Capítulo diez

CAPÍTULO DIEZ

Así que sir Richard regresó a su casa en Boar’s Hill y Mudge se entregó con una mística voluntad esotérica a sus asuntos. Fen, Adam y Elizabeth comieron en las dependencias de Fen, en St. Christopher. Era una estancia muy amplia, en el segundo claustro, al que se accedía tras un pequeño tramo de escaleras enmoquetadas que subían desde un callejón que también daba acceso a los jardines. Estaba, como se dice por ahí, «hasta los topes» de libros; había algunas miniaturas chinas en las paredes; y la repisa de la chimenea estaba decorada con varios grabados ajados y bustos de los grandes maestros de la literatura inglesa. Se endilgaron un elegante almuerzo del Sheraton, y los atendió un becario de Fen.

Hablaron de ópera, y en particular, de Wagner. Respecto al caso, las especulaciones acerca de la muerte de Shorthouse inevitablemente llegaron al absurdo, dada la carencia de información fiable. Tras el café, evaluaron los posibles planes de cara a la tarde.

—Yo desde luego no pienso ir a Amersham —dijo Elizabeth—. Hace demasiado frío. ¿Vais a iros enseguida?

—Pues prácticamente ya, se me ocurre —dijo Fen, mirando el reloj—. Las dos en punto. Nos costará al menos una hora llegar allí, aunque vayamos con Lily Christine.

—Supongo que serás un buen conductor —observó Adam con un gesto de sombría suspicacia. Le daban un poco de miedo los coches—. ¿Qué vas a hacer tú, cariño?

—Creo que iré al cine —contestó Elizabeth—. O me echaré una siesta junto a la chimenea. ¿Cuándo vais a volver?

—Entre el té y la cena, con suerte —contestó Fen—. Luego te vemos, entonces.

Hasta que no estuvo metido en el coche y de camino a Amersham, Adam no supo qué significaba exactamente aquello de «con suerte». Iban a necesitar un montón de buena suerte, pensó, sentado y petrificado en el asiento del copiloto, para poder regresar vivos. Darse cuenta de que una persona no es muy habilidosa al volante no requiere mucho tiempo; ante un largo trayecto, la mente no tarda mucho en percibir esa certeza; pero hasta que Fen no salió por High Street, a la velocidad de un turista palurdo perseguido por espectros, Adam no se percató del verdadero peligro.

—¡Cuidado…! —gritó—. ¡Cuidado, por Dios, o nos vamos a estrellar…!

—Todo va perfectamente —dijo Fen, girando el volante en una fracción de segundo para pasar entre dos autobuses, con una habilidad que a Adam le heló la sangre—. Yo nunca corro riesgos —dijo, mientras salía disparado entre un motocarro y un camión, con media pulgada de holgura por ambos lados, más o menos—. Simplemente, me parece que no vale la pena.

Adam no dijo nada —en realidad, no había nada que decir—, y sencillamente permaneció allí sentado, tan tieso como si tuviera delante la mismísima cabeza de la Medusa. El coche cruzó a toda pastilla hacia Headington. Era un coche deportivo pequeño, rojo, bastante cochambroso y extremadamente ruidoso; una sugerente figurilla de mujer en cromo se proyectaba hacia delante desde la cubierta del radiador. A lo largo del capó habían garabateado con grandes letras blancas las palabras Lily Christine III.

—Se lo compré a un estudiante que expulsaron —dijo Fen, soltando las dos manos del volante para buscar un cigarrillo—. Pero, claro, tuvo que estar a buen recaudo durante la guerra, y creo que eso no le sentó muy bien. —Sacudió la cabeza con preocupación—. Se le caen piezas del motor —explicó.

Adam ocupó los tres cuartos de hora que transcurrieron antes de que llegaran a High Wycombe en arrepentirse, con bastante detalle, de los errores morales que había cometido a lo largo de su vida. Para cuando abandonaron la carretera principal y comenzaron a ascender por la colina que conduce a Amersham, ya estaba lo suficientemente resignado como para sentirse capaz de volver a conversar.

—Dime —preguntó Fen—, ¿está casado Charles Shorthouse?

—No —contestó Adam—. Como se dice habitualmente, «vive en pecado»… —y en ese momento, Fen negoció una curva especialmente cerrada de tal modo que volvieron a su mente de nuevo los temores ante los tormentos eternos—. Me refiero a que según dicen vive en pecado con una mujer llamada Beatrix Thorn. No es muy guapa —añadió Adam, no muy caballerosamente—. No es guapa en absoluto. Pero los compositores tienen un don especial para rodearse de las mujeres más espantosas. No sé por qué será. Mire la princesa Wittgenstein. Mire mademoiselle Recio. Mire Cósima[23]. Mire a…

—Vale, vale —dijo Fen—. Entiendo lo que me quieres decir. —Y cambió de marcha con un ruido semejante al de un dragón sometido a violentas torturas—. Entonces viven ellos dos solos.

—También tienen un amanuense. He olvidado cómo se llama. Hace las partituras de piano para las óperas. Y luego siempre tienen por allí a los que se pegan y eso. —Adam frunció el ceño, en un esfuerzo por encontrar una definición a aquella confusa aseveración—. Mantienen a críticos, admiradores, parásitos.

—¿Cuál diría usted que es la reputación de Shorthouse como compositor?

—Bastante elevada —tuvo que admitir Adam a regañadientes—. Está al nivel de William Walton y Vaughan William, en todo caso. Otra cosa es que se lo merezca; yo creo que no. Es una especie de Salieri frente a Mozart… o de Meyerbeer para Wagner[24].

—¿Y le caía mal Edwin?

—Muchísimo. Sin embargo, por lo que yo sé, no había ninguna razón especial para esa inquina. Una mera antipatía, una incompatibilidad de caracteres. De todos modos, se veían muy poco.

La carretera serpenteaba. Una cantera de arena se veía a tramos a mano derecha, con su color ocre oscuro bajo el cielo gris. Se adentraron en un hayedo, húmedo, oscuro y cavernoso; el suelo estaba alfombrado con hojas podridas. A través de la maraña de espinos y escaramujos, y helechos muertos, se adivinaban profundos valles. Al llegar a una destartalada casa de campo, con las ventanas tapiadas y los setos desastrados y sin podar, giraron a la izquierda.

—Casi estamos —murmuró Fen.

Salieron al final del bosque, y unos cuantos centenares de yardas más allá llegaron a un portalón alto con una vieja caseta de portero.

—Es aquí —dijo Adam—. La curva es muy cerrada… —advirtió con considerable preocupación—, ¡y la carretera está muy mojada…!

Hicieron su entrada triunfal por el camino que se dirigía a la casa acompañados de un violento chirrido, producido por una tremenda raspadura contra los muros del portalón de piedra. En la imaginación de Adam, aquellos chirridos eran las llamas del infierno chisporroteando con horripilante inmediatez. Pero Fen no se detuvo y las llamas quedaron atrás.

—Bah, no es nada. Es solo la aleta lateral —dijo Fen sin mucha preocupación—. Dios bendito, qué ruido mete… Supongo que será porque le faltará algún tornillo.

Haciendo el mismo ruido que un equipo de remachadores de Clydeside, subieron a toda pastilla por la pequeña avenida de grava. Un segundo después, tuvieron la casa a la vista.

Era un edificio poco llamativo, grande, moderno, de dos plantas, construido en ladrillo rojo. El camino de entrada giraba hacia la derecha y terminaba en una rotonda rodeada de unos setos de lavanda que semejaban grandes puercoespines. Fen se detuvo poco antes de arrasarlos con el coche, y apagó el contacto. Un instante después, el coche petardeó y luego, como si estuviera insatisfecho con el primer ametrallamiento, petardeó otra vez, en esta ocasión de un modo más estridente.

—¡Qué gracia que todavía siga haciendo eso…! —dijo Fen, con un gesto de curiosidad—. Nunca he conseguido averiguar cuál es la razón de semejante petardeo. Bueno, echémosle un vistazo a los daños…

Pero no tuvieron ocasión de detenerse en la inspección del vehículo. Una mujer pequeña, de aspecto asilvestrado, con una nariz muy larga y una voz agriada, salió corriendo por la puerta principal y se acercó a ellos.

—¡Ese ruido! —chistó con vehemente furibundia—. ¡Ese ruido…! ¿Es que no tienen ustedes consideración ninguna con el Maestro? —Se detuvo entonces, con sus diminutos ojillos casi saliéndose de las órbitas de ira—. Señor Langley: al menos usted debería saberlo. ¡Todos los coches tienen que quedarse fuera del portalón de la finca! ¿Quién sabe qué daños y perjuicios puede haber ocasionado su estruendo en la obra del Maestro?

—¿Estruendo? —repitió Fen, enormemente ofendido—. Pero si Lily Christine es un coche muy silencioso… Admito… —añadió educadamente—, admito que el lateral del coche pudo hacer un poco de ruido, pero, por otra parte, todo el mundo chillaría si se raspara con la jamba de piedra de un portalón de entrada.

—La causa concreta de la molestia es de todo punto irrelevante —le espetó la mujercilla—. Es la consecuencia lo que importa. El cerebro del Maestro es un instrumento de extremada delicadeza; la menor conmoción puede trastornarlo… no, a ver, no quiero decir, claro está que…

—Bueno, nos da igual lo que quiera decir —le espetó Fen, cansado de repente con aquella conversación—. Queremos ver al señor Shorthouse.

Im-po-si-ble —dijo la mujercilla con furioso énfasis. Completamente imposible. El Maestro está trabajando y no se le puede molestar.

—Por favor, señorita Thorn —dijo Adam con voz engatusadora—. Es un asunto urgente, de verdad.

—¡Im-po-si-ble…! El Maestro solo recibe visitas con cita previa.

—Señorita Thorn, hemos hecho un considerable trayecto para…

—Señor Langley, si hubiera usted venido desde Marte, la situación no sería diferente.

—Escuche… —dijo Fen, que era capaz de inventarse las imposturas más sorprendentes cuando se presentaba alguna dificultad—. Soy representante de la Metropolitan Opera House de Nueva York. Me gustaría negociar con el señor Shorthouse la producción de la Oresteia.

—¡Ah! —exclamó la señorita Thorn con voz aguda; era como si de repente hubiera visto un vampiro—. Señor Langley, ¿es eso cierto?

Ante la presión de la malévola mirada azul de Fen, Adam se vio obligado a admitir que sí, que era cierto.

—En ese caso… —dijo la señorita Thorn, amansándose, pero todavía un tanto suspicaz—, entren ustedes. Por favor, no se salgan de las alfombras, y procuren no pisar en la tarima. El menor ruido… Y les estaría muy agradecida si redujeran sus voces al susurro más leve.

—Oh —dijo Fen, momentáneamente impresionado ante aquellas órdenes—. Oh.

Entraron en la casa.

Aunque sumida en un silencio sobrenatural, la casa proporcionaba abundantes pruebas del vehemente comportamiento de su châtelaine. Todo allí contribuía a dar la impresión de una furiosa actividad paralizada en mitad de la acción: un Mercurio de bronce en violento escorzo en lo alto de su pétreo pedestal; en un gran lienzo, las Euménides estaban dignamente representadas marchando contra un ejército de enemigos; Beethoven miraba con el ceño fruncido desde una peana de pared; una pantera disecada estaba en posición de abalanzarse, con la boca abierta, sobre algún incauto habitante de la jungla; Laoconte, petrificado en mármol, luchaba eternamente contra sus propias serpientes; parecía evidente que San Jorge, con la lanza en alto y los músculos en tensión, nunca acabaría de despachar al dragón; y, en un rincón del vestíbulo, un gato de aspecto furibundo intentaba dar caza a un loro. Aquello estaba lejos de ser un lugar tranquilo; de hecho, todo parecía bastante agitado y desazonador. Aunque Adam había visto todas aquellas imágenes antes, y por lo tanto podía considerarse en cierto sentido acostumbrado, no pudo evitar un escalofrío.

La señorita Thorn, avanzando con paso imperturbable a través de aquel fantasmal tumulto, los condujo a un pequeño salón trasero. En ese momento se encaró con Fen.

—¿Bien? —le preguntó con un susurro enronquecido.

—¿Bien qué? —le contestó desconcertado Fen—. ¿Dónde está el señor Shorthouse? —Observó con mirada suspicaz una gran urna cuyos laterales estaban tallados con una violenta escena del Rapto de las Sabinas, como si sospechara que el compositor pudiera estar allí escondido.

—Todos los asuntos del Maestro pasan por mis manos —siseó la señorita Thorn—. Puede hablar tranquilamente conmigo.

—¿Eh? Oh, oh… ¿perdón? —dijo Fen, que no se caracterizaba por tener mucha paciencia en general—. Siento decirle que no tengo permiso para hablar con nadie que no sea el propio señor Shorthouse.

—Im-po-si-ble.

—Entonces me volveré a América —anunció Fen con ánimo resuelto.

—Si pudiera usted esperar una hora o así…

—No —dijo Fen, en cuyo tono habitual había ido injertado sin mucha fortuna un acento americano durante la conversación anterior—. Im-po-si-ble —añadió, al parecer involuntariamente—. He quedado con Richard Strauss… dentro de un rato. —Frunció el ceño con tal severidad que la señorita Thorn, que era esencialmente un alma cándida, según sospechó Adam, estaba visiblemente nerviosa.

—Bueno… —susurró—. Supongo que debería molestar al Maestro…

—Desde luego, molestemos al MAESTRO. Estoy bastante seguro de que se enfadaría mucho si usted no le permitiera que nos viéramos.

Aquello fue definitivo, el golpe definitivo; era evidente que lo último que deseaba la señorita Thorn era granjearse la desaprobación del Maestro. Inspiró profundamente, como si estuviera a punto de zambullirse en una piscina de agua helada.

—Esperen —dijo—. Regresaré enseguida.

Esperaron. Regresó enseguida.

—Me hacen el favor de acompañarme —dijo; era menos una pregunta que un conmovedor comentario que realzaba la enorme suerte que habían tenido Adam y Gervase—. El MAESTRO los recibirá.

Hicieron el camino de vuelta por el vestíbulo. Qué agradable sería, pensó Adam, si para entonces se hubiera producido ya la consumación: que Mercurio hubiera salido volando, que las Euménides hubieran desaparecido, que la pantera ya estuviera tranquila y saciada, que Laoconte hubiera muerto, y el dragón hubiera sido lanceado por fin. Pero no: todos ellos estaban igual, inmóviles e inmutables en su furia, como antes; y Adam sintió otra vez escalofríos cuando la señorita Thorn los condujo escaleras arriba. Por sus gestos daba la impresión de que estaba a punto de descorrerse el Velo del Templo de Jerusalén; la mujercilla caminaba casi de puntillas, con rebuscadísimas precauciones para evitar cualquier ruido.

No tardaron mucho en llegar a la puerta del Sanctasanctórum. La señora la abrió con pomposa reverencia y se introdujo en la sacrosanta estancia. Una voz malhumorada exclamó:

—Bueno, venga, entren, entren…

Inmediatamente después, se encontraron ante Su Santidad. Cualquiera diría que Su Santidad no mostraba ningún deseo especial de contar con la pertinaz compañía de la señorita Thorn.

—Muy bien, Beatrix —dijo enfurruñado—, ya me las arreglo yo solo.

—¿Está usted seguro…?

—Por supuesto que estoy seguro. Déjame a solas con estos caballeros.

—Muy bien, Maestro. No se canse.

—Me encuentro perfectamente.

—No estaba sugiriendo, Maestro, que no estuviera usted perfectamente. Pero no debe usted hacer esfuerzos innecesarios.

—¿Quieres largarte, Beatrix?

—Muy bien, Maestro. Si me necesita usted, Maestro, solo tiene que avisarme, Maestro…

—Es muy improbable que te necesite.

—Pero podría.

—En ese caso, te avisaré. Ahora, por favor, déjanos…

La señorita salió del Sanctasanctórum entre suspiros. El Maestro se adelantó para saludar a los caballeros. Era un hombre pequeño, regordete, de mediana edad, y con una enorme cabeza. Lucía unas gafas de pasta y parecía angustiado.

—Encantado de conocerlos —dijo; su voz aún conservaba algunos levísimos acentos de los barrios obreros de Londres—. Confío en que les apetezca escuchar algún fragmento de mi Oresteia. ¿Alguno de ustedes canta?

—¿No me recuerda, señor Shorthouse? —dijo Adam, un poco enojado.

—Oh, ¡Langley! Pues claro. Qué tonto soy. ¿Va usted a cantar en el Metropolitan? Estamos perdiendo a todos nuestros cantantes últimamente… Bueno, les toco el segundo acto del Agamenón, si quieren. Eso les proporcionará una idea de la obra en su conjunto.

—Este es el profesor Fen, de Oxford.

—Un placer. Qué modernos en el Metropolitan, contratando a un hombre tan cultivado en calidad de agente.

—No, no… El profesor Fen no tiene nada que ver con el Metropolitan.

—Pero Beatrix me dijo claramente que…

—Fue una añagaza —explicó Adam—. No quería dejarnos entrar al principio.

—La verdad es que no me sorprende —dijo el Maestro; y luego, pensando evidentemente que aquello podía sonar un poco descortés, añadió—: Lo que quiero decir es que rara vez deja entrar a la gente… —Se había acercado a la ventana y estaba observando a Lily Christine—. Qué coche tan bonito. Ojalá pudiera tener yo un cochecito como ese —dijo con semblante melancólico.

—Podría tenerlo si quisiera.

—No. Beatrix no me dejaría. Se preocupa mucho; solo quiere protegerme de cualquier ruido. La gente anda de puntillas por la casa, ya saben, como si uno estuviera en su lecho de muerte. Al principio no está mal, pero al cabo de un tiempo resulta bastante irritante… En fin, siéntense, si pueden encontrar algún sitio…

Por lo pronto, aquello era un problema, porque la estancia no podía estar más desordenada y caótica. Lo más llamativo era un gran piano de cola Steinway que había al final de la habitación, y por todas partes había montones de partituras manuscritas. Junto a la ventana había un escritorio de madera, al que se sentaba el Maestro cuando componía. Enormes cantidades de flores mustias de invernadero se deshojaban en los jarrones dispersos por la sala; y en la pared colgaba ladeada una fotografía de Beatrix Thorn y el Maestro, mirándose el uno al otro con un tímido gesto. Fen y Adam despejaron un par de sillas y se sentaron; el Maestro prefirió caminar de un lado a otro.

—En realidad, he perdido absolutamente el control —decía—. Beatrix no quiere que me preocupe por los asuntos domésticos, así que nunca sé qué demonios está pasando. Por ejemplo… —y negó con la cabeza, con gesto contrariado—, al parecer tenemos una enorme cantidad de criadas, y siempre que me las encuentro están con lágrimas en la cara, o incluso llorando. Yo creía que Beatrix era la responsable de esto, pero recientemente he descubierto que el culpable es Gabriel, mi amanuense, que tiene una afición tremenda por el sexo débil. No quiero ni pensar qué les hace… —añadió, con gran franqueza—. Por cierto, ¿han venido a verme ustedes por algo en particular?

—Sí —dijo Adam—. Por su hermano.

—Ah, Edwin… —El Maestro no se mostró demasiado entusiasta—. ¿Y cómo está ese condenado?

—Muerto.

—Así que es cierto… —dijo el Maestro, alegremente—. Recibí esta mañana un telegrama con la noticia. Bueno, bueno. ¿Y cuándo es el funeral? De todos modos, no creo que pueda ir.

—Se cree que fue asesinado.

El Maestro frunció el ceño.

—¿Asesinado? Qué extraordinaria coincidencia.

—¿Qué quiere decir con «coincidencia»?

—Les diré una cosa —y se inclinó hacia ellos hablándoles en tono confidencial—, si no se lo cuentan a nadie.

—¿Y bien? —preguntó Fen. Parecía estupefacto ante la sangre fría y la insólita reacción de aquel hombre.

—Pues les diré que incluso llegué a considerar seriamente la posibilidad de matar a Edwin yo mismo.

Adam lo miró fijamente, horrorizado.

—No puede estar diciéndolo en serio.

—Por supuesto que sí —admitió el Maestro—. Estuve pensando en los pros y los contras. —En ese momento Fen murmuró algo ininteligible, y encendió un cigarrillo apresuradamente—. En realidad, la cuestión era qué me resultaría más útil a la hora de poner en escena la Oresteia: ¿su voz o su dinero? No necesito decir que resultaba difícil tomar una decisión al respecto. Edwin era un cantante muy bueno… muy bueno. En cierto sentido, me daba un poco de pena tener que sacrificarlo. Pero… —el Maestro agitó la mano con un sencillo gesto de resignación—, lo primero es lo primero. Y el dilema, después de todo, surgió por su culpa. Si se hubiera ofrecido voluntariamente a financiar la Oresteia, ni me habría planteado matarlo.

—¿Es que no tiene usted conciencia? —dijo Adam, hablando con mucho tiento.

—Bueno, claro… —dijo el Maestro educadamente—, uno siempre tiene sus reconcomios morales cuando surge una eventualidad de este tipo. Y confieso que cuando llegó el momento de ejecutar el plan, no tuve valor para seguir con ello. Siempre posponía el momento… como resultado de una absoluta cobardía moral, lamento decir. Ahora no me lo podré perdonar nunca. Sin embargo, al final todo ha salido maravillosamente. Ha sido cosa de la Providencia, sin duda: la Providencia nos protege, es lo que siempre he dicho… —y miró al techo, como si realmente esperara ver el benéfico espíritu de la Providencia cumpliendo con su labor tutelar.

—Y exactamente… ¿cuál era su plan? —preguntó Fen con una voz tensa y poco natural.

—Estudié la cuestión con bastante detenimiento —dijo el Maestro, y señaló con un movimiento de la cabeza una estantería repleta de novelas de detectives y de obras de criminología—. Uno no debería enfrentarse a ese tipo de cosas como un aficionado… de lo contrario, la policía no tardaría en averiguar lo ocurrido. Por ejemplo, al parecer los dedos dejan huellas distintivas en ciertas texturas y superficies: una cuestión interesantísima… En fin, no voy a molestarles a ustedes con un informe de mis estudios preliminares. Lo primero que hice fue escribirle una nota a Edwin, pidiéndole que se encontrara conmigo en el teatro ayer por la noche. Pensé que el teatro constituiría una mise en scène bastante menos pública que su hotel.

—¿Y él no pensó que esa cita era un poco rara?

—Oh, Dios mío… —el Maestro dio un paso atrás—. Eso no se me había ocurrido… A lo mejor sí que lo pensó. Es comprensible, claro, que no se presentara por allí en absoluto. Desde luego, nunca contestó a mi nota.

—Entonces, ¿no lo vio usted?

—No. Como le acabo de decir, no tuve valor. Beatrix y yo salimos de aquí a las nueve en punto, en el Vauxhall… es un trasto grande y modorro —los informó el Maestro, quejumbroso—, en absoluto como ese bonito coche pequeño que tienen ustedes. Y llegamos a Oxford a las diez y media, supongo. Fue entonces cuando me abandonó el valor. Fuimos al Mace & Sceptre con un amigo mío, y tomamos un café. Luego, alrededor de las doce nos fuimos y regresamos a casa.

—¿La señorita Thorn y usted estuvieron juntos todo el tiempo?

—Supongo que sí —dijo el Maestro sin mucha convicción—. No estoy seguro de poder recordar, en realidad… Tengo una vaga idea de que Beatrix y yo nos perdimos de vista en un momento dado de la noche; y para ser sincero —bajó la voz hasta alcanzar un aterrado susurro y miró furtivamente a la puerta—, no lo lamento en absoluto. De todos modos, esa es otra historia.

Fen suspiró, y jugueteó con el pie.

—¿Cómo se llama su amigo?

—Wilkes —dijo el Maestro—. Un tipo encantador. Si de verdad han estado ustedes en Oxford, deberían conocerlo.

Wilkes —dijo Fen con profundo disgusto. Expulsó el aire de sus pulmones con un siseo viperino—. Sí, lo conozco.

—Espléndido, espléndido.

—¿Y cómo… cómo… —farfulló Fen, notablemente incómodo—, cómo pensaba usted… hum… librarse de su hermano?

—Con un cuchillo —dijo el Maestro, haciendo gala de gran dramatismo—. Me había agenciado un cuchillo. Y tenía pensado hurgar mucho en la herida —añadió—, para que nadie pudiera averiguar qué tipo de hoja había empleado.

Fen se levantó precipitadamente.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo.

El Maestro se quedó un poco perplejo.

—¿No les gustaría escuchar un poco de la Oresteia?

—Me temo que no tenemos tiempo.

—Bueno, entonces… debería usted decirme cuándo piensa ponerla en escena el Metropolitan.

—No, no, Shorthouse —dijo Adam—. El profesor Fen no tiene nada que ver con el Metropolitan.

El Maestro sacudió la cabeza con tristeza.

—Qué tonto soy —dijo—. Hay veces que casi me pregunto si no estaré empezando a perder un poco la cabeza.

Les abrió la puerta. En el pasillo había una criada, llorando en silencio.

—Ahí está… —dijo el Maestro—. ¿Lo ven? Supongo que debería hablar con Gabriel al respecto. El problema, sin embargo, es que a medida que uno se hace mayor se olvida de estas cosas, y no las recuerda más que en líneas generales… Bueno, que tengan muy buenas tardes. Hágame llegar el acuerdo de los americanos cuando pueda, ¿de acuerdo? No tema: mis condiciones no serán demasiado exigentes…

Y el Maestro se retiró con porte triunfal a su estancia.