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Nettie
Lo supo. Nettie lo notó en el momento en que puso la mano en el vientre de Natalie. En lugar de la carne blanda y las capas de grasa que esperaba, sus dedos tocaron una piel tensa, los músculos endurecidos de un abdomen hinchado.
Aun así, se dijo a sí misma, igual que les decía a Boyer y a su marido:
—Será el apéndice.
Durante el lento trayecto a la ciudad, mientras las ruedas del camión iban crujiendo sobre la nieve recién caída, sujetaba a su hija entre sus brazos y le decía lo mismo. Para cuando llegaron al Hospital Saint Helena, ella también lo creía ya.
En el resplandor de la vacía sala de urgencias lanzó un suspiro de alivio cuando el doctor Mumford, vestido con ropa de quirófano, entró a todo correr. Su pelo descuidado sobresalía debajo del gorro verde. Tenía una máscara quirúrgica colgando del cuello. Parecía que llevaba despierto toda la noche.
Nettie le repitió su diagnóstico.
Sin decir palabra, las manos expertas del médico palparon el costado derecho de Natalie y luego ambas manos se abrieron sobre su tenso abdomen.
Nettie era consciente del zumbido presente en el silencioso hospital, del constante ronroneo de las máquinas, del susurro del suave calzado de las monjas que se deslizaban por la habitación y de la respiración trabajosa de su hija.
Ni siquiera cuando el doctor Mumford levantó la mirada hacia ella, con la sorpresa pintada en sus cejas arqueadas, Nettie estaba preparada para sus palabras. ¿Sala de partos? ¿Dar a luz? Esas palabras le traían imágenes de sus propios embarazos, del nacimiento de sus propios hijos, uniformes de sarga azul y chicas perdidas. Todo aquello no tenía nada que ver con su hija, con su pequeña, que se llevaba ya en una camilla una monja muy seria.
El doctor Mumford pasó el brazo por encima de los hombros de Nettie y la condujo a la zona de recepción. Boyer estaba allí de pie cuando llegaron a la sala de espera.
—Váyase a casa, Nettie —dijo el doctor Mumford—. Yo me haré cargo.
Pero se negó. Quería estar con Natalie. El médico apeló a Boyer. Él también se negó a irse.
—Entonces esperen aquí —dijo el doctor Mumford, y salió corriendo de la sala.
Boyer cogió del brazo a Nettie y la condujo a través del vestíbulo hacia la capilla del hospital. Dentro se arrodillaron juntos a la luz de las velas y rezaron. Rezaron por Natalie, por el niño. Por el hijo de River, aunque ninguno de los dos lo decía en voz alta.
Esperaron. Cuando ya no pudo soportarlo más, Nettie dejó a Boyer en la sala de espera, recorrió el hospital dormido y subió las escaleras hasta el tercer piso.
Los pasillos eran oscuros, como si estuviesen abandonados. No había ninguna enfermera nocturna sentada en la zona de recepción de la sala de maternidad. Nettie se frotó los brazos congelados, y luego recordó que aquel ala estaba cerrada. Ya no habría más Nuestra Señora de la Piedad. A partir de aquel momento, los casos de maternidad se enviarían a los hospitales regionales, de mayor tamaño.
Al final del vestíbulo oscuro, las puertas de la sala de partos se abrieron. El doctor Mumford corrió hacia ella con la máscara caída a un lado. En medio de aquel extraño vacío de la sala silenciosa, una vez más él le pasó el brazo por los hombros y, con gran suavidad, la volvió a llevar hacia el ascensor.
—El niño ha llegado demasiado pronto —le dijo, con voz tranquila—. Ha nacido muerto.
Y con esas palabras, una inesperada avalancha de dolor por el niño perdido, por su nieto, un niño que ni siquiera sabía que existía hacía unas pocas horas, la abrumó. Dejó de caminar e intentó soltarse.
—Natalie —dijo—. Quiero ver a Natalie.
—He tenido que anestesiarla —indicó el doctor Mumford—. No se despertará hasta dentro de unas horas. Váyase a casa ahora. Duerma un poco. Vuelva a verla mañana por la mañana.
—El bebé… Necesitará un sacerdote. Necesitamos al padre Mac.
—Yo me ocuparé de todo —dijo él, mientras suavemente la conducía a través de la sala vacía—. Mire, Nettie, no hay necesidad de que nadie más se entere de todo esto. Nadie tiene por qué averiguarlo.
—Pero ¿y el sacerdote?
—Su familia ya ha pasado por bastantes sufrimientos. Podemos mantenerlo en la confidencialidad. Deje que me ocupe de esto por usted.
Y ella le dejó. Le dejó que la llevase hasta el ascensor. Le permitió que la empujase con suavidad a través de las puertas abiertas. Se quedó de pie, obediente, en el interior, mientras él apretaba el botón. Y se convenció a sí misma de que el sonido, el diminuto llanto que había oído mientras se cerraban las puertas del ascensor, estaba solo en su imaginación.