Capítulo 31

RÍOS DE TIEMPO

Inary

—¿Lista?

Asentí. Taylor me abrió la puerta del vehículo. Era una fría mañana de jueves —parecía que había vuelto el invierno— e iba bien abrigada con bufanda y gorro rojo incluidos.

—¿Qué es lo que tenemos que buscar hoy?

Tomé mi cuaderno.

«Partidas de matrimonio.»

—Ajá. Supongo que hay que averiguar con quién se casó Mary Gibson, ¿verdad?

«Sí. Gracias por ayudarme con esto, Taylor.»

—No hay problema. No me imagino una manera mejor de pasar el tiempo libre que sentado en una biblioteca.

Me eché a reír. Entonces él me miró sorprendido.

—No estoy de broma. Soy arqueólogo, ¿recuerdas? Nos encantan este tipo de cosas.

Mientras conducía, eché un vistazo a su perfil. Tenía los ojos entrecerrados por el sol de invierno —el mismo sol que daba a su pelo color caramelo reflejos dorados— y un ligero puñado de pecas en la nariz… Más allá pude observar los infinitos marrones y púrpuras que ofrecía el paisaje. De repente se me encogió el corazón y no supe muy bien por qué. ¿Qué pensamiento, qué recuerdo, podía afectarme como si acabara de recibir un golpe en el costado? Oh, sí, por supuesto. Los colores. Álex. Me pregunté qué estaría haciendo en ese momento, si seguiría con su vida mientras la mía parecía haberse detenido, suspendida en el tiempo como en esa película en la que se hablaba del día de la marmota.

A Lucy le encantó volver a vernos. Bueno, más bien le encantó ver a Taylor. Nos llevó de nuevo a la sala donde guardaban todos los archivos y nos deseó suerte. Algo que desde luego necesitábamos porque, tres horas después, seguíamos examinando documentos. Por alguna razón, las inscripciones matrimoniales de Glen Avich estaban agrupadas con las de Kilronan y Kinnear, lo que implicaba que teníamos muchos más archivos que revisar.

—¿Os apetece un té con bollitos de mantequilla? —preguntó Lucy, asomándose por la puerta.

—A ver si lo adivino. ¿Los ha hecho tu madre? —aventuró Taylor.

Lucy se ruborizó y soltó una risita.

—¡Sí! Habéis elegido un buen día para venir.

«Ve tú, yo estoy bien así», escribí.

—Solo será un minuto —prometió Taylor antes de seguir a Lucy a la habitación de al lado.

En cuanto me quedé sola, me recosté en la silla y suspiré. Sabía que mi interés por Mary y por su historia empezaba a rayar la obsesión, pero era lo único que me hacía olvidar el constante dolor que sentía en el alma. Además, tenía la sensación de que debía averiguar más sobre ella.

Minutos después, Taylor regresó con una taza de té y un bollo. Le lancé una mirada inquisitiva, recordando lo que la bibliotecaria nos dijo el primer día: que no se podía beber ni comer en aquella sala.

—Le gusto —susurró—. Así que me ha dejado traerte este pequeño tentempié.

Sonreí y me dispuse a hincarle el diente.

—Espera, Inary. Fíjate en eso… —Taylor señaló en dirección a la pantalla—. Mira, Mary Gibson…

Me enderecé en la silla alerta. Podía tratarse de una falsa alarma, al fin y al cabo Mary Gibson eran un nombre y un apellido muy comunes en esa época.

—Mary Gibson, nacida el 1 de octubre de 1895… ¡Es ella!

Asentí con vehemencia y continué leyendo. «Casada con Alan Monteith…» Monteith, ¡mi apellido! Pero… ¿Alan? ¿No Robert?

—¡Choca esos cinco! —Me ofreció su palma. La golpeé con la mía, riendo. Algunas veces, Taylor eran tan… estadounidense en el buen sentido de la palabra. Siempre conseguía arrancarme una sonrisa—. Parece que estáis emparentadas. ¡Cómo no! —ironizó—. ¡Estás emparentada con todo el mundo! Me sorprende que no tengas tres piernas y un tercer ojo en medio de la frente. —No podía parar de reír. Tenía razón, por aquí todos éramos familia. Menos mal que de vez en cuando venía gente de fuera a renovar la sangre.

Asentí, tomando nota del asiento. Sin embargo, muy pronto la emoción de aquel hallazgo empezó a evaporarse. Al final Mary y Robert no se habían casado. Era cierto que Robert rompió con Mary para siempre. Debió de casarse con Anna, la hermosa mujer de mi visión, y Mary hizo otro tanto con Alan Monteith.

—¿Hemos terminado?

Asentí sintiéndome un poco decepcionada.

—Gracias por todo, Lucy —dijo Taylor a la joven bibliotecaria. Y después le guiñó un ojo. En serio. Puse los ojos en blanco, aunque en el fondo me hizo gracia.

—¿Ya habéis terminado? ¿Cuándo volveré a veros…? A lo que me refiero es a si hay algo más que pueda hacer para…

—Seguro que volvemos —recalcó Taylor.

—Entonces volveré a verte —replicó Lucy.

Qué sutil.

Así que Mary y Robert no habían tenido un final feliz. Ella le dio su alma, como yo se la di a Lewis, y cuando ambos se fueron, no nos quedó nada más que una pequeña chispa que amenazaba con extinguirse en cualquier momento. Atrás quedó la fuerza, la alegría y la esperanza de alcanzar la felicidad.

«No deberías haberlo amado tanto, Mary. Esto es lo que pasa cuando una ama demasiado, cuando lo da todo de sí misma», pensé con tristeza.