Epílogo
HE VISTO A LOS MUERTOS CON VIDA
Las calles de Glen Avich, sus bosques, colinas y las aguas del lago están llenos de historias que no serán olvidadas. Sencillas historias de amor y lucha, de días de lluvia, de bodas, enfermedades, de niños jugando, de mujeres y hombres amándose, de familias y vidas pasadas que se despliegan frente a mis ojos. Los hombres y mujeres que vivieron y murieron antes que yo, algunos de mi propia sangre. Las lágrimas que derramaron, sus risas, el nacimiento de sus hijos y la muerte de sus seres queridos, sus amores y odios, sus alegrías y desdichas, están escritas sobre los muros y paredes, en los árboles, elevándose de la tierra como un banco de niebla.
He oído sus historias mientras camino, susurrándomelas a cada paso que doy. Las veo en las piedras, enredadas en las esquinas como torbellinos que esperan ser desenmarañados. Las voy recogiendo con mis manos, las llevo conmigo y me envuelven, deseando que las escriba, que las cuente. Allá donde voy los veo, a la gente que estuvo aquí antes que yo. Y me llaman. Veo espíritus en los ojos de los niños, en su sangre, como si estuviera leyendo un libro. Veo cada generación perdida. Puede que mis sueños me muestren el futuro, pero ellos, los muertos, vienen a mí para que el pasado no se olvide. Atesoro con cuidado los recuerdos de cada día y noche en los que veo a los muertos con vida, porque me hablan de sus historias. Unas historias que tengo el deber de contar.