Capítulo veintidós
CAPÍTULO VEINTIDÓS
Gervase Fen merendó copiosamente, se encendió una pipa y se retiró a su estudio advirtiendo a todo el mundo que no lo molestaran por nada del mundo. Había decidido que debía llevar a cabo un último esfuerzo por hacerse con las riendas del caso. Su fracaso a la hora de desentrañar el más mínimo indicio hasta ese momento constituía una espina mental desagradable e irritante, y conseguía que la concentración en otros asuntos le resultara difícil e incluso imposible. Así pues, aunque solo fuera por prurito personal, aquel asunto debía ponerse en claro y resolverse.
Se acomodó en una butaca junto al fuego y se dedicó a repasar cuidadosamente todas las pruebas materiales. Pero aquel ejercicio resultó poco esclarecedor. Retomó lo que los detectives llaman «la oportunidad»: la posibilidad y la ocasión de cometer el crimen. Joan Davis, Karl Wolzogen, Charles Shorthouse, Beatrix, Boris Stapleton, Judith, e incluso Adam y Elizabeth, todos ellos, habían estado solos en el momento en que Edwin Shorthouse se topó con la muerte, y cualquiera de ellos, en principio, podría haber sido el asesino. Sin embargo, respecto al asesinato de Stapleton, solo Judith, según todas las apariencias, había contado con la ocasión y la oportunidad para cometer el crimen, aunque Fen persistía en considerarla de todo punto inocente. La agresión a Elizabeth podía haber sido responsabilidad de cualquiera, excepto de Adam, Charles Shorthouse y Beatrix Thorn… ¿Pero por qué demonios la habrían intentado agredir?
Fen tenía una notabilísima memoria para los detalles. Comenzó a reconstruir, con la imaginación, todas las conversaciones y entrevistas que había mantenido desde que comenzó el caso. El proceso resultó largo y engorroso, pero al final dio con la solución.
Todo dependía de tres observaciones casuales: una, hecha por Elizabeth en el Bird & Baby la mañana después del asesinato; otra, hecha por Adam en la misma ocasión; y una tercera hecha por Judith en el teatro. Las dos últimas, engarzadas y unidas a una parte de la información proporcionada por Elizabeth a propósito de la pelea entre Adam y Edwin Shorthouse, aclaró por completo el problema de la muerte de Stapleton. La primera observación sugería un motivo que explicaba la agresión a Elizabeth y también el modo como Shorthouse pudo haber encontrado su final. Fen pensó detenidamente en la topografía del camerino de Shorthouse y sus alrededores, y vio que todo cuadraba perfectamente. Había un pequeño detalle, sin embargo, que se negaba a ajustarse en el rompecabezas, y sobre ello estuvo Fen meditando durante largo rato. Al final, sonrió.
—¡Camuflaje! —dijo en voz alta—. Y confirmación, si es que se necesita alguna. Ahora, veamos…
Empleó algunos minutos rebuscando en libros de medicina que apilaba en las estanterías abarrotadas y desordenadas de su estudio, y un período bastante más largo jugando con una caja de cartón, una cuerda y otros objetos más o menos simbólicos. Al final, pareció no tener ninguna duda. El procedimiento de cada asesinato señalaba al asesino más allá de cualquier duda.
El reloj de la repisa de la chimenea señaló que faltaba un cuarto para las seis. Tenía el tiempo justo para hacer saber sus resultados a Mudge antes de salir para la ópera. Telefoneó a la comisaría de policía.
—Tengo la solución —le dijo en cuanto el inspector estuvo al aparato—. Pero se tarda un poco en explicarlo bien, así que lo mejor es que vaya y nos veamos. ¿De acuerdo?
—Si de verdad lo sabe, señor, le estaré eternamente agradecido.
—Entonces… dispóngase a estarme eternamente agradecido —dijo Fen con toda seriedad—. Por cierto, no fue Judith Stapleton quien asesinó a su marido.
—¿No? —Mudge pareció decepcionado—. Bueno, ya lo veremos cuando oiga lo que tiene usted que decirme… He tenido a un hombre pisándole los talones, ¿sabe?
—Qué melodramático.
—Parece que lo último que ha hecho ha sido registrarse con un nombre falso en la biblioteca de ciencias Radcliffe.
—¿Ah, sí? —dijo Fen—. Eso está muy feo, desde luego. Estaré ahí en un momento.
Colgó y subió a su dormitorio, donde dedicó cinco frenéticos minutos a cambiarse. Luego se puso un abrigo y su extraordinario sombrero, y bajó al garaje. Casi estaba en la puerta cuando de repente se le pasó por la cabeza un horrible pensamiento…
—¡Oh, por mis patas de conejo…! —exclamó, y salió corriendo en busca de su teléfono.
—¡Póngame con la habitación 72! —exclamó, cuando por fin al otro lado del hilo telefónico una voz dijo que se trataba del hotel Mace & Sceptre.
Se comió las uñas y se retorció los dedos hasta que al final pudo oír la voz de Elizabeth.
—¿Elizabeth? —preguntó—. Soy Fen. ¿Está Adam con usted?
—No. —Elizabeth parecía sorprendida—. Pensé que estaba con usted.
—Bueno, pues no —dijo Fen abatido—. ¿Sabe usted dónde se supone que tenía que encontrarse conmigo?
—En casa de Judith. Pero… ¿por qué…?
Sin embargo, Fen no tenía tiempo para contestar preguntas. Tiró el teléfono encima de la mesa, tropezó con el gato, se levantó, corrió hasta el vestíbulo, cogió una pistola automática del cajón de una mesa y de nuevo bajó a grandes zancadas hacia el garaje.
—Y ahora, Lily Christine —murmuró—, tienes que hacer una cosa, por lo que más quieras.
En este punto, desgraciadamente, Fen resultó ser demasiado optimista. Nada de lo que intentó pudo conseguir que el coche arrancara. Manipuló una y otra vez las palancas, le dio mil golpes al contacto, hasta que se cansó. Finalmente, en un arrebato de furia vengativa, lanzó una lata de gasolina vacía a la figura desnuda cromada que adornaba el radiador, agarró la bicicleta de su mujer y se largó pedaleando frenéticamente.
* * *
Debido a una serie de leves inconvenientes y retrasos, ya eran las cinco y veinticinco cuando Adam llegó a la casa de Clarendon Street. Mientras se detenía a mirar las ventanas de la casa, pensó que debería estar en el teatro, con el fin de cambiarse tranquilamente y maquillarse, a las seis en punto… como muy tarde. La casa, que era victoriana con leves toques betjemanianos[55], quedaba un poco apartada de la carretera. Para llegar a la puerta principal, cuya aldaba metálica brillaba reluciente sobre la pintura desconchada y ulcerosa de la puerta, había que subir tres peldaños bajos de ladrillos quebradizos, traspasar una pequeña cancela de hierro que estaba siempre abierta, y subir un sendero de asfalto que cruzaba un jardincillo bastante ajado y desastrado. Adam, que no estaba acostumbrado a entrar sin llamar en edificios de apartamentos, llamó con los nudillos y luego al timbre, educadamente. Pero aunque repitió aquel proceso un minuto después, no se oía ni un ruido ni un movimiento en el interior; al parecer, no había nadie en la casa.
Adam pensó que era probable que Fen se hubiera cansado de esperar y se hubiera marchado. Daba igual, lo mejor sería indagar un poco… «Primer piso, segundo a la derecha…». Abrió la puerta principal, subió las estrechas escaleras, forradas con aquella moqueta dura y delgada, y llamó con los nudillos a la puerta indicada. De nuevo, no hubo respuesta alguna. Con ciertas dudas y titubeos, abrió la puerta y echó un vistazo al interior de la estancia. Aunque escasa y pobremente amueblada, la habitación era sin embargo insospechadamente grande. La ropa estaba tirada por el suelo en completo desorden. En un extremo de la cama había una maleta a medio hacer. Un montón de basura había desbordado la papelera y estaba desperdigada por el suelo, alrededor. Las ventanas, que estaban cerradas, lucían unas pálidas cortinas amarillas. Había una estufa de gas… Adam se adentró en la habitación, y en ese momento, como resultado de un violento y preciso golpe en la parte posterior de la cabeza, todo se le nubló de repente y perdió el conocimiento.
Después de un rato, un levísimo flujo de gas comenzó a escapar de la estufa, y la puerta del dormitorio se cerró silenciosamente. Una llave giró en la cerradura, por el exterior.
Beatrix Thorn, el Maestro, sir Richard Freeman y el señor Levi llegaron a la ópera alrededor de las seis y diez. Los dos últimos, aunque no se conocían, entraron juntos en el bar.
—Una cosa le digo: este Peacock es muy bueno… —decía el señor Levi—. Consigue que esos holgazanes de la orquesta hagan genau[56] lo que él quiere. Ya lo veremos esta noche. Ya se lo advierto.
Junto a ellos, un grupo de la agrupación de Jóvenes Intelectuales hablaba sobre Wagner.
—Por supuesto, el efecto de los dioses teutónicos y los héroes del Anillo en la mentalidad alemana ha sido deplorable.
—Es lo que yo siempre he dicho. En última instancia, Wagner es responsable de lo del campo de la muerte de Belsen.
—No veo cómo pudo ser responsable —protestó una muchacha de pelo moreno—, considerando que murió varios años antes de que naciera Hitler.
—No te pongas deliberadamente obtusa, Anthea… Los maestros cantores también está infectada, aunque de un modo más insidioso y sutil.
—Sí. Cecil Gray[57] dice, como sabrás, que es un gran himno a los logros artísticos y bélicos de Alemania.
—En esa ópera solo hay una mención a la guerra —dijo la chica morena—, y es donde Sachs dice, al final, que si Alemania alguna vez es derrotada, su arte se perderá para siempre.
Los muchachos la miraron con enorme disgusto.
—Anthea, no nos estarás diciendo que tú sabes más de Wagner que Cecil Gray…
—Pues sí —dijo la muchacha del pelo moreno con enorme sencillez—. Sé más que él. Pero, naturalmente, si interpretáis la observación de Sachs como un gran himno a los logros bélicos de Alemania, seguro que sois capaces de creeros cualquier cosa.
—Y luego está lo de los plagios… Hay una melodía en la primera escena del último acto que está fusilada de las Alegres comadres de Nicolai[58].
—Wagner no copió nada a nadie —dijo la muchacha de pelo moreno—. Es una variación a partir de la canción del premio.
—… además, es obvio que un hombre del carácter moral de Wagner no podía producir grandes obras de arte. Era poco escrupuloso con el dinero, tuvo líos con las esposas de sus benefactores…
—Pues yo no veo qué tiene que ver el carácter moral con ser capaz de crear grandes obras de arte —dijo la muchacha de pelo moreno—. Villon fue un ladrón, Bacon mendigó un empleo, Tchaikosvski y Miguel Ángel fueron unos pervertidos, Gluck murió borracho, Wordsworth era un vanidoso…
—Oh, vamos, Anthea, no seas pesada.
Beatrix Thorn y el Maestro aún seguían discutiendo por los coches.
—Y luego lo de la vibración… la estructura del oído…
—No sé nada de la estructura de mi oído, Beatrix, y no tengo ninguna intención de saberlo.
—Estos estudiantillos —dijo el señor Levi alegremente— son una pandilla de estúpidos rufianes, nicht wahr?