Capítulo diecinueve

CAPÍTULO DIECINUEVE

Bajaron el cuerpo de Stapleton por la escalera como pudieron y lo llevaron hasta el camerino de Shorthouse, que había permanecido desocupado desde el día de su muerte. Fue una tarea especialmente agotadora, que los dejó sin resuello y temblorosos. Por fortuna, no se encontraron con nadie.

—Bueno —dijo tragando saliva Adam, mientras se enderezaba—, ¿y ahora qué hacemos?

—Telefonea a Mudge, ¿quieres?, y dile lo que ha ocurrido. —Fen estaba alisándose hacia atrás su pelo tieso—. Pero no le digas ni una sola palabra a nadie más… sobre todo a Judith.

—Pero debería…

—Me temo que cuando lo sepa se hundirá —dijo Fen con un gesto de desaliento—. Y hay algunas cosas que debo preguntarle antes de que eso ocurra.

—¿Cómo murió este muchacho?

—Arsénico, supongo.

Adam fue a buscar un teléfono. Abajo, la orquesta empezaba a interpretar el tercer acto; el oboe en «la» zumbaba, rodeado por quintas justas; las flautas se entregaban a un brillante virtuosismo; la tuba se quejaba con tono lastimero. Fen se inclinó de nuevo para examinar el cadáver de Stapleton. A pesar de la baja temperatura que había en el tejado, todavía conservaba un poco de calor; pero el muchacho era delgado… estaba consumido, casi esquelético. La enfermedad de sus mejillas, del cuello y de la barbilla parecía un eccema. Despedía un extraño olor, muy débil, que recordaba al del ajo. Reprimiendo un ligero estremecimiento de asco, Fen le abrió la boca y le buscó la lengua; estaba muy sucia y con saburra. Tenía los párpados enrojecidos e hinchados. Fen le examinó después las uñas, se percató de que había una marca blanca en los bordes, y luego centró su atención en el pelo, y al final, en las palmas de las manos, que estaban duras y encallecidas. Luego se acercó al lavabo y estaba enjabonándose cuidadosamente cuando regresó Adam.

—Mudge se ha quedado desconcertado —dijo Adam con tono sombrío—. Supongo que está empezando a darse cuenta de que con esto y con la agresión a Elizabeth su teoría del suicidio está sufriendo duros reveses… En fin, dice que viene para acá inmediatamente. ¿Has descubierto algo?

Fen se estaba secando las manos con un pañuelo; al parecer no había ni una sola toalla en el camerino.

—Estaba en lo cierto respecto al arsénico. Y es crónico… Debe de haber estado envenenándose durante semanas…

Adam mantuvo la mirada apartada del rostro del cadáver; Fen le había dejado la boca abierta y la mandíbula permanecía descoyuntada, en una mueca muy desagradable.

—No me extraña que se sintiera enfermo… —dijo Adam haciendo un esfuerzo—. Supongo que si al menos hubiera tenido la sensatez de ir a ver a un médico…

—Exactamente. No habría muerto. —Fen, a punto de volver a meterse el pañuelo húmedo en el bolsillo, se lo pensó mejor y lo dejó sobre la mesa de maquillaje—. Esa dolencia en la piel es un síntoma clásico de envenenamiento por arsénico. Pero el hecho de que hubiera sufrido eccemas en otras ocasiones con anterioridad hizo que no sospechara nada.

Ambos encendieron sendos cigarrillos.

—Lo que resulta profundamente desagradable —dijo Adam con un tono de amargura— es que quien fuera que lo estuviera envenenando debía de saber que el muchacho antes moriría que abandonar la producción, y se aprovechó de eso… Y ahora Judith es viuda, después de haberse casado hace dos días, y… ¡oh, es espantoso! —Tras una pausa, continuó—: Y no entiendo cuál puede haber sido el motivo, a menos que supiera algo sobre la muerte de Edwin… ¿Pudo ser suicidio?

—Eso sería inaudito —dijo Fen sin duda—. Si hubiera deseado suicidarse, habría ingerido una sobredosis, y no se habría envenenado poco a poco. Y, de todos modos, ¿por qué iba a suicidarse? Acababa de casarse. Según todas las apariencias, era extraordinariamente feliz.

Adam asintió con gesto sombrío.

—¿Cómo se puede conseguir arsénico? —preguntó—. Es decir, sin comprarlo a cara descubierta.

—De mil formas. Puede extraerse de papel matamoscas, de los plaguicidas, del veneno para ratas, de los insecticidas para la lana de las ovejas, y Dios sabe de dónde más… De todos modos —añadió Fen—, será mejor que vaya y hable con Judith. De momento es mejor que ella sea nuestro único testigo. ¿Quieres esperar aquí hasta que vuelva? Echa de aquí a todos los curiosos… excepto, claro, a la policía.

Cuando se dirigía abajo se topó con Furbelow, y aquella coincidencia le recordó un problema que hacía días que estaba intentando aclarar.

—Oiga, Furbelow —le dijo—, ¿tenía usted órdenes del señor Shorthouse de no molestarlo cuando estaba en su camerino?

La pregunta evidentemente removió antiguos rencores latentes. Furbelow incluso se olvidó en ese momento de escupir, aunque intentó aclararse la garganta sin mucho éxito.

—Ah, pues sí que lo hizo —dijo al final—. Algunos de esos tipos del teatro se creen que son Dios Todopoderoso. La primera noche que anduvo por aquí fui yo a su camerino, inocente de mí, para mirar a ver si podía hacer algo, y lo único que se le ocurrió a su señoría fue decirme que me retorcería el cuello si se me ocurría volver a asomar la jeta por allí. Me llamó ladrón, el tío, vaya si lo hizo. —Ciego de furia, Furbelow siseó a Fen, como un ganso—. No volvería a merodear por ahí otra vez ni aunque el mismísimo demonio viniera persiguiéndome.

Incapaz de imaginar ningún método plausible para poner punto final a aquella perorata, Fen continuó su camino, dejando a Furbelow solo con su indignación, dando voces. Pensó que era improbable que el personal de la ópera no se hubiera percatado de aquel incidente; Furbelow no era uno de esos hombres que se quedan callados ante una ofensa. Y eso indicaba claramente que Edwin Shorthouse había sido responsable al menos de una circunstancia que podría haber facilitado su propia muerte.

Fen consiguió llegar por fin a bambalinas. El tercer acto había comenzado. Sachs permanecía absorto en su libro, David entraba muy cautelosamente en la estancia, con el tímido ademán de un ratoncillo particularmente pequeño desafiando a un gato particularmente grande. Los instrumentos de viento y madera conversaban vivamente, pero sin confianzas. Dejando la cesta sobre la mesa, David comienza a examinar su contenido, con un ojo clavado temerosamente en su maestro. Pero tras un rato, acaba solo preocupado por las tortas, las cintas y las salchichas[49]: y entonces, el ruido que hace Sachs al pasar la página de su mamotreto —subrayado por una ráfaga descendente de cuerda— provoca en el aprendiz un estado que se parece bastante al pánico.

—Sí, maestro… —decía temblando—, ¡estoy aquí! Potentes y sombríos, los cellos anunciaron la canción Wahn, que proporciona una nota de brillante melancolía y a la vez alivia y equilibra el conjunto de la gran comedia… Y en el lado opuesto de la escena, Fen vio a Judith hablando con Rutherston. Un instante después Judith ya se había percatado de su presencia y rodeó por detrás los bastidores para reunirse con él.

—¿Lo ha encontrado? —preguntó nerviosa y aterrada.

Fen procuró hablarle con la mayor amabilidad.

—No, me temo que no. ¿Querría usted contestarme a un par de preguntas?

—S… sí, pero…

—No la molestaría si no lo considerara muy importante. ¿Cuánto tiempo llevan usted y su marido en Oxford?

—Oh… unas tres semanas. Pero, por favor…

—¿Y su marido no se ha encontrado bien de salud durante todo este tiempo?

—No… Ha sido… ha sido sobre todo esa espantosa erupción cutánea. Y no quiere ir al médico…

—¿Puede usted darme más detalles de su enfermedad?

—Pero… ¿por qué? ¿Por qué? No entiendo…

—En realidad —dijo Fen—, da la casualidad de que sé algo de medicina, y creo tener una vaga idea de lo que le pasa. Si puede usted decirme los síntomas, se los comentaré a un médico, y al menos podremos proporcionarle la medicina adecuada. —Fen se esforzaba en decir todo aquello. En general era contrario a mentir, excepto cuando era por diversión, y era plenamente consciente de la crueldad de lo que estaba haciendo. Pero no parecía haber otra vía—. Seguramente… —añadió— su marido no pondría ninguna objeción a tomar una medicina… sobre todo si se la da usted.

La muchacha asintió.

—Es… es muy amable por su parte —tartamudeó—. Le diré a usted todo lo que recuerde… Tiene una especie de laringitis también, aparte de lo que le pasa en la piel. Y ha estado enfermo muchas veces, y ha tenido diarrea, y apenas come nada. Ah, y se queja mucho de que le duelen los músculos y de que a veces se le entumecen las manos… Creo… creo que eso es todo. —Intentó esbozar una sonrisa—. Y ya es bastante.

—Hay dos posibilidades —dijo Fen implacable. (Más adelante recordaría este pequeño episodio como el más desagradable de todo el caso, desde su punto de vista)—. Hay dos posibilidades, y una de ellas es que esté ingiriendo comida envenenada.

—¿Envenenada? —La voz de Judith rezumaba terror.

—Ptomaína. Ya sabe. No es necesariamente peligroso… ¿Han estado ustedes comiendo en la casa donde residen aquí en Oxford?

—Sí. He cocinado yo. La propietaria me deja utilizar la cocina. —Judith abrió mucho los ojos—. ¡Pero yo no puedo haber sido la responsable de…! Además, yo he estado comiendo lo mismo que él, y estoy bien.

—Exactamente. No puede haber sido la comida. No puede haberse envenenado con la comida en absoluto… ¿Pero ha bebido mucho?

—No, casi nada. Solo una vez antes de aquella mañana en el Bird & Baby.

—Entonces no se preocupe —dijo Fen. Ahora que ya había oído todo lo que quería saber, lo único que deseaba era dar por concluida la conversación.

—Pero… ¿dónde está? —preguntó la muchacha.

—Como sugirió Elizabeth, seguramente se habrá ido a casa. Es posible, ¿no?, que la haya perdido a usted de vista, y haya imaginado que se ha adelantado usted… Quizá alguien le dio una información equivocada… Creo que lo mejor que puede hacer usted es irse a Clarendon Street y ver si está allí. Parece que en el teatro no está, pero si regresa yo le diré dónde ha ido usted.

Fen se alejó y regresó al camerino de Shorthouse.

—Asqueroso —murmuró para sí—. Asqueroso, pero desgraciadamente inevitable.

Adam, cuya vigilancia ya le había provocado un leve mareo, se alegró de su regreso.

—Me estaba preguntando —le dijo a Fen— qué estaría haciendo Stapleton en el tejado.

Fen se sentó; estaba cansado y abatido.

—Intentaba respirar aire puro —dijo brevemente—. Debía de estar sufriendo un ataque de asfixia, y salió fuera con la idea de aliviar sus angustias. El tejado no tiene importancia en sí mismo.

Poco después llegó Mudge con un médico forense. Por fortuna, este último no era el doctor Rashmole, cuya exuberante necrofilia le habría resultado a Fen francamente insoportable en las presentes circunstancias. El médico examinó el cuerpo y provisionalmente confirmó el diagnóstico de Fen. Fen le ofreció a Mudge un resumen de la información que había obtenido de Judith; no pareció causarle mucha impresión.

—Bueno, señor… —dijo Mudge sin comprender—, ahí parece estar la única respuesta a este problema.

—Imposible —respondió Fen mordazmente—. La chica lo adoraba, absolutamente. No lo habría matado jamás.

—Hay gente que puede fingir, señor —dijo Mudge como quien repite una frase hecha—. Y no sería la primera vez que un lío amoroso se pone feo y acaba en asesinato.

—¿Pero habría admitido que era ella la que le preparaba las comidas si lo hubiera estado envenenando?

—Por supuesto, perfectamente. —Mudge también estaba empezando a enfadarse—. La propietaria sabía que era ella la que cocinaba, y habría sido una estupidez negar la evidencia.

—Tal vez… —sugirió Adam, con una singular falta de perspicacia—, tal vez una tercera persona puso el veneno en el azúcar, o en otro alimento…

Los miró después esperando alguna respuesta favorable, pero ni Fen ni el inspector se esforzaron en apuntar que si eso fuera cierto, Judith probablemente también se habría envenenado. De hecho, los dos hombres, que se estaban irritando cada vez más, ignoraron a Adam. En Fen, el enfado se debía probablemente a una reacción personal tras la conversación con Judith; en el inspector, a una convicción cada vez mayor de que Fen estaba complicando obstinada e innecesariamente todos los ángulos del caso en los que metía el hocico.

—Pero… en fin, podría caber la posibilidad, no digo que sea imposible, de que Stapleton estuviera ingiriendo regularmente alguna comida o bebida proporcionada por un tercero… —dijo Fen.

—No, imposible no es —dijo Mudge con un gruñido pertinaz—. ¿Pero no se habría dado cuenta su mujer, si es verdad que estaban tan enamorados como dice usted?

—Da igual —le espetó Fen—. Me niego absolutamente a creer que ella tuviera algo que ver en el asunto. ¿Es que no tiene usted ojos en la cara? ¿No ve que la muchacha estaba enamorada de él?

—¿Y no ve usted —dijo el inspector— que lo que está intentando hacer usted es inventarse otro asesinato imposible?

Ambos se miraron con una indisimulada inquina. Y fue en ese momento cuando se abrió la puerta y la mismísima Judith entró en el camerino.

—Profesor Fen… —dijo—. Me he enterado de que subía usted aquí, y me preguntaba si…

Entonces vio el cuerpo que yacía desvencijado en el suelo.

Las palabras murieron en sus labios. Se quedó absolutamente inmóvil. Aún traía las mejillas encendidas por el esfuerzo de subir corriendo las escaleras, pero en torno a su nariz y su boca había hecho presa una mortal palidez. Ni siquiera intentó acercarse al cadáver. Un instante después, comenzó a sollozar… un hipido lento y mecánico, sin lágrimas, casi un sollozo mudo. Durante un rato los cuatro hombres permanecieron allí, impotentes ante la muchacha. Luego el doctor intentó tocarla, y ella lo apartó con el gesto de una niña enfadada. El sollozo se fue haciendo cada vez más lento y al final, cesó.

—No va usted a cortarlo en pedazos —susurró. Y luego su voz se elevó de repente hasta convertirse en un grito horripilante, un aullido espantoso, como el de un gato aterrorizado:

—¡Que Dios te ampare como te atrevas a tocarlo! ¡Que Dios te ampare!

Adam se quitó el abrigo y cubrió la mueca estúpida del cadáver, que aún permanecía con la boca abierta. Se percató de que la música distante se había detenido… y comprendió también que se había detenido porque él no estaba allí para entrar y cantar su parte. Escuchó al muchacho de los avisos gritando su nombre en la planta de abajo, pero no se movió.

Tras el ensayo, Fen regresó andando al Mace & Sceptre con Adam, Joan y Elizabeth. Joan rompió el largo silencio.

—Me pregunto si siguieron mi consejo… evitar tener críos enseguida… Si no lo hicieron, eso podría ser un consuelo para Judith…

Era el turno de que Fen perdiera la compostura.

—Un consuelo —repitió con sarcasmo—. Sí, quizá sí. Pero parece usted olvidar que se ha cometido un crimen y que alguien, tarde o temprano, será condenado a la horca por ese motivo.

—No creerá usted que Judith…

—Ella no mató a su marido. Por supuesto que no. Pero también está el asesinato de Shorthouse. Ya mantendremos esa conversación sobre el «consuelo» para cuando todo se haya aclarado.

Elizabeth dijo amablemente:

—¿No tiene ninguna pista, profesor Fen?

—Ninguna —dijo Fen con absoluta sobriedad—. Ni la más remota idea… Debería usted dejarme fuera de su serie de detectives ilustres, Elizabeth.

Entraron en silencio al hotel. Antes de despedirse, Fen le dijo a Joan:

—Siento haber sido tan asquerosamente brusco.

Ella lo miró detenidamente.

—«Imperceptiblemente» —dijo, y sonrió—. Estamos todos al límite, y comprendo que un parloteo sentimental no sirve de nada en estos momentos… ¿Vendrá usted al estreno mañana?

—Desde luego. Buena suerte, si no la veo antes.

—Venga a vernos entre bastidores después.

—Me encantaría… De nuevo, acepte mis disculpas.

—No necesita pedirme perdón por nada —dijo Joan—. Así que me arriesgaré a citar a Shakespeare a un profesor de literatura inglesa: «No carguemos nuestra memoria con pesadumbres que ya han pasado»[50].

Volvió a sonreír y, junto a Adam y Elizabeth, se adentró en el hotel.