Capítulo 50
PRIMAVERA EN MI INTERIOR
Inary
Era la mañana de mi vigésimo sexto cumpleaños. Hacía un día soleado en el que corría una intensa brisa; uno de esos días de finales de primavera donde todo rebosa vida. Estaba dando un paseo por la orilla del lago y escuchaba el chapoteo del agua; llevaba puesto el vestido de seda verde de Emily. El lago ya no me daba miedo, al contrario, me producía una inmensa sensación de paz. La niña perdida había regresado a casa, igual que yo. Durante mucho tiempo me había sentido acosada por la muerte; esa muerte que se había llevado lejos a mis padres y a Emily, pero ahora estaba llena de vida.
Álex me había dicho que me tenía preparada una sorpresa y yo estaba demasiado emocionada para quedarme quieta. Esperaba algún búho, pero Álex me había dado algunas pistas que me habían desorientado un poco.
Sabía que había llegado el momento de tomar una decisión. Mi corazón me decía que no podía volver a Londres, que mi lugar estaba aquí (había tenido que marcharme para darme cuenta de dónde estaba mi hogar de verdad). Pero Álex vivía en Londres y no podía volver a perderle. Tarde o temprano tendríamos que hacer frente al pequeño detalle de que no queríamos que nos separara un día de viaje en automóvil, o un vuelo de avión; en definitiva, de que no queríamos estar tan lejos el uno del otro.
Pero solo pensar en dejar de nuevo Glen Avich me rompía el alma.
Por otro lado, también tenía miedo de regresar a una ciudad tan grande como Londres sin haber recuperado todavía la voz. Llevaba sin hablar meses y no había ningún indicio de que lo fuera a hacer a corto plazo. ¿Cómo podría retomar mi antigua vida sin hablar? Aquí todo el mundo me conocía, sabía lo que me pasaba. Podía ir a la tienda de Peggy, a La Piazza, pasar tiempo con Eilidh y mis amigos de toda la vida, trabajar en el negocio de mi hermano Logan y, en general, desenvolverme en el día a día con relativa facilidad. Si volvía a Londres me sentiría perdida.
Y luego estaban las historias que quería contar. Mis historias también estaban en Glen Avich.
* * *
Tomé el teléfono y le envié el mensaje que había estado pensando. Las palabras fluyeron desde mi corazón. Tenía que decirle lo que sentía por Glen Avich, que no quería volver a pasar un cumpleaños lejos de aquí.
Este es mi hogar. No quiero volver a marcharme. Te quiero con todo mi corazón.
Mientras esperaba su respuesta tenía el corazón en un puño. Lo que más temía era que me llegara un mensaje tipo «no estoy dispuesto a irme a vivir tan lejos; esperaba que discutiéramos el asunto…»
Lo que no esperaba fue lo que recibí.
¿Lista para tu regalo de cumpleaños?
Vaya. ¿Estaba intentando cambiar de conversación?
¡Sí, claro!
Lo tendrás en veinte minutos.
¿Qué? ¿Quería decirme que me llegaría un paquete en veinte minutos? ¿Tenía que ir a casa y esperar al mensajero?
¿A qué te refieres?, pregunté.
Estoy en la estación.
¿Estaba aquí?
¿Qué estación?
Según el cartel, en la de Glen Avich.
* * *
No creo que nadie recorriera la distancia entre el lago Avich y la estación de tren tan rápido como lo hice yo aquel día de verano.
Desde el lago soplaba un viento helado. Por todas partes florecían narcisos y azafranes, ofreciendo toques de color por aquí y allá, después del gris invierno.
Pasé al lado de Maggie y Liz cuando se disponían a entrar en la tienda de Peggy. Podía imaginarme lo que dirían. «Acabo de ver pasar a Inary corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Qué mosca le habrá picado?» También pasé al lado de Eilidh y el pequeño Sorley que estaban sentados en un banco del parque infantil. Eilidh se dio la vuelta para ver quién corría detrás de la valla y me sonrió y saludó con la mano en cuanto me vio. Es curioso como con la emoción del momento me parecieron como una escultura antigua o una pintura renacentista que muy bien podría haberse titulado: Retrato de una madre con su hijo.
Solté una carcajada que surgió desde lo más profundo del corazón, feliz por saber que Álex estaba allí, esperándome…
En cuanto llegué reconocí su familiar figura: el abrigo azul que había visto un millón de veces, su vieja y desgastada mochila colgada a un lado, sus hombros fuertes y sus manos, una de ellas sobre su pelo negro… Estaba ansioso, lo notaba. Quería gritar su nombre, pero no pude. De pronto me entró un ataque de timidez y me detuve, jadeando por el esfuerzo. Segundos antes, me habría lanzado a sus brazos, pero ahora, por alguna extraña razón, me contuve.
Nos quedamos parados uno frente al otro, con una mezcla de vergüenza, timidez, felicidad y anhelo…, sobre todo eso último. Su rostro se iluminó con una sonrisa y cuando me di cuenta de lo alegre que estaba al verme los ojos se me se llenaron de lágrimas.
—Inary…
Por fin estábamos juntos, como deberíamos haberlo estado hacía años si no me hubiera sentido tan perdida, si no hubiera estado demasiado ocupada vagando en los laberintos de mi mente, en vez de vivir. Sus brazos me rodearon, acercó su rostro —cuántas veces había inhalado su aroma— nuestros labios se reunieron por segunda vez, pero esta vez sabíamos que nos pertenecíamos. Había esperado ternura, y la hubo, pero no solo eso. Mis rodillas se doblaron por la oleada de deseo que me recorrió por completo. Quería que todo aquello formara parte de mi ser…: las colinas, el cielo, las flores de primavera y Álex. Ansiaba sentir la vida y el amor y quería recuperar todo el tiempo perdido.
Quería que Álex me abrazara, me besara, quería escribir, reír y ser Inary. Y quería quedarme aquí, en mi casa.
—Inary… —susurró. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta de lo bella y profunda que era su voz? Aquel acento que siempre me había resultado tan familiar en Londres, rodeado de voces extrañas—. No quiero volver a estar lejos de ti jamás.
Por encima de su hombro, atisbé la figura de una mujer mirándonos de pie. La luz del sol era tan intensa que no pude percibir sus rasgos. Seguro que se trataba de alguna de las señoras mayores de Glen Avich a la que tanto les gustaban los chismes. ¿Dos personas besándose en la estación, a plena de luz del día, donde cualquiera pudiera vernos? Seríamos el centro de la conversación en las cenas (o más bien de la hora del té) durante meses. Pero entonces sentí el conocido hormigueo en las piernas y brazos y una ráfaga de aire helado sobre los hombros. Alguien estaba detrás de mí, alguien que no estaba vivo. Mary lo más seguro.
Me separé de los brazos de Álex y me volví para mirarla. Pero no se trataba de Mary,
Era Emily, mi Emily, a escasos metros de nosotros, mirándome con una sonrisa en los labios.
Me saludó con la mano y después, despacio, se dio la vuelta y se alejó, perdiéndose en las colinas de nuestro hogar.
Abrí la boca y, por primera vez en meses, hablé, pronunciando las palabras que se me habían quedado atascadas durante todo ese tiempo en la garganta.
—Adiós, Emily.