Capítulo seis

CAPÍTULO SEIS

Que en un mundo en el que los físicos atómicos pasean libremente por la calle, profiriendo sus habituales lamentos sobre el uso indeseable que los políticos hacen de la ciencia, un asesino no pueda encontrar una víctima más apropiada que un desgraciado cantante de ópera… lo único que revela es una cierta pobreza imaginativa —dijo Gervase Fen con un gesto de profundo desprecio.

—No creo que dijeras eso —contestó Adam— si hubieras conocido a Shorthouse. No creo que haya mucha gente que lo lamente.

Los tres hombres se detuvieron en el bordillo para dejar pasar a un camión que cruzaba hacia St. Giles. El viento formó entonces un pequeño torbellino de copos de nieve a su alrededor.

—Da igual —continuó Fen cuando iban cruzando la calzada—, los buenos cantantes son escasos. Y por lo que he podido colegir —la seguridad con la que hablaba tendía a anular su presunta humildad—, era muy bueno.

—Por supuesto que era bueno. Nadie lo habría aguantado ni dos minutos si no hubiera sido por eso… No sé si acabará cuajando la nieve.

—Me parece a mí que os habéis precipitado al dar por sentado que ha sido un asesinato —dijo sir Richard Freeman, el jefe de policía de Oxford. Caminaba muy derecho, con pasos cortos, rápidos y decididos—. El inspector Mudge dice que las circunstancias sugieren suicidio… —y frunció el ceño severamente ante aquella hipérbole jamesiana.

—El inspector Mudge —remarcó Fen con un gesto de dolor. Se cruzó de brazos igual que los taxistas—. Eso duele —se quejó—. De todos modos, si fue suicidio, no entiendo por qué me habéis llamado a mí.

—Shorthouse. ¿Es algún familiar del compositor?

—¿Charles Shorthouse? —dijo Adam—. Sí. Es hermano suyo. Edwin cantó en muchas óperas de su hermano Charles, aunque en el campo del repertorio normal estaba especializado en Wagner. Wotan y Sachs. Mark. El charlatán de Gurnemanz[12]. Obviamente, cuando decidieron hacer aquí Los maestros cantores de Núremberg, Edwin tenía que hacer el Sachs.

Pasaron junto a un pub.

—Me tomaría un Burton —dijo Fen, mirando atrás con la melancólica pasión de Orfeo observando a Eurídice encaminándose a la boca del infierno—. Pero supongo que será demasiado temprano. Shorthouse apareció colgado, ¿no?

—Eso parece —asintió sir Richard Freeman—. Pero no estrangulado. Parece que fue una especie rara de ahorcamiento.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué le habían roto el cuello?

—O dislocado. Tendremos el informe forense cuando lleguemos.

—Desde luego, no es en absoluto un modo habitual de suicidarse —comentó Fen. Su semblante, habitualmente alegre y rubicundo, adquirió un aire meditabundo—. De hecho, me da la impresión de que toda la operación debió de suponer un enorme trabajo, acompañado de cierta habilidad y astucia… —Se abotonó hasta el cuello la enorme gabardina en la que iba embutido, y se ajustó su extraordinario sombrero. Tenía cuarenta y tres años, y era enjuto, larguirucho, con ojos azules y un pelo castaño que intentaba alisarse a base de agua, aunque con poco éxito—. Entiendo —añadió cuando giraron por Beaumont Street, junto al Randolph Hotel— que Shorthouse ha estado causando molestias durante los ensayos.

—«Molestias» es un eufemismo —dijo Adam con una mueca de desagrado—. Por cierto —y se volvió hacia el jefe de policía—, le pedí a mi mujer que se acercara al teatro esta mañana. Espero que no le importe. Verá, es que todo esto le interesa bastante.

—¿Su… mujer? —dijo sir Richard, con gesto abatido, como una persona que de repente tuviera que cargar con un peligroso secreto—. No sabía que estuviera casado, Langley.

—La mujer de Adam —explicó Fen— es Elizabeth Harding, que escribe novelas policíacas.

—Ah… —exclamó sir Richard—, un tema muy desagradable —añadió como quien huele algo apestoso—. Sí, claro. Desde luego. Estaré encantado de conocerla.

—También creo que quiere entrevistarte a ti, Gervase… —añadió Adam—. Está haciendo una serie de reportajes sobre detectives famosos para un periódico.

¡Detectives famosos…! —dijo Fen, con gran complacencia—. Oh, por mis patas de conejo. ¿Has oído eso, Dick? —añadió, dándole de repente una palmetada en el pecho al jefe de policía para asegurarse de que le prestaba atención—. ¡Detectives famosos, nada menos!

—Imbéciles célebres —dijo sir Richard contrariado—. ¡Puag!

—Bueno, pues ya hemos llegado… —concluyó Adam.

Cruzando por la esquina de St. John Street, llegaron a la ópera, y avanzaron, con Fen gruñendo de un modo bastante molesto por el frío, hasta la entrada de artistas, que se encontraron vigilada por un guardia. A su lado, un pequeño grupo de hombres de sórdido aspecto con fundas de instrumentos, con los cuellos de los abrigos vueltos hacia arriba para protegerse del gélido viento y con los dedos azules e inflamados, estaban conversando con una arpista.

—Buenos días, señor Langley —dijo uno de los músicos—. Un asunto feo, ¿eh? ¿Vamos a tener ensayo? ¿Usted qué cree?

—Desde luego, hasta la tarde por lo menos, no —contestó Adam—. Depende de la policía, diría yo.

—No cancelarán la producción, ¿no?

—No, seguramente no. Ya encontrarán a otro Sachs. Pero eso tal vez signifique que haya que posponer el estreno.

—Bueno, yo voy a echar un trago —dijo el oboe—. ¿Alguien se apunta?

El policía de la puerta saludó a sir Richard Freeman. Saludó también a Fen, un poco menos formalmente. Y no saludó a Adam en absoluto. Entraron.

La puerta de artistas conducía a un pequeño vestíbulo, muy sobrio, de donde partían dos tramos de escaleras, hacia arriba y hacia abajo. Había también una especie de garita, amueblada con unas cuantas comodidades muy básicas, donde el portero vivía durante el día, donde trabajaba y donde hacía su vida, pero en aquel momento estaba vacía. Empujaron unas puertas batientes y pasaron a las bambalinas. Se encontraron en un espacio semi iluminado. Moviéndose con cuidado entre cuerdas, focos y decorados apoyados precariamente contra las paredes, no tardaron en estar en disposición de oír y ver una especie de altercado que se estaba desarrollando en el escenario.

Un único foco encendido en la tramoya superior iluminaba a Elizabeth y a un inspector de policía, ambos francamente enfadados. En el fondo, casi en penumbra, había otras figuras que deambulaban como espectros a las puertas del limbo. Pero el centro de toda la acción que se estaba desarrollando en aquel momento eran Elizabeth y el inspector. El inspector de policía, a primera vista, era bajito, y tenía un aspecto mustio y malévolo; y Elizabeth estaba con las manos en las caderas, mirándolo con gesto furibundo.

—Es usted un burro intolerable y pretencioso —lo estaba informando en un tono mesurado y administrativo—. Un chusquero. Un bobalán. ¡Un cabeza de chorlito!

—Escúcheme… —decía el inspector con contención melodramática—. Le ruego que me escuche un momento… Ya me está usted hartando… No tiene usted derecho a estar aquí, señorita. Y si no se va usted… ahora… ¡inmediatamente!, la acusaré de obstrucción a la autoridad en el desarrollo de mis deberes.

—Me gustaría a mí ver eso —replicó Elizabeth, con una virulencia tan intensa y malévola que incluso Fen se asustó. Elizabeth se volvió hacia los recién llegados—. Y si se cree usted que… —se interrumpió, y de repente su rostro se iluminó—. ¡Adam!

—Cariño, ¿tienes algún problemilla? —le preguntó Adam—. Quiero presentarte a sir Richard Freeman, el jefe de policía, y a Gervase Fen. Elizabeth, mi mujer.

—Un placer —dijo sir Richard con varonil firmeza—. Está bien, Mudge, ya me ocupo yo… —añadió, dirigiéndose al furibundo inspector.

—Como usted diga, señor —contestó Mudge—. Como usted diga, naturalmente. Como usted diga. —Y se retiró unos pasos, farfullando irritado.

—Bueno, bueno… —Fen sonrió con gesto adulador a Elizabeth, como un ogro a punto de devorar a un niño pequeño—. Estoy encantado. Puedo contarle algunas cosas sobre Adam… —continuó con gran amabilidad.

—Me acaban de rescatar ustedes justo a tiempo —la voz de Elizabeth aún tenía un rastro de mal humor—. Adam, cariño, llegas terriblemente tarde.

—Sí, querida —dijo Adam con gesto de arrepentimiento—. Lo siento.

—Y ahora —dijo sir Richard, que francamente no estaba muy interesado en aquella conversación—, veamos cuáles son los hechos, Mudge. ¿Ocurrió aquí?

El jefe de policía miró a su alrededor. La luz del escenario iluminaba débilmente las primeras filas de la platea. Unos bastidores a medio pintar salían de los laterales. Entre bambalinas, se podía ver la galería del electricista. Había un montón de basura y de polvo. Había marcas medio borradas de tiza que había trazado el productor en el suelo, para ayudar a los intérpretes a situarse en los ensayos. En el foso podía verse un amasijo de metales. Pero en todo el teatro no había nada, aparte de un montón de cuerdas, que sugiriera suicidios o violencias.

—No, señor. —Mudge informó a su superior tal vez con más irritación de la que sería aconsejable—. No fue aquí. Fue en el camerino.

—Bueno, pues llévenos allí entonces —dijo sir Richard—. Es absurdo estar aquí como si fuéramos un grupo de personajes de un melodrama.

Mudge suspiró, y pronunció, como si fuera una fórmula áulica, la palabra «Furbelow». El portero de la entrada de artistas se materializó entre los espectros periféricos, y se plantó delante de ellos con ojos asombrados.

—Buenos días, señor Langley —dijo con voz dubitativa.

—Furbelow, será mejor que venga con nosotros. —Mudge hablaba con un tono imperioso—. Sir Richard querrá oír lo que usted tiene que decir.

—¿Quién es este hombre? —preguntó sir Richard con disgusto.

—El portero de la entrada de artistas, señor. Su testimonio es importante.

—¿Ah, sí? —dijo sir Richard, como uno que se enfrentara de repente con un monstruo de la naturaleza—. Importante, ya veo.

—Vamos, vamos… —dijo Fen con impaciencia—, o no empezaremos nunca.

Al final a duras penas se las arreglaron para salir del escenario. Adam quería coger el ascensor, pero parecía que al tembloroso y decrépito Furbelow le daban miedo los ascensores. Si se rompe la maquinaria, explicaba, y uno se precipita con violencia contra el suelo… En cualquier caso, aquel ascensor en particular era demasiado pequeño para acogerlos a todos, así que subieron andando, animados por algunos apuntes del jefe de policía respecto a los beneficios del desarrollo muscular… El inspector primero, sir Richard tras él, Fen pisándole los talones, y luego Adam y Elizabeth, y finalmente Furbelow. Cuando llegaron al segundo piso, avanzaron en fila india, rodeando una escalera de metal que alguien había abandonado allí del modo más insensato y descuidado, y que conducía al tejado, y al final llegaron a una puerta con un cartel que ponía Edwin Shorthouse. El inspector se detuvo.

—Aquí es —dijo.

—Bueno… bueno… —murmuró sir Richard, enojado ante la redundancia de su propia expresión—. Echemos un vistazo. El cadáv… eeeh… ya se lo han llevado, supongo.

—Oh, sí, señor. —Mudge estaba metiendo la llave en la cerradura—. De hecho, el análisis post mortem ya debería haber acabado a estas horas. Estoy esperando que Rashmole aparezca por aquí en cualquier momento.

—¿Se ha puesto en contacto con el hermano?

Mudge se detuvo en sus operaciones cerrajeras, para disgusto de todo el mundo; en la galería de camerinos desde luego había unas espantosas corrientes de aire.

—Le telegrafié esta mañana temprano, señor —dijo—. Y llegó una contestación unos minutos antes de que usted llegara. —Titubeó—. Una contestación un poco rara. Antinatural, a mi parecer.

—Bueno, ¿y qué dice?

Mudge se apartó de la puerta y rebuscó en sus bolsillos; al final sacó un telegrama; se lo pasaron de mano en mano. Decía:

encantado — durante meses esperando suicidio — ¡bien! — no molesten con preguntas — charles shorthouse

—Bueno, maldita sea mi alma… —Sir Richard parecía indignado—. Esto debe de ser una broma.

—Me parece que no… —dijo Adam—. Charles Shorthouse es una persona muy excéntrica, ¿sabe? Y todo el mundo sabe que detestaba a su hermano. Me da la impresión de que es exactamente el tipo de telegrama que cualquiera esperaría que enviara.

—De todos modos, ¿dónde vive?

—Cerca de Amersham, creo.

—Muy bien… Mudge, ¿quiere hacer el favor de abrir esa puerta de una vez?

Por fin pudieron entrar. Era un camerino muy grande… desordenado, como todos los camerinos, y como todos los camerinos, sucio. La ropa estaba colgada al azar de perchas, o se amontonaba sobre las sillas. El tocador era un basurero de manchas de grasa y fotografías. Una partitura vocal de Los maestros cantores de Núremberg, hecha jirones y garabateada, yacía en el suelo. Había uno o dos libros, ligeramente manchados de maquillaje; dos botellines de cerveza vacíos, y uno medio lleno; una palangana; una máquina de escribir; algunas hojas de papel en blanco. No había ventanas, así que encendieron las luces del tocador, en cristal mate, que se reflejaron al otro lado del espejo; pero en una parte de la estancia, donde el techo parecía abombado, había un pequeño tragaluz como de tres pulgadas cuadradas, que podía abrirse desde el tejado.

—Parece que estaba como en casa —comentó Fen—. Los ensayos generales aún no habían comenzado, ¿verdad?

—No. Pero él siempre se pasaba un montón de tiempo en su camerino —dijo Adam—. Bebiendo, sobre todo. Debería haber por aquí por lo menos un par de botellas de ginebra. Era muy aficionado a la ginebra.

—Las había —dijo Mudge—. Y están siendo analizadas en este momento. Aquí… —Adam se sintió abrumado momentáneamente por la sensación de estar asistiendo a un recorrido turístico—, aquí es donde estaba colgado el cuerpo —añadió Mudge un poco dubitativo.

—¡Colgado…! —dijo Fen con emoción—. Dios mío. Parece que apenas hay suficiente altura como para que se rompiera el cuello.

—En los patíbulos —explicó Elizabeth con animada precisión— dejan una altura de seis a ocho pies, dependiendo del peso.

Fen la observó con recelo.

—Sí —admitió—. Está usted completamente en lo cierto. Pero… naturalmente, todo es una cuestión de tensiones. Con suerte… no sé por qué utilizo aquí la palabra ‘suerte’, pero en fin: con suerte, te puedes romper el cuello cayendo de una altura de solo un pie, más o menos.

Todos se quedaron mirando el grueso gancho de hierro del que había colgado la soga. Estaba empotrado en el techo, aproximadamente a un pie de distancia del abombamiento donde estaba el tragaluz, y como a unos siete pies de la propia claraboya.

—¿Para qué está ahí? —preguntó sir Richard, sacando su pipa—. ¿Estaba ahí antes?

Furbelow, consultado por Mudge, opinaba que nunca había habido ahí un gancho.

—Y es más —dijo Mudge—, hay restos de yeso en el suelo.

Evidentemente el gancho se colocó ahí hace muy poco tiempo, y se puso con una intención… Bueno, el hombre estaba colgado de ahí. En la cuerda no había nada que llamara la atención… tenía la longitud de una cuerda de tender la ropa…

—¿Tenía el nudo debajo de la mandíbula? —preguntó Fen. Se había sentado, y se estaba palpando su propia mandíbula, con ademán meditabundo.

—Vaya, sí, señor, así es. Fuera él mismo o cualquier otro el responsable, evidentemente sabía en lo que se andaba. —Mudge se calló entonces, a juicio de Adam porque se había quedado meditando retrospectivamente la gramática de la frase que había pronunciado.

Sir Richard prendió una cerilla.

—Continúe —dijo, moviéndola vigorosamente. La cerilla se apagó.

—El interior de la cuerda estaba almohadillado… —Mudge había caído en una especie de sonsonete cantarín, que evidentemente consideraba muy apropiado para su actuación—, con una especie de viejo relleno de algodón. Y… en fin, supongo que eso es todo.

¿Todo? —exclamó sir Richard—. No sea ridículo, Mudge. Eso no puede ser todo. ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Y cuándo?

—Lo encontró el doctor Shand —informó Mudge.

—¿El doctor Shand? —Fen había estado sentado delante del espejo, pintándose un gran bigote negro en la cara. Entonces se volvió y mostró el resultado. Elizabeth profirió un pequeño grito divertido. Fen le frunció el ceño—. Shand es un hombre digno de toda confianza, Dick —añadió—. ¿Pero qué estaba haciendo aquí en plena noche?

—Por el amor de Dios, Gervase —dijo sir Richard—, deja de jugar con el maquillaje… Sí, Mudge, díganos —se volvió hacia el inspector—, ¿qué estaba haciendo el doctor Shand aquí en plena noche?

—Vino respondiendo a un mensaje urgente de parte de Shorthouse —explicó Mudge apresuradamente.

—Ah. Dice usted… «de parte de». ¿Quién le hizo llegar ese mensaje?

—Ahí está la cosa. El doctor Shand no lo sabe. Fue un mensaje telefónico.

—Esto se pone interesante —dijo Fen. Se había aplicado crema desmaquilladora en la zona del bigote, y ahora parecía como si se hubiera comido un merengue—. Así que el doctor Shand vino y subió aquí. ¿Cuándo, por cierto?

—Alrededor de las once y media. Vino directamente aquí arriba… por la galería de ahí afuera, quiero decir, y vio que Furbelow estaba en su habitación, ahí enfrente.

—Pero… un momento… —dijo Adam de repente—. Yo estuve en el teatro ayer por la noche.

—Oh, Adam, es verdad que estuviste… —dijo Elizabeth, con un gesto de franca admiración.

—Santo Cielo, Adam, ¿y se puede saber qué estabas haciendo aquí? —preguntó Fen.

—Vine a buscar mi cartera. La dejé en mi camerino durante los ensayos de la tarde, y la olvidé. Tenía un montón de dinero dentro, y da la casualidad de que las cosas tienden a desaparecer de los camerinos, así que vine a buscarla en cuanto me acordé. Debo decir que no me imaginaba ni por lo más remoto que Edwin Shorthouse pudiera estar aquí en absoluto, y muerto… ¡Qué cosa tan asombrosa!

Mudge parecía estar sufriendo algún desconocido trastorno emocional.

—Ahora, señor… —comenzó a decir, mirando con inquietud al jefe de policía—, me temo que no me había dado cuenta en absoluto de quién es usted…

—Es Adam Langley —dijo Fen, aunque apenas se le entendió, porque hablaba a través de una toalla—, que interpreta el papel de Walther en Los maestros cantores de Núremberg.

—El único tenor de primer nivel con un perímetro abdominal aceptable —añadió Elizabeth con orgullo—, en toda Europa.

—Así que recuperó usted su cartera, señor. Muy bien. ¿Y qué hora era?

—Oh… las once y veinte… o y veinticinco, diría yo.

—¿Y su camerino está en…?

—En el piso de debajo de este.

—Exactamente —Mudge asintió con gesto sagaz—. Y bien, ¿hizo usted algo más mientras estuvo usted en el teatro?

—Me metí en el ascensor un poco… —Adam comenzó a hablar un poco titubeante—… en el ascensor…

—¿Perdón, señor?

—Me subí al ascensor para dar un viaje —repitió Adam con más firmeza—. Me gustan los ascensores. Me produce una extraña sensación estar dentro.

—Yo diría que por esa misma razón…

—Es una sensación agradable, desde luego. —Adam explicó lo que había estado haciendo—. Hablé con Furbelow —concluyó, y añadió sin ninguna necesidad—: Al parecer se sienta ahí toda la noche con la puerta abierta por culpa de los gases que desprende la estufa eléctrica.

—Bobadas —dijo sir Richard con un incisivo sentido común.

—¿Se encontró usted con alguien más, aparte de Furbelow, mientras estuvo aquí? —inquirió Mudge.

—Con nadie. Cuando concluí mi viaje de placer, me fui directamente a casa… Oh, hay una cosa, sí… Cuando ya me iba, vi un coche que aparcó delante de la entrada de artistas. Pero me imagino que sería el doctor.

Fen no parecía especialmente interesado en aquella secuencia de recuerdos desordenados.

—Bueno, ya es suficiente —dijo bruscamente—. Volvamos a la llegada del doctor Shand, y al descubrimiento del cuerpo.

Mudge tosió, y adoptó una actitud que recordaba a un niño dando la lección.

—El doctor Shand abrió la puerta —se detuvo entonces con un gesto que simulaba conmoción y asombro— y vio a Shorthouse colgando del punto que ya he señalado —y volvió a señalarlo de nuevo—. Inmediatamente llamó a Furbelow, que como sabemos estaba en la habitación de enfrente, y entre los dos descendieron al desafortunado caballero. Ahora bien, aquí está el asunto… —Mudge señaló a todos con el dedo índice, con gesto admonitorio, al parecer, recriminándoles su falta de atención—. ¡En ese momento, Shorthouse estaba todavía vivo, técnicamente hablando! Es decir, que todavía respiraba, que su corazón aún latía. Me han dicho que eso ocurre a veces en determinados casos de ahorcamiento… El doctor Shand le tomó el pulso —el inspector consultó algún tipo de anotación mental—, y aún había circulación sanguínea en sus venas. Por supuesto, fue imposible revivir al hombre… el corazón se le detuvo solo unos instantes después de que lo hubieran descendido. Y entiendo que eso de que el corazón siga latiendo después de la muerte solo puede durar unos pocos minutos… como mucho.

Nadie dijo nada. Sir Richard estaba aplicando una cerilla a su pipa, y la luz de la misma parpadeó de un modo irregular sobre su rostro cetrino y arrugado, con su pelo gris acerado y su bigote. Fen había dejado de jugar, y estaba sentado en el borde de la mesa de maquillaje, con la mirada azul pálida absorta, con su habitual imaginación juguetona en suspenso. Elizabeth se había sentado, y Adam se encontraba apoyado en el respaldo de su silla. Furbelow, cerca de la puerta, descansaba alternativamente en una pierna y en otra. Y en medio de todos ellos estaba el inspector, como un demonio de segunda, enumerando las reglas del infierno a un aquelarre de brujas particularmente torpes.

—Y esto es todo, por ahora —añadió—. Y ahora les pediría a todos ustedes que tuvieran en cuenta que no había nadie aquí, aparte de Shorthouse, cuando llegó el doctor Shand. Como es un hombre sensato, tuvo la precaución de asegurarse de ello, pero ustedes pueden ver por sí mismos que aquí no hay ningún lugar donde esconderse. Es más, literalmente no hay sitio por el que entrar o salir, excepto por la puerta.