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—No éramos pobres —solía decir mi madre de aquella época de nuestras vidas—, es que, sencillamente, no teníamos dinero.

Según ella, cuando sacábamos un poco la cabeza mi padre iba y compraba más vacas, o más maquinaria. Aun así, solo recuerdo que ella se quejase de la carencia de «una foto familiar decente».

Guardo el resultado de la claudicación de mi padre a sus lamentaciones en una caja de zapatos junto con las fotos sueltas que sigo prometiéndome a mí misma que algún día pondré en un álbum.

El retrato familiar se tomó en los años sesenta, y lo hizo un fotógrafo ambulante. Cada septiembre u octubre aparecía un camión azul grande, un estudio móvil, en el solar vacío junto a la gasolinera Texaco de Main Street. A Jeffrey Mann, el fotógrafo local, le volvía loco ver a la gente hacer cola junto a aquel camión. Cada año se quejaba a quien quisiera oírle de que «esos advenedizos vienen a la ciudad y me quitan el negocio de Navidad».

Una tarde de otoño de 1965, el año antes de que llegase River, mi padre volvió de la ciudad y le tendió un folleto a mamá.

—¿Qué piensas, Nettie?

Mamá cogió aquel folleto brillante y examinó los precios.

—No está mal… —murmuró—. Incluso tienen tarjetas de Navidad en la oferta —añadió, anhelante—. Pero no me parece justo quitarle el pan a Jeffrey.

—No le quitaríamos el pan si pudiéramos permitírnoslo, ya de entrada —dijo mi padre. Vi que mi madre luchaba contra la tentación de tener un retrato familiar.

Dos días después, al amparo de la oscuridad, hicimos cola junto al camión aparcado, esperando nuestro turno para sentarnos frente al fondo de cielo azul y nubes algodonosas. Después mamá se sintió muy culpable por lo que consideraba una traición. Cuando los Mann venían a visitarnos quitaba el retrato de encima del piano y lo guardaba en su dormitorio. Pero tal y como le gustaba decir a la amiga de mamá, Ma Cooper, «la oveja vuelve al redil», porque mi madre, que no era una mujer demasiado calculadora, envió sus tarjetas de Navidad aquel año como de costumbre. Y, horrorizada, se dio cuenta, después de haberlas firmado y enviado por correo, que la de Jeffrey y June Mann había salido junto con todas las demás…

Todos íbamos vestidos con nuestras mejores ropas de domingo para aquella foto. Sin embargo, cada vez que la miro yo veo una marca de quemadura en la espalda de la camisa de Boyer. Y recuerdo que me encontró llorando de pie junto a la tabla de la plancha, antes de ir a la ciudad, aquella tarde.

—Te he quemado la camisa —sollozaba yo, cuando él entró en la cocina después de ordeñar. No podía ni mirarlo. No me daba miedo que Boyer se pusiera furioso. Nunca se enfadaba conmigo. Pero la idea de decepcionarle me resultaba odiosa, y acababa de estropear su camisa favorita.

—Es solo una camisa, Natalie —dijo Boyer, afable—, no vale la pena que llores. —Me levantó la barbilla y sonrió—. Una camisa vieja nunca puede ser más importante que mi chica. —Y me tendió su pañuelo—. Además —añadió, al coger y dar la vuelta a la camisa quemada—, las fotos las toman solo por delante.

Cualquiera que vea el retrato sonreirá ante el batiburrillo de gente diversa que formaba mi familia. Parecía que nos hubiesen arrojado a una batidora y hubiésemos salido todos de formas y tamaños distintos. Mamá y yo estamos sentadas en un banco, con papá y los tres chicos de pie detrás de nosotras. Boyer tenía veintidós años cuando se tomó la foto. Con su pelo rubio y sus ojos azules era el único de nosotros que se parecía de verdad a mamá. Excepto por la altura. Medía un metro ochenta, cinco centímetros más que papá, que estaba situado a su derecha.

Papá era guapo, a su manera ruda. Como un curtido John Wayne, su aspecto mejoró con la edad y el inevitable mapa de líneas de expresión que marcaban el tiempo en su piel quemada por el sol. Morgan y yo heredamos sus ojos oscuros y su pelo castaño («marrón caca de ratón», como lo llamaba mi padre).

Morgan sobresalía al otro lado de papá con los mismos ojos sonrientes, el pelo formando pico en la frente y la mandíbula fuerte. Pero a diferencia de papá, era bajo y robusto. A los diecisiete años, Morgan medía solo un metro sesenta y siete. No crecería más. Carl tenía quince años, era todo manos y pies, y todavía no había acabado de crecer. Como de costumbre estaba de pie junto a Morgan, dejando pequeño a su hermano mayor. Carl era la anomalía, con su pelo rojo y su piel pecosa, como un atavismo, les decía en broma papá a menudo a él y a mamá, pues se parecía a unos primos políticos del lado de mamá.

Cómo sonreíamos todos a la cámara. Las sonrisas de una familia que, aunque sabía que no tenía demasiado dinero, era consciente de que su vida era tan rica y dulce como la mantequilla que mamá acababa de hacer. Me pregunto si alguno de nosotros ha sonreído tan abierta y honradamente desde entonces. Hasta mamá, que sentía timidez ante las cámaras, y había que convencerla para que dijese «patata», sonreía con un orgullo apenas reprimido.

A los catorce, yo ya era cinco centímetros más alta y probablemente pesaba cinco o seis kilos más que ella. Mamá medía un metro cincuenta y siete y no le gustaba que le recordasen lo bajita que era. Sí, era diminuta, pero no delicada. Era como si su cuerpo de huesos pequeños estuviese hecho de acero. «Graciosa y fuerte», son las únicas palabras que puedo usar para describirla. Su aspecto era como debe sonar la buena música. Por aquel entonces estoy segura de que yo me movía como el proverbial patito feo, anadeando bajo las alas hermosas de mi madre.

No era demasiado mayor cuando me di cuenta de que nunca sería guapa, ni haría que la gente volviera la cara, como ocurría con mi madre. Me crie sabiendo que, a diferencia de ella, nunca sería el objetivo de miradas apreciativas de los hombres, ni de sonrisas tensas por parte de las mujeres. Pero hasta que no llevaba bien avanzada la adolescencia no empecé a codiciar su belleza. Fue cuando llegó River. Hasta aquel momento yo vivía cobijada en su resplandor. Incluso cuando los demás, sin darse cuenta, señalaban la diferencia.

Creía que me había vuelto inmune a las expresiones conmocionadas que atravesaban el rostro de las personas cuando se daban cuenta de que éramos madre e hija. Pero cuando mamá me presentó a River aquel día de verano, me sentí muy aliviada al no ver sorpresa ni asomo alguno de comparación secreta en aquellos ojos azules. Y agradecí no oír ningún comentario desagradable sobre lo poco que me parecía yo a mi madre.

La primera vez que oí esos comentarios desconsiderados yo tenía siete años. Aquel invierno me eligieron para recitar un poema en nuestra representación navideña del colegio. El poema sobre el padre fundador de nuestra ciudad, Daniel Atwood, lo escribió nada menos que otro de mis héroes, Boyer Angus Ward. Me lo había enseñado todas las noches durante semanas, antes de la representación.

La primera vez que leí la balada estaba sentada y envuelta en una manta en el improvisado escritorio de la diminuta habitación del desván de Boyer.

—Y el señor Atwood ¿no se enfadará al oír esto? —le pregunté. Lo único que sabía de la familia Atwood era que vivían en un enorme edificio de ladrillo y piedra que se alzaba en Main Street.

—No te preocupes —me sonrió Boyer desde el otro lado de su escritorio—. Esto trata del primer señor Atwood, el viejo Daniel. Stanley sénior es su hijo, y no tiene nada que ver con su padre. A Stanley se le podría considerar un filántropo.

—¿Un filántropo?

—Es tu palabra de diez peniques de esta semana —dijo Boyer, y me tendió su diccionario Webster.

Al día siguiente llevé la balada al colegio para presentarla en los ensayos del concierto. Cuando la profesora me preguntó quién lo había escrito, mantuve la promesa que había hecho a Boyer. Estaba muy orgullosa de aquella palabra también. «Anónimo».

Boyer y yo ensayamos los versos tantas veces en su habitación del desván que yo podía repetirlas hasta en sueños. Y todavía puedo. Sé que aquella composición, escrita por un chico de quince años, no era ninguna genialidad literaria, pero por aquel entonces lo era para mí, y sentía la responsabilidad de dar relieve a las palabras de mi hermano. La noche del concierto subí al escenario del auditorio y gimnasio de la Escuela Elemental de Atwood y tragué saliva.

Mamá estaba en primera fila, sonriéndome, mientras yo me disponía a empezar. Junto a ella, mi padre me guiñaba el ojo y me sonreía con sus dientes blancos. Morgan y Carl estaban sentados en la fila de atrás sin parar de hacer monerías. Nada les habría complacido más que verme tropezar con las palabras. Pero ni las silenciosas burlas de mis dos hermanos ni tener que repetir unas palabras bien memorizadas consiguieron perturbarme. Me concentré en la sonrisa de ánimos de Boyer y empecé:

En el hotel Atwood haciendo memoria

entre naipes y tabaco de mascar

de un tal Daniel Atwood se cuenta la historia

que logró una mina de oro encontrar.

Arrojé las palabras al aire, directamente a Boyer, del mismo modo que él me había enseñado en su habitación del desván. Él asentía con cada verso, como si los estuviera cogiendo.

Sus palabras salían fluidas de mi boca, con la misma sencillez con que las manos de mi madre bailaban sobre las teclas del piano.

Dice la leyenda que del norte vino,

de apodo «Gran Alce» por ser tan robusto.

Se inició en Alaska su largo camino

huyendo de la horca con el tiempo justo.

Dan en su caballo llegó bien montado,

y una noche fría al raso acampó

y cuando echó el pie al terreno helado

con una pepita de oro tropezó.

Su primera mina Dan hizo al momento

un pozo muy hondo que era su orgullo

llegaron mineros, pero Dan, atento

reclamó el terreno y todo fue suyo.

Puso a los mineros a cavar para él

mientras construía la ciudad entera.

Tienda, aserradero, también el hotel

con el oro que antes sacó de la tierra.

El trabajo era duro de verdad

aquellos mineros no iban a la zaga,

y Dan, generoso, para Navidad

les daba el día libre, pero sin su paga.

Y así el viejo Alce consiguió una hacienda

ahorrando y ahorrando sin mucho criterio

hasta caer muerto en su propia tienda:

ya era el más rico en el cementerio.

Stanley, su hijo, ha ido a heredar

toda su fortuna, pero sin malicia

lleva aún la mina, queriendo arreglar

lo que hizo el Viejo Alce solo por codicia.

Estas Navidades mucho nos conviene

brindar por el oro que aquí se encontró

por Stan, que ofrece todo lo que tiene

y por el Viejo Alce que Atwood fundó.

Cuando acabé no podía asegurar si las risas que se oían por debajo de los aplausos eran por las palabras o por mí, pero la sonrisa de Boyer bastaba.

Después del concierto, los Reyes Magos, con los albornoces de sus padres, los ángeles con sus halos de hojalata, los árboles de Navidad, estrellas y dulces, salieron del escenario. Yo seguí a la multitud hacia la parte de atrás de la sala, ahora muy iluminada, donde padres, profesores y actores se mezclaban junto a unas mesas abarrotadas de galletas, pasteles y vasos con ponche. Cogí un plato de papel, levanté la vista y vi a Boyer en la parte trasera, junto a la puerta, hablando con el señor Atwood y un chico de pelo rojo, más o menos de la edad de Boyer, a quien nunca había visto antes. Mientras avanzaba hacia ellos entre la multitud, oí pronunciar mi nombre. Me sentía dividida entre la curiosidad por saber lo que pensaba el señor Atwood del poema de Boyer y el interés por saber por qué se pronunciaba mi nombre. Atisbé entre las cabezas de mis compañeros de clase y vi a la señora Royce, la mujer del farmacéutico, hablando con nuestras vecinas, Ma Cooper y la viuda Beckett.

—Sí, es verdad —decía Ma Cooper—. Era la hija de Nettie Ward.

El moño que llevaba en la nuca, del tamaño de un melón, se agitaba hacia arriba y hacia abajo cuando hablaba. Era una mujer muy grandota. Ma era ese tipo de mujer que deja una estela, cuando sale de una habitación. Lo único diminuto en ella eran sus manos y sus pies. Yo siempre pensaba que sus pies parecían demasiado pequeños para cargar su enorme peso, pero cada lunes ella, junto con la viuda Beckett, caminaban tres kilómetros hasta llegar a nuestra casa.

Parecían versiones femeninas de Laurel y Hardy, cuando venían por la carretera a casa, Ma contoneándose con sus andares bamboleantes, mientras la delgadísima viuda corría a su lado dando dos pasos por cada uno de Ma. Esas dos eran ya habituales en nuestra cocina, cada lunes. Mientras hacíamos la colada, como miembros de las Damas Católicas Auxiliares, cada semana mi madre y ellas dos planchaban y remendaban los uniformes de las niñas de Nuestra Señora de la Piedad.

Aunque el letrero sobre las puertas de roble que conducían al edificio que estaba junto al Hospital Saint Helena indicaba «Escuela para chicas», yo todavía no alcanzaba a ver por encima de los setos que rodeaban aquel terreno. Y los muchos comentarios velados de Ma Cooper no hacían más que aumentar mi curiosidad por las misteriosas chicas que vivían en aquellas salas.

No había nada en la ciudad que Ma no supiese, al parecer. Y traía todas las noticias locales a nuestra cocina cada semana. Mi padre llamaba a las damas de los lunes el «equipo a vapor», porque, según decía, «en esa cocina echa más humo el cotilleo que la plancha».

Mamá decía que solían ser cotilleos que no hacían ningún daño.

—¿Qué hay más interesante que hablar de las personas? —preguntaba. Pero unas cuantas veces la oí pedir a Ma Cooper que confirmase la veracidad de los últimos rumores, mientras trabajaba la masa en un recipiente de porcelana tan enorme que se hundía en él hasta los codos.

La viuda Beckett hablaba muy poco, y dejaba que Ma Cooper mantuviese su posición como autoridad local en cotilleos. Sin embargo, nunca se alejaba mucho de su amiga, y se podía contar con su aprobación y sus ánimos. Y allí estaba, después del recital de Navidad, de pie junto a Ma Cooper y asintiendo a los comentarios de su amiga.

—¿De verdad es la hija de Nettie Ward? —replicaba la señora Royce a Ma Cooper—. Desde luego, no se parece en nada a su madre, ¿verdad?

La viuda Beckett respondió con una silenciosa sacudida de cabeza. Me acerqué más a ellas mientras Ma Cooper se inclinaba y, con una voz que pretendía ser un susurro, pero que no se acercaba siquiera a ello, dijo:

—Qué poco agraciada… La pobrecita, aunque se vista de seda… —Y luego se incorporó y añadió con una extraña nota de orgullo en su voz—: Pero la profesora dice que es muy lista, genial.

Gracias a Boyer y sus palabras de diez peniques, a los siete yo tenía un extenso vocabulario. Sabía el sentido de muchas palabras, pero «agraciada» no me la había encontrado nunca. Aun así, sabía que no era buena, porque luego decían «pobrecita». Fui hacia las puertas de atrás, pero Boyer había desaparecido. Me incorporé de puntillas y examiné la sala. De repente mamá apareció a mi lado.

—¿Qué ocurre, Nat? —preguntó.

—Estaba buscando a Boyer —contesté. Normalmente le preguntaba siempre a Boyer por las palabras nuevas, esperando que fuese una de diez peniques, pero algo me decía que aquellas palabras de sonido tan raro tenían muy poco valor. Así que se lo pregunté a mamá—: ¿Qué significa «poco agraciada»?

—¿Dónde has oído eso? —me preguntó ella, frunciendo el ceño.

Con miedo de haber topado con una palabra prohibida, le dije que se la había oído mencionar a Ma Cooper. Los ojos de mi madre se achicaron por un breve momento, y los músculos de sus mejillas se movieron al cerrar la boca. Luego sonrió y me tocó la cara.

—Bueno, puede significar muchas cosas, cariño. Supongo que lo que significa es que tardas poco en dar las gracias. Ella sabe que estás muy bien educada.

Durante un momento me pregunté qué hacer con lo de la pobrecita y la seda, y luego decidí que quizá era una de esas mentirijillas tipo Santa Claus. Así que preferí creerla. Me pareció que era convincente. Más tarde ya lo miraría en el diccionario de Boyer.

Antes de irnos, mamá se acercó a Ma Cooper y a la viuda Beckett. La sonrisa no abandonó ni un momento el rostro de mamá al hablar, pero la sonrisa de Ma desapareció. No oía las palabras de mamá, así que me acerqué a tiempo para oír decir a la viuda Beckett:

—Pero Nettie, lo decíamos en el sentido más amable.

—No hay nada amable en esa insinuación —empezó mi madre, enunciando cada palabra con una voz tan áspera, tan impropia de ella, que le cogí la mano. Se calló y me miró, cerró la boca y me apretó la mano. Saludó a sus amigas, dio la vuelta y se alejó muy tiesa, conmigo detrás.

Durante las semanas siguientes, mamá planchó los lunes sola.

—¿Dónde está el equipo a vapor? —le preguntó mi padre a la hora de la comida, el primer lunes que Ma Cooper y la viuda Beckett estuvieron ausentes.

—Les dije que no vinieran —respondió mamá—. Necesitan descansar un poco.

Unas pocas semanas después, en Nochebuena, aparecieron ante nuestra puerta igual que todos los amigos y vecinos de mis padres cada año. Se quedaron de pie en el porche cerrado, quitándose la nieve de las botas con aire compungido. Mi madre las hizo pasar, las abrazó y les deseó feliz Navidad, y juro que vi a la severa Ma Cooper limpiarse unas lágrimas. La voz de la viuda Beckett sonaba estrangulada cuando dijo:

—Lo sentimos mucho, Nettie.

Mamá la hizo callar y contestó:

—Eso está olvidado. —Y lo decía de corazón. «Olvidar y perdonar» era su credo vital.

—No importa que te salgan moretones con mucha facilidad —me solía decir—, mientras te cures rápido.