Capítulo ocho

CAPÍTULO OCHO

Oh, lo que diera por un cáliz rebosante del gélido norte[14] —dijo Fen, engullendo su Burton—. Los asesinatos imposibles por el momento tendrán que esperar.

Estaban sentados frente a una chimenea deslumbrante y acogedora, en el pequeño saloncito principal del Bird & Baby. Mudge se había despedido de ellos en la puerta, con evidente desgana, pues debía continuar con sus obligaciones en un ambiente menos distendido y amable; y Adam, Elizabeth, sir Richard Freeman, y Fen estaban en ese momento concediéndose un agradable homenaje. En el exterior, parecía que todavía quería nevar, pero solo lo conseguía a medias.

—Querido, tengo la nariz helada —se quejó Elizabeth ante su marido—. Y todo este lío es verdaderamente engorroso. ¿Qué va a pasar ahora con la producción?

—Oh, saldrá adelante… aunque más tarde de lo que pensábamos, imagino. George Green puede hacer de Sachs. No sé si los ensayos se podrán alargar mucho más… en todo caso, no más de una semana. Si es que se sigue con esto. —Adam probó su cerveza; estaba lo suficientemente fría como para que le diera un pequeño escalofrío.

—Profesor Fen —dijo Elizabeth, haciendo uso de sus habilidades sociales más encantadoras—, ¿estaría usted dispuesto a concederme una entrevista para un periódico?

Fen hizo un débil intento de mostrar poca disposición.

—Oh, no sé… —farfulló.

Por favor, profesor Fen. Es una serie de reportajes. Confío en entrevistar a H. M., y a la señora Bradley, y a Albert Campion, y a toda esa gente archifamosa[15].

—Bueno, es una sorpresa —dijo Fen, evitando cuidadosamente la mirada de Adam. Se hizo evidente una cierta inquietud en su conducta—. Pero toda esa gente es bastante más inteligente que yo… En fin… —por el momento, era evidente que había conseguido dominarse—, ¿qué es exactamente lo que desea saber usted?

—Solo quiero que me cuente alguna cosa sobre sus casos.

En ausencia de una apropiada fanfarria introductoria, Fen emitió unas tosecillas muy significativas.

—La época de mis grandes éxitos… —comenzó, pero fue interrumpido con una tremenda grosería por sir Richard Freeman.

—Pues muy bien —apuntó el policía con firmeza—, ahora que ya hemos entrado en calor, volvamos al asunto de Shorthouse… Vamos, Gervase, no seas crío, no te enfurruñes… Por lo que sabemos hasta ahora, al menos para mí, nuestro personaje principal es un misterio. ¿Cómo era Shorthouse, Langley?

Adam se lo pensó un poco.

—En su aspecto… fornido, no muy alto; con ojos bastante pequeños; muy resuelto; un poco hipocondríaco…, sobre todo, siempre estaba preocupadísimo por su voz; la edad… entre cuarenta y cincuenta años tendría, me parece a mí. —Se detuvo entonces y bebió un poco más de cerveza—. Respecto a su carácter… bueno, debo admitir que no me caía nada bien. Creo que a casi nadie le caía bien. Era un camorrista… y no se puede decir que su vida amorosa fuera precisamente idílica, podría añadir.

—Ahí va C. S. Lewis —dijo Fen de pronto—. Debe de ser martes[16].

Es martes. —Sir Richard prendió una cerilla, la aplicó a la cazoleta de su pipa y aspiró con implacable tenacidad.

—Parece que fumas un tabaco incombustible —comentó Fen—. En la época de mis grandes éxitos…

—¿En qué sentido era un camorrista? —dijo sir Richard, presionando el tabaco en la cazoleta de la pipa y quemándose los dedos—. ¿Puede ponernos un ejemplo?

Adam narró con todo detalle los acontecimientos acaecidos durante los ensayos del día anterior.

—Estábamos todos una pizca nerviosillos —concluyó— respecto a lo que podría ocurrir esta mañana. Verá, Edwin había dicho que iba a llamar por teléfono a Levi, y que iba a intentar que sustituyeran a Peacock. Así que…

Se detuvo bruscamente.

—Ah —dijo Fen, asintiendo repetida y lentamente con la cabeza, como un chino mandarín—. Esa es la expresión, precisamente: «Así que…». Parece que…

—Parece que… —dijo sir Richard, interrumpiéndolo—, parece que Peacock tendría un motivo para asesinar a Shorthouse. Por cierto, ¿al final Shorthouse llamó efectivamente a Levi?

—No lo sé —dijo Adam—, pero lo dudo mucho. Si lo hubiera hecho, yo me habría puesto de parte de Peacock, y se habría producido un levantamiento general entre los artistas.

—¡Mi cosita caballeresca…! —le dijo Elizabeth con cariño.

Fen, que había estado canturreando para sí una espantosa parodia del discurso de Pogner a la asamblea, dijo:

—Y aquel joven del que nos habló en el ensayo de ayer… ¿cree usted que es el mismo que visitó a Shorthouse en su camerino anoche?

—Supongo que sí.

—Supone que sí —dijo Fen, que parecía ensimismado—. Bueno, pronto lo averiguaremos. No tengo ninguna duda.

—Puede que él tuviera algún motivo, también. —Sir Richard miró en el interior de la cazoleta de su pipa, como si esperara ver una culebra allí. Luego meneó la cabeza con exasperación—. Aquella… —hizo una indicación hacia algún lugar impreciso—, aquella chica. Lo que dijo usted, Langley, sugiere que ella es una especie de conexión entre Boris Comosellame y Shorthouse.

Cherchez la femme —dijo Fen con gesto aburrido.

—Es posible —contestó Adam—. Pero personalmente yo no sé nada de eso. La persona a la que habría que preguntar es Joan Davis.

—Esa es la mujer que hace de Eva, ¿no?

Adam tragó afirmativamente su cerveza.

¡Cariño! —le espetó Elizabeth a modo de reprimenda.

—Hasta el momento tenemos dos posibles sospechosos, entonces —dijo Fen—: Peacock y Boris Godunov[17] o como quiera que se llame. Y también tenemos un escenario en el que un hombre ha sido asesinado estando absolutamente solo en su habitación… ¿Se puede colgar a un hombre a distancia?

—A lo mejor por la claraboya —sugirió Adam—. Se puede abrir, ¿no?

—Pero luego habría que colgarlo del gancho —dijo Elizabeth, haciendo gala de su sentido práctico—. Y eso es, me parece, casi imposible desde el exterior.

Adam suspiró y miró hacia la puerta del bar. La puerta se abrió y apareció un enorme esqueleto humano articulado. Tras él apareció Mudge, agarrándolo por la cintura. De momento, todos parecieron desconcertados. Una mujer, desde un rincón del bar, dejó escapar un gritillo.

—¿En qué armario lo ha encontrado? —preguntó Fen, riéndose a carcajadas.

Cuando terminó de reírse, sir Richard le dijo con gravedad:

—De verdad, Mudge, comprendo que le entusiasme el caso, pero está yendo usted demasiado lejos. No habrá ido paseando por las calles de Oxford con esa cosa, ¿no?

Mudge parecía avergonzado.

—He venido en coche, señor —dijo en tono sumiso; y luego, recuperando la alegría—: Pero miren… miren este cuello.

Todos observaron el cuello del esqueleto. Todo el mundo en el bar observó el cuello del esqueleto. No había ninguna duda de que allí se había producido un retorcimiento verdaderamente espantoso.

—Parecería… —dijo Mudge con sonrisa triunfal—, parecería como si hubieran estado ensayando el ahorcamiento en este esqueleto.

Con cierto alboroto se consiguió quitar el esqueleto de en medio y meterlo debajo de uno de los bancos de madera.

—Y si a alguien se le ocurre decir «Ay, pobre Yorick»[18], habrá un segundo asesinato —anunció Fen.

A Mudge le trajeron una cerveza. Tenía una expresión de sincero arrepentimiento, y observaba al jefe de policía con una preocupación tan evidente que Fen se sintió obligado a darle unas palmaditas en la espalda para animarlo un poco.

A continuación se debatió el asunto brevemente, pero apenas se sacó nada en claro.

Habían encontrado aquel esqueleto en el almacén de utilería y atrezzo del teatro, donde se encontraba habitualmente; pero nadie, y menos que nadie Furbelow, había sido capaz de explicar la fractura que tenía en el cuello.

—Había un punto interesante en el informe del forense —dijo Mudge—, y era que señalaba que la dislocación del cuello parecía haber sido el resultado de una violencia extrema, como si alguien hubiera saltado y hubiera tirado de él hacia abajo mientras estaba colgado, como para hacer más peso.

Se produjo un silencio repentino. Y luego…

—¡Qué horror! —dijo Elizabeth con un hilo de voz.

—¿Hay alguna ópera en la que venga a cuento un esqueleto? —preguntó Fen.

—Oh, sí… —asintió Adam—. En una ópera de Charles Shorthouse, basada en Del amanecer a medianoche, de Kaiser[19]. Por cierto, supongo que Charles heredará el dinero de Edwin.

—¿No anda muy holgado de dinero?

—Antaño sí, pero creo que se gastó la mayor parte de su capital financiando sus propias óperas. Ya saben: nadie puede ganarse la vida escribiendo óperas… desde luego, y en Inglaterra, en ningún caso —murmuró Adam—. Edwin debió de ahorrar unos cuantos miles de libras; y como no estaba casado, imagino que ese dinero irá a parar a manos de Charles, para pagar la puesta en escena de la Oresteia.

¿La Oresteia?

—Es una gigantesca tetralogía que acaba de terminar: el libreto lo ha hecho Cadogan[20]. Al parecer se necesitaría construir un teatro nuevo para poder representarla… un segundo Bayreuth, como si dijéramos.

—Entonces Charles Shorthouse es sospechoso —dijo Fen con una cierta satisfacción—. Ahí va C. S. Lewis otra vez.

—Salvo por el hecho de que vive en Amersham —terció sir Richard.

—Hay medios de transporte. Obviamente tendremos que averiguar qué estuvo haciendo ayer por la noche. Puede que tenga una coartada.

Para entonces el pequeño bar estaba empezando a vaciarse de nuevo, a medida que la gente se iba a almorzar. Cuando se abría la puerta, entraban oleadas de aire helado, y todo el grupo podía vislumbrar apenas durante un instante la piedra gris de la fachada de St. John recortándose sobre el cielo, de un gris aún más luminoso, y unos árboles altos y desnudos, salpicados con pequeños mechones de nieve, aparte de alguna de aquellas farolas semejantes a robots que se habían colocado en fila a lo largo del centro de St. Giles. Estaba oscureciéndose tanto el día que parecía que iba a anochecer. En las mesas de los comedores de los colleges se empezaban a servir sopas insípidas y salchichas con siniestros abultamientos, que recordaban al aspecto de los dibujos de banqueros en un tebeo socialista. En lo único que podía pensar Fen entonces era en la comida.

—En lo único que puedo pensar —les dijo— es en la comida.

—Y en lo único que puedo pensar yo es en que mis pies se están congelando… —dijo Elizabeth con firmeza— Adam, cariño, supongo que te das cuenta de que me estás quitando todo el calor de la chimenea.

Dos nuevos clientes entraron en el bar. Adam, cogido a medio camino en un complejo movimiento de traslación que provocó aullidos de dolor en Fen, los saludó con un gesto agobiado y ausente. Ellos se acercaron y lo saludaron tímidamente.

—Vengan, y siéntense con nosotros a la chimenea —dijo sir Richard con tono amable.

El joven sonrió a modo de tácita disculpa por molestarles. Resultaba muy atractivo con su atuendo oscuro y aire foráneo; era un joven delgado, con ojos despiertos y vivaces, pero su rostro estaba desfigurado por algún tipo de enfermedad epidérmica, y desde luego resultaba evidente que no se encontraba bien en absoluto. Con él estaba Judith Haynes. Aunque ella era muy joven, sus movimientos eran huidizos y desconfiados, con un barniz de sofisticación que demostraba a las claras una esmerada educación. Bajo un pesado abrigo marrón, llevaba pantalones y un jersey que ensalzaba la esbeltez, casi la fragilidad, de su figura. Algunos copos medio derretidos de nieve centellearon en su pelo rubio. Permaneció un poco por detrás del joven, observándolo con un asomo de ansiedad en su mirada. No era difícil ver que estaba enamoradísima de él.

—Permítanme presentarles… —dijo Adam, consciente de repente de sus obligaciones sociales—. Este es el señor…

—Stapleton —dijo el joven—. Boris Stapleton. Y esta es Judith Haynes.

—Mi esposa —contestó Adam, señalando a todos los presentes—. El profesor Fen, sir Richard Freeman, el inspector Mudge. —Fue como si estuviera recitando una lista de malhechores.

Se produjo un murmullo de saludos convencionales. Con la seguridad de un hierofante, Fen reordenó el círculo en torno a la chimenea y ordenó otra ronda de bebidas. Durante unos instantes, todos parecieron quedarse en blanco. Era evidente, también, que Mudge no se había dado cuenta de la potencial relevancia que tenía Stapleton en el asunto que se traían entre manos. Estaba acabándose su cerveza con furtiva precipitación, considerando obviamente que había llegado el momento de irse. Adam se percató de ello.

—La señorita Haynes y el señor Stapleton —su forma de decir los nombres fue llamativamente informativa— participan en Los maestros cantores de Núremberg.

De repente, Mudge se mostró menos dispuesto a marcharse. Abrió la boca para hablar, pero Stapleton se le adelantó casi sin querer.

—¿Qué va a pasar ahora, señor? —le preguntó a Adam—. ¿Se va a posponer el estreno?

—Imagino que sí —asintió Adam—. Pero no he visto a Peacock esta mañana. Sin embargo, he sabido por Joan que ya han telefoneado a Levi, y que ha estado a punto de sufrir una apoplejía.

—Es increíble… —La expresión de Stapleton parecía poco convencional y más bien reflejaba una verdadera conmoción—. Sobre todo porque yo vi al señor Shorthouse ayer mismo por la noche.

El nombre de Shorthouse devolvió a Mudge a la realidad policial. Se unió a la conversación, con precaución y cautela, como un torero que se enfrenta a un toro especialmente impredecible.

—Entiendo, señor Stapleton, que fue usted la última persona que vio vivo al señor Shorthouse —dijo el inspector.

Stapleton titubeó, pero solo un instante.

—¿Ah, sí? No conozco los detalles, me temo. Desde luego, lo cierto es que estuve con él ayer por la noche.

—¿De verdad? ¿Puedo preguntarle por qué lo visitó, señor?

—Por lo de mi ópera. Había aceptado echarle un vistazo a la partitura. Fui a preguntarle qué le parecía.

—¿No era un poco tarde, señor, para una conversación de ese tipo?

—Fui a esa hora porque lo sugirió él —dijo Stapleton con gesto de impotencia—. Yo no podía negarme, como comprenderá.

—Ah —exclamó Mudge—. Pero estará usted de acuerdo conmigo en que era una hora un poco rara la que escogió.

—Oh, sí, claro que estoy de acuerdo. —Stapleton parecía incómodo—. Pero, en fin… así fue.

Mudge gruñó de un modo poco educado, y preguntó:

—¿Tiene usted alguna idea, señor, de lo que estaba haciendo el señor Shorthouse en el teatro a esas horas?

—Bueno, cuando yo llegué —dijo Stapleton con toda franqueza—, no estaba haciendo nada, salvo beber ginebra.

—Quiero decir… ¿no le extrañó a usted que le pidiera tratar el asunto allí, en vez de en… bueno, donde viviera?

—Sí, claro que me extrañó. —Los inmediatos asentimientos de Stapleton ante todos aquellos detalles resultaban un poco desconcertantes—. Pero yo sencillamente di por supuesto que tenía alguna razón especial para estar en el teatro a esas horas.

—Comprendo. —Mudge entendió con una mueca de resignación que aquel era un camino que no iba a parte ninguna, y decidió abordar otros asuntos—. Y otra cosa: por lo que le he entendido a Furbelow, usted solo estuvo con el señor Shorthouse unos pocos minutos.

—Sí. —Las respuestas de Stapleton eran tan desalentadoras que derivaban todo el peso de la conversación en su interlocutor, pero sus gestos y su comportamiento revelaban una absoluta inocencia.

—Entonces… entonces… —Mudge miró a su alrededor bastante desorientado, esforzándose por recordar lo que iba a decir—. Entonces… ¿no había nadie más en el camerino del señor Shorthouse durante el tiempo en que estuvo usted allí?

—Nadie.

—Y hablaron ustedes de…

—De mi ópera. Estuvo muy difuso y condescendiente… Alabándola en general, con unas leves críticas, por decirlo así. En realidad, estoy seguro de que ni siquiera la había mirado por encima. No me devolvió la partitura, por cierto… Supongo que todavía estará en su casa.

—Después de estar con él, ¿se fue usted directamente a casa?

—Sí.

—¿Dónde está viviendo usted aquí, señor Stapleton?

—En Clarendon Street. Bastante cerca del teatro. Judith vive en la misma casa.

—Ah, sí. Señorita Haynes, ¿vio u oyó usted entrar en casa al señor Stapleton?

—No. —Judith se ruborizó, como si la hubieran acusado de alguna espantosa inmoralidad—. A esa hora ya debía de estar en la cama.

De repente, intervino Fen.

—¿Le dio a usted la impresión, señor Stapleton, de que Shorthouse estaba en un estado de ánimo proclive al suicidio? —Gervase Fen hablaba con un ademán un poco ausente; estaba ocupado en encender un cigarrillo con la colilla del que acababa de fumarse.

—No lo creo —dijo Stapleton con una mueca muy expresiva—. Por lo que yo sabía de él, no era un hombre que hubiera pensado jamás en suicidarse, desde luego. —Titubeó un instante, y luego añadió—: Lo único extraño que le noté fue que le resultaba muy difícil mantenerse despierto. Supongo que habría bebido demasiado.

Mudge levantó ambas cejas, pero se abstuvo de hacer ningún comentario; y, en realidad, así lo pensó Adam, había poco más que decir; Stapleton podía estar diciendo la verdad, o también, podía estar contando una concienzuda mentira con la idea de ocultar el hecho de que había sido él la persona que había mezclado la droga con la ginebra mientras estuvo en el camerino con Shorthouse. Pero no había modo de decidirse por ninguna opción. Con todo, una cosa resultaba de todo punto evidente: que para poder colgar del pescuezo a un hombre sano, uno debe anular todas sus fuerzas primero, y que semejante operación podía llevarse a cabo atándolo o drogándolo con Nembutal. Pero… a la vista de las pruebas, ¿por qué iba uno a intentar ambos métodos? Desde luego, uno de los dos procedimientos sería innecesario.

—Tiene que haber sido suicidio, seguro —sentenció Elizabeth—. Un asesinato… bueno, me refiero… en fin, es simplemente imposible. ¿O no? —dijo, frunciendo el ceño—. De verdad… —añadió—, es como si las leyes de la gravedad hubieran quedado en suspenso…

Sin embargo, al parecer, Mudge no tenía ningún comentario que hacer a aquellas precisiones. Decidió volver al ataque.

—¿Y qué me puede decir sobre lo que estuvo haciendo usted antes de ir al teatro, por la tarde? —le espetó a Stapleton.

Stapleton levantó el vaso y dio un trago antes de contestar; no era improbable que estuviera haciendo tiempo para pensar lo que debía contestar.

—Alrededor de las nueve —empezó— salí de mi cueva en Clarendon Street, donde había estado leyendo desde la hora de comer, y me acerqué al pub Gloucester a tomar una copa; hablé con un par de personas del teatro hasta la hora de cerrar; luego fui a dar un paseo y al final me acerqué al teatro a las once para ver a Shorthouse.

—Un paseo —repitió Mudge resignadamente—. Solo, supongo.

—Solo. No hacía mala noche. Había incluso un poco de luna.

—Muy bien, señor. ¿Y había alguien en su residencia que pueda confirmar la hora a la que usted regresó?

—Lo dudo. Acordé con mi casera que como probablemente llegaría tarde, me encargaría yo de cerrar con llave la puerta cuando viniera, así que seguramente ya se habría ido a dormir. Pero a lo mejor pudo oírme alguien. En realidad, después de que me despidiera de Shorthouse, fui a dar otro paseo.

Otro paseo —dijo Mudge con sorpresa, visiblemente molesto con aquella falta de imaginación.

—Otro paseo —le confirmó Stapleton con toda solemnidad—. No muy largo, en esta ocasión. Debí de llegar a casa alrededor de las doce menos veinte.

Mudge inspiró profundamente; estaba a punto de hablar cuando Fen se le adelantó.

—¿Y no habló usted con Shorthouse de la señorita Haynes? —le espetó con un tono amistoso.