, afianzaron el acierto de sus movimientos. El inmenso botín, fruto de tan repetidas victorias, estaba constituido en su mayor parte por ganado y esclavos, y así un selecto cuerpo de la juventud goda se alistó en las tropas imperiales, mientras que los demás se rindieron como cautivos, y fue tal el número de las esclavas que dos o tres mujeres correspondieron a cada soldado. Inferimos por esta particularidad que el intento de los extranjeros no era únicamente el robo, sino también establecerse, puesto que venían acompañados por sus familias.

III) La pérdida de la escuadra, que fue apresada o sumergida, impidió la retirada a los godos, y, acorralados por oportunos apostaderos que eran sostenidos con tesón y se estrechaban más y más sobre un punto céntrico, tuvieron que trepar a lo más inaccesible del monte Haemus, donde hallaron seguro resguardo con escasa subsistencia. En el transcurso de un crudo invierno, sitiada incesantemente por las tropas imperiales, la muchedumbre menguó sin cesar al rigor del hambre, la peste, la deserción y el filo de la espada, y cuando comenzó la primavera quedaba allá únicamente una gavilla curtida y desesperada, resto de la hueste inmensa que se había embarcado en la boca del Dniéster.

La peste que sepultó tan crecido número de bárbaros alcanzó por fin a su vencedor. Tras su corto y esplendoroso reinado de dos años, Claudio expiró en Sirmio, y fue llorado y vitoreado por sus súbditos. En su postrer dolencia reunió a los caudillos civiles y militares, y les recomendó a Aureliano,[902] uno de sus generales, como el más merecedor del trono y el que mejor se desempeñará en el propósito que sólo él había intentado llevar a cabo. Las virtudes de Claudio, su valor, afabilidad, justicia y templanza, su amor al honor y a su patria, lo incluyen en la breve lista de los emperadores que incrementaron los blasones del pueblo romano. Sin embargo, los escritores cortesanos del tiempo de Constantino, quien era bisnieto de Crispo y hermano mayor de Claudio, celebraron con esmero y deleite aquellas virtudes. Las voces de la lisonja entonaron estudiadamente que los dioses que arrebataron a Claudio de la faz de la tierra premiaron sus méritos y su religiosidad mediante el perpetuo establecimiento del poder en su familia.[903]

A pesar de estos oráculos, el encumbramiento de los Flavios —un nombre del que les complació apropiarse— se dilató por más de veinte años, y el entronizamiento de Claudio acarreó la inmediata ruina de su hermano Quintilio, quien carecía de suficiente moderación o coraje para descender a la vida privada, a la que el patriotismo del difunto emperador lo había condenado. Sin demora ni reflexión, asumió la púrpura en Aquileia, donde comandaba considerables fuerzas, y aunque su reinado se redujo a diecisiete días, tuvo tiempo para obtener la sanción del Senado y experimentar un motín en su tropa. Cuando se enteró de que el gran ejército del Danubio había ofrecido la púrpura al notorio valor de Aureliano, se postró ante la nombradía y los méritos de su competidor, y abriéndose las venas evitó cuerdamente tan desproporcionada contienda.[904]

El plan general de esta obra no nos permite relatar todos los pasos de cada emperador después de que ha ascendido al trono ni, mucho menos, las vicisitudes de su vida privada. Expresaremos tan sólo que el padre de Aureliano era un labrador del territorio de Sirmio y ocupaba una pequeña granja que era propiedad de Aurelio, un opulento senador. El belicoso hijo se alistó como ínfimo soldado, y luego fue ascendiendo a centurión, tribuno, prefecto de una legión, inspector de campamento y general, o —como se llamaba entonces— duque de una frontera, y finalmente en la guerra contra los godos desempeñó el alto cargo de general de la caballería. Su valor descolló en todos los grados,[905] así como su estricta disciplina y su acertado desempeño. El emperador Valeriano le confirió el Consulado y lo denominó, con el altisonante lenguaje de aquella época, libertador de Ilírica, restaurador de las Galias y rival de los Escipiones. Por recomendación de Valeriano, Ulpio Crinito, un senador de mérito y nobleza que se jactaba de estar entroncado con Trajano, adoptó al granjero panonio, le entregó a su hija en matrimonio y alivió con su gran fortuna la honrada escasez que Aureliano había conservado inviolable.[906]

El reinado de Aureliano sólo duró cuatro años y nueve meses, pero todos los momentos de tan corto plazo resplandecieron con hechos memorables: terminó la guerra contra los godos, escarmentó a los germanos que invadían a Italia, rescató a Galia, Hispania y Britania de las manos de Tétrico y derrocó la altanera monarquía fundada por Zenobia en Oriente sobre las ruinas del acosado imperio.

La estricta atención que prestaba Aureliano, aun a los mínimos puntos de la disciplina, fue lo que confirió tan incesante acierto a sus empresas. Su reglamento militar se halla compendiado en la sucinta carta que envió a uno de sus oficiales subalternos, a quien le ordena que lo ponga en práctica si aspira a ser tribuno, y aun si trata de salvar su vida. Aureliano vedaba el juego, la embriaguez y el estudio de la adivinación, pues contaba con que sus soldados fuesen modestos, frugales y laboriosos; que su armadura estuviese siempre bruñida; sus armas, afiladas, y sus vestimentas y caballos, a toda hora dispuestos para un servicio inmediato; que viviesen sobria y castamente en sus cuarteles sin dañar campos cultivados, sin robar ni una oveja, un ave o un racimo, ni exigir del patrón sal, aceite o leña. «El suministro público —continúa el emperador— basta para su mantenimiento; sus riquezas se han de recoger de los despojos del enemigo, y no de las lágrimas de los provinciales.»[907] Un solo ejemplo demostrará la rigidez, y aun la crueldad, de Aureliano: un soldado sedujo a la esposa de quien lo alojaba, y el miserable fue puesto entre dos árboles doblegados a viva fuerza, los cuales, al ser soltados, se llevaron consigo los desgarrados miembros. Algunos castigos ejemplares semejantes aterraron provechosamente a la tropa. Las sanciones de Aureliano eran terribles, aunque rara vez tenía que repetirlas por el mismo delito. Corroboraba las leyes con su conducta, y las legiones resabiadas temían a un superior que había aprendido a obedecer y era digno de mandar.

La muerte de Claudio revivió el decaído ánimo de los godos. Las tropas que cuidaban los pasos del monte Haemus y las orillas del Danubio se habían retirado a causa del temor de una guerra civil, y parece verosímil que el cuerpo restante de las tribus de godos y vándalos se aprovecharan de una coyuntura tan favorable: desamparando sus puestos en Ucrania, atravesaron los ríos y acrecentaron con nueva muchedumbre la asoladora hueste de los suyos. Después de incorporados fueron embestidos por Aureliano, y la encarnizada e indecisa batalla duró hasta el anochecer.[908] Postrados con tantos desastres como mutuamente se habían causado y habían padecido en una guerra de veinte años, godos y romanos convinieron una tregua duradera y provechosa. Los bárbaros la solicitaron ansiosamente y las legiones, a cuyo voto quiso la cordura de Aureliano encargar la decisión de aquel importante punto, la ratificaron gustosas. La nación goda se comprometió a entregar a los ejércitos romanos un cuerpo de dos mil auxiliares, todos de caballería, y pactaron en cambio una retirada segura y un mercado siempre abastecido —a cargo del emperador, pero a sus propias expensas— hasta la orilla del Danubio. El tratado se cumplió tan escrupulosamente, que cuando un grupo de quinientos hombres salió en busca de rapiña, el rey o general de los bárbaros dispuso que se prendiera al comandante culpable y se lo asaetease mortalmente, como víctima sacrificada a la santidad de los contratos.

Es muy probable, sin embargo, que la precaución de Aureliano de exigir que quedaran como rehenes los hijos e hijas de los caudillos godos contribuyese también a tan pacífico procedimiento. Educó a los varones, y a él mismo, en el ejercicio de las armas, y a las niñas les dio la fina enseñanza de las damas romanas, proporcionándoles luego el enlace con sus principales dependientes, para ir así, mediante decorosos pasos, amistando y encareciendo la flor de ambas naciones.[909]

Pero la más importante condición de la paz quedó más bien sobrentendida que expresada en el tratado: Aureliano retiró las fuerzas romanas de Dacia y tácitamente cedió esa gran provincia a los godos y los vándalos.[910] Su tino varonil le evidenció las ventajas fundamentales y le hizo menospreciar el desdoro aparente de ir estrechando las fronteras de la monarquía. Los súbditos dacios, trasladados ahora de aquellas haciendas que no alcanzaban a cultivar ni defender, robustecían y poblaban la parte meridional del Danubio. Franqueose a su industria el gran territorio, al que las correrías de los bárbaros habían dejado desierto, y una nueva provincia de Dacia siguió conservando la memoria de las conquistas de Trajano. No obstante, el antiguo territorio retuvo a muchos habitantes que temían más al exilio que al dominio godo.[911] Estos romanos bastardos favorecieron al Imperio que desestimaban, pues introdujeron entre sus conquistadores las primeras nociones de agricultura, las artes útiles y las ventajas de la vida civilizada. Gradualmente se estableció un intercambio de idioma y lenguaje entre las orillas opuestas del Danubio, y, cuando Dacia se convirtió en un Estado independiente, fue la más firme barrera del Imperio contra las invasiones de los salvajes del Norte. El propio interés unió a estos bárbaros con los romanos, y esa ventaja mutua y perpetua redundó en provechosa intimidad. Aquella colonia mixta, que fue cubriendo la provincia antigua y componiendo con sus enlaces un pueblo crecido, blasonaba siempre de la nombradía y superioridad goda, y ante todo de su ascendencia escandinava. Al mismo tiempo, la afortunada aunque accidental semejanza del nombre de Geta infundió a los crédulos godos la aprensión de que en lo antiguo sus propios antepasados, establecidos ya en las provincias dacias, habían recibido la enseñanza de Zamolxis y contrastado las armas victoriosas de Sesostris y Darío.[912]

Mientras la vigorosa y moderada conducta de Aureliano iba restableciendo la frontera iliria, la nación de los alamanes[913] violó las condiciones de paz, las que Galieno había comprado o Claudio había impuesto, y, enardecida por su impaciente juventud, repentinamente tomó las armas. Se presentaron cuarenta mil caballos en campaña,[914] con duplicado número de infantería.[915] Los primeros objetivos de su codicia fueron algunas poblaciones de los límites de Retia, y, esperanzándose más y más con sus triunfos, el rápido avance de los alamanes trazó una línea de devastación desde el Danubio hasta el Po.[916]

Informaron al emperador casi al mismo tiempo de la irrupción y la retirada de los bárbaros. Sin embargo, reunió un ágil cuerpo de tropas, faldeó callada y aceleradamente la selva Hercinia, y los alamanes, cargados con el botín de Italia, arribaron al Danubio sin sospechar que en la orilla opuesta y en sitio ventajoso un ejército romano estaba oculto, preparado para cortarles la retirada. Aureliano cebó más y más la tan aciaga confianza de los bárbaros, y aun franqueó a la mitad de su hueste el paso sin estorbo ni cautela. Su apuro y asombro facilitaron una victoria que utilizó el triunfador, pues situando sus legiones en media luna, avanzó los extremos y cruzó el río, y, volviendo rápidamente sobre el centro, acorraló a la retaguardia germana. Los exánimes bárbaros, cualquiera que fuese el sitio adonde dirigieran la mirada, veían con desesperación ya una campiña asolada, ya una corriente rápida y profunda, ya un enemigo victorioso e implacable.

Los alamanes, en una situación tan extrema, no desdeñaron implorar la paz, y Aureliano, al frente de su campamento, recibió a sus embajadores con todo el realce de pompa marcial que pudiera ostentar la grandeza y la disciplina de Roma. Las legiones estaban escuadronadas y en terrible silencio, y los principales caudillos, engalanados con las insignias de su clase, aparecieron a caballo por ambos costados del solio imperial. Atrás del trono se hallaban las imágenes sagradas del emperador y sus antecesores;[917] las águilas doradas y los diversos títulos de las legiones, esculpidos en letras de oro, estaban enarbolados sobre larguísimas picas cuajadas de plata. Al elevarse Aureliano a su asiento, su varonil gracia y su estampa majestuosa[918] obligaron a los bárbaros a reverenciar no menos a la persona que a la púrpura de su vencedor. Los embajadores enmudecieron y se postraron, hasta que se les mandó alzarse y se les franqueó el habla. Por medio de los intérpretes fueron disimulando su alevosía, engrandeciendo sus hazañas y explayándose sobre los vaivenes de la suerte y las ventajas de la paz, y con intempestiva satisfacción pidieron una suma cuantiosa por pago de la alianza que ofrecían a los romanos. La respuesta del emperador fue severa y dominante: despreció su oferta, respondió a su demanda con indignación y les reprochó a los bárbaros que eran tan ignorantes de las artes de la guerra como de las leyes de la paz. Finalmente, los despidió con la única alternativa de someterse a su incondicional misericordia o esperar la mayor severidad de su enojo.[919] Aureliano había cedido una provincia remota a los godos, pero era peligroso confiarse o indultar a unos bárbaros traidores, cuyo formidable poderío a toda hora tenía sobresaltada a la misma Italia.

Tras esta conferencia, parece que sobrevino en Panonia algún apuro que requería la presencia del emperador, pues encargó a sus tenientes el exterminio final de los alamanes, a los filos de la espada o por el medio más seguro del hambre, pero una desesperación activa suele triunfar sobre la soñolienta confianza en la victoria. Los bárbaros, imposibilitados de arrollar el Danubio y el campamento romano, rompieron por los apostaderos de retaguardia, más endebles o menos resguardados, y volvieron muy velozmente, por diversos rumbos, a las serranías de Italia.[920] Aureliano ya consideraba terminada la guerra, cuando recibió la dolorosa noticia del salvamento de los alamanes y de los estragos que ya estaban cometiendo por el territorio de Milán. Mandó a las legiones que sigan, con cuanta presteza cabe en cuerpos tan recargados, la huida precipitada del enemigo, cuya infantería y caballería se movían con agilidad, y pocos días después, el emperador mismo acudió al socorro de Italia, acaudillando un cuerpo selecto de auxiliares —entre los cuales había rehenes y caballería de los vándalos— y de toda la guardia pretoriana que había servido en las guerras sobre el Danubio.[921]

Cuando las ligeras tropas de los bárbaros ya se habían esparcido desde los Alpes hasta los Apeninos, el desvelo incesante de Aureliano y sus oficiales se cifró en descubrir, atacar y perseguir a sus numerosos destacamentos. A pesar de esta guerra informal, se mencionan tres batallas mayores en las que las principales fuerzas de ambas partes se empeñaron obstinadamente[922] y con éxito alternado. En la primera batalla, junto a Placencia, fue tal el desmán sufrido por los romanos que, según la expresión de un escritor partidario de Aureliano, se llegó a temer la inmediata disolución del Imperio.[923] Los astutos bárbaros, que se habían escondido en los bosques, repentinamente atacaron a las legiones al anochecer, en medio, como es probable, del cansancio y el desconcierto de una dilatada marcha. La furia del ataque fue irresistible, pero al fin, tras una horrorosa matanza, la entereza del emperador restauró su tropa y recobró hasta cierto punto el honor de sus armas. La segunda batalla tuvo lugar junto a Fano, en Umbría —en el sitio que quinientos años antes había sido tan fatal para el hermano de Aníbal—,[924] pues muy lejos habían llegado los germanos por las carreteras Emilia y Flaminia con ánimo de saquear a la indefensa dueña del orbe. Sin embargo, Aureliano, desvelado siempre tras la salvación de Roma, iba hostigando su retaguardia y en aquel paraje logró darles una derrota total y exterminadora.[925] Los fugitivos restos de la hueste fenecieron en la tercera y última batalla, junto a Pavia, y así Italia quedó a salvo de las correrías de los alamanes.

El miedo siempre fue padre de la superstición y, cuando asoman nuevas calamidades, el hombre se arroja, trémulo, a propiciar a sus enemigos invisibles. Aunque las esperanzas de la República estribaban principalmente en el denuedo y el desempeño de Aureliano, fue tal la consternación general cuando era inminente la llegada de los bárbaros a los umbrales de Roma, que por un decreto del Senado se consultó a los Libros Sibilinos. El emperador mismo, por religión o por política, recomendó este paso como importante, reconvino al Senado por su demora[926] y ofreció costear cuanto pudieran requerir los dioses en animales o en cautivos de cualquiera nación, pero, en medio de este ofrecimiento tan cuantioso, no aparece que se echase mano de víctimas humanas para borrar con su sangre las culpas del pueblo romano. Los Libros Sibilinos disponían ceremonias más inocentes, como procesiones de sacerdotes con ropajes blancos, acompañados por un coro de jóvenes y muchachas; purificaciones por la ciudad y sus cercanías, y sacrificios que habrían de impedir a los bárbaros entrar en el recinto en que se celebraban. A pesar de ser pueriles, estos artificios supersticiosos fueron útiles para el éxito de la guerra, y, si en la batalla decisiva de Fano los alamanes se figuraron que estaban viendo un ejército de espectros peleando por parte de Aureliano, éste recibió un auxilio real y eficaz de este refuerzo imaginario.[927]

Sin embargo, más allá de su confianza en ideales murallas, la experiencia del pasado y el temor al futuro movieron a los romanos a construir fortificaciones más gruesas y macizas. Los sucesores de Rómulo cercaron las siete colinas de Roma con un antiguo muro de más de trece millas [20,9 km].[928] Parecerá excesiva la extensión del recinto para el poder y vecindario de un Estado nuevo, pero se hacía forzoso el resguardar una gran extensión de pasturas y tierras cultivables contra las frecuentes y repentinas correrías de las tribus del Lacio, perpetuas enemigas de la República. La ciudad y el número de habitantes crecieron con el engrandecimiento romano; se llenaron los espacios vacantes, se derribaron las vallas inservibles, se edificó en el campo de Marte y por dondequiera se fueron acompañando las carreteras con hermosos y extensos suburbios.[929] La extensión de la nueva muralla alzada por Aureliano y concluida en el reinado de Probo fue incrementada, según la opinión popular, hasta cincuenta millas [80,4 km],[930] mas una medición esmerada la reduce a veintiuna millas [33,8 km].[931] Era un trabajo grandioso pero melancólico, puesto que la defensa de la capital pregonaba la decadencia de la monarquía. En el auge de su prosperidad, al confiar a las armas de las legiones la salvación de sus campamentos,[932] los romanos habían vivido sin temer que alguna vez se hiciese preciso fortificar el solio del Imperio contra los embates de unos bárbaros.[933]

La victoria de Claudio sobre los godos y el descalabro de los vándalos por parte de Aureliano habían devuelto a las armas romanas su antigua superioridad respecto de las naciones bárbaras del Norte, y cupo a Aureliano la grandiosa tarea de castigar a los tiranos internos y reincorporar las porciones desmembradas del Imperio. Aunque él estaba reconocido por el Senado y el pueblo, las fronteras de Italia, África, Ilírica y Tracia limitaban su reino. Hispania, Galia, Britania, Egipto, Siria y Asia Menor estaban sujetas todavía a dos rebeldes, los únicos que, de tan larga lista, se habían salvado de los trances de su empeño, y, para completa ignominia de Roma, estos tronos rivales habían sido usurpados por mujeres.

Una rápida sucesión de monarcas había surgido y fenecido en las provincias de Galia, y las austeras virtudes de Póstumo sólo habían conducido a anticipar su exterminio. Después de eliminar a un competidor que había vestido la púrpura en Mentz, se negó a que la tropa se cebase con el saqueo de la ciudad rebelde, y en el séptimo año de su reinado pereció víctima de su frustrada codicia.[934] Menos decorosa fue la causa de la muerte de Victorino, su amigo y socio. Mancillaba sus virtudes[935] una pasión amorosa, a la que le permitía actos de violencia, con poco respeto por las leyes de la sociedad e, incluso, por las del amor.[936] En Colonia lo mataron mancomunadamente maridos celosos, y su desagravio habría sido más comprensible si hubieran respetado la inocencia de su hijo. Tras el asesinato de tantos príncipes valerosos, es de reparar que una mujer refrenase a las indómitas naciones de Galia, y todavía más extraño que fuese la madre del desventurado Victorino. La habilidad y los tesoros de Victoria le permitieron colocar sucesivamente a Mario y a Tétrico en el trono, y reinar con vigor varonil bajo el nombre de estos emperadores, que dependían de ella. Se acuñaron monedas de cobre, plata y oro con su nombre, y asumió los títulos de Augusta y Madre de los Campamentos. Su potestad sólo cesó con su vida, pero ésta quizá se abrevió a causa de la ingratitud de Tétrico.[937]

Cuando Tétrico, incitado por su ambiciosa protectora, asumió las insignias de la realeza, era gobernador de la provincia de Aquitania, destino correspondiente a sus virtudes y a su educación. Reinó sobre Hispania, Galia y Britania durante cuatro o cinco años, y fue a la vez esclavo y caudillo de un ejército licencioso al que temía y por el cual era despreciado. Vislumbró por fin una esperanza de rescate en el valor y la prosperidad de Aureliano. Se aventuró a revelarle su desconsolada situación y lo amonestó a que acudiese pronta y eficazmente al auxilio de un competidor desventurado. Si esta correspondencia privada hubiera sido conocida por los soldados, probablemente le habría costado la vida a Tétrico y no hubiese podido desprenderse del cetro de Occidente sin traicionarse a sí mismo. Aparentó una guerra civil, condujo sus fuerzas contra Aureliano, las colocó en contra de su propio interés y con un corto número de selectos amigos desertó al principio de la batalla. Las legiones rebeldes, aunque desorganizadas y desalentadas por la inesperada traición de su jefe, se defendieron desesperadamente, hasta que fueron completamente despedazadas en la memorable y sangrienta batalla de Châlons, en Champaña.[938] La retirada de los indisciplinados auxiliares francos y bátavos,[939] a quienes el conquistador pronto persuadió u obligó a cruzar el Rin, restableció el sosiego general, y el poder de Aureliano fue reconocido desde el muro de Antonino hasta las columnas de Hércules.

Ya a partir del reinado de Claudio, la ciudad de Autun, sola y sin ayuda, se arrojó a declararse contra las legiones de Galia, las cuales, tras un sitio de siete meses, asaltaron y saquearon a aquella desventurada población, ya vencida por el hambre.[940] Lyon, en cambio, había resistido obstinadamente las armas de Aureliano. Hemos leído acerca del castigo a Lyon,[941] pero no sobre las recompensas a Autun. Tal es, por cierto, el sistema de las guerras civiles: acordarse cruelmente de los agravios, y olvidar los más importantes servicios. La venganza es lucrativa, la gratitud es costosa.

Tan pronto como Aureliano afianzó a la persona y las provincias de Tétrico, dirigió sus armas contra Zenobia, la celebrada reina de Palmira y Oriente. La Europa moderna produjo varias mujeres ilustres que desempeñaron gloriosamente el cargo de un Imperio, y nuestra época no está desprovista de tan distinguidos caracteres, mas, exceptuando las dudosas hazañas de Semíramis, quizá sea Zenobia la única mujer cuyo numen sobresaliente se encumbró sobre la servil indolencia que provocan en ese sexo el clima y las costumbres de Asia.[942] Se jactaba de descender de los reyes macedonios de Egipto, igualaba en hermosura a su ascendiente Cleopatra y la aventajaba notablemente en castidad y valor,[943] pues se consideraba a Zenobia la más amable así como la más heroica de su sexo. Era morena —tratándose de una dama, tales fruslerías son importantes—, tenía perlada y blanquísima dentadura, y sus grandes y negros ojos emitían un ardor poco común, templado por la más atractiva dulzura. Su voz era clara y armoniosa, y su varonil entendimiento había sido engalanado y fortalecido por el estudio. Versada en la lengua latina, conocía igualmente y con cabal perfección el griego, el siríaco y el egipcio. Había compuesto para su propio uso un compendio de historia oriental, y familiarmente parangonaba las bellezas de Homero y de Platón, guiada por la tutoría del sublime Longino.

Esta talentosa mujer concedió su mano a Odenato, quien de llana esfera se encumbró por sí mismo al dominio de Oriente, y pronto se constituyó en amiga y compañera de un héroe. En los momentos intermedios de la guerra Odenato se dedicaba apasionadamente al ejercicio de la caza; perseguía con ansia a los salvajes animales del desierto, leones, panteras y osos, y el ímpetu de Zenobia en tan arriesgada diversión no iba en zaga al de su esposo. Se hizo inmune a la fatiga, menospreciaba los carruajes cubiertos, por lo general aparecía a caballo en traje militar, y solía andar varias millas a pie, capitaneando a sus tropas. Los aciertos de Odenato en gran parte se debieron a tanta cordura y fortaleza, y las brillantes victorias contra el gran Rey, a quien dos veces acosaron hasta las mismas puertas de Ctesifonte, encumbraron el afamado poderío de ambos; tanto sus ejércitos como las provincias rescatadas no reconocían a otro soberano que a tan insignes caudillos. El Senado y el pueblo romano reverenciaban al extranjero que desagravió a su cautivo emperador, y aun el insensible hijo de Valeriano aceptó a Odenato como legítimo colega.

Tras una victoriosa expedición contra los saqueadores godos de Asia, el príncipe palmireño regresó a la ciudad de Emesa, en Siria, donde, habiendo sido invencible en la guerra, feneció por una traición familiar, y su predilecto pasatiempo de la caza fue el motivo, o al menos la situación, de su muerte.[944] Su sobrino Meonio disparó su jabalina antes que él, y, aunque fue regañado, repitió luego su insolencia. Odenato, airado como cazador y monarca, le quitó el caballo, suma afrenta entre bárbaros, y castigó su temeridad con un breve arresto. El agravio pronto fue olvidado, pero no el castigo, pues Meonio, con algunos compañeros osados, asesinó a su tío en un concurrido banquete, como también a Herodes, hijo de Odenato pero no de Zenobia, un joven de temperamento suave y afeminado.[945] Pero Meonio obtuvo sólo el placer de la venganza por su sangrienta tarea, pues apenas asumió el título de Augusto fue sacrificado por Zenobia a la memoria de su esposo.[946]

Con la asistencia de sus más leales amigos, Zenobia ascendió al trono vacante y gobernó varonilmente Palmira, Siria y el Oriente durante más de cinco años. Con la muerte de Odenato, cesó la autoridad que personalmente le había concedido el Senado, pero la marcial viuda, menospreciando al Senado y a Galieno, obligó a uno de sus generales, que había sido enviado contra ella, a retirarse a Europa con la pérdida de su ejército y de su reputación.[947] En lugar de las pequeñas pasiones que tan frecuentemente confunden a un reinado femenino, la estable administración de Zenobia era guiada por los más juiciosos principios políticos; cuando era oportuno el perdón, ella embotaba su resentimiento, y al ser forzoso el castigo, hacía enmudecer a la voz de la compasión. Su estricta economía fue tachada de avaricia; sin embargo, cuando era apropiado se mostraba magnífica y dadivosa. Los vecinos Estados de Arabia, Armenia y Persia, temerosos de su enemistad, solicitaron su alianza, y a los dominios de Odenato, que se extendían desde el Éufrates hasta las fronteras de Bitinia, su viuda añadió la herencia de sus antepasados, el fértil y populoso reino de Egipto. El emperador Claudio reconoció su mérito, y aceptó que, mientras él proseguía la guerra contra los godos, ella afirmase la dignidad del Imperio en el Este.[948]

Sin embargo, la conducta de Zenobia mostraba cierta ambigüedad, y no se hace inverosímil que proyectara levantar una monarquía independiente y hostil. Unía a los modales llanos de los príncipes de Roma la grandiosa fastuosidad de las cortes asiáticas, y demandaba de sus súbditos la misma adoración que recibían los sucesores de Ciro. Dio educación latina a sus tres hijos,[949] y a menudo los mostraba a la tropa vistiendo la púrpura imperial. Se reservaba la diadema para sí misma, con el espléndido pero dudoso título de reina de Oriente.

Cuando Aureliano se dirigía a Asia contra un adversario cuyo sexo sólo podía convertirlo en objeto de menosprecio, avasalló la provincia de Bitinia, ya sacudida por las armas y las intrigas de Zenobia.[950] Avanzando a la cabeza de sus legiones, aceptó la sumisión de Ancira y, tras un obstinado sitio, se apoderó de Tiana gracias a la ayuda de un traidor. Por su temperamento generoso, aunque violento, Aureliano dejó al traidor en manos de la soldadesca, pero una veneración supersticiosa lo indujo a tratar más suavemente a la patria del filósofo Apolonio.[951] Antioquía se despobló a su llegada, hasta que el emperador, con edictos benévolos, desengañó al vecindario y garantizó el perdón para todos los que, más por necesidad que por elección, se habían comprometido en el servicio de la reina palmireña. Con conducta tan generosa se granjeó los ánimos de los sirios, y el afán del pueblo allanó el rumbo a sus aterradoras armas hacia las mismas puertas de Emesa.[952]

Difícilmente Zenobia habría merecido su reputación si con indolencia hubiese permitido que el emperador de Occidente se acercara a menos de cien millas [160,9 km] de su capital. La suerte de Oriente se decidió en dos batallas, tan parecidas entre sí en todos su pormenores que apenas acertamos a deslindarlas, y sólo advertimos la diferencia de que una fue junto a Antioquía[953] y la otra, cerca de Emesa.[954] En ambas, la reina de Palmira animó a las tropas con su presencia y encargó la ejecución de sus órdenes a Zabdas, que ya había sobresalido con su inteligencia militar en la conquista de Egipto. Las numerosas fuerzas de Zenobia consistían principalmente en arqueros expeditos y en caballería pesada, completamente resguardada en acero, y arrolló a los caballos moriscos e ilíricos de Aureliano, quienes, huyendo en desconcierto real o aparente, obligaron a los palmireños a una trabajosa persecución, los acosaron con indiscriminado combate y por fin desbarataron aquel cuerpo impenetrable, pero torpe, de caballería. Entretanto, la infantería ligera había terminado el repuesto de sus aljabas y se hallaba indefensa para la lid personal, por lo que ofrecía sus costados descubiertos a las legiones escogidas por Aureliano entre los veteranos apostados sobre el alto Danubio, cuya valentía había sobresalido en la guerra contra los alamanes.[955]

Tras la derrota de Emesa, Zenobia quedó imposibilitada de formar otro ejército, pues hasta la frontera de Egipto las naciones sometidas a su dominio acababan de seguir el estandarte del vencedor, quien eligió a Probo, el más valiente de sus generales, para posesionarse de las provincias egipcias. A la viuda de Odenato le quedaba Palmira como único recurso y, ceñida a los muros de su capital, se aprestó para una resistencia poderosa. Con la intrepidez de una heroína declaró que el último momento de su reinado también sería el postrero de su vida.

En los desolados desiertos de Arabia asoman, como pequeñas islas en medio de un piélago arenoso, algunos solares cultivados. Incluso los nombres de Tadmor o Palmira, por su significado siríaco y latino, denotaban el sinfín de palmeras que daban sombra y verdor a aquella región apacible. El aire era puro y el suelo, regado por invaluables manantiales, podía producir frutas y granos. Paraje dotado de tantas ventajas, y situado a distancia oportuna entre el golfo Pérsico y el Mediterráneo,[956] pronto fue frecuentado por las caravanas que llevaban a las naciones de Europa una gran parte de las preciosidades de la India. Palmira gradualmente se convirtió en una ciudad opulenta e independiente, y, enlazando las monarquías pártica y romana por los mutuos beneficios del comercio, observó una humilde neutralidad, hasta que finalmente, con las victorias de Trajano, pasó a depender de Roma y durante más de un siglo y medio floreció con el rango subordinado, aunque honorable, de colonia. Durante este pacífico período, según se puede rastrear en algunas inscripciones todavía existentes, los ricos palmireños construyeron templos, palacios y pórticos de arquitectura griega, cuyas ruinas, dispersas en una extensión de varias millas, han merecido la curiosidad de nuestros viajeros. El encumbramiento de Odenato y Zenobia dio un nuevo esplendor a su país, y durante algún tiempo Palmira fue rival de Roma; pero esa competencia fue fatal para ella, y siglos de prosperidad fueron sacrificados a un momento de esplendor.[957]

En su marcha por el arenoso desierto entre Emesa y Palmira, los árabes acosaban incesantemente al emperador Aureliano, quien no siempre podía resguardar su ejército y, especialmente, su equipaje de esas gavillas de porfiados y atrevidos salteadores que acechaban el trance de la sorpresa y lograban eludir la lenta persecución de las legiones. El sitio de Palmira fue un objetivo mucho más arduo e importante, y el emperador, que con tesón incesante empujaba personalmente los avances, fue herido de un flechazo. «El pueblo romano —dice Aureliano en una carta auténtica— habla con menosprecio de la guerra que entablo contra una mujer, ignorando el temperamento y el poderío de Zenobia. Indescriptibles son sus municiones de piedras, flechas y todo género de armas arrojadizas. En todos los puntos de las murallas hay dos o tres balistas, y sus máquinas disparan fuegos artificiales. El miedo al castigo ha armado a Zenobia con desesperado coraje. Sin embargo, confío en los dioses protectores de Roma, que hasta ahora siempre han favorecido mis empresas.»[958] Receloso, empero, de la protección de los dioses y del destino del sitio, Aureliano consideró más cuerdo ofrecer una ventajosa capitulación: a la reina, una espléndida retirada, y a los ciudadanos, sus antiguos privilegios. Rechazaron tenazmente su propuesta, y ese rechazo fue acompañado por insultos.

La firmeza de Zenobia se basaba en la esperanza de que el hambre pronto obligaría al ejército a volver a cruzar el desierto y en la razonable expectativa de que los reyes de Oriente, y en particular el monarca persa, se armarían en defensa de su más natural aliada. Pero la fortuna y la perseverancia de Aureliano vencieron todos los obstáculos. La muerte de Sapor, sobrevenida a la sazón, distrajo los concilios de Persia,[959] y los poco considerables socorros que intentaron aliviar a Palmira fueron fácilmente interceptados por las armas o por la generosidad del emperador. Desde todos los puntos de Siria iba llegando a salvo al campamento una sucesión regular de convoyes, que fue incrementada con el regreso de Probo y sus tropas victoriosas tras la conquista de Egipto. Zenobia entonces trató de huir, montó el más veloz de sus dromedarios[960] y logró llegar a la orilla del Éufrates, como a sesenta millas [96,5 km] de Palmira, pero la caballería ligera de Aureliano la alcanzó, la apresó y la obligó a postrarse a los pies del emperador. Su capital pronto se rindió, y fue tratada con inesperada benignidad. Armas, caballos y camellos, con un inmenso tesoro de oro, plata, seda y piedras preciosas, fueron entregados al vencedor, quien dejó sólo una guarnición de 600 arqueros, regresó a Emesa y dedicó algún tiempo al reparto de recompensas y castigos en el final de una guerra tan memorable que devolvió a Roma las provincias que habían abandonado su alianza desde el cautiverio de Valeriano.

Cuando la reina siríaca fue llevada ante él, Aureliano le preguntó hoscamente cómo había tenido el atrevimiento de enfrentar en armas a un emperador de Roma. La respuesta de Zenobia fue una prudente mezcla de respeto y firmeza: «Porque desdeñé considerar emperadores romanos a un Aureolo y a un Galieno. Sólo a vos os reconozco como mi vencedor y soberano».[961] Sin embargo, la valentía femenina es siempre artificial y pocas veces firme o constante: el coraje la abandonó en el momento crítico, y Zenobia tembló al oír los airados gritos de los soldados que clamaban por que se la ajusticiase de inmediato. Entonces olvidó la generosa desesperación de Cleopatra, a quien tenía como modelo, y compró ignominiosamente su vida con el sacrificio de su reputación y de sus amigos. Les imputó a sus consejos, que habían abusado de la flaqueza de su sexo, la culpa de su obstinada resistencia, y dirigió a sus cabezas la venganza del cruel Aureliano. La fama de Longino, comprendido entre las muchas víctimas, acaso inocentes, del miedo de Zenobia, ha de sobrevivir al nombre de la reina que lo vendió y del tirano que derramó su sangre. Ni el numen ni la instrucción eran capaces de conmover a un guerrero iletrado y bravío, pero habían servido para elevar y armonizar el alma de Longino, quien, sin emitir una queja, fue sosegadamente tras el verdugo, con piedad por su desventurada soberana y consolando a sus afligidos compañeros.[962]

A su regreso de Oriente, Aureliano ya había cruzado los estrechos que separan a Europa de Asia cuando se encolerizó con la noticia de que los palmireños, muertos el gobernador y la guarnición que había dejado en la ciudad, estaban tremolando el pendón de su rebeldía. Sin pararse a recapacitar ni un punto, volvió el rostro hacia Siria. Antioquía se sobresaltó con tan repentina aproximación, mas la indefensa Palmira fue la ajusticiada por su incontrastable saña. Tenemos una carta del mismo Aureliano donde reconoce[963] que ancianos, mujeres, niños y labriegos fueron víctimas del pavoroso exterminio que debía limitarse a los rebeldes armados, y, aunque su mayor empeño se refiere al restablecimiento de un templo del Sol, descubre cierta compasión para con los palmireños restantes, a quienes dio permiso para volver a poblar la ciudad. Pero es más fácil arruinar que restablecer, y el solar del comercio, de las artes y de Zenobia fue sucesivamente descendiendo al nivel de pueblecillo desconocido, fortaleza insignificante y aldea desdichada. La población actual de Palmira, reducida a treinta o cuarenta familias, ha ido levantando sus chozas de barro en el anchuroso patio de un magnífico templo.

Al infatigable Aureliano le aguardaba otra tarea: derrocar a un rebelde temible, aunque desconocido, que durante la rebelión de Palmira apareció en las orillas del Nilo. Firmo, amigo y aliado —como altamente se llamaba a sí mismo— de Odenato y Zenobia, era tan sólo un mercader adinerado de Egipto. En sus asuntos de comercio en la India se había enlazado estrechamente con los sarracenos y los blemios, cuya ubicación, en ambas costas del mar Rojo, les franqueaba la entrada por el alto Egipto. Acaloró a los egipcios con la esperanza de la libertad y, acaudillando a su desaforada muchedumbre, se arrojó a la ciudad de Alejandría, donde tomó la púrpura imperial, acuñó moneda, pregonó edictos y levantó una hueste que, según presumía, era capaz de mantener sólo con el producto de su comercio de especias. Aquella tropa constituía una endeble valla contra la llegada de Aureliano, y parece innecesario añadir que Firmo fue derrotado, preso, martirizado y muerto.[964] Aureliano pudo entonces congratularse con el Senado y el pueblo de que en poco más de tres años había restablecido la paz universal y el buen orden en todo el orbe romano.

Desde la fundación de Roma ningún general había merecido el triunfo más esclarecidamente que Aureliano, y jamás hubo otro que se celebrase con mayor esplendor y magnificencia.[965] Abrían la solemnidad veinte elefantes, cuatro tigres reales y más de doscientos de los más raros animales del Norte, el Este y el Sur. Los seguían mil seiscientos gladiadores, sentenciados al bárbaro recreo del anfiteatro. Las preseas de Asia, las armas e insignias de tantas naciones vencidas y la magnificencia de la plata labrada y el equipaje de la reina siríaca iban colocados en esmerada simetría o en vistoso desconcierto. Los embajadores de puntos remotos y opuestos de la Tierra, de Etiopía, Arabia, Persia, Bactria, India y China, identificables por sus trajes extraños u opulentos, ostentaban la fama y el poder del emperador romano, que exponía a la mirada general los regalos recibidos, especialmente un sinnúmero de coronas de oro, ofrendas de ciudades agradecidas. Pregonaba las victorias de Aureliano aquel eslabonamiento de tantos cautivos que, a su pesar, acompañaban el triunfo: godos, vándalos, sármatas, alamanes, francos, galos, siríacos y egipcios. Cada pueblo se distinguía por una particular inscripción, y se concedió el título de amazonas a diez heroínas marciales de la nación goda que habían sido apresadas con las armas en la mano.[966] No obstante, desatendiendo al tropel de los cautivos, la vista de todos se clavó en el emperador Tétrico y en la reina de Oriente. El primero, a la par que su hijo, condecorado como Augusto, vistiendo gregüescos galos,[967] llevaba una túnica azafranada y un manto púrpura. La hermosa figura de Zenobia iba aprisionada con grillos de oro; un esclavo sostenía la cadena, también de oro, que le ceñía la garganta, y casi se desmayaba con el enorme peso de la joyería. Antecedía a pie a la espléndida carroza en la cual durante algún tiempo había tenido esperanzas de entrar por las puertas de Roma. La seguían otros dos carruajes, aún más lujosos, de Odenato y del monarca persa. En aquella función tan memorable tiraban la carroza de Aureliano —que antes había sido usada por un rey godo— cuatro ciervos, o más bien elefantes,[968] y los prohombres del Senado, el pueblo y el ejército cerraban el solemne séquito. La gozosa muchedumbre vitoreaba con entrañable júbilo, asombro y agradecimiento, pero el regocijo del Senado se nubló con la aparición de Tétrico, y no pudieron evitar un murmullo creciente contra el altivo emperador, que exponía a la ignominia pública a un romano y un magistrado.[969]

Pero, aunque Aureliano gozase engreídamente el vilipendio de sus competidores, luego los trató con una generosa clemencia, poco frecuente entre los triunfadores antiguos. Una vez que el grandioso boato era encaramado al Capitolio, solían fenecer en la cárcel los príncipes que habían defendido sin éxito su trono o su libertad; y ahora unos usurpadores cuya alevosía quedaba evidenciada con su derrota lograron disfrutar vida holgada y sosiego decoroso. El emperador brindó a Zenobia una primorosa quinta en Tibur o Tívoli, a veinte millas [32,1 km] de la capital, y la reina siríaca insensiblemente se fue apeando a la clase de matrona romana, enlazó a sus hijas con familias ilustres y en el siglo V todavía asomaba su descendencia.[970] Tétrico y su hijo fueron restablecidos a sus anteriores jerarquía y fortuna; edificaron en el monte Celio un palacio suntuoso y, para estrenarlo, convidaron a Aureliano con una cena. Se asombró placenteramente al ver en la entrada un cuadro que retrataba su peregrina historia, tributando al emperador una corona cívica y el cetro de la Galia, y luego recibiendo de su diestra las insignias de senador. El padre después obtuvo el gobierno de Lucania,[971] y Aureliano, que pronto admitió al abdicado monarca en su llana intimidad, le preguntó amistosamente si no era más apetecible regir una provincia en Italia que reinar más allá de los Alpes. Durante largo tiempo, el hijo siguió siendo un apreciable senador y no hubo en toda la nobleza individuo más estimado tanto por Aureliano como por sus sucesores.[972]

Fue tan larga y extraña la función triunfal de Aureliano, que, habiendo empezado al amanecer, la pausada majestad de su procesión no llegó al Capitolio hasta las tres de la tarde, y ya había anochecido cuando el emperador se recogió a su palacio. Los festejos continuaron con representaciones teatrales, juegos de circo, caza de fieras, luchas de gladiadores y combates navales. Se repartieron cuantiosos donativos al ejército y al pueblo, y varias instituciones, ya provechosas, contribuyeron para perpetuar la gloria de Aureliano. Una porción considerable del botín de Oriente fue consagrada a los númenes de Roma; tanto el Capitolio como los demás templos centelleaban con las ofrendas de su ostentosa religiosidad, y fueron destinadas más de quince mil libras de oro sólo al santuario del Sol.[973] Éste era una mole grandiosa ubicada en la falda del monte Quirinal y dedicada por Aureliano, tras su triunfo, a la deidad que adoraba como el padre de su vida y su prosperidad. Su madre había sido sacerdotisa inferior en un pequeño templo del Sol, y él tuvo, desde su niñez, una devoción entrañable al dios de la luz; así es que a cada paso de su elevación y a cada victoria de su reinado la superstición se fortalecía con el agradecimiento.[974]

Las armas de Aureliano habían vencido a los enemigos internos y externos de la República, y consta que, en virtud de su afán justiciero, los delitos y las facciones, perniciosos efectos de un gobierno endeble y opresivo, desaparecieron del orbe romano.[975] Pero si tenemos en cuenta que es mucho más ejecutivo el progreso de la corrupción que su cura, y si recordamos que el número de años de desenfreno excedió al de los meses del brioso reinado de Aureliano, tendremos que confesar que las cortas temporadas intermedias de paz fueron insuficientes para la tan ardua empresa de la reforma. Hasta su intento de restablecer la integridad de la moneda provocó una formidable insurrección. La pesadumbre del emperador está de manifiesto en una de sus cartas particulares: «Guerra perpetua —dice— decretaron positivamente los dioses contra mi cuidada vida. Una asonada aquí, en el recinto, se ha convertido en guerra civil. Los operarios de la moneda, incitados por Felicissimus, esclavo a quien confié un empleo en la hacienda, encabezan la rebelión. Queda todo aplacado, mas han fenecido en la demanda siete mil de mis soldados, de aquella tropa que suele guarnecer la Dacia y apostarse en el Danubio».[976] Otros autores que corroboraron el hecho añaden que sobrevino poco después del triunfo de Aureliano, y que la batalla decisiva tuvo lugar en el monte Celio; que los operarios habían adulterado la moneda, y que el emperador logró restablecer el crédito público expendiendo piezas cabales a cambio de las viciadas, a las cuales el pueblo, por orden de aquél, tuvo que llevar al erario.[977]

Nos limitamos a referir este caso extraño, pero no podemos menos que manifestar cuán impropio e increíble se nos hace su conjunto. El menoscabo de la moneda es de suponer en el régimen de un Galieno, y no es inverosímil que los defraudadores se mostrasen mal hallados con la inflexible justicia de Aureliano. Pero la culpa, así como la ganancia, se había de limitar a unos pocos, y no se alcanza a comprender con qué ardides podían armar a un pueblo agraviado contra un monarca a quien estaban estafando. Era natural que a tales malvados les cupiese el odio público, a la par que a los delatores y a los demás interventores de las tropelías, y que la reforma de la moneda fuese un acto tan popular como la destrucción de aquellas cuentas obsoletas que por orden del emperador fueron quemadas en el foro de Trajano.[978] En siglos que desconocían los principios del comercio, tal vez había que lograr los fines más apreciables por medios torpes y violentos, pero un quebranto temporal de aquella índole mal podía comenzar y sostener una guerra civil de alguna monta. La repetición de impuestos intolerables, ya sobre la tierra o sobre elementos necesarios para la vida, puede al fin provocar a quien no gusta, o no puede, abandonar su país, mas varía mucho el caso en cada operación que, cualquiera que sea el método, restablece la moneda, pues el daño transitorio queda luego borrado con el provecho permanente, repartiéndose el quebranto entre la muchedumbre, y si pocos individuos adinerados padecen algún quebranto en su haber, también disminuye su importancia, que derivaba de sus posesiones. Aunque Aureliano procurase disfrazar la verdadera causa del alboroto, su reforma de la moneda tan sólo podía suministrar un débil pretexto a un partido ya poderoso y exasperado. Roma, aunque privada de libertad, ardía en facciones. El pueblo, a quien el emperador, como plebeyo, profesaba sumo apego, vivía en constante desacuerdo con el Senado, el orden ecuestre y la guardia pretoriana.[979] Nada menos que una conspiración pujante, aunque reservada, de aquellos cuerpos, con la autoridad del primero, los caudales del segundo y las armas del tercero, podía presentar una fuerza capaz de batallar con las legiones veteranas del Danubio, que, acaudilladas por un guerrero, habían logrado la conquista de Occidente y Oriente.

Prescindiendo de las causas de aquella rebeldía, atribuida con tan poca probabilidad a los operarios de la moneda, Aureliano abusó violentamente de su victoria.[980] Además de ser tosco de suyo, como labriego y soldado, sus entrañas se condolían poquísimo de la tortura y la muerte. Ejercitado desde su temprana juventud en las armas, tenía poco aprecio por la vida de un ciudadano, castigaba un mero desliz con rigor ejecutivo y trasladaba la estricta disciplina de los campamentos a la aplicación civil de las leyes. Su amor por la justicia a menudo se tornaba una pasión ciega y furiosa, y, si veía algún riesgo para su persona o para la república, no contemplaba las reglas de la evidencia ni la proporción de los castigos. La rebelión no provocada con que los romanos recompensaron sus servicios exasperó su espíritu altanero, y la culpa o la sospecha de aquella conspiración recayó sobre las familias más nobles de la capital. Una cruel sed de venganza apuró la sangrienta persecución, y fue fatal para uno de los sobrinos del emperador. Los verdugos se cansaron —usando la expresión de un poeta contemporáneo—, las cárceles fueron pobladas y el infeliz Senado tuvo que llorar la ausencia o la muerte de sus miembros más ilustres.[981] El orgullo de Aureliano no era para ellos menos ofensivo que su crueldad, pues, desconociendo u hollando las restricciones de toda institución civil, blandía su espada, gobernando por derecho de conquista un imperio al que había salvado y sojuzgado.[982]

Uno de los más perspicaces príncipes romanos advirtió que el desempeño de su antecesor Aureliano, propio para el mando de un ejército, no era apropiado para el régimen de un imperio.[983] Consciente del personaje que la naturaleza y la experiencia habían capacitado para sobresalir, salió a campaña pocos meses después de su triunfo. Era muy útil el ejercitar el incansable temperamento de las legiones en alguna guerra lejana, y el monarca persa, engreído con el oprobio de Valeriano, aún desafiaba impunemente a la agraviada majestad de Roma. Capitaneando un ejército menos terrible por su número que por su denuedo y su disciplina, el emperador avanzó hasta los estrechos que separan a Europa de Asia. Allí pronto experimentó que la potestad más encumbrada es una débil defensa de la desesperación. Había amenazado a uno de sus secretarios que había sido acusado de extorsión, y era sabido que muy pocas veces amenazaba en vano. El único recurso que quedaba para el criminal era involucrar a algunos de los principales oficiales del ejército en su peligro, o al menos en su temor. Remedando mañosamente la letra del soberano, les fue mostrando en dilatada y sangrienta lista sus nombres, señalados para la muerte. Ajenos de maliciar el engaño, acordaron resguardar sus vidas sacrificando al emperador y marchando de Bizancio a Heraclea. Aureliano, asaltado de improviso por los conjurados cuyos destinos requerían su presencia junto al emperador, tras alguna resistencia terminó en manos de Mucapor, un general de su privanza. Murió llorado por la tropa, detestado por el Senado, pero universalmente reconocido como príncipe guerrero y venturoso, eficaz aunque severo reformador de un Estado degradado.[984]