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Los vagabundeos nocturnos de mamá le salvaron la vida a Boyer aquella noche. Lo olió antes que nadie. El primer atisbo de humo vino desde el campo de alfalfa que había detrás de la casa y entró por una ventana abierta de la galería. Su sensible nariz notó el olor que traía la brisa nocturna. Miró al otro lado del reflejo de la ventana oscura. Por encima de los árboles, detrás del campo, vio que su ominoso temor al fuego se manifestaba como un resplandor rosa en el cielo.

Yo salí de mi sueño drogado al oír sus gritos penetrantes que resonaban en la casa.

—¡Gus! ¡Gus! Levántate. ¡Hay fuego! ¡Ay, Dios mío! ¡Corre! ¡Corre! ¡Es la cabaña de Boyer!

Mientras saltaba de la cama, oí a Morgan y a Carl correr hacia el vestíbulo y bajar a grandes zancadas las escaleras en dirección a la cocina. Corrí tras ellos en camisón. A través de la ventana de la cocina vi a mi padre, todavía vestido solo con los calzoncillos largos, que corría a través de la granja e iba al cobertizo de la maquinaria.

Salí de la cocina y salté por los escalones del porche. Mis dedos temblorosos trastearon con el cierre de la cancela. Lo abrí de par en par y corrí por la carretera hacia la cabaña de Boyer. Delante iba mamá corriendo por el campo trasero, con la bata revoloteando tras ella, y Morgan y Carl muy cerca. Los seguí descalza a toda velocidad. El rugido del tractor resonó detrás de mí, cuando di con el pie en una raíz y caí a un lado de la carretera. Me arrojé contra la verja cuando pasaron los pinchos de acero de la carretilla elevadora del Massey Ferguson. Volví a levantarme y corrí detrás del tractor, sorteando los terrones de tierra que levantaban sus neumáticos. El chirrido metálico del cambio de marchas resonaba en la noche mientras mi padre iba de pie al volante, dándole más velocidad a la vieja máquina, y el chillido de protesta de su motor se hacía eco de la histeria con la que yo chillaba en el interior de mi cabeza.

Llegué a la altura de las luces rojas traseras, las sobrepasé. Me adelanté al tractor, bajé por la carretera, que parecía inacabable, a través de los árboles, y llegué al prado. Corrí hacia el claro y fui dando tumbos hasta la cabaña de mi hermano, intentando comprender la escena que se desarrollaba ante mí.

Al principio pensé que el propio lago estaba en llamas. Una luz anaranjada, feroz y viva, iluminaba toda la noche. El reflejo brillante de las llamas que salían de la cabaña de troncos creaba una hoguera reflejada en las oscuras aguas del lago. Las chispas volaban desde el tejado de listones y explotaban en el cielo, y luego desaparecían en la oscuridad. Hambrientas llamas escapaban de las ventanas abiertas de la cocina. Codiciosamente salían y se alimentaban con las ramas del manzano. Ahogué los chillidos que se alzaban en mi garganta al ver que el viejo árbol, que había protegido a la cabaña durante más de medio siglo, ardía como una antorcha gigante en el cielo nocturno.

Un calor abrasador irradiaba en oleadas que distorsionaban la extraña danza que se llevaba a cabo en las parpadeantes sombras. Frente a la cabaña, Morgan y Carl, uno a cada lado de mamá, luchaban para sujetarla entre sus brazos, para contenerla. Y ella luchaba como una loca por soltarse. Daba patadas y se retorcía como una desquiciada, queriendo arrojarse contra la puerta de la cabaña. Una voz que apenas reconocí les chillaba, dándoles órdenes, amenazando y suplicando que la soltaran, que la dejaran ir a por su hijo.

Yo di la vuelta y corrí hacia la parte lateral de la cabaña, al anexo, hacia la ventana del dormitorio de Boyer. Me encaramé por allí, agarrándome a la madera, intentando trepar con los pies por aquella pared, mientras chillaba también el nombre de mi hermano. Unas manos fuertes me sujetaron y me echaron atrás. Arañé y mordí los brazos a Morgan, luchando por escapar a su sujeción. El tractor rugió detrás de nosotros. Morgan me arrastró, alejándome de allí, mientras nuestro padre embestía con la parte delantera del Massey Ferguson el lateral de la cabaña. Dejé de luchar cuando vi el rostro decidido de mi padre, iluminado por aquel resplandor rojo. Hizo retroceder el tractor para dar otro empujón a las paredes de madera. Al empujar el tractor hacia delante una y otra vez, los pinchos de acero desgarraron la pared lateral y el contrachapado hasta que se rompió del todo, dejando un agujero en el dormitorio de Boyer. El fuego que estaba dentro, alimentado por el oxígeno, estalló por la abertura.

Me costó un momento reconocer que la bola de fuego que salió disparada y aterrizó a nuestros pies era humana. Era Boyer.