Capítulo dieciocho

CAPÍTULO DIECIOCHO

Por la tarde Fen visitó a un miembro del jurado y descubrió que las deliberaciones del grupo habían consistido casi exclusivamente en un monólogo del presidente. Era evidente que aquel hombre estaba como poseído por una especie de imperiosa malevolencia, contra la que sus estúpidos colegas no podían hacer nada. Por lo demás, resultaba evidente que el veredicto de asesinato había dependido mucho menos de las pruebas aportadas que de las conjeturas sensacionalistas de los periódicos; aunque, de todos modos, ningún miembro del jurado habría considerado aceptable un testimonio que declarara que Edwin Shorthouse era un hombre proclive al suicidio. Era razonable, pensó Fen; en todo momento aquella historia sobre el estado de ánimo proclive al suicidio había sido uno de los eslabones más débiles de la teoría que esgrimía la policía.

Fen decidió telefonear a Mudge y se enteró de que el presidente del jurado efectivamente había recibido una carta anónima. Sin embargo, la había quemado después de aprendérsela de memoria… y en ese punto el lenguaje de Mudge se tornó bastante escabroso. Fen compró un periódico vespertino de camino a casa, y vio que todos sus temores estaban bien fundados.

Después se sucedieron varios días de febriles idas y venidas. Los periodistas acosaban y molestaban a cualquiera que estuviera remotamente relacionado con la ópera, incluido Fen, quien, sin embargo, pudo librarse de todas las molestias reporteriles gracias a su talento para sugerir unas hipótesis tan escandalosas e increíbles que nadie se atrevió a imprimirlas. Mantuvieron a Elizabeth bajo estricta vigilancia. Adam llegó incluso a hacerse con un revólver, pero al final descubrió que además de resultar demasiado pesado para llevarlo encima, le formaba un abultamiento bastante escandaloso en el bolsillo; así que lo dejó en un cajón de su camerino y prácticamente enseguida se olvidó de él… No se percató de que alguien pasaba por allí en aquel momento, y de que vio lo que hacía y tomó nota de la existencia del arma. Al final se había confirmado que el té tenía aconitina, y Mudge andaba ajetreado de un lado para otro, embarcado en infructuosas indagaciones. Beatrix Thorn y el Maestro se instalaron en el hotel Mitre. Se dedujo al final que al menos ellos no podían haber sido los agresores de Elizabeth, pues había testigos que podían confirmar sin lugar a dudas que habían estado en casa durante todo aquel día. El viernes Judith Haynes y Boris Stapleton se casaron en el registro civil de Londres, con Adam, Joan y Elizabeth como testigos. La salud de Stapleton seguía deteriorándose. En medio de todo esto, comenzó el nuevo trimestre académico, y Fen tuvo que ocuparse de las clases y de los apuntes universitarios. Sin embargo, aun así encontró tiempo para acudir de vez en cuando a los ensayos de Los maestros cantores… y fue durante una de aquellas visitas cuando tuvo la oportunidad de hablar con Karl Wolzogen.

El buen hombre estaba descansando un poco de sus labores, que naturalmente se estaban haciendo cada vez más exigentes y abundantes a medida que se acercaba el día del estreno. Llevaba un par de pantalones de franela, bastante ajados, y una chaqueta de piel, de cuyo bolsillo superior salía un gran pañuelo de seda roja. Su carilla de gnomo era cetrina y muy arrugada, pero viva, y lucía una incipiente barba grisácea alrededor de la barbilla; cuando lo encontró Fen, estaba absorto en el ensayo, aunque en realidad en ese momento no estaba tomando parte activa en él.

—Este Peacock… —dijo— es un verdadero director wagneriano. Tiene el… wie ists genannt?,[41] la flexibilidad que Los maestros cantores exige y de la que Richter siempre careció. Los he visto a todos, y he trabajado con todos, ya sabe… Toscanini, Bülow, Richter, Nikisch, Mottl, Barbirolli, Beecham… con todos. Y conozco lo auténtico cuando lo veo, glauben Sie mir[42], Este Peacock es bueno.

Fen lo observó con interés.

—Es usted un ferviente wagneriano —dijo.

Aber natürlich[43] —Karl siempre recaía un poco en su lengua natal cuando hablaba con alguien que podía entenderlo—. Mi vida ha sido la ópera… y Wagner en particular, selbstverständlich[44]. Si mi padre se hubiera podido permitir el dispendio de darme una educación musical, yo mismo habría sido director de orquesta. Pero empecé a estudiar demasiado tarde. Así que siempre he sido regidor, o productor, o chico de los recados. En la ópera de Weimar, cuando tenía dieciséis años, era chico de los recados… Después de aquello estuve en muchas óperas alemanas, y, durante un tiempo, también en América. Cuando salieron los nazis, yo ya era demasiado viejo para sus ideas, y me pareció fatal que a aquellos idiotas pudieran gustarles Los maestros cantores… Habría preferido que prohibieran sus representaciones. Así que vine a trabajar aquí, y luego vino la guerra, y estos otros idiotas dijeron: «Como a Hitler le gustaba mucho Wagner, prohibiremos a Wagner en Inglaterra». Hitler también adoraba a vuestro Edgar Wallace[45] y sus historias violentas, y nadie dijo que no se pudiera leer… Ahora las cosas están mejor, y pronto regresaré a mi país. Pero allí todavía está prohibido Wagner, y antes de morir debo oír sus siete grandes óperas al menos otra vez. Así que de momento me quedaré en Inglaterra… —Durante un buen rato se quedó pensando, y luego dijo, con un tono de voz ligeramente alterado—: Usted, señor… ¿no estaba usted investigando la muerte de ese hombre?

Fen se encogió de hombros.

—Estaba.

—Ware es nicht besser[46]

—¿… que no se descubriera al asesino? A primera vista, sí. Pero nadie tiene el derecho de tasar el valor de una vida humana. Todas deben tener el mismo valor, o no tener ninguno. La muerte de Jesús y la muerte de Sócrates —añadió Fen con voz cortante— nos advierten que nuestros procesos judiciales no son en absoluto infalibles… Y el mal del nazismo reside precisamente en eso: en que un grupo de hombres comenzaron a establecer diferencias entre sus semejantes, y a actuar en consecuencia. No es un modo de pensar que, a mí al menos, me gustaría promover.

Karl se quedó callado durante algunos instantes antes de contestar.

Veilleicht haben Sie recht[47] —dijo al final—. Pero me alegro de que esté muerto. —Su voz se fue apagando hasta convertirse en un susurro—. Me alegro de que ese tipo esté muerto…

El ensayo general con vestuario del acto primero era el sábado; los actos segundo y tercero tendrían lugar el domingo. Se habían llevado a cabo milagros de arte y laboriosidad hasta ese día, y cualquier preocupación que pudiera haberse suscitado por la tardía sustitución del nuevo Sachs ya había quedado disipada. Fen asistió al ensayo del acto segundo con Elizabeth. Cuando terminó, a las seis y media de la tarde, Adam se reunió con ellos.

—Ahí vamos, poco a poco… —dijo con alegría—. Mañana debería salir perfecto.

—Tendréis una buena taquilla —dijo Fen en tono amigable—, aunque solo sea por la notoriedad de la pobre Joan.

—Estamos llenos para todas las representaciones —le dijo Adam—. Los morbosos desde luego no son el tipo de audiencia que nosotros querríamos, pero sin duda su dinero le alegrará la vida a Levi tanto como el de cualquiera.

—¿Cómo se lo está tomando Joan? —preguntó Fen—. No he hablado con ella desde hace un par de días.

—Bastante estoicamente, creo. Estos últimos días no ha sido tan duro… Supongo que la policía no la acusará de nada.

—No tienen suficientes pruebas… aunque creo que todavía consideran que la droga y el ahorcamiento no guardan ninguna relación.

—¿Y sí tienen relación?

—Creo que sí: la carta anónima que enviaron al presidente del jurado sugiere que sí… pero desafortunadamente yo no tengo manera de demostrarlo. Pudiera ser, naturalmente, que hubieran enviado esa carta anónima por simple maldad y deseo de hacerle daño a Joan, pero aún no he encontrado a nadie a quien le caiga mal Joan… Por cierto, ¿qué viene ahora?

—La escena primera del último acto —dijo Adam—. Vamos un poco retrasados respecto al horario, así que vamos a dejar la escena segunda para mañana por la mañana. Al coro ya se le ha dicho que pueden irse a casa.

—Me pregunto —dijo Fen pensativamente— si tendría tiempo para tomar una copa…

—Le diré qué vamos a hacer —dijo Elizabeth, mientras revolvía en su bolso en busca de una libreta y un lápiz—. Aprovecharemos esta oportunidad para hacer mi entrevista. ¿Le parece?

—De acuerdo, absolutamente —dijo Fen, encantado ante la propuesta. Se quedó pensando un poco—. La época de mis grandes éxitos —comenzó—, se puede decir, hablando en términos generales, abarca desde la época en la que por vez primera me interesé en la investigación hasta el día de hoy, cuando me veo involucrado en el caso más desconcertante y complejo que jamás he…

Pero en ese momento, para su disgusto, fue interrumpido por Judith Haynes, que venía corriendo por el pasillo y dijo:

—No habrán visto a Boris por alguna parte, ¿no?

Era evidente que la muchacha estaba preocupada. En aquella penumbra apenas pudieron ver la expresión de su rostro, pero la voz denotaba alarma, y la mano que apoyó en el respaldo de un asiento temblaba claramente.

—No, no lo he visto —dijo Elizabeth—. Es decir, durante la última media hora. Creí que estaba contigo.

—Lo estaba, hasta hace unos minutos. Pero ahora no puedo encontrarlo por ninguna parte.

—A lo mejor se ha ido a casa.

—Él no habría hecho eso —dijo Judith. Los focos se encendieron entonces y formaron un halo en torno a su pelo rubio—. Al menos, no sin decírmelo.

—Pero… —dijo Elizabeth dulcemente— seguro que no hay nada por lo que preocuparse.

—No se sentía nada bien. Se ha ido poniendo cada vez peor esta tarde… ¡Por favor, ayúdenme!

Estaban tan a punto de saltársele las lágrimas que no hubo posibilidad alguna de negarse a la solicitud. Fen y Adam se separaron para buscar a Boris por todo el teatro. Diez minutos después se encontraron a los pies de la escalera metálica que partía del pasillo de los camerinos del segundo piso y salía al tejado, a través de una trampilla situada en el techo. Adam llevaba en ese momento un gran abrigo sobre el jubón y las calzas verdes que utilizaba para encarnar a un caballero de la Franconia en el siglo dieciséis.

—¿Quién eres? —dijo Fen—. No te distingo de Adam. —Y se echó a reír alegremente; Adam no le hizo caso.

—Ni rastro —le dijo, en vez de reírse—. Creo que se habrá ido. Obviamente, si se encontraba fatal, eso será lo que habrá hecho.

—Sí, seguramente… —dijo Fen, otra vez en tono serio—. Pero al mismo tiempo, estoy de acuerdo con la muchacha: casi con total seguridad, si hubiera tenido la intención de marcharse, se lo habría dicho.

—Bueno, no pensarás que lo han secuestrado, ¿no?

—No sabría qué decirte… Es simplemente que no me gusta el aspecto que tiene ese «malestar», sobre todo porque parece que ha habido alguien rondando por ahí con toda una farmacopea de venenos en su bolsillo… Ven: echemos un vistazo al tejado.

—¿Tienes una linterna? Ya debe de estar muy oscuro ahí fuera, y no me apetece caerme por el alero.

Fen se palpó el bolsillo de su gabardina, y después de sacar sucesivamente un pañuelo mugriento, un paquete de cigarrillos medio vacío, una copia de la Imitación de Cristo y un pequeño oso de lana llamado Thomas Shadwell[48], encontró la linterna.

En el exterior hacía un frío mortal; Adam se estremeció y se levantó el cuello del abrigo. No se veían las estrellas, y la luna aún no había salido, pero abajo, en la calle, frente a una farola, pudieron ver la fachada del teatro en Beaumont Street, y un poco más allá, a la izquierda, la luz del vestíbulo del Randolph Hotel, parpadeando rápidamente y quedándose quieta de nuevo cuando alguien entraba por las puertas giratorias. Los pasos de un viandante solitario cruzando por St. John Street se oyeron milagrosamente claros y fuertes. Adam, que odiaba las alturas, notó una leve pero inevitable náusea; el descubrimiento que hicieron poco después, sin embargo, fue suficiente para que se olvidara de todo lo que le había preocupado hasta ese momento.

Boris Stapleton yacía boca abajo, allí, en el tejado, aproximadamente a medio camino entre la claraboya que se abría en el techo del camerino de Edwin Shorthouse y la pequeña caseta (la puerta crujió lúgubre y lastimera con el viento) que albergaba la maquinaria del ascensor. Adam no necesitó que nadie le dijera que Boris estaba muerto, aunque no había señales de violencia en el cuerpo, salvo por las leves erosiones que se había producido al caer en el tejado. Había restos de vómitos a su alrededor. El rostro apuesto del joven, cuando le dieron la vuelta al cadáver, no revelaba absolutamente nada, salvo un leve rictus de asombro.