Capítulo tres

CAPÍTULO TRES

Adam y Elizabeth subieron a Oxford una desagradable y desapacible tarde de finales de enero. El cielo lucía tonos de un gris plomizo y el viento soplaba con gélidas punzadas. Adam, temeroso ante la posibilidad de coger una ronquera, iba envuelto en bufandas y abrigos, pero por fortuna el tren tenía una calefacción excelente. En la estación de Oxford cogieron un taxi y se dirigieron al hotel Mace & Sceptre, donde habían reservado una habitación. Adam esperó, fumando, mientras Elizabeth deshacía las maletas y colocaba sus cosas. Después, ambos bajaron al bar, donde tuvieron el placer de encontrarse con Joan Davis, dando sorbitos a un dry martini en una de las mesas de cristal.

Por ella supo Adam algunos detalles interesantes de la producción de Los maestros cantores de Núremberg.

Edwin Shorthouse iba a hacer de Sachs; los personajes de Walther y Eva iban a ser naturalmente para Adam y Joan; Fritz Adelheim, un joven alemán, tenía el papel de David, y John Barfield iba a ser Kothner.

—¿Y el director de orquesta, que se llama Peacock? —dijo Adam—. ¿Lo conoces?

—Pues claro, querido mío. Jovencísimo y absolutamente encantador. Esta es su primera gran oportunidad, así que tienes que olvidarte de lo que hiciste con Bruno y Tommy y cooperar como un buen chico.

—¿Pero es bueno por lo menos?

—Eso ya se verá. Pero no creo que Levi lo haya puesto ahí si no lo fuera. Levi tiene buen ojo para los directores de ópera.

—¿Quién produce?

—Daniel Rutherston.

—Tan melancólico como siempre, seguro. ¿Y Karl es el regidor?

—Sí. Está contentísimo. Ya sabes que es un fanático de Wagner. Por cierto —dijo Joan—, te aseguro que no me importa en absoluto volver a Wagner ahora que se ha levantado la prohibición de interpretar sus obras durante la guerra… y, de todos modos, ¿por qué demonios se prohibió?

—Es un axioma inamovible de alto nivel intelectual —le explicó Adam— que Wagner fue responsable del surgimiento del nazismo. Si quieres estar a la moda tienes que hacer suspicaces referencias a la nefasta influencia del Anillo[9] en la mentalidad teutona… aunque, dado que todo el ciclo operístico de los Nibelungos está destinado a demostrar que ni siquiera los dioses pueden romper un compromiso sin que todo el universo se derrumbe sobre sus cabezas, nunca he sido capaz de entender cómo pudo Hitler encontrar ahí un fundamento para sus ideas. Pero no me hagas caso en este asunto. Es uno de mis caballos de batalla. Has estado fuera, ¿no, Joan?

—En América. Haciendo La boheme y muriéndome de aburrimiento cinco veces a la semana. En realidad, estuve a punto de morirme de sobrealimentación. Deberías ir a América, Adam. Tienen buena comida.

Los tres pasaron una agradable velada juntos y se fueron pronto a la cama.

Los ensayos con piano comenzaron a la mañana siguiente a las diez. Adam y Joan fueron andando hasta la ópera, en Beaumont Street, bajo un pertinaz cielo ceniciento.

Aunque, en general, los ingleses no construyen teatros operísticos si pueden evitarlo —prefieren habitualmente otras ocupaciones más ingeniosas y ennoblecedoras, como Betty Grable[10] y los campos de fútbol—, Oxford ha proporcionado recientemente una excepción a esa regla. Está en la esquina de Beaumont Street con St. John Street, del lado del Worcester College, y se construyó con piedra de Headington. El vestíbulo resplandece con una discreta opulencia, enmoquetado en verde. Alrededor hay una serie de bustos de los grandes maestros del género, como Wagner, Verdi, Mozart, Gluck o Mussorgsky. Hay también un busto de Brahms… por razones no muy claras, aunque quizá sea un homenaje a su curioso y afortunadamente abortado proyecto de una ópera sobre una mina de oro en el Yukón. El aforo es relativamente pequeño, pero el escenario y el foso son perfectamente adecuados para la representación de las óperas más monumentales. La maquinaria de bambalinas está repleta de aparatos complejos y recursos, y en los almacenes aguarda todo un zoo de fauna mecánica. Los camerinos también son más lujosos de lo habitual; los dos pisos entre los que se distribuyen disfrutan incluso de un pequeño ascensor.

Sin embargo, Adam y Joan por el momento no conocían todas estas comodidades. Se dirigieron a la entrada de actores, y desde allí, guiados por un avejentado conserje, hasta una de las salas de ensayo.

La mayoría de los actores y cantantes ya habían llegado, y habían formado un grupo rodeando el piano de cola. Aparte del instrumento, y de una serie de sillas, casi todas fabricadas con tubo cromado, el sitio resultaba bastante desolador. La única concesión que se había hecho al decoro estético era una fotografía ladeada de Puccini, que recordaba notablemente al propietario de alguna heladería eduardiana.

A Adam le presentaron a Peacock, que resultó ser un hombre tímido y taciturno, de unos treinta años; iba vestido con pulcritud; era alto, delgado, y con una provisión de pelo rojo prematuramente escasa. A Adam le cayó bien desde aquel mismo instante. Entre otras personas presentes estaban Karl Wolzogen, un alemán pequeño y enjuto, poseedor de una vitalidad sobrenatural y milagrosa a pesar de sus setenta años; Caithness, al piano, un escocés arisco y lacónico; Edwin Shorthouse, exhalando con mustia nostalgia sus habituales vaharadas de la ginebra de la noche anterior; y John Barfield, que iba a cantar el Kothner. El resto del elenco, presente en el ensayo, no iba a estar directamente implicado en los acontecimientos de los quince días posteriores, así que no hay ninguna necesidad de mencionarlos aquí específicamente. Adam conocía a la mayoría de ellos, porque el número de cantantes de ópera no es muy elevado en Inglaterra, y con frecuencia trabajan juntos.

El ensayo transcurrió tal y como suelen transcurrir los ensayos, y resultó agradable descubrir que Peacock sabía qué se traía entre manos. Edwin Shorthouse asumió las directrices con una docilidad tan desacostumbrada que Adam no pudo menos que sospechar que algo tramaba. Estuvo inquieto, desde luego, todo el tiempo que duraron los ensayos. Una paciencia tan beatífica como la que estaba demostrando Shorthouse es rara en cualquier cantante, y en Shorthouse, tal y como lo veía Adam, era de todo punto antinatural. Así pues, no le sorprendió en absoluto que, al comenzar los ensayos orquestales, Edwin Shorthouse emprendiera una imperdonable campaña de obstaculización y bloqueo.

No obstante, las cosas discurrieron con bastante tranquilidad durante las primeras jornadas, y hasta el día del asesinato solo ocurrió un incidente que es preciso señalar. Los protagonistas fueron Shorthouse, Joan Davis y una joven llamada Judith Haynes.

Ocurrió un lunes por la noche. Aquella tarde habían empezado a ensayar directamente la última escena del acto tercero, y acabaron alrededor de las seis; y posteriormente, Joan Davis permaneció en la sala de ensayos con Peacock para trabajar algunos cabos sueltos de su papel. Aunque ellos no lo sabían, aún permanecían en el teatro otras dos personas: Shorthouse, que estaba bebiendo hasta hartarse en su camerino (no había estado sobrio en ningún momento a lo largo de toda la tarde, aunque, como siempre, había cantado grandiosamente), y Judith Haynes, una joven del coro, que se había quedado en camerinos con la idea de retocar un poco su traje, que le sentaba fatal.

A las siete, Peacock se fue, y Joan subió a su camerino para coger su abrigo y la bufanda. En el camerino del coro sorprendió a Shorthouse, completamente borracho, haciendo todo lo posible por quitarle la ropa a Judith Haynes, que estaba intentando zafarse de él con todas sus fuerzas pero sin mucha pericia. Joan —que en absoluto era una mujer endeble ni nerviosa— actuó con vigor y rapidez. Al caer, Shorthouse se golpeó en la cabeza con el canto de la puerta, y aquello contribuyó bastante a que se estuviera quieto. De hecho, se quedó allí tendido sin moverse.

—Bueno, pues esto ya está —dijo Joan con orgullo proletario, mirando la figura tendida boca abajo de Shorthouse. Se volvió hacia la muchacha, que estaba peleándose con los botones y los tirantes, con el rostro encendido, y vio que era esbelta, rubia y joven—. ¿Estás bien, querida?

—S… sí, gra… gracias… —contestó Judith entre titubeos—. Yo… yo… es decir, no sé qué habría hecho si no llega a venir usted. Yo… ¿No estará…?

—No, no… —le dijo Joan con un gesto tranquilizador—. Ronca como un cerdo: está bien vivo. Será mejor que te vayas a casa, ¿no te parece?

—Sí. Yo… yo no sé cómo agradecérselo. —Judith titubeó, y luego añadió apurada—: Por favor… por favor no se lo cuente a nadie, ¿de acuerdo? Me horrorizaría que alguien supiera…

Joan frunció el ceño ligeramente.

—Si no fuera ya un poco demasiado tarde para coger a un sustituto, haría todo lo posible para que le dieran la patada a Edwin y lo echaran de esta producción.

—No, no debe hacer eso… —Judith hablaba con una sorprendente vehemencia—. Me daría mucha vergüenza que la gente supiera que…

Joan, que era sobre todo una mujer práctica, se quedó momentáneamente perpleja.

—¿Vergüenza? Pero si tú no tienes culpa ninguna, niña. ¿Qué demonios…?

—Es solo que… oh, no sé. Pero, por favor… por favor, prométamelo.

Joan se encogió de hombros y sonrió.

—De acuerdo, si eso es lo que quieres, te lo prometo. ¿Dónde vives? Si no está demasiado lejos, te acompaño.

—Es usted muy amable, pero de verdad no tiene usted que molestarse…

—Bobadas —dijo Joan—. Me apetece mucho. Todavía falta media hora antes de que se me haga la hora de cenar.

Judith fue recobrándose poco a poco.

—¿Y qué… —dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia Shorthouse—, qué hacemos… con él?

—Lo dejaremos ahí —dijo Joan con divertida alegría—. Edwin, desgraciadamente, es una de esas personas que siempre se ponen bien. ¿Tienes ya el abrigo? Pues andando.

De camino a la residencia de Judith, en Clarendon Street, Joan supo algo más acerca de todo el asunto. Al parecer, Shorthouse había estado haciéndole algunas proposiciones lascivas desde que comenzaron los ensayos, y Judith, aunque lo rechazó, se había mostrado demasiado apocada ante la grandeza profesional de Shorthouse como para darle una respuesta firme y decidida. Además, había un joven —también en el coro— que tenía aspiraciones como compositor de ópera, y Judith había pensado que Shorthouse podría ayudarlo tal vez, o aconsejarlo.

—Yo lo aconsejaré, querida mía —dijo Joan—. Y Adam también lo hará, bajo pena de excomunión inmediata. Respecto a la ayuda… bueno, en realidad, el único medio de poder representar una ópera nueva es ser multimillonario.

Joan parecía muy pensativa mientras regresaba caminando al Mace & Sceptre. Edwin Shorthouse, sencillamente, estaba dirigiéndose hacia un naufragio del que ni siquiera su voz ni su talento lo salvarían. Era una lástima, pensó Joan, que no pudiera contribuir a arrojarlo contra los acantilados rocosos mediante el sencillo procedimiento de dar a conocer a todo el mundo lo que había ocurrido aquella noche. Pero una promesa era una promesa. Que al final se viera obligada a romperla… bueno, eso se debió a circunstancias que muy poca gente podría haber imaginado siquiera en aquellos momentos.