28

Nadie estaba en casa salvo yo. Y en la habitación que estaba encima de la lechería, River.

Era el 8 de junio de 1968. La fecha es fácil de recordar porque dos días antes había muerto Robert Kennedy. Fue la única vez que vi llorar a River. El jueves por la noche se sentó con papá y Boyer frente al televisor que había en el salón. Silenciosas lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron por sus mejillas cuando apareció en las noticias la imagen del senador echado en el suelo de la antecocina de un hotel de Los Ángeles, con la vida escapándose en un charco de sangre bajo su cuerpo.

—Era nuestra única esperanza de terminar con esta guerra —dijo River, con voz casi inaudible, al salir de la habitación.

El sábado por la tarde, Boyer fue en coche a Kelowna por cuenta de la Junta Directiva, para recoger un nuevo autobús escolar. Pasaría la noche en Kelowna y traería el autobús a Atwood el domingo por la mañana. Morgan iba con él para traer el coche a casa. Por supuesto, Carl no iba a dejar que Morgan fuese a una excursión a la «gran ciudad» sin él. Los tres volverían al día siguiente.

Aquel sábado por la noche fue especial, ya desde el principio. No había ningún chico de la ciudad en nuestra casa. Ni siquiera Elizabeth-Ann. Bueno, quizá no fuese tan inusual, ya que la principal atracción de la casa estaba a trescientos kilómetros de distancia, en Kelowna.

Después de cenar me quedé trabajando con mamá en la lechería y River se ocupó del trabajo de Morgan y Carl.

La tristeza del luto no había abandonado los ojos de River. Aun así, intentaba hacer bromas mientras traía la leche del establo.

—Ah, ahora conozco su secreto, Nettie —dijo, mientras vino con la primera carga y encontró a mamá untándose en las manos la crema translúcida y amarilla—. Ya no me engaña con su piel suave como la de un bebé. —Y vació un contenedor de leche de acero inoxidable en el separador.

Mamá intentó adoptar un aire inocente mientras se ponía los guantes de goma sobre las manos engrasadas. No podía negar que todos los días se aplicaba en la cara y las manos el mismo ungüento que papá usaba para suavizar las ubres de las vacas. Me había enseñado a utilizar el bálsamo de las ubres desde muy temprana edad. Todavía lo uso, y ya sea por eso o por unos buenos genes, mi piel es algo que tengo que agradecerle a mi madre. Pensábamos que era un pequeño descubrimiento nuestro.

—La salvación de la lechera, según mamá —dijo River, al abrir la puerta para irse—. Pero no se preocupe, su secreto está a salvo conmigo.

Aquel junio, River hacía casi dos años que estaba con nosotros. Su broma era tan inocua y fácil como las de Morgan y Carl. Era como si fuese parte de nuestra familia. Mucho más de lo que nunca fue Jake.

Algunos dirían más tarde que ya habían pensado que el afecto entre Nettie Ward y River Jordan era más de lo que parecía. Incluso yo misma me lo pregunté por un momento, cuando vi lo rojas que se ponían sus mejillas mientras él le decía:

—Y la piel de mi mamá es igual de bonita.

Pero tan rápidamente como la idea había entrado en mi mente, la dejé salir. No podía ni imaginar que hubiese atracción alguna entre mi madre y River, aparte del afecto de un joven que echa de menos a su madre. Además, todos nuestros amigos estaban enamorados de mamá. ¿Por qué iba a ser diferente River?

Sin mis hermanos, la faena de la lechería costó mucho más tiempo aquella noche. Después de que mamá y yo acabásemos de pasar la manguera, atravesamos juntas el patio. Las colinas circundantes estaban perdiendo ya los últimos rayos de un sol ardiente, que había convertido nuestro pequeño valle en un horno aquel día. El aire nocturno estaba quieto y pesado. Se preparaban unas nubes arremolinadas por encima de las montañas, detrás de la casa. El distante retumbar en los cielos advertía de unos truenos que no podían estar demasiado lejos.

Mamá olisqueó el aire.

—Nos vendría bien una buena lluvia —dijo. Pero no había ni un suspiro de viento. Parecía que la tormenta que se iba fraguando pasaría de largo por nuestro valle.

Después de que mamá y papá hiciesen turnos para lavarse, yo llené la bañera con patas de garra. Mientras yacía allí metida en el agua, oí que se iban a jugar al bridge, como cada mes, con el padre Mac y el doctor Mumford.

—No te olvides de meter el resto de la colada, cariño —me dijo mamá, antes de que resonara la puerta mosquitera.

Acabé de bañarme y me puse un camisón de algodón. Mientras el cielo se oscurecía fuera, me senté en la mesa de la cocina estudiando para mi examen final de undécimo curso.

La casa estaba extrañamente vacía. Sonidos que no había notado nunca antes, como el tictac del reloj de la cocina encima del fogón, no sincronizado con el reloj de encima de la chimenea, en el comedor, el zumbido del refrigerador, unas luciérnagas que golpeaban las ventanas oscuras; todo ello parecía amplificado por el silencio.

El suave aroma de los melocotones dulces entraba flotando por la ventana. Las delicadas flores, que trepaban por el enrejado que había en el exterior de la ventana de la cocina, bailaban en la brisa. Como las flores, me sentía inquieta. Me resultaba difícil concentrarme. Mi mente estaba en la habitación de encima de la lechería.

Miré por la ventana. Los últimos colores del día se fueron apagando y luego oscureciendo cada vez más, mientras aparecían presurosas unas pesadas nubes negras. Las hojas de los álamos temblones al otro lado del jardín se volvieron de espaldas al viento creciente. Las ventanas de cuarterones empezaron a traquetear y de repente recordé la colada.

Fuera, la ropa chasqueaba con el viento, cada vez más intenso. Salí a la plataforma donde la tendíamos y empecé a quitar camisas, calcetines, pantalones y ropa interior, con pinzas y todo, de la cuerda. Lo arrojé todo a un cesto de mimbre, mientras el viento arremolinaba el polvo en torno a mis piernas desnudas.

Luego levanté la mirada y le vi en la ventana encima de la lechería. River.

Estaba allí, iluminado desde detrás por el suave resplandor de su habitación. Levantó la mano y me saludó. Pero yo vi lo que quería ver. Ni siquiera veo la verdad, al recordarlo. He repetido para mí ese gesto muchísimas veces, a lo largo de los años. Mi memoria no deja que lo represente de otra manera. Yo le vi hacerme señas de que subiera con él.

Acabé de arrancar la colada de la cuerda de tender y llevé la última cesta al porche. Cogí una camisa del montón y me la puse encima del camisón. La camisa de algodón olía a aire limpio, a álamos y a Boyer. Me la apreté bien al cuerpo y bajé las escaleras del porche. El cielo nocturno estaba negro por aquel entonces, debido a la furia de las nubes arremolinadas. La única luz que se veía en el patio era un círculo de luz amarilla de la bombilla que estaba encima de la puerta de la lechería, y el resplandor en la ventana vacía, encima.

Si alguien me hubiese visto al correr atravesando el patio, si algunos de los supuestos mil ojos de la noche hubiese prestado atención, habrían visto que mis pasos no dudaban. Habrían visto una confianza que me empujaba hacia delante, como si creyese en lo que ahora sé, y entonces sabía, que era un gesto imaginado.

Cuando estaba a mitad de camino de la lechería, un relámpago iluminó la noche. Segundos después, el trueno rasgaba el aire. En el mismo momento el cielo se abrió, como si el retumbante trueno hubiese cortado las espesas nubes negras, desatando su pesada carga. Un diluvio cayó encima de mí. Cuando llegué a la parte inferior de la escalera lateral de la lechería, estaba tan empapada como si hubiese llegado nadando.

Débiles sonidos de música de guitarra venían de la habitación de River. Tuve que golpear dos veces antes de que cesara el tranquilo rasgueo y la puerta se abriese. River estaba de pie iluminado por la escasa luz, vestido solo con unos vaqueros cortados. La expresión de su rostro era más de curiosidad que de sorpresa, como si intentase comprender, imaginar quién era esa criatura medio ahogada que aparecía ante su puerta. Luego, sobresaltado, exclamó:

—Natalie, mujer, estás empapada. —Me hizo pasar dentro y sentarme en la cama. Desapareció en el baño, volvió con una toalla y empezó a frotarme la cabeza.

Tres gruesas velas ardían en la mesita de noche, junto a la cama, llenando la habitación de una suave luz anaranjada. El aire olía a cera fundida, a incienso y al aroma embriagador del humo dulce. La emoción de estar a solas con River, la presión de sus dedos a través de la toalla, el cosquilleo en mi cabeza, resultaban estimulantes. Me volví atrevida.

—¿Puedo probar? —le pregunté, cuando puso la toalla en mis hombros. Señalé al fino cigarrillo que descansaba en un cenicero encima de la funda de su guitarra.

—Oh, no —se rio River—. Se lo prometí a tu padre. Nada de esos «cigarritos de la risa» míos, como los llama, para ningún miembro de su familia. —Cogió el porro de marihuana y apretó la punta, apagando la brasa diminuta.

Nos sentamos juntos en la cama de hierro con las almohadas en la espalda, y contemplamos la tormenta que se desarrollaba en el ventanal, al otro lado de la habitación. Fuera, el viento se iba poniendo frenético. La tormenta envolvió la lechería, aislándonos, protegiéndonos. Torrentes de lluvia rebotaban zapateando en el tejado de chapa. Cada pocos minutos se veía un relámpago, que iluminaba el dosel de pesadas nubes negras. Los rugidos de los truenos se transmitían por el cielo nocturno.

Había algo mágico, sobrenatural, en verme atrapada por una tormenta con River. Era fácil creer que el mundo se encontraba distante, como si solo existiésemos los dos, mientras la naturaleza se desbocaba a nuestro alrededor. Parecía como si ese momento en el tiempo estuviese separado, sin conexión.

Tocaba las puntadas de la colcha de retazos de mi abuela mientras fingía que no había nada inusual en sentarse al lado de River en camisón, mientras su torso desnudo reflejaba la luz dorada de la vela.

Pero en mi interior estaba debilitada por la emoción. Todo mi ser notaba su cercanía; los finos pelillos de mis brazos y piernas se levantaban, como atraídos por la electricidad estática de su cuerpo. Me preguntaba si él podría oír los latidos de mi corazón.

Al cabo de un rato buscó su guitarra, que tenía a los pies de la cama. Unos acordes melancólicos llenaron el aire, mientras las velas parpadeantes creaban sombras danzarinas en las esquinas de la habitación.

No puedo permitirme el lujo de decir que fui seducida, para excusar lo que siguió. Resulta difícil de explicar cómo una joven tan inocente con respecto al sexo como yo pudo ser la seductora, pero eso fue lo que ocurrió. Hasta aquella noche, aparte de lo que había leído en los libros, mi única experiencia con el sexo opuesto fueron unos cuantos besos torpes durante los juegos de girar la botella, a la luz de las hogueras de campamento junto al lago. Y sin embargo allí estaba, sola con River, sentada en su cama, sabiendo que no preferiría estar en ningún otro sitio, y que no había nada que quisiera más que tener su cuerpo desnudo apretado contra el mío.

Levanté las piernas y me las rodeé con los brazos. Apoyé la cabeza en mis rodillas y lo miré mientras tocaba. El resplandor de la vela arrojaba una luz cálida sobre su rostro. Tenía los ojos cerrados como si estuviera dormido, pero sus manos acariciaban las cuerdas de la guitarra con la sabiduría de un amante. Mientras tocaba, sus pesados párpados se levantaron y sus ojos azules lentamente se arrugaron en una sonrisa. Una sonrisa tan dulce que ansié levantar la mano y tocar su rostro. Pero lo que toqué fue su hombro desnudo, sintiendo que el calor de su piel me corría por el brazo.

—Enséñame —le dije—. Enséñame a tocar.

Me pasó la guitarra y se sentó a mi lado en la cama.

—Te enseñaré tres acordes fáciles para que puedas tocar con ellos casi todas las canciones —dijo, colocando el instrumento entre mis brazos—. Incluso —añadió, con una cálida sonrisa—, Love me tender.

Decir que prestaba atención a algo que no fuera la proximidad de River mientras él colocaba mis dedos en los trastes sería mentira. No sé cuánto tiempo pasó mientras la tormenta iba desarrollándose en la noche y yo fingía interesarme en sus pacientes instrucciones.

Al final, fui yo quien dejó a un lado la guitarra. Me incliné y la dejé en el suelo, junto a la cama. Luego me incorporé, me apoyé en River y puse tímidamente mis labios sobre los suyos. Tomé su falta de respuesta como sorpresa. Y de repente empecé a apretarle más fuerte. Pero el ansia, el calor de aquel primer beso fue todo mío. Fui yo la que se echó hacia atrás, atrayéndole hacia mí. Notaba la rigidez de su cuerpo, pero aun así no me paré. Con una certeza que estaba fuera de mi experiencia, acaricié su rostro, su cuello, su pecho desnudo. Mis dedos exploraron su cuerpo, desabrocharon el botón y luego la cremallera de sus vaqueros. Mis manos bajaron y me levanté el camisón, exponiendo mi cuerpo desnudo. Mis caderas se levantaron hasta las suyas, lo guie hacia mí, mientras él yacía con la cara enterrada en la camisa arremangada en mi hombro, ausente. Ignoré la respuesta robótica de su cuerpo, creyendo, queriendo creer, que él se contenía porque no quería herirme. Al final el acoplamiento que tuvo lugar, la unión de nuestros cuerpos, fue todo obra mía.

Yo sabía, entonces ya lo sabía, que la parte de River que yo quería no estaba presente. El gemido que surgió de su garganta no fue pasión, sino un lamento. Todavía está de luto, me decía a mí misma; su pena era por Robert Kennedy, por su país. Pero aun así me aferraba a él, sin querer dejarlo ir, sin querer creer lo que mi corazón sabía.

El dolor del que tanto había leído, el dolor punzante de la «primera vez», del que susurraban las chicas en el pajar, no tuvo lugar. Solo sentí algo de calor con el primer empujón, y luego el calor se extendió por todo mi ser, mientras me agarraba a él.

Aunque he representado esa escena interminablemente en mi imaginación, reviviendo y embelleciendo nuestro apresurado encuentro, la verdad es que no debió de durar más de unos minutos antes de que River se apartara, como si se despertara de repente.

—Ay, Dios mío —se quejó, mientras se apartaba de mí—. Esto está mal.

—Está bien —murmuré yo, intentando atraerlo de nuevo.

—No, no, no lo está —exclamó él—. Está mal, está mal. —Sacó las piernas por los pies de la cama y se inclinó hacia delante, con la cara entre las manos—. ¡Dios mío! Lo siento mucho, Natalie.

—Yo no. —Me incorporé y me volví a poner el camisón—. Te quiero —susurré.

Levantó la vista y me miró con los ojos nublados.

—Y yo también te quiero, Natalie, pero no de esta manera.

Fuera, el viento iba amainando. La lluvia había cesado. A través de la ventana vi estrellas que aparecían entre las nubes que se iban separando. Luego oí el crujido de los neumáticos en la grava cuando la furgoneta de papá aparcó en el patio.

De repente no había nada que decir. El mundo volvía otra vez. River cogió sus vaqueros cortados y se retiró al baño.

Yo no podía irme. Sabía que estaba atrapada allí hasta que mis padres se fuesen a dormir. Me acurruqué en la cama mientras esperaba. Cerré los ojos e intenté ignorar los sonidos ahogados de arcadas que procedían de detrás de la puerta del baño.