Capítulo dieciséis

CAPÍTULO DIECISÉIS

Fue a última hora de la noche de un lunes cuando Edwin Shorthouse encontró la muerte; el martes por la tarde Elizabeth fue agredida; y la investigación judicial estaba prevista para el miércoles por la mañana. Una hora antes de la hora fijada para el comienzo, Fen acudió al Mace & Sceptre para ver a Peacock.

Gervase Fen confiaba en que aquella sería la última de las entrevistas imprescindibles, aparte quizá de la posibilidad de mantener una charla con Karl Wolzogen; y se vio obligado a admitir para sus adentros, cuando entró en aquel vestíbulo ya tan familiar, que hasta ese momento había avanzado muy poco en el caso, inusualmente poco. De un modo paulatino se había hecho cada vez más evidente que la teoría oficial se decantaba por considerarlo un suicidio; Mudge le había contado por teléfono esa misma mañana que consideraba el Nembutal que había aparecido en la botella de ginebra como un elemento completamente aparte y no relacionado con el ahorcamiento. Y cuando se le preguntó cómo explicaba las marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos de Shorthouse, y la dislocación de las vértebras del cuello, el inspector había contestado en términos un tanto cortantes, afirmando que era incapaz de explicar todos esos hechos y, además, dado que al parecer resultaba del todo imposible refutar la declaración de Furbelow, consideraba que no había modo alguno de resolver el problema, más allá de un felo de se[40]. Ante aquella respuesta, Fen no pudo sino desconfiar de su propia intuición: consideró que tal vez Mudge pudiera estar en lo cierto, pues no era del todo imposible, y pensó que él mismo podría estar representando de nuevo el error del ridículo señor Blenkinsop, yendo más allá de lo necesario. Y fue solo por el hecho de que sentía una innata aversión a abandonar cualquier cosa a medias por lo que siguió adelante con sus indagaciones.

Dio con Peacock sin muchas dificultades, y bajaron al salón de clientes del hotel a tomar café. Era todo lo contrario del bar —que tenía una oscura apariencia gótica, que recordaba a un calabozo, con alabardas, ceintures de chasteté y otros espantosos aparejos medievales— y, a pesar de su tamaño, representaba al menos una afortunada aproximación a la comodidad y el bienestar burgués. Incluso había, en sus robustas mesas atestadas de revistas viejas, en sus mullidas alfombras y esterillas, en sus otomanas con estampados de cretona y en sus butacones, un indicio de parodia doméstica involuntaria, que se veía acentuada por la virulenta aparición ocasional de camareros vestidos de etiqueta, cuya misión era ofrecer esa serie de jarritas y cafeteras y teteras metálicas que parecen destinadas específicamente a abrasar los dedos de los clientes. Una eterna quietud invadía el lugar, emanada tal vez del único par de caballeros que siempre se encontraban en aquella estancia, dando sus últimas cabezadas delante de los periódicos, ignorando el tintineo de las cucharillas del café o la grave vibración que se producía en los cristales de las ventanas de tanto en tanto, cuando pasaban los autobuses por la calle. La conversación, entre aquellas cuatro paredes, se amortiguaba casi imperceptiblemente y se convertía en un susurro.

Peacock mostró una gran disposición a ser interrogado.

—Naturalmente —dijo—. Le ayudaré en todo lo que pueda, aunque debo confesar, para empezar, que considero la muerte de Shorthouse casi como una bendición divina… —Su voz tenía un curioso matiz hueco y áspero—. Obviamente, yo no tenía ninguna razón para apreciarlo… Probablemente ya se haya enterado usted de mi desafortunado arrebato de furia en el ensayo de anteayer. Gracias a Dios, tengo una coartada para la hora en que lo asesinaron.

—Permítame felicitarle —dijo Fen secamente—. Al parecer es usted la única persona en toda la ciudad de Oxford que la tiene.

—Es pura suerte —dijo Peacock—. Decididamente, solo buena suerte. —Se calló para pagar al camarero—. Simplemente, dio la casualidad de que estuve en el despacho del director del hotel, charlando y bebiendo cerveza, justo hasta medianoche. Y él y su esposa estuvieron conmigo todo el tiempo.

Peacock contaba todo aquello con la ingenua satisfacción y orgullo de un profesor de clásicas que ha descubierto alguna remota alusión mitológica en las obras de Hesiodo. Pero Fen no parecía muy impresionado. Después de todo, en absoluto es imprescindible que el trampero esté presente cada vez que un conejo cae en el cepo… Al hilo de aquella idea, sin embargo, se le ocurrió un conjunto de posibilidades completamente nuevas… aunque no podían comprobarse en ese momento.

—Es muy afortunado —asintió—. En realidad, sin embargo, estoy más interesado en lo que ocurrió ayer por la tarde que en la hora a la que murió Shorthouse.

—¿Ayer por la tarde? ¿Y por qué?

Todo el mundo preguntaba eso, pensó Fen con amargura: todos preguntaban eso, y en cada uno y todos los casos él se veía obligado a dar una contestación evasiva y poco convincente que inevitablemente los ponía a todos en guardia…

—Por una razón que ya le explicaré en su momento —dijo, haciendo un esfuerzo.

Peacock aceptó la explicación sin expresar más curiosidad, al menos aparentemente.

—¿Y qué quiere saber?

—Sencillamente, qué estaba haciendo usted en ese momento.

La requisitoria se satisfizo al instante. Después de comer, Peacock había sido interrogado por Mudge, y después se había retirado a su habitación con la idea de repasar la partitura de Los maestros cantores… Permaneció en su habitación hasta que Mudge volvió a llamar alrededor de las tres para decirle que a partir de ese momento el teatro quedaba disponible para sus funciones habituales. Inmediatamente después había llamado a Karl Wolzogen y le había encomendado que intentara reunir a la gente para un ensayo improvisado a las cinco.

—Y he de decir que me sorprendió mucho —añadió Peacock— que consiguiera reunir a tanta gente a tiempo. Afortunadamente, yo me había ocupado de advertir a algunas personas, antes de eso, de que podría haber tal vez un ensayo… Y alrededor de las cinco menos cuarto Karl apareció para informarme de lo que había conseguido. Y luego nos fuimos directamente al teatro.

—Juntos, claro.

—En realidad… no. Karl se quedó atrás…

—Por alguna necesidad imperiosa —dijo Fen, citando a Wilkes.

—Si quiere usted llamarlo así… —Peacock frunció el ceño, aparentemente repudiando aquel inofensivo eufemismo—. En cualquier caso, no tardó mucho en venir al teatro.

«Al acecho en un baño o un lavabo…». Esa posibilidad ya se le había pasado por la cabeza, recordó. Y ahora era evidente que bien Peacock o Karl Wolzogen podrían haberse colado en la habitación de Elizabeth sin que Joan pudiera haberlos visto cuando esta se aproximaba desde las escaleras. Desgraciadamente había una ausencia general de exactitud en la cronología de aquella media hora en concreto… y, aún más desgraciadamente, seguía siendo imposible adjudicar con alguna seguridad las agresiones a Elizabeth ni a Peacock ni a Wolzogen, puesto que alguna tercera persona, que estuviera esperando fuera de la habitación, podría perfectamente haberse asustado cuando se abriera la puerta de Peacock y podría haber huido a refugiarse en el primer baño que encontrara, saliendo después para llevar a cabo su agresión solo cuando no hubiera moros en la costa. Desde luego, el pasillo estaba enmoquetado, y Joan Davis, aproximándose desde la esquina, habría resultado del todo inaudible… Aquellas retorcidas consideraciones, sin embargo, no conducían a parte ninguna. Todo lo que aportaban en definitiva era que el agresor de Elizabeth podría haber sido absolutamente cualquiera. Sin embargo, Fen estaba de nuevo atrapado y exasperado ante el carácter impenetrablemente esquivo de aquel caso. Cada vez que parecía atisbar, en el horizonte, alguna conclusión definitiva e incontrovertible, se difuminaba en cuanto se acercaba y al final se desvanecía como un espejismo, dejándolo pasmado ante el implacable paisaje de un monótono desierto…

—Va a ir usted a la investigación judicial, ¿no es así? —dijo Peacock mirando el reloj.

—Sí, pero todavía tenemos tiempo.

—Solo estaba pensando que, a la vista de lo que dicen los periódicos, seguramente habrá un gentío.

Eso sí que era verdad. La muerte de Edwin Shorthouse, aunque en parte había quedado eclipsada por los alevosos tejemanejes de la fundación de la Organización de Naciones Unidas, al final había alcanzado las portadas de la prensa. Fen terminó su café.

—Supongo que a usted no lo habrán citado.

—No, gracias a Dios —dijo Peacock—, aunque a Stapleton sí… Lo mejor será que nos vayamos ya si queremos entrar. Voy a coger mi abrigo y nos vemos en el vestíbulo.

Mientras esperaba, Fen pensó: «Algo más tendrá que ocurrir. Alguna otra cosa tiene que pasar para que consiga hacerme con este caso…». Pero no tenía ninguna razón para sospechar que fuera a ocurrir algo tan pronto y que fuera tan horrible.

* * *

El sol hizo una tímida aparición mientras bajaban andando por Cornmarket hacia el ayuntamiento, en St. Aldate, donde estaba la sala en la que iba a tener lugar la investigación judicial. Peacock había estado totalmente en lo cierto respecto a lo del gentío, y solo pudieron entrar gracias a que el sargento al mando conocía a Fen. Prácticamente todo el mundo estaba allí: Adam, Elizabeth, Joan, Karl, Boris, Judith, Mudge, Furbelow, el doctor Rashmole y, sorprendentemente, el Maestro Shorthouse, sonriendo con complacencia bajo un sombrero de fieltro y asistido por Beatrix Thorn. La sala era inhóspita, con un suelo irregular y polvoriento de madera, unos ventanales altos y lúgubres, y una buena cantidad de incómodas sillas desvencijadas, acompañadas aquí y allá por viejísimos pupitres escolares, ennegrecidos por vetustos manchurrones de tinta y tallados hasta lo imposible con los nombres de infinitas generaciones de estudiantes. En un extremo de la sala, una tarima acogía la silla del juez de instrucción, con la mesa y un bote de tinta. Los representantes de la prensa permanecían apartados como leprosos a su derecha, bostezando, jugueteando, estornudando y curioseando. Frente a ellos estaba la mesa reservada para el jurado. El ambiente era subártico. Había un murmullo constante y tranquilo.

—Por cierto —dijo Fen, mientras él y Peacock se abrían paso hacia dos sillas vacías que se encontraban inmediatamente detrás de Adam, Elizabeth y Joan Davis—, hay una cuestión que olvidé preguntarle: cuando usted partió hacia el teatro de la ópera ayer, ¿vio usted a alguien conocido merodeando por el pasillo?

Pero aquella esperanza desesperada quedó chafada al instante, y Fen, amargado, dejó a Peacock y se fue a ver a Mudge.

—Vamos a ver si conseguimos un veredicto de suicidio, rapidito… —dijo el inspector en respuesta a las preguntas de Fen—. Respecto al Nembutal, ya sabes, estamos intentando a ver si podemos tratarlo como un caso aparte.

—¿No vas a intentar inculpar a nadie?

—No tenemos caso —admitió Mudge—, a menos que surja algo nuevo.

—Aquel taburete que encontraron tirado en el camerino… ¿lo han analizado?

—Sí. Tenía las huellas de los zapatos de Shorthouse, sus huellas dactilares y muchísimas otras huellas antiguas que obviamente no tienen nada que ver con el caso. Es exactamente lo que uno podría esperar en un caso de suicidio.

—Exactamente lo que uno podría esperar… —farfulló Fen— de un asesino muy listo.

Fen se pensó si aprovechar aquella oportunidad para contarle a Mudge lo de las agresiones a Elizabeth, pero al final decidió no hacerlo, y regresó a su asiento. Elizabeth se volvió para hablar con él.

—Profesor Fen —le dijo—, le debo una disculpa.

—Qué tontería.

Elizabeth insistió.

—Me comporté de un modo intolerablemente grosero con usted ayer por la noche.

—«Imperceptiblemente» es el adverbio que conviene aquí —dio Fen, sonriéndole—. Bueno, Adam, ¿cómo te encuentras?

—Tiene resaca —dijo Elizabeth con gesto desaprobatorio. Adam asintió y confirmó tan triste diagnóstico.

—Bueno —dijo Joan Davis—, con total franqueza os lo digo: estoy aterrorizada.

—Ya le dije que no tiene de qué preocuparse —le dijo Fen.

Al final salió el jurado. Estaba compuesto por cinco hombres y dos mujeres, con diversos niveles de desconcierto y de serenidad en sus ademanes. Los representantes de la prensa los miraron y comenzaron a sacudir violentamente sus bolígrafos para hacer fluir la tinta. El presidente del jurado, un individuo pequeño y epiceno, con voz aflautada y gestos arrogantes, hizo algunos chistecillos sobre la incomodidad de las sillas. Fen observó aquello con secreta inquietud.

Poco después apareció el juez de instrucción, y en medio de una apresurada agitación del público, que apagaba apuradamente sus cigarrillos, comenzó la vista preliminar.