Capítulo veintiuno

CAPÍTULO VEINTIUNO

Beatrix Thorn y el Maestro estaban sentados en el salón del hotel Mitre.

—Maestro, le va a sentar mal beber tanta cerveza.

—Beberé toda la cerveza que me apetezca, Beatrix.

—Desde luego. Pero no debería socavar su salud.

—Mi salud está socavada desde hace años, Beatrix.

—En ese caso, deberíamos tener cuidado de que no se derrumbe del todo.

—Cuando me derrumbe, me derrumbaré, y punto final. —Pero usted tiene un deber para con la posteridad.

—La posteridad nunca ha hecho nada por mí… Me pregunto por qué Wilkes nos habrá hecho esa petición tan rara. —Me resulta un poco siniestro.

—Sin duda tendrá sus razones. Estoy pensando, Beatrix, en comprarme un pequeño coche deportivo.

—Mejor no. El ruido le resultaría insoportable.

—Pero a mí me gusta el ruido. Parece que no entiendes que a mí me gusta el ruido.

—Tonterías, maestro.

—No son tonterías. Y si quiero un pequeño coche deportivo, me lo compraré.

—Claro, claro, si insiste… Pero déjeme explicarle cuáles son las desventajas.

—No, no.

—En primer lugar…

—Le he pedido que se calle, Beatrix. Estoy intentando encontrar una escena inicial para mi nueva ópera.

—Lo único que quería decir es que…

—¡Cállate, por Dios! ¿Cómo voy a concentrarme si no haces más que hablarme de coches?

—Muy bien, maestro.

—¿Qué has dicho?

—Que muy bien.

—Ah.

En Carfax, Karl Wolzogen subió a un autobús que lo llevó a Headington. Desde allí fue caminando hacia Wheatley. Karl Wolzogen componía una figura pequeña, delgada, encorvada, que avanzaba penosamente con las manos clavadas en los bolsillos de un desastrado abrigo en busca de un poco de calor. Había llevado ese abrigo durante tanto tiempo que ya había olvidado completamente cuándo y dónde lo había comprado. En algún sitio de Alemania o de Austria, seguramente. Se detuvo para observar detenidamente la presilla manchada de grasa en una de las mangas. Friedrich Jensen, Wettinerstrasse 83D, Dresde. Ahora se acordaba… recordaba también a aquella muchacha que vivía en la Wettinerstrasse, una chica morena, tal vez una nachgedunkelte Schrumpfgermane[53], o a lo mejor era de sangre judía. Si este era el caso, ¿qué habría sido de ella? No valía para la ópera. «Das alles ist altmodisch», le había dicho. Pero al fin y al cabo él también estaba pasado de moda. A medida que iba envejeciendo vivía más y más en el pasado. Eso significaba que el final no estaba lejos, y ya estaba lo suficientemente cansado de vivir como para que morir le resultara indiferente. El mundo le había dado todo lo que podía desear, salvo por el pequeño inconveniente de la soledad, que era la única recompensa que había obtenido por su exclusiva dedicación a la música. Tenía suficientes motivos para estar contento.

Un obrero que se cruzó con él le deseó buenas tardes, y le lanzó una mirada, con descarada curiosidad, cuando él le contestó. «Desconfían de nosotros», pensó. «Desconfían de los alemanes, y no podemos reprochárselo. Pero no se dan cuenta de que nosotros también desconfiamos de ellos. Dresde está en ruinas…»[54]. El teatro de la ópera ya no existe; ya no hay refugio para los espíritus de Weber, Wagner y Strauss. Bueno, Strauss estaba vivo. Vivía en Garmisch. Lo habían operado. Tal vez recibiría alguna visita de alguien con los mismos antecedentes, con los mismos recuerdos que él… ¿Habría todavía palomas en la Brühlsche Terrasse? Aquellos enormes y gruesos mástiles negros, con sus esvásticas doradas, ya los habrían quitado… Bueno, no se perdía nada. Un chocolate caliente en un restaurante del Neu Markt, y Frieda escuchando con un silencio insolente mientras él hablaba de ópera. Una noche había aceptado irse con él a la cama. Él había estado torpe, había sido un fiasco, pero todo aquello poco importaba ya, igual que aquellos tres años de hambruna de muerte tras el hundimiento. Ahora tendría suficiente comida hasta que se muriera…

«Edwin Shorthouse está muerto», pensó. «Los pedazos desmembrados de su cadáver están colocados más o menos aparentemente en su maldito ataúd. Ya no causará más problemas, y eso es bueno, y justo, y necesario».

Judith Stapleton giró la esquina de la New Bodleian y empezó a bajar por Parks Road. Un hombre la seguía a una discreta distancia. Ella caminaba lentamente, con los hombros encogidos y con los ojos hinchados de tanto llorar. Al final llegó al Radcliffe Science Building, y subió las escaleras hasta la biblioteca. El bibliotecario levantó la mirada cuando ella entró.

—¿Puedo consultar una cosa en esta biblioteca? —preguntó.

—¿Es usted estudiante de ciencias?

—No.

—En ese caso, solo puedo darle permiso si es usted licenciada.

—Soy licenciada —mintió Judith.

—Ya. ¿Puede apuntar aquí en este libro de registro su nombre, su titulación y el college al que pertenece?

Judith escribió: «Ann Matthews, Lic. Fil. y Letras., St. Hilda».

—¿Me puede decir dónde está la sección de medicina forense? —dijo.

—Todo recto, segunda sección a la derecha.

—Gracias.

En la biblioteca había muy pocas personas. Judith sacó una enciclopedia común y se sentó en una mesa, y buscó el artículo correspondiente a «Envenenamiento alimenticio». Dedicó algún tiempo a aquella labor, pero sin obtener ninguna información satisfactoria al parecer. Aburrida, fue pasando páginas hasta que le llamaron la atención unas palabras en la entrada de «Arsénico»:

Se produce una progresiva merma y pérdida de sustancia muscular, debido a la malnutrición y a la fatiga mental y física. La lengua presenta habitualmente saburra, o puede estar enrojecida e irritada. Con frecuencia se da irritación bucofaríngea que ocasiona constantes carraspeos y laringitis. Los ojos muestran lagrimeo persistente y acuosidad, la conjuntiva se enrojece y desarrolla escozor, y los párpados pueden presentar hinchazón.

La irritabilidad gástrica, con ataques de vómito y diarreas, es común y frecuente, y habitualmente también se manifiesta una pérdida de apetito y repugnancia ante los alimentos. […] Se puede observar en ocasiones irritación cutánea con eccemas, disfunciones de la pigmentación, así como queratosis en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. En ocasiones podrá apreciarse una marca blanquecina en las uñas de manos y pies.

Los síntomas nerviosos pueden ser agudos o pueden desarrollarse solo muy levemente. El entumecimiento y el hormigueo en manos y pies, acompañado de dolor, así como el dolor en la musculatura son los primeros indicios. Estos síntomas de neuralgias periféricas preceden a cierta atrofia muscular y a una paresis o parálisis.

Tras unos instantes de estupefacción, Judith volvió al capítulo de «Métodos de administración de…». El hombre que la había seguido bajando por Parles Road, y que había empleado algunos minutos en examinar el registro bibliotecario antes de entrar en la sala, se situó a su espalda para coger un libro de las estanterías que había detrás de Judith. Pero no levantó la mirada y no lo vio.

Boris Stapleton permanecía tendido de espaldas, desnudo, en la mesa del laboratorio. De una enorme hendidura en su abdomen, un médico joven, con unos guantes de goma en las manos, estaba extrayendo con mimo el estómago y los intestinos. Había en la sala un fuerte olor a éter, pero era insuficiente para mitigar el hedor del cuerpo abierto.

—Dios bendito… —dijo el joven doctor—, cómo apestan estos cadáveres…

Un hombre mayor, que estaba trabajando en la mesa de al lado, frunció el ceño.

—Por el amor de Dios —exclamó—, recuerda que ese pobre diablo estaba tan vivo como tú hace solo veinticuatro horas.

—¡Ah! —contestó el joven—. Pueden pasar un montón de cosas en veinticuatro horas. —Realizó la última incisión—. Ya está. ¿Qué hacemos: la prueba de Marsh o el Reinsch?

* * *

Alrededor de las cinco, el portero del hotel le llevó a Adam una nota que un muchacho pequeño y mugriento acababa de dejar en recepción.

Reúnase conmigo en cuanto pueda, en casa de Judith. Primer piso, segundo a la derecha. Es urgente.

Eso decía. Venía firmada con las letras «G. E». Adam no se detuvo a pensar que desconocía la caligrafía de Gervase Fen y que nunca había visto siquiera una muestra de su escritura. No supo qué hacer de momento, y al final optó por subir a su habitación. Elizabeth le abrió la puerta. Vio que había estado llorando.

—Solo vengo a decirte —dijo con cierto embarazo— que tengo que irme: voy a reunirme con Fen en casa de Judith. Después iré directamente al teatro.

—Ya.

—Irás al estreno, ¿no?

—No lo sé.

—Si vas, pásate por mi camerino después… Elizabeth, lo siento.

Ella no dijo nada. Al final, él se volvió y abandonó la habitación.