Capítulo trece

CAPÍTULO TRECE

La habitación era tan impersonal como la mayoría de los dormitorios de hotel, con sus discretos carteles y recomendaciones, su complejo aparato de persianas y cortinas, y su superabundancia de luces; y aunque Adam y Elizabeth ya llevaban allí suficiente tiempo como para haberle conferido cierto carácter personal, a pesar de su vacuidad, al final el cuarto seguía siendo obstinadamente funcional. Fen se acomodó en un sillón, después de colgar descuidadamente su sombrero en la percha de la puerta, y les ofreció un cigarrillo.

—¿Y bien? —preguntó.

—Aconitina —dijo Elizabeth simplemente—. En el té. Los tres miraron la bandeja. Había una taza llena, que ya estaba casi fría.

—¿Cómo lo sabe? —dijo Fen.

—Lo sé después de escudriñar bien todas esas cosas. Me puse un poquito en la boca, y se me entumecieron los labios. —Debe de tener usted alguna razón para sospechar.

—¿Sospechar? —repitió Elizabeth con tono irónico. Sus ojazos, con las cejas levantadas en gesto sardónico, estaban muy serios—. Sí, tengo una buena razón. Veréis…

Procedió entonces a narrar, con todo detalle, los acontecimientos de aquella tarde.

—Así que ya podéis entender —concluyó— por qué empecé a dudar del té. —Y luego hizo un gesto a modo de disculpa—. Cuando una estudia estas cosas, les coge mucho respeto… igual que los estudiantes de medicina tienden a creerse que padecen las enfermedades con las que están trabajando. En todo caso, probé eso de ahí y… —se encogió de hombros—, eso es todo. Y además, decidí que no saldría de aquí hasta que no llegara Adam.

Adam le cogió la mano y le dio un cariñoso apretoncito. Ninguno de los dos eran personas demasiado efusivas, y había muchas cosas que se podían permitir el lujo de no mencionar.

—Bueno, Gervase, ¿qué me dices? —preguntó Adam.

—¿Qué te digo…? —dijo Fen, extrañamente pensativo—. Te diría que alguien se está poniendo muy nervioso, desde luego… ¿Cuánto hace que ocurrió todo eso?

—Entre las cuatro y media y las cinco.

—Entiendo —dijo Fen, y se levantó, avanzó hasta la bandeja de té y cogió la taza—. Creo que lo voy a probar… —dijo—, así me aseguraré de que no se ha equivocado usted.

—Ten cuidado —le advirtió Adam, acercándose a él.

—Bueno, no me empujes cuando me lo estoy metiendo en la boca. No quiero aparecer antes de tiempo en el banquillo de los acusados del tribunal de Cristo.

Dio unos temerosos sorbitos… y casi inmediatamente corrió hacia el baño, de donde regresó acompañado de un fuerte olor a desinfectante.

—Sí, estaba usted totalmente en lo cierto —anunció—. Desde luego, también podría ser veratrina, pero eso es bastante raro. Lo más obvio es que sea acónito. Tendremos que llevar a analizar el té, aunque, o mucho me equivoco o eso tardará varios días.

—El procedimiento Stas-Otto —indicó Elizabeth con competente precisión.

—¿Es fácil de conseguir el acónito ese? —preguntó Adam, cuyas ideas sobre toxicología eran elementales hasta el punto de la superstición.

—Puedes salir al campo y a las cunetas —le explicó Fen con ademán condescendiente— y arrancar unos acónitos. Luego secas las raíces y las machacas hasta hacer un polvo… Et voila! —Fen comenzó a pasearse por toda la habitación dando muestras de cierta impaciencia—. Da la impresión —dijo— de que el motivo de este ataque reside en sus imprudentes observaciones sobre la posibilidad de que conociera la identidad del asesino. Y sin embargo… —se detuvo entonces bruscamente—, y sin embargo una afirmación como esa, proferida sin prueba alguna absolutamente, no debería haber causado una alarma tan excesiva en el asesino. —Sacudió la cabeza significativamente—. ¿Sabéis?, eso realmente no constituye un verdadero motivo en absoluto. Me pregunto si no habrá algún hecho relevante o algo que haya hecho usted y que haya pasado por alto… No, no veo que podamos sacar nada en claro… —Comenzó a pasearse de nuevo, jugueteando con los picaportes y los tiradores de los cajones y los armarios—. Aun así, dejemos una cosa clara: un momento antes de que la atacaran a usted, ¿oyó que alguien llamara a la puerta?

Elizabeth asintió. Fen continuó en su mundo.

—Me pregunto quién sería… —dijo—. Una posibilidad es que fuera Joan Davis, claro. Se supone que el agresor se asustaría cuando llamaran a la puerta y se escondería en alguna parte mientras Joan entraba y dejaba la nota. Y luego… ¿qué pasó luego?

—Estaba a punto de salir de donde estuviera escondido —dijo Adam— cuando llegó la camarera con el té. Después de que la mujer se fuera, Elizabeth cerró la puerta y regresó al baño. Nuestro señor o señora X abandonó sigilosamente su escondite, echó el acónito en el té, salió y desapareció.

—Sí, claro… —dijo Elizabeth—. Y eso significa que desde luego no pudo ser Joan quien intentó envenenarme. Por otra parte…

—Por otra parte —interrumpió Fen—, podría haber sido ella quien intentó estrangularla a usted. En ese caso, la persona que llamó a la puerta perfectamente podría haber sido la persona que intentó envenenarla.

—No puede hablar usted en serio… —dijo Elizabeth en tono quejumbroso—. ¡No puede estar diciéndome que hay dos personas intentando acabar conmigo!

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Fen—, es un poco embarras de richesses[31]. Pero por otra parte… —dijo con gesto irritado—, en este dormitorio ha habido más gente que en la estación de metro de Picadilly en hora punta, y hay una posibilidad de que…

Adam lo interrumpió.

—Creo —dijo— que nuestra primera reconstrucción es la correcta. Al fin y al cabo, es muy improbable que Joan asesinara a Edwin Shorthouse. Admito que le desagradaba enormemente en casi todos los sentidos… ¿y a quién no?, pero el hombre no era específicamente una molestia para ella. Y si, como podría suponerse, la muerte de Edwin y lo que ha acontecido aquí esta tarde son hechos que guardan alguna relación…

Era el turno de Fen de interrumpir.

—Si guardan alguna relación. No estoy diciendo que estén relacionados, tenlo en cuenta. Pero supongo que es posible que Joan tenga algún motivo de resentimiento contra Elizabeth y que esto sea absolutamente independiente de lo otro.

Adam resopló.

—No, no, eso es absurdo.

—Por ejemplo, ¿no estaba enamorada de ti, Adam?

—Santo Dios, ¡no!

—Puede que no te hubieras dado cuenta de ello.

—No —dijo Elizabeth—. Pero yo desde luego me habría dado cuenta. Puede dar por descontado eso, profesor Fen.

Fen se detuvo a mirar con gesto sombrío por la ventana la implacable fachada de ladrillo del New Theatre.

—¿No se daría usted cuenta por casualidad de si la persona que la atacó llevaba guantes? —preguntó.

—Sí, los llevaba —dijo Elizabeth inmediatamente—. Completamente segura, sí.

Fen se acercó al armario y escudriñó cuidadosamente en el interior. Luego se metió dentro, cerrando la puerta tras de sí. Después de unos instantes, reapareció, desenmarañándose torpemente de los vestidos de Elizabeth y perjurando calladamente para sí mismo. Hizo como si examinara el suelo del armario, y luego se desanimó y abandonó la tarea. Echó un vistazo somero bajo las camas.

—Un amigo mío —dijo pensativamente— tiene los orinales de su casa ajustados con cajas de música que empiezan a funcionar cuando se levantan del suelo. Resulta muy embarazoso para sus invitados… Respecto a lo que podemos hacer ahora… —se rascó la cabeza, y semejante operación no mejoró precisamente la natural rebeldía de su pelo—, creo que realmente deberíamos investigar si alguien fue testigo de todas estas idas y venidas. Y tenemos que ver a Joan Davis. Si fue ella la que llamó a la puerta, bien pudo haberse cruzado con alguien cuando venía para acá.

—A estas horas estará en el ensayo —dijo Adam—. Y ahí es donde debería estar yo también.

Fen se encendió otro cigarrillo; evidentemente, estaba preocupado.

—Escúcheme, Elizabeth… —dijo—, hasta que todo este asunto se resuelva, no debe permanecer usted sola… en ningún momento. Lo mejor será que vayamos todos juntos al ensayo.

Comenzaron a abrigarse y a embutirse contra el frío.

—Por cierto —dijo Elizabeth—, no me habéis dicho qué tal os fue en vuestra visita a Amersham.

—Nada relevante. —Fen la puso al corriente de los escasos resultados obtenidos a partir de sus conversaciones con Charles Shorthouse y con Wilkes—. La cuestión se reduce simplemente a saber si, en este caso, Shorthouse es un verdadero excéntrico o si solo es un farol.

—Normalmente es excéntrico —señaló Adam.

—Sí. Pero sin duda sabe lo que ha ocurrido, y puede estar aprovechándose de ello. Después de todo, su relato es tan improbable que a primera vista nadie salvo un imbécil se lo habría inventado para defenderse… Bien, ¿estamos listos?

Cerraron la puerta y en el pasillo Fen se abalanzó sobre una camarera que pasaba.

—¿Y dónde ha estado usted toda la tarde, mozuela? —le preguntó, con severidad radamantina[32].

—¡Ooooh! —exclamó la camarera, alarmada. Era joven, de ojos saltones, y con el pelo pajizo y tieso—. Yo no he hecho nada, señor.

—No te he preguntado si has hecho algo —dijo Fen con vocecilla aflautada—. Lo único que quiero saber es si estuviste por aquí entre las cuatro y media y las cinco, esta misma tarde.

—No se habrá robado nada, ¿no, señor? —La muchacha permanecía boquiabierta y aterrada.

—¿Robado? —Fen pareció meditar profundamente para responder a aquella observación, y luego, considerando que el esfuerzo le resultaba excesivo, lo dejó por imposible—. ¿Viste o no viste a alguien entrar o salir de la habitación 72 entre las horas que te he dicho?

—Porque si eso, debería usted decírselo al director.

—¿Si eso qué? —dijo Fen desconcertado—. Esta chica es medio boba.

Al final lo que se sacó en claro de toda aquella larga y tediosa investigación fue prácticamente inútil. Al parecer, a las cuatro y media las camareras tenían la costumbre de reunirse en su saloncito para tomar un té; en consecuencia, ninguna de ellas había estado en el pasillo a esa hora, ni habían visto nada en el momento decisivo.

—Excepto Effie —añadió la víctima de sus interrogatorios después de una pausa para meditar la respuesta—. Tenía que llevar una bandeja a no sé quién. Pero como le digo, señor, si han birlado algo…

La insistencia recurrente y terca en aquellas consideraciones al final hartaron a Fen. Y se puso surrealista.

—Sí, han robado una tiara de diamantes —dijo con feroz severidad—. Y las instrucciones para construir una bomba atómica. Así que si acabamos reducidos a polvo molecular antes de que podamos recuperarlas, la culpa será tuya.

—Ay, señor —dijo la camarera—. Me está usted tomando el pelo.

—Bueno, espera y verás… —dijo Fen, advirtiéndola con el índice en la nariz—; tú espera y verás si te estoy tomando el pelo o no. —Y se alejó, con Adam y Elizabeth, en busca de Effie.

Pero en este punto tampoco tuvieron buena suerte; Effie no había visto a nadie, aparte de Joan Davis, ni cuando acudió a la habitación 72 con el té de Elizabeth, ni después. Fen estaba seguro de que el veneno no lo habían puesto en el té antes de que Effie lo llevara a la habitación y lo dejara allí.

—¡Diantres! —exclamó con gesto sombrío cuando llegaron al vestíbulo del hotel—. O, para plagiar una frase de mi ilustre colega en el Ministerio de Defensa, ¡qué me aspen! ¿Qué otras líneas de investigación tenemos? ¿Dónde están las habitaciones de otra gente relacionada con la ópera?

—La de Peacock está unas cuantas puertas más allá, en el mismo pasillo que nosotros —dijo Adam—. Y la de Joan está en el piso de arriba, y la de John Barfield en el de abajo, creo. Pero podemos mirar en recepción.

Fueron a recepción y comprobaron en el registro los nombres de los clientes y los números de habitación, que se señalaban al lado.

—Sí —dijo Adam—. Primer piso.

—Lo importante… —apuntó Fen— es que este registro, espeluznantemente informativo, nos permite asegurar que nadie tenía ninguna necesidad de preguntar cuál era vuestro número de habitación… Lo cual podría proporcionarnos alguna clave… Bueno, lo mejor será ir a ver al director y asegurarnos de que no retiran el té envenenado.

—¿Y no vamos a informar a la policía?

—Mudge seguramente estará en el teatro. Y si no, lo llamaremos desde allí. Ahora tenemos que averiguar dónde estuvieron nuestros variopintos sospechosos justo antes de las cinco.

—Eso deja fuera a Charles Shorthouse y la espinosa señora Thorn, ¿no?

—No, no opino así. Recuerda que nos entretuvimos alrededor de media hora en Wycombe para que repararan a Lily Christine, y que hay una ruta alternativa hacia Oxford por Amersham y Missenden y Aylesbury. Perfectamente pudieron llegar aquí antes que nosotros… Ridley —llamó al portero—, ¿conoces al señor Charles Shorthouse de vista?

Ridley, un hombre de cierta edad ya, delgado y de aspecto competente, vestido de azul marino con galones, se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Creo que no, señor. Al señor Edwin Shorthouse… sí.

Fen suspiró.

—¿Ves? Desde luego, el camarero que los atendió la pasada noche pudo haberlos visto entrar aquí esta tarde… Ridley, ¿el camarero que atendió el bar ayer por la noche después de las diez y media anda por aquí?

El portero consultó una especie de horario.

—McNeill. Me temo que no, señor. Hoy es su tarde libre. Estará en el cine.

—¡Ah, por mis patas de conejo…! —dijo Fen irritado—. Supongo que, en este caso, no hay nada que podamos hacer aquí de momento. Iré a ver un momento al director, y nos podremos marchar.