10

El autobús corre a lo largo de la autopista 97 sur. Pasamos junto a los campos bordeados de árboles naranjas y amarillos, tocados por la helada. El cielo claro otoñal es azul, límpido. Siempre me ha encantado el cielo abierto de las mesetas de Cariboo y Chilcotin, donde cuesta un día entero que el sol pase de este a oeste. Qué diferencia con Atwood.

Cuando era pequeña, prestaba poca atención al hecho de que los montes dominasen el paisaje. No conocía otra cosa. No notaba la ausencia de cielo. Ahora tengo que prepararme para la sofocante claustrofobia que me invade cuando estoy a la sombra de esas montañas.

Abundantes, apiñadas, bloqueando el sol durante una buena parte del día, pueden resultar abrumadoras. Cada vez que vuelvo me siento algo encerrada, asfixiada. Cuando vivía aquí apenas notaba que el sol desaparecía prematuramente detrás de aquellas moles de granito y colinas cubiertas de bosques, dejando atrás su manto de sombras. No dedicaba pensamiento alguno al hecho de que, para mirar al horizonte, tenía que levantar la vista.

Las montañas que se alzaban en torno a nuestra granja eran tan cotidianas para mí entonces como mi familia. Conocía sus formas, su situación, sus tamaños y elevaciones. Conocía sus nombres. En gran parte, gracias a Boyer.

Desde que puedo recordar, me subía a sus hombros, cada vez que iba a caminar por los bosques de los alrededores.

—¡Soy la reina de la montaña! —aullé desde mi puesto privilegiado, una tarde. Un débil eco intentaba resonar entre los promontorios.

—Bueno, princesa quizá… —se rio Boyer.

Se detuvo a recuperar el aliento en un claro, en la cima del monte. Nos sentamos uno al lado del otro en la hierba del prado, y nos calentamos al sol mientras mirábamos nuestra granja y el rompecabezas de campos y pastos abiertos en el estrecho valle de abajo.

Boyer señaló unos cuantos hitos y me enseñó a orientarme localizando Robert’s Peak, que se cernía por encima de nuestra granja.

—Al otro lado de esa montaña están los Estados Unidos de América —me dijo, con un toque maravillado en su voz—. Imagínate, Natalie, un país entero a solo unos kilómetros de distancia.

—¿Y hay una raya? —pregunté.

—¿Una raya?

—Como en un mapa.

—No, es una línea imaginaria que nos divide. —Sonrió.

—¿Y es distinta la gente?

—Bueno, son muchos más que nosotros. Pero son prácticamente iguales. Somos afortunados de tenerlos ahí —añadió—. Está bien eso de vivir en la puerta de al lado de un hermano mayor.

—Como tú. —Sonreí.

—Sí, algo así —me dijo, y me abrazó.

Boyer me enseñó a localizar la carretera de South Valley a la sombra de Gold Mountain y Robert’s Peak. Cualquiera que se desviara desde la carretera principal a aquella serpenteante carretera de tierra o bien se perdía o llegaba a nuestra granja. O ambas cosas.

Mientras Boyer señalaba las fronteras de nuestra tierra, me contó cómo había llegado nuestro abuelo a la zona tras la primera oleada de la fiebre del oro.

—No le costó mucho tiempo darse cuenta de que buscar oro no era para él —dijo—. Así que decidió ganarse la vida vendiendo a los mineros, en lugar de trabajar con ellos.

Nuestro abuelo compró dos vacas holstein y un toro. Luego empezó a sacar rendimiento a lo que mejor conocía: una granja lechera. Colonizó la única zona útil en el estrecho valle al sur de la ciudad. También reclamó una buena cantidad de colinas y bosques de los alrededores. Más de ciento cincuenta hectáreas de colinas y valle, roca y tierra.

—Más colina que valle, y más roca que tierra —le oí bromear a mi padre muchas veces.

Cuando ya pesaba demasiado para ir en los hombros de Boyer, le acompañaba también cuando subía a escalar. Morgan y Carl se unían a nosotros a menudo. Nos enseñó a mis hermanos y a mí a usar el sol y las estrellas vespertinas para que nos guiaran de vuelta a casa.

—No hay por qué perderse en estas colinas —nos tranquilizó Boyer—. Si alguna vez os pasa, simplemente subid más alto, hasta que podáis mirar hacia abajo y ver algo familiar.

Al compartir su amor por el bosque, Boyer constantemente nos recordaba los peligros ocultos en las montañas que tocaban nuestros campos y prados. Tanto él como nuestra madre se aseguraban de que no lo olvidásemos.

Un día de verano, cuando tenía cinco o seis años, Morgan, Carl y yo fuimos con mamá a coger arándanos silvestres que crecían en el bosque detrás de nuestra granja.

El vestido de algodón con flores azules de mi madre rozaba sus botas de goma negra al andar delante de mí. Mamá siempre llevaba vestido, hasta en el bosque. A mi padre no le gustaba que llevase pantalones.

—Estás ridícula —le oí exclamar una mañana de invierno cuando ella salió del dormitorio con unos pantalones de lana—. Lo siento, Nettie —le dijo, cuando vio su rostro alicaído—. Pero es un horror ver tapadas esas bonitas piernas. —Durante mi niñez nunca volví a ver a mi madre con pantalones.

La luz del sol se filtraba por el dosel de árboles y bailaba entre las ramas a medida que subíamos por la montaña aquel día. El aire olía a hojas secas, a corteza musgosa y a polvo. Mamá tintineaba al moverse. Campanitas de Navidad, del ronzal del caballo, colgaban de su cuello.

—Estamos en territorio de osos —nos dijo.

—¡Osos! —chillé yo.

—Sí —metió baza Morgan—. Se nos van a comer los osos.

Mamá ignoró las risas de Morgan y Carl.

—Los osos no comen personas —me dijo—. Comen bayas. Pero no queremos sorprenderlos. —Levantó las campanillas y las sacudió—. Los vamos a avisar debidamente.

Prometió que el ruido bastaría para alejar a los osos. La creí. Pero entonces me creía todas y cada una de las palabras que decía.

La seguía muy de cerca, con mi cubo rojo que antes era de manteca, oscilando. Mis hermanos y yo nos comíamos más arándanos azulados de los que poníamos en los cubos. Unas pocas bayas pequeñas rodaban por el fondo de mi cubo de hojalata, produciendo unos sonidos solitarios y huecos que no podían rivalizar con las campanitas de mi madre.

Intenté balancear las caderas, que mi falda rozase mis pantorrillas, como hacía mamá. Se me enredaron los pies. Tropecé con mis pesadas botas y me caí al suelo. El cubo voló de mi mano y las pocas bayas que había recogido se desparramaron por el suelo del bosque. Mi extraña caída hizo que Morgan y Carl se desternillaran de risa.

—¡Mira a Nat! ¡Es tonta! —chillaban.

Mis hermanos no querían estar allí. Querían irse con Boyer y papá, que estaban cortando troncos para nuestra chimenea en invierno.

—Qué prisa tenéis por ser hombres —los reprendió mi madre aquella mañana, cuando intentaron disuadirla de salir a coger bayas.

Les aburría buscar bayas. Sus risas duraron más de lo que era de esperar por mi caída poco ceremoniosa.

—Bien, eso mantendrá alejados a los osos —dijo mamá. Me ayudó a levantarme y a recuperar también mis bayas desperdigadas—. Vosotros dos parecéis un par de burros rebuznando.

Al oír la palabra «burro» saliendo de los labios de mi madre, Morgan y Carl estallaron de nuevo en carcajadas. Se reían y se empujaban el uno al otro al entrar en un claro, en la bochornosa luz del sol de atardecer.

Los saltamontes saltaban a nuestro paso desde la crecida hierba alpina. Jirones de vapor se alzaban como si fuera humo de los tocones de los árboles, negros y llenos de humedad, repartidos por la ladera de la colina.

De vuelta a las frescas sombras del otro lado, el mohoso olor de los líquenes secos y las agujas de pino aplastadas llenaba el aire del bosque. A la sombra de los árboles crecidos, llegamos a unos densos arbustos, con las ramas cargadas de arándanos de un azul amoratado.

—Bueno, ahora intentad meter algunas en los cubos —dijo mamá.

Los cuatro fuimos recorriendo lentamente el terreno. Hasta yo conseguí cubrir el fondo de mi cubo. Los arbustos iban clareando a medida que nos desplazábamos entre los árboles. Seguí a mamá en su recorrido por el borde del claro.

De repente, Morgan y Carl empezaron a chillar. Levanté la vista y los vi subidos a un montón de desechos, una enorme montaña de tocones de árboles desgastados y piedras, cubiertos de hierbajos y enredaderas.

Mi madre dejó de recoger bayas y los llamó:

—Bajad de ahí.

Me hizo señas de que la siguiera hacia el pie del montículo, y allí se quedó de pie, esperando que bajaran.

Mis hermanos gruñeron, y de mala gana descendieron. Cuando alcanzaron el suelo, Morgan miró hacia atrás, al montón de desechos enmarañados.

—¿Qué es esto, mamá? —le preguntó.

—Es una larga historia —replicó ella, mientras nos íbamos.

Anduvimos un rato y luego mamá se detuvo y dejó su cubo en el suelo. Se sentó en un tronco lleno de musgo y miró hacia la montaña de desechos como si viera algo que nosotros no veíamos.

—Es una historia de vuestro padre, en realidad —dijo. Se quitó las campanitas del cuello. Bajo la parpadeante luz del bosque empezó a hablar de una manera directa, sin emociones. Todavía recuerdo sus palabras.

—Ocurrió en 1927 —empezó—. Después de ordeñar, una mañana de otoño, vuestro padre y su hermano mayor, Emile, se dirigieron con su perro a cazar urogallos. Vuestro padre tenía doce años y Emile quince. No era raro que los chicos cazaran solos. Vuestro abuelo, Angus Ward, les enseñó muy pronto a manejar las armas. Igual que les enseñó también a conducir el camión y a usar el equipo de la granja cuando eran niños. Entonces las cosas eran distintas. La necesidad y la competencia eran la única licencia que necesitaban.

El zumbido de los insectos como fondo acompañaba la voz de mi madre.

—Se cazaban urogallos medio por deporte, medio en serio. Los chicos solían volver a casa con muchas aves colgando del cinturón, con sus diminutas alitas abiertas, flácidas e inertes. A su madre, vuestra abuela Manny, le encantaba recibir su botín. Desplumaba y limpiaba con placer esos pajaritos pequeños, de pechuga gruesa, feliz porque suponían un cambio del pollo o el buey que llenaban los platos de la mesa de su cocina cada noche.

»Pero cuando el sol se levantó por encima de las copas de los árboles aquella mañana, su perro, un blue healer, tuvo poco éxito a la hora de hacer volar su presa. Iba en zigzag, parándose, olisqueando y gimiendo, a través del sotobosque húmedo por el rocío. Los hermanos lo siguieron hasta más allá de las colinas. El sol se hizo más cálido, y seguían sin ave alguna atada a sus cinturones.

»Cuando los chicos llegaron a un antiguo claro, ese por el que acabáis de pasar, el perro iba corriendo delante de ellos. Vuestro padre se volvió solo un momento para mirar abajo, a la granja.

»Detrás de él, el perro lanzó un ladrido de sorpresa y salió corriendo, atravesando el claro. Vuestro padre se dio la vuelta en redondo y vio los ojos sobresaltados de una cierva joven. El animal se quedó inmóvil, con los troncos y ramas de árboles como fondo. Entonces, agitando su blanco rabo, el animal saltó hacia el sotobosque y provocó la desbandada de una nidada de urogallos al desaparecer. Los pájaros se levantaron con un sonido de aleteo. Emile levantó el rifle y disparó. Un pájaro herido quedó suspendido en el aire, y luego agitó las alas y fue descendiendo hasta los arbustos. El blue healer saltó al arbusto, con Emile siguiéndolo de cerca. Vuestro padre emprendió la persecución. Conocía a su hermano, que era experto con la escopeta, y sabía que no fallaría un segundo tiro. Lo siguió hacia el bosque. En las sombras de los árboles, vio al perro saltando por el aire encima de un escollo cubierto de hongos. Emile corría tres metros por detrás de él, cargando el arma mientras avanzaba; metió un nuevo cartucho, cerró la escopeta corriendo hacia la maraña de troncos y vegetación. Y al momento Emile había desaparecido. Gus pensó que la luz parpadeante le estaba haciendo alguna jugarreta. Corrió hacia el tronco. Vio el agujero a sus pies justo a tiempo. Se echó a un lado, agarrándose con los dedos a las zarzas y raíces, mientras sus pies resbalaban en la hierba húmeda.

Mamá cogió aliento con fuerza.

—Ah, qué horribles sonidos para que un niño los lleve consigo el resto de su vida —suspiró. Ya no nos hablaba a nosotros—. Esos sonidos, la conmoción, todo ello mezclado en un solo momento: los golpes sordos de la carne contra la roca implacable, el grito que se iba alejando, los furiosos ladridos del perro, el repiqueteo de la escopeta que caía, y finalmente el disparo, el estruendoso disparo que rebotó, haciendo eco, en las profundidades del pozo de ventilación, a los pies de vuestro padre.

»Y luego un silencio resonante. Un silencio solo rotó cuando el blue healer levantó la cabeza para aullar al cielo.

Nos contó que, medio ciego por las lágrimas y la conmoción, papá corrió, dando tumbos, y bajó dando saltos por la ladera de la colina. Cubierto de sangre y de tierra llegó a su casa. Ensordecido por el golpeteo en sus oídos, cogiendo aire como si cada vez fuese la última, no oyó su propia voz mientras les contaba a sus padres la horrible noticia.

Mamá dijo que el grupo de rescate, dirigido por mi conmocionado padre, no pudo recuperar el cuerpo quebrado y sin vida de su hermano hasta que cayó la noche. Mi abuelo mismo bajó con unas cuerdas por el pozo para traer a su hijo a la superficie.

Manny Ward estaba en el claro, alejada del grupo de rescate, tensándose cuando alguien intentaba consolarla. Su puño apretado abultaba en el bolsillo del delantal; su boca fruncida era como una línea inexpresiva en el rostro sin lágrimas. Se quedó mirando al frente mientras la luz del atardecer caía sobre la escena; las sombras móviles eran la única señal del tiempo, mientras esperaba el cuerpo de su hijo.

—Vuestro padre se quedó muy afectado, y todo lo veía como si estuviese debajo del agua —decía mamá—, desde otro mundo, un mundo de silencio. Recuerda que veía las bocas abrirse y cerrarse, pero no oía las palabras.

»Le costó años volver a salir a la superficie —añadió—. Y lo hizo él solo. Sus padres no le ofrecieron palabras de consuelo ni le tendieron una mano, tan profundamente hundidos estaban ellos en su propia pena.

»Durante meses, después de aquello, vuestro abuelo pasaba todo el tiempo libre del que disponía acarreando rocas y árboles caídos para arrojarlos por ese pozo de mina. No paró hasta que quedó completamente lleno. Apiló más y más cosas, creando ese monumento de roca y madera en honor de su primogénito —murmuró mi madre, y luego añadió—: Un monumento que parece una pira funeraria, esperando una cerilla.

Mi abuelo siguió buscando y rellenando, o tapando con tablas, todos los pozos de mina que pudo encontrar en sus tierras. Cuando acabó en sus ciento sesenta hectáreas, empezó en las tierras de los vecinos. Ni mi abuelo ni mi padre volvieron a coger jamás una escopeta.

Yo nunca había oído a mi padre hablar de su hermano, ni decirnos nada de pozos de mina. Quizá tenía la sensación de que su padre ya se había ocupado de ellos, y por lo tanto no eran ningún peligro. Aun así, mi madre nos advirtió aquel día:

—Ni siquiera vuestro abuelo podía estar seguro de haberlos encontrado todos.

Es difícil estar segura ahora de la parte de la historia que mi madre nos contó realmente y los huecos que ha ido rellenando mi memoria. Solo sé que sus palabras pintaron un retrato tan claro que era como si yo lo estuviese viendo ocurrir delante de mí. Vi y oí la tragedia de aquel lejano día de otoño. Pero entonces yo era solo una niña, y el dolor y la pena de los corazones rotos eran conceptos que aparecían solo en los cuentos. La tristeza duró tanto como el relato. El sufrimiento y el dolor no formaban parte de aquella época soleada de nuestras vidas. Era algo que les había ocurrido a otros, no a nuestra familia perfecta.