Capítulo nueve

CAPÍTULO NUEVE

La muchacha se volvió bruscamente para mirarlo, y la luz eléctrica relampagueó durante un instante en su pelo rubio.

—¿Por qué iban a hablar ellos de mí? —preguntó, y su enfado propició que le temblara un poco la voz.

Fen la observó con gesto pensativo.

—Tal vez es un asunto un poco delicado… —dijo—. Pero, dadas las circunstancias, la gente tiene que saber las cosas tarde o temprano… Tengo entendido que Shorthouse estaba… bueno, digamos… que se sentía atraído por usted.

Judith se puso muy pálida.

—Supongo… —tartamudeó—, una podría… No, yo…

Se quedó callada al final, abrumada y confundida. Y Mudge rellenó aquel incómodo silencio con una delicadeza y una cortesía insospechadas.

—Naturalmente —dijo con voz engolada, con una cantidad tal de jabón que sir Richard dejó de juguetear con su pipa y lo miró atónito—, naturalmente… es el tipo de cosas que nos vemos obligados a contemplar en el curso de una investigación como esta. Y como los informes de segunda mano son siempre desagradables —y agitó la mano con un ademán de histriónico desprecio—, lo mejor es que oigamos de su propia boca lo que tenga que decirnos.

—Cariño, no creo que estés obligada a… —dijo Stapleton, pero antes de que pudiera terminar, la muchacha lo interrumpió.

—El inspector tiene toda la razón —dijo con un hilillo de voz—. Tiene que saberse todo. Además, de todos modos, no hay nada que ocultar… Verán, Boris y yo somos novios —intentó hablar como si aquello fuera lo más natural del mundo, pero no lo consiguió—, y el señor Shorthouse había estado intentando… en fin… como dicen… se ha estado «insinuando». Eso es todo. Naturalmente, no le di esperanzas de que pudiera conseguir nada.

—¿«Insinuando»? —inquirió Mudge con vidriosa incomprensión.

Judith se sonrojó, y contestó con un tono de voz más elevado del que era necesario.

—¡No estoy diciendo que se quisiera casar conmigo, precisamente! Todo lo contrario. Quería que yo fuera su amante.

Mudge profirió unos chasquidos en sentido reprobatorio, y negó con la cabeza. Parecía ciertamente conmocionado.

—Y usted, señor Stapleton… —insistió—, naturalmente estaría resentido por todo eso…

—En absoluto —exclamó la muchacha antes de que Stapleton pudiera contestar—. Nuestras reacciones no son tan primitivas, inspector. Lo único que hicimos fue reírnos de todo el asunto.

Pero Stapleton parecía un poco envarado.

—No es todo tan sencillo, cariño.

Se dirigió entonces al inspector.

—En realidad sí estaba resentido… sí. Pero como Shorthouse era… en fin, era lo que era, tampoco me inquieté en exceso. Uno no tiene que preocuparse mucho por los ladrones que no tienen ninguna posibilidad de entrar en su casa.

Mudge anotó mentalmente y con severidad su valoración de aquel pensamiento profundamente insolidario.

—Y bien, señorita —le dijo a Judith—, me pregunto si le importaría hablarme de lo que hizo usted la pasada noche.

—Estuve en casa toda la noche, sola, y me fui a la cama a las diez y media.

—Parece una contestación muy tajante. ¿Y dice usted que no le molestaron en absoluto las… ¿cómo dijo…?, ah, sí… las «insinuaciones» del señor Shorthouse?

Judith se encogió de hombros.

—Esas cosas pasan, ¿sabe?

—Claro… —Mudge dejó traslucir cierta comprensión mundana—. Bueno, creo que no les molestaré más, de momento. A menos que haya algo que le gustara preguntar al profesor Fen.

El profesor Fen, sin embargo, estaba como mínimo en un estado parcialmente comatoso. Se desperezó con dificultad.

—No, nada —dijo, después de pensárselo un poco—. Schön Dank, mein Jung[21]… —canturreó a modo de ocurrencia tardía.

—Además, tenemos que irnos —dijo Stapleton, que terminó su cerveza precipitadamente y arrojó la colilla de su cigarrillo a la chimenea—. O no encontraremos ningún sitio donde nos den de comer.

Judith se puso en pie, embozándose en su abrigo, y Stapleton la cogió del brazo, dándole un pequeño apretón.

—Ah, señor Langley… —dijo la muchacha con un titubeo, cuando ya se dirigían hacia la puerta—, ¿le dijo la señorita Davis algo sobre la ópera de Boris?

—Sí, desde luego —Adam le sonrió—. Me encantaría echarle un vistazo.

—Le defraudará, me temo —dijo Stapleton con una gravedad juvenil—. Pero es muy amable por su parte, de todos modos.

—¿Cuándo me la puede dejar?

—Supongo que todavía estará entre las cosas de Shorthouse —dijo Stapleton, mirando con indisimulado temor a Mudge—. Tal vez el inspector…

—Se la devolveré —le aseguró Mudge—, cuando haya pasado toda esta historia. A menos, claro… —de repente se puso graciosillo—, que descubra que tiene una relevancia especial en el crimen.

—Pero no espere obtener de mí un compromiso de ningún tipo, aunque me guste —dijo Adam—. Usted sabe tan bien como yo que hay muy pocas posibilidades de que… Por cierto, será una partitura vocal, espero. Se decía que Liszt había tocado el Tristan[22] enterito teniendo solo a la vista la partitura orquestal, pero yo no llego a ese nivel.

—Supongo que eso será una leyenda —dijo Stapleton, mostrando cierta curiosidad en el asunto—. No creo que ni siquiera Liszt pudiera hacer eso… No, es una partitura vocal. Ah, y tengo que devolverle la crema desmaquilladora que me prestó.

—Quédesela —dijo Adam.

Judith y Stapleton se despidieron y se aventuraron en el gélido frío del exterior.

—¿Crema desmaquilladora? —preguntó Elizabeth—. Espero que no sea el bote tan carísimo que te compré cuando estabas haciendo el Don Pasquale.

Adam la tranquilizó.

—Le di la que Edwin intentó birlarme. ¡No la iba a utilizar yo!

—Son una pareja muy agradable —dijo Fen con gesto pensativo—. Y muy enamorada, da la impresión. Pero la chica es un poco nerviosilla, y Stapleton tiene un aspecto como si necesitara ver a un médico… Me pregunto si las deplorables insinuaciones de Shorthouse le disgustaron tan poco como da a entender.

—¿Quiere decir usted que podría haber tenido algún motivo para matarlo? —inquirió Mudge.

—Hay un tipo de repulsión física que podría conducir a una muchacha como esa a matar… —Fen estaba casi hablando para sí mismo—. Creo que esa muchacha podría rechazar violentamente cualquier sugerencia de promiscuidad sexual. En todo caso, no se puede descartar nada absolutamente. Y no se puede descartar la posibilidad de que a Stapleton le hiriera de tal modo el comportamiento de Shorthouse que llegara hasta el homicidio. Da la impresión de que todo depende de hasta dónde llegara Shorthouse. —Se detuvo—. Esto nos proporciona cuatro motivos: Peacock (su carrera, via la producción), Charles Shorthouse (dinero), Stapleton (venganza) y Judith Haynes (la virtud ofendida). ¿Y cuáles son los problemas? Primero, ¿por qué ataron a Shorthouse y lo drogaron con Nembutal? Segundo, ¿quién telefoneó a Shand, y por qué? Tercero, ¿qué estaba haciendo Shorthouse en el teatro a esas horas?

—Se olvida usted del problema real —dijo Adam—. Que es: ¿cómo pudo arreglárselas alguien para matar a Shorthouse?

—Tengo algunos atisbos de una idea respecto a eso —contestó Fen—, aunque debo admitir que no entiendo… en fin, no importa. Tengo que ir a visitar a Charles Shorthouse. Adam, ¿lo conoce usted?

—Un poco.

—Bien. Venga conmigo. Comeremos primero, y luego iremos en coche a Amersham.