Capítulo dos
CAPÍTULO DOS
Aquel matrimonio no habría merecido más consideración que otro cualquiera de no haber sido por un tercer elemento implicado en la relación de modo colateral.
Edwin Shorthouse estaba interpretando a Ochs en El Caballero de la Rosa. Como Adam, también Shorthouse había conocido a Elizabeth durante los ensayos. Y también él se había enamorado de la joven novelista.
«Enamorarse», en este caso concreto, es fundamentalmente un eufemismo para evitar la expresión «excitación sexual». En opinión de la mayoría de la gente, las aventuras de Edwin Shorthouse con las mujeres nunca habían superado ese nivel. Aquellos métodos representaban, en realidad, un intento anacrónico de recuperar el antiguo derecho de pernada, y su semejanza con el grosero y vulgar libertino de la ópera de Strauss era tan evidente que en los círculos operísticos casi resultaba sorprendente que su interpretación de ese papel fuera tan mala. Probablemente él mismo era consciente del incómodo parecido con Ochs, y se daba cuenta de que la elemental estupidez de la creación de Hofmannsthal no era más que una reflexión sobre su propia manera de vivir. De todos modos, la susceptibilidad no era la característica principal de Edwin Shorthouse, y es más probable que su aversión al papel fuera instintiva.
Puede que hubiera existido algo más que mera lujuria en su actitud hacia Elizabeth. De lo contrario, desde luego, sería difícil explicar la feroz malevolencia que despertó en Edwin Shorthouse el matrimonio de Elizabeth y Adam. Joan Davis era de la opinión de que lo que había resultado herido principalmente era su vanidad. Por una parte, estaba Edwin —decía Joan—: grosero, viejo, inútil, engreído, y casi siempre borracho; y por otro lado, estaba Adam. La elección, salvo para el propio Shorthouse, debería considerarse una obviedad; para él, sin ninguna duda, la elección había sido una dolorosa bofetada.
—Pero no os preocupéis, queridos míos —añadía Joan—. El único interés de Edwin es la mujer en términos generales y platónicos… no le interesa ninguna mujer en particular. En cuanto aparezca por ahí otra muchacha con buena planta (y el mundo está lleno de ellas), olvidará su berrinche.
La propia Elizabeth sugirió que la frustración podía ser la causa del furibundo reconcomio de Shorthouse. No había coincidido mucho con él en los ensayos, aunque siempre que se habían encontrado, se había mostrado muy atento.
—Ya me di cuenta de eso —dijo Joan—. Siempre te estaba «desnudando con la mirada», como suele decirse.
Elizabeth admitió que así era. Pero añadió que no le había resultado especialmente difícil sobrellevar aquella actitud hasta la noche en la que Shorthouse se había empeñado en trasladar sus imaginativas y cariñosas ensoñaciones al mundo real.
—Naturalmente —concluyó Elizabeth con tímida coquetería—, en ningún momento le di esperanzas… Así que, como te digo, lo que le pasa es que está frustrado. Eso es lo que le pasa.
Adam, sin embargo, tenía otra teoría. En su opinión, Shorthouse estaba realmente enamorado; en el seno de su opulento y poco atractivo universo —mantenía Adam— ardía la llama que había destruido Troya y que mantuvo a Marco Antonio encadenado dulcemente junto al Nilo.
—En otras palabras, l’amour —dijo Adam—. Más sensual que espiritual, lo reconozco, pero, de todos modos, es lo que es.
En definitiva, aquello parecía no tener una solución plenamente satisfactoria. Durante un tiempo contemplaron la situación sin ninguna emoción particular, más que con cierta curiosidad. Al final, sin embargo, la relación se convirtió en un engorro, y en consecuencia, adquirió tintes muy desagradables. Adam se veía obligado a estar con frecuencia con Shorthouse, y hay pocas cosas más enojosas que una actitud que no consiste más que en comentarios insidiosos y desaires: una actitud francamente desconcertante en este caso, por el odio real que dejaba traslucir. En los primeros días del noviazgo, además, Adam se percató de que se estaban difundiendo entre sus amistades distintos rumores, tan casuales como maliciosos, y en un caso concreto encontraron una acogida tan decidida que, sin explicación ninguna, una familia con la que había mantenido una magnífica relación durante años dejó de hablarle. En su inocencia, Adam no relacionó al principio a Shorthouse con aquella desagradable circunstancia, y fue preciso un comentario casual para que se diera cuenta de lo que había ocurrido en realidad. Pero incluso entonces Adam se controló y apechugó con ello como si nada hubiera ocurrido. Adam respetaba su trabajo y, si podía, estaba decidido a evitar cualquier complicación desatando una trifulca con Shorthouse.
La luna de miel, que fue después de la producción de El Caballero de la Rosa, le dio un respiro, y cuando él y Elizabeth regresaron de Suiza para instalarse en Tunbridge Wells, estuvieron demasiado ocupados organizando su ménage doméstico como para preocuparse de nada más. Confiaban en que Shorthouse ya se hubiera calmado para entonces; y afortunadamente, sus respectivos compromisos mantuvieron a los dos hombres separados hasta noviembre, cuando ambos fueron contratados para un Don Pasquale[7]. Adam fue al primer ensayo con alguna preocupación, y regresó absolutamente perplejo.
—¿Y bien? —le preguntó Elizabeth mientras le ayudaba a quitarse el abrigo.
—La respuesta es afirmativa. Da la impresión de que Edwin está curado. De todos modos… —Adam, que acababa de quitarse el sombrero, se lo volvió a poner—. De todos modos…
—Querido, ¿qué haces? ¿Estaba amable? No parece que estés muy seguro al respecto. —Entraron en el salón, donde ardía un fuego enorme en la chimenea, y Elizabeth le sirvió un sherry.
—Estaba amable —explicó Adam—, pero de un modo excesivo… abrumador. No me gusta. Antaño, la idea de amistad que tenía Edwin se limitaba a darle la murga a uno con sus historias, con anécdotas ridículas sobre su vida laboral. Ya no lo hace… al menos conmigo.
—A lo mejor está avergonzado.
—Improbable.
—No veo por qué no. Ese hombre no puede estar desprovisto de todo rasgo de humanidad. Seguramente incluso tiene madre.
—Hasta Heliogábalo tenía madre. Todos tenemos madres… Lo que quiero decir es que hay algo artificial en este cambio de actitud que se ha producido en Edwin, algo que me resulta decididamente falso.
—Aun así, yo diría que eso es mejor que una guerra abierta.
—No sé —dijo Adam con tristeza—. No estoy en absoluto seguro de eso. Si quieres saber mi opinión, tanta amabilidad me recuerda al beso de Judas.
—No te pongas melodramático, querido, y, sobre todo, no derrames el sherry en la alfombra.
—No me estaba dando cuenta… —dijo Adam.
—En cualquier caso —dijo Elizabeth—, si Edwin te hubiera traicionado, no sé a qué sumo sacerdote podría entregarte.
—A Levi, quizá.
—En lo único que se parece Levi al sumo sacerdote del sanedrín judío es en la raza. Y, además, tiene tantas ganas de librarse de Edwin como tú.
—Ahí sí que tienes toda la razón, desde luego —dijo Adam frunciendo el ceño—. Bueno, ya veremos en qué queda todo esto… ¿Algo nuevo por aquí?
—Un encargo para mí, querido, y uno ciertamente jugoso. En el correo de la tarde.
—¿Ah, sí? Felicidades. ¿Una nueva novela?
—No. Una serie de entrevistas para un dominical.
—Entrevistas a quién.
—A detectives privados.
—¿Detectives? —dijo Adam sorprendido.
Elizabeth le dio un beso, con un gesto un poco ausente, en la punta de la nariz.
—Aún no me conoces bien, precioso mío. ¿Es que no sabes que mis primeros libros fueron trabajos de criminología popular? Pensaba que todo el mundo estaba al tanto de que yo sabía un poco sobre el tema.
—¿Y sabes?
—Pues sí: sé —dijo Elizabeth—. Por desgracia, ese trabajo implica andar bastante de pingo por ahí, y tendré que empollarme el Quién es quién, y escribir un montón de aburridísimas cartas mañana por la mañana. ¿Conoces a algún detective privado?
—A uno… —Adam lo dijo entre titubeos—. Es un hombre llamado Fen.
—Ya me acuerdo. Estuvo mezclado en algún lío relacionado con una juguetería, antes de la guerra, ¿no? ¿Dónde vive?
—En Oxford. Es profesor de inglés allí.
—Tienes que hacerme una carta de presentación.
—Es un tipo impredecible —dijo Adam—, en ciertos aspectos. ¿Te urgen mucho esos artículos?
—No especialmente.
—Bien —dijo Adam—, resulta que hay una producción de Los maestros cantores de Núremberg[8] en Oxford a principios del próximo año. Si te viene bien, iremos a verlo entonces.
* * *
Los ensayos del Don Pasquale transcurrieron sin incidentes. Shorthouse, aunque efectivamente no buscaba la compañía de Adam, mantuvo aquella nueva y extraña afabilidad en cualesquiera circunstancias en que los encuentros resultaban inevitables. Y hubo un momento en que incluso llegó a disculparse por su comportamiento anterior.
Ocurrió inmediatamente después de la segunda función. Adam se había entretenido durante unos minutos en bastidores discutiendo con el productor algunos problemillas sin importancia que habían surgido durante la velada, y al entrar en su camerino se llevó la sorpresa de encontrase allí a Shorthouse, olisqueando —o tal vez a punto de robarle— un frasco medio lleno de crema desmaquilladora. En todo caso, la volvió a dejar apresuradamente en su lugar cuando Adam apareció. Iba ataviado con una enorme bata y todavía iba empolvado, maquillado y empelucado para la parte principal de la ópera, y Adam imaginó que se había quedado sin crema desmaquilladora y, como los camerinos estaban pegados, había decidido que ese era el modo más sencillo de volver a llenar su bote. Sin embargo, enseguida resultó evidente que en aquella visita la crema debía de ser, como mucho, solo una excusa.
—Langley… —dijo, y la atmósfera de inmediato adquirió hedores de ginebra—. Me temo que no tienes razón alguna para apreciarme. El hecho es que… no me he portado muy bien con lo de tu matrimonio.
Adam, incomodísimo en aquella situación, dejó escapar solo un turbio gruñido. Al parecer, aquello animó a continuar a Shorthouse, porque añadió con bastante más confianza:
—He venido aquí esta noche para disculparme. Para disculparme… —repitió, notando tal vez una cierta vacuidad en su afirmación inicial—, por mi intolerable comportamiento… —añadió a modo de explicación tras pensárselo un poco.
—Olvídalo… —farfulló Adam—. Por favor, no le des mayor importancia. De verdad, me alegro…
—¿Podemos ser amigos?
—¿Amigos? —dijo Adam sin ningún entusiasmo—. Sí, claro…
—Es muy generoso por tu parte tomártelo tan bien.
—No te preocupes —repitió Adam.
Se hizo un silencio. Shorthouse se apoyó sucesivamente en un pie y luego en el otro. Adam se quitó la peluca y la colgó con innecesaria pulcritud en el respaldo de una silla.
—Buena entrada esta noche —dijo Shorthouse.
—Sí, muy buena. Parece que están disfrutando mucho. Se ríen —Adam señaló al exterior—, bastante.
—Claro, es una obra brillante.
—Brillante.
—Pero supongo que desde tu punto de vista… es decir, que hay mejores papeles que el de Ernesto.
—Ah, no sé… Tengo el Cercherò lontana terra en el segundo acto.
—Sí, claro, tienes eso… En fin —dijo Shorthouse—, iré a ver si me quito un poco esta porquería de la cara.
—¿No tienes crema? Me pareció ver que…
—No, no, muchas gracias. Solo estaba mirando a ver qué marca utilizabas tú. Bueno, ya nos veremos mañana.
—Sí —dijo Adam con un gesto que dejaba traslucir cierta resignación inevitable—. Mañana te veo.
Y Shorthouse salió tambaleante del camerino. Cuando desapareció de su vista, Adam dejó escapar un suspiro de inefable alivio. Mientras se cambiaba, meditó detenidamente sobre la repentina regeneración moral de Shorthouse. Continuó pensando en ello durante el camino de regreso a Tunbridge Wells. Y cuando llegó a casa, le contó los acontecimientos del día a Elizabeth.
—¿Crema para desmaquillarse? —dijo Elizabeth con indignación—. ¿Estaba intentando birlarte la crema nueva que te compré yo?
—No… —le dijo Adam—. Era la vieja. La tuya todavía estaba en el bolsillo de mi abrigo. De todos modos… cerraré con llave mi camerino de ahora en adelante.
—Bueno, entonces, ¿todo este ridículo asunto se ha terminado ya?
—Supongo. Pero ¿sabes una cosa, querida? Todavía no confío en ese hombre. Es muy capaz de interpretar al Tartufo si le conviene a su papel. Estoy seguro de que… llegado el momento… sería capaz de cometer un asesinato.
Adam dijo aquello un poco a la ligera. Pero no tardaría mucho en descubrir que no solo Edwin Shorthouse era capaz de cometer un crimen.