Capítulo diecisiete
CAPÍTULO DIECISIETE
Muchos males y errores se les han imputado a los jueces de instrucción, y sin duda justificadamente en algunos casos. Sin embargo, el magistrado encargado del caso de Edwin Shorthouse resultó ser un individuo inteligente y capaz, deseoso de alcanzar simplemente un veredicto con la mínima cantidad de embrollos y datos irrelevantes. El jurado hizo el juramento y expresó su escaso interés por inspeccionar el cadáver. A continuación se procedió a cumplimentar las formalidades de la identificación. El doctor Rashmole fue llamado para que ofreciera pruebas de la causa de la muerte.
—Fallo respiratorio. Los indicios post mortem son inconfundibles.
—¿El examen del cadáver le proporcionó alguna otra conclusión?
—Sí. Las condiciones generales del finado me sugirieron la posibilidad de que algunos momentos antes de la muerte hubiera ingerido una notable cantidad de algún barbitúrico.
En vista de ello, solicité un análisis del contenido gastrointestinal.
—¿Cuáles habrían sido los efectos de esa droga?
—Somnolencia extrema, y eventualmente una inducción al coma. También, con toda probabilidad, un estado de confusión mental, tal vez combinada con una cierta pérdida de memoria.
—En su opinión, por tanto, ¿esa droga no podría haberle causado la muerte?
—Sí que podría haberle causado la muerte, sí —dijo el doctor Rashmole—. Pero en este caso, efectivamente, no lo hizo.
Bajó del estrado y en su lugar subió un analista.
—¿Comprobó usted el contenido del estómago y los intestinos del finado?
—Sí.
—¿Y cuál fue el resultado?
—Diagnostiqué la presencia de alrededor de cuatro gramos y medio de un barbitúrico hipnótico.
—¿Puede usted ser más concreto?
—Por desgracia, eso es difícil… Existe una gran diversidad de productos barbitúricos… podría nombrarle sin pensarlo mucho al menos veinticinco; y difieren entre ellos solo en la fórmula química y muy ligeramente, y por esa razón resulta prácticamente imposible dar un resultado concreto a partir del análisis. Lo único que puedo decir con total seguridad es que se trataba de alguna variante del sedativo somnífero barbital o veronal, que son barbitúricos.
Joan se giró y le susurró a Fen:
—Eso me da alguna esperanza…
Fen gruñó:
—No le pasará a usted nada —le replicó con otro murmullo—, porque no ha salido a relucir que usted posea el Nembutal… Que Dios bendiga al juez, desde luego. No sabe ni de lo que habla. Seguramente habremos acabado con todo esto a tiempo para ir a tomar un trago antes de comer.
Llamaron al estrado a una tal señorita Willis. Era joven, tontorrona, y vestía una indumentaria recargadísima y abrumadora.
—¿Es usted la criada del doctor Shand?
La señorita Willis dejó escapar una risilla absurda y contestó de un modo inaudible.
—Debe hablar usted un poco más alto —le dijo el juez de instrucción—, o el jurado no podrá oírla… ¿Contestó usted al teléfono en casa del doctor Shand a última hora de la noche del pasado lunes?
La señorita Willis volvió a emitir su risilla tonta, y después de una pausa para recuperarse, se dio por entendido que decía que sí.
—¿Y qué hora era?
—Pues como las once y diez serían, señor. —En esta ocasión la señorita Willis contestó solo segundos antes de que volviera a emitir sus gorgoritos. El juez de instrucción, evidentemente, interpretando aquello como un indicio favorable, añadió con firmeza:
—¿No puede ser usted más precisa?
—Oh, no, señor.
—¿Qué mensaje le dieron?
—Oh, señor, era alguien que decía que el señor Shorthouse estaba envenenado en el teatro, o algo así, y que si el doctor Shand se podía pasar por allí enseguida.
—¿La persona que hablaba era un hombre o una mujer?
—No podría decide, señor. Hablaba todo el rato como en un murmullo.
—¿No puede usted recordar las palabras exactas que empleó?
—Oh, no, señor. Creo que no.
—¿Y por el modo de hablar podría ser factible que la persona que llamó pudiera haber sido el propio señor Shorthouse?
—Yo… yo… me parece que podría haber sido él, sí.
A la vista de los resultados, parecía que la señorita Willis no podía ser más concreta. Fen descubrió cuál era el objetivo de aquellas preguntas y admiró la estrategia que se escondía detrás de aquel interrogatorio. Obviamente aquella llamada telefónica tenía que justificarse de algún modo si pretendía sostenerse la teoría del suicidio.
La señorita Willis se retiró, ruborizada pero triunfal, y el doctor Shand ocupó su lugar. Era un hombre alto, con el pelo gris, un poco encorvado, que no ocultó en ningún momento su disgusto ante el proceso. En cuanto recibió el mensaje, aseguró, había cogido el coche y se había dirigido de inmediato a la ópera.
—Al principio me resultó difícil dar con alguien —añadió—, pero al dirigirme hacia los camerinos, me encontré con el bedel de la entrada de artistas, que me indicó cuál era la puerta de Shorthouse. La abrí y descubrí a Shorthouse ahorcado de una cuerda que estaba colgada de un gancho del techo.
—¿No había nadie más en el camerino?
—Nadie en absoluto. Con la ayuda de Furbelow —el tono de voz del doctor Shand pareció sugerir que dicha colaboración había sido bastante escasa—, procedí entonces a bajar el cuerpo, y descubrí que aunque ya no respiraba, el corazón aún seguía latiendo débilmente.
—¿Es un fenómeno habitual en estos casos?
—Si no es habitual, al menos está constatado en suficientes casos como para que no me sorprendiera en absoluto. Le puse una inyección de coramina para la estimulación cardíaca. Pero la actividad del corazón, que ya era muy débil, cesó casi inmediatamente. Después me puse en contacto con la policía.
—Y, en su opinión, ¿cuánto tiempo puede seguir latiendo un corazón después de que se haya detenido la respiración?
—Durante dos o tres minutos, como mucho.
—De modo que, en su opinión, la dislocación de las vértebras cervicales debió de ocurrir unos dos o tres minutos antes de que usted llegara.
—Efectivamente, así es.
—¿Y a qué hora llegó usted?
—Eran exactamente las once y media.
Mudge ocupó después la tribuna. Alguna inquietud interior le obligó a dar su testimonio con un tono casi sorprendido, como si al recordar los hechos le resultara imposible dar cuenta de todo lo que había visto y hecho. Describió el camerino y todo lo demás con gran minuciosidad.
—Entonces, ¿usted está convencido de que la única manera de poder acceder a esa estancia era por la puerta? —le preguntó el juez.
—Sí.
—¿La habitación no tenía algún armario, o un ropero, o cualquier otro lugar escondido donde una persona pudiera haber permanecido oculta?
—Decididamente, no.
Mudge comenzó a hablar de la botella de ginebra y del vaso, y leyó el informe de los análisis al respecto. Después comentó pormenorizadamente las investigaciones de las huellas dactilares. Fen notó con sarcástico regocijo que no había ninguna referencia al esqueleto ni a las marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos de Shorthouse. La referencia al esqueleto, naturalmente, podía explicarse fácilmente. Pero las referencias a las marcas de las ataduras… Fen despertó de su ensoñación con la última pregunta del juez de instrucción.
—Entonces, en su opinión, ¿a qué conclusión apuntan todas estas circunstancias?
—Al hecho de que el finado murió por suicidio.
Hubo un murmullo general, quizá más de disgusto que de sorpresa. Se llamó al estrado a Furbelow. Mantuvo con implacable tenacidad su narración original.
—Entonces, ¿está usted completamente seguro de que nadie entró o salió de ese camerino después de las once y diez?
Furbelow estaba completamente seguro. El juez de instrucción le hizo algunas preguntas más… Fen sospechó que aquella estrategia del interrogatorio se debía menos al interés por sembrar dudas sobre su historia y más al deseo de grabarla a fuego en los cerebros del jurado. Después se le dijo al conserje que podía marcharse.
El siguiente testigo era Stapleton.
—¿Fue usted a ver al finado con la idea de hablar con él de algún asunto privado?
—Sí. Para hablar de una ópera que he escrito, y sobre la cual quería conocer su opinión.
—¿Decidió el señor Shorthouse el lugar y la hora del encuentro?
—Así es.
—¿No le sorprendió lo avanzado de la hora que propuso?
—En aquel momento sí, pero luego he sabido que habitualmente se pasaba la noche en los pubs y luego volvía al teatro para seguir bebiendo allí. Así que supongo que eso lo explica todo.
—¿Y, cuando llegó usted al camerino, él estaba solo?
—Sí.
—¿Y a qué hora ocurrió eso?
—Poco antes de las once. Esa era la hora a la que habíamos quedado.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted con él?
—No más de diez minutos. Me pareció evidente enseguida que ni siquiera le había echado un vistazo a la ópera. Es más, estaba bastante borracho. Habló de un modo bastante impreciso e inconexo sobre las óperas en general… Enseguida me di cuenta de que no tenía ningún sentido seguir allí, así que me fui.
—¿Le pareció a usted que estaba en un estado de ánimo proclive al suicidio?
Stapleton dudó…
—No estoy seguro de cuál puede ser un estado de ánimo proclive al suicidio… Desde luego estaba deprimido, y hubo un par de arrebatos de verdadera autocompasión. Pero no puedo decir que su actitud me hiciera sospechar que pudiera tener la intención de suicidarse.
—¿No detectó usted nada raro en la estancia?
—No.
—¿Ningún rastro, por ejemplo, de una cuerda o…?
—No. Pero supongo que podría tener la cuerda escondida en alguna parte.
—¿Se percató usted de que había un gancho encastrado en el techo?
—No me di cuenta en absoluto.
—Gracias, señor Stapleton. Eso es todo.
Para sorpresa de Fen, Stapleton cedió su lugar en el estrado a Charles Shorthouse, que iba a ser al parecer el último testigo del juez de instrucción.
—Señor Shorthouse, a partir del conocimiento que tenía usted de su hermano, ¿considera posible que se suicidara?
—Bueno, ahora… —el Maestro lo pensó detenidamente—. Desde luego… estaba rematadamente loco. Y, por otra parte, parece que Oxford ejerce un curioso efecto en determinadas personas especialmente susceptibles. Por ejemplo, ayer vino un hombre a verme, fingiendo que era el representante inglés de la Metropolitan de Nueva York… De todos modos, yo lo calé desde el primer momento —añadió el Maestro.
—¿Pero qué razones tiene usted para sugerir que su hermano no estaba en sus cabales?
—Bueno, para empezar era un ninfómano. Ninfómano… —explicó el Maestro—, uno que está obsesionado por las ninfas, ya sabe. —Se detuvo inocentemente en aquel fragmento de su exégesis.
—Quiere usted decir que estaba obsesionado por el sexo opuesto…
—Exactamente, exactamente. —El Maestro pareció complacido ante aquella hábil perspicacia—. Acosaba a las mujeres. Y supongo que esa es una actividad que está incluida en la definición de locura.
Se levantó entonces un leve murmullo de regocijo. El juez observó a su testigo con recelo.
—¿Considera usted probable que esa… eeeh… predilección fuera una razón que lo condujera al suicidio?
—No, es imposible… —admitió el Maestro tras pensarlo unos instantes—. Pero de todos modos era un desequilibrado. Todos los miembros de mi familia están más o menos desequilibrados.
—¿Pero no puede darnos usted algún ejemplo que demuestre que su hermano estaba desequilibrado?
—Se negó a financiar la producción de mi Oresteia.
El juez puso cara de estar perplejo.
—Pensaba que Esquilo… —empezó, y luego, recobrando el ánimo de repente, añadió—: Muy bien, señor Shorthouse. Esto es todo por el momento. —Y se volvió entonces hacia el jurado—. Miembros del jurado, han oído ustedes los testimon…
Pero no pudo terminar la frase. El presidente del jurado se había puesto en pie y reclamó toda la atención para sí.
—Señor juez —exclamó con voz de pito—, ¿se me permite plantear una pregunta?
—¿Está diciendo usted… —el juez estaba manifiestamente molesto— que quiere volver a llamar a alguno de los testigos?
—No, señor. Deseo llamar a un testigo nuevo.
—Eso sería muy irregular. ¿Está usted seguro de que lo que va a preguntar es relevante para lo que nos incumbe?
—Oh, sí, es sin duda muy relevante —dijo el presidente del jurado, y pudo observarse un desagradable brillo en su mirada.
—¿A quién desea llamar?
—Veo que está aquí… —dijo el presidente—. Es la señorita Joan Davis.
En medio de la leve admiración que se levantó desde el graderío, Joan se giró a su alrededor y le dijo a Fen con tono desesperado:
—¿Qué significa esto?
—No lo sé —dijo Fen, con gesto preocupado—. Pero conserve la calma, y sobre todo, diga exactamente toda la verdad.
En respuesta a la convocatoria del juez, Joan avanzó lentamente hacia el estrado de los testigos, aferrada a su bolso, y se pudo apreciar que las manos le temblaban un poquito. El público, que se había mostrado apático e impaciente tras la sesión regular, recuperó la tensión y observó con atención. El presidente del jurado se inclinó hacia delante con voluntad melodramática. Evidentemente estaba disfrutando de su pequeño momento de gloria.
—Señorita Davis —dijo—. Creo que está usted en posesión de una cierta cantidad de droga llamada Nembutal.
—Es cierto.
—¿Es usted consciente de que esa droga pertenece al grupo de los barbitúricos?
—Sí, lo soy.
—¿No es cierto que una gran cantidad de esa droga desapareció o la perdió durante los últimos días… más de la que puede requerirse para un uso normal?
—Sí, pero cualquiera pudo haber…
—Gracias, señorita Davis. ¿Se acuerda usted de la noche en la que murió el señor Shorthouse? Después de cenar, creo, tuvieron ustedes una pequeña reunión de amigos en el bar del Randolph Hotel.
—Sí.
—¿Hizo usted o no una observación a propósito de que le gustaría envenenar al señor Shorthouse?
—Sí, pero solo fue un comentario de…
—Eso es todo, señorita Davis.
—Pero no puede usted acusarme…
—No hay más preguntas.
Fen, observando el interés de los periodistas, se cubrió los ojos con la mano y gruñó de forma audible. Joan perdió la compostura.
—¡Escúcheme! —exclamó—. Escúcheme, pequeño mono pretencioso…
Pero el juez, que obviamente compartía el disgusto con Joan Davis, se vio obligado a poner punto final a la escena. Joan regresó furiosa a su asiento.
—Y ahora, tal vez, se me permita recapitular lo que hemos oído —dijo el juez con cierto acento sardónico—. Pero antes ciertamente me gustaría recordarles, a la vista de las preguntas que acaban de plantearse, las funciones de este tribunal. Esta es una investigación judicial preliminar, y no un juicio. Su deber, miembros del jurado, es decidir si el finado murió por accidente, suicidio, o fue asesinado: si se decidieran ustedes por esta última opción, se abriría la posibilidad de que ustedes citaran a alguna persona concreta que pudieran considerar culpable. Pero no está entre sus obligaciones, ni entre sus derechos, comentar ningún otro aspecto del caso en ningún caso. Si ustedes deciden, como probablemente harán, que el finado murió como consecuencia del ahorcamiento, entonces el veneno, que como hemos oído lo tomó el finado antes de morir, pero que no fue la verdadera causa de su muerte, es importante solo en tanto en cuanto guarda cierta relación con el problema central. No nos interesa aquí la persona, si es que la hay, que intentó matar a este hombre, sino la persona, si es que la hay, que efectivamente lo mató. Y como han demostrado las pruebas y los testimonios, esa persona muy probablemente no existe.
»El testimonio del inspector, del doctor Shand y del conserje de la entrada de artistas no nos permite albergar duda alguna en este punto. El doctor Shand ha dicho que la dislocación del cuello debió de ocurrir en torno a las 11:25, e incluso más tarde. El portero nos ha dicho que nadie entró ni salió del camerino después de las 11:10. El doctor Shand, posteriormente, ha afirmado que nadie salvo el finado estaba en el camerino cuando él entró, y el inspector ha certificado que allí no hay ningún sitio donde alguien pudiera haberse ocultado. En consecuencia, a menos que postulemos a algún asesino capaz de escapar a través de una claraboya apenas lo suficientemente amplia como para que huyera un pájaro, no podemos postular a ningún asesino en absoluto; por lo que yo he podido saber hasta la fecha, jamás en la vida se ha podido colgar a nadie por control remoto.
»Así pues, lo dejaremos en accidente o suicidio. En las razones que pueden argüirse contra la posibilidad de un accidente, apenas sí necesito entrar; habrán quedado suficientemente claras para todos ustedes. Desde luego, es remotamente concebible que el finado, habiendo metido la cabeza en un nudo corredizo, se hiciera con un taburete en el cual se subiría para después resbalar y caer, y que de ese modo se ahorcara sin querer; pero aunque pudiéramos imaginar que esto se pudiera dar, no hay ninguna razón clara por la que el individuo hubiera querido realizar un experimento tan absurdo.
»Por otra parte, parece haber algunas pruebas que avalan la teoría del suicidio. El hermano del finado ha afirmado, aunque sin ofrecer ninguna prueba sustancial de su aseveración, que el finado estaba mentalmente desequilibrado. Además… y esto es más importante, un testigo médico ha testificado que uno de los efectos de una sobredosis de barbitúricos, antes de que sobrevenga el coma, es la generación de un estado de enajenación mental. Por consiguiente, al menos es posible que el finado se ahorcara mientras sufría ese proceso de locura transitoria debido a la influencia de las drogas. Y los «arrebatos de autocompasión» a los que se ha referido otro testigo convierten esa hipótesis en una posibilidad plausible. Respecto a la llamada telefónica al doctor Shand, no tenemos ninguna explicación. Pero se realizó aproximadamente cuando Furbelow estaba acompañando al señor Stapleton a la entrada de artistas, y por lo tanto no puede formularse más hipótesis sino que fue el propio finado el que llamó, desde un teléfono que hay al final del pasillo en el que está situado el camerino. Al sentir los efectos de la droga, pudo haber intentado buscar ayuda médica, y después haber sucumbido al desvarío mental propiciado por las drogas, antes de que llegara la asistencia.
»Respecto a este último punto, sin embargo, no tenemos certeza alguna, y les corresponde a ustedes, miembros del jurado, decidir si corresponde un veredicto de accidente o de suicidio. Esto es todo lo que tenía que decirles. ¿Desean retirarse a considerar su veredicto?
Tras unos breves momentos de discusiones y debates a hurtadillas, el jurado anunció que deseaban ir a deliberar. La vista se suspendió. La mayor parte de la gente salió fuera, a la calle de St. Aldate, a fumar. Fen se acercó a hablar con Mudge.
—No confío en este jurado —dijo el inspector con gesto sombrío—. Me parecen una banda de tercos atolondrados. Y por lo que se refiere al que hace de presidente… —se detuvo para pensar algún insulto grosero que resultara lo suficientemente adecuado.
—¿Quién le ha dicho a ese hombre lo de Joan Davis y el Nembutal? —preguntó Fen.
—Una carta anónima, supongo. Alguien que tendrá cuentas pendientes con esa mujer.
—O puede que el asesino quiera sugerir que el Nembutal y el ahorcamiento no están relacionados.
—Puede ser —dijo Mudge—. De todos modos, tendré unas palabritas con ese listillo después de que se emita el veredicto.
Fen le contó lo de las agresiones a Elizabeth.
—¡Dios! —dijo Mudge con desesperación—. ¿Qué más va a pasar? Muy bien, señor. Me ocuparé de ello.
—Que disfrute —dijo Fen—. Por experiencia le digo que es un trabajo ingrato… Por cierto, supongo que habrá interrogado a Karl Wolzogen.
—Sí. Parece que ya estaba en la cama cuando murió Shorthouse. ¡Casi todo el mundo estaba en la cama…! —añadió Mudge de mal humor. Parecía molesto con la holgazanería de sus testigos.
Fen se apartó para buscar a las personas que habían estado presentes en el comité de emergencia del Randolph. Sus preguntas dieron como resultado la información de que sus indagaciones habían sido lo suficientemente difundidas por todas partes como para que no pudieran ofrecer ninguna clave respecto a la identidad de la persona que había comunicado al presidente del jurado la desafortunada observación de Joan.
Alrededor de media hora después supieron que el jurado estaba a punto de regresar a la sala, y de nuevo volvió a atiborrarse de personas el graderío. Apenas nadie podía dudar de que el veredicto sería de suicidio, pero se había despertado alguna curiosidad por si se decía algo respecto a la procedencia del Nembutal que apareció en la ginebra. Los miembros del jurado parecían angustiados y extraordinariamente nerviosos. Se oyó un sonoro «ssssh» cuando el presidente se puso en pie.
—¿Tienen ya su veredicto?
—Sí, señor juez. Consideramos que el finado fue asesinado por una o varias personas desconocidas.
Asombro.
—Y además consideramos que la señorita Joan Davis intentó asesinar al finado.
Tras unos momentos de inicial estupefacción, se extendió un murmullo de conversaciones nerviosas. Joan estaba muy pálida. Los representantes de la prensa comenzaron a salir apresuradamente hacia la puerta. El juez de instrucción dio unos golpes con el mazo exigiendo silencio.
—Confieso… —dijo, mirando al jurado con abierto desprecio—, confieso que los procesos intelectuales mediante los cuales han llegado ustedes a formular semejante veredicto se me escapan por completo. Sin embargo, su decisión será comunicada por la policía al jefe de la Fiscalía, que decidirá lo que haya que hacer. Y sin duda, ustedes, como buenos ciudadanos que son, informarán a los encargados del caso sobre el método esotérico que, según ustedes, se ha empleado para llevar a cabo este asesinato.
»Aún hay otra cosa que quiero decirles. Han considerado ustedes adecuado añadir una cláusula adicional a su veredicto, acusando a una persona concreta de haber intentado cometer un asesinato. Me gustaría indicar que esa cláusula adicional no tiene ningún valor legal en ningún caso, que no supone la obligación de un procesamiento, que la policía está en su perfecto derecho a ignorarla si así lo decide, y que yo personalmente lo considero un flagrante ejemplo de grotesca y gratuita irresponsabilidad. Además, quisiera solicitar a los representantes de la prensa que traten esa acusación con la discreción de la que siempre hacen gala y por la que tienen esa justa fama… Esto es todo. Se levanta la sesión.
—«Discreción» —murmuró Fen para el cuello de su camisa mientras se unía al torrente de gente que salía por las puertas del juzgado—. Eso se llama optimismo. «Un jurado popular acusa a una prima donna de asesinato…». ¡Oh, por mis patas de conejo…!