29
Miro a Jenny, mientras conduce, y busco entre mis recuerdos. Me tomo mi tiempo, pensando qué detalles elegir, cuáles seleccionar o ignorar, y cuáles compartir, antes de decir nada. Luego me echo atrás y con voz indiferente le cuento cómo llegó River a nosotros, se convirtió en parte de nosotros, y cómo me enamoré de él. Y le cuento brevemente la noche que fui a su habitación.
Todo parece muy banal y corriente: una chica joven que estaba tan ciega con lo que creía que era amor, que perdió de vista la realidad. Una niña perdida en el momento presente, creyendo que su deseo la convertía en adulta.
No me molesto en decirle a Jenny que las chicas «buenas» no hacían «esas cosas» en aquellos tiempos. No digo que lo que ocurrió en aquella habitación, hace tantos años, me llenase de culpa y remordimientos. Entonces no. Eso vino más tarde.
Aquella noche me quedé echada y acurrucada en la cama de River, abrazándome a mí misma y agarrada a sus palabras. ¡Había dicho que me quería!
Pensaba que yo era demasiado joven para él, eso era todo, me dije a mí misma. Yo tenía dieciséis años. River tenía veintidós. Mi padre era diez años mayor que mi madre, le recordaría yo. Ella tenía diecisiete cuando se casaron y míralos ahora. Al cabo de menos de dos meses yo cumpliría los diecisiete; seis años no parecerían una diferencia de edad tan grande entonces. Podía esperar. Me dormí convencida de que él lo comprendería también. Me esperaría, todo saldría bien, todo iría bien.
Excepto que, por supuesto, no fue así.
No sé cuánto tiempo estuve dormida. Me desperté con una suave mano en mi hombro.
—Natalie, despierta. —Abrí los ojos y encontré a River de pie a mi lado—. Tienes que volver a casa —dijo, con amabilidad.
Iba totalmente vestido con vaqueros y una camisa, como si fuera por la mañana, en lugar de medianoche. La fragancia del jabón Ivory irradiaba de su cuerpo. El pelo, mojado todavía de la ducha, le goteaba en los hombros de su camisa de algodón.
Recogió su periódico de la mesilla y se dirigió a la mesa cromada que había debajo de la ventana. Las velas estaban apagadas. Una luz brillante que procedía de la puerta abierta del baño se derramaba en la habitación. River se sentó inclinado sobre la mesa, de espaldas a mí. A través de la ventana vi que la tormenta había pasado. Trozos enteros de cielo estrellado aparecían a través de las nubes que se abrían. Me bajé de la cama y di un paso hacia él.
—Vete a casa, Natalie —dijo, sin volverse. Era más un ruego que una orden.
—Todo irá bien —respondí. Quería que sintiera la misma alegría que yo. Pero sabía que no era así.
—Ya hablaremos mañana —contestó, con un suspiro.
Yo no quería irme, pero la promesa de aquellas palabras me conmovió. Me agaché y recuperé mis zapatos húmedos que estaban bajo la cama. En la puerta me volví y susurré:
—Buenas noches.
No hubo respuesta. En la mesa frente a la ventana, River estaba sentado inclinado sobre su periódico, con una pluma en la mano inmóvil. Miraba afuera, hacia la noche. Luego sus hombros bajaron y su cabeza cayó hacia delante, como si estuviera derrotado. Yo quería correr hacia él, suplicarle que no se preocupara, pero el instinto me retuvo.
Dudé solo un momento antes de cerrar despacio la puerta detrás de mí. Me quedé de pie en las escaleras. Al otro lado del patio la casa estaba oscura excepto el lateral blanqueado, que parecía resplandecer a la creciente luz de la luna. Mientras miraba las oscuras ventanas de nuestra casa, noté un estremecimiento que no lo causaba el aire frío. En aquel momento supe de repente lo que quería decir Ma Cooper cuando decía: «Un ganso acaba de pisar mi tumba». Me apreté más la camisa de Boyer en torno al cuerpo y me sacudí la sensación de pena mientras bajaba las escaleras.
No me apresuré. Iba pisando con cuidado por el patio con su grava y sus charcos. Al pasar junto a la rosaleda de mi madre, el aire estaba cargado de aromas del establo y del perfume de los pétalos de rosa aplastados por la fuerte lluvia. Hasta el día de hoy, no puedo oler el fresco aroma de la tierra después de una tormenta sin verme transportada de nuevo a aquella noche.
Cuando llegué al porche abrí con cuidado la puerta mosquitera, deteniéndome cuando gemía, y luego contuve el aliento hasta que volvía el silencio. Cerré la puerta de la cocina después de entrar y me quedé a oscuras un momento. Agradecida por los juegos infantiles en los que íbamos a ciegas, subí de puntillas la escalera sin iluminar, contando cada uno de los escalones cubiertos de linóleo. En el estrecho vestíbulo de arriba, me volví hacia la izquierda y conté seis pasos hasta mi puerta, y luego anduve por mi habitación hasta la cama.
Incluso de niña, la oscuridad no me asustaba. Ningún coco o monstruo acechaba nunca en mis armarios. Nunca miré por encima del hombro para ver qué podía esconderse entre las sombras. Quizá si no hubiese estado tan a gusto por la noche, quizá si me hubiese dado miedo la oscuridad, habría arrojado miradas furtivas a mi alrededor, o hubiese prestado más atención. Quizá habría visto los ojos que me contemplaban mientras cruzaba el patio. Entonces quizá habría mirado por encima de mi hombro, o me habría vuelto, y hubiese buscado detrás de mí. Y quizá la hubiese visto allí… mi madre de pie entre las sombras, junto a las escaleras de la lechería.