Capítulo catorce
CAPÍTULO CATORCE
Cuando llegaron a la ópera, el ensayo era tal desbarajuste que verdaderamente parecían encontrarse en un irremediable callejón sin salida. Se había convocado, con bastante precipitación y premura, para las cinco en punto; y como la mayoría de los artistas y músicos había dado por sentado que no habría ensayo aquel día, y casi todos habían salido a la calle con la intención de disfrutar de todos los entretenimientos y actividades lúdicas que Oxford puede proporcionar un día de diario por la tarde, había unos considerables vacíos en las escenas, y parecía muy difícil que nada de aquello resultara medianamente útil. En todo caso, el nuevo Sachs había llegado con notable celeridad a Oxford —era un cantante competente a quien Adam conocía y apreciaba— y Rutherston, en ausencia de aproximadamente un tercio de la orquesta, estaba señalándole las marcas y los movimientos en escena. Los dos tercios de la orquesta que sí habían acudido, junto con el coro y uno o dos de los protagonistas principales, se entretenían de mala gana por ahí, farfullando entre dientes contra Peacock, que se había negado a dejarlos marchar con la excusa de que los que faltaban del elenco y de la orquesta aún podían aparecer, y eso les permitiría por lo menos completar una hora de trabajo. Adam pensó que, en términos generales, tenía alguna razón, sobre todo teniendo en cuenta que el estreno tendría lugar en menos de una semana.
En la platea había poca iluminación, aunque se podía distinguir el artesonado del techo y las blancas balconadas de los pisos superiores con el reloj iluminado en el centro. A cada lado había una hilera de palcos, de un diseño casi antiséptico, con cortinajes de terciopelo azul y luces indirectas; mientras, en el escudo grabado que había sobre el proscenio, dos mujeres jóvenes, simbólicas, lánguidas, escasamente vestidas, y en sensual escorzo, se llevaban a los labios finísimas trompetas celestiales. («Representan la autoridad censora universitaria», explicó Fen, «que convoca a la juventud de Oxford a la virtud y a la sobriedad»). En el escenario, se podía oír a Rutherston cómo se quejaba a George Green por el comportamiento de los «aprendices» en la turbamulta del final del segundo acto.
—¡Corretean por ahí como una manada de ciervos atacados por un pekinés!
En el foso, un trombonista estaba imitando con bastante fortuna el ruido de un Spitfire cayendo en barrena, y un clarinetista estaba tocando jazz con disimulo. John Barfield estaba sentado en la primera fila de la platea, comiéndose una enorme naranja.
Adam fue a pedirle disculpas a Peacock; el director estaba hablando con el señor Levi en bambalinas. El señor Levi era un judío alto, amable y políglota, con un dominio del inglés ciertamente aterrador… aunque no muy fiable.
—¿Qué hay, Langley? —dijo—. Un retraso espantoso, todo esto. Schercklich, gar fabelhaft[33]. Una cosa le digo, me importa un rábano que alguien haya despachado a ese trapacero, ¿sabe?, pero tenía voz, como nadie desde Chaliapin[34], famos, nicht wahr? Y ahora… —dijo el señor Levi con cierto sentido del humor—, ese prodigioso gaznate se lo comerán los gusanos necrófilos en su ataúd. Inteligentes insectillos.
Adam le presentó a Fen.
—En fin —añadió el señor Levi alegremente—, de todos modos y sin embargo seguiremos adelante con el espectáculo. —Le dio unas animosas palmaditas en la espalda a Peacock—. Aquí tenemos al maestro, es muy bueno. Una cosa le digo: mantiene a la orquesta justo donde quiere. Las trompas —de repente, aquí el señor Levi se puso poético por el entusiasmo, y se dirigió, gesticulando significativamente, a Fen—, las trompas, incluso, atienden a lo que se les dice y no sacuden las lengüetas y los instrumentos llenos de babas en el foso, ¿a que sí?
Peacock asintió con cierto embarazo ante aquel dudoso elogio.
—Y nicht nur das[35] —dijo el señor Levi—. No solo las trompas, sino también los contrabajos. Ya saben ustedes lo que pasa con los contrabajos. Guiñan los ojos y se ríen bajito y eso. Lo hacen por las señoras —le explicó a Elizabeth—. Una cosa le digo, he visto a contrabajos comportarse en un concierto público de un modo tal que consiguieron ruborizar a mi abuela, pero ahora pasa al contrario, es Vénus toute entiére à sa prole attachée[36], y yo diría que son las propias señoras las que tienen buena parte de culpa.
Tras haber soltado aquel juicio descabellado, el señor Levi se marchó —debía regresar a Londres—, después de desearles fervientemente a todos buena suerte y de asegurarles que seguía manteniendo el mismo entusiasmo por la producción.
Unos cuantos actores y músicos recién llegados se acercaron y se disculparon ante Peacock sin excesivo entusiasmo. El que tocaba la tuba llegó, sacó el instrumento de la funda, y comenzó a hacerla sonar como la sirena de los barcos en un día de niebla, mientras el resto de la orquesta canturreaba la Peter Grimes[37] con un tembloroso y distante falsete.
—Creo que lo mejor será empezar ya —dijo Peacock cuando contempló que las cosas tomaban aquel derrotero.
No cabía ninguna duda, pensó Adam, de que ni Peacock ni nadie relacionado con el espectáculo lamentaba en exceso la muerte de Edwin Shorthouse. Adam se lo hizo notar a Fen.
—Ya veo —dijo Fen—. Casi parece una falta de educación tratar de descubrir al asesino.
Joan Davis se había reunido con ellos y estaba observando a Fen con mirada burlona.
—¿Así que ya habéis llegado a la conclusión de que fue un asesinato?
—Yo sí. Por lo que respecta a la policía, no estoy tan seguro… Adam, preséntanos.
Adam se apresuró a hacer las presentaciones oportunas.
—Su Mariscala era excelente —dijo Fen—. Tan buena como la de Lotte Lehmann.
Joan se echó a reír.
—Ojalá pudiera pensar lo mismo. Habría sido genial si no hubiera sido por… —De repente, cambió su voz—. Profesor Fen, estoy en un lío. Me preguntaba si podría usted ayudarme.
—Lo intentaré. En realidad, estaba deseando mantener una breve conversación con usted. ¿Podemos ir a… —Fen miró con gesto dubitativo a su alrededor—… a algún sitio un poco más tranquilo?
—George —dijo Joan—, ¿qué vas a ensayar al final, si es que decides empezar?
—La asamblea de los Maestros —contestó Peacock—, y el concurso de canto.
—¿Entonces no me necesitas?
—No, de momento, no.
—Vamos —dijo Joan—, subiremos a mi camerino.
Fen se dirigió a Adam.
—¿Puedes participar en el concurso de canto y vigilar a Elizabeth a la vez?
—Sí.
—Estaré bien, no me pasará nada —dijo Elizabeth.
—Eso es probablemente lo que César le dijo a Calpurnia en los idus de marzo —le dijo Fen al marchar—. Así que no ande sola y a oscuras por ahí.
—¿«No me pasará nada»? —dijo Joan mientras subían las escaleras hacia los camerinos—. ¿Por qué le iba a pasar algo a Elizabeth?
—Por una razón que le contaré enseguida —dijo Fen en tono evasivo—. Espero que no tenga el camerino en el segundo piso. Mon beau printemps, como probablemente observaría el señor Levi, a fait le saut par la fenêtre[38]. ¿Es aquí?
—Sí, este es —confirmó Joan.
Abrió con la llave la puerta del camerino.
Físicamente el lugar era muy semejante al camerino en el que Edwin Shorthouse había encontrado su final; pero el ambiente era completamente diferente, y Fen se maravilló de nuevo ante la distinta sensibilidad de hombres y mujeres a la hora de modificar sus entornos inmediatos. La diferencia parecía residir —de repente se abstrajo y se puso analítico— en la predilección femenina por la profusión y superabundancia de objetos y el colorido. El camerino de Joan no estaba más ordenado que el de Shorthouse… si acaso, un poco más desordenado. Pero estaba repleto de ropa, cosméticos, libros, fotografías, telegramas… y el efecto conjunto de todos esos objetos confería al lugar un aspecto más amable y confortable que el que podría haber tenido su correspondiente masculino, con su habitual sosería y austeridad. Joan encendió el calefactor eléctrico (en aquel espantoso febrero resultaba muy necesario); se sentaron junto a la estufa y encendieron unos cigarrillos; y Fen fue directamente al asunto que se traían entre manos.
—Bueno, a ver —dijo—. ¿En qué clase de lío está usted metida?
Joan sonrió.
—Pensaba que usted lo sabría.
—Tiene que ver con ese policía, ¿no es así? No, no he visto a Mudge desde la hora de comer. ¿Qué ha hecho ahora?
—Entre otras cosas, ha estado interrogándonos a Karl y a mí. Y creo que ha formulado una hipótesis…
Fen gruñó.
—Continúe.
—Una de las cosas que le ha sonsacado a Karl es que ayer por la noche, después de cenar, varios de nosotros mantuvimos una especie de reunión de emergencia. Fue para discutir la situación que se había suscitado durante el ensayo, y para pensar cómo podríamos solucionarla. No se llegó a ninguna conclusión… (como en la mayoría de las reuniones, por otro lado), salvo que los padres de Edwin no deberían haberse conocido jamás. Pero desgraciadamente yo hice una observación bastante comprometida.
—¿Qué fue…?
—Dije: «Sería estupendo si pudiéramos envenenarlo aunque fuera solo un poquito… lo suficiente como para que no pudiera cantar».
Fen intentó formar un aro de humo con la boca, y fracasó estrepitosamente.
—Empiezo a comprender.
—El inspector me preguntó si yo había dicho eso efectivamente y, por supuesto, no pude negarlo. El problema es que, claro, aunque fuera de contexto mis palabras suenan decididamente siniestras, el hecho cierto es que fue una de esas tonterías que uno dice a lo tonto, sin pensar.
—Exactamente. —Fen estaba inclinado hacia delante para calentarse las manos en la estufa—. Pero eso solo…
—Lo peor viene ahora —dijo Joan, y dejó escapar una risilla un poco nerviosa—. Al parecer a la ginebra de Edwin le habían añadido Nembutal… y la única persona que tiene Nembutal por aquí… soy yo.
Fen se incorporó en la silla. En la lejanía podía oírse la música del principio del primer acto. Brillante, sonora, y elegante, la voz de Barfield recitaba la lista de los maestros cantores. «Y ahoraaaa, al concurso convocados de aquí y aculláááá, los maestros cantores en consejo se reúneeeen para juzgaaaar…». «Un juicio», pensó Fen: «Dios sabe las ideas peregrinas que se le habrán ocurrido a Mudge con este asunto del Nembutal».
—Yo lo tengo con receta, desde luego —añadió Joan—. Por el insomnio. Y tengo… o más bien, tenía, bastante.
—¿En pretérito imperfecto?
—La mayoría ha desaparecido. Como unos veintiséis gramos, de hecho.
—Desaparecido… ¿de dónde?
—De este camerino.
—Lo tenía usted todo aquí.
—Sí. Pero por pura casualidad. Lo envolví deprisa, lo puse en mi neceser, y me olvidé de él hasta que el otro día lo saqué para maquillarme. Últimamente he estado durmiendo bien, y no lo he necesitado. Por esa misma razón ni siquiera me ocupé de llevarlo al hotel.
—¿Pero usted mantiene este camerino cerrado con llave?
—No siempre. Como rara vez dejo aquí nada de valor, a veces ni me molesto.
—Así que cualquiera podría haber birlado la medicina, ¿no?
—Cualquiera que supiera que la tenía aquí.
—¿Y quién lo sabía?
Joan sonrió con gesto de ironía.
—Media compañía, sin duda. ¿Conoce usted a Adela Brent, que canta la Magdalena? —preguntó, y cuando Fen negó con la cabeza, añadió—: Bueno, pues le dije que lo tenía aquí, y, como la mayoría de nosotros, Adela es una chismosa. «¿Sabes que Joan tiene Nembutal en su camerino?» —dijo Joan imitando a su compañera—. «Siempre sospeché que se drogaba…».
—Sí… —dijo Fen pensativamente—. Es la típica tontería que corre como la pólvora. Eso no tiene ninguna importancia. —Permaneció en silencio durante un instante—. Pero… supongo que Mudge no sospechará que usted de verdad asesinó a Shorthouse…
—No, no creo que la cosa haya llegado tan lejos. —Joan inspiró profundamente el humo de su cigarrillo—. Imagino… aunque él no ha dicho nada al respecto, que cree que Edwin en realidad se suicidó. Pero también creo que supone que yo intenté envenenar a Edwin, aunque solo sea para explicar la presencia del Nembutal de la ginebra, que no se ajusta a su hipótesis del suicidio.
—¿Y la razón para intentar envenenarlo habría sido…?
—Un interés desinteresado por la producción. O… —Joan se ruborizó un poco—, o un interés no-tan-desinteresado por George.
—¿Quién es George?
—George Peacock… Profesor Fen, ¿qué debería hacer?
—Nada —dijo Fen con firmeza.
—Pero tengo que hacer algo; no puedo dejar que sigan pensando que…
—Déjeles que piensen lo que quieran, y consuélese recordando el espantoso ejemplo del señor Blenkinsop.
—¿El señor Blenkinsop?
—El señor Blenkinsop es mi personaje tragicómico favorito de la historia. En la época de las primeras locomotoras a vapor, cuando aún ni siquiera se habían puesto en marcha —Fen hablaba con una mirada divertida y ausente en sus claros ojos azules—, al señor Blenkinsop se le ocurrió que, tal y como se proponían en general las locomotoras de la época (y cuyas descendientes nos transportan de un modo tan incompetente en la actualidad), las ruedas patinarían en los raíles y el vehículo, por consiguiente, no se movería. Por tanto, mi señor Blenkinsop se tomó todas las molestias imaginables, y dedicó una gran cantidad de tiempo y dinero a inventar una locomotora con ruedas dentadas que no tuvieran el problema susodicho… con el resultado que todo el mundo conoce. El señor Blenkinsop es el locus classicus de previsión errónea. Y sería igual de absurdo que usted intentara hacer algo respecto a las sospechas de Mudge. —Fen apagó su cigarrillo y se expresó con firme energía—. No hay ni una sombra de sospecha contra usted, señorita Davis, a menos que… —Fen se interrumpió súbitamente.
—¿A menos que qué?
—A menos que el jurado presente una acusación contra usted por intento de asesinato o cargos por lesiones o algo parecido durante la vista preliminar. Eso sería equivalente a un procesamiento… pero desde luego eso es absolutamente improbable, y en todo caso eso no se sostendría ni un minuto delante de un tribunal.
—En otras palabras —dijo Joan—, estoy aterrorizada por nada… Bueno, bueno, una siempre aprende cosas sobre una misma. Y ahora, ¿qué era de lo que usted quería hablar conmigo?
—Unas preguntas generales, si me permite.
—Adelante.
—Hábleme de Stapleton y Judith Haynes.
El rostro de Joan, otrora perspicaz y malicioso, sugirió entonces que estaba un tanto preocupada.
—¿Qué quiere usted saber? Están muy enamorados. Él compone. He estado echándole un vistazo a la partitura vocal de su ópera hoy mismo, después del té.
—¿Se la ha proporcionado Mudge?
—Sí, la encontraron en las dependencias de Edwin.
—¿Es una buena ópera?
—No mucho —dijo Joan con una mueca—. Pero es bastante joven todavía, claro, y muchos compositores mejoran con el tiempo. En fin, no es justo juzgarlo cuando uno tiene en la cabeza Los maestros cantores… Como dijo Puccini, todos somos unos tocabandurrias en comparación con Wagner. W. J. Turner dixit[39].
—Turner piensa que El holandés errante es la mejor ópera de Wagner —dijo Fen con los ojos entrecerrados; hizo unos ruidillos trompeteros que recordaban vagamente la obertura de esa obra—. Pero volviendo a Los maestros cantores, aparte de Enrique IV, esa ópera es la única pieza musical que conozco que lo convence a uno de la nobleza intrínseca del hombre; todo lo contrario del Macbeth y la Novena Sinfonía, que tratan realmente de los dioses… —Se detuvo de repente para escuchar los distantes acordes del discurso de Pogner, y luego regresó un tanto apresuradamente al asunto que estaban tratando—. ¿Y respecto a Judith Haynes y Edwin Shorthouse…?
—¿Edwin? —en el sobresalto del momento, Joan se expresó un poco con demasiada despreocupación—. Creo que a lo mejor esperaba algo de Judith. Pero no iba con buenas intenciones, por decirlo finamente.
—¿Por qué piensa eso? —La mirada de Fen ostentaba un curioso centelleo, como el de esas serpientes que de repente se encuentran frente a un conejo especialmente apetitoso y confiado.
—Oh, yo… es que Edwin simplemente era así.
—¿No hubo ningún incidente que…?
—Para ser totalmente sincera… —lo interrumpió Joan—, hice una promesa.
—Entonces será mejor que la rompa —dijo Fen, recostándose en su silla—. A menos, claro, que haya algo vergonzoso para esos jóvenes que usted prefiera mantener en secreto.
—No… no. Pero… sin embargo…
—Y si le digo que la vida de otra persona estuvo en peligro, ¿cambiaría algo?
—¿Está hablando usted en serio?
—Absolutamente.
—Pero es que ellos no tienen nada que ver con esto.
—Seguro que no. Pero todas las pruebas son importantes.
Joan titubeó. Y luego…
—Bueno, allá va… —dijo—, ya que le interesa tanto… Edwin medio intentó violar a Judith Haynes, estando borracho. Y Boris Stapleton lo sabía.
Joan le contó la historia a Fen.
—Pobre Judith —dijo—. «Con la ropa desarreglada», como dicen los dominicales. Creo que no he visto jamás a nadie más desgraciado y aterrorizado… Es absolutamente virginal, esa muchacha… En fin, una agresión como esa no tiene muchas posibilidades de éxito la mayoría de las veces, pero desde luego, yo intervine.
—¿Qué hizo? —preguntó Fen, vivamente interesado.
—Me puse furiosa y actué sin pensar —dijo Joan con nostálgica satisfacción—. Debe de haber algo especialmente desconcertante en esa forma de actuar, porque parece que la gente se queda paralizada… Entonces lo empujé, y él se trastabilló y se golpeó en la cabeza.
Aquellas tácticas de guerrera evidentemente complacían a Fen.
—Muy oportuno y pertinente —admitió—. ¿Pero cómo llegó a enterarse Stapleton de eso?
—Debió de contárselo Judith. Al día siguiente el muchacho vino a verme, parecía bastante descompuesto, y me dio las gracias. Pero… en fin, sin duda le afectó mucho aquello. —Joan se quedó callada entonces, y como Fen no decía nada, añadió—: Supongo que eso se añade a su lista de móviles para el crimen.
—No especialmente —dijo Fen. Ahora ya se encontraba casi totalmente repantingado, con sus piernas larguiruchas estiradas hacia la estufa, con la tabaquera dorada en la mano derecha, pero temporalmente ignorada—. Eso lo único que hace es confirmar lo que ya había sospechado. ¿Y respecto a lo que hizo usted ayer por la noche…?
—La rutina de siempre.
—Sí, claro, lo que me imaginaba —advirtió Fen con amabilidad. Le dio un cigarrillo y volvió a guardar la tabaquera—. ¿Alguna coartada?
—Pues no, ninguna… Inmediatamente después de nuestra reunión en el Randolph, regresé al Mace & Sceptre y me fui a la cama. Eso sería poco después de las nueve.
—Así que perfectamente pudo usted haber salido de allí a escondidas, disfrazada de físico atómico, sin que nadie la viera…
—Sí. El hotel está lleno de salidas traseras… Sin embargo, lo cierto es que no lo hice.
—No —dijo Fen, como si estuviera pensando en otra cosa. Sacó un encendedor y le encendió el cigarrillo a Joan—. ¿Puede usted decirme lo que ha estado haciendo hoy desde la hora de comer?
—Sí, claro… pero ¿por qué?
—Tengo mis razones —le dijo en tono amistoso. Y mientras hablaba pensó que desafortunadamente no había modo de tenderle una trampa preguntándole por las agresiones a Elizabeth—. Y son muy buenas razones.
—Me pone usted nerviosa —dijo Joan—. Ahora seguramente me olvidaré de algo, o confundiré las horas, y usted me llevará a la trena bajo la acusación de ser sospechosa de cualquier cosa…
El calorcillo de la estufa eléctrica estaba consiguiendo que a Fen le entrara el sueño. Se levantó y le dedicó una sonrisa burlona a Joan.
—Piénselo detenidamente —le dijo implacable.
—Bueno, a ver… después de comer, bastante tarde, fui al salón de los residentes y escribí unas cartas. Seguro que hay un montón de gente que puede confirmar que efectivamente estuve allí. Como a las cuatro vino Karl… y lo invité a tomar el té conmigo. Había estado muy atareado un buen rato, pobrecito mío, comunicándole a la gente que al final sí que habría ensayo. Fuimos al salón público. Luego llegó el inspector. Le dimos una taza de té, y nos hizo unas preguntas.
—¿Vio o habló con alguien relacionado con la ópera, mientras estuvo tomando el té? Quiero decir, aparte de Wolzogen…
—No, creo que no… ¡Ah, sí, claro, a Elizabeth! Pero solo fueron unos minutos. Eso fue después de que el inspector se hubiera marchado.
—¿De qué hablaron Elizabeth y usted?
Joan frunció el ceño, como pensativa.
—De nada especial, supongo. Una conversación normal… —De repente, se acordó de algo—. Pero… ¿no ha hablado usted con Elizabeth? Al parecer tiene algunas ideas muy concretas sobre quién le hizo qué a Edwin.
—Tenía alguna idea, efectivamente —dijo Fen con enorme firmeza. Aún estaba perfectamente convencido de que aquel había sido el motivo de las agresiones que había sufrido Elizabeth, pero esa idea también podría quedar rebatida a la menor oportunidad—. Esa idea ha resultado ser totalmente falsa.
—Ya, entiendo… ¿Continúo?
—Por favor.
—Karl se marchó poco después que Elizabeth. Creo que subió arriba para ver a George. Yo acabé el té y luego se me ocurrió que ninguno de los dos le habíamos dicho a Elizabeth a qué hora se iban a reanudar los ensayos. Pensé subir y solucionarlo, porque ella ya había subido a su habitación… Al menos, allí era donde yo suponía que estaba. Lo que pasó es que me encontré con la puerta sin cerrar y no había nadie dentro.
«La puerta sin cerrar…». Eso suponía un descuido imperdonable por parte del agresor de Elizabeth, pensó Fen… A menos, claro, que Joan hubiera sido la agresora, y ahora estuviera intentando ocultar los hechos. La observó de reojo, y se le pasó por la cabeza la idea de que al menos potencialmente podría ser una mujer sin escrúpulos. Bajo aquel persuasivo encanto había cierta dureza… aunque eso en realidad iba contra la idea de que hubiera podido estar relacionada con las agresiones a Elizabeth, que parecían haberse concebido precipitadamente y de mala manera, y seguramente se habían llevado a cabo en un estado cercano al pánico.
—Eso me sorprendió mucho —seguía diciendo Joan—, porque cuando llamé con los nudillos creí oír algún ruido, como de gente moviéndose en el interior de la habitación. Pero supongo que me equivoqué: se trataría de ruidos que harían en la habitación de al lado.
—¿No miró usted en el baño?
—No… no… La puerta estaba medio abierta, pero no se oía nada allí, así que ni me molesté en mirar… Profesor Fen, ¿de qué va todo esto? ¿Todo esto tiene algo que ver con Elizabeth?
—Sí —dijo Fen—. Y mucho. Esta tarde ha sufrido dos intentos de asesinato, ambos alrededor de la hora en la que usted subió a su habitación. Dos intentos anónimos, debería añadir. Por eso es por lo que sus aportaciones pueden ser importantes.
—¿Han intentado matarla? ¿Pero por qué? —Joan estaba aterrorizada y parecía haber perdido su habitual serenidad.
Fen se encogió de hombros.
—No lo sabemos. Pero continúe. Después de que dejara la nota…
—¿La nota? —preguntó Joan un tanto confusa—. Ah, sí, claro… luego me puse el abrigo y el sombrero y me vine para acá. Eso es todo.
—Ahora, intente recordar una cosa, por favor… —Fen se inclinó hacia delante—. Cuando subió usted a la habitación de Elizabeth, ¿se cruzó con alguien o vio a alguien yendo en la misma dirección?
Joan lo pensó detenidamente.
—No —contestó al final—. Estoy casi segura de que no.
Fen reprimió un suspiro de decepción, y comenzó a recordar la topografía exacta del pasillo del hotel. Había un recodo, en ángulo recto, según recordaba, inmediatamente antes de llegar a la puerta de la habitación 72, de modo que al acercarse desde las escaleras y los ascensores uno tendría que estar delante del umbral mismo para ver entrar a alguien. Tras la esquina había algunas habitaciones más (entre ellas, la de Peacock); y más allá, lavabos y baños; y al final el pasillo se acaba en un callejón sin salida, sin nada al final, salvo una pared, una ventana con cristales esmerilados y un radiador. Sin embargo, si Joan estaba diciendo la vedad, el agresor debería haber accedido a la habitación desde ese otro lado, del lado contrario a las escaleras y los ascensores. Puede que hubiera estado al acecho antes en un baño o en un lavabo… solo que no había ninguna razón para ello. Y, por otro lado, también podría haber salido de la habitación de Peacock…
Fen negó de un modo lastimero con la cabeza. Todo el asunto estaba siendo exasperantemente esquivo… y más cuando el agresor de Elizabeth había sido lo suficientemente descuidado como para delatarse diez veces. Fen también tuvo que admitir que aquella conversación no había sido de mucha utilidad; lo único interesante de la misma, en realidad, era la desalentadora noticia de que Mudge estaba empezando a formular una hipótesis por su cuenta.
Fen se puso en pie con un movimiento enérgico y brusco, y una vez más se percató de las notas de aquella música lejana; fue consciente, también, de que Joan lo observaba con curiosidad.
—¿Se acabó la clase, profe? —preguntó.
—Y ha aprobado con la máxima calificación —dijo—. Ahora tengo que encontrar a algún otro al que dar la murga. ¿Se va a quedar usted aquí?
—No, yo también bajaré, creo, y miraré a ver por dónde van… —Fen le abrió la puerta—. Oh, maldita sea —dijo—, no he apagado la estufa.
Fen se dio la vuelta y fue a apagar la estufa.
—Esto apesta… —dijo gravemente—, ya estoy listo, vámonos.