Capítulo cuatro
CAPÍTULO CUATRO
Por fin comenzaron los ensayos orquestales, y con ellos, los problemas.
Adam resopló entre suspiros, sacó un paquete de chicles Spearmint, y se metió parte de su contenido en la boca. Su mirada, vagando por la platea, fue a detenerse en John Barfield, que estaba tumbado en una de las butacas de la primera fila, engullendo un bocadillo de jamón y llenándose de migas la pechera del chaleco. El movimiento rápido y rítmico de sus mandíbulas no resultaba especialmente arrebatador. Adam lo observó fijamente hasta que Barfield levantó la mirada de repente y se topó con la suya; luego se volvió, con cierta dignidad, y se dispuso a considerar lo que estaba sucediendo en el escenario.
O, más bien, lo que no estaba sucediendo.
«Es extraordinario», pensó Adam, «que Edwin encuentre fallos incluso cuando está él solo en escena, cantando un monólogo». Las razones de aquella interrupción se le habían pasado por alto a Adam al principio, pero a juzgar por la logomaquia que estaba teniendo lugar en aquel momento en el escenario, era evidente que tenía alguna relación con el tempo musical.
—Naturalmente, difiero absolutamente de usted, señor Peacock —estaba diciendo Shorthouse sin un ápice de consideración hacia nadie, pasando por delante de las candilejas—. Es simplemente que no estoy acostumbrado a un fuerte accelerando en ese punto, y me parece a mí que la dignidad de Sachs queda bastante empañada con ese efecto.
George Peacock jugueteó nervioso con su batuta, y parecía apurado. Y ya podía estarlo, pensó Adam: ensayar Los maestros cantores de Núremberg con Edwin Shorthouse en el elenco había sacado de sus casillas a muchos otros directores, más veteranos y más experimentados que él. De verdad que era una lástima: Peacock era un joven muy capaz; aquella producción desde luego sería importante en su carrera y, tras cuatro semanas de refunfuños a cargo de Edwin Shorthouse, no sería difícil que el espectáculo se acabara convirtiendo en un completo embrollo. En fin —Adam echó un vistazo a su reloj—, ya se estaba haciendo la hora: aún tenían que ensayar el tercer acto aquella tarde.
—Por el amor de Dios —le susurró a Joan Davis—, ¿por qué Edwin no podrá cerrar el pico durante diez minutos seguidos?
Joan asintió repetidamente.
—Una expresión no excesivamente fina —contestó—, pero difícilmente podría estar más de acuerdo contigo. Lo siento mucho por ese muchacho. La verdad es que es una lástima muy grande que dé la casualidad de que Edwin sea tan bueno.
—No habría durado ni cinco minutos si no lo fuera —dijo Adam—. Y estoy inclinado a pensar que todavía puede que haya alguien que le clave un cuchillo.
—… bueno, si no tiene usted más objeciones… —estaba diciendo Peacock desde el atril—, lo dejaremos como está. Creo que en este punto se precisa un impetus adicional.
—Claro, claro… —dijo Shorthouse—. Claro. Debo intentar seguir su ritmo más de cerca. Si pudiera tener un descendente más definido cuando empiezo con lo de «la invocación de la primavera»…
—Menudo imbécil… —comentó Joan en un susurro vehemente desde bambalinas—. Menudo imbécil asqueroso. El ritmo del pobre muchacho se escucha perfectamente.
—Como haya muchas más interrupciones —contestó Adam con cierta melancolía—, nunca llegaremos al tercer acto. Y no es que vaya a lamentarlo mucho —añadió como al acaso—. Intenté dar un la alto esta mañana en la ducha y no me salió más que una especie de gritillo quebradizo.
La música comenzó a sonar de nuevo. Adam había escuchado esa ópera cientos de veces, pero aquellos sonidos aún seguían derramando sobre él su voluptuoso hechizo. Llegaron al fragmento conflictivo. Shorthouse iba claramente por detrás y a destiempo.
—Ya verás… —dijo Joan.
Peacock dio varios golpecitos con la batuta y la orquesta fue enmudeciendo hasta quedarse en silencio.
—Me temo que vamos un poco por delante de usted… señor Shorthouse —dijo puntillosamente.
—Oh, Dios bendito… —gruñó Adam—. No te pongas sarcástico, muchacho. No te pongas sarcástico, ¡no seas tonto…!
El resultado fue el que Adam intuía. Hubo un instante de inquietante silencio, y luego…
—Si no le complace mi trabajo, señor Peacock —dijo Shorthouse—, estaría encantado de que me lo dijera de un modo sincero y directo, y no mediante ocurrencias ingeniosas y baratas.
Hubo otro silencio. Peacock se puso colorado hasta el punto de ebullición.
—Creo que dejaremos este pasaje de momento —dijo calladamente—; continuemos. Lo retomaremos en la escena cuatro… la entrada de Eva. ¿Está usted preparada, señorita Davis? —preguntó.
—Desde luego —contestó Joan—. Aunque la sola idea de flirtear con Edwin me hace estremecer… —le susurró a Adam.
—No te preocupes. A lo mejor protesta por algo que hagas. Así podrás mandarlo a la mierda.
—Eso sería maravilloso —dijo Joan con aire soñador—. Pero no tengo muchas esperanzas. Solo se mete con niñas jóvenes e inexpertas, que no pueden darle una buena contestación… Bueno, vamos allá.
—Chao-chao —dijo Adam—. Nos vemos bajo los tilos, y no vengas con tu amiga[11]. —Y volvió a sus asuntos.
En realidad, la situación era bastante preocupante. No cabía ninguna duda de que Peacock estaba desmoronándose por culpa de la tensión a la que se veía sometido por las constantes interrupciones y protestas, y por las superfluas exigencias de información sobre los tempos, los movimientos, y toda la parafernalia que debería haberse fijado —y de hecho efectivamente se había fijado— durante los ensayos solo al piano. Poner en escena una ópera compleja de cinco horas de duración ya es lo suficientemente laborioso como para que, además, a algún miembro del elenco le dé por convertirse premeditadamente en un incordio. Lo que hacía que todo aquello fuera más desagradable aún era que, por lo que concernía a la producción de la ópera, Shorthouse podía hacerle la cama a Peacock, porque Shorthouse era el reclamo de la taquilla, y Peacock, prácticamente, un desconocido; de modo que la palabra de Peacock, en cuanto director, era ley… solo nominalmente.
Adam suspiró, cogió otro chicle, y de nuevo volvió a fijarse en Barfield, que estaba empezando a comerse un tomate. Barfield le hizo una mueca y señaló con un movimiento cómplice de la barbilla lo que acontecía en el escenario. Adam le devolvió una mueca de desagrado. Fue un intercambio absurdo de información. En el otro extremo del escenario, Shorthouse y Joan se cantaban en tonos melifluos el uno al otro, mientras la orquesta relajaba los sonidos, con ocasionales y tiernas disonancias, hasta llegar a un la bemol. Adam se dio cuenta de repente de lo excepcionalmente bien que tocaban, y su inquina contra Shorthouse se renovó con más brío. Para calmarse, se metió en la boca un tercer chicle. Era una lástima que los chicles perdieran el sabor tan deprisa y se convirtieran luego en una pura goma.
Unos breves instantes después se reunieron con él Dennis Rutherston, el productor, y un joven moreno, de aspecto bastante macilento, a quien recordaba vagamente por ser un aprendiz de cantor cuya única obligación era explicar, en el primer acto (y en dos palabras) la ausencia de Niklaus Vogel de la reunión de los maestros cantores.
—Es un fastidio que los actores no puedan moverse mientras están cantando —dijo Rutherston—. Una convención estúpida, si quieres que te diga mi opinión. —Era un hombre de cara aniñada, de semblante melancólico, al que nunca se le había visto sin su viejo sombrero tirolés en la cabeza.
—Si te mueves te vas de tono y desafinas —le explicó Adam amablemente.
—Y este Shorthouse, qué incordio… La escena del prado se va a convertir en un barrizal de mil demonios —pronosticó Rutherston con gesto sombrío—. Esos condenados aprendices son los únicos que no se quedan quietos cuando se les dice. Al parecer se creen que si están cambiando continuamente de postura, descansando en un pie o en otro, eso produce un efecto de animación. En realidad, lo que parece es que están teniendo un ataque masivo de incipiente delirium tremens.
Tras ellos, la música se interrumpió de repente.
—Vaya —farfulló Rutherston—. ¿Qué pasa ahora?
—¡Al parecer es imposible ensayar esta obra durante cinco minutos seguidos —la voz de Peacock temblaba— sin que haya un obbligato de conversación y murmullos en bambalinas!
—¿Es por nosotros? —dijo Rutherston, levemente sorprendido—. Bueno, de todos modos tengo que irme… —Cuando la música volvió a sonar, se alejó, seguido del joven macilento.
«Que Dios nos ampare…», se dijo Adam, con cierto sobrecogimiento. No le había gustado nada el tono de voz de Peacock, que denotaba que había perdido los nervios, lo cual sugería una debacle inminente. Y Adam sabía por experiencia que si una persona pierde el control de sí misma durante un ensayo, el resto comienza a enfadarse, y lo único que se puede hacer en esos casos es hacer las maletas e irse a casa. Confiaba de todo corazón en que Shorthouse se estuviera calladito y tranquilo durante un rato.
Magdalena entró corriendo en el escenario y sostuvo su breve coloquio con Eva. A Adam se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era dirigirse al fondo del escenario y esperar allí su entrada, y, hábilmente, adhirió su chicle a una pieza del decorado. «Maldito Shorthouse», pensó, mientras se cruzaba con Beckmesser, que tañía ligeramente su laúd; «Maldita sea su alma».
Casi de inmediato, Joan se acercó para darle la bienvenida:
—¡Héroeeeee, poetaaaa, tú, mi único amigooooo! —cantaba, abrazándolo, y añadió en un susurro casi inaudible—: Hueles asquerosamente a pipermint.
Para enorme sorpresa de Adam, lo que quedaba del segundo acto transcurrió sin mayores incidentes. Los amantes intentaron fugarse, pero Sachs desbarató sus planes: Beckmesser interpretó su ridícula serenata y fue cazado por David en medio de una desbandada de aprendices y maestros («Parecen un montón de hadas danzando como en un ballet», decía Rutherston con gesto desaprobatorio); con ojos soñolientos, entró el vigilante nocturno, entonó su cantinela, bufó en su cuerno, y con los ecos del motivo de la noche estival y la serenata de Beckmesser, la música concluyó. Pero Adam sospechaba que Shorthouse, cuyas tácticas para molestar al mundo eran muy sutiles, solo estaba esperando la ocasión para desatar su fuego graneado en el tercer acto; y los hechos demostraron que Adam estaba en lo cierto.
El elenco se reunió en el escenario para escuchar las pertinentes precisiones técnicas del director, del productor y del maestro coral. Después hubo un receso de un cuarto de hora, durante el cual la gente se dispersó para ir a tomar una taza de té. Adam se reunió con Joan Davis y Barfield, que estaba comiéndose una manzana, en el patio de butacas.
—Hay veces —dijo— que de verdad pienso que deberíamos juntarnos y enviar al infierno a Shorthouse.
—Es la calma antes de la tempestad —dijo Barfield casi imperceptiblemente—. Eso es lo que pasa. Puede que tuviéramos que enviar al infierno a Shorthouse, pero si queréis que os diga lo que pienso de verdad, la empresa no se lo tomaría muy bien.
—Por la sencilla razón —apuntó Joan— de que no se dan cuenta de que tienen a un genio llamado Peacock dirigiendo su orquesta. Consigue que esa vieja banda de rascaviolines y soplagaitas revenidos suenen de un modo verdaderamente maravilloso.
—Es joven —farfulló Barfield entre bocados a su manzana—. Osmosis emocional.
—Por cierto, ¿dónde está? —preguntó Adam—. ¿Ha salido?
Lo buscó con la mirada. En el escenario, una serie de improbables objetos que se habían estado utilizando temporalmente para representar una calle de Núremberg se estaban colocando ahora para representar un prado ameno. En la galería, en la parte de atrás, el electricista estaba conversando con una pareja de «aprendices». Y varios miembros del coro deambulaban dispersos arriba y abajo por los pasillos del patio de butacas. Pero no había ni rastro de Peacock.
—A lo mejor está teniendo una conversación privada con Shorthouse —sugirió Barfield—. Pobre diablo. —Sacó un trozo de pastel y ofreció por obligación y sin mucho entusiasmo a Adam y a Joan; evidentemente se sintió aliviado cuando estos rechazaron el ofrecimiento.
El joven macilento que Adam había visto con el productor cruzó por la parte de atrás del escenario, hablando con Judith Haynes.
—¿Quién es ese? —preguntó Adam a nadie en particular.
—¿El chico? —Joan se levantó para verlo mejor—. Ah, es Boris nosequé. Uno de los «aprendices».
—¿Esa chica no tenía algo que ver con Shorthouse?
—Respecto a eso… —dijo Joan con firmeza—, yo no sé nada. Si es así, lo siento por ella. Es una niña muy mona.
—¿Del coro?
—Sí. Una de las damas de la barcaza. Es la que baila con David.
—Ah, sí, eso es… —meditó Adam—. Estaba seguro de que la había visto con Shorthouse, pero parece que está muy enamorada de ese joven.
—Será una promiscua, probablemente —dijo Barfield, mientras le caían las migas del pastel por la pechera y hasta las rodillas—. ¿Vamos a hacer ahora la primera escena del último acto? Porque si es así, aún tengo tiempo de salir fuera y coger alguna cosilla para comer.
Joan negó con la cabeza.
—No, vamos con la segunda escena. Mejor así, la verdad. Todo el mundo está un poco cansado.
Barfield se quedó observando la puerta que daba a bambalinas, que se abría en ese momento.
—Vaya por Dios —dijo—. Aquí viene Mefisto. Todo el mundo atento.
Shorthouse se acercó hasta donde se encontraban ellos, se sentó, y dejó escapar un suspiro. Apestaba a ginebra, como siempre.
—Gracias a Dios que la representación empieza en una semana —dijo—. No puedo soportar esto mucho más. Peacock es bueno… —hablaba con tanta y con tan manifiesta falsedad que Adam lo observó asombrado—, pero es incapaz de amoldarse a nada.
—¿Estás intentando acosarlo a propósito para que pierda los nervios, Edwin? —le preguntó Joan.
—Cielo santo, Joan… —Shorthouse parecía verdaderamente sorprendido ante aquella pregunta—, ¿cómo se te puede haber ocurrido semejante cosa? Lo siento si he estado entorpeciendo un poco la producción, pero entiendo que he hecho lo que se suponía que debía hacer. Sin embargo, cada vez que pregunto algo, con lo único que me encuentro es con algún tipo de insulto grosero dirigido a mí… No es que me importe, personalmente… El pobre no tiene mucha experiencia y obviamente está nervioso. Pero a mí lo que me preocupa es la producción en su conjunto. Es la primera vez que se va a representar Los maestros cantores de Núremberg desde que acabó la guerra, y me parece que por esa razón es más importante de lo habitual que todo se haga correctamente. —Se detuvo entonces, y una sonrisa involuntaria se adivinó en su rostro—. He estado pensando muy seriamente en ir a ver a la empresa y pedirles que cambien a Peacock.
—No se te ocurra portarte como un maldito cabrón… —dijo Adam, más ferozmente de lo que había pretendido—. Tiene contrato.
—Y yo —respondió Shorthouse de mala manera—. Pero eso no va a impedir que me echen si los ensayos continúan por este camino. Te puedo asegurar que no es una cuestión personal: solo estoy pensando en Wagner.
La mera idea de que Shorthouse pudiera estar pensando en alguien que no fuera él mismo era algo que Adam se sentía incapaz de concebir; así que simplemente dejó escapar un gruñido nasal. Barfield estaba desenvolviendo una tableta de chocolate. Pogner, el padre de Eva, avanzó a grandes zancadas por el escenario, farfullando irritado contra sí mismo, y Rutherston apareció, gesticulando al electricista en su galería. En el foso, un instrumentista de oboe estaba enfrascado en una larguísima jeremiada sobre alguna infracción de las normas del sindicato de músicos e intérpretes.
Diez minutos después el ensayo se había vuelto a poner en marcha. Entraron los representantes de los gremios de Núremberg, la barcaza de doncellas, los aprendices bailaron («como en una función de escuela dominical», según apuntó Rutherston) y al final llegaron los maestros cantores, encabezados por un estandarte con la efigie de David y su arpa. El coro cantó en honor a Sachs; cuando la aclamación se fue diluyendo, todo quedó dispuesto para el conmovedor monólogo del zapatero-poeta que interpretaba Edwin Shorthouse.