31

Al día siguiente, me desperté con la luz del sol entrando a raudales por la ventana de mi habitación. No, no era la luz de primera hora de la mañana.

Me había quedado durmiendo hasta tarde.

La casa estaba silenciosa, vacía. El reloj despertador de mi mesilla de noche me decía que eran las diez. Excepto durante las pocas enfermedades de mi niñez, nunca me había quedado hasta tan tarde en la cama. Me parecía extraño levantarme a esa hora. Y más extraño aún era el hecho de que mi madre lo hubiese permitido. Tendría que haber reconocido que aquello era la primera señal de advertencia de que las cosas habían cambiado y que nunca volverían a ser iguales. Pero entonces no lo vi.

Abajo, los platos del desayuno todavía estaban en la mesa de la cocina, junto con mis libros, que habían apartado a un lado. Encontré una nota de mi madre, en el mostrador, que me decía, como si no supiera dónde podía estar ella un domingo por la mañana, que se había ido con papá.

«Natalie, por favor, prepara el almuerzo, —escribía—. Tus hermanos volverán de Kelowna durante la mañana». La nota de mi madre me recordaba también que el padre Mac vendría a cenar con nosotros aquella noche. El asado del domingo, chorreando líquido rojo en el envoltorio de papel marrón, estaba descongelándose en el fregadero.

Después de lavar los platos del desayuno de mis padres, pasé el resto de la mañana fingiendo que me concentraba en la guerra de 1812.

Si mi madre se comportó de una manera diferente, si se mostró más silenciosa, más apagada cuando ella y mi padre volvieron de la ciudad aquel día, yo apenas lo noté. Si parecía distante cuando poníamos la mesa para la comida, como mi padre, lo atribuí a su preocupación por mis hermanos, que estaban en la carretera.

A su debido tiempo, como si hubiesen oído una campana llamando para comer, Morgan y Carl aparecieron ante la puerta entre un remolino de excitación y cansancio por el viaje.

—Puedes relajarte ya, Nettie, tus chicos están en casa —bromeó papá. Pero yo estaba demasiado sumida en mis propios pensamientos para preguntarme por qué ella parecía tan trastornada. Estaba demasiado ocupada reviviendo las imágenes de la noche anterior, percibiendo los cambios de mi cuerpo, convencida de que mi delicioso secreto debía de resultar obvio para todo el mundo. Estaba demasiado ocupada mirando las caras de mi familia para ver si notaban algún cambio en mí, para poder ver algún cambio en ella.

Mientras miraba hacia la puerta, esperando ansiosamente que apareciera River, dejé que la imaginada y prometida conversación me llenara la mente. Pero pasó el almuerzo y River no vino.

Más tarde, ante la insistencia de mi madre, fui de mala gana con ella a misa por la tarde. Suponía que habría ido a misa antes. Nunca se me ocurrió que mi madre hubiese entregado la leche con papá aquella mañana.

En Saint Anthony fui siguiendo toda la misa de memoria. Me arrodillaba cuando mamá se arrodillaba, me santiguaba cuando lo hacía ella, murmuraba las respuestas y los cánticos, pero mi mente estaba ausente.

Después de la misa, mi madre fue a confesarse. Yo me quedé fuera, en los escalones fríos de mármol que había ante la iglesia, y la esperé.

Mi madre se confesaba una vez a la semana, a veces dos. A menudo me preguntaba qué podía confesar una mujer como ella, cuyo pecado más dañino seguramente solo existía en su propia mente, que requiriese la enorme cantidad de tiempo que pasaba arrodillada en aquel pequeño confesonario. Cuando era muy pequeña pensaba que debía de inventarse cosas, como hice yo en mi primera confesión.

De niña, me preguntaba qué era lo que se ocultaba tras la pequeña puerta de roble por la cual desaparecía mi madre cada semana. Una vez, cuando nadie miraba, atisbé dentro de la caja prohibida. Lo que me pareció ver fue un abismo negro que podía tragarme entera si no hacía las cosas bien. Cuando hice la primera comunión, temblaba ante la idea de entrar en aquel lugar sofocante. Mi acto de contrición, cuidadosamente memorizado, «Dios mío, me arrepiento de todo corazón por haberos ofendido y detesto mis pecados…» desapareció en el momento en que me arrodillé entre las sombras y oí el áspero roce de la tablilla de madera. Al aparecer la silueta del sacerdote detrás de la celosía, exclamé:

—¡No me comí los guisantes! —Y me eché a llorar.

A los seis años, el concepto de pecado era demasiado abstracto. No estoy segura de que sea menos confuso ahora, pero de adolescente estaba bastante segura de saber qué actos consideraba pecaminosos la Iglesia.

Cuando mi madre salió de la iglesia por la puerta, me dijo:

—Natalie, ¿no te vas a confesar?

Yo me sentí momentáneamente sorprendida por sus palabras. Me negué a mirarla a los ojos. Me puse de pie y bajé los escalones corriendo, y dije:

—Hoy no.

No podía imaginar lo que un sacerdote que hacía rezar a una espantada niña de seis años cinco avemarías y cuatro padrenuestros, como penitencia por no haber limpiado bien el plato, esperaría de una joven seductora de dieciséis.

Aquella noche cenamos en la mesa del comedor. Siempre lo hacíamos cuando el padre Mackenzie venía a cenar con nosotros. Apareció la mejor vajilla y cubertería. Era la única ocasión, excepto en Navidad, en que tomábamos vino, que traía el sacerdote, con la comida.

Ni River ni Boyer aparecieron a la hora de cenar. Boyer había llegado a casa desde Kelowna por la tarde y se fue derecho a su cabaña. No me sorprendió la ausencia de River. Nunca cenaba con nosotros cuando nos visitaba el padre Mac. Quizá era porque River no era católico, pero yo creía que era porque no podía olvidar al sacerdote que había aconsejado a su amigo que se alistase. Fuera cual fuese el motivo, la única cena que River no compartía con nosotros era la de los domingos en que venía a cenar el padre Mac.

Yo estaba ansiosa por ver a River, pero en parte también me sentía aliviada por su ausencia. Estaba segura de que aunque nadie más hubiese notado el cambio que había experimentado, el padre Mac vería la lujuria en mi corazón solo mirándome a la cara.

Aunque todo el mundo se comportaba lo mejor que podía cuando el sacerdote se sentaba a la cabecera de nuestra mesa, el padre Mac no era un hombre severo. Yo encontraba difícil de imaginar a aquel hombre de carne y hueso, que hacía bromas y cotilleaba con mi familia, como la misma aparición que oía y conocía todos nuestros pecados, aquel cuya voz imponía penitencias sin dudar en la oscuridad. Era como si dejase el juicio y el conocimiento de nuestras transgresiones a un lado cuando abandonaba el confesonario.

Aquella noche, después de que el padre Mac bendijese la mesa, mamá empezó a pasar bandejas de comida humeantes. Mientras el sacerdote iba cogiendo con el tenedor tajadas de carne, dijo:

—Bueno, Nettie, creo que tienes que confesar el verdadero motivo que tuviste para abandonar nuestro juego de bridge anoche.

Mamá, que normalmente se mostraba muy atenta con los invitados, había parecido distante hasta el momento, preocupada. Parecía como si no hubiese oído aquellas palabras y estuviera intentando captar lo que se acababa de decir. Los ojos del cura, de un gris acero, se clavaron en los de ella. Como no parecía tener respuesta, la sacó del atolladero.

—Llevabas perdidas dos partidas —dijo el padre Mac—. Te escapaste antes de que te diéramos una verdadera paliza.

—Me ha cogido, padre —replicó mamá.

—¡Ja! —exclamó papá—. Estábamos empezando a calentarnos, nada más. Si no hubiese estallado esa tormenta, no habría tenido usted ni la menor oportunidad.

Mi padre y el cura discutieron sobre el bridge mientras los demás fingíamos que los escuchábamos.

Sirviéndose otra rebanada de budín de Yorkshire, el padre Mac dijo:

—Parece seguro que cerraremos Nuestra Señora el año que viene, Nettie.

Eso atrajo la atención de mamá.

—¿Cerrarla? —preguntó, extrañada—. ¿Por qué?

—Desgraciadamente, o afortunadamente, según cómo se mire, cada vez hay menos necesidad de su existencia —respondió el sacerdote, entre bocado y bocado de puré de patatas.

—¿Menos necesidad? —dijo mi madre—. Siempre habrá chicas necesitadas.

—El hogar tiene diez dormitorios —siguió el padre Mac—. En el pasado había hasta treinta chicas. Últimamente hay menos de diez. Ahora mismo solo tenemos con nosotros a cuatro chicas.

—Bueno, estoy segura de que no es gracias a la postura de la Iglesia sobre la píldora anticonceptiva.

El movimiento en la mesa se detuvo, los tenedores se quedaron en el aire, después de las palabras de mi madre. Mi padre se la quedó mirando con la boca abierta. Yo esperaba que él, o el sacerdote, le preguntasen qué le había pasado. Era muy poco habitual que mamá cuestionase a la Iglesia. Pero el padre Mac suspiró y dijo:

—Vamos, Nettie, sabes que yo he hablado siempre en favor de la liberalización de la política de la Iglesia sobre la anticoncepción. Pero como el Papa ha reafirmado las enseñanzas tradicionales en la encíclica papal, tengo que respetar esa decisión, aunque me haya decepcionado.

—Por supuesto —murmuró ella—. Lo siento, padre. —Luego, como si no pudiera evitarlo, mamá añadió—: Pero obviamente, muchas chicas católicas están tomando la píldora, de todos modos. Me alegro de que eso haya hecho disminuir la necesidad de lugares como Nuestra Señora, pero esas mismas chicas están condenadas por cometer un pecado mortal, simplemente por llevarse a la boca una de esas pastillas.

—Bueno, el caso —dijo el sacerdote, con una voz que indicaba claramente que ya no quería seguir con aquella discusión—, es que al año que viene vuestro «equipo a vapor» no tendrá que planchar más uniformes.

Después de la cena, el padre Mac se quitó la chaqueta y se remangó la camisa. Mi padre protestó, como hacía siempre, diciendo que no hacía falta que el cura ayudase en el ordeño. Y como siempre, él siguió a mi padre, que salía por la puerta, diciendo:

—Puedo llevar unos pocos cubos. Un poco de trabajo físico va bien para el alma.

Yo sabía que no habría oportunidad de ver a River aquella noche.

El día siguiente pasó entre un torbellino de exámenes y estudios. River tampoco apareció a comer el lunes. Nadie cuestionó su ausencia. Quizá pensaban que todavía estaba de luto, o en uno de sus periódicos ayunos depurativos. Yo sabía que no era una de esas ocasiones. Por la noche ya sentía un verdadero pánico.

Después de cenar, después de que todo el mundo se hubiese ido al pajar y mamá a la lechería, lavé los platos a todo correr y subí a mi dormitorio. En lugar de salir al tejado, me quedé en la ventana, mirando. Vi a Morgan y Carl que acababan de llevar los últimos contenedores de leche a la lechería. Escuché el traqueteo de los cubículos mientras soltaban a las vacas, el ruido de los cascos en el cemento resbaladizo, al sacarlas por la puerta de atrás. Oí las salpicaduras de las mangueras que lavaban los compartimentos. Vi que primero se apagaban las luces del pajar y luego de los compartimentos. Desde detrás de mi ventana vi a Boyer subirse a su coche y dirigirse a su cabaña. Morgan y Carl vinieron a casa, sus pasos se fueron apagando, sin empujarse o correr como solían hacer para irse a la ciudad. Mamá y papá fueron detrás, aliviados al ver que había concluido otro día de trabajo. Pero no había aún ni rastro de River.

Esperé. Esperé mientras las colinas perdían los últimos rayos anaranjados. Esperé mientras las tuberías gemían y se quejaban al ir todos al baño por turnos. Esperé mientras los pasos de mis hermanos resonaban escaleras abajo, mientras el camión de Morgan se ponía en marcha y bajaba por la carretera. Esperé hasta que el único sonido que se oyó en la casa fue la risa enlatada de la televisión, en el salón. Entonces bajé las escaleras y salí por la puerta de la cocina.

Atravesé el patio corriendo y subí las escaleras de la lechería. Los golpes de mis nudillos en la puerta de madera sonaron huecos. Abrí la puerta y miré dentro. La colcha de mi abuela seguía cubriendo la cama; un solitario calendario Currier and Ives colgaba todavía de la pared. Pero no había libros en la mesilla de noche, ni en la mesa gris de cromo. Ni guitarra alguna apoyada en el rincón. Su ausencia llenaba la habitación.

Entré corriendo y abrí la puerta del armario. No me esperaba dentro ninguna bolsa de deporte verde, ni ropas colgadas que oliesen a él. No sé qué era lo que esperaba ver cuando abrí frenéticamente la puerta del baño y solo me saludó la institucional limpieza de sus sanitarios blancos, el olor estéril del Old Dutch todavía flotando en el aire. ¿Qué esperaba encontrar cuando me volví y me arrodillé para mirar bajo la cama? No había ni rastro de vida en aquella habitación, ni rastro de su presencia. Era como si los dos años que había pasado allí no hubieran existido. Salí rápidamente de la habitación vacía y bajé las escaleras corriendo, y atravesé de nuevo el patio. Me detuve ante la cancela. Arriba, en el porche, mamá estaba de pie en la puerta, entre las sombras, como si me esperase. Me esperaba. ¡Lo sabía!

¡No sé cómo se había enterado y lo había echado!

Subí corriendo por el camino y me quedé de pie ante las escaleras del porche.

—¿Dónde está? —le pregunté, con el pánico filtrándose en mi voz, acusadora, suplicante.

—Se ha ido —respondió ella, con voz monótona.

—¿Por qué? —chillé—. ¿Por qué? —Notaba que mi pie golpeaba el suelo con cada «por qué». Estaba fuera de mí, me veía en plena pataleta infantil. Pero no podía parar.

—Es lo mejor —dijo mi madre, con los ojos clavados lejos de mí, lejos de aquel momento y aquel lugar. Y entonces, por primera vez en mi vida, mi madre le dio la espalda a mis lágrimas.