Capítulo veinte

CAPÍTULO VEINTE

Antes de que se produjera la resolución del caso, hubo un lapso de menos de veinticuatro horas. La escena segunda del tercer acto se ensayó el domingo por la mañana, justo una semana después de la muerte de Shorthouse. Se buscaron rápidamente sustitutos para Stapleton y para Judith, que había abandonado la producción y que se negaba a regresar con sus padres. Rutherston dio una virulenta orden con la cual le rogaba al coro que cantaran y actuaran como verdaderos nuremburgueses del siglo dieciséis, en vez de comportarse como una clase de críos estudiando solfeo elemental. No se esperaba que la autopsia de Stapleton, que había sido imposible evitar, ofreciera sus resultados definitivos hasta el martes por la mañana. No había nada que hacer hasta el lunes por la tarde, cuando se levantara el telón, a las seis y media, para el estreno.

* * *

Adam y Elizabeth pasaron la tarde en el hotel. Los acontecimientos de los últimos días de algún modo habían contribuido a tender una sombra de incomodidad sobre su relación. Una cierta inseguridad, casi frialdad, se había hecho un hueco entre ellos, tanto más difícil de disipar cuanto que las razones de la misma eran también desconocidas, o, eso parecía, demasiado inapropiadas para discutirlas abiertamente. Ninguno estaba contento: su vieja y divertida complicidad había desaparecido. En ambos, la capacidad crítica se había agudizado hasta el extremo de que llegaban a infligirse agravios triviales e incluso imaginarios. A Elizabeth le parecía que Adam se estaba comportando de un modo tiránico y despótico, y comenzó a echar de menos (aunque con un sentimiento de traición) los viejos días de libertad y soltería. A Adam le parecía que Elizabeth se estaba poniendo un poco susceptible, irascible e hipersensible. Ambos percibían en aquella evolución el evidente desencanto que, según se dice, sigue a los primeros y románticos meses de matrimonio; ambos prácticamente se resignaron a sufrir dicho desencanto y, en consecuencia, ambos lo confirmaron y lo fortalecieron.

Las razones eran variopintas. El impacto de las muertes violentas les había alterado los nervios, aunque ellos apenas sí reconocían el hecho. La mera aprensión física era solo una parte de dicho impacto; también había un atavismo reprimido, un horror supersticioso, que aún pervive con fuerza desde los remotos orígenes de la especie humana, ante lo inexplicable. Era inconsciente, pero ahí estaba. En el caso de Adam eso se complicaba en parte por la tensión de los últimos y decisivos ensayos. (La muerte de Shorthouse al final había dado como resultado una presión insoportable en el trabajo, que había afectado a casi todo el mundo). Por otro lado, ante aquellos luctuosos acontecimientos, su espíritu había reaccionado irracionalmente contra ese carácter desordenado y turbulento que ha caracterizado la profesión teatral desde tiempos inmemoriales y en todas partes. En Elizabeth, la alteración nerviosa se acentuaba debido a la constante vigilancia en la que insistía Adam. Elizabeth era una de esas mujeres que de tanto en tanto tienen una necesidad urgente de estar solas… y la guerra había demostrado, si es que necesitaba demostración alguna, que ese tipo de personas, cuando se veían obligadas a estar con más gente de continuo, se tornaban inquietas y en casos extremos incluso se volvían locas.

Nunca hablaban de estas cosas, aunque, en realidad, solo eran conscientes a medias de la gravedad de la situación. Ni los reproches que se dispensaban eran tampoco demasiado explícitos: como mucho dejaban caer alguna indirecta. Pero de todos modos eran conscientes del distanciamiento, y, al buscar explicaciones más o menos justificativas para con ellos mismos, lo acentuaban. El empeoramiento de su malaise desde luego no había llegado todavía al punto que podría denominarse «de no retorno»; era reversible siempre que estuvieran dispuestos a ello. Por desgracia, ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso.

Adam se había quedado dormido aquella tarde en uno de los salones del hotel. Y tuvo pesadillas. Cuando se levantó, con la boca estropajosa y con ganas de vomitar, solo pudo recordar uno de aquellos desagradables sueños. Le había parecido que iba conduciendo por una carretera del campo, y había llegado a un lugar donde se veía una gran construcción de apariencia medieval, gris y achaparrada. Aunque no había visto aquello nunca, supo instintivamente que se llamaba Oldacre Priory. Se adentró en una de sus estancias, escasamente amueblada y con andrajosos pendones colgando. El lugar parecía ser un museo. Allí no había nadie, pero no tardaría en descubrir que a su alrededor había seres que se movían. Abrió una puerta que daba a un claustro interior. Durante un momento, todo pareció tranquilo, y entonces el edificio comenzó a vibrar con las firmes pisadas de una fila de caballeros con armadura que aparecieron de repente. Era plenamente consciente de que no había nadie dentro de las armaduras, ni vivos ni muertos. Ni tampoco eran robots. Eran una simple acumulación de armaduras, moviéndose al unísono gracias a alguna fuerza exterior que las dominaba. Sin llegarlo a comprender, había algo en aquellas armaduras que lo obligó a huir de allí, rápidamente y en silencio, y a refugiarse en la sala de las banderas andrajosas; luego cerró la puerta y se apoyó un poco en ella para coger aliento. Luego, comenzó a correr.

Corría silenciosa y rápidamente de estancia en estancia, en un laberinto inmenso y vacío, buscando la salida. No se oía nada, salvo el distante paso de los caballeros al marchar. En tanto el desconcierto y el pánico se lo permitían, procuró mantenerse alejado de ellos mientras pudo. Al final, después de un tiempo que le pareció una eternidad, llegó al extremo de una galería inmensamente larga. Al final de la misma había una figura de pie, inmóvil, y hasta que no se movió, él pensaba que se trataba de una figura de cera o una estatua. Entonces, de repente, vio que era Elizabeth, y que tenía en torno a su cabeza una banda de tela podrida, sujetándole la mandíbula, como la que se le pone a los muertos. Elizabeth comenzó a avanzar lentamente hacia él, y él… ni enamorado, ni deseoso de abrazarla, sino con un insuperable terror, corrió hacia ella. A medida que se iba acercando a él, vio que la banda de tela se le caía, y que traía colgando la mandíbula inferior. Pensó, medio enloquecido, que eso no impedía que una persona ya no pudiera hablar o comer o respirar. A mitad de la galería se encontraron y se abrazaron con fuerza, y a Adam le pareció que su corazón estallaba de horror.

Se despertó temblando, y durante algunos instantes luchó aturdido para asimilar que se encontraba en la soñolienta pero real atmósfera de un salón del hotel. A su lado, Elizabeth estaba sentada a la mesa escribiendo unas cartas. Tenía los nervios de punta, y cuando se tranquilizó un poco, se acercó a ella.

—Acabo de tener… —hablaba un poco dubitativo— un sueño horroroso.

—¿Ah, sí, querido? —lo dijo en un tono alegre e indiferente—. Lo siento… pero por Dios te lo pido, no me lo cuentes. Hay pocas cosas tan aburridas como el sueño de otra persona.

La realidad se impuso de repente. Aquello era una pesadilla peor que la que había tenido.

—Elizabeth… —estalló—, ¿qué nos pasa?

—Querido, no sabría decirte. No soy consciente de que me pase nada a mí. ¿Te importa si acabo esta carta?

—Sí, me importa. Quiero hablar seriamente contigo.

—¿Y tiene que ser en público? —murmuró Elizabeth.

—No nos está mirando nadie… Querida, nuestro matrimonio no va bien…

—Eso suena como el principio de una escena de una película inglesa de quinta categoría —dijo Elizabeth con tono áspero.

—Por favor, atiéndeme. Ya sé que uno no dice más que tópicos en estos casos, pero hago todo lo posible por no utilizar palabras manidas… Quiero saber si hay algo que pueda hacer para que podamos volver a estar como antes.

—¿Volver a estar como antes? —dijo Elizabeth, con educada incomprensión.

—Para volver a estar, por ejemplo, como en nuestra luna de miel.

Elizabeth levantó la mirada, y sus ojos parecían no entender nada.

—¿Es necesario? Tarde o temprano tendremos que asentar nuestro matrimonio sobre ciertas bases racionales. No se puede esperar que estemos babeando el uno por el otro toda la vida.

—Lamento que mis tristes esfuerzos por intentar hacerte feliz no pasen de ser, en tu opinión, más que formas de «estar babeando» —dijo Adam amargamente.

—No te recrees en la autocompasión, querido. Eso nunca resulta agradable.

Adam hizo un esfuerzo por controlarse.

—Discúlpame —dijo—. No me cabe la menor duda de que hay muchas cosas de mí que te irritan. Pero ojalá me las dijeras, y así tal vez podría remediarlas.

—Querido… —dijo Elizabeth, y era aquella forma reiterativa y vacía de dirigirse a él lo que irritaba a Adam sobremanera—, querido, si no tienes cabeza para ver tus propios defectos, aunque te haga un listado, no servirá de nada. Uno no consigue que un ciego vea haciéndole una lista de flores.

—¿No se te ha ocurrido que tal vez tú tampoco eres del todo perfecta?

La furia de Elizabeth salió a la superficie.

—Obviamente, no soy perfecta. Pero eso no cambia el hecho de que tú estés siendo condenadamente grosero.

—Solo estaba intentando llegar al fondo de este… de este problema que hay entre nosotros.

—Pues lo haces de un modo muy peculiar —dijo Elizabeth, levantándose, recogiendo sus cartas y su libreta—. Obviamente no vas a dejarme acabar lo que estaba haciendo. Me voy arriba. ¿Tendrás la bondad de dejarme en paz, por favor?

Salió del salón. Adam volvió triste y abatido a su sillón. Aquello era bastante peor que su primera trifulca; esta había sido gélida y vehemente. Sin quererlo ni pensarlo, habían llegado a una crisis.

Serían necesarios los acontecimientos de aquella noche para que se resolviera.

Joan Davis y George Peacock paseaban por los jardines del college de St. John.

Un sol débil, de un amarillento mortecino, luchaba por abrirse paso, pero el ambiente era húmedo y frío, así que caminaban rápido: Peacock con paso largo y desgarbado, Joan con ciertas carreritas de vez en cuando para intentar mantenerse a su altura. Joan pensó con cierta ironía —y cierta amargura— que hacía muchísimo tiempo que no se había tomado aquellas molestias —aunque fueran tan nimias— por estar en compañía de un hombre. Ya habían dado muchas vueltas al gran tapete central de hierba; Peacock no parecía especialmente deseoso de cambiar de órbita.

—Se siente una como un hámster en una rueda —sugirió Joan a modo de leve protesta—. O como esos montañeros alpinos que luchan contra las ventiscas y siempre regresan al lugar de donde partieron.

Él la miró con gesto sorprendido:

—¿Qué? ¿Te aburres?

—No, claro que no. No estaría aquí si me aburriera.

Durante un rato estuvieron caminando en silencio. Peacock no era normalmente muy locuaz, y en aquel momento parecía preocupado hasta el punto de la grosería. «Desde luego, la culpa la tengo yo», pensó Joan. «Fui yo quien sugirió salir a dar un paseo, y el pobre diablo no tenía en realidad muchas opciones de rechazar mi proposición… No, eso es absurdo. Podría haber dicho perfectamente que quería descansar antes de la representación. Así que, al menos en principio, no le importa demasiado estar conmigo».

—¿No estás nervioso por lo de esta noche? —le preguntó.

Él se echó a reír.

—Espantosamente nervioso. En taquilla me han dicho que va a estar presente Ernest Newman[51].

—Eso es estupendo, ¿no?

—Hay cosas mejores, francamente. Dirigir a Wagner delante de Ernest Newman es, poco más o menos, como si un querubín se pone a recitar la lección delante de Dios. De todos modos, seguramente sobreviviré…

—¿Estás contento de cómo han ido las cosas o…?

—Estoy verdaderamente orgulloso de cómo se ha comportado el elenco y me habéis dado una lección de humildad —dijo—. Todos vosotros sabéis de ópera mil veces más que yo, y sin embargo habéis trabajado como chinos para producir los efectos que yo deseaba. No podría haber tenido más suerte.

Joan se sintió extrañamente conmovida.

—No seas tonto —le contestó con ademán cariñoso—. Habríamos protestado con uñas y dientes si hubiéramos entendido que eras un ignorante y no sabías lo que había que hacer. Y, de todos modos, lo hemos hecho por egoísmo. Seguramente conseguiremos fama y prestigio gracias a tus ideas. ¿Qué vas a hacer cuando termine esta serie de representaciones?

—Todo depende de Levi… Creo que podría conseguir un contrato permanente aquí si Los maestros salen bien.

—Entonces no te preocupes. El puesto es tuyo.

Ambos se detuvieron, con las miradas absortas, para observar más de cerca a un petirrojo que andaba saltando de un modo errático por el borde de la hierba. Tras unos instantes, Peacock le preguntó a Joan:

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Claro.

—¿No estás casada, verdad?

—Ahora no. Lo estuve hace unos años, pero me divorcié. Creo que nuestra felicidad conyugal duró… como unas trece horas a partir del momento en que salimos de la iglesia… Bah, de todos modos, eso no importa. Se acabó, gracias a Dios.

—¿Y podrías… quiero decir… podrías considerar la posibilidad de casarte conmigo?

Joan levantó la mirada para poder verlo bien. Su rostro pícaro parecía luchar con una media sonrisa que no conseguía más que apuntar la inminencia de las lágrimas.

—Gracias… —dijo—. Pero… ¿sería prudente?

—Ya sé que no soy…

—Me refiero a la prudencia desde tu punto de vista. ¿No deberías casarte con alguien mucho más joven que yo? «Hijo mío», recitó, «de Tristán e Isolda la triste historia conozco. Hans Sachs era sabio y no quiere correr la suerte del rey Mark…»[52]. Tal vez no resulte muy adecuado. Deberías pensar más bien en la mariscala de Hofmannsthal… —Y luego pensó para sí: «¿A qué viene esta conversación ridícula y llena de citas? ¿Será verdad que ya soy demasiado vieja como para no volverme loca por una proposición de matrimonio?».

Peacock volvió a hablar con cierto embarazo.

—Si lo que me quieres decir es que no quieres…

—Lo que quiero decir —lo interrumpió— es que lo mejor es que consideres la situación franca y abiertamente. Yo tengo treinta y cinco años… en fin, ya no estoy en la fleur de mes jours. Y sé —añadió rápidamente cuando él abrió la boca para hablar— que tengo una edad a la que educadamente llaman «de madurez». Pero lo malo que tiene la madurez es que no es joven, y un hombre que se casa con una mujer madura es como un hombre condenado a hacer todas sus compras en tiendas de segunda mano. —Joan titubeó un poco—. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Peacock asintió con la cabeza.

—Lo siento —dijo—. Fue demasiado pretencioso por mi parte.

Y se fue de repente y la dejó allí plantada, mientras cruzaba con paso airado el césped hacia el jardín de la parte delantera del college.

Mientras Joan lo veía marcharse, las lágrimas asomaron a sus ojos. «Esto es lo que pasa», pensó, «por ser sincera y sensata cuando se trata de considerar el matrimonio». Obviamente, Peacock había pensado que ella solo estaba intentando evitar hacerle daño con un rechazo firme. Y a cada instante que pasaba se haría cada vez más difícil retomar el tema. Joan sabía que tenía demasiado orgullo y que eso le impediría presentarse ante él, horas más tarde, y decirle: «Respecto a nuestra conversación de esta tarde…». No, impensable. Y, por otra parte, él era demasiado razonable como para plantear la proposición de matrimonio una segunda vez. La felicidad se alejaba de Joan igual que se alejaba Peacock. Rápido, haz algo, mujer.

Corrió tras él.

—¡Espérame! —gritó entre jadeos—. ¡Espérame!

Peacock se detuvo y se volvió. A medida que se acercaba, vio que la cantante traía los ojos brillantes y las mejillas encendidas por el frío. Joan se acercó a él, titubeó un poco, en parte por timidez y en parte para recuperar el aliento. Él le cogió la mano y la atrajo hacia sí, y, sin perder tiempo, la besó dulcemente en los labios.

—En los tiempos que corren… —dijo—, las mejores cosas se encuentran en las tiendas de segunda mano.