Capítulo siete

CAPÍTULO SIETE

Mudge suspiró.

—Vamos ahora con Furbelow —dijo con evidente desgana—. Tal y como yo lo veo, de acuerdo con su testimonio no queda más remedio que aceptar que fue un suicidio[13]. Furbelow subió a su dormitorio a las once menos cuarto. Se puso cómodo, tal y como es su costumbre, con la puerta abierta.

—Por los gases —dijo Furbelow, mirando de reojo a sir Richard por si acaso.

Mudge ignoró el comentario.

—A las once menos cinco —prosiguió— llegó un individuo y, después de llamar con los nudillos a la puerta, entró en este camerino. Por lo que sabemos hasta el momento, ese individuo fue la última persona en ver vivo al señor Shorthouse.

—¿Quién era? —preguntó sir Richard.

—Aún no hemos descubierto su identidad —dijo Mudge a modo de disculpa—. A lo mejor el señor Langley puede ayudarnos en ese punto. Un hombre joven, por lo que he podido saber: un miembro del coro.

—Era moreno —apuntó Furbelow—. Moreno y con aspecto de extranjero.

—Oh… creo que sé a quién se refiere —dijo Adam—. Es uno de los «aprendices». Boris nosequé.

—¿No puede recordar el apellido, señor?

—Me temo que no. Pero puedo decirle quién es en cuanto nos reunamos para otro ensayo… o, mejor aún, puede decírselo el propio Furbelow.

—Muy bien, señor. —Mudge asintió con satisfacción—. Como comprobará enseguida, no es tan urgente ni tan importante como pudiera parecer a primera vista… Ese joven, entonces, estuvo aquí durante unos diez minutos, y…

—Espere un momento —lo interrumpió Fen. Se giró hacia Furbelow—. ¿Los oyó hablar?

—No —dijo Furbelow—. Pero aunque hubieran hablado, seguramente no los habría escuchado. Estas puertas son muy gordas.

Mudge continuó su narración.

—Cuando el joven salió por fin de ese camerino, alrededor de las once y cinco, Furbelow… ah… le salió al encuentro.

—Lo siento —dijo Fen—, pero debo interrumpir otra vez… Furbelow, cuando se abrió la puerta del camerino, ¿pudo ver algo desde su habitación?

—No, señor. Mi habitación está un poco esquinada, así. Apenas se puede ver un poco de una esquina, nada más.

—Ya entiendo… Continúe, inspector.

—Furbelow —dijo Mudge— acompañó al joven abajo, hasta la entrada de artistas y le dio las buenas noches. Luego inmediatamente volvió a su dormitorio, y, mirando el reloj de la repisa de la chimenea, vio que eran las once y diez. El calcula que no estaría fuera más de tres minutos, como mucho.

—Así es —dijo Furbelow con admiración. Era evidente que consideraba aquel resumen como un prodigio de memoria precisa.

—Finalmente —anunció Mudge a modo de clímax dramático—, Furbelow está en condiciones de jurar que nadie entró o salió de este camerino desde las once y diez hasta la llegada del doctor Shand, a las once y media.

—¿Estuvo pendiente de la puerta cuando estuvo hablando con Adam? —preguntó Fen.

—La veía por el rabillo del ojo —dijo Furbelow.

—De todos modos —dijo Adam a modo de inciso—, yo garantizo que no pasó nada en ese medio minuto o así. Con toda seguridad, yo habría visto si alguien hubiera entrado o salido… había muchísima luz, que salía de la habitación de Furbelow.

Una expresión de placer, débil pero inconfundible, se dibujó en el rubicundo rostro de Fen.

—Dos preguntas, inspector —dijo—. Primera: ¿había una silla o algo desde donde Shorthouse pudiera haber saltado, si se hubiera suicidado?

—Sí, señor. Uno de esos taburetes altos que hay delante de las barras de los bares, que uno nunca puede coger la copa porque la gente está allí sentada… Según Furbelow, era del almacén de atrezzo y utilería. Se lo han llevado para buscar pisadas y huellas dactilares. Estaba tirado aquí en este lado, justo al lado del cuerpo.

—Sí. Y ya que estamos con el tema de las huellas dactilares, ¿sacaron algo del gancho del techo?

—Nada que se pueda identificar. Solo unas manchas irrelevantes…

—Entiendo. Furbelow, ¿oyó usted algún golpe o trompazo en algún momento, como si se hubiera caído un taburete?

—Sí, señor. —Furbelow se mostraba visiblemente respetuoso—. Aunque no puedo decir que me diera cuenta en su momento.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Alrededor de unos cinco minutos antes de que llegara el doctor, diría yo. Aunque no estoy seguro de si fue antes o después de que hablara con el señor Langley.

—Y otra cosa… Inspector, dijo usted que había enviado una botella de ginebra a analizar…

—Y los restos de un vaso, profesor Fen. Sí. Pero es una cuestión rutinaria.

—Lo que se deduce lógicamente de todo esto es simplemente esto: que Shorthouse debió de suicidarse —dijo Adam lentamente—. Este camerino estuvo vigilado desde las once y diez en adelante… y no había nadie dentro, salvo Shorthouse, cuando el doctor llegó. Pero de acuerdo con las pruebas médicas… es imposible que Shorthouse pudiera haber estado muerto a las once y diez. ¡Su corazón no podría haber seguido latiendo durante veinte minutos!

—Exactamente, señor. —El inspector estaba exhibiendo algo parecido a la confianza por primera vez a lo largo de aquella mañana—. El suicidio, eso es lo que me parece a mí, es el único veredicto posible.

—Ojalá pudiera estar tan seguro como usted —dijo Fen, hablando casi para sí mismo—. Porque tengo una vaga idea…

Lo interrumpió el ruido de alguien que estaba llamando con los nudillos a la puerta del camerino, y Furbelow abrió. Apareció allí un hombre pequeño, impertérrito, con un maletín. Entró como una flecha —no hay forma de decirlo de otro modo—, y observó a todo el mundo con indisimulado placer.

—Muy bien, pues aquí estamos… —anunció—, vengo cargado con todos los detalles truculentos. Ah, ha sido un trabajo espléndido, eso se lo puedo asegurar a ustedes. ¡Y bien rápido! ¡Unas incisiones limpias! ¡Unas pruebas meticulosas!

—Este es el doctor Rashmole —dijo Mudge, con un gesto de resignación, a todos los presentes en general.

—Me sentaré aquí, creo —dijo el doctor Rashmole, cogiendo una silla con la suficiente violencia como para sugerir que tenía intención de atemorizarla y conseguir de ella la sumisión y el buen comportamiento que se exige a las sillas—. Y bien: estarán ustedes ansiosos por conocer todos los detalles enseguida. Tengo aquí… —y empezó a hurgar en su maletín—, en primer lugar, el informe post mortem del forense, luego el informe del analista sobre la ginebra (y qué manera de beber, por cierto), y también algo sobre la ropa, que me dieron en la comisaría de policía para que lo trajera. ¿Cómo está usted? —añadió, dirigiéndose a Elizabeth.

—Muy bien, gracias —dijo Elizabeth muy tímidamente.

—Lo primero, entonces… —el doctor Rashmole había sacado algunas cuartillas escritas a máquina— la «Causa de la muerte»: dislocación de la segunda y la tercera vértebras cervicales. Es decir, el cuello —explicó con tono condescendiente—. El hombre debía de estar con la soga al cuello. Vale, vale… no es el momento más adecuado para hacer chistes. Las consecuencias habituales del post mortem… ¿tengo que concretarlas?

—No —cortó sir Richard apresuradamente—. No.

—Luego, parece muy evidente que se endilgó una buena cantidad de barbitúricos antes de morir. Hiperemia o inflamación vascular. Edema cerebral. Degeneración en la deformación de los conductos renales, y necrosis hepática. Tch, tch, tch… —el doctor Rashmole negaba con la cabeza de un modo desaprobatorio—. Creemos que fue Nembutal, pero no podemos estar seguros hasta que se hagan más pruebas. Es un asunto premioso, muy lento y engorroso. Y luego también podría ser Soporigene. ¿Les parece esto más probable?

—Bueno, sobre eso… —empezó a farfullar Mudge muy levemente, pero afortunadamente el doctor Rashmole no le dio la posibilidad de concluir.

—Bueno, pronto lo sabremos —dijo—. A lo mejor dice algo el informe del análisis de la ginebra. A ver qué destila la ginebra, se podría decir… Vale, vale, no es momento de chistes, supongo. Echémosle un vistazo. —Sacó un sobre, lo rasgó con una salvaje puñalada del abrecartas, y extrajo el contenido—. Ah, pues era Nembutal. Trescientos gramos farmacéuticos, diecinueve gramos en la botella… menuda cantidad, menuda cantidad… y casi dos gramos en los restos del vaso.

—¿En la botella? —preguntó Fen con intriga.

—Exactamente. Al parecer la botella solo tenía un cuarto de ginebra… Bueno, pues tengo que marcharme. Les dejo estos papeles. —Y se encaminó hacia la puerta.

—Espere un minuto —lo llamó Mudge apresuradamente—. El Nembutal ese… es un somnífero, ¿no? ¿Podría dejarte grogui?

—En esas dosis —contestó el doctor Rashmole—, me sorprende que no lo matara. Tuvo suerte de salir con vida… mucha suerte, desde luego. Bien, buenos días. Hay trabajo que hacer, hay trabajo que hacer… —Y cruzó como una corriente de aire. La puerta dio un trompazo tremendo cuando salió.

—Dios mío —dijo Elizabeth abrumada—. ¿Todos los médicos de la policía son así?

Pero Mudge estaba estudiando el tercer informe que había traído el doctor Rashmole.

—Hay una cosa curiosa… —dijo lentamente—. Había restos de cuerda en los calcetines de Shorthouse… como si hubiera tenido los pies atados. Y en los puños de la camisa. —Pareció titubear—. ¿Qué significa todo esto?

—¿Hay alguna mención de marcas de ataduras en el informe post mortem del forense? —preguntó Fen.

Mudge cogió los papeles del informe forense y los escudriñó detenidamente.

—Sí… «Ligeras rozaduras en muñecas y tobillos, posiblemente causados por ataduras». Esto es verdaderamente extraño …

—No tan extraño como el hecho de que el contenido de la botella de ginebra tuviera drogas —sentenció Fen con viveza—. Si solo hubiera habido drogas en el vaso, podría pensarse que se las podía haber tomado él… como si hubiera pretendido fabricarse una especie de analgésico. Pero es inconcebible que pusiera el somnífero en la botella.

Adam levantó la mirada y lo observó, casi apesadumbrado.

—Entonces, quizá usted tenga la amabilidad de contarnos cómo puede una persona haber cometido un asesinato imposible —dijo.