Capítulo once
CAPÍTULO ONCE
Elizabeth había visto partir a Fen y a Adam por la puerta principal de St. Christopher, y cuando el estruendo de Lily Christine III se fue apagando por Broad Street adelante, casi comenzó a desear haber ido con ellos. Oxford, en vacaciones, tiene como un vacío… transmite como una sensación casi deprimente. Los escasos profesores, o becarios o estudiantes que se ven deambulando por los claustros solo consiguen que uno recuerde con más intensidad que efectivamente todo el mundo está de vacaciones. Unos amenazadores carteles en las puertas de entrada, escritos en letras gordas y negras, advierten al público que ya no se permite la entrada a los jardines de los colleges; a los porteros, adormilados en sus dependencias ultracaldeadas, se les molesta tan poco que cualquier intrusión en su apacible tranquilidad les resulta verdaderamente ofensiva e insultante; los servicios religiosos cantados, en las distintas capillas, degeneran de repente y de un modo asombroso: los coros pictóricos que cantan exaltados durante el curso quedan reducidos a una ridícula escasez, y se ve a los coristas rezongando monótonamente mientras una parroquia exigua de dévots procura ocultar sus bostezos en los bancos; mientras, en los tablones de anuncios, habitualmente atestados de papeles, folletos y notas, unos cuantos carteles atrasados, con las esquinas medio vueltas por la desidia y el abandono, ondean tristemente, a merced de las corrientes de aire, y de tanto en tanto se avista una maleta abandonada, atada con cuerdas, olvidada por la compañía de ferrocarril, acumulando polvo en medio de un montón de cubos antiincendio rojos y sacos terreros.
Considerado en su conjunto, todo eso resulta deprimente. Elizabeth se sintió un tanto abatida cuando se quedó mirando hacia St. Giles después de que su marido se marchara. Pensó que podía tal vez regresar al Mace & Sceptre y pasar allí la tarde leyendo; podría ir a revolver libros en Blackwell’s; podría ir al cine… Pero dado su estado de ánimo, inquieto e impaciente, ninguna de aquellas opciones le resultaba especialmente atractiva. Al final decidió revisitar Somerville, su antiguo college, y con esa intención se encaminó hacia el norte por Woodstock Road.
La caminata, sin embargo, resultó infructuosa. Una portera, nueva y a la que Elizabeth desconocía, y ataviada con una indumentaria más moderna aunque también más austera que la de sus colegas de los colleges masculinos, le comunicó que todas las profesoras que ella había conocido ya no vivían en Oxford… Estarían, o eso supuso Elizabeth, arrugadas y forradas de abrigos, tomando el sol en la terraza de un hotel suizo, o aisladas en un rincón apartado de la Bibliothèque Nationale de París, anotando con minuciosa e incansable laboriosidad los errores que cometió un amanuense despistado en un manuscrito medieval… Elizabeth se dio media vuelta, chafada. Se había hecho a la idea, aunque sin ninguna razón particular, de que lo que necesitaba era compañía y conversación… aunque fuera la conversación y la compañía de profesoras universitarias. Se topó con una cabina telefónica y llamó sin mucha emoción a algunos conocidos, hasta que se le agotó lo suelto; consideró la posibilidad de ir a cambiar más dinero a una tienda cercana, y casi de inmediato se sintió descorazonada; deambuló malhumorada hasta la biblioteca Taylorian, medio intentando encontrar un reciente libro en alemán sobre huellas digitales; y al final, cuando hubo encontrado de todo menos lo que deseaba, se fue al cine.
Las dos películas que vio apenas disiparon la deprimente tristeza que se cernía sobre ella. La primera era uno de esos documentales, tan caros a los críticos de la prensa dominical, sobre la tierra y los que pasan sus sencillas vidas en constante contacto con ella. Una voz sentenciosa no hacía más que proferir comentarios sentenciosos y por momentos aterradores. («La vida es el trigo, el trigo rojo, el trigo blanco; el trigo es la vida…», etcétera, etcétera, etcétera). Proyectaron una secuencia interminable en la que se mostraba el nacimiento de un niño, pero en unas condiciones primitivas y muy rudimentarias. Y al final se ofrecía una visión obscena y apocalíptica de la higiene —los personajes más progresistas miraban al futuro con ojos anegados en lágrimas, pero con un rictus de optimismo— en la que prácticamente todo el mundo sería vacunado contra esto o lo otro. Y, aunque la película no lo mostraba, Elizabeth no pudo sino imaginar la habitual retahíla de consecuencias horrorosas que acarrearía la vacunación y que muy amablemente se detallaban en los folletos que se proporcionaban a la entrada.
La segunda película iba de espías, y tal vez podría haberse considerado como un tributo menor a la paranoia de Hitler en un mundo en paz. Era una de esas películas en las que, al principio, hay una gran incertidumbre respecto a quién está de qué lado, y en las que, al final, el problema no se resuelve adecuadamente. Además, aquella cinta resultaba particularmente odiosa al recurrir a un gas cuyo único y exclusivo efecto consistía en conseguir que la gente se levantara de sus camas al caer la noche y se precipitara, profiriendo grandes y melancólicos alaridos, por unos acantilados cercanos… Elizabeth salió del cine sumida en una negra melancolía, y se detuvo solo para informar a un caballero de mediana edad que estaba a punto de comprar la entrada de que, si tenía intención de entretenerse en el cine, se lo pensara dos veces. Elizabeth no esperó a ver cuál era la decisión final de aquel hombre, tras haber escuchado su consejo, aparte de levantar el sombrero y farfullar algo ininteligible.
Luego procedió a una larga y agotadora expedición en busca de cigarrillos Virginia. Aferrada a la única trouvaille que encontró —veinte cigarrillos de una marca desconocida y evidentemente asquerosos—, Elizabeth regresó, cansada, congelada, y con los nervios de punta, al hotel. Eran justo las cuatro y media pasadas cuando entró en el vestíbulo. En el salón de la izquierda había mesas con manteles blancos, y unas cuantas personas estaban dando cuenta de un té tan caro como insustancial. Joan Davis, que le estaba contando por encima el asunto de Shorthouse a Karl Wolzogen, acertó a ver a Elizabeth cuando esta se detuvo en el umbral, y le hizo una señal para que se acercara. Elizabeth cruzó el salón y se acercó a ellos.
—Pero no voy a quedarme —dijo—. Porque quiero tomar el té.
Karl sonrió de buena gana; su alegría era muy juvenil y contagiosa.
—Pero tiene que quedarse, señora Langley, y tomar el té con nosotros. Por supuesto que sí. —Se volvió hacia Joan—. ¿No te lo dije? ¡Qué Octaviano para tu Mariscala! ¿No te parece que tiene una figura perfecta para el personaje? —Y miró a Elizabeth de arriba abajo, con el descaro más inofensivo y con admiración.
Pero Elizabeth, aunque halagada por aquella mención de su figura, fue implacable en la cuestión del té.
—Si me perdonáis —dijo—, me lo tomaré en la habitación. Por un lado, quiero cambiarme; y por otro, tardan mucho en servirlo aquí abajo.
Karl se quedó cariacontecido.
—Ganz wahr[25] —admitió—. Pero yo le meteré prisa al camarero. Ya lo verá. Se lo diré yo, ¿es justo que la amiga de un hombre que ha visto a Wagner en Bayreuth tenga que esperar por el té? Y me dirá: ¡Por supuesto que no! ¡Se lo traeré inmediatamente!
—De verdad, ¿sabes qué te digo? —dijo Joan amablemente—, que no creo que el camarero sepa siquiera quién fue Wagner.
—¿Cómo no va a saber quién es Wagner? —Karl parecía horrorizado—. Pero eso es increíble… —Se detuvo un instante, concentrado en aquella nueva y terrible revelación; luego gruñó con resignación—. Ah, vosotros… ¡los ingleses! Es lo que ha dicho vuestro poeta Arnold: sois unos filisteos. —Se desplomó en su silla, y luego, viendo que Elizabeth todavía estaba de pie, se incorporó apresuradamente otra vez—. Mira en los apartamentos en los que tenemos que alojarnos —añadió, a modo de justificación.
—Karl piensa que su alojamiento es insoportable —explicó Joan.
—Ach, ja —asintió Karl con gesto sombrío—. Está todo lleno de cosas de ganchillo y huele y está lleno de… ¿cómo las llaman ustedes?, esas cosas verdes en tiestos de cerámica…
—¿Aspidistras?
—Ja, gewiss[26]. No lo puedo aguantar. Y todo, ¿sabe por qué?, por la escasez de alojamientos que hay en Oxford, y la escasez de dinero que hay en mi bolsillo.
—Lo que de verdad me gustaría saber —dijo Elizabeth— es si se ha avanzado algo en el asunto de Shorthouse.
—Está completamente muerto —dijo Karl con gesto muy serio—, y esa es una bendición para todo el mundo. Confiemos en que no descubran al asesino.
—Yo en tu lugar no adoptaría esa actitud si tuviera que hablar con la policía… —apuntó Joan sutilmente—. Pero Elizabeth, la verdad, yo diría que tendrías que ser tú la que supiera algo sobre los avances en la investigación, si es que los hay. Tú estabas en el meollo de la cuestión. Yo no me he enterado prácticamente de nada, salvo que algunas personas piensan que pudo ser suicidio…
—Pues no lo fue —dijo Elizabeth—. A menos… —añadió tras una pausa— que fuera un suicidio preparado para que pareciera un asesinato. Esas cosas a veces pasan… Pero tengo que admitir que no parece muy probable en el caso de Edwin.
—¿Tienes alguna hipótesis? —preguntó Joan—. Después de todo, tú eres experta en este tipo de asuntos.
—¿Hipótesis? Bueno… supongo que sí, en cierto sentido. —Elizabeth frunció el ceño ligeramente—. De hecho, creo que sé quién fue el responsable.
Joan la miró atónita.
—¿Tú sabes…? Pero, mi niña, ¿y se lo has dicho a la policía?
—N… no. Todavía no. No se lo he dicho a nadie. No tengo pruebas para llegar tan lejos.
—¿Y te importaría por casualidad contárnoslo a nosotros en total confianza?
Sonriendo, Elizabeth negó con la cabeza.
—Lo siento enormemente… Quizá más adelante. De todos modos, puede que esté equivocada.
—¡Qué chica! —dijo Joan con resignación—. Bueno, supongo que tendremos que armarnos de paciencia… —y entonces se le ocurrió otra cosa—. Aunque, claro, si lo sabes de verdad, Elizabeth, por fuerza debes mantener la boca absolutamente cerrada. No se te ocurra enviar a ese gran benefactor social a la horca.
Elizabeth se rio.
—Nunca se me habría ocurrido que un asesinato fuera un acto de beneficencia… Por cierto, ¿qué va a pasar con la producción? —preguntó, apartándose del camino de un camarero que venía con prisa.
—George Green va a venir para hacer de Sachs. No tiene la voz de Edwin, pero es mejor actor. Tengo entendido que no quieren posponer el estreno. George se sabe el papel, y está dispuesto a trabajar duro… Por curiosidad, ¿dónde has dejado a Adam?
—Se ha ido a Amersham a ver a Charles Shorthouse.
—Ah, qué encantador por su parte —dijo Joan con mirada soñadora—. Espero que consiga superar el peaje de Beatrix.
«Una espantosa hechicera que surca el aire nocturno para ir a bailar con las brujas de Laponia…»[27]. En fin —dijo, despertándose de su ensoñación miltoniana—, va a haber un ensayo esta tarde, así que espero que no tarde mucho en volver.
—No creo que se le haya pasado por la cabeza que pudiera haber un ensayo hoy mismo —dijo Elizabeth.
—Bueno, es que George Green ya ha llegado, ¿sabes? Y al parecer la policía nos ha dado permiso para utilizar el teatro.
Elizabeth se percató entonces de que el tiempo estaba pasando y de que Karl, todavía cortésmente de pie, estaba empezando a cansarse una pizca.
—Tengo que irme —dijo—. Gracias por la invitación, y mis disculpas más sinceras por rechazarla.
—Querida, te entiendo perfectamente. Hay días en los que a una simplemente no le apetece ser sociable.
Elizabeth sonrió y se fue.
En este punto hay que confesar algo desalentador: y es que Elizabeth, en realidad, solo tenía una vaga idea, absolutamente injustificada, de quién podía ser el asesino de Edwin Shorthouse. Ni estaba de ningún modo tan segura como había dado a entender de que, después de todo, aquello no hubiera sido un suicidio. Mientras hablaba con Joan y Karl, había sucumbido por un instante al deseo de protagonismo, y mientras se alejaba se ruborizó, se mordió el labio y se lo reprochó a sí misma con dureza. «De verdad, qué infantilismo», pensó, «me merezco una buena azotaina. Soy una cabeza de chorlito, una pretenciosilla y una idiota…». Volvió a sentirse deprimida. Era cierto que había pensado que Boris Stapleton podía considerarse sospechoso, pero sabía perfectamente que en absoluto tenía fundamentos para sospechar del joven, y haber sido tan tonta como para caer en la cháchara frívola y boba sobre ese tema le producía un enojo y una irritación que apenas podía soportar. «Ya lo creo que sí», se repitió con firmeza, «me merezco que me den una buena paliza».
Tuvo una conversación con el jefe de camareros, para asegurarse de que en el futuro no tendría que compartir mesa con extraños; durante toda la comida había tenido que soportar el tostón de un individuo excesivamente hablador, y estaba decidida a que eso no volviera a ocurrir. El jefe de sala acogió sus quejas con desdeñosa deferencia, una actitud en la que los jefes de sala son expertos. Así que Elizabeth volvió a sufrir otro varapalo en su autoestima. Se metió en el ascensor del hotel en un estado de ánimo que era una mezcla de humillación e ira.
La habitación doble que ocupaba con Adam estaba en el segundo piso del hotel, y tenía baño privado. En el pasillo, Elizabeth se topó con una camarera y le pidió que le subiera el té. Luego entró en la habitación, dio un portazo, se quitó el abrigo, tiró el bolso en el tocador y se derrumbó en una de las camas. Contemplando la impersonal pulcritud y comodidad que la rodeaba, decidió que el mejor remedio para su actual estado de ánimo era un baño caliente. Un poco después se desnudó, se puso un batín de seda blanco y se metió en el baño. No se detuvo a observar que la puerta de la habitación había reaccionado desfavorablemente a su violenta force majeure y no estaba convenientemente cerrada. Mientras se inclinaba para abrir los grifos, ocurrieron tres cosas simultáneamente.
El teléfono comenzó a sonar.
Elizabeth medio oyó, medio presintió un movimiento sigiloso tras ella, y un instante después unas manos fuertes y violentas se aferraron a su cuello.
Y luego llamaron a la puerta.
Elizabeth se desmayó. Todo lo que pudo recordar después fue que había sentido una especie de rabia e impotencia por su absoluta incapacidad para gritar o luchar, y por la increíble desventaja moral que suponía su escasez indumentaria. Su mente se oscureció un instante antes de derrumbarse en el suelo.
Cuando recobró la consciencia, la primera cosa que hizo fue mirar el reloj: había estado allí tirada, imaginó, unos cinco o diez minutos… y de nuevo volvieron a llamar a la puerta.
Se levantó lenta y dubitativamente, acariciándose las marcas rojas de unos dedos en el cuello, aunque ya estaban casi desapareciendo. Se ajustó el albornoz, que en parte se le había caído. Luego se adentró lentamente en la habitación vacía.
—¿Quién… quién es? —preguntó, y no pudo evitar que le temblara la voz.
—Su té, señora.
—Yo… bien. Ya voy…
Abrió la puerta. La camarera pasó con la bandeja, la depositó en una mesa, y se dirigió a ella con un titubeo.
—Discúlpeme, señora, pero… ¿se encuentra usted bien?
Elizabeth intentó sonreír.
—Estoy bien —dijo—. Muchas gracias. —Se sintió un poco mareada otra vez, y se sentó rápidamente. De repente, se le ocurrió algo…
—¿Ha visto usted… ha visto usted salir a alguien de esta habitación en los últimos cinco minutos?
La camarera tenía ya cierta edad, y estaba deseosa de ser útil.
—Vaya, pues sí, señora… justo cuando venía yo por el pasillo. Era una señorita alta, rubia, llevaba un abrigo azul marino y falda, y un jersey Fair Isle[28]. Iba con mucha prisa, desde luego.
—Ya… entiendo. Gracias.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted, señora? —preguntó la camarera, y añadió, en un arrebato de calidez maternal—: Parece que está usted temblando, la verdad.
—No, en serio, gracias. —Elizabeth intentó sonreír otra vez, y esta vez lo consiguió—. Solo estoy un poco débil. Me pondré bien enseguida.
Cuando se hubo marchado la camarera, comprobó que esta vez la puerta estaba correctamente cerrada (era de ese tipo de puertas que solo pueden abrirse por fuera si se tiene llave). En ese momento no se le ocurrió que la persona que la había atacado podría estar todavía en el interior de la habitación… —escondida tal vez, en aquel espacioso y alto armario—, y con más recursos sutiles a su disposición.
«Una señorita alta, rubia…». Evidentemente, había sido Joan Davis. Pero también era muy evidente que su visita solo podría haber tenido un motivo perfectamente inocente. Una nota garabateada, que enseguida descubrió en la mesa del tocador, lo explicaba todo.
«La puerta estaba abierta, así que entré. Se me olvidó decirte que el ensayo va a empezar a las cinco, aunque supongo que la mayoría de la gente no llegará puntualmente. ¿Se lo dices a Adam, por favor, cuando vuelva?».
Parecía muy razonable. Puesto que Elizabeth había estado tendida, en silencio e inconsciente en el baño, Joan podría haber pensado que no había nadie. Y sin embargo…
Arrugando la nota con la mano izquierda y con gesto absorto, Elizabeth regresó al baño y se lavó la cara. Con el runrún del tráfico en George Street, no pudo oír los movimientos rápidos y sigilosos que se producían en la habitación, a sus espaldas, ni el leve chasquido en la puerta de Riera cuando se abrió y se volvió a cerrar de nuevo. Cuando regresó a la habitación, se vistió, se peinó y se puso carmín con metódica precisión, una meticulosa operación casi conscientemente dirigida a mitigar el terror que parecía haber penetrado hasta la médula de sus huesos. El servicio de té estaba allí, tal y como lo habían dejado. Con una mano un tanto temblorosa, Elizabeth se sirvió una taza de té y se la acercó a los labios.