50

Jenny y yo pasamos a todo correr por el estrecho vestíbulo del Alpine Inn.

—No puedo creer que me haya quedado dormida —digo, mientras nos apresuramos, escaleras abajo.

—Lo necesitabas. —Jenny empuja la puerta delantera y salimos a la luz del sol otoñal.

Siento que el mundo está girando de nuevo. Todo ocurre muy deprisa. Estaba completamente exhausta al volver a mi habitación, después de enfrentarme al señor Ryan. Exhausta pero empezando ya a sentir el bálsamo curativo de dejarse ir. Me he duchado, me he cambiado y luego me he echado en la cama solo un momentito. Eran las tres cuando me he despertado al llamar Jenny a la puerta.

—Están aquí —ha dicho ella, sin aliento, cuando he abierto la puerta—. Boyer ha llamado desde el motel Gold Mountain. Va a llevar a Gavin al hospital ahora, mientras su hija echa una siesta.

Cuando las puertas del hospital se cierran detrás de nosotras, Jenny me pregunta:

—¿Quieres esperar en mi consulta, o subimos a la habitación de la abuela?

La sigo a través del vestíbulo hacia las escaleras. El piso principal del Saint Helena está muy tranquilo, ya que ahora sobre todo es recepción y despachos. Todavía existe la capilla. Me detengo ante las amplias puertas de roble.

—Quiero esperar aquí.

Jenny se vuelve con una mirada interrogativa.

—Ah, de acuerdo —dándose cuenta de que me refería a la capilla—. ¿Quieres que espere contigo?

—No, necesito estar sola un momento. ¿Me lo traerás aquí? Me gustaría conocerlo solo, primero.

—Claro —sonríe ella—. Lo entiendo.

Se acerca a mí y me abraza.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sí —respondo, mientras ella sigue abrazándome. E igual que su abuela, Jenny sigue prolongando el abrazo mucho más de lo esperado. Y yo me fundo con ella.

El interior de la capilla del hospital es reducido y oscuro. Huele a madera, mohosa por el tiempo, y a aceite de linaza envejecido. Las pesadas puertas se cierran lentamente detrás de mí. Me quedo un momento de pie y dejo que mis ojos se acostumbren a la luz. En la parte delantera de la sala unas velas votivas iluminan un crucifijo que está encima del altar. Me siento en uno de los dos bancos de madera. Mientras espero, dejo que mis ojos vaguen hacia la cruz, hacia la estatua de alabastro azul de la virgen María, a las llamas de las velas que bailan a sus pies. Una vez más noto un brote de envidia por la fe de mi madre, por la fuerza que ella ha encontrado en su religión y en su iglesia. La iglesia a la que yo volví la espalda hace muchos años. Aun así, rezo al dios sin nombre que sea, a todas las potencias del universo, para que me escuchen.

Por favor, por favor, que no se parezca a Gerald Ryan.

Las velas parpadeantes arrojan sombras en la pared mientras ruego a un dios en el que no creo que me conceda su favor.

Siento, más que oírlo, el sonido de la puerta de roble moviéndose detrás de mí. Mi corazón se acelera. Me vuelvo, a cámara lenta, por lo que parece, mientras la luz penetra en la sala.

Y allí está. Su silueta oscura queda enmarcada en la puerta.

Me levanto con las piernas temblorosas mientras él empieza a dirigirse hacia mí. Ninguno de los dos habla mientras se acerca. No sé qué decir… «hola» me parece bastante inadecuado. La puerta se cierra silenciosamente tras él, y su figura se pierde en la oscuridad durante un momento. Luego, repentinamente, está justo enfrente de mí. Busco su rostro mientras la luz de las velas expone sus rasgos.

Mis ruegos han sido escuchados.

Los ojos oscuros que se reflejan en los míos, unos ojos Ward, sonríen con una familiaridad que solo la familia es capaz de reconocer. En esos ojos veo a mi padre y a Morgan. La piel clara, el pelo castaño, con un pico en la frente, incluso los dientes perfectos que enseña un momento al esbozar una sonrisa nerviosa, todo eso le viene de su abuelo.

Una brasa de calidez radiante empieza a crecer en mi pecho. Se derrama por todo mi cuerpo, llenando un espacio vacío, un espacio que yo misma no sabía que existía hasta ahora. Y nada más importa. Nada excepto que este es mi niño, mi hijo, y la añoranza de él, que antes negaba, ahora está llena de amor. De dónde o de quién venga él no significa nada, comparado con esto.

Levanta la mano derecha y me la tiende.

—Hola —dice—. Soy Gavin.

¡Y oigo esa voz!

Mis piernas se vuelven líquidas y se me doblan las rodillas. Tiende la mano para sujetarme. Con el brazo por debajo de mi codo, me ayuda a volver al banco.

—¿Estás bien? —me pregunta, y yo me derrumbo.

¡Esa voz! No hay error posible con la voz. El recuerdo de un día de verano repleto de sol fluye hacia mí. Esa voz familiar llena el aire mohoso de la sala con la misma música, la misma magia que tenía la voz de River, aquel día, hace tanto, tanto tiempo.

Asiento, sin confiar en mi propia voz por el momento. Me coge las manos temblorosas entre las suyas mientras espera con paciencia que me recupere. Busco en su rostro alguna señal de resentimiento dirigido a una madre que lo entregó al nacer. No hay nada salvo una amable preocupación. Con una aceptación agridulce, siento el pleno impacto de la tristeza por las circunstancias que nos han mantenido separados todo este tiempo.

—Me dijeron que estabas muerto, que habías nacido muerto… —digo al final.

—Ya lo sé.

No puedo beber lo suficiente de él mientras responde tranquilo a mi catarata de preguntas sobre su vida. Le oigo maravillada por la magia de su voz mientras dice que se crio en West Vancouver. Me alivia oírle hablar de su niñez, de los padres que le han educado, que han sido responsables de este hombre maravilloso y guapo que está delante de mí.

—No quiero sustituirlos —dice, con franqueza—. Han sido fantásticos conmigo, y los quiero muchísimo. Siempre me han animado a encontrar a mi familia biológica. Pero nunca he sentido la necesidad de hacerlo. Y siempre he creído que mi madre biológica me entregó por alguna buena razón. No quería imponerme en su vida… en tu vida. Pero cuando nació Molly, mi mujer, Cathy y yo empezamos a preguntarnos por mi herencia genética. Cathy me animó a buscar a mis padres biológicos. Y eso condujo a mi conversación con Boyer de hace unos días. Él me explicó las circunstancias de mi nacimiento. Cuando me dijo que tu madre, mi abuela, estaba tan enferma, empecé a sentir la urgencia de venir. Afortunadamente, tengo acceso a una avioneta. Y la previsión del tiempo es buena para los próximos días. Así que, bueno, aquí estoy.

—Sí —le digo, maravillada—. Aquí estás.

Las velas gorgoteantes arden mientras hablamos. Noto el orgullo en su voz cuando habla de su hija, Molly. Entonces mi corazón se llena de calidez cuando se refiere a ella como «tu nieta».

Antes de levantarnos para irnos, dice:

—No sé exactamente cómo llamarte.

—Natalie bastará, por el momento —le digo, mientras me ayuda a ponerme en pie—. ¿Te parece bien?

Su ceja derecha se eleva con el mismo gesto torcido que su abuelo, un gesto que en tiempos embelesó a tantas amas de casa de Atwood.

—Vale —dice—. Natalie.

Y sale de sus labios como una melodía ya olvidada.