Capítulo cinco
CAPÍTULO CINCO
Y entonces fue cuando en verdad empezaron los problemas.
Hubo una discusión relativa a las marcas, seguida de un desencuentro sobre el punto concreto de la partitura en que debía reiniciarse la música. Shorthouse se lo recriminó a Peacock, y luego se enzarzaron en una trifulca, «como en un debate sobre nacionalización en los Comunes», según lo expresó Adam. Aunque aquello fue el estallido que todo el mundo había sospechado que finalmente ocurriría, hubo un sentimiento generalizado de vergüenza ajena, puesto que la visión de dos hombres creciditos berreándose el uno al otro como críos es, en el mejor de los casos, un espectáculo desalentador. Sin embargo, nadie intervino; solo cuando Peacock al final se largó con cajas destempladas, después de romper la batuta contra el atril de dirección, en un arrebato de furia ciega, Adam se fue tras él discretamente. Pudo oír mientras se alejaba, a sus espaldas, el murmullo de la tensión al relajarse en el escenario.
Peacock se encontraba en la sala de ensayos. Permanecía absolutamente inmóvil, aferrado a la tapa del piano con ambas manos, y luchando por controlar sus emociones. Sus rasgos huesudos, irregulares y sensibles dejaban ver bien a las claras la tensión que estaba soportando, y de tanto en tanto se le perdía la mirada y permanecía absorto, con los ojos clavados en el vacío. Adam vaciló un instante en el umbral de la puerta; entonces dijo simplemente:
—Cuentas con mi simpatía.
Hubo un largo silencio antes de que Peacock decidiera contestar. Al final, relajó sus músculos y dijo con gran amargura:
—Supongo que debería disculparme.
—Técnicamente, sí —apuntó Adam—. Pero desde el punto de vista humano, no. Tienes que considerar que todo el mundo está de tu parte. Edwin se está comportando de un modo intolerable.
Peacock farfulló algo.
—Debería ser capaz de controlar una situación así. Después de todo, es parte de mi trabajo… —meditó—. Tú tienes más experiencia que yo en este tipo de cosas… ¿debería renunciar?
—No seas tonto —dijo Adam con vehemencia—. Por supuesto que no.
—Naturalmente, soy consciente… —Peacock hablaba con dificultad— de la conducta que sería más aconsejable. Amable, pero firme… El problema es que mis nervios no me lo permiten. Supongo que… en fin, que no estoy preparado para este tipo de trabajo… —Parecía tan demacrado que Adam se estremeció—. Pero simplemente… tengo que conseguir que esto sea un éxito. De un modo u otro, el resultado de esta producción va a afectar a toda mi carrera futura.
Se hizo un silencio.
—¿Qué pasa con el ensayo? —preguntó Adam.
—Diles que se acabó por hoy, ¿quieres? No puedo presentarme delante de nadie en este momento.
—Sería mejor que…
—¡Por el amor de Dios, diles que se acabó por hoy!
Peacock procuró controlarse enseguida, y un espasmo de vergüenza cruzó su rostro.
—Lo siento. No pretendía gritarte.
—Se lo diré —dijo Adam, y titubeó en la puerta—. Por Dios te lo pido: no cometas ninguna imprudencia… —añadió, y regresó al escenario.
Cuando llegó, anunció a todo el mundo que se había acabado el ensayo por aquel día. Shorthouse, según pudo comprobar, no estaba presente y no se enteró de la decisión de suspender.
La gente se dispersó, cuchicheando en voz baja. La orquesta comenzó a desmontar y a guardar los instrumentos en las fundas. Joan Davis se acercó a Adam.
—¿Cómo está? —le preguntó.
—No me gusta la pinta que tiene todo esto —dijo Adam—. No me gusta en absoluto. ¿Dónde anda Edwin?
—Se largó enseguida, en cuanto se fue Peacock.
Adam suspiró.
—En fin, no tiene ningún sentido quedarse aquí. Volvamos al hotel y tomemos una copa.
—¿Crees que deberíamos tener una reunión?
—Una reunión… no veo qué podríamos sacar en claro de una reunión.
Joan sonrió con gesto irónico.
—Nada, con toda probabilidad. Pero al menos purificaría un poco este ambiente enrarecido.
—Bueno, entonces, después de cenar… preferiblemente con una copa.
—Yo me encargo de prepararlo. —Joan asintió levemente, y se fue a su camerino.
En la entrada de actores Adam se topó con Shorthouse, que estaba a punto de marcharse.
—¿Qué demonios pasa contigo, Edwin? —le preguntó, arrebatado por un impulso repentino.
Shorthouse lo miró extrañado, como si no comprendiera. Llevaba despeinado su escaso pelo gris, y el sudor le perlaba las mejillas y la frente. Con una punzada de horror, a Adam se le pasó por la cabeza que aquel hombre pudiera estar volviéndose loco. Irracional y del todo inopinadamente, en aquel momento Adam sintió lástima por Edwin Shorthouse.
Pero ese sentimiento desapareció de inmediato cuando Shorthouse decidió hablar… con voz grumosa, como si el movimiento de la boca le resultara doloroso.
—Voy a llamar por teléfono a Levi… —dijo—, y voy a hacer que despidan a ese mequetrefe.
—No digas bobadas, Edwin —dijo Adam con firmeza—. Aunque Levi te hiciera caso, eso sería el principio del fin para ti. No puedes machacar a todo el mundo y excederte del modo en que lo haces sin que acabes pagando por ello.
Pero Shorthouse, sorprendentemente, no pareció ofenderse por aquello.
—Tanto sufrimiento —murmuró con voz turbia—. La gente no se da cuenta de lo que estoy sufriendo yo… —Se detuvo; y luego, recobrándose, se fue tambaleándose y se perdió en la oscuridad.
Poco después, Adam también se fue.
* * *
Dennis Rutherston, con su inefable sombrero encasquetado en el hemisferio occipital de su cráneo, se recostó hacia atrás y observó fijamente el ámbar pálido del whisky en su vaso.
—¿Por qué os preocupáis? —dijo—. Ya se arreglará. Estas cosas pasan siempre.
—Perdona —interrumpió Adam con inusitada resolución—, pero no estoy de acuerdo.
Estaban todos en el bar del Randolph Hotel, sentados alrededor de una mesa, cerca de la puerta: Adam, Elizabeth, Joan, Rutherston, Karl Wolzogen, y John Barfield. Eran las ocho de la tarde de aquel mismo día, y la abundantísima y multitudinaria clientela que habitualmente se reunía allí después de cenar aún no había llegado. No obstante, unos cuantos bebedores pertinaces compartían el salón con ellos. En la mesa de al lado, un hombre alto, moreno, con una bufanda verde alrededor del cuello, estaba hablando largo y tendido y con un tonillo de erudición magistral sobre el asunto de los raticidas; se dirigía a un pulcro caballero de mediana edad, de aspecto castrense, y a un joven de pelo castaño rojizo, de manos temblorosas, que lucía una rosa en el ojal. En el bar predominaban los colores azulados y terrosos. Gracias al Cielo en el salón se estaba calentito: todo lo contrario que en el exterior, donde hacía un frío espantoso. El tintineo de vasos, el turbio zumbido del grifo de la cerveza en la barra, y el sonido de la caja registradora se fundían agradablemente con el murmullo de la conversación de la clientela.
Adam andaba con ganas de discutir.
—Esto pasa de castaño oscuro —sentenció, amenazando con el índice a cada uno de los presentes, a modo de advertencia—. No es una cosa esporádica. Y en el caso de Edwin, parece complicarse con la autocompasión. Pero a lo que se reduce todo esto es a lo siguiente: que uno de los dos, bien Edwin o bien Peacock, debe irse… si es que queremos estrenar.
—… bulbos de escila para ratas —dijo el hombre de la mesa de al lado—. Eso causa una muerte espantosa.
Rutherston suspiró.
—Bueno, ¿y qué sugieres? —preguntó—. ¿Una delegación que vaya a hablar con Levi?
—Ya hemos tenido estos problemas otras veces —dijo Joan Davis, en quien los acontecimientos de la tarde habían provocado un comportamiento una pizca temerario en materia fumífera, y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior—. Levi nunca consentirá en largar a Edwin. Recordad: Edwin es el tirón de la taquilla. Ninguna empresa operística puede permitirse el lujo de incomodarlo.
—Bueno, para el caso —dijo Adam con irritación—, ninguna empresa operística puede permitirse el lujo de incomodarnos a nosotros.
—Querido Adam —le dijo Joan, dándole unos afectuosos golpecitos en la mano—, ¿estás sugiriendo que amenacemos con largarnos si no despiden a Edwin? Porque a mí, y hablo solo por mí, no me apetece mucho tener que enfrentarme a una denuncia por incumplimiento de contrato.
Se hizo un silencio, que al final rompió Karl Wolzogen.
—¡Ach! —bufó—. ¡Ese idiota! ¡El arte no significa nada para él! ¡Ni la Meister siquiera significa nada para él! Cuando tenía cuatro años me llevaron a ver la Meister en Bayreuth. Fue el año antes de que se muriera. Estaba como ido, pero era amable, y dijo…
Los demás, aunque simpatizaban con el entusiasmo de Karl por su enriquecedora cuanto precoz experiencia, ya habían oído aquella historia mil veces. Se apresuraron por tanto a retrotraer la conversación al problema de Shorthouse.
—Bueno, y tú, John, ¿tienes alguna opinión al respecto? —preguntó Joan.
Barfield, que estaba comiendo galletitas de jengibre, sacándolas de una bolsa de papel que tenía sobre la mesa, delante de él, tosió ruidosamente cuando una miga se le fue por el conducto equivocado.
—Me parece que solo hay una solución —explicó, cuando se recuperó—. Y es…
—El fosfato de zinc —dijo el hombre de la mesa de al lado—. Un veneno singularmente efectivo.
Barfield se sintió de repente un tanto desconcertado porque resultaba evidente que aquella injerencia voluntaria resultaba extraordinariamente apropiada en aquel momento.
—Iba a decir… —continuó con prudencia—, que lo único que tenemos que hacer es dejar que se vaya Peacock.
Hubo exclamaciones de protesta.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —añadió apresuradamente—. Ya sé que es injusto. Sé que es impresentable. Sé que los cielos clamarán venganza. ¿Pero qué otra solución tenemos?
—Fosfato de zinc —sugirió Elizabeth. Era su primera contribución al debate.
—Eso sería genial —dijo Joan con aire melancólico—, si pudiéramos envenenarlo aunque solo fuera un poquito… solo lo suficiente como para que no pudiera cantar.
Y seguramente fue en ese momento cuando la reunión se olvidó del tema de Shorthouse. Desde luego, a esas alturas ya había quedado muy claro que nadie podía aportar una solución viable que pudiera resolver el embrollo. Alrededor de las nueve se levantó la sesión, y Adam regresó al Mace & Sceptre con Elizabeth y Joan.
Ya eran más de las once cuando Adam descubrió que no tenía la cartera. Elizabeth ya estaba en la cama, y Adam estaba desvestido. El proceso de vaciado de sus bolsillos reveló la pérdida, y recordó que a lo largo de la noche había pagado las copas con dinero suelto.
—¡Maldita sea! —dijo, sin saber qué hacer—. Creo que me la dejé en el camerino del teatro. Creo que lo mejor será que vaya y la coja.
—¿Por qué no lo haces mañana? —dijo Elizabeth. Adam pensó que su esposa estaba particularmente hermosa aquella noche, con el pelo resplandeciente, como seda a la luz de la lamparita de noche.
Adam negó con la cabeza.
—Es que no voy a estar tranquilo hasta que no vaya y la coja. Había bastante dinero.
—Pero el teatro estará cerrado.
—Sí, puede ser. Pero el viejo portero de la entrada de actores duerme en el teatro, y puede que aún no se haya ido a la cama. Lo intentaré, de todos modos. —Y se estaba vistiendo otra vez mientras lo decía.
—Muy bien, cariño —dijo Elizabeth con voz soñolienta—. No tardes.
Adam se inclinó sobre ella y la besó.
—No tardaré —prometió—. Está a tres minutos de aquí.
Cuando salió fuera, descubrió que la luna estaba apepinada, sin completar la esfera, y muy pálida, y con un halo en derredor. Su luz iluminaba toda la acera sur de George Street, y al final, en la esquina con Cornmarket, Adam pudo ver el verde inmóvil de los semáforos. Un ciclista tardío pasó a su lado: la goma de las ruedas quebraba el hielo que moteaba la superficie de la calzada. El aliento de Adam se convertía en vapor en medio de la gélida noche, pero al menos ya no hacía aire.
Cruzó por Gloucester Green. Todavía había unos cuantos coches aparcados allí, y la pálida luz de la luna formaba vetas blanquecinas con los rayos amarillentos de las farolas sobre las carrocerías metálicas. Todo estaba en silencio, salvo por la persistente tos de un viandante plantado a destiempo en el exterior de una pequeña tienda de tabacos, a su izquierda. Adam se detuvo un instante para leer los carteles de un concierto que habían pegado en una pared cercana, y luego avanzó a pie por Beaumont Street.
No tuvo ninguna dificultad para entrar en el teatro de la ópera… de hecho, la puerta de la entrada de actores estaba abierta de par en par, aunque el diminuto vestíbulo del interior, con su panel de anuncios de tapete verde y su solitaria lámpara de cristal esmerilado, estaba desierto. Alrededor de las once y veinticinco ya había recuperado su cartera y se disponía a marcharse.
Su camerino estaba en el primer piso, y su decisión de bajar en el ascensor por tanto debe atribuirse únicamente al placer del movimiento mecánico descendente. Presionó el botón, y el aparato se detuvo frente a él. Se metió dentro y el ascensor cubrió la pequeña distancia hasta la planta baja. Entonces, pensando que aquel ridículo viaje era insuficiente, volvió a subir, esta vez hasta la segunda planta. A través de las portezuelas de hierro podía ver la larga y siniestra galería de camerinos, el brillo del teléfono metálico colgado en la pared del fondo, y el rectángulo de luz amarilla que salía por la puerta abierta del dormitorio del portero de la entrada de actores, que ya se había ido a su cuarto. Un instante después, el mismísimo portero salió de su habitación. Era un anciano llamado Furbelow, de pelo escaso y ralo, y unas gafas con moldura metálica. Adam, presintiendo que tal vez su presencia allí requeriría alguna explicación, abrió las puertas del ascensor y lo saludó.
—Ah, señor… —dijo el anciano con cierto alivio—, es usted.
Adam explicó pormenorizadamente el motivo de su presencia en el teatro a horas tan intempestivas.
—Pero me sorprende verlo todavía levantado… —añadió.
—Siempre me quedo levantado hasta medianoche, señor Langley, y la entrada de actores está abierta siempre hasta esa hora. Pero es que ahí abajo hace frío, así que me subo y me quedo aquí la última parte de la jornada.
—Yo diría que aquí arriba hace el mismo frío, si deja usted la puerta de su habitación abierta.
—Dejo la puerta abierta cuando tengo el calefactor eléctrico encendido. Esas cosas sueltan gases —dijo Furbelow con énfasis magistral—. Hay que tener la estancia ventilada cuando se encienden.
Aunque Adam dudaba de que hubiera mucho fundamento científico en semejante aseveración, no estaba lo suficientemente interesado en los asuntos domésticos del portero como para discutírsela. Le dio las buenas noches y abandonó el teatro. Mientras se alejaba, un coche se acercó a la puerta, y su ocupante, un hombre, entró apresuradamente por el acceso de artistas. Adam sintió una ligera curiosidad, pero no quiso entretenerse más y, para cuando llegó al hotel, aquel detalle ya se le había olvidado.
Entretanto, en uno de los camerinos que se encontraban enfrente de la puerta abierta de Furbelow, Edwin Shorthouse se balanceó un poco por la corriente de aire frío. De tanto en tanto la cuerda hacía crujir el gancho de hierro del que estaba colgado, pero eso era lo único que podía oírse.