53
Llegamos a la granja y aparcamos junto a la cancela del jardín, delante de la casa.
—Pensaba que Boyer y tú os haríais una casa nueva, como las que hay en vuestra urbanización —le digo a Stanley, quizá con excesiva efusividad.
Me mira rápidamente con el rabillo del ojo, pero mi pregunta es sincera. Sonríe.
—No. Ninguna de esas casas nuevas tiene el encanto de esta antigua casa.
Recorremos juntos el camino hasta el porche delantero, y observo que los cambios han mantenido ese encanto. El revestimiento exterior, ventanas y molduras son nuevos. La casa parece más recta y más fuerte.
En el interior, en el porche cubierto, una lavadora y secadora nuevas y flamantes de carga frontal se han integrado en unos armarios de cocina. Los amplios ventanales se extienden por toda la pared posterior, que da a la cocina modernizada.
Antes de subir al piso de arriba, Stanley me enseña orgulloso el resto de las renovaciones. Donde antes se encontraba la rosaleda, ahora han construido un anexo (un nuevo dormitorio principal con baño). La galería que se encuentra en la parte de atrás de la casa se ha convertido en una habitación para mamá. Una cama de hospital, situada de modo que se vean los campos de atrás, está preparada y esperándola.
En el piso de arriba mi habitación está igual, aunque más pequeña. En mi memoria, la habitación en la que me crie era mucho más grande. El suelo de linóleo y el papel de flores de las paredes siguen igual. Pero aunque yo no soy más alta que la última vez que estuve aquí, me siento como una giganta invadiendo el espacio de una niña.
Dejo la maleta junto al tocador y me quedo de pie mirando por la ventana. Las hojas amarillas de los álamos salpican la carretera asfaltada. El establo se ha modernizado y pintado, pero aparte de eso, la vista no ha cambiado nada. Siento el repentino impulso de levantar la ventana y salir a gatas al tejado. Solo me detiene el tiempo. Y unas cuantas articulaciones oxidadas.
Pronto vendrán todos por esa carretera familiar. La primera vez que nuestra familia se reúne al completo en esta casa, o en cualquier otro sitio, desde que murió mi padre.
Abajo todo está muy tranquilo. Stanley es la única persona, además de mí, en toda la casa, por el momento. Y aunque es la primera vez que paso algo de tiempo con el compañero de toda la vida de Boyer, sé que él forma parte de nuestra familia tanto como Ruth. Durante el trayecto a la granja en su camioneta, me pregunté en voz alta por qué no lo conocí cuando éramos jóvenes.
—Bueno —me dijo, achinando sus ojos verdes en una sonrisa—, estaba en la universidad cuando recitaste tu poema sobre mi padre y mi abuelo.
—El poema de Boyer —me reí—. ¿Oíste hablar de él?
—Estuve allí.
Recuerdo al chico con el pelo rojo hablando con Boyer en el gimnasio, aquella noche. El pelo se ha vuelto más desvaído, de un rubio rojizo, pero su cara redonda todavía tiene un aire juvenil.
—Había vuelto a casa para Navidad, y fui al colegio aquella noche con papá. A él le encantaban los conciertos navideños. Por aquel entonces a mí no me entusiasmaban, pero recuerdo el poema. A mi padre le encantó.
Y a mí me gusta este hombre, pensé, mientras compartíamos aquel recuerdo.
—Vine aquí también unos años después —añadió, tímidamente—, durante la búsqueda de River.
—Sí, oí decir que tu padre y tú vinisteis a ayudar. No te vi. La verdad es que por aquel entonces no veía gran cosa.
Me vuelvo desde la ventana de mi habitación al oír los pasos en el vestíbulo. Stanley saca la cabeza por mi puerta.
—¿Puedo enseñarte una cosa? —me pregunta, y me hace señas de que le siga. Subimos las nuevas escaleras de madera noble que conducen al desván.
Así como mi habitación no ha cambiado nada, esta, el antiguo refugio de Boyer, está irreconocible. Han convertido ese estrecho espacio en un estudio. La parte inferior de las paredes abuhardilladas sigue forrada de libros, pero ahora están todos perfectamente organizados en unas estanterías de arce. Una ventana mirador, con un asiento tapizado, ha reemplazado la pequeña ventana con cuarterones que en tiempos daba a la imagen familiar de los campos y las montañas.
La desfalleciente luz del sol penetra a través de la claraboya inclinada. Incide en la pared del fondo de la habitación. La única pared totalmente recta del desván. Los cuadros enmarcados colgados encima del escritorio atraen mi atención. Los miro más de cerca. Cada marco contiene un recorte de revista o de periódico. Toda la pared está cubierta de recortes de artículos míos, columnas y críticas de libros.
Alguien (Boyer) las ha enmarcado con mucho cuidado y exhibido la historia de mi carrera. Hasta mi primer artículo, publicado por un periódico donde trabajé vendiendo publicidad, está allí.
Stanley se sienta en la silla que hay frente al escritorio. Me mira mientras examino el montaje. Al cabo de unos momentos abre un cajón y saca una carpeta gruesa, llena de papeles. Sin decir una sola palabra, me lo tiende. Dentro encuentro muchos poemas escritos a mano. La poesía de Boyer. Me siento en el diván y leo algunos, mientras él espera.
—Son muy buenos —digo, leyéndolos—. Preciosos. Me alegro muchísimo de que siga escribiendo.
—Te echa de menos, Natalie —dice Stanley, con voz queda.
Yo levanto la vista.
—Y yo a él también —me obligo a responder, intentando que mi voz no se rompa. Ah, si supiera lo mucho que echo de menos a mi hermano. Noto su ausencia en mi vida todos los días, como si me faltase una parte de mí misma. Mantengo constantes conversaciones imaginarias con él, pero cada vez que veo su rostro, las palabras que quiero decir mueren en mis labios. Trago saliva—. No puedo creer que guardase todos esos artículos antiguos. —Y señalo la pared.
—Está muy orgulloso de ti —confiesa Stanley.
Busco su rostro con la mirada. Es la cara de un hombre amable. Las arrugas que rodean sus ojos solo muestran preocupación.
—Me convertí en periodista gracias a Boyer, ¿sabes? —le digo—. Él fue el primero en pagarme por mis palabras. —Me imagino el frasco con peniques en el alféizar de mi ventana—. Ahora saco un poco más de un penique por palabra. —Me río—. ¡Pero no mucho más! —La risa me suena forzada hasta a mí misma.
—¿Es que no vas a perdonarle nunca? —me pregunta Stanley. Sus palabras me sorprenden. Es la misma pregunta que me hizo mamá solo hace unas pocas horas. ¿Boyer? ¿Perdonar yo a Boyer?
—¿Perdonarle por qué? —pregunto.
Los amables ojos de Stanley se clavan en los míos, pero no dice nada.
Entonces le digo lo que siempre quise decirle a Boyer. Lo que he querido decirle a mamá hoy.
—Soy yo la que tiene que pedirle perdón. —Mis hombros se encorvan, resignados. Stanley se levanta de su silla y se sienta a mi lado.
»Me aparto de él porque no puedo mirarlo. Porque no lo merezco. Porque no merezco estar a su lado. Porque fue mi descuido lo que arruinó su vida —le digo, y así de fácil, sale todo. Mi culpa, mi vergüenza, mi traición… todo adquiere voz en la quietud del antiguo dormitorio de Boyer.
Le digo que mis palabras irreflexivas fueron las que desencadenaron la maligna avalancha de cotilleos, que destrozó la imagen de Boyer y la de nuestra familia en nuestra comunidad.
—Y River —susurro—. Si no hubiese salido corriendo aquella noche, River nunca se habría perdido, y tampoco se habría matado.
Finalmente, las lágrimas incontroladas corren por mis mejillas, y le cuento lo de las colillas de marihuana arrojadas descuidadamente bajo el fregadero, en la cabaña de Boyer. Se lo confieso todo a un desconocido.
—No puedo mirarlo sabiendo que yo causé el fuego y sus cicatrices.
Stanley me rodea con los brazos, con suavidad. No se me hace extraño que este hombre, a quien he conocido hoy, me abrace. Comprendo ahora en parte lo que debió de sentir mi madre todos aquellos años de compartir sus cargas en el confesonario.
Se saca un pañuelo de algodón del bolsillo de la camisa.
—Tenías dieciséis años —dice, secándome los ojos—. Eras una niña. Qué carga más pesada para llevarla tú sola todos estos años, Natalie. Eres tú quien debe encontrar la forma de perdonar a aquella niña de dieciséis años.
—El fuego… —empiezo yo.
Me coge la cara entre las manos y me obliga a mirarlo a los ojos.
—El incendio fue provocado.
—Ya sé que la Policía lo sospechaba, pero…
—No, lo sabían, pero no podían o no querían probarlo. Hubo llamadas anónimas que aseguraban que un grupo de chicos había rociado los troncos de la parte delantera de la cabaña con gasolina y le habían prendido fuego. Tu padre encontró una lata de gasolina que había depositado el agua en la orilla del lago, a la primavera siguiente.
—¿Pero quién…?
—Nunca lo sabremos. Niños que gastaron una broma estúpida o algún ignorante que quiso dar un escarmiento.
—Todo por culpa de mis estúpidas palabras.
—No, por los prejuicios —dice con calma Stanley, y yo me pregunto lo que él y Boyer habrán tenido que soportar a lo largo de los años solo por ser quienes son—. Pero ¿importa realmente, ahora? —me pregunta—. Después de todos estos años, ¿importa cómo o por qué ocurrió todo aquello? ¿Vale la pena no tener a tu hermano en tu vida, solo por aferrarte a tu culpa?
Como no respondo, continúa.
—Qué desperdicio. —Menea la cabeza despacio—. Esta familia nunca se pelea, no usa las palabras como armas. Usa el silencio. Y hiere igual o más. Dejáis que lo que os agobia, que no os decís los unos a los otros, se interponga entre vosotros. Tanto tú como Boyer os sentís culpables por la muerte de River. Pero nunca habéis hablado de ello.
Abrumada por la enormidad de lo que está diciendo, asiento en silencio, y luego me pongo de pie.
—Habla con él, Natalie —dice, antes de irse—. No subestimes su capacidad de amar. Y de perdonar.
Más tarde, sola en mi habitación, pienso en las palabras de Stanley mientras busco algo que regalarle a mi nieta cuando llegue.
Miro el bote de peniques de la ventana. No pasará mucho tiempo antes de que sea lo bastante mayor para empezar a jugar al juego de los peniques. Un penique no es gran cosa, hoy en día, ya lo sé, pero no se trata de los peniques en realidad. Nunca se trató de eso.
Me agacho y abro la puerta que da al pequeño espacio bajo los aleros. Mis articulaciones protestan un poco cuando me pongo a cuatro patas. Quizá haya algún juguete viejo por allí. Nunca fui muy aficionada a las muñecas, pero a lo mejor Jenny ha dejado algo.
Las telarañas rozan mis dedos y toco una caja de madera, y al final saco un saquito morado de Seagram lleno de bultos. Me pregunto si los niños jugarán con canicas, hoy en día.
Detrás de la caja de canicas, noto que hay otra caja llena de libros. La saco arrastrando y cojo el librito que está encima. Hojeo las páginas de Cuando éramos muy jóvenes de A. A. Milne.
Perfecto.
Cierro el libro al oír los coches que llegan por la carretera.
Me levanto y corro a la ventana. Mis dedos se agarran al alféizar cuando veo que el jeep de Boyer aparca frente a la casa. Un desfile de vehículos: la camioneta de Morgan, la ambulancia y el Edsel de Jenny siguen lentamente detrás.
Gavin sale del asiento del pasajero del jeep. Una sonrisa se dibuja en sus labios cuando mira a su alrededor. La puerta de atrás se abre y baja una mujer joven. Se inclina y coge entre sus brazos a una niñita rubia. Un border collie blanco y negro, asombrosamente parecido a nuestro antiguo perro, Buddy, sale corriendo de debajo del porche. Salta la verja y se une al grupo. La niña se inclina desde los brazos de su madre e intenta bajar para acariciar al perro que, meneando el rabo, los dirige hacia el caminito del porche.
Resulta difícil imaginar a River, congelado en el tiempo y en mi mente todavía con veintitrés años, como abuelo. Pero esa niñita de tres años, cuyos ojos de un azul claro reconozco ya desde la ventana, esa niña que mira hacia arriba tímidamente y me devuelve el saludo con la mano, solo puede ser su nieta.