Capítulo veinticinco
CAPÍTULO VEINTICINCO
Diez minutos después ya estaban todos reunidos, aunque un poco incómodos, en el camerino de Edwin Shorthouse.
—Por lo que respecta a Judith —le dijo sir Richard a Adam—, si no le importa a usted, preferiríamos no presentar cargos contra ella. Seguramente se recuperará más rápido en su casa, con sus padres, que en cualquier tipo de institución mental. Y cuando sepa la verdad, ya no correrá usted peligro alguno.
Charles Shorthouse murmuraba algo con cautela.
—Tengo la impresión —anunció— de que este es, con toda probabilidad, un momento crucial, pero debo confesar que de momento se me escapa el significado exacto del mismo…
—Si se encuentra cansado, Maestro —dijo su querida—, debería usted tumbarse.
—No.
—No debe usted cansarse…
—Hágame el favor de callarse, Beatrix.
Mudge estaba peleándose con el esqueleto que había encontrado en el almacén de atrezzo; Adam se percató de que el alambre que mantenía unidas las vértebras cervicales se había enderezado. En el suelo había tres trozos de cuerda y algunos pedazos de algodón. Fen adoptó una expresión didáctica y magistral, y pidió silencio.
—Ahora ya sabemos por qué Stapleton intentó matar a Edwin Shorthouse —dijo—. Fue porque intentó violar a Judith Haynes. Pero deben darse cuenta ustedes de que Stapleton no tenía intención de que lo relacionaran con el crimen, si podía evitarlo, y por eso, dado que poseía una mente retorcida e ingeniosa, concibió un plan ingenioso y retorcido. Para empezar, probó su plan con este esqueleto.
»Su primera tarea fue encastrar ese gancho que ven ahí, en el techo… el gancho del que quedó colgado Edwin Shorthouse. Desde luego, tendría muchísimas oportunidades para realizar esa operación, y el único peligro era que Shorthouse acabara dándose cuenta de que esa cosa estaba ahí. Pero aunque se diera cuenta, difícilmente podría imaginar su propósito.
»El siguiente paso de Stapleton fue robar el Nembutal que sabía que estaba en el camerino de Joan, y drogar con él la ginebra que Shorthouse guardaba aquí, y fue en este punto donde cometió su único error. El Nembutal, naturalmente, había que ponerlo en la botella, donde desde luego levantaría sospechas si se descubría. Yo creo que no cabe la menor duda de que intentó reordenar esa parte de su plan… y pensó en sustituir la botella contaminada por una botella sin somnífero, cuando estuviera aquí, pero cuando llegó el momento crucial, lo olvidó. Es un topicazo vulgar y corriente decir que todo asesino comete al menos un error, pero al contrario de la mayoría de los tópicos, da la casualidad de que es verdad.
»Bueno, en fin. Entonces resulta que, como era habitual, Shorthouse sube a su camerino, aquí, a beber después de haber terminado su ronda por los bares de Oxford. Stapleton espera hasta que da por hecho que los somníferos han hecho su efecto, y luego sube al tejado que hay aquí arriba, con un buen cabo de cuerda. Por el camino, se asegura de que el ascensor está en el segundo y no en la planta baja. Sabe que Furbelow, al que le dan miedo esos aparatos, ni siquiera se acercará a él, y confía en que nadie más se encuentre en el teatro a una hora tan tardía. El motor del ascensor, como sabrán todos ustedes, está en el tejado, al lado de esta claraboya de ahí.
—Oh… —exclamó Adam, que pareció comprenderlo todo entonces.
—Sí. Exactamente —asintió Fen—. Pero, claro, si tú no hubieras cogido el ascensor, lo habría hecho Stapleton, así que no tienes de qué preocuparte. Debió de sorprenderse mucho cuando hiciste esa parte de su trabajo por él.
»Entonces, ató un extremo de la cuerda al motor del ascensor, o a lo alto del propio ascensor. Debió de calcular muy bien la longitud de la cuerda, porque no debía correr el riesgo de arrancarle la cabeza al pobre desgraciado… El otro extremo de la cuerda se lo lleva hasta la claraboya. A través de la claraboya deja caer otros dos trozos de cuerda más, sueltos, un poco de algodón y el final de la cuerda que está atada al ascensor. Con anterioridad había metido en el camerino un taburete de la altura precisa. Justo al lado de la claraboya, en el tejado, ajustó algún asidero temporal… tal vez un pequeño clavo. ¿Lo ha hecho usted, Mudge?
—Sí, señor.
—Bien… Ya está listo. Se había concretado una cita para conversar sobre la partitura de una ópera con Shorthouse, para minimizar las posibles sospechas. Stapleton se presenta aquí a las once menos cinco, y Furbelow lo ve, pero Stapleton sabe perfectamente que el viejo por nada del mundo metería el hocico en el camerino de Shorthouse mientras este estuviera dentro. Y entonces lleva a cabo sus últimas operaciones… Mudge, ve y tira un cabo de cuerda por la claraboya, ¿quieres? No tienes que atarla al ascensor, pero sujeta tu extremo ahí, y tira fuerte cuando yo te lo diga —Mudge partió a cumplir el mandado—. Como ven ustedes —añadió Fen—, el resto de los materiales ya están aquí.
Poco después apareció una cuerda por la claraboya, junto al sonido amortiguado de los jadeos de Mudge.
—Ahora, observen lo que hace Stapleton —dijo Fen—. Este esqueleto es como si fuera Shorthouse, ya inconsciente por el somnífero de la botella.
Fen cogió un trozo de tiza de su bolsillo y marcó con ella muy levemente dos puntos en el asiento del taburete. Luego, cogiéndolo por donde estaban las marcas, llevó el taburete hasta donde estaba el esqueleto y presionó los huesos de los dedos y los pulgares contra la madera, en distintos lugares cuidadosamente seleccionados.
—Ya tenemos las huellas digitales del muerto —dijo—, imprescindibles para la teoría del suicidio.
Apartando el taburete, cogió el trozo más pequeño de cuerda del suelo, se subió a una silla y ató un extremo de ella, muy firmemente, al gancho del techo. Con el otro extremo hizo un nudo corredizo, y marcó el lugar donde debería quedar el ángulo de la quijada. Luego se bajó, cogió el trozo más largo de cuerda y lo ató alrededor de las muñecas del esqueleto, y unos instantes después, lo desató otra vez.
—¿Qué demonios estás…? —dijo Adam, perplejo.
—Ah —dijo Fen—. A mí también me costó entenderlo. Verás: el plan de Stapleton implicaba que debía atar los tobillos de Shorthouse, un hecho que era absolutamente imposible de ocultar. Atar las muñecas solo fue una añagaza… el mejor truco que se le ocurrió. Bueno, no era muy malo. De todos modos, consiguió que mi cabeza se atestara con multitud de teorías estúpidas…
Luego fijó la cuerda larga alrededor de la cintura del esqueleto, pasó el cabo suelto por el gancho y lo elevó. Desvencijado, el esqueleto se elevó en el aire. Cuando hubo alcanzado suficiente altura, Fen ató el cabo suelto al picaporte de la puerta, cogió el taburete, y lo ajustó dé tal manera que los pies del esqueleto descansaran en el asiento. Luego volvió a subirse a la silla y puso el nudo corredizo que colgaba del techo alrededor del cuello de Shorthouse. Colocó el relleno de algodón y estiró la cuerda hasta que estuvo bien tensa.
»Los suicidas muy a menudo quieren morir cómodamente —dijo con indiferencia por encima del hombro—, lo cual le venía de perilla a Stapleton. Era muy importante que Shorthouse no se estrangulara antes de tiempo.
Se bajó de la silla y retiró la cuerda de la cintura del esqueleto. Se encontraba un poco desvencijado hacia delante, con los pies descansando en el taburete, con el cuello sujeto del gancho del techo.
—Como pueden observar, se necesita obrar con mucho cuidado y precisión —dijo Fen—. Pero con tanto cuidado y precisión, Shorthouse podía vivir bastante tiempo, aunque estuviera colgado de ese modo. El verdadero problema es evitar que la lengua se retraiga contra la pared bucofaríngea y, también, evitar que la cuerda presione la arteria carótida y el nervio vago. Pero habrán notado ustedes que una buena cantidad de peso descansa sobre sus pies.
Luego cogió el extremo de la cuerda que estaba colgando a través de la claraboya y rápidamente lo ató a los tobillos del esqueleto, con un nudo en la parte posterior. Un pañuelo que sacó del bolsillo sirvió para limpiar las huellas dactilares de las marcas de tiza donde había tocado el taburete. Finalmente, desató el cabo de cuerda que había quedado en el picaporte y lo ató a una pata del taburete.
—Este —advirtió, colorado por la trabajera— es un nudo llamado «nudo del bandolero». Tienen que quedar los dos cabos en la mano. Uno de ellos soportará toda la tensión que se quiera, pero si se tira del otro, el nudo se deshará.
Mientras hablaba, iba haciendo rápidos tirabuzones con los dos cabos de cuerda. Cuando tuvo los dos en la mano, se subió a la silla por última vez, los lanzó por la claraboya y los enganchó al clavo que Mudge había colocado en el exterior. Lo último que hizo fue limpiar bien el asiento y el respaldo de la silla que había utilizado.
—Ahora —dijo—, ya está todo preparado. Stapleton se va del camerino, y Furbelow lo acompaña hasta la salida del teatro. Tras un corto intervalo de tiempo, va a una cabina y telefonea al doctor Shand, diciendo que Shorthouse necesita auxilio médico urgente… porque Stapleton es consciente de que precisa un testigo médico en el lugar de los hechos inmediatamente después de que haya dispuesto su trampa, o todos sus esfuerzos se malograrían: es decir, una persona fiable debía estar allí para confirmar que Shorthouse acababa de morir… y de hecho, había muerto bastante después de que Stapleton abandonara el camerino. Stapleton puede calcular, con bastante exactitud, cuánto tardará Shand en llegar aquí… y si él no está disponible, hay muchos otros médicos cuyas direcciones pueden encontrarse en la guía telefónica. Entonces, justo antes del momento psicológico crucial, vuelve a entrar en el teatro, va a llamar al ascensor… y entonces, mi querido Adam, se da cuenta de que tú ya le has hecho el trabajo.
—Oh, Dios mío… —gimió Adam—. Si lo hubiera sabido…
—Pero no lo sabías —dijo Fen—, de modo que no tienes por qué preocuparte en absoluto… En fin, veamos lo que ocurrió cuando llamaste al ascensor desde abajo. Para lo que nos interesa, Mudge hará como si fuera el ascensor. ¡Tira fuerte, Mudge! —exclamó—. ¡Tira, vamos, tira fuerte! —Y empezó a cantar una canción marinera de tirar de cabos y maromas, pero el jefe de policía le dijo que se callara.
La cuerda que estaba anudada alrededor de los tobillos del esqueleto se tensó, y un instante después, todavía suspendido del cuello, los pies se separaron del taburete y se levantaron un poco en dirección a la claraboya. La nuca del esqueleto quedó presionada contra el techo, y cuando los pies estuvieron a un palmo de la claraboya, se oyó un crujido de una vértebra cervical debido a la tensión.
—Muy bien, ahí estamos… —dijo Fen—. Mudge —exclamó—, ¿puedes atar la cuerda en algún sitio y deshacer el nudo de los tobillos?
—Ya mismo, señor —dijo la voz incorpórea de Mudge. Y tras un mínimo silencio, apareció su mano en la claraboya, tanteó un poco el borde, encontró el nudo, y lo deshizo. El esqueleto volvió a balancearse como un péndulo y la cuerda se retiró.
—De ahí el pánico que sintió cuando usted mencionó la suspensión de las leyes de la gravedad —le explicó Fen a Elizabeth—. Colgar a un hombre tirando de él hacia arriba resulta bastante extraño… Ahora, el taburete, Mudge.
Un cabo de la cuerda enroscada en la pata del taburete sufrió un tirón, y el taburete cayó a un lado; un tirón del otro cabo, y el nudo del bandolero se deshizo.
—Qué suerte —dijo Fen, con gesto de franca sorpresa—. Casi nunca me sale a la primera.
Esta otra cuerda desapareció, como la otra, por la claraboya, y los testigos se quedaron solos en el camerino con un esqueleto colgando de un gancho del techo.
—Genial —dijo Fen con admiración—. Complejo, pero genial. Por supuesto, una vez que di con el método, el culpable era obvio. Como pueden ver ustedes, disponer todo el aparato me ha llevado unos diez minutos… lo cual significa que aunque otra persona hubiera entrado en el camerino mientras Furbelow estaba acompañando a Stapleton fuera de las instalaciones, esa persona no podría haber tenido tiempo para organizar el entramado, porque Furbelow solo estuvo fuera unos tres minutos. Stapleton contó con la ayuda, naturalmente, de que hay un montón de lugares donde esconderse en el teatro, y lo que es más, su plan no se podría haber llevado a cabo si Furbelow no hubiera tenido la costumbre de quedarse levantado hasta medianoche, y de estar sentado con la puerta de su habitación abierta con el fin de evitar la intoxicación por los gases de su estufa eléctrica… Eso era esencial para la coartada de Stapleton. Después de que desmantelara su operativo, sin duda bajó del tejado y se alejó del teatro, mientras Shand estaba aquí con Furbelow… Sin embargo, es extraño pensar que estaba siendo envenenado con arsénico por el hombre al que acababa de ahorcar… y no lo sabía.
Se hizo un gran silencio. Se pudo oír a Mudge bajando por la escalera metálica desde el tejado. Elizabeth le dijo a Adam:
—Querido, me he portado fatal. Pero ya ha pasado todo, intentaré comportarme, de verdad. Te quiero tanto…
Peacock le dijo a Joan:
—Levi me ha dado el trabajo, querida. Casémonos enseguida.
Y en el lugar donde una semana antes, casi exactamente, había muerto Edwin Shorthouse, dos parejas se abrazaron. Sir Richard, un tanto incómodo, comenzó a mostrar un curioso interés en los desordenados objetos que había en la mesa de maquillaje. Fen, menos discreto, observó la escena con sentimental indulgencia.
El Maestro, que había observado todos los procedimientos boquiabierto, se decidió a hablar.
—¡Extraordinario! —exclamó—. Absolutamente extraordinario y apasionante. ¡Y qué lío tan espantoso y cuánto alboroto montó Edwin, y solo para morirse! De todos modos, aún no he acabado de entenderlo muy bien… —añadió sinceramente.
—Por cierto —dijo Fen—, ¿dónde fueron usted y la señorita Thorn cuando se separaron de Wilkes aquella noche?
—¿Qué? No nos separamos de él en ningún momento —dijo el Maestro con toda su inocencia. De repente, un gesto de enfado le estremeció el rostro—. ¡Vaya! ¡No tenía que haber dicho eso!
—¿Por qué no? —preguntó Fen, muy interesado en el asunto.
—Se lo prometí a Wilkes —dijo el Maestro con toda su ingenuidad—. Me llamó aquella misma mañana, después de la muerte de mi hermano, y me pidió expresamente que dijera que yo me había separado de él antes de la hora del crimen. Admito —continuó el Maestro con tristeza—, que sus motivos no me quedaron nada claros, pero se puso tan insistente que pensé que sería de mala educación negarme. Mencionó, creo, que con ello conseguiríamos confundirle a usted, aunque yo no entendí por qué…
—Entiendo —dijo Fen, con profunda e inexpresable emoción—. Yo sí lo entiendo.
—Pero antes de que se vaya, mi querido amigo —prosiguió el Maestro—, tenemos que hablar de la producción de mi Oresteia en Nueva York.
—A estas alturas ya se habrá dado cuenta de que no soy el agente de la Metropolitan Opera House de Nueva York.
—¿Ah, no? —el rostro del Maestro expresaba cierta desilusión—. Bueno, no importa. Supongo que querrán a un hombre más joven para ese trabajo. Tendrá más suerte la próxima vez. —Y se puso más contento de repente—. Le diré lo que voy a hacer. Le dejaré que me venda ese pequeño coche tan bonito que tiene usted.
Cualquiera que pasara por el bar del Mace & Sceptre antes de comer, al día siguiente por la mañana, habría visto a tres personas sentadas en una mesa, en una esquina. La mujer, que era pequeña y con el pelo castaño, sostenía una libreta abierta y un lapicero, y había una expresión de curiosa seriedad en su rostro. El más joven de los dos hombres estaba allí mirando su pinta de cerveza con gesto sonriente. Y el tercer miembro del grupo era un hombre espigado y larguirucho, con el rostro rubicundo y afeitado, y un pelo oscuro que se levantaba en púas rebeldes en la coronilla. Sostenía un vaso de whisky, tenía el ceño fruncido por el esfuerzo de la concentración, y parecía estar realizando una especie de pronunciamiento oracular. Decía:
—La época de mis grandes éxitos detectivescos…